La dama errante - 03

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la personalidad, y estimaba el _sum-mum_ de la vida de un escritor, de
un hombre de ciencia o de un artista el que el conjunto de las letras
de su nombre se escribiera cien, dos cientos, quinientos años después
de muerto.
En algunas cuestiones, Aracil y Venancio coincidían; pero era más
una coincidencia superficial que otra cosa. Ambos sentían el mismo
apartamiento por la vieja moral sancionada; pero, en Aracil, su
protesta le servía como motivo de charla, y en Venancio era una
convicción que llevaba a la vida.
Aracil no se había preocupado nunca seriamente de las ideas de su hija;
en el fondo, creía, como buen meridional, que las ideas de una mujer no
valen la pena de ser tomadas en serio.
En cambio Venancio, en el caso concreto de sus hijas, quería
desenvolver la personalidad de las niñas, buscando la manera de
armonizarla con el medio.
El hombre, según él, debía poner la vida entera en educar a sus hijos.
Siguiendo su teoría, Venancio estaba a todas horas ocupadísimo.
--Siempre se habla a los hijos de los deberes que tienen para con los
padres--decía él--. A quienes hay que hablar es a los padres de los
deberes que tienen para con sus hijos.
Y esto, sin ser una gran novedad, era ciertísimo.
Venancio no quería llevar al colegio a sus chicas.
--Entre el miedo al diablo, el hacer trabajar la inteligencia sobre el
vacío de estúpidas abstracciones y la falta de ejercicio, los colegios
españoles estropean la raza. No dan mas que dos productos, y los dos
malos: la mujercita histérica, mística o desquiciada, o la mujerona
gorda y bestial.
María no aceptaba siempre las ideas de Venancio, y solían discutir.
Fuera de las cuestiones filosóficas y literarias, de las cuales el
ingeniero tenía un concepto demasiado sumario, en lo demás era un
enciclopedista; una flor, una llave de luz eléctrica, un charco,
una nube, un trozo de piedra, le servía de motivo para una larga y
entretenida disertación científica.
María muchas veces le contradecía por oírle. Al principio de conocerle,
sintió por el primo Venancio un afecto mezclado de efusión y de ironía.
El ver que el ingeniero la consideraba, no como una niña ni como una
señorita impertinente, sino como una persona mayor, a quien se podían
consultar los asuntos más graves y serios, daba a María una impresión
de simpatía y de risa. Luego se fué acostumbrando a este trato de
seriedad, y experimentó una sensación de paz al hablar y discutir con
su primo.
Venancio poseía una gran calma y ecuanimidad; en caso de duda, siempre
se inclinaba en un sentido conciliador. Muchas veces María se rebelaba
contra la opinión sensata de su pariente, y replicaba con viveza alguna
frase irónica, por el estilo de las del doctor Aracil; pero cuando le
pasaba el pronto, convenía en que, casi siempre, Venancio tenía razón.
Muchas veces satirizaba la flema del ingeniero; pero lo cierto era que,
a su lado, sentía un agradable bienestar. En general, con las demás
personas, María era un poco burlona; la mayoría de las gentes conocidas
le excitaban a mostrarse ingeniosa y aguda. A Venancio no le gustaban
las frases chispeantes, que envuelven casi siempre desdén o mala
intención, y cuando elogiaba a María, era cuando se mostraba juiciosa y
humana.
--Me quiere--pensaba María--; pero me quiere como a una hija mayor.
Alguna vez sentía como un relámpago de coquetería, y, casi sin darse
cuenta, llevada por su instinto de mujer, hacía un gesto o dirigía una
mirada, que Venancio notaba en seguida, y, entre asombrado y confuso,
contemplaba a María, con una gran inquietud en sus ojos castaños, de
una mirada tímida y honrada.
--¿Por qué no me dice alguna vez que estoy bien, que soy
bonita?--pensaba ella.
Algunos días María se presentó en casa de Venancio con traje nuevo,
elegante, ágil y graciosa como un pájaro. En la calle oía elogios a su
gallardía, y ella pensaba:
--¡Y él no me va a decir nada!
Y, efectivamente, él no sólo no le decía nada, sino que, al verla tan
elegantona, desviaba la vista y le hablaba sin mirarla, como si sus
atavíos le produjeran cierta cortedad y turbación.
Siempre que tenía tiempo de sobra, María iba a casa de Venancio y
tomaba parte en las lecciones, y, cuando concluían éstas, se llevaba a
pasear a las niñas.
María y sus sobrinas conocían todos los grandes y los pequeños encantos
del paseo de Rosales.
Entre los grandes encantos de este paseo, podía considerarse como el
mayor la vista del Guadarrama, azul en las mañanas de invierno, con su
perfil hosco y sus crestas de plata; gris las tardes de sol, y violáceo
obscuro al anochecer. La Casa de Campo tenía también perspectivas
admirables, con sus cerros cubiertos de pinos de copa redonda. En
otoño, las arboledas de esta posesión real presentaban una gama de
colores espléndidos, desde el amarillo ardiente y el rojo cobrizo hasta
el verde obscuro de los cipreses. El Manzanares, después de las lluvias
otoñales, tomaba apariencias de un río serio, y se le veía brillar
desde lo alto de los desmontes y deslizarse por debajo de un puente.
Los pequeños encantos del paseo consistían en ver cómo trabajaban los
obreros en el parque del Oeste, en contemplar los estanques próximos
a la Moncloa, bordeados de cipreses, y en seguir, con la mirada, los
rebaños de cabras diseminados por los barrancos, en busca de la hierba
corta nacida entre los escombros. Y aun con éstos no se agotaban los
atractivos del paseo, pues quedaba todavía, como recurso, el presenciar
los ejercicios musicales de los cornetas y tambores, instalados en los
desmontes, y el ver cruzar los trenes, que se alejaban echando humo
blanco, que flotaba en el aire como una nubecilla.
Daba la impresión este balcón del paseo de Rosales de esos cuadros
antiguos y explicativos en los cuales el pintor trató de sintetizar
las actividades de la vida entera. Al mismo tiempo que el tren echando
humo, se veía cerca una casuca con un corral en donde los conejos
jugaban y las gallinas picoteaban en el estiércol; cerca de los
soldados, los golfos husmeaban en los alrededores de la antigua fábrica
de porcelana.
El paseo, en algunas ocasiones, se llenaba de gente, y en los días
de fiesta, de santos del rey o de la reina, había para los chicos el
espectáculo sensacional de ver disparar las salvas de artillería...
Una noche de verano, muy estrellada, estaban en el despacho Venancio
con sus hijas y María. Tenían el balcón abierto, y vieron cruzar el
cielo una estrella errática, que dejó un rastro luminoso. Venancio
quiso dar la explicación del fenómeno, y tuvo que remontarse hasta el
sistema del mundo. Desde la atmósfera de la Tierra, por la que cruzan,
incandescentes, los asteroides, pasó a hablar de los demás planetas:
de Marte, con sus canales y sus fantásticos avisos enviados a nuestro
mundo; de Venus y de Júpiter. Luego habló del Sol, de su tamaño, de
la cantidad de fuerza que representa su calor, de las hipótesis que
hay para explicar este incendio; después indicó esa estrella de la
constelación de Hércules, hacia donde marcha con el Sol todo el sistema
planetario; señaló la Osa mayor y menor, la constelación del Dragón,
Casiopea, Vega, que dista de la Tierra 42 billones de leguas; Arturo,
cuya luz tarda en llegar a nosotros veinticinco años, y, por último, se
perdió en conjeturas, hablando de la Vía láctea y del espacio...
María experimentaba como un vértigo al sumergir la mirada en aquel éter
desconocido, lleno de mundos ignotos... Las niñas se habían dormido;
Venancio seguía hablando y María escuchaba y miraba al cielo.
--Y eso, ¿para qué?--preguntó, de pronto, María.
Venancio sonrió.
--Aunque tuviera una razón, un objeto el universo--dijo--, los hombres
no lo podríamos comprender.
--¿Y si lo tuviera?--preguntó María, con ansiedad.
--Si lo tuviera, lo tendríamos también nosotros. Estaríamos dentro de
una intención divina.
--¿Y si no lo tiene?
Venancio se encogió de hombros.
--Si no lo tiene--agregó María, con viveza--estamos desamparados.
Y al decir esto sintió un escalofrío, del relente de la noche.
--No hay que tener demasiada ambición--dijo Venancio, pensativo.
--Me voy, es muy tarde--saltó diciendo María.
--Te acompañaré.
Salieron, y, sin hablarse, fueron hasta casa de Aracil.
Desde aquel día, el ingeniero tomó a los ojos de María un carácter de
sabio misterioso, que vivía trabajando en su laboratorio y observando
las estrellas.
Las visitas tan frecuentes de María a casa de su primo no pasaron
inadvertidas para sus tías.
--Chica, eso no se puede hacer--le dijo la tía Belén, hablando de esta
cuestión.
--¿Por qué no?
--¿Qué va a decir la gente?
--Que diga lo que quiera. ¡A mí qué me importa!
--¡No te importa! ¿No te ha de importar? Yo conozco a Venancio y sé
cómo es; pero otra persona puede pensar cualquier cosa mala.
--¡Psch! ¡Que piense!
--Es que esa indiferencia no se puede tener en sociedad. No se puede
ser así.
--Pues yo no pienso ser de otra manera. Venancio es mi pariente y mi
amigo; me da lecciones de cosas que a mí me sirven.
--Sí, y dicen que, mientrastanto, te hace el amor, que se ha enamorado
de ti.
--¡Bah! No diga usted tonterías. Venancio es muy bueno y yo le tengo
mucho cariño, y a sus hijas también. Y si la gente quiere creer otra
cosa, ¡qué le voy a hacer!, no voy a dejar de ver a las personas que
quiero, pensando en lo que dicen las que me tienen sin cuidado.
Este espíritu de independencia fué comentado entre los amigos y
parientes de la casa de doña Belén, y el tío Justo, el filósofo de la
familia, hombre muy casero, muy ordenado, muy indiferente y egoísta,
pero de una gran probidad en las palabras, dijo:
--Yo creo, la verdad, que con el tiempo, todas las mujeres de algún
corazón y de alguna inteligencia serán por el estilo de María.
La declaración cayó como una bomba, y la tía Belén afirmó que, aunque
fuera verdad, era una impertinencia decirlo delante de sus hijas.
El tío Justo, hombre de gran sentido práctico, sabía poner los puntos
sobre las íes, y a su audacia de expresión no arredraba nada. Alababa
siempre a María por su deseo de trabajar y por su espíritu de
independencia, pero solía decirle a quemarropa:
--Tu padre es un farsante--y añadía--: El que vale más de toda la
familia es Venancio.
María no sentía ningún afecto por este viejo cínico, ni por su
franqueza tampoco; porque, fuera de su juicio claro y exacto de las
cosas, no tenía nada digno de estimación, y aun su veracidad le servía
únicamente para ser lo más desagradable posible.
A consecuencia de estas visitas de María a casa de su primo, se habló
de que el ingeniero debía casarse, y un día en que los dos se reunieron
en casa de la tía Belén, ésta provocó la conversación del matrimonio de
Venancio.
La buena señora creía cumplir una misión providencial preparando
matrimonios, y apuró todos sus argumentos para convencer al ingeniero.
Él la oía, unas veces afirmando con ella, otras, negando.
--Y a ti, ¿qué te parece?--preguntó Venancio a María--, ¿que me debo
casar?
--No--contestó ella--; harías una barbaridad. Además, no vas a
encontrar quien quiera cargar con un viudo con cuatro chicas.
Venancio se turbó.
--Pues yo creo que debía casarse--insistió la tía Belén--. Si no, estas
niñas, ¿qué van a hacer cuando sean un poco mayores?
--Siempre estarán mejor que una con madrastra--replicó María.
--En fin, no sé--concluyó el ingeniero, pensativo--. Es difícil
decidirse. Además, no me querrían. Es indudable.
María comprendió que había ofendido a Venancio, y lo sintió en el alma.
Muchas veces pensó después en la manera de enmendar su salida de tono,
pero temía echarlo a perder. Sin embargo, veía que su frase había
herido a su pariente, y pensar que devolvía con una broma dura y cruel
las atenciones que tuvo siempre con ella, le llenaba de tristeza.


V.
ANARQUISMO Y RETÓRICA

Un acontecimiento, que tuvo una gran importancia en la vida de Aracil y
de su hija, fué una sencilla conferencia que dió el doctor en el Ateneo.
Algunos de sus admiradores de la docta casa le invitaron, con
insistencia, a hablar, y Aracil, después de resistir un poco, aceptó y
dijo que su trabajo versaría acerca de «El anarquismo como sistema de
crítica social».
El doctor recogió sus ideas sobre esta cuestión y escribió algunas
cuartillas, y una noche en que fué a visitarle Iturrioz, le leyó su
trabajo.
Aracil, que se conocía bastante bien y sabía hasta dónde alcanzaba su
decantada originalidad, consideraba a Iturrioz como un receptáculo
de originalidades en bruto y como un comprobador de sus ideas. Por
esta razón nunca había presentado a su amigo en los sitios que él
frecuentaba, y a Iturrioz, que era ingenuo y, como él decía, uno de
los defensores de la antiliteratura y del antihumanismo, no se le
podía ocurrir que sus frases toscas las luciera su amigo, un poco mejor
aderezadas, como ocurrencias chispeantes.
La tesis que defendió Aracil en su «Memoria» no era nueva ni mucho
menos: se reducía a sostener que el anarquismo es la forma actual del
análisis y de la crítica, y que los sistemas anarquistas o ácratas
conocidos no son, en el fondo, mas que formas caprichosas y sin ningún
valor del socialismo utópico.
Según Aracil, en el pensamiento existen siempre ideas y juicios
propios, individuales, e ideas y juicios prestados, impuestos,
aceptados por inercia espiritual. Las ideas adquiridas o heredadas
estaban reconocidas y sancionadas por el temor, por la inutilidad o
por la costumbre; las ideas individuales, propias, contrastadas por la
razón, nacían de una tendencia analítica; pero, en general, pugnaban
contra el ambiente. Estas tendencias analíticas, impulsos de nuevos
conocimientos, iban, históricamente, constituyendo la Filosofía, la
Crítica y la Ciencia, en último término.
Al descender la tendencia analítica desde la altura de los hombres
ilustres a la masa, había creado el anarquismo, llamando así a la
crítica pura, no a la arbitraria concepción de la sociedad sin Estado.
«Claro que es natural--leyó Aracil--que el hombre cuyas ideas estén
expuestas a una nueva contrastación, varíe sus ideales y hasta
modifique la noción central de su pensamiento. Esto carece de
importancia en el escritor o en el filósofo, pero la tiene grande
en el político, que debe poseer la habilidad de no dejar traslucir
sus desilusiones ni la variación de sus puntos de vista, pues la masa
no sigue la evolución de las ideas en un hombre, y atribuye siempre
a motivos interesados lo que puede ser sólo producido por motivos
intelectuales.»
Aracil siguió leyendo su «Memoria», y, cuando concluyó, mirando a su
amigo, dijo:
--¿Qué te parece?
--Bien.
--¿Lo encuentras razonado?
--Sí.
--Pero, bueno, ¿qué objeciones se te ocurren?
--Muchas--y el doctor Iturrioz quedó pensativo, mirando al fuego--.
Claro que me parece natural y lógico en toda persona joven, sana y
honrada, ser rebelde, inmoral y ateo. ¿No te molesto, María?
--No; por mí, puede usted hablar--dijo María, que bordaba a la luz de
la lámpara.
--Sí--murmuró Iturrioz, y sacudió con las tenazas las leñas que ardían
en la chimenea--; todo hombre fuerte, inteligente, que conserve sus
tejidos cerebrales jugosos, tiene que ser un negador en presencia
de la estupidez de las leyes y de las costumbres. Ahora, cuando va
viniendo el cansancio y el temor de no poder luchar contra el medio
social, estado que probablemente procederá de una atonía, quizá de la
esclerosis del sistema nervioso, entonces se va acabando la rebeldía,
se acepta la moral, se reconoce la legitimidad de la religión. Esto no
quiere decir mas que laxitud y fatiga. ¿Por qué he transigido yo en la
casa de huéspedes donde vivo con un cura imbécil que me molesta todos
los días? Por fatiga.
--¿Y tú crees--preguntó Aracil, viendo que el buen ogro de Iturrioz
divagaba--que debía sostener en mi «Memoria» francamente la anarquía?
--No; la anarquía es una necedad, una utopía ridícula y humanitaria,
indigna de un investigador--contestó Iturrioz--. Un hombre no es un
astro en medio de otros astros; cuando un individuo es fuerte, su
energía se extravasa e influye en los demás. ¿Es que yo creo imposible
la anarquía en el porvenir? ¡Psch!, no sé. La anarquía, o la acracia, o
algo parecido a una sociedad casi sin Estado, puede venir algún día, y
puede venir de la cultura, de la democracia y de la debilidad. El día
que los hombres elevados sean muchos y sus instintos débiles, nadie
querrá mandar. Pero si la acracia es posible en un porvenir lejano, no
lo es actualmente, y no vale la pena de preocuparse de la vida en lo
futuro, sino de la vida actual.
--Y, para la vida actual, ¿tú crees perjudicial el anarquismo?
--Perjudicial, no: al revés. Para mí, la vida española de hoy es como
una momia envuelta en vendas, o, mejor quizá, como una de esas figuras
de un escaparete de ortopédico, cojas, mancas, llenas de férulas, de
vendajes y de aparatos. ¿Qué se puede idear para que la figura se
mueva y ande? Yo creo que hay dos caminos: uno, el mejor, el de la
violencia, el de la lucha individual, echando a un lado la vieja moral,
la religión, el honor, todas esas preocupaciones que nos han aplastado,
reduciendo el Estado a un artificio mecánico, a una policía y a un
Código; otro, el de la nivelación de los hombres por el socialismo.
Para mí, la moral de España no debía ser otra que la de la excitación
del amor propio. Nada de patria, ni de religión, ni de Estado, ni de
sacrificio; al español no se le debía hablar mas que a su orgullo y a
su envidia. Ese ha hecho más que tú; tú debes hacer más que él.
--Sí; un individualismo salvaje, una concurrencia sin ley--dijo Aracil.
--Es que el individualismo, la concurrencia libre, no quiere decir la
desaparición absoluta de la ley y de la disciplina; quiere decir la
muerte de una ley para la implantación de otra, la derogación de una
ética contraria a los instintos naturales por el reinado de otra ética
en armonía con ellos.
--Y ¿cuál es la ética natural, según tú?
--Si yo pudiera darte la fórmula de la ética natural, sería un hombre
extraordinario. No, no tengo tanta ambición. Hoy, además, la ética está
en un período constituyente; por eso no pretende ser una valoración,
sino que se contenta con ser una explicación. Antes, el moralizar tenía
dos formas: el elogio y el vituperio; hoy no puede tener mas que una:
el análisis. Pero, transitoriamente, yo creo que, para la moral, se
puede tomar como norma la vida misma. Debemos decir lógicamente: «Todo
lo que favorece la vida es bueno; todo lo que la dificulta es malo.»
--Es que lo que favorece la vida individual puede perjudicar la vida
colectiva, y al contrario--arguyó Aracil.
--Cierto. En esto se separan dos civilizaciones y dos razas: la latina,
entusiasta del derecho; la bárbara, entusiasta de la fuerza.
--Y tú eres un bárbaro, amigo Iturrioz.
--En último término, todos somos bárbaros. Para mí, el hombre siempre
tiene razón en contra de los hombres. La idea del derecho empapa
también su raíz en la fuerza. La vida se nutre de violencia y de
injusticia, no porque la vida sea mala, sino porque los hombres han
soñado con la dulzura y la justicia, sin contrastarlas con la vida; han
soñado los lobos que eran corderos, y ¡claro!, todo lo que no sea un
sueño de Arcadia les parece malo. Y eso es lo que yo creo que hay que
hacer: vivir dentro de la vida natural, dentro de la realidad, por dura
que sea; dejar libre la brutalidad nativa del hombre. Si sirve para
vigorizar la sociedad, mejor; si no, habrá, por lo menos, mejorado el
individuo. Yo creo que hay que levantar, aunque sea sobre ruinas, una
oligarquía, una aristocracia individual, nueva, brutal, fuerte, áspera,
violenta, que perturbe la sociedad, y que inmediatamente que empiece
a decaer sea destrozada. Hay que echar el perro al monte para que se
fortifique, aunque se convierta en chacal.
--Eres un salvaje.
--¿Por qué no? En España todos tenemos un gran fondo de salvajismo.
Aquí no hay espíritu cívico, social, de humanismo. No lo ha habido
nunca.
--Desgraciadamente.
--O afortunadamente. Aquí no hay mas que tres cosas: un patriotismo de
Madrid, burocrático y falso; un regionalismo, que es una cursilería;
un provincialismo infecto, y luego la barbarie natural de la raza.
Esto es lo español. Y no lo comprenden. Estamos aquí empequeñecidos,
aminorados, queriendo vivir con las leyes, cuando aquí debemos vivir
contra las leyes. Este espíritu legalista ha producido en España una
subversión completa de las energías. Así, que en todos los órdenes de
la vida triunfa lo mediocre, y lo mediocre se apoya en lo que es más
mediocre todavía. Toda nuestra civilización actual ha servido para
reducir al español, que antes era valiente y atrevido, y convertirlo en
un pobre diablo. Y luego no es sólo la mezquindad de la vida, sino que
es también su irrealidad. La vida española no tiene cuerpo, no es nada.
Los instintos vegetativos y una serie de impresiones en la retina, esa
es toda nuestra existencia, nada más. Somos mejores para figurar en
las vitrinas de un museo arqueológico que para luchar; vivimos hechos
unos animales domésticos, no fuertes y bien cebados, sino canijos y
tristes, con el aire débil y lánguido que tienen los animales cuando
se los encierra. Porque hay que ver hasta dónde hemos llegado de
pequeñez, de mezquindad, de cursilería. Antes creíamos que los cursis
eran los pobres, y no, en España los cursis son los potentados, los
aristócratas, los duques, los escritores, los políticos; lo cursi
es el Congreso, las redacciones de los periódicos, los saloncillos
de los teatros, el Ateneo, los lunes del Español...; las casas de
huéspedes no son mas que pobres, y los que vivimos en ellas unos
miserables desdichados. Desde los miembros de la familia real, que
por lo virtuosos y económicos más parecen formar parte de una honrada
familia de estanqueros, hasta el último empleadillo madrileño, todos
los españoles tenemos las trazas de unos conejillos mansos.
--Sí; todo eso está bien. Es posible que sea cierto. Pero consecuencia,
consecuencia. Negar es muy fácil. ¿Que se saca de lo que dices? ¿Que
solución?
--¿Qué es lo que quieres, una solución práctica?
--No; una solución concreta y posible. Porque a una Humanidad decaída,
agotada, que no puede vivir mas que a la defensiva, con estimulantes,
tirarle todas sus medicinas por el balcón y decirle: «Hay que vivir
en el monte, entre la nieve», le parecerá absurdo. «¿Y el frío?»,
preguntará.
--Que lo resista--exclamó Iturrioz.
--¿Y el calor?
--Que lo resista también.
--Se necesita mucha fe para vivir, espiritualmente, a la intemperie, y
a esta gente que se constipa con sacar la cabeza por la ventana, no la
convencerás de esto.
--Fe, sí--dijo Iturrioz--. Eso es lo indispensable. Fe en el hombre, fe
ciega, fe inquebrantable. Pero, ¿se puede desarrollar la fe? Yo creo
que sí. Engendrada la fe, la violencia nos libraría del mal.
--También yo creo lo mismo, que se necesita fe. Pero no creo, como
tú, que se pueda producir en un momento, sino en años. Pero, ¿es que
tenemos prisa? Nada más ridículo que esa idea, que han echado a volar
unos cuantos, de que España, como nación, peligra. Ni Inglaterra, ni
Francia, ni Alemania intentarían destruír España.
--¡Bah! Claro que no. El peligro de España no es un peligro exterior.
--Es que hay gente que supone que existe un peligro exterior, y no lo
hay, ¡qué ha de haber! Y, por lo mismo--siguió diciendo Aracil--, es
necesario tomar todo el tiempo indispensable para digerir la época
y absorberla y asimilarla y formar un ideal. Estamos rodeados de
escombros; hay que ver lo que sirve y lo que no sirve, con calma, sin
precipitaciones, que nos podrían llevar a un desastre. Y para esta
obra hay que echar a reñir en la calle a todas las ideas, a todos los
sistemas, y como base hay que apoyarse en el socialismo, como sistema
crítico para la trasmutación de los valores económicos, y en el
anarquismo como sistema crítico para la transformación de los valores
morales y religiosos. ¿No te parece?
--Sí; me parece una solución lógica, lo cual no quiere decir que
sea buena. Yo, en el caso particular de España, tengo alguna fe en
el hombre; pero nuestro ambiente es infeccioso, es mefítico. Aunque
hubiera aquí una invasión de raza joven, nueva, no podría resistir
lo morboso del ambiente. Allí donde llega esta seudo-civilización que
se irradia de nuestras ciudades, allí se pudre en seguida todo. La
península entera está gangrenada.
--Y, ¿qué dirías del anarquismo activo, del anarquismo de la dinamita?
--Diría que ha perturbado el anarquismo. Sólo la idea destruye; sólo la
idea crea. La bomba, como venganza, me parece absurda, y como medio de
protesta, también. Si con una bomba se pudiera suprimir el planeta...,
entonces sería cosa de pensarlo. Pero matar unas cuantas personas es
horrible; porque todo puede ser lícito, menos llevar la muerte en medio
de la vida. La vida es la razón suprema de nuestra existencia.
--Sin embargo--exclamó Aracil--, a veces, esos atentados tienen un aire
de ejemplaridad.
--¡Claro, como todas las catástrofes!
--Yo, hasta creo que tienen su belleza. Un dinamitero me parece un
artista, un escultor, bárbaro y cruel, que modela en carne humana.
--Papá bromea--saltó diciendo María.
--No, no.
--Hay algo de verdad en lo que dice--replicó Iturrioz--; tu padre,
María, tiene el virus estético metido en las venas; no en balde procede
del Mediterráneo.
Pasaron a otro asunto; pero Aracil no desaprovechó los puntos de vista
señalados por su amigo para comentarlos en su «Memoria».
Llegó el día de la conferencia; Aracil se preparó su público y
alcanzó un gran éxito. Su mayor habilidad fué mezclar con lo serio
notas humorísticas y cómicas; tuvo frases pintorescas para definir
gráficamente el modernismo, la pedagogía, el género chico, el
automóvil, la filosofía de Nietzsche, la política hidráulica y el
baile flamenco, muy celebradas. De ademanes y de accionado estuvo
inmejorable; supo subrayar unas cosas y atenuar otras con verdadera
maestría.
--Es un cómico este Aracil--exclamó Iturrioz.
--Muy brillante, muy ingenioso--dijo el primo Venancio--, pero sin una
afirmación práctica.
La opinión general consideró la conferencia como un éxito; los
periódicos le dedicaron más de una columna, y algunas revistas
ilustradas publicaron el retrato de Aracil.
María discutió varias veces con su primo acerca de la «Memoria» de su
padre. Ella la defendía, como es natural; Venancio consideraba lo dicho
por Aracil como una fantasía literaria, como un juego mental divertido.
Venancio era enemigo de la política y de las fórmulas teóricas. Un
día le dijo a María que, para él, el único propósito serio que podía
haber en España era que, desde San Sebastián hasta Cádiz, y desde
La Coruña hasta Barcelona, se pudiese ir entre árboles. Todos esos
otros sistemas metafísicos y éticos, como el anarquismo, le parecían
vueltas a concepciones pedantescas y a paparruchas semejantes al
krausismo. En cambio, un ideal concreto, práctico, de un país lleno
de árboles, suponía una transformación de la vida, convirtiéndola, de
áspera y ruda, en civilizada y humana. Para llegar a esto, pensaba que
actualmente en España no había camino; ingresar en cualquier partido
constituía una estupidez. Su plan era individualismo y trabajo, plantar
árboles y mejorar la tierra.
María, en el fondo, estaba conforme con él, pero le llevaba la
contraria por defender a su padre y para oírle.


VI.
LOS FARSANTES PELIGROSOS

Hay en un libro viejo, cuyo nombre no recuerdo, un capítulo acerca
de la vanidad, a la cual llama el autor: «La hija sin padre en los
desvanes del mundo».
En estos desvanes del mundo hay, según el inventor de esta frase,
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