La dama errante - 05

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Comieron; María se encerró en el cuarto con las niñas mayores; pero
la enfermita lo notaba y pedía que fuera a verla, y si no empezaba a
llorar.
--Mira, lo mejor es que te vayas--dijo Venancio, que estaba algo
preocupado con la enfermedad de la niña y con el temor de que su
sobrina se contagiase--. La criada te acompañará.
--¿Para qué? Iré yo sola--y María se despidió de las niñas y tomó el
tranvía rojo en el paseo de Rosales.
La tía Belén vivía en la calle del Prado; el tranvía llegaba hasta
cerca de su casa. Al paso notó María que en las calles se hablaba
animadamente, pero no prestó atención.
Serían las tres y media o cuatro cuando llegó a casa de la tía Belén.
Llamó, pasó al gabinete y se encontró con que todos reunidos allí
charlaban a la vez.
--¿Qué hay? ¿Qué ocurre?--preguntó.
--¿No sabes nada?
--No.
--Pues que han tirado una bomba.
--¿De veras?
--Sí.
--¿Y hay desgracias?
--Muchísimas. El tío Justo ha dicho que dos muertos; pero ahora dicen
que hay cinco y una infinidad de heridos.
--¡Qué horror!
Y María dijo esto con esa solemnidad superficial con que se comentan
los hechos que no se han visto ni sentido. Luego, de pronto, pensó en
su padre y se alarmó: «¿Dónde estaría en aquel momento? ¡Él, que era
tan curioso! Quizá habría ido al lugar del atentado.»
El tío Justo, la tía Belén, Carolina, unos señores y señoras que se
hallaban de visita se enredaron en una conversación de anarquistas y de
bombas, que a María comenzó a sobresaltar. Todos execraban el atentado,
pero consideraban el crimen de distinta manera.
--Para mí son locos--aseguraba el tío Justo.
--No, son fieras--replicaba otro señor, fuera de sí, que era
contratista de paños para el ejército, lo que le daba, sin duda, cierta
inclinación a la violencia--; y había que cazarlos.
--Yo creo lo mismo--agregó Carolina--, y aun no me contentaría con
cazarlos, sino que los haría sufrir antes.
--Yo no--y el tío Justo se paseó por el cuarto--; lo mejor sería
deportarlos; a todos los que tengan esas ideas, que no estén conformes
con la manera de vivir general, los llevaría a una isla y los dejaría
allí, con aparatos y máquinas, para que trabajasen y viviesen.
--¡Qué aparatos ni qué máquinas!--exclamó el pañero, furioso--;
hacerlos pedazos. «¿Es usted anarquista?» «Sí». «Pues tome usted», y
pegarle un tiro a uno. Porque esos crímenes son cobardes e infames.
Y el señor repitió estas palabras, como si en aquel instante hubiera
hecho un gran hallazgo.
--Sin embargo, ya verá usted--dijo el tío Justo--cómo se llega a hacer
también la apología de este crimen.
--Pues yo, al que hiciera esa apología, le pegaría un tiro.
--La verdad es que esa pobre gente--murmuró la tía Belén, con voz
plañidera--¿qué culpa tendrían? ¡Y esos pobres soldados! Porque yo
comprendo que vayan contra un hombre, como Cánovas, y que lo maten.
--¡Claro!--dijo cínicamente el tío Justo--. Eso es mucho menos
peligroso para nosotros, que no somos políticos.
María estaba cada vez más inquieta, pensando en su padre; la tía
Carolina sobre todo, y los demás también, al hablar de anarquistas se
referían a ella, reprochándole tácitamente que su padre tuviera tan
nefandas ideas.
En esto llegó el marido de doña Belén con nuevas noticias: los muertos
llegaban a diez. Había hablado con un amigo suyo, empleado en Palacio.
Los reyes habían vuelto impresionadísimos; ella estaba con convulsiones
y él lloraba emocionado.
--Es falso--gritó el pañero--. Ese señor le ha engañado a usted. El rey
no ha llorado.
--Pero, ¿usted qué sabe?--le preguntó el tío Justo.
--Lo comprendo, porque un rey no llora.
--¿Por qué no? ¿Eso qué tiene de extraño?
El marido de doña Belén añadió que su amigo le había dicho que sólo
uno de los grandes duques rusos, como acostumbrado a escenas de esta
índole, estaba tranquilo, y que el tal había aconsejado al rey que
saliera inmediatamente a dar un paseo por las calles, con lo que sería
ovacionado por el pueblo. Al parecer, el rey no se había decidido. En
cambio, el gran duque ruso había salido, de paisano, a ver la casa del
crimen, y como en su real familia habían muerto de atentado varios
individuos, y miraba ya, sin duda, con cierta familiaridad amable la
metralla anarquista, había pedido a un jefe de policía que le regalara
un trozo de bomba, porque hacía colección.
La tarde fué para María un verdadero suplicio. Tenía ganas de
marcharse, pero esperaba porque había quedado de acuerdo en que su
padre se le reuniría allí. Serían las seis cuando paró un coche delante
de la casa; María, atenta a todos los ruidos de la calle, escuchó con
ansiedad; se abrió la puerta del gabinete y una criada entró. A María
le dió un vuelco el corazón.
--Señorita, haga usted el favor de salir, que la espera su papá.
María saludó rápidamente a los parientes y amigos y bajó de prisa las
escaleras. Al ver a su padre comprendió algo grave. Aracil tenía el
rostro desencajado, el cuerpo tembloroso, los labios completamente
blancos. Llevaba un gabán al brazo, lo que en el era rarísimo.
--¿Qué hay? ¿Qué pasa?--fué a preguntar María; pero la voz expiró en su
garganta.
Aracil, sin contestar a la interrogación muda, tomó el brazo de su hija
y murmuró, casi sin aliento:
--Vamos.
--Pero ¿qué pasa?
--Que el que ha puesto eso es Brull.
--¿Él?
--Sí..., y me lo he encontrado..., y me ha pedido protección..., y le
he llevado a casa... No sé a qué vamos por aquí... ¿Dónde podríamos ir?
¡Oh, Dios mío!... ¡Estoy perdido!
María oprimió el brazo de su padre.
--Serénate--le dijo--. Vamos a ver qué hacemos... ¿Qué piensas? ¿Qué
quieres?
--No sé--exclamó Aracil--; no sé qué hacer... La cuestión sería que
pudiese meterme en algún lado, disfrazarme y huír.
--Y ¿dónde podríamos meternos?
--¿Dónde? ¿Dónde?... No sé.
--En el hospital, quizá...
--Sí, vamos al hospital... ¿Cómo se te ha ocurrido eso?... Vamos, sí,
vamos.
Tomaron por la calle del León, salieron a la plaza de Antón Martín y
bajaron por la calle de Atocha. El doctor miraba a un lado y a otro,
temblando de ser conocido. De pronto, Aracil apretó el brazo de su hija.
--¿Qué hay?--preguntó María, sobresaltada.
--¿No oyes? Un extraordinario con los detalles del atentado. Cómpralo.
No, no lo leamos aquí.
Llegaron al Hospital General. El portero no les salió al encuentro;
subieron por unas escaleras iluminadas con grandes faroles, muy
tristes. Una monja se acercó al doctor a hacerle una pregunta. Aracil
contestó como pudo y entró en el cuarto de guardia, seguido de su
hija; cerró la puerta, y, sentándose luego en una silla, murmuró:
--Estoy rendido.
--Pero, al fin, ¿qué ha pasado? ¿Cómo ha pasado?--dijo María--.
Cuéntalo todo.
--Pues iba por la calle de Fuencarral, después de comer en casa del
marqués, cuando, al entrar en la botica de don Jesús, un hombre me
agarró del brazo con una fuerza extraordinaria. Me volví. Era Brull.
«Acabo de echar una bomba al paso de la comitiva. Hay desgracias», me
dijo. Yo, al principio, no comprendí lo que decía, y tuvo que explicar
lo que había pasado. «Y, ¿qué piensa usted hacer?», le pregunté. «No
sé; iba a suicidarme, pero viendo que nadie me seguía ni intentaba
prenderme, he venido hasta aquí». «¿Tiene usted algún sitio donde
esconderse?». «No, y he pensado en usted. Protéjame usted, Aracil. Si
me cogen me van a hacer pedazos». Hemos subido a casa sin hablarnos. Yo
no comprendía entonces por completo la gravedad de las circunstancias.
Abrí la puerta, pasó él y pasé yo. El se abalanzó hacia el armario
del comedor y bebió con avidez dos vasos de agua. «Creo que lo mejor
es--le dije yo--que se esté usted aquí ocho o diez días». «¿Y usted»?,
preguntó Brull. «Yo le diré al portero que me voy». «No, no»; «yo me
voy con usted. Yo no me quedo. Usted me quiere denunciar y yo le pego
un tiro a quien me denuncie», y, rápidamente, sacó una pistola y la
blandió en el aire. En aquel momento yo no sentía tanto miedo como
ahora. Estábamos en esta situación, mirándonos con espanto, cuando
sonó el timbre. «Escóndase usted», le dije a Brull. Fuí a la puerta.
Era el cartero, que me entregó el periódico de Medicina. Cerré, llamé
al anarquista y, con tono decidido y casi burlón, que a mí mismo
me chocaba, le dije: «Aquí, en casa, viviendo conmigo, no se puede
usted quedar; mi hija, las criadas, los vecinos, todo el mundo se
enteraría. Si le parece a usted, hay ahí un cuarto independiente, con
baúles y trastos viejos, que da a un tejado. No entrarán; tengo ahí
un esqueleto, y las criadas, que lo saben, no se atreverían a abrir
esa puerta. Además, usted se puede quedar con la llave. Métase usted
ahí, enciérrese usted y estése usted quince días». «¿No me hará usted
traición, Aracil?» «No». «¿Me lo jura usted?», gritó él casi llorando.
«Se lo juro». Entonces Brull se ha metido en el cuarto y, al instante,
yo he pensado en huír. Pasé una media hora de angustia, porque decía:
«Si oye mis pasos y cree que intento escaparme, va a salir y a pegarme
un tiro». Estaba deseando que alguno llamara a la puerta, para
marcharme. En esto he oído unos pasos; alguien subía al piso de arriba.
He recordado que tenía allí el timbre cerca y he llamado yo mismo. He
ido a la puerta, he hecho una mojiganga como si hablara con alguien, he
entrado en el despacho, he abierto el cajón, he cogido todo el dinero y
he salido volando.
--Y ¿qué te pueden hacer por haber protegido a Brull?--preguntó María.
--¿Qué me pueden hacer? Pueden mandarme a presidio para siempre.
--¡Ca! Es imposible.
--No digas eso, María. Tú no sabes lo que es la justicia. Me
considerarán como cómplice, como encubridor. Quizá me condenen a
muerte. ¿Cómo demuestro yo que no tengo participación en ese crimen?
--Pero eres inocente.
--Sí; los de Montjuich dicen que también eran inocentes, y los
fusilaron y los atormentaron.
--Entonces no hay que esperar; hay que huír y disfrazarse... Córtate la
barba y el pelo; yo te lo cortaré.
Aracil sacó de un estuche unas tijeras y se sentó en la silla, sumiso
como un niño. María recortó el pelo a su padre.
--Ahora, lo mejor sería que te afeitaras.
Aracil se dispuso a afeitarse.
--Mira tú, mientrastanto, lo que dice el extraordinario--murmuró el
doctor.
María comenzó a leer la hoja con ansiedad. En el preámbulo, todos eran
lugares comunes, frases hechas a propósito para catástrofes de este
género; luego venía, de una manera confusa, el relato de lo ocurrido.
Había diez muertos y muchísimos heridos graves y moribundos. María, al
leer algunos detalles, palidecía y le temblaban las manos. La sangre
que corría en chafarrinones por la fachada de la casa, los trozos
de masa encefálica en las aceras... Aquellos detalles daban a María
la sensación real, el horror y la magnitud del crimen. Las noticias
estaban mezcladas con inoportunos comentarios, y el «inicuo», el
«cobarde» y el «salvaje» aparecían de cuando en cuando, esmaltando
simétricamente el texto.
No parecía sino que lo principal era encontrar un adjetivo exacto para
calificar el atentado.
Aracil, mientras se afeitaba, volvía de cuando en cuando la cabeza para
mirar a María, y preguntaba, pálido como el papel:
--Debe haber horrores, ¿eh?
--Sí, cosas terribles.
En esto, María echó una ojeada a las últimas líneas del extraordinario,
y lanzó un grito.
--¿Qué pasa?--preguntó Aracil, con la navaja en la mano.
María leyó:
«_Ultima hora_: Se sospecha que el autor del atentado es un joven
catalán apellidado Brull, llegado hace tres días a una fonda de la
calle Mayor. El anarquista ha tenido tiempo de huír, valiéndose de
la confusión general. Al entrar en el cuarto desde donde lanzó la
bomba, se ha encontrado sobre un lavabo una jeringuilla y un frasco
a medio llenar de nitrobencina. La maleta del criminal contenía
solamente un gabán de verano, dos botellas grandes, vacías, una cajita
con bicarbonato de sosa y dos libros, el uno en francés, titulado
_Pensamiento y Realidad_, de A. Spir, y el otro, la «Memoria» del
doctor Aracil, _El anarquismo como sistema de crítica social_, dedicada
a Brull por su mismo autor.»
--¡Oh!--murmuró Aracil, con desaliento--. Me ha matado--y dejó caer la
navaja sobre la silla.
--No--exclamó María--. Lo que hay que hacer ahora es no perder tiempo.
Sabemos que nos buscan o que nos van a buscar. Hay que darse prisa.
Acaba de afeitarte, y marchemos.
--Vámonos, sí--dijo él--. Tú debías dejar el sombrero aquí, para no
llamar la atención.
María se quitó el sombrero, lo deshizo con las tijeras en varios
pedazos, y los envolvió en un periódico.
Tenía miedo el doctor de que advirtieran, al salir, su cambio de
aspecto, y su hija le recomendó que, al bajar las escaleras, aunque no
hacía frío, se levantara el cuello del gabán y se tapara la boca con el
pañuelo. La luz era demasiado escasa para que se notara su cambio de
fisonomía.
--Adiós, don Enrique--le saludó un mozo, al pasar por el corredor.
--Adiós; buenas tardes.
--¿Ha visto usted eso?
--Sí; es terrible.
--¿Qué tiene usted?
--Que me he puesto un poco malo. ¡Adiós!
--Buenas, don Enrique. Y aliviarse.
Salieron del hospital, y padre e hija fueron por el Prado.
--Quítate los anteojos--dijo María.
Aracil se los quitó y los guardó en el bolsillo.
--Estás completamente desconocido.
--¿De veras?
--Por completo.
El ilustre doctor, afeitado y rapado, tenía todo el tipo de un hortera.
Se sentaron los dos en un banco del Prado y discutieron. ¿Qué iba
a hacer? Meterse en el tren era peligroso. María pensó en el primo
Venancio; pero desechó inmediatamente esta idea. Le comprometerían sin
resultado. Había que hacer algo, pronto, en seguida. Pero, ¿qué? No
querían moverse de allí sin tener algún plan. Pasaron revista a todos
los amigos que podían esconder a Aracil.
Ninguno había que, de prestarse a ocultarle, no infundiese sospechas.
De pronto, María exclamó:
--¿Y el guarda de la Casa de Campo a quien curaste la niña?
--¿Isidro?
--Sí.
--Es verdad. Eso sería lo mejor. Allí estaríamos seguros. Es una idea,
una idea magnífica. ¡Nadie puede sospechar de él! Pero, ¿cómo entrar en
la Casa de Campo?
--Podemos ir mañana.
--Pero ¿mientrastanto...? ¿Esta noche?
--Podríamos ir... ¿Adónde podríamos ir, Dios mío?
--No sé; no sé.
--¿Adonde van los hombres con las mujeres alegres?
--A Fornos..., a la Bombilla.
--Pues vamos a la Bombilla.
--¿A la Bombilla?
--Sí; precisamente está cerca de la Casa de Campo, y por la mañana
podemos ir a ver al guarda.
La idea era buena, tan buena que al doctor le pareció inmejorable. Dejó
María el paquete, con los trozos de su sombrero, debajo del banco.
Salieron del Prado a la calle de Alcalá. Resplandecían los focos de luz
eléctrica en el aire limpio de la noche; por la ancha calle en cuesta
brillaban, como estrellas fugaces, los discos de color de los tranvías
y los faroles de los coches. Iban marchando entre la multitud, cuando
Aracil reconoció delante de él a uno de sus amigos de la tertulia del
Suizo.
--Aracil debe estar en la cárcel--decía.
--¿Cree usted?--preguntó otro.
--Sí, hombre.
--Pero, ¿conocía a ese Brull?
--¡No le había de conocer! ¡Si era amigo suyo!
Al primer movimiento de asombro, siguió en Aracil un terror espantoso.
--Tranquilízate--dijo María--; no te conocen.
Pero Aracil seguía temblando. Su hija le contempló con asombro. Le
chocaba que su padre fuera tan cobarde. Le había dado siempre la
impresión de hombre enérgico y decidido, y lo había sido, sin duda,
alguna vez, pero en su centro, entre los suyos; solo, separado de sus
amigos y jaleadores, era pusilánime como un niño enfermizo.
Llegaron a la Puerta del Sol; la plaza rebosaba gente; no se podía dar
un paso; reinaba un gran silencio y un pánico sordo. Cualquier ruido
producía una alarma, y la multitud, inmediatamente, se disponía a huír.
Tomaron padre e hija por la calle del Arenal y luego por la de Arrieta.
En el solar de la antigua Biblioteca se bailaba; una banda tocaba
en un tablado, adornado con guirnaldas de papel; los bailarines se
contoneaban a los acordes de un pasodoble, pero no había animación
ni alegría. En los portales, en los corros, la gente hablaba del
atentado; por encima del pueblo entero parecía pesar la tragedia del
día, llevando a la masa el estupor y la desolación. La gente sentía la
desarmonía de aquel zarpazo brutal del anarquismo con la placidez del
ambiente. ¡En Madrid! En este pueblo tranquilo, correcto, insensible
a la exaltación colectiva; en este pueblo de los señoritos discretos
e ingeniosos, de las muchachitas inteligentes y escépticas, de los
hambrientos resignados, ¡una bomba! Era absurdo, incomprensible,
inexplicable. Se daban explicaciones fantásticas para aclarar esta
discordancia: quizá los carlistas, quizá los jesuítas... ¿A quién podía
convenir aquello? Y no se aceptaba la explicación más sencilla, el caso
del hombre solo, enfermo, teatral en su desesperación, a quien antes
que la bomba, le había estallado el cerebro dentro del cráneo...
Se sentaron Aracil y María en un banco de la plaza de Oriente, donde no
daba la luz de los faroles. Al lado, dos viejas vestidas de negro, una
de ellas con un niño, charlaban.
--Ya no hay religión--decía una--; crea usted, señora, que el mundo
está muy perdido; ¿ha visto usted?, ahí cerca, en esa calle, están
bailando.
--Deje usted que se diviertan.
--Sí, pero en un día como el de hoy, que ha habido tantas víctimas...
¡Crea usted que cuando lo pienso...! Yo, si supiera quiénes son, los
haría pedazos.
--Pues mire usted, señora; yo creo que han hecho muy mal, y que los que
han puesto esa bomba son muy infames; pero eso también de pasear toda
la corte y la aristocracia llena de alhajas en medio de la gente pobre,
con la miseria que hay en Madrid... ¡Vamos, eso también...! Porque
usted no sabe, señora, la pobreza que hay aquí.
--¡Dígamelo usted a mí, que vivo en barrios bajos!
Aracil, impaciente, se levantó.
--¿Quieres que tomemos un coche?--preguntó a María.
--No, no.
--Y si vamos solos por el camino de la Bombilla ¿no infundiremos
sospechas?
--Lo mejor será tomar el tranvía.


IX.
EN LA BOMBILLA

Bajaron a la plaza de San Marcial. Voceaban los vendedores los
periódicos de la noche. Compró María _La Correspondencia_ y el
_Heraldo_, y montaron Aracil y su hija en un tranvía lleno que iba a la
Bombilla.
--Así, con tanta gente--pensó el doctor--, no se fijarán en nosotros.
En el trayecto, un señor siniestro, de bigote negro y algo bizco, se
dedicó a lanzar miradas asesinas a María, y, por último, le preguntó,
en voz baja, si podía hablarla. Ella volvió la cabeza y no hizo caso.
Bajaron en la estación del tranvía. El señor bizco, al ver a María
cogida estrechamente del brazo de Aracil, desapareció.
Siguieron un poco más adelante padre e hija, y llegaron a la parte
ancha del camino, que tenía a un lado y a otro unos merenderos
iluminados fuertemente por luces de arco voltaico.
Entraron en uno de éstos; pasaron a un vestíbulo grande, con un
mostrador y varias mesas. Enfrente de la puerta de entrada se abría
un patio con árboles, donde tocaba un organillo; de ambos lados del
vestíbulo partían dos escaleras.
--Yo quisiera un cuarto--dijo Aracil a un mozo viejo que les salió al
encuentro.
Subieron por una de las escaleras, y el mozo les llevó a un balcón
galería, dividido por persianas, que daba al patio con árboles, en
donde bailaban, al son del organillo, unas cuantas parejas.
En otro cuarto de la galería, separado del departamento donde entraron
el doctor y su hija por una persiana verde, había un hombre grueso,
rojo, de sombrero cordobés, en compañía de una mujerona brutal.
--¡Vaya canela!--dijo el hombre gordo a María, con voz ronca, echándose
el sombrero hacia la nuca--, y ¡olé las mujeres en el mundo!
María se volvió a mirar a este hombre con severidad, y él la dijo:
--¡No me mire usted así, niña, que me vuelve usted loco! ¡No sabe usted
lo que a mí me gustan las mujeres de mal genio!
A María le dió ganas de reír la ocurrencia. Aracil, iracundo, salió
rápidamente al pasillo y le dijo al mozo:
--Hombre, a ver si hay otro cuarto más aislado, porque se están
metiendo con nosotros.
--Usted querrá--dijo el mozo, desgranando socarronamente las
palabras--un cuarto de los escondidos, de los recónditos, vamos.
--Sí, señor.
--Bueno, bueno. Vengan ustedes conmigo--y el mozo guiñó los ojos con
malicia; les guió luego por un largo pasillo, con puertas pintadas de
gris a los lados, y abrió un cuarto y encendió la luz eléctrica. Se
sentía allí un olor de vino y de coñac tan fuerte, que María creyó
marearse.
--¿Van ustedes a cenar?--preguntó el mozo.
--Sí.
Mientras hacía Aracil la lista de los platos, entró una florista con
una cesta de claveles rojos, y ofreció sus flores a María.
--¿Quiere usted?
--Bueno.
María tomó dos claveles grandes y rojos, y como había visto a todas las
pendonas que danzaban por allí con flores en la cabeza, se las puso
ella también, para parecer una de tantas. Luego se asomó a la ventana;
Aracil hizo lo mismo, y pasó la mano por la cintura de su hija. Estaban
así, como protegidos el uno con el otro, cuando el mozo llamó:
--¡Eh, señorito, que está la cena!
María se volvió, y la expresión del camarero le hizo ruborizarse.
¡Qué opinión tendría de ella aquel hombre! Pero, en fin, esto era
precisamente lo que se deseaba, que los tomaran por enamorados. Se
sentaron a la mesa; ninguno de los dos sentía el menor apetito, y
como Aracil pensaba que cualquier cosa podría servir de indicio para
descubrirles, fué cogiendo la comida y tirándola por la ventana. No
hicieron mas que beber agua y tomar café con coñac. Cuando terminó la
cena el camarero se retiró, y María cerró la puerta. Ya solos, Aracil
comenzó a leer un periódico; pero se excitaba de tal manera, que se
ponía a temblar, y le castañeteaban los dientes.
--¿Para qué lees?--le dijo María--; hay que tener serenidad. Vamos a
ver el baile.
Se oía algazara de palmas y de gritos, que llegaba del patio. Se
asomaron a la ventana. Enfrente, en un cuarto galería, a la vista del
público, una mujer y un hombre bailaron un zapateado al son de la
guitarra. Debían de ser profesionales, a juzgar por la perfección con
que se zarandeaban.
--¡Olé! ¡Venga de ahí!--gritaban unos cuantos sietemesinos, golfos y
galafates, que formaban la reunión.
Un bárbaro, con una voz monótona de borracho, empezó a cantar, de un
modo estúpido, una canción de cementerios y de agonías, cuando otro,
imperiosamente, le dijo:
--¡Calla, imbécil!
Después, a ruego de la gente, el que tocaba la guitarra, un hombre
pequeño, ya viejo, se dispuso a cantar; los señoritos y chulapones
formaron un corro, y el cantador comenzó, con una voz muy baja, de
recitado, y como si tuviera prisa, el tango del _Espartero_:
La muerte del _Espartero_,
en Sevilla causó espanto;
desde Madrid lo trajeron,
desde Madrid lo trajeron
hasta el mismo camposanto.
Luego, la voz del cantador subió en el aire, como una flecha, hasta
llegar a un tono agudísimo, y en este tono cantó el entierro del
torero, las coronas que llevaba, las dedicatorias de los compañeros, la
tristeza del pueblo, y, al terminar esta parte, la guitarra animó el
final con unos cuantos acordes, como para no dejarse entristecer por la
muerte del héroe.
Después, el cantador terminó el tango en tono de salmodia, con estas
palabras:
Murió por su valentía
aquel valiente torero,
llamado Manuel García
y apodado el _Espartero_.
En el circo madrileño
toreó con mala suerte;
la afición, que no dormía,
le llorará eternamente.
Y el cantador dió fin con un rasguear furioso de la guitarra, y la
gente del cuarto y la del patio aplaudió con entusiasmo. Pidieron que
repitiese la misma canción, y volvió el hombre a cantarla de nuevo.
Aracil y María escuchaban absortos. En medio de la noche, aquel canto
de fiereza, de abatimiento, de brutalidad y de dolor, producía una
impresión honda y angustiosa.
--¡Qué país más terrible el nuestro!--murmuró Aracil, pensativo.
--Sí, es verdad--dijo María.
--Esa canción, ese baile, las voces, la música, todo chorrea violencia
y sangre... Y eso es España, y eso es nuestra grandeza--añadió el
doctor.
Padre e hija tuvieron que dominarse con un esfuerzo sobre sí mismos,
para volver a sus preocupaciones. Discutieron la hora de encaminarse a
la Casa de Campo.
--Cuando esto acabe y ya no haya por aquí gente, creo que será lo
mejor--dijo María.
--Y ¿por dónde iremos?
--Por ahí; por ese puente que se llama de los Franceses.
--Pero yo creo que hay una estacada.
--La saltaremos.
--¡Qué valiente eres, María! Yo envidio tu serenidad; yo soy un
cobarde, un harapo.
--¡Ca! Déjate de eso. Cree, por lo menos durante unas horas, que eres
el mismo Cid.
Estuvieron sentados en el diván, mirando el suelo, sin decir nada; de
cuando en cuando María preguntaba: «¿Qué hora es?» Aracil sacaba el
reloj. No parecía sino que se habían paralizado las agujas; tan lentas
pasaban las horas para ellos.
Al dar las doce, el doctor suspiró:
--Todavía tenemos dos o tres horas para estar aquí. ¡Qué horror!
--Si quieres, vamos.
--¿Te parece bien?
--¿Por qué no? Anda. En marcha.
--Bueno. Vamos.
--El doctor llamó al mozo, le pagó y le dió una buena propina; tomó
otra copa de coñac, y padre e hija salieron del merendero, y, dando
la vuelta a la casa, entraron en la parte de la Florida, obscura y
desierta. A María le resonaban sin cesar en los oídos las notas del
tango que acababa de oír.


X.
BUSCANDO EL CAMINO

Hacía una magnífica noche; el cielo, estrellado, resplandecía entre el
follaje. Avanzaron los dos fugitivos a prisa, recatadamente; cruzaron
un camino hondo y llegaron a la valla que limitaba la vía del tren.
--Por aquí debe haber un paso--dijo Aracil.
--Pero en la caseta habrá un guarda. No vayamos por ahí.
Siguieron a lo largo de la estacada, que era más alta que un hombre,
buscando el sitio mejor para saltarla. Cerca del Puente de los
Franceses, la vía estaba a mayor nivel que el terreno de ambos lados,
de tal modo, que la altura de la estacada era grande por fuera, pero,
en cambio, era pequeña por dentro. La caída, al saltar el obstáculo, no
podía ser peligrosa.
Encontraron un punto en donde se levantaba un árbol al borde de la vía,
embutido entre las estacas de la empalizada.
--Este es el mejor sitio--dijo María--. Vamos. Mira a ver si anda
alguno por ahí.
--No, no hay nadie.
Aracil cruzó las dos manos fuertemente, para que sirvieran de estribo;
María puso en ellas el pie izquierdo y se agarró al árbol. Al primer
intento no pudo encaramarse; las faldas le estorbaron; pero luego, con
decisión, apoyó el pie derecho sobre las estacas y saltó al otro lado,
sin lastimarse ni desollarse las manos.
--¿Te has hecho daño?
--No. Nada. Anda tú ahora.
Aracil intentó subir a la valla, pero no pudo; se martirizaba las
manos, y, convulso y jadeante, forcejeaba, hasta que, aniquilado por el
esfuerzo, se sentó en el suelo, sollozando.
--Descansa, descansa un rato--dijo María--, y luego vuelves a intentar.
--¿Y si viene alguno?
--No, no vendrá nadie.
Estuvieron sentados en el suelo, a los lados de la valla. De pronto se
oyó el trepidar lejano de un tren, que se fué acercando con rapidez.
--Ocúltate--dijo Aracil.
--¿En dónde?
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