La dama errante - 01

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OBRAS DE PIO BAROJA

Vidas sombrías.
Idilios vascos.
El tablado de Arlequín.
Nuevo tablado de Arlequín.
Juventud, egolatría.
Idilios y fantasías.
Las horas solitarias.
Momentum Catastrophicum.
La Caverna del Humorismo.
Divagaciones sobre la Cultura.

LAS TRILOGÍAS

TIERRA VASCA
La casa de Aizgorri.
El Mayorazgo de Labraz.
Zalacaín el Aventurero.

LA VIDA FANTÁSTICA
Camino de perfección.
Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox.
Paradox, rey.

LA RAZA
La dama errante.
La ciudad de la niebla.
El árbol de la ciencia.

LA LUCHA POR LA VIDA
La busca.
Mala hierba.
Aurora roja.

EL PASADO
La feria de los discretos.
Los últimos románticos.
Las tragedias grotescas.

LAS CIUDADES
César o nada.
El mundo es ansí.
La sensualidad pervertida.

EL MAR
Las inquietudes de Shanti Andía.

MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN
El aprendiz de conspirador.
El escuadrón del Brigante.
Los caminos del mundo.
Con la pluma y con el sable.
Los recursos de la astucia.
La ruta del aventurero.
Los contrastes de la vida.
La veleta de Gastizar.
Los caudillos de 1830.
La Isabelina.


ES PROPIEDAD
DERECHOS RESERVADOS
PARA TODOS LOS PAÍSES
COPYRIGHT BY
RAFAEL CARO RAGGIO
1920

Establecimiento tipográfico
de Rafael Caro Raggio.


_Pío Baroja_
_La dama errante_
[Ilustración]
_Rafael Caro Raggio
editor
Mendizábal, 34
Madrid_


PRÓLOGO

No soy muy partidario de hablar de mí mismo; me parece esto demasiado
agradable para el que escribe y demasiado desagradable para el que lee;
pero puesto que esta «Biblioteca»[1] me pide un prólogo, interrumpiré
mi costumbre de no dar explicaciones o aclaraciones personalistas y,
por una vez, me entregaré a la voluptuosidad de decir _yo_ hasta la
saturación.
[1] Se refiere a la «Biblioteca Nelson».
Sería una estúpida modestia, por mi parte, que yo afirmase que lo que
escribo no vale nada; si lo creyere así, no escribiría.
Suponiendo, pues, que en mi obra literaria hay algo de valor--como
en matemáticas se supone a veces que un teorema está de antemano
resuelto--, voy a decir, con el mínimo de modestia, cuál puede ser, a
mi modo, el valor o mérito de mis libros.
Este valor creo que no es precisamente literario ni filosófico; es más
bien psicológico y documental. Aunque hoy se tiende, por la mayoría de
los antropólogos, a no dar importancia apenas a la raza y a darle mucha
a la cultura, yo, por sentimiento más que por otra cosa, me inclino a
pensar que el elemento étnico, aun el más lejano, es trascendental en
la formación del carácter individual.
Yo soy, por mis antecedentes, una mezcla de vasco y de lombardo: siete
octavos de vasco, por uno de lombardo.
No sé si este elemento lombardo (el lombardo es de origen sajón, al
decir de los historiadores) habrá influído en mí; pero, indudablemente,
la base vasca ha influído, dándome un fondo espiritual, inquieto y
turbulento.
Nietzsche ha insistido mucho en la diferencia del tipo apolíneo (claro,
luminoso, armónico) con el tipo dionisíaco (obscuro, vehemente,
desordenado). Yo, queriendo o sin querer, soy un dionisíaco.
Este fondo dionisíaco me impulsa al amor por la acción, al dinamismo,
al drama. La tendencia turbulenta me impide el ser un contemplador
tranquilo, y al no serlo, tengo, inconscientemente, que deformar las
cosas que veo, por el deseo de apoderarme de ellas, por el instinto de
posesión, contrario al de contemplación.
Al mismo tiempo que esta tendencia por la turbulencia y por la
acción--en arte, lógicamente, tengo que ser un entusiasta de Goya, y en
música, de Beethoven--, siento, creo que espontáneamente, una fuerte
aspiración ética. Quizá aquí aparece el lombardo.
Esta aspiración, unida a la turbulencia, me ha hecho ser un enemigo
fanático del pasado, por lo tanto, un tipo antihistórico, antirretórico
y antitradicionalista.
La preocupación ética me ha ido aislando del ambiente español,
convirtiéndome en uno de tantos solitarios. Robinsones con chaqueta y
sombrero hongo, que pueblan las ciudades.
Como España y casi todos los demás países tienen su esfera artística,
ocupada casi por completo por hábiles y farsantes, cuando yo empecé
a escribir se quiso ver en mí, no un hombre sincero, sino un hábil
imitador que tomaba una postura literaria de alguien.
Muchos me buscaron la filiación y la receta. Fuí, sucesivamente, según
algunos, un roedor de Voltaire, Fielding, Balzac, Dickens, Zola,
Ibsen, Nietzsche, Poe, Gogol, Dostoievski, Maeterlinck, Mirbeau,
France, Kropotkin, Stendhal, Tolstoi, Turgueneff, Hauptmann, Korolenko,
Mark Twain, Galdós, Ganivet y de otra docena más, y, sobre todo, de
Gorki. Esto último, el considerarme como un seudo-Gorki, se debió,
principalmente, a que yo fuí el primero, o uno de los primeros, que
escribió en español un artículo acerca de este escritor ruso.
Realmente, era suponer en mí demasiada candidez y poca malicia, el
que yo presentara al público que había de leerme a un escritor a
quien estaba desvalijando. Claro que, como yo no le desvalijaba ni
seguía por su camino, no me importaba nada que fuera Gorki conocido
en España. Mis admiraciones en literatura no las he ocultado nunca.
Han sido y son: Dickens, Balzac, Poe, Dostoievski y, ahora, Stendhal.
Generalmente, el crítico no se contenta con lo que le dice el autor.
Supone que éste tiene que hablar siempre con malicia y ocultar algo, lo
que demuestra que hay que atravesar muchas atmósferas de incomprensión
para ser solamente escuchado.
Yo no quiero decir que en mis libros no haya influencias e imitaciones:
las hay como en todos los libros; lo que no hay es la imitación
deliberada, el aprovechamiento, disimulado, del pensamiento ajeno.
Hay, por ejemplo, en una novela mía: _La Casa de Aizgorri_, una
reminiscencia, según dicen, de _La Intrusa_, de Maeterlinck. Sin
embargo, yo no he leído, ni antes ni después, _La Intrusa_; y ¿cómo se
explica entonces la vaga imitación?
Se explica de una manera sencilla. Yo había oído hablar, antes
de escribir mi libro, a algunos literatos de _La Intrusa_, de su
argumento, de sus escenas. Sin duda, sin saberlo, me apropié la
impresión reflejada en un español por el drama del autor belga, y la
consideré mía; pero yo estoy seguro que el que comparase las dos obras
minuciosamente, no encontraría una frase, una fórmula, nada parecido
que indicara que yo haya seguido en el pensamiento a Maeterlink; porque
no lo conocía, ni después me ha interesado. Es el ambiente, muchas
veces, el que da semejanza a dos obras.
Si yo hubiera escrito esta misma novela: _La Casa de Aizgorri_, después
de la _Electra_, de Pérez Galdós; si hubiera escrito _La Busca_,
después de _La Horda_, de Blasco Ibáñez, y _Paradox, rey_, después de
_La Isla de las Pingüiños_, de Anatole France, me hubieran acusado de
imitador, porque hay mucha semejanza entre estas obras y las mías, y,
probablemente, más que entre _La Casa de Aizgorri_ y _La Intrusa_;
pero las escribí antes. Sin embargo, no se me ocurrió decir que esos
autores me habían imitado, sino que habían coincidido conmigo y habían
coincidido con más éxito, pues las tres obras de esos autores fueron
aplaudidas y las mías quedaron en la estacada.
Dejando esta cuestión, puramente literaria, seguiré con el
autoanálisis, para mí más interesante. He dicho que soy
antitradicionalista y enemigo del pasado, y, efectivamente, lo soy,
porque todos los pasados, y en particular el español, que es el que más
me preocupa, no me parecen espléndidos, sino negros, sombríos, poco
humanos.
Yo no me explico, y probablemente no comprendo, el mérito de los
escritores españoles del siglo XVII; tampoco comprendo el encanto de
los clásicos franceses, excepción hecha de Moliére.
De esta antipatía por el pasado, complicada con mi falta de sentido
idiomático--por ser vasco y no haber hablado mis ascendientes ni
yo castellano--, precede la repugnancia que me inspiran las galas
retóricas, que me parecen adornos de cementerio, cosas rancias, que
huelen a muerto. Este conjunto de particularidades instintivas: la
turbulencia, la aspiración ética, el dinamismo, el ansia de posesión
de las cosas y de las ideas, el fervor por la acción, el odio por
lo inerte y el entusiasmo por el porvenir, forman la base de mi
temperamento literario, si es que se puede llamar literario a un
temperamento así que, sobre un fondo de energía, sería más de agitador
que de otra cosa.
Yo no considero estas condiciones sean excelentes, ni que con ellas se
hagan obras maestras, sino que son, al menos a mí me parece que son.
Dados estos antecedentes, es muy lógico que un hombre que sienta así
tenga que tomar sus asuntos, no de la Biblia, ni de los romanceros,
ni de las leyendas, sino de los sucesos del día, de lo que ve, de
lo que oye, de lo que dicen los periódicos. El que lea mis libros y
esté enterado de la vida española actual, notará que casi todos los
acontecimientos importantes de hace quince o veinte años a esta parte
aparecen en mis novelas.
Esto las da un carácter de cosa política y momentánea muy alejado del
aire solemne de las obras serias de la literatura. En el fondo, yo soy
un impresionista.
LA DAMA ERRANTE está inspirada en el atentado de la calle Mayor,
contra los reyes de España. Este atentado produjo una enorme sensación.
En mí la hizo grande, porque conocía a varios de los que intervieron en
él.
Mateo Morral, el autor del atentado, solía ir a un café de la calle
de Alcalá donde nos reuníamos varios escritores. Le solían acompañar
un periodista, un empleado del tranvía, llamado Ibarra, que luego
estuvo preso después del crimen, y un polaco, viajante o corredor de un
producto farmacéutico.
Este polaco e Ibarra recuerdo que tuvieron una noche un serio altercado
con un pintor que dijo que los anarquistas dejaban de serlo cuando
tenían cinco duros.
Yo no creo que hablé nunca con Morral. El hombre era obscuro y
silencioso; formaba parte del corro de oyentes que, todavía hace años,
tenían las mesas de los cafés donde charlaban los literatos.
El tipo de Nilo Brull, que aparece en LA DAMA ERRANTE, no es la
contrafigura de Morral, a quien no traté; este Brull es como la
síntesis de los anarquistas que vinieron desde Barcelona, después del
proceso de Montjuich, a Madrid, y que tenían un carácter algo parecido
de soberbia, de rebeldía y de amargura.
Después de cometido el atentado y encontrado a Morral muerto cerca
de Torrejón de Ardoz, quise ir al hospital del Buen Suceso a ver su
cadáver; pero no me dejaron pasar.
En cambio, mi hermano Ricardo pasó e hizo un dibujo y luego un
aguafuerte del anarquista en la cripta del Buen Suceso.
Mi hermano se había acercado al médico militar que estaba de guardia
a solicitar el paso, y le vió leyendo una novela mía, también de
anarquistas, _Aurora roja_. Hablaron los dos con este motivo, y el
médico le acompañó a ver a Mateo Morral, muerto.
La angustia del doctor Aracil, paseando por las calles de Madrid, está
inspirada en mi novela en la de los conocidos del terrorista, que
anduvieron escondiéndose aquella noche.
Lo demás del libro, casi todo está hecho a base de realidad. La
mayoría de los personajes son también reales. El doctor Aracil, aunque
desfigurado por mí, vive; el que me sirvió de modelo para pintar a
Iturrioz, murió; María Aracil pasea por las mañanas por la calle de
Alcalá. Algunos supusieron, no sé por qué, que en María Aracil había
querido yo pintar a Soledad Villafranca, la amiga de Ferrer, cosa
absurda, que no tiene apariencia de verdad.
Yo, cuando escribí LA DAMA ERRANTE, no conocía a Soledad Villafranca;
la conocí después, en París, en casa de un profesor, donde estuve
convidado a cenar. Como ella es de Pamplona y yo me eduqué también
allí, hablamos largo rato, y en el curso de la conversación me dijo
que había leído LA DAMA ERRANTE. Como es lógico, no había encontrado
ninguna alusión a ella en el libro, y, en cambio, sí había creído ver
la contrafigura de Ferrer.
Los demás tipos de la novela fueron también tomados del natural, y el
viaje por la Vera de Plasencia lo hicimos mi hermano y yo y un amigo,
llevando en un burro provisiones y una tienda de campaña.
Los ventorros y paradores del camino son, poco más o menos, como los
descritos por mí, con los mismos nombres y la misma clase de gente. El
_Musiú_, el _Ninchi_ y el _Grillo_ es posible que anden todavía por
esas aldeas, siguiendo su vida de trotar caminos y engañar a los bobos.
Probablemente, un libro como LA DAMA ERRANTE no tiene condiciones para
vivir mucho tiempo; no es un cuadro con pretensiones de museo, sino una
tela impresionista; es quizá, como obra, demasiado áspera, dura, poco
serenada...
Este carácter efímero de mi obra no me disgusta. Somos los hombres
del día gentes enamoradas del momento que pasa, de lo fugaz, de lo
transitorio, y la perdurabilidad o no de nuestra obra nos preocupa
poco, tan poco, que casi no nos preocupa nada.
PÍO BAROJA
Madrid, marzo, 1916.


I.
LA ABUELITA

En nuestra época y en nuestro país es muy difícil ser niño. La vida se
marchita pronto, cuando no brota ya mustia por herencia. La mayoría de
los hombres y de las mujeres no han vivido nunca la niñez. Es verdad
también que casi nadie llega a vivir la juventud. El padre, la madre,
el criado, el profesor, la institutriz, el municipal, todos conspiran
contra la infancia; como el negocio, el dinero, la posición social, la
vanidad política, el deseo de representar, conspiran contra la juventud.
En España, y en nuestros tiempos de industrialismo, de lujo y de
laxitud, para estar en buena armonía con el ambiente se necesita ser
viejo desde la cuna, y, para consolarse un poco, decir de cuando en
cuando: «Es preciso ser joven, hay que reír, hay que vivir». Pero nadie
ríe, ni nadie vive.
Y España es hoy el país ideal para los decrépitos, para los indianos,
para los fracasados, para todos los que no tienen nada que hacer en la
vida, porque lo han hecho ya, o porque su único plan es ir vegetando...
María Aracil disfrutó la suerte de pasar los primeros años de su
existencia un tanto abandonada, y, gracias a su abandono, pudo tener
ideas de niña y vida de niña hasta los catorce o quince años. Huérfana
de madre, sintió por su padre, el doctor Aracil, un gran cariño; pero
el doctor no podía o no sabía atender a su hija, y la abuela fué la
encargada de cuidar de María durante la niñez.
La abuela Rosa, madre del doctor, era una viejecita muy simpática y muy
rara. Habitaba en el piso alto de un caserón grande y viejo de la calle
de Segovia, y vivía completamente aislada y sola. En su casa reinaba el
más absoluto desorden, y en medio de aquel desorden se encontraba ella
a gusto.
Sus dos ocupaciones predilectas eran leer y hacer trabajos de aguja;
continuamente tenía a sus pies un cestillo de mimbre lleno de lanas de
colores, con las que solía tejer talmas y toquillas para su nieta.
Le gustaban a la abuelita Rosa los animales, y siempre vivía con perros
y gatos. Tenía un perrillo de lanas, _Ali_, muy viejo, algo raído,
con las lanas largas, la cola de zorro y el aire más inteligente que
el de un cardenal italiano, y un gato blanco y gordo, el preferido,
a quien solía dirigir la vieja largas recriminaciones. El gato se le
ponía muchas veces encima del hombro, y así le solía ver María con
frecuencia. Tenía también la abuelita Rosa un canario muy chillón y un
loro.
La abuela no se trataba con nadie. Sólo una antigua criada, a quien
conocía de la infancia, una vieja gruñona y de mal humor, Plácida de
nombre, aunque no de genio, aparecía por allí, y, generalmente, cuando
iba, solían reñir ama y criada.
En su soledad, el invierno, y aun el verano, la abuelita Rosa leía
novelas antiguas, al lado de la estufa. Allí mismo guisaba sus comidas,
siempre muy sencillas.
Con los anteojos puestos en la punta de la nariz, sentada al lado de la
estufa, parecía la abuela Rosa una viejecita de cuento; muy chiquita,
arrugadita como una pasa, encogida, con la nariz puntiaguda, la cara
sonrosada y el pelo blanco como la nieve.
De noche encendía su quinqué y seguía leyendo o trabajando. Muchas
veces pensaba María que su abuela debía ser muy valiente, para quedarse
sola en aquella casa.
Cuando iba la niña a verla, entonces comenzaba con la vieja las idas y
venidas, el revolver armarios y el contar cuentos. Siempre la abuela
guardaba alguna golosina para su nietecita: pasteles, caramelos o crema.
La abuela Rosa la hablaba con una gran seriedad a María, y entre
historia e historia y anécdota y recuerdo de la realidad, le contaba
escenas de las novelas que había leído, y Montecristo, y Artagnán,
el príncipe Rodolfo, todos estos héroes de la mitología folletinesca
vivían ante la imaginación de María.
Tenía la viejecita una fantasía exuberante, y el trato continuo con
la niña le había dado un infantilismo extraño. Muchas veces la
vieja hacía de niña, y la niña de vieja; la abuela imitaba el hablar
balbuciente de los niños, y la nieta la actitud severa de los viejos, y
la vida en germen, y la vida en su declinación, parecían iguales y se
entendían jugando.
Una de las diversiones de María y de la abuelita Rosa era sentarse en
un sofá e imitar la marcha en un tren.
--Ya estamos en el vagón, ¿eh?--decía la vieja.
--Sí. Ya estamos--contestaba la niña--. Ponte el mantón, abuelita.
--No; hasta que no lleguemos a Ávila, no.
Y las dos imitaban la salida del tren, y luego el ruido de la marcha
y los silbidos de la locomotora, y veían paisajes, y estaciones, y el
mar, y los árboles, y los montes...
La vieja desarrollaba la imaginación de la niña hasta tal punto que
ésta, que no sabía leer ni escribir, inventaba también cuentos y
novelas, y se los contaba a la criada de su casa.
La abuela era, ciertamente, una mujer poco vulgar. Su padre, un médico
volteriano, la había educado fuera de la religión; su marido no había
sido hombre de energía, y vivió dulcemente, dominado por su mujer. La
abuela Rosa quiso también dominar a sus hijos; pero éstos, que salieron
a ella, se le insubordinaron pronto y la hicieron desgraciada.
Enrique, el mayor, el padre de María, se manifestó desde pequeño como
un muchacho listo y aplicado; Juan, el segundo, resultó un calavera.
Enrique y Juan se odiaban. Enrique era el admirado por todos, el joven
portento; de Juan no se sabían mas que barbaridades. En el fondo, el
pequeño era el favorito de la madre, y esto, comprendido por Enrique,
muy orgulloso y soberbio, le hizo perder casi por completo el cariño
filial.
De la desunión de la familia, nadie particularmente tenía la culpa.
La abuelita Rosa era mujer de gran corazón, pero de una personalidad
absorbente: quería tener a todo el mundo bajo su yugo y era capaz
de cualquier sacrificio por el que se acogiese a ella. Enrique era
puntilloso, y Juan quería a su madre como casi todos los jóvenes
calaveras, pero sus instintos le impulsaban a la vida viciosa, y
ninguno de los tres se entendía.
Juan no llegó a tener profesión alguna; reunido con unos cuantos
señoritos, hizo, a discreción, tonterías y calaveradas, hasta que
en una de ellas, viéndose ya dentro de las mallas del Código Penal,
encontró, como pudo, unas pesetas y desapareció de Madrid.
Se dijo que estaba en América, y no se supo más de él. La abuela
cultivaba la memoria de su predilecto y le recordaba a todas horas.
Muchas veces María la vió con una fotografía entre las manos arrugadas,
mirándola absorta.
--¿Quién es?--le preguntó María.
--Es tu tío Juan--y le enseñó el retrato de un joven todo afeitado, de
cara aguileña y expresiva.
Una vez María fué a casa de su abuela y se la encontró en el sillón,
con la cabeza reclinada en el respaldo y el pañuelo sobre los ojos. Al
ver a María, la vieja quiso inclinarse para besarla, y no pudo.
--¡Abuelita!--dijo la niña.
--¿Qué?
--¿Estás mala?
--No. Es que tengo sueño.
Al día siguiente, el padre de María no estuvo ni un momento en casa;
luego recibió muchas visitas y se puso una corbata negra. A María le
dijo que su abuelita había ido a hacer un largo viaje.
María tendría siete años, y no sospechó ninguna otra cosa. Se aburría
en casa y preguntaba todos los días a su padre:
--Papá, ¿cuándo viene la abuelita?
--Ya vendrá; no tengas cuidado, ya vendrá.
Pronto notó María que a su padre le molestaba la pregunta, y fué
presentándose ante su imaginación la idea, cada vez más clara, de la
muerte de su abuelita. Vaciló en preguntárselo a su padre, y al fin,
con timidez, le dijo:
--¿Es verdad que la abuelita se ha muerto?
--Sí. ¿Quién te lo ha dicho?
--Nadie. Yo lo he comprendido.
--Pues sí, ha muerto.
--¿Y está enterrada?
--Sí.
--¿Como mamá?
--Sí.
--¿Ya me llevarás donde están?
--Bueno.
Repitió la niña la petición, y un día el doctor fué con su hija al
camposanto. María puso unas flores en las tumbas de su madre y de
su abuela y pasó el día bien; pero al irse a acostar le acometió un
temblor nervioso, de miedo.
La impresión del cementerio le hirió de una manera tan profunda, que
hasta le hizo enflaquecer. Afortunadamente, nadie, desde entonces,
excitó su imaginación, y, paseando por la Moncloa con la criada y
jugando, se tranquilizó pronto.
A los diez años, María ni sabía leer ni había puesto los pies en la
iglesia. A ella misma le vino el deseo de aprender, y varias veces se
lo expresó a su padre. Enrique Aracil ganaba ya bastante para darse el
lujo de una institutriz, y buscó una. Tuvo la suerte de encontrar a
miss Douglas, una mujer fea, pero buena y cariñosa, que enseñó a María
a leer y a escribir, algunas nociones de Matemáticas y el inglés y el
francés perfectamente.
El doctor Aracil la tomó con la condición expresa de que no hablara a
la niña de religión; pero miss Douglas, como protestante fanática y
catequista, llevó algunas veces a María a una capilla evangélica de
la calle de Leganitos, pobre y triste y nada propicia para producir
entusiasmos místicos.
El doctor no se trataba con la familia de su mujer; experimentaba por
ella antipatía y desdén, sentimientos pagados en la misma moneda por
los parientes de María.
Estos consideraban al doctor Aracil como un loco, casi como un
monstruo; para Aracil, sus cuñadas y primos, por parte de su
mujer, eran miserables, gente ruin, iglesiera, de mal corazón y de
sentimientos viles.
María no conoció a sus tías y primas hasta los catorce o quince años.
Era entonces María una muchacha de mediana estatura, más bien baja
que alta, de ojos negros, pestañas largas, rostro ovalado y cabello
entre rubio y castaño. Tenía una voz un tanto opaca, y, al hablar, un
movimiento semimelancólico, semi-impaciente, de mucha gracia.
La primera vez que habló con sus tíos, aleccionada por su padre,
le parecieron gente mezquina y de intención aviesa; pero luego fué
comprendiendo que su padre había exagerado la pintura.
Sus primitas eran algo tontas, de una ignorancia terrible, pero no
esencialmente malas. Lo característico en ellas era la falta de
curiosidad por todo. Sus madres tenían la convicción de poseer unos
portentos, unas mujercitas perfectamente aptas y educadas, y, sin
embargo, estas muchachas vivían desde los trece a catorce años una vida
inmoral, subordinando todos sus planes al marido futuro, si llegaba,
estudiando las maneras de excitar el sentimiento sexual del hombre,
dedicándose a la caza legal del macho, sin pensar que podían tener una
vida suya, propia, independiente de la eventualidad del matrimonio.
La perspectiva soñada del marido rico les impedía realizar los actos
más sencillos, de miedo a la opinión ajena.
La vida de la mujer española actual es realmente triste. Sin
sensualidad y sin romanticismo, con la religión convertida en
costumbre, perdida también la idea de la eternidad del amor, no le
queda a la española sostén espiritual alguno. Así tiene que ser y es en
la familia un elemento deprimente, instigador de debilidades y anulador
de la energía y de la dignidad del hombre. Vivir a la defensiva y
representar es todo su plan.
Cierto que las demás mujeres europeas no tienen un sentimiento
religioso exaltado ni un gran romanticismo; pero con mayor sensualidad
que las españolas y en un ambiente no tan crudo como el nuestro, pueden
llegar a vivir con una sombra de ilusión, disfrazando sus instintos y
dándoles apariencia de algo poético y puro.
María no participaba de estas ideas acerca de las mujeres; por el
contrario, y con relación a ella, tenía fe en su vida y creía que no
podía ser estéril y obscura, sino fértil y luminosa.
En aquel medio familiar, sobre todo entre las personas de alguna edad,
María disonaba y experimentaba claramente la impresión de su desacuerdo
con los demás. Todo lo que a los otros les parecía vituperable, ella lo
encontraba digno de elogio, y al revés.
Luego veía siempre el entusiasmo por lo más vulgar, lo más pesado y
estúpido, y el odio por la idea graciosa o el sentimiento un poco
sincero.
La gracia amable sonaba allí como una chocarrería o una impertinencia,
y si por casualidad brotaba alguna vez, todos, con apresuramiento,
tíos, tías, primos y demás parientes y amigos, se esforzaban en
enterrarla a fuerza de paletadas de vulgaridad y de sentido común.
La más simpática de los parientes era la tía Belén, hermana de la madre
de María, casada con un empleado de Hacienda. Era esta señora buenaza
y amable, sin gran talento ni comprensión, pero con un fondo de buena
voluntad para todo. La cuñada de Belén, en cambio, la tía Carolina, era
un basilisco. A mala intención no le ganaba nadie. Solterona, flaca,
seca, de color cetrino, tenía la actitud fiera y el gesto desdeñoso.
Su alma era también seca como un cardo; no había en ella la más ligera
benevolencia para nada ni para nadie; con todos se sentía implacable;
odiaba a su hermano, a su cuñada, a sus sobrinos; inventaba desdenes
u ofensas por el gusto de insultar y de mortificar. En la Zoología
andaba, seguramente, cerca del ofidio. No le faltaba mas que el
cascabel para pertenecer a la cofradía de las apreciables serpientes de
este nombre.
Se decía que, enamorada de un hombre, su amor no correspondido le había
agriado el carácter; pero esto era imposible de creer, porque aquella
dama había sido agria desde el nacimiento.
La suposición de que la tía Carolina hubiese estado enamorada, sólo la
podían hacer esas gentes que confunden el amor con las inflamaciones
del hígado.
María, desde el primer momento, comprendió que su tía Carolina
embestía, y la trató como a un toro furioso, y le daba cada capotazo
que la desconcertaba.
Con sus primas, María llegó a simpatizar. Al principio creyó en
su bondad y en su afecto, pero vió pronto lo superficial de sus
ofrecimientos y protestas de amistad. En el fondo, las hijas de la tía
Belén no la querían. Verdad es que odiaban a todas las mujeres. Decían
de ella: «Sí; María es muy lista, muy elegante, no se puede negar; pero
¡tiene unas ideas tan raras!» Y en esto había ya como un intento de
exclusión para su pequeña vida social.
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