La dama errante - 07

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decididos, fijo el día de salida y dispuesto todo, a media noche se
presentó el señor Isidro, les hizo salir de su encierro, y los tres,
cargados con una porción de cosas, y por entre las matas, cruzaron
gran parte de la Casa de Campo hasta un lugar frontero a la aldea de
Aravaca.
Al llegar a este punto, Isidro cogió una escalera de mano y la apoyó en
la tapia. Subió, miró a derecha e izquierda, y dijo:
--¡Hala! Vengan ustedes.
Subieron María y Aracil. La tapia, por el otro lado, apenas levantaba
un metro del suelo; así que de un brinco quedaron fuera.
--Ahora sigan ustedes bordeando esta tapia--dijo el señor Isidro--; yo
voy a adelantarme para traerles a ustedes los caballos.
El guarda desapareció en un instante; Aracil y María continuaron solos.
La noche estaba negra; en el suelo, mojado por la lluvia, se hundían
los pies. No se cruzaron con nadie. Clareaba ya el alba cuando llegaron
a las Ventas de Alcorcón.
En la carretera les esperaba el guarda, teniendo de la brida a los dos
caballos.
--¡Ea, vamos allá!--dijo el señor Isidro. La yegua de usted, don
Enrique, se llama _Montesina_, y el jaco de la señorita, _Galán_.
Hábleles usted, porque estos animales obedecen muchas veces mejor a la
palabra que al palo.
Prometió hacerlo así Aracil. El guarda ayudó a montar a padre e
hija, dió una varita a cada uno de ellos, les estrechó la mano
afectuosamente, y les dijo:
--¡Vaya, filando! Adiós, y buena suerte.


XIV.
SE ALEJAN DE MADRID

El doctor y María comenzaron a marchar por la carretera hacia el
Campamento de Carabanchel. Iba haciéndose de día. Madrid se destacaba
sobre un fondo rojo de llamas; salía el sol por encima de la ciudad, y
a poniente el cielo azul obscuro se velaba con nieblas blancas.
Se cruzaron Aracil y María con gran número de traperos, en sus carros,
y lecheros que trotaban en pequeños caballejos peludos camino de Madrid.
No habían hecho mas que pasar del campamento, cuando la yegua de
Aracil, comprendiendo, sin duda, la falta de condiciones ecuestres del
jinete, se paró, sin querer andar más.
--¡Vamos, _Montesina_! ¡Vamos!--le dijo el doctor varias veces:
Todos los razonamientos suaves y persuasivos fueron inútiles. Era la
yegua endiablada y terca, y parecía clavada en tierra; el doctor bajó
del caballo, para hacerle andar tirándole del ronzal, pero no consiguió
nada. Así estuvieron cerca de una hora, cuando un chiquillo que venía
caballero en un rocín, encaramado entre cántaros de leche, se paró y
dijo:
--¿Qué, no quiere andar?
--No.
El chico bajó de su caballo y le dijo al doctor:
--Suba usted, ya verá usted cómo anda.
Aracil subió; el muchacho cogió la vara con las dos manos y le arrimó
un estacazo a la yegua, que le hizo tomar por aquella carretera un
trote cochinero. Aracil se agarró a la albardilla, y estuvo a punto de
caerse, pero consiguió guardar el equilibrio.
El pobre animal, con el recuerdo del garrotazo, ya no volvió a pararse.
Llegaron al mediodía a Alcorcón, y, como no querían preguntar nada a la
gente, por no infundir sospechas, tomaron, por inspiración de Aracil,
el camino de Móstoles, en vez del de Villaviciosa.
Ya llegaban al pueblo del célebre alcalde que declaró la guerra a
Napoleón, cuando encontraron un mendigo desharrapado, de barba negra y
mirada huraña.
--¿Es este pueblo Villaviciosa, buen hombre?--preguntó Aracil.
--No. Éste es Móstoles. Para coger el camino de Villaviciosa tienen
ustedes que volver a Alcorcón y tomar la carretera de la izquierda, que
parte de enfrente de unos alfares.
Volvieron grupas hasta encontrar el camino, y por la tarde pasaron por
delante de Villaviciosa. Comieron pan y chocolate, y, como estaban
molidos y cansados por la falta de sueño de la noche anterior y por
la falta de costumbre de montar, subieron, con los caballos de las
riendas, a un bosquecillo de robles e hicieron allí alto. Aracil ató
las caballerías a un árbol y después fué a buscar agua con una botella
a un riachuelo que corría en el fondo de un barranco. Mientrastanto,
María encendió una hermosa hoguera con ramas secas; y, cuando vino su
padre, los dos se tendieron cerca del fuego, envueltos en la manta. Por
la mañana se despertaron, ateridos de frío; María revolvió las cenizas
de la hoguera y encendió un poco de lumbre. Calentó agua e hizo té, y
estaban tomándolo cuando vieron, con gran susto, saliendo de entre la
espesura, un hombre embozado en un tapabocas, con una escopeta en la
mano.
--¿Qué hay?--le preguntó Aracil temblando.
--¿Qué hacen ustedes aquí?
--Vamos a San Martín, y hemos descansado un rato.
--¿Son ustedes de Madrid?
--Sí. Yo soy guarda de la Casa de Campo.
--¡Ah! ¡Demonio! Tiene usted buen carguito.
--¡Psch!
--¡Ya lo creo!
--Y ¿por qué venía usted con tantas precauciones?--preguntó el doctor.
--Es que cuando he visto fuego, he pensado si serían ustedes húngaros.
Y cuando veo esa gente voy preparado. Por si acaso. Porque a mí no me
engaña ningún chato.
--Pues de chatos no tenemos nada, compadre--dijo Aracil, más tranquilo.
--Ya lo veo. Qué, ¿me quiere usted comprar una liebre,
compañero?--preguntó el guarda.
--Según como sea.
--Ahí la tengo, en una casa de aquí cerca.
El guarda de Villaviciosa bajó los dos caballos a la carretera,
luego ayudó a montar a María, y, hablándola de tú, le dedicó algunas
galanterías montaraces.
Anduvieron un cuarto de hora los tres juntos hasta llegar a una
casucha, en donde el guarda entró, y salió luego con una liebre en la
mano.
--¿Cuánto es?--dijo Aracil.
--Dos pesetas.
--Es cara.
--¡Como ustedes la tienen de balde! En fin, se la daré a usted por seis
reales.
Pagó Aracil.
--¿Pasarán ustedes pronto por aquí?--preguntó el guarda.
--Dentro de tres o cuatro días.
--Pues, adiós. ¡Adiós, chica!
--¡Adiós, tú!--dijo, con desenfado, María. Luego le preguntó a su
padre--: ¿Por qué le has dicho que la liebre es cara, si es baratísima?
--Para que no sospeche que uno no es aldeano--contestó Aracil
irónicamente--. Cuanto más roñoso, más carácter tiene uno de campesino.
--Sí, es verdad.
Pasaron varios automóviles por la carretera, levantando nubes de polvo
y dejando una peste de petróleo.
--Esta es la riqueza española--murmuró el doctor--; no sirve mas que
para ensuciarnos y dejar mal olor en el camino.
Al mediodía, Aracil y su hija se acercaron a Brunete: lo perdieron
pronto de vista y siguieron adelante, hasta detenerse en un ventorro,
llamado de Los dos Caminos, levantado en un alto y en el cruce de dos
carreteras.
Era la venta una casuca baja, de tejado terrero, colocada en un lugar
solitario y triste. Aracil lo diputó seguro y tranquilo para ellos.
Con el ensayo de la noche anterior, le pareció muy peligroso quedarse
en el campo. Llamó a la ventera, le dió la liebre, encargándole que la
guisara, y pidió paja y cebada para las caballerías.
Se calentaron padre e hija al amor de la lumbre, y ya confortados
salieron al raso de la venta y se sentaron en un banco de piedra. El
campo era allí desolado y yermo. El anochecer fué muy triste. Algún
carromato pasó despacio, dando barquinazos por la carretera. El aire
estaba frío, y silbaba el viento con violencia por aquellos descampados.
Ya de noche, llegó el ventorrillero seguido de su perro, y se sentó a
la lumbre; la mujer sacó la liebre, guisada con arroz, en una cazuela,
y Aracil y María comieron con gran apetito. Los chicos del ventorro les
miraban comer con cara de golosina, y apiadada María de ellos, les dejó
una buena ración, que devoraron con verdadera ansia.
Estaba María calentando agua para el te, cuando se presentaron dos
guardas de uniforme. Eran de la finca de un ricacho de Brunete, y se
daban tono de autoridades; llevaba cada uno su escopeta y su canana
llena de cartuchos. Tomaron los guardas unas copas, charlaron un rato,
y se fueron.
--Todos estos son unos matones--dijo el ventero, señalándolos.
--Sí, ¿eh?
--El que no es algo peor.
--¿Son mala gente esos guardas?
--Muy mala.
--El ventero cerró la puerta de la casa y luego estuvo contando a
Aracil escenas de la guerra carlista, en la que había tomado parte como
soldado. María dormitaba, y el ventero, comprendiendo el cansancio de
sus huéspedes, tomó el farol y les acompañó al pajar.
El viento gemía en el silencio de la noche.
Se quitaron padre e hija las botas, metieron los pies entre la paja, se
tendieron a lo largo, cubiertos con la manta, y quedaron dormidos.


XV.
SAN JUAN DE LOS PASTORES

A la mañana siguiente, cuando salieron del ventorro de Los dos Caminos,
amanecía. El cielo, bajo y gris, se disolvía en una lluvia fina y
tenue. A la hora de salir de la venta, la llovizna se convirtió en
chaparrón, y Aracil y María se guarecieron debajo de un puente echado
sobre un arroyo.
Al acercarse a la orilla a cobijarse bajo el puente se encontraron con
dos hombres de aspecto vagabundo, que descansaban sentados en la arena.
Les saludó Aracil, contestaron ellos con indiferencia al saludo, y,
reunidos, esperaron a que escampara la lluvia. En esto aparecieron en
la orilla del río los dos guardas que habían estado la noche anterior
en el ventorro de Los dos Caminos, y uno de ellos, dirigiéndose a los
vagabundos, les dijo:
--¡Hala! Fuera de aquí.
--Las orillas de los ríos no tienen dueño--murmuró el viejo, con acento
irritado.
--Pues esto es de mi amo--replicó el guarda--, y haga usted el favor de
marcharse de aquí.
--Así se trata a la gente honrada--exclamó el viejo con tono
enfático--. Así va España. Pues sepa usted que yo, a pesar de venir a
recogerme debajo del puente, soy un hombre conocido, sí, señor, y hasta
ilustre...; soy Musiú Roberto del Castillo.
--¿Y a mí qué me cuenta usted?--dijo el guarda, con una grosería
bestial--. Basta de conversación, y fuera de aquí.
--Bueno; ahuecando--dijo el pequeño.
Los dos vagabundos se levantaron; el uno tomó su zurrón y el otro un
fardel de lienzo en la mano, y salieron de debajo del puente y echaron
a andar en medio de la lluvia.
--¿No se puede estar aquí?--preguntó Aracil con voz agria.
--Sí, ustedes pueden quedarse.
Aracil no quería deber ningún favor a aquella gente grosera y
despótica, y cuando el chaparrón amenguó un poco, sacó los caballos de
la orilla del arroyo, ayudó a montar a María y se pusieron los dos en
camino.
--¡Qué canallas!--exclamó Aracil--. ¡Qué ganas tiene todo el mundo de
ser déspota! ¿Eh?
--Sí. Es una cosa antipática.
--Si yo fuera como esa gente pobre, todos los días tiraría una tapia y
mataría un guarda. Al cabo de diez años de este sistema la tierra sería
de todos.
--Aracil empezaba a sentirse bravucón. Hablando de estas cosas iban
al paso, cuando notaron que comenzaba a variar y a elevarse el suelo.
Entraban en terreno más agrio y riscoso. A un lado y a otro se veían
enormes peñascos de granito, algunos colocados sobre otros, como
grandes dólmenes. Iba tomando el campo aire de sierra. En la dirección
de Madrid se veía una inmensa planicie; había salido el sol entre nubes
y refulgía su luz en los campos verdes, y se destacaban las hondonadas
en sombra, como pinceladas obscuras.
Estaban contemplando la vasta llanura cuando por una senda llegaron a
la carretera los dos vagabundos del puente. El viejo vestía un levitón
largo, una gorra y una bufanda, lo que le daba un aspecto extravagante
para andar por el campo; el otro, bajito, afeitado, con una barba de
diez o doce días, llevaba una chaqueta raída, un pantalón azul de
mecánico, un gorro redondo, que antes debió de pertenecer a un soldado
de caballería, alpargatas blancas y un fardelillo en la mano.
--Qué brutos han estado esos guardas con ustedes--dijo Aracil--; no
tenían derecho a echar a nadie de allí.
--Aquí no importa nada tener derecho o no--dijo vivamente el viejo, con
acento extraño.
--¿Van ustedes lejos?--preguntó Aracil.
--A la feria de La Adrada--contestó el pequeño--. Este señor es
francés, y va luego a Portugal a embarcarse para América.
--|Ah! Es francés.
María creyó que su padre tenía ganas de entrar en conversación con
aquel hombre, y, por lo bajo, murmuró:
--Papá.
--¿Que?
--No hables en francés con este hombre.
--Aracil miró a su hija, extrañado, viendo que había comprendido su
intención, y luego, dirigiéndose al viejo, le preguntó:
--¿De manera que es usted francés?
--No, señor; soy español, vendo específicos; pero, como he estado mucho
tiempo en Argelia, me llaman todos Musiú Roberto del Castillo, o el
_Musiú_.
--Y ¿qué específicos vende usted?
--Todos de mi invención. Tengo un elixir para las tenias.
--Hombre, ¿y de qué se compone?--preguntó Aracil, en tono de chunga.
--Aunque se lo dijera no lo comprendería usted, buen hombre.
El doctor botó en la silla; hubiese entablado una discusión con el
inventor del elixir, para reírse de él, pero tuvo prudencia, y dejó que
el _Musiú_ lo tomará por un palurdo y lo despreciara.
--También tengo unos polvos para el cáncer--agregó el inventor.
--Quizá de arsénico--repuso Aracil.
--¡Ca! Hombre, no diga usted disparates--y el _Musiú_ se echó a reír a
carcajadas--. El arsénico es un veneno, hombre.
--Pero un veneno puede ser medicina--argulló Aracil.
--¡Calle usted, hombre! ¡Calle usted!--replicó el _Musiú_--; vale más
que no hable usted de lo que no entiende.
Aracil, picado con las contestaciones del viejo, se dirigió al joven, y
le dijo:
--La verdad es que esos guardas son muy brutos y no saben tratar a la
gente.
--Pues éstos son canela fina al lado de algunos otros.
--¿Hay otros más brutos todavía?
--¡Uf! ¡Ya lo creo! Ya ve usted, yo soy el _Ninchi_; no sé si habrá
usted oído mi nombre en los periódicos, porque me han llevado algunas
veces de quincena por blasfemo. Pues bien: hace un año me pescaron unos
guardas subido a una tapia cogiendo fruta, y me dieron una paliza de
órdago. Ya ve usted, me han dejado manco--y el _Ninchi_ mostró el brazo
anquilosado e inútil.
--Y, ahora, ¿no podrá usted hacer nada?--preguntó María.
--Nada. No sé cómo no me mataron. ¡Me dieron una de palos! Verdad es
que yo soy más fuerte de lo que parezco.
--Pero es una salvajada--dijo Aracil.
--Así va España; así va esta desgraciada nación--saltó diciendo Musiú
Roberto del Castillo.
--El _Musiú_ es un sabio--dijo el _Ninchi_, con ironía; luego añadió--:
Si nos dieran ustedes unas perras para tomar algo aquí--y señaló un
ventorrillo--, nos harían un favor.
Aracil le dió unos cuartos al _Ninchi_, y éste y el _Musiú_ quedaron en
el ventorro, y el doctor y su hija siguieron su camino.
Arreciaba la lluvia, y los viajeros se desviaron de la carretera, y se
encaminaron, por una senda, a un pueblo que se veía a poca distancia.
--¿Qué pueblo es éste?--preguntó Aracil a un zagalillo, que volvía con
unas cabras.
--Chapinería.
Llegaron a la posada y entraron en la cocina. La ventera, una mujer
gorda, embarazada, de mal genio, hablaba con una comadre, sin mirarle a
la cara. Aracil y su hija se secaron a la lumbre y pidieron de comer.
La posadera, con muy mal gesto, les hizo la comida, consistente en un
guisado de patatas, y comieron al mismo tiempo que un zapatero remendón
y vagabundo, que andaba de pueblo en pueblo echando medias suelas.
En esto entró en la cocina un hombre charlatán y sabihondo, algún
notable del pueblo, y, a las primeras de cambio, dijo con orgullo que
era masón y socialista. El hombre, curioso como un diablo, después de
interrogar al zapatero, quiso seguir su interrogatorio con Aracil, pero
éste le contestó secamente que era guarda de la Casa de Campo, y que
iban de viaje.
Después, aunque seguía lloviendo, advirtió a María que iban a continuar.
El charlatán masón y socialista dijo, para que le oyeran, que todos los
guardas de las posesiones reales tenían más orgullo que don Rodrigo en
la horca, y Aracil, haciéndose el ofendido, pagó la cuenta y salió de
la posada.
Dejaron Chapinería, volvieron a tomar la carretera y cruzaron por un
pueblecillo bastante bonito, llamado Navas del Rey. A la salida del
pueblo, un soldado joven de la Guardia civil les saludó amablemente, y
quedó contemplando a María con gran entusiasmo.
--¡Has hecho estragos en la benemérita!--dijo Aracil, irónicamente, a
su hija.
--Sí; me parece que sí--contestó ella, riendo.
Comenzaron a bajar una gran cuesta, entre dos vertientes cubiertas
de pinares. El cielo, violáceo en una zona y plomizo en otra, se
presentaba amenazador; las masas de pinos se ensanchaban sombrías y
negruzcas en las laderas del monte. Por la carretera, cubierta de
pinocha, pasaba alguno que otro carro de bueyes, cargado de maderas;
una nube pizarrosa se extendió por el cielo. Comenzó a llover; el
camino se puso resbaladizo y peligroso; luego, el tiempo se cerró
definitivamente.
Bajaron despacio la cuesta, que trazaba varias curvas en espiral, hasta
llegar, ya caída la tarde, a un ventorro largo y estrecho, construído
con piedras gruesas, que se levantaba junto a un arroyo. El ventorro se
llamaba de San Juan de los Pastores.
Dejaron Aracil y su hija los caballos, y se metieron en la cocina, al
lado del fuego, que despedía un humazo que impregnaba las ropas y hacía
llorar. Un zagal, con los pies desnudos, renovó unas rajuelas de tea
que ardían en una hornacina labrada en la pared, de piedra, y la luz se
extendió más fuerte por la negra cocina.
Se habían acogido en el ventorro unos cuantos pastores trashumantes,
y María y Aracil los estuvieron contemplando. Uno de ellos era un
tipo flaco, aguileño, con aire triste de antiguo siervo. Venía de
Extremadura con su rebaño, y marchaba a Castilla.
Llevaba como zagal a su hijo, un chiquillo enfermizo, rubio y
delgado, con un tipo de príncipe. Éstos dos pastores melancólicos,
los dos montañeses, con sus ojos azules claros y su porte soñador,
aristocrático, se distinguían en medio de los otros, plebe de la
llanura, de nariz chata y pómulos salientes.
Entrada la noche, se presentó el ventero con cuatro guardianes de los
pinares. El ventero era de Torrelodones, alto, jaquetón, de bigote
negro. Le llamaban el _Mellado_; hablaba en un tono muy chusco, entre
desdeñoso y agresivo, y decía a cada paso: «¡Mardita sea la pena!» El
_Mellado_ era hablador, y dijo que había sido amigo de _Frascuelo_, por
lo cual ya creía que entendía más de toros que nadie. Los guardianes
también tenían su opinión en cuestiones de tauromaquia, y hubo entre
ellos y el _Mellado_ una larguísima discusión acerca de todos los
maletas y novilleros de Madrid; se hicieron cábalas acerca del porvenir
de estos futuros toreadores, y María tuvo el gusto de oír por primera
vez el nombre del _Polaca_, del _Mondonguito_, del _Guaja Chico_, del
_Patata_ y de otra porción de superhombres desconocidos para ella.
Por si uno de estos era mejor que otro se entabló una agria discusión
entre el _Mellado_ y uno de los guardianes, y éste se permitió decir al
ventero que era un blanco.
--A mí no me dice eso nadie--gritó el _Mellado_, con tono trágico--,
porque por menos que eso mato yo a un hombre.
--¡Qué has de matar tú! ¡Boceras!--saltó la mujer--. Anda, que hay que
ver si se encuentra sitio para el rebaño de estos pastores.
El _Mellado_ no debía ser tan fiero como quería dar a entender, pues,
dejando la discusión, salió de la cocina con el farol, y volvió al poco
rato.
Después de comer, el ventero brindó con el pajar a María y al doctor, y
él, con los guardianes de los pinos, se dedicó a jugar a la brisca y a
seguir hablando de toros.
María y Aracil se tendieron en el pajar. Había ratas allí y se las
oía correr por el suelo. María, asustada, temía que algún animal de
aquellos le mordiera. Desvelada con tal preocupación, estuvo con
los ojos abiertos, pensando en las mil peripecias que todavía les
reservaría el viaje, y después de cavilar mucho se quedó dormida.


XVI.
LA VENTA DEL HAMBRE

Por la mañana, con un día obscuro y nublado, salieron del ventorro.
Cruzaron una aldea llamada Pelayos, pasaron por San Martín de
Valdeiglesias, y a la salida de este pueblo comenzó a llover.
Se les reunió en la carretera un viejo campesino, que iba con un burro
cargado con dos sacos de trigo. Tenía este viejo la cara llena de
grietas, que parecían surcadas en madera, y hablaba en un castellano
arcaico, empleando unos giros desusados y unas palabras extrañas.
Aracil y María se entretuvieron en hacerle preguntas y ver cómo las
contestaba.
A la hora de salir de San Martín, el viejo se desvió para tomar el
atajo de un molino.
--¿No hay por aquí una venta?--le dijo Aracil.
--Sí; ahí mediata la tienen--contestó el viejo--; si toman por el
atajillo, más aína la encontrarán.
Celebraron padre e hija la indicación, e iban de prisa, aguantando la
lluvia, cuando vieron una casa medio derrumbada, oculta entre unos
chaparros, cuya chimenea arrojaba al aire un vaho débil de humo. El
campo que a la casa rodeaba era yermo y adusto; sólo un ermitaño o un
asceta hubiera podido escoger aquel páramo para vivir en él.
Llamaron en la casa, y Aracil preguntó si les podían dar hospedaje y
comida. Una vieja de negro, escuálida y amarillenta, hizo un gesto de
resignación, indicándoles que pasaran, y un mozo flaco y espiritado,
tomó de las riendas las caballerías y las llevó a la cuadra.
Pidió Aracil algo con qué matar el hambre, y no había mas que pan seco;
encargó al mozo que echara un pienso a las caballerías, y el mozo dijo
que les daría hierba, a ver si querían comer, pues no había paja ni
cebada. Aquella venta era la Venta del Hambre. Aracil y María entraron
en la cuadra y vieron que los pesebres estaban limpios. Sacaron los
caballos al campo, y al anochecer se les volvió a llevar a la cuadra.
Estuvieron padre e hija aburridos, paseando arriba y abajo por la
cocina. En un cuarto próximo, que tenía los honores de sala, había un
espejo envuelto en una gasa azul, llena de moscas muertas, y dos viejas
litografías, una de Malek Adel, el héroe de madama Cottin, llevando a
caballo a su dama, y la otra de Poniatowski, en el momento de meterse a
caballo en el río.
--Es raro--dijo María--que hayan llegado estas cosas a rincones tan
apartados.
--Sí, es raro.
--Y lo moderno, en cambio, no llega--añadió ella.
--Eso no es chocante--repuso Aracil--. Hoy la vida es industrial, y el
mundo civilizado, en vez de enviar a las aldeas litografías de un héroe
verdadero o falso, envía una máquina de coser.
Charlaron padre e hija de una porción de cosas. Pidieron de comer
varias veces, y después de rogada mucho, el ama hizo unas sopas de ajo
para los huéspedes, y les trajo una cosa negra y fría, que parecía
hígado, y una jarra de vino. Aracil notó que no había gato ni perro en
la casa.
El plato de la cosa negra, que no quisieron comer Aracil y su hija, la
vieja lo retiró y lo guardó en un armario, con gran aflicción de todos
los individuos de la familia.
Luego, la vieja, con sus tres hijas vestidas de negro, dos ya mayores,
y una muchachita, todas a cual más héticas y tristes, se sentaron al
fuego; se les reunió después el mozo flaco y espiritado, y se pusieron
a rezar el rosario. Estaban todos mustios, callados y cabizbajos. De
cuando en cuando bostezaban de hambre y se persignaban sobre la boca
abierta, y la vieja, tras de bostezar, suspiraba y decía:
--¡Ay, Señor, qué pena de vida! ¡Para cuatro días que ha de vivir una
en este mundo! ¡Ay, qué mundo más desengañado y más triste, que todo
son lágrimas, enfermedades y dolor! ¡Ay, qué inútil es trabajar y
cuánto más valiera haber ya muerto!
La vieja, después de una retahíla de éstas, miraba a sus huéspedes,
como pidiéndoles colaboración en su idea desacreditadora del mundo.
El doctor estaba entristecido y malhumorado; María se asombraba de ver
tanta pobreza.
Después de rezar, toda la familia de escuálidos desapareció, y la
vieja, gimoteando, vino con un jergón, que tendió en la cocina, delante
de la lumbre, y mal que bien se arreglaron para dormir allí Aracil y su
hija.
Por la mañana, al amanecer, el doctor aparejó los caballos, pagó al
mozo lo que le pidió, y al apuntar el alba los dos fugitivos salieron
de la venta triste.
--¡Qué horror! ¡Que casa!--exclamó Aracil--. Ahora respiro--murmuró, al
encontrarse en la carretera.
--Y estos pobres caballos no han comido nada desde ayer--dijo María.
--Veremos si hoy tienen más suerte.
Siguieron por la carretera, y unas horas después comenzaron a subir una
escarpa del monte. El cielo estaba nublado; el sol, perezoso, hacía
alguna que otra salida lánguida; la tierra blanqueaba, húmeda de rocío.
En lo alto de la cuesta vieron las mojoneras de la provincia de Ávila.
Se cruzaron en el camino con una porción de carros, algunos llenos de
chicas vestidas de fiesta, que iban a la feria de La Adrada.
Pasaron por Sotillo, dieron de comer y beber a los caballos y siguieron
el camino con los que iban a la feria. En esto, en una revuelta,
se toparon con una tropa de gitanos que regresaba del mercado, con
sus mujeres y sus chicos. Iban las mujeres de dos en dos, en mulos
escuálidos y en borricos flacos y extenuados, llenos de alifafes
y esparavanes; algunos chiquillos sacaban la cabeza de entre las
albardas, y los hombres, a pie, marchaban ligeros y jaquetones.
Un viejo de patillas, con una gran vara, se acercó al doctor y le
propuso comprarle la yegua; Aracil le dijo que no. Entonces le preguntó
si quería cambiarla, y un gitano joven y marchoso vino en ayuda del
viejo; hizo nuevas proposiciones, que fueron rechazadas, y decididos
el viejo y el joven, de mal ceño y requiriendo la compañía y ayuda de
otros dos cañís con la mirada, tomaron un aire amenazador, y uno de
ellos advirtió:
--Vaya, apéense y dejen las caballerías, que es lo mejor para ustedes,
que si no va a haber aquí la de Dios es Cristo.
Quedó Aracil parado al oír la amenaza, y María, que creyó que el
peligro no era serio, enarboló su vara y al mozo que se le acercaba
a sujetarle por las piernas le soltó un varazo en la cara. Varios de
los gitanos echaron mano a las tijeras que llevaban en la faja, y no
hubiera sido fácil saber lo que hubiese pasado a no presentarse en
aquel momento un carro lleno de muchachas que se dirigía hacia la feria.
Al verlo, los gitanos cambiaron de actitud; hombres y mujeres pidieron
una limosnita para los churumbeles, y el doctor sacó unas cuantas
monedas de cobre y las tiró al suelo, con lo cual quedó desembarazado
el camino y pudieron, Aracil y su hija, seguir adelante.


XVII.
LA «GILA»

Se acercaron al lugar donde se celebraba la feria, entre jinetes,
carros y ganado, que llevaban a vender. Al entrar en el pueblo se
oía un murmullo de colmena, y rasgaba el aire, de cuando en cuando,
el sonido de una corneta. En las calles, el barro alcanzaba más de
un palmo. En la plaza había puestos de hierro, de alforjas y de
mantas, de sombreros de Pedro Bernardo, de pañuelos, telas y bayetas
de abigarrados y vivísimos colores, desconocidos en el mundo de la
civilización.
En una barraca de un cinematógrafo tocaba el _Ninchi_ a la puerta. No
le conocieron María ni el doctor, pero él se encargó de llamarles, y
les recomendó una posada, donde comieron opíparamente.
Dijo Aracil al posadero que era guarda de la Casa de Campo, en Madrid,
y que iba a Arenas de San Pedro. Hablaron entonces de la caza y de las
cabras monteses de la sierra de Gredos, y el posadero explicó que en la
parte más alta, en la Peña de Almanzor, existía una laguna misteriosa
y sin fondo, en cuyas aguas moraban unos animales tan terribles, que si
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