La dama errante - 04

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chimeneas de todas formas por donde sale el humo de las cabezas
vanidosas y huecas. Hay chimeneas grandes y campanudas, otras estrechas
y angostas, y muchas que se comunican con algunos hombres ilustres
españoles, cuyo fuego no se ve ni su calor se nota, y que sólo se
distinguen por sus humaredas.
En uno de estos desvanes tenía, con seguridad, su chimenea Aracil, y no
era de las menos humeantes.
Con motivo de la conferencia del doctor, hubo discusiones en los
periódicos avanzados. Un día un joven catalán, llamado Nilo Brull, se
presentó en casa de Aracil con unos artículos, escritos en un periódico
de Barcelona, en los cuales se defendía y se comentaba la conferencia
del doctor.
Aracil experimentó una gran satisfacción al verse tratado de genio, y
no tuvo inconveniente en presentar en todas partes y proteger a Brull,
que se encontraba en una situación apurada.
Le dió dinero, le llevó a su casa y le convidó varias veces a comer.
María, desde el principio, sintió una gran antipatía por Brull. Era
éste un joven de veintitrés a veinticuatro años, de regular estatura,
moreno, con los pómulos salientes y la mirada extraviada. Hablaba con
un acento enfático, hueco y estrepitoso, y tenía una inoportunidad y un
mal gusto extraordinarios. Lo más desagradable en él era la sonrisa,
una sonrisa amarga, que expresaba esa ironía del mediterráneo, sin
bondad y sin gracia.
En el fondo, toda su alma estaba hinchada por una vanidad monstruosa;
quería llamar la atención de la gente, sorprenderla, pero no con
benevolencia ni con simpatía, sino, al revés, mortificándola. Tenía
ese sentimiento especial de las mujeres coquetas, de los Tenorios, de
los anarquistas y de algunos catedráticos que quieren ser amados por
aquellos mismos a quienes tratan de ofender y de molestar. En algunos
países en donde la masa es un poco amorfa, como en Alemania y en Rusia,
se da el caso de que los hombres que más denigran su país son los más
admirados; en España, esto es absolutamente imposible.
María sintió desde el principio una profunda aversión por aquel
farsante peligroso, y se manifestó con él indiferente y poco amable.
Brull tenía, como Aracil, cierta originalidad retórica y un ansia
por el último libro, la última teoría, el último sistema filosófico,
completamente catalana. Una palabra nueva, terminada en ismo, que no la
conociera nadie, era para él un regalo de los dioses.
Si, por ejemplo, hablaban de ideas filosóficas, y el uno aseguraba su
materialismo y el otro su espiritualismo, saltaba Brull, y exclamaba:
«Yo soy partidario del filosofismo.» Y cuando sus interlocutores
quedaban un poco asombrados, Brull salía con una explicación
pedantesca, disertando acerca de un pensador llamado Filosofoff, de
la Laponia o de la Groenlandia--sabido es que la civilización y la
filosofía huyen del sol--, que había aparecido hacía un mes y tres
días, y demostrado la falsedad de todos los sistemas filosóficos
europeos, americanos y hasta de los catalanes.
Brull era anticatalanista furibundo, lo cual no impedía que estuviera
hablando continuamente de la psicología de los catalanes, de la manera
especial que tienen los catalanes de considerar el mundo, el arte y
la vida. Los italianos del Renacimiento no eran nada al lado de los
catalanes de ahora; al oírle a Brull, cualquiera hubiese dicho que la
preocupación de la Naturaleza, cuando estaba encinta, embarazada con
tanto mundo, embrionario, no era saber en qué acabaría su embarazo, si
no pensar qué haría con los catalanes.
Al dar tanta importancia a los catalanes, tenía que dársela también,
por exclusión y por comparación, a los demás españoles, y así resultaba
que, siendo España en conjunto, según Brull, la última palabra del
credo, a pedazos, era el cogollo de Europa.
Brull no convencía, pero hacía efecto; tenía el don de lo teatral: su
argumentación y su fraseología eran siempre exageradas y brillantes.
A un interlocutor sencillo le daba la impresión de un hombre
extraordinario.
Toda idea de superioridad individual, regional o étnica halagaba la
vanidad de Brull. Contaba una vez a Iturrioz, con fruición maliciosa,
que uno de sus amigos, separatista, llamaba a España la Nubiana; e
Iturrioz, que le escuchaba muy serio, le dijo:
--Eso no tiene mas que el valor de un chiste, y de un chiste malo. Es
lo mismo que lo que me decía un profesor vascongado.
--¿Qué decía?
--Decía que en España no se puede hacer mas que esta división: vascos y
maketos, y añadía que maketo es sinónimo de gitano.
Brull sintió casi una molestia al oírse llamado por un mote
despreciativo. Era el catalán hombre de una susceptibilidad y de
una violencia grandes, que se irritaba por las cosas más pequeñas;
así, que experimentó una ira feroz al ver a María Aracil que no sólo
no se interesaba por él, sino que le huía. Esto a Brull le ofendió
profundamente, y le maravilló hasta tal punto, que un día, viéndola
sola, le dijo, con su sonrisa amarga de mediterráneo:
--¿Qué tengo yo para que me odie usted de ese modo?
--Yo no le odio a usted.
--Sí, que me odia usted. Tiene usted por mí verdadera aversión.
--No es verdad.
Brull, para tranquilidad de su soberbia, necesitaba suponer en María
mejor una aversión profunda que una fría indiferencia.
--¿Es que yo le he hecho a usted algo?--siguió preguntando Brull.
--Sí, está usted arrastrando a mi padre a que haga alguna tontería.
--¡Bah! No tenga usted cuidado--y Brull se echó a reír con su risa
antipática--. El doctor no es de los que se sacrifican por la idea.
La risa de Brull hizo enrojecer a María.
--¿Y usted, sí?--dijo con desprecio.
--Yo sí--contestó él con una violencia brutal.
--Pues peor para usted--contestó María, asustada.
Unas horas después, Brull envió una carta a María. Era una carta
petulante, con alardes inoportunos de sinceridad. Decía en ella
que él no había querido a ninguna mujer, porque consideraba a las
españolas dignas de ser esclavas; pero si ella quería hacer un ensayo
con él, para ver si sus dos inteligencias se comprendían, él no tenía
inconveniente alguno. De paso, en la carta citaba una porción de
nombres alemanes y rusos que María supuso serían de filósofos.
María, que no hubiese sido cruel con otro cualquiera, pensando en que
Brull se había reído de su padre, le devolvió la carta, pidiéndole, de
paso, que no le volviera a escribir, porque no le entendía.
Brull debió de manifestar al doctor la aversión que le demostraba
María, y Aracil preguntó a su hija:
--¿Por qué le tienes ese odio a Brull?
--Porque es un majadero y un farsante, y, además, malintencionado y
peligroso.
--No, no. Es un hombre desgraciado, que no tiene simpatía, pero es un
cerebro fuerte. Su historia es muy triste; parece que su madre es una
señora rica de Barcelona que tuvo un hijo, fuera del matrimonio, con un
militar vicioso y perdido, mientras el esposo de esta señora estaba en
Filipinas, y al hijo lo tuvieron en el campo y luego lo educaron en un
colegio de Francia. Y ahora los hermanos de Brull son riquísimos, y él
vive de una pensión modesta que le dan por debajo de cuerda.
--De manera que se ha hecho anarquista por envidia.
--No, no. Eres injusta con él. Brull es un hombre de ideas. Parece que
de niño era aplicado y quería hacerse cura, hasta que supo su origen
irregular y leyó un libro con las atrocidades cometidas en Montjuich,
y se sintió furibundamente anarquista. Lo primero que dice al que le
conoce por primera vez es que él es hijo natural, y asegura que tiene
orgullo en esto. Es irritable porque está enfermo. Yo le digo que se
cuide, pero no quiere... Y lo que pasa en Madrid, que creo que no
ocurrirá en ninguna parte.
--Pues, ¿qué ha pasado?
--Que Brull ha conocido en el café a dos viejecitos que, al oírle
contar sus aventuras, le dan algún dinero y le quieren proteger.
--¿Y él no quiere?
--No. Él se ríe de ellos. Pero la verdad es que sólo aquí, en este
pueblo débil y misericordioso, se encuentran estos protectores en la
calle.
--Vete a saber lo que les pasará a esos viejecitos. Quizá les recuerde
Brull algún hijo que hayan perdido.
--¿Quién sabe?
Aracil estimaba mucho a Nilo Brull, y María llegó a creer que le tenía
miedo. Un día, el doctor vino por la noche un poco alarmado.
--Esta tarde ese Brull me ha hecho pasar un mal rato--dijo.
--Pues ¿qué ha ocurrido?
--Estaba yo a la puerta del Suizo, hablando con Brull, cuando se para
delante, en su coche, el marqués de Sendilla. «¿Tiene usted algo que
hacer ahora?», me ha dicho. «Nada, hasta las siete.» «Pues suba usted
y daremos un paseo.» «Es que estoy con este amigo.» «Pues que suba su
amigo también.» Hemos subido y hemos ido a la Casa de Campo. La tarde
estaba magnífica. De repente, se cruzan en el camino el rey y su madre
en coche, y da la coincidencia de que se paran delante de nosotros,
y le veo a Brull, con una mirada extraña, que se lleva la mano al
bolsillo del pantalón como buscando algo. ¡He llevado un rato! El
marqués no lo ha notado. Hemos seguido adelante, y, a la vuelta, el
marqués nos ha dejado en la Puerta del Sol. Al bajar del coche le he
dicho a Brull: «¡Me ha dado usted el gran susto!», y él se ha reído,
con esa risa amarga que tiene, y ha dicho: «Yo no soy cazador como él.
Respeto la vida de los hombres y la de los conejos.» Pero, ¿qué sé yo?
Tenía una expresión rara.
--Lo que debías hacer es no andar más con Brull.
--Sí, sí; es lo que haré. En la Casa de Campo he visto a Isidro, el
guarda, el padre de aquella chica que curé en el hospital.
--¡Ah, sí!
--Me ha saludado con gran entusiasmo. Es una buena persona.
--Pues tiene todas las trazas de un bandido.
--Sí, eso es verdad; sin embargo, yo creo que ese hombre haría por mí
cualquier sacrificio.
Un día, Brull presentó al doctor Aracil dos compañeros que venían de
Barcelona: el señor Suñer, catalán, y una señorita rusa.
El señor Suñer, hombre de unos cincuenta años, de figura apostólica,
se creía un lince y era un topo. Quería hacer propaganda libertaria, y
todo el que le oía renegaba para siempre del anarquismo. Completamente
vulgar y completamente hueco, el señor Suñer se disfrazaba de santón
del racionalismo, y los papanatas no notaban su disfraz. Como era rico,
el buen señor se daba el gustazo de publicar una pequeña biblioteca,
escogiendo, con un criterio de galápago, lo más ramplón y lo más
chirle de cuanto se ha escrito contra la sociedad.
El señor Suñer intentaba demostrar en su conversación que, como
crítico de los prejuicios sociales, no tenía rival, y lo único que
demostraba era cómo pueden ir juntos, mano a mano, la pedantería con
el anarquismo. Hacía este Kant de la Barceloneta los descubrimientos
típicos de todo orador de mitin libertario. Generalmente, esos
descubrimientos se expresan así: «Parece mentira, compañeros, que haya
nadie que vaya a morir por la bandera. Porque, ¿qué es la bandera,
compañeros? La bandera es un trapo de color...» El señor Suñer era
capaz de estar haciendo descubrimientos de esta clase días enteros, sin
parar.
La bandera es un trapo de color, la Biblia es un libro, las armas
sirven para herir o matar, etc., etc. El señor Suñer era un pozo de
ciencia y de profundidad. La señorita rusa era una judía que iba
rodando por el mundo en busca de un nombre que explotar. Esta señorita,
fea, vanidosa, petulante, sin inteligencia, tenía aire doctoral, cara
de mulato, color de dulce de membrillo y lentes.
Aracil habló con Suñer y con la señorita rusa, y discutieron acerca de
la acción directa. La judía decía que, con el tiempo, los anarquistas
rusos se darían la mano, por encima del Rhin, con los italianos y los
españoles.
El señor Suñer pidió un libro a Aracil para su biblioteca; un libro
pequeño, de consejos médicos.
--Esto no le hace a usted solidario con nosotros--dijo Suñer.
--Lo soy. Donde otro vaya iré yo.
Suñer, Brull y la rusa estrecharon con fuerza la mano de Aracil. Era un
pacto, un compromiso solemne y teatral, al que no le faltaba mas que
música.
--Si esperan que yo haga algo--dijo Aracil, cuando se vió solo y se
sintió frío y prudente--, están divertidos.
Al cabo de algún tiempo, María recibió una carta de Brull, fechada en
París, una carta larga, inquieta, exasperada y artística. Terminaba
diciendo: «Alguna vez oirá usted hablar de mí. ¡Adiós!»
--¡Adiós!--dijo María, y rompió la carta con disgusto. Aquella gana de
tomar la vida siempre en trágico le molestaba. Además, creía que Nilo
Brull, sobre ser desagradable y antipático, era un farsante.


VII.
EL FINAL DE UNA SOCIEDAD ROMÁNTICA

La víspera de la fiesta, por la noche, el doctor Iturrioz fué a casa
de Aracil; se sentó en su butaca, paseó la mirada por el cuarto, y,
después de hacer la observación, que no olvidaba nunca, de que Aracil y
su hija vivían muy bien, pidió a María una copa de coñac.
--¡Ah! ¿Pero puede usted tomar alcohol?--preguntó María, riendo y
levantándose para servirle la copa.
--Hoy sí. Hasta el veintiuno de junio. Desde el veintiuno de junio en
adelante no tomaré ya alcohólicos hasta el año que viene.
Luego, con la copa en la mano, dijo:
--¿Y qué os parece de este matrimonio? Vamos a ver cosas buenas en
España.
--Yo creo que no pasará nada--aseguró Aracil.
--¡Qué sé yo! Hay un dato que a mí me intriga.
--¿Y es?--preguntó María.
--Es, con vuestro perdón, que el urinario que hay en la calle de la
Beneficencia, delante de la capilla protestante, lo van a quitar.
--¿Y eso qué importa?--dijo, riendo, María.
--Mucho. Eso indica que los protestantes empiezan a tener fuerza. Ahora
quitan el urinario, mañana quitarán la fe católica. El catolicismo
va a marchar mal. ¡Una reina que ha sido protestante! Es grave. La
verdad es que los reyes son siempre muy religiosos, pero, cuando les
conviene, cambian de religión como de camisa. A nuestra aristocracia,
tan católica, no le gusta nada la boda, y doña Dientes debe estar que
echa las muelas.
--Eres un fantástico, Iturrioz--murmuró Aracil, que hojeaba un
periódico de la noche.
--No; soy un hombre previsor.
--¡Bah!
--Pero vosotros no notáis lo que cambia Madrid. Toda la vieja España se
derrumba.
--Yo no veo que se derrumbe nada--replicó María.
--Sí, sí; hay muchas cosas que se derrumban y que no se ven. Tú no
sabes, María, cómo era el Madrid que hemos conocido nosotros. Todos
eran prestigios. ¿No es verdad, Aracil? Echegaray, Castelar, Cánovas,
_Lagartijo_, Calvo, Vico, Mesejo, ¡qué sé yo! Era un pueblo febril, que
daba la impresión de un tísico que tiene la ilusión de sentirse fuerte.
Y ahora nada, todo está apagado, gris. Se dice que todo es malo..., y
es posible que tengan razón.
--Yo no encuentro tanta diferencia--replicó Aracil.
--No digas eso. Madrid, entonces, era un pueblo raro, distinto a los
demás, uno de los pocos pueblos románticos de Europa, un pueblo en
donde un hombre, sólo por ser gracioso, podía vivir. Con una quintilla
bien hecha se conseguía un empleo para no ir nunca a la oficina. El
Estado se sentía paternal con el pícaro, si era listo y alegre. Todo
el mundo se acostaba tarde; de noche, las calles, las tabernas y
los colmados estaban llenos; se veían chulos y chulas con espíritu
chulesco; había rateros, había conspiradores, había bandidos, había
matuteros, se hacían chascarrillos y epigramas en las tertulias, había
periodicuchos en donde unos políticos se insultaban y se calumniaba
a otros, se daban palizas y, de cuando en cuando, se levantaba el
patíbulo en el Campo de Guardias, en donde se celebraba una feria, a la
que acudía una porción de gente en calesines. De esto hace veinticinco
o veintiséis años, no creas que más. Entonces, los alrededores de la
Puerta del Sol estaban llenos de tabernas, de garitos, de rincones, lo
que permitía que nuestra plaza central fuera una especie de Corte de
los Milagros. En la misma Puerta del Sol se podían contar más de diez
casas de juego abiertas toda la noche; en algunas se jugaba a diez
céntimos la apuesta. Los políticos eran, principalmente, chistosos.
Albareda se jactaba de no entender de política y de hablar caló. ¡Y
Romero Robledo! ¿Hay algún hombre ahora como aquél? ¡Qué ha de haber!
Don Francisco era un tipo magnífico. Siendo él un hombre honrado,
tenía una simpatía por el ladrón completamente ibérica. Protegía a
los bandidos andaluces y tenía en Madrid amistades con los mayores
truhanes. Sólo este episodio que os voy a contar retrata la época.
Solía dar don Francisco reuniones, a las tres de la mañana, en su
despacho del ministerio de la Gobernación, y entre los invitados
había desde gente riquísima hasta desharrapados, que se llevaban lo
que veían: tinteros, plumas, tijeras, todo. Una vez el ministro vió
que habían arramblado con un candelabro de más de un metro de alto.
Aquello le pareció excesivo; llamó al portero mayor, le preguntó si
sabía quién era el autor de la hazaña, y el portero dijo que uno de los
amigos del señor ministro había salido con un bulto enorme debajo de
la capa. Entonces don Francisco escribió una carta atenta a su querido
amigo, diciéndole que, sin duda, inadvertidamente, se había llevado el
candelabro; pero, como éste era necesario en el despacho, le rogaba que
lo devolviera. ¿Qué crees, tú, María, que hubiera hecho un ministro de
hoy?
--Llevarle a la cárcel al ladrón, probablemente--dijo ella.
--Con seguridad. Y entonces, no; había gusto por las cosas. Atraía
lo pintoresco y lo inmoral. A la gente le gustaba saber que el
Ayuntamiento de Madrid era un foco de corrupción; que un señor concejal
se había tragado las alcantarillas de todo un barrio, y se reía al oír
que los pendientes regalados por un matutero ilustre adornaban las
orejas de la hija de un ministro. Yo comprendo que aquella vida era
absurda; pero, indudablemente, era más divertida.
--Sí--dijo Aracil--; era más divertida.
--Luego, el que se creía austero y terrible, se hacía republicano.
Claro que era una ridiculez, pero era así. Y el hombre se entretenía.
Hoy la República no es nada.
--Sí; la verdad es que ha bajado mucho la pobre--exclamó Aracil--. Hoy
ya tiene las trazas de un ideal de porteros. A mí, cuando me hablan de
republicanos entusiastas, recuerdo siempre al conserje del hotel donde
viví en París, y le veo con su mandil y su gorro redondo, refiriéndome
anécdotas de Gambetta. Para mí, republicano y portero francés son cosas
sinónimas.
--Ya ves, en cambio, a mí--dijo Iturrioz--, cuando pienso en un
republicano, me viene siempre a la imaginación un fotógrafo de mi
pueblo, hombre muy exaltado. Y luego, cosa extraña, a todos los
fotógrafos que he conocido les he preguntado si eran republicanos, y
todos me han dicho que sí. Yo no sé qué relación misteriosa existe
entre la República y la fotografía.
--¿Y usted no es republicano, Iturrioz?--preguntó María.
--Yo, no; ni republicano ni monárquico; lo que soy es antiborbónico.
Para mí, eso de Borbón es una cosa arqueológica y deletérea, como una
momia que hiede; así, cuando me dicen: «Ahí va el príncipe tal de
Borbón», me dan ganas de taparme las narices con el pañuelo.
--Un rey que no sea Borbón será muy difícil en España--dijo María.
--Por eso le parece bien a Iturrioz--saltó Aracil--, porque es absurdo.
--Lo que en el fondo le gustaría al país--dijo Iturrioz--es el rey
caudillo, el rey guerrero; no reyes como los modernos, viajantes de
comercio, matadores de pichones, automovilistas... Esto es ridículo.
--Y, ¿para qué un rey guerrero?--dijo María.
--Daría un poco de prestigio y un poco de alegría a España. Un pueblo
no se puede regir por un libro de cuentas, y yo creo que si el español
se va enfangando en esta corriente de mercantilismo, se deshará, se
hará un harapo, perderá todas las cualidades de la raza.
--Pero, ¿usted cree que los españoles han cambiado de veras?--preguntó
María.
--Sí.
--¿En veinte o treinta años?
--Sí; ha cambiado su manera de pensar, que es lo que más pronto puede
variar en una raza. Un hombre del Norte discurre pronto como un
meridional, si vive en el Mediodía, o al contrario; el pensamiento
y la cultura se adquiere rápidamente; para que el instinto cambie,
ya es imprescindible mucho tiempo; para que el color del pelo varíe,
se necesita la vida de varias generaciones, y para que un hueso se
transforme, ya son indispensables eternidades. ¿Cuántos miles de
años hará que el hombre no mueve las orejas? Una atrocidad. Y, sin
embargo, los músculos para moverlas los tiene todavía, atrofiados,
pero existen. No; no hay que asombrarse de que los españoles hayan
variado de manera de pensar en pocos años. El germen del cambio está
ya en nuestro tiempo, y antes--siguió diciendo Iturrioz--mucha gente
encontraba aquella vida falsa y superficial. La sociedad española era
como un edificio cuarteado, pero que se iba sosteniendo. Viene la
guerra de Cuba y la de Filipinas, y, por último, la de los yanquis,
y se pierden las colonias, y no pasa nada, al parecer; pero la gente
empieza a discurrir por su cuenta, y el que más y el que menos dice:
«Pues si nuestro ejército no es, ni mucho menos, lo que creíamos; si la
marina es tan débil, que ha sido aniquilada sin esfuerzo; si estábamos
engañados en esto, es muy posible que estemos engañados en todo». Y
desde este momento empieza a corroer el análisis, y suponemos que
los escritores, y los políticos, y los oradores, y los ingenieros, y
los cómicos españoles deben ser tan malos, tan ineptos como nuestros
generales y nuestros almirantes; y suponemos que nuestros campos son
pobres y hay quien lo comprueba, y cada español, que ve y observa
por sí mismo, echa abajo toda la leyenda dorada de su patria. Y se
acostumbra la gente a la crítica, y así resulta que hoy los prestigios
nuevos no se pueden consolidar y los viejos han desaparecido. En
España, actualmente, hay estos dos criterios: el del conservador, que
lo mismo puede tener la etiqueta de íntegro como la de anarquista, que
dice: «¿Esta es la ciencia oficial, la política oficial, la literatura
oficial? Pues ésta, buena o mala, es la respetable». Y el del no
conservador, que es todo hombre que discurre, que ha llegado a tal
desconfianza por lo sancionado, que dice: «¿Esta es la literatura
oficial, la ciencia oficial, el arte oficial? Pues éste es el malo».
Entre uno y otro criterio no hay transacción posible. Así, no se afirma
nada en España. ¿Qué queda de nuestra época? Nada. ¿Quién se acuerda ya
de Castelar, ni de Cánovas, ni de Ruiz Zorrilla, ni de Campoamor, ni
de Núñez de Arce? Nadie. Todo eso parece un peso muerto que la memoria
de la gente lo ha echado ya por la borda, condenándolo al olvido.
Hoy se empieza negando, por lo menos dudando, tratando de buscar la
verdad, el positivismo..., y el poeta listo, el de la quintilla, que
hace veinte o treinta años hubiera vivido sólo con eso, hoy se muere
de hambre o tiene que entrar de escribiente; y el que se sintió chulo,
se pone a llevar baúles, porque la chulería no da; y el matón de la
casa de juego, se encuentra con que cierran todos los garitos; y el
que soñó con hacer su pacotilla de concejal, ve que el Ayuntamiento
se moraliza...; y el hampa se va..., y todo se va...; y así en España
tenemos, no ya fracasados de la virtud, de la gloria y del arte, como
en todas partes, sino fracasados de la inmoralidad, fracasados del
agio, fracasados del chanchullo, como en política tenemos lo último de
lo último: los fracasados del anarquismo.
--¿Y usted cree que eso es malo de veras?--preguntó María.
--Malo, no. A la larga es posible que sea la salud. Vamos hundiéndonos,
hundiéndonos... Alguno encontrará tierra firme y volveremos a subir.
Entonces renacerá España...
--_¡Incipit Hispania!_--exclamó Aracil.
--Y si cree usted esto, ¿por qué se queja?--preguntó María.
--¿No me he de quejar? ¿No ves que yo soy un hombre de otra época?
Antes decían que hay en todas las sociedades tres períodos: el
teológico, el metafísico y el positivo. Yo soy un tipo que está entre
el período teológico y el metafísico. ¿Qué voy a hacer en esta sociedad
positiva, como la que se intenta crear? ¿Me lo quieres decir, María?
¿No comprendes que quieren hacernos ingleses y somos españoles? No,
no; esto es grave. Estamos asistiendo a la ruina de un mundo, al final
de una sociedad romántica. Yo estoy asustado, y voy a hacer como dama
Javiera, una señorita vieja de mi pueblo.
--Y ¿qué hacía esa dama Javiera?--dijo María, riendo.
--Pues la dama Javiera era una señorita de setenta años, que venía
de tertulia a mi casa, cuando yo era chico. Dama Javiera, que ya
tenía esta maldita tendencia analítica, que nos ha perdido a todos,
jugaba a las cartas con mi abuela y con un cura viejo, que se llamaba
don Martín, y entre jugada y jugada le preguntaba al cura acerca de
cuestiones de religión: «¿Será posible esto, señor cura? ¿Podrá suceder
tal cosa?», le decía. Y don Martín contestaba sentenciosamente: «Dama
Javiera, conviene no escudriñar», y se apuntaba un tanto con una
habichuela encarnada o blanca. Yo antes me reía; pero empiezo a creer
que el consejo que daba a dama Javiera era muy exacto, y que conviene
no escudriñar.
--Lo que no es obstáculo para que usted esté escudriñando
siempre--repuso María.
--Es un defecto. Y tú, Aracil, ¿crees que este matrimonio cambiará algo
España?
--Según. Si la reina es inteligente...
--Debe serlo--dijo María--. Es inglesa, de una familia donde abunda la
gente lista.
--No; es medio alemana--repuso Iturrioz.
--¿Y usted no cree en las alemanas?
--No; en general, la mujer alemana es, poco más o menos, tan espiritual
como una ternera.
--¡Estás adulador, chico!--dijo Aracil.
--Es mi opinión. Pero, yo, ya te digo: me alegraría que no pasara
nada. Y no sólo para el porvenir, sino para mañana, se anuncian graves
acontecimientos. Se dice que han venido dinamiteros.
--¡Fantasías!--murmuró Aracil.
--Pues yo he oído decir que hay un canguelo terrible; que el niño
encuentra anónimos debajo de la almohada. A mí esto me indigna, te
advierto. Estamos molestando tanto a estos pobres reyes, que se van
a unir todos en apretado haz y se van a declarar en huelga. Y ¡a ver
entonces qué hacemos en España con los uniformes de los alabarderos!
Vamos tirando de la cuerda demasiado, y nos va a pasar con los reyes lo
que nos ha pasado con los santos.
--Y ¿qué nos ha pasado con los santos?--dijo María.
--Nada, que han cortado la comunicación con la tierra. En fin, que
esto se pone muy mal, y yo no pienso salir mañana, porque, chica, me
estoy haciendo viejo y muy miedoso; si pasa algo me cogerá en la cama.
Iturrioz siguió fantaseando sobre una porción de cosas, hasta que, al
dar las once, tomó su capa y se largó, después de dar las buenas noches
y de exhortar, bromeando, a que tuvieran prudencia.


VIII.
EL DÍA TERRIBLE

Al día siguiente, María pensaba ir con su primo Venancio y sus hijas
a Cercedilla, cuando se suspendió el viaje, porque la noche antes,
Paulita, la menor de las niñas del ingeniero, cayó enferma con el
sarampión.
Aracil fué a verla. El doctor tenía bastante trabajo por la tarde,
y estaba, además, invitado a comer en casa del marqués de Sendilla.
Había aceptado la invitación, creyendo que su hija iría de campo con
Venancio, y como la enfermedad de la niña imposibilitaba la excursión,
quedaron de acuerdo en que María, después de comer con el ingeniero,
iría a casa de doña Belén, en donde la recogería Aracil.
Paulita, la enferma, era la predilecta de María, y deseaba que su tía
estuviese constantemente a su lado, acariciándola y besándola.
--Yo no puedo permitir esto--dijo el ingeniero--; se te puede pegar la
enfermedad.
--¡Qué se va a pegar una enfermedad de niños!
--¡Ya lo creo que se pega! Nada, nada; no estés ahí--y Venancio
obligó a salir a la muchacha y a que se lavara con agua sublimada y
desinfectara las ropas.
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