Incesto: novela original - 9

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La voz animosa, vibrante, del desterrado que vuelve...
Mercedes dejó caer la cortina y se dirigió hacia Roberto, que la
esperaba sentado en el diván. La joven, poseída súbitamente de
inexplicable emoción, dejóse caer a su lado, sollozando.
--¡Oh, qué notas tan tristes!--dijo--; ¡cuánto daño me hace esa
música!...
Aquella música, que recordaba haber oído cuando niña, despertó en su
alma una turbulenta marejada de recuerdos: evocó sus primeras
sensaciones, la casa donde nació, con sus habitaciones desamuebladas,
tan tristes, tan pobres, y sus ventanas sin visillos, desde las cuales
se oteaban vastos solares nevados, extendiéndose en suaves ondulaciones
bajo un cielo de invierno; y vió a Mme. Relder, alta, engabanada,
llegando siempre a la misma hora, y dejando tras sí un fuerte olor a
violetas... Y experimentó de nuevo les emociones musicales de aquel
lejano entonces, los valses libertinos de Waldteufel que han rimado el
loco regocijo de tantas bacanales carnavalescas; las melodías de
Donizetti y de Verdi, los dos grandes hechiceros que aprisionaron en el
pentagrama el espíritu doliente, supersticioso y quimérico del pueblo
latino; y los nocturnos de Chopín, vagos, soñolientos, compendiando las
armonías y los misterios del crepúsculo.
Roberto peroraba enardecido, soliviantando los nervios de la muy
Deseada.
--Te necesito--murmuraba--, necesito de tu cuerpo para seguir
viviendo... Calma, vida mía, con tus caricias, el incendio que tu
belleza puso en mi sangre; dulcifica, con la miel de tus labios, el
mortal amargor de los míos... Ven; no te defiendas, ven... ¡que te
deseo!... Ven, ¡tengo sed de ti!...
Pero ella no le oía; soñaba... Aquello era la repetición exacta de lo
que los libros de su padre la enseñaron; Roberto era el hombre, el amor
mismo, que pide y suplica y se arrastra, ofreciendo cuanto tiene por
alcanzar de la mujer amada el supremo bien; Roberto no mentía; su pasión
relampagueaba en sus ojos, se estremecía febril en sus manos, tremolaba
en su voz; Roberto era el bien amado por quien ella suspiró tanto
tiempo, el hombre desdibujado y anodino con quien bailaba
inconscientemente cuando niña escuchando los valses de Waldteufel, el
galán que suspiraba con Donizetti y con Verdi, el amador misterioso
entre cuyos brazos se adormecía escuchando los voluptuosos nocturnos de
Chopín, cargados de sombras crepusculares... Y era también el actor que
vió en el teatro rindiendo la virtuosa altivez de tantas mujeres, y que
en aquel supremo instante representaba en honor suyo cuanto ella había
leído y deseado; el amante irresistible que arrastró a Eva y a Matilde
por la pendiente de la tentación, y que Gómez-Urquijo, el prodigioso
novelador de los amores sensuales, la enseñó a querer...
Roberto Alcalá continuaba hablando con creciente arrebato.
--Los años pasan, Mercedes de mi alma, la juventud no vuelve... No
consientas que tu pasión exclame: «Basta»... cuando la mía repite
«¡Siempre, siempre!»... Yo quiero ser feliz... ¡Ayúdame tú!...
¡Quiero ser feliz!... Aquel grito, aquel amor a la vida sugerido por el
horror que inspira la muerte, es el grito eterno de la humanidad
renegando de la fatídica maldición que la condena a encanecer y
sucumbir, el mismo sentimiento que Mercedes había invocado algunos meses
antes, discutiendo con su padre, cuando éste quería negarle su derecho a
ser dichosa.
--Yo también quiero ser feliz--exclamó la joven--, vivir consagrada a
ti, morir amándote... es la pesadilla ineluctable de todas mis horas...
--Cede, pues... ven...
--No... nunca.
--Me lo prometiste.
--Lo sé, pero... estaba loca... ignoro lo que dije... ¡Déjame!...
--Luego--repuso el actor con voz agonizante--; espera aún...
Y otra vez reanudó su discurso, esa peroración tierna, ardiente,
argumento único de eterno poema de todos los amores. De nuevo sintió
Mercedes que las fuerzas la abandonaban: Roberto era el galán invencible
de todos los dramas, el seductor irresistible de todas las novelas; el
iniciador...
--Yo pagaré con pródiga largueza tus favores--murmuró el
actor--enloqueciéndote sobre mi pecho al revelarte el hito de las
voluptuosidades supremas... Ven... ¿Para qué resistes si al fin has de
pertenecerme?...
Una voz varonil cantaba desde el escenario:
Tú mañana serás mía,
tú serás mi eterno amor...
Aquello era una conflagración irresistible de tentaciones; la virtud de
Mercedes agonizaba; Roberto seguía hablando, acariciándola, besándola
los párpados, la nuca... El ambiente del antepalco llegó a ser
sofocante, la joven se ahogaba... El actor la cogió por las muñecas...
En aquel momento resonó en el salón una tempestad atronadora de
aplausos, y por los pasillos del teatro voces y pasos de gentes que
salían en tropel. Había terminado el primer acto. Mercedes, vuelta a la
realidad bruscamente, se levantó.
--Vámonos--dijo--, vámonos en seguida, corre... mi madre está
esperándome.
--Aguarda.
--No... ¡imposible!... ¡Tú quieres perderme!...
Corrió hacia la puerta, pero el actor, viendo el inminente fracaso de
sus planes, la cerró el paso.
--No te dejo salir--dijo--, porque si tú sales... no vuelves.
--Sí, vuelvo... te lo prometo, te lo juro.
--No, no vuelves... y entonces te he perdido para siempre.
Mercedes rompió a llorar, desesperada de ser tan débil. Luego dirigióse
hacia la parte anterior del palco, levantó los cortinajes y miró: gran
parte del público había salido dejando grandes hileras de asientos
vacíos; doña Balbina no estaba... La joven se volvió hacia Roberto
mirándole con ojos que lucían con el siniestro fulgor de las
desesperaciones infinitas.
--Se ha marchado--dijo.
--¿Qué te importa nadie?--repuso Alcalá--; piensa en mí, en mí solo; yo
debo ser tu amor y tu rey...
Ella avanzó hacia la puerta, él la sujetó por los brazos y empezaron a
forcejear.
--Cobarde, cobarde--repetía la Deseada--, abusas de mí...
Luchando, cayeron sentados sobre el diván, y Roberto, que no había
perdido ni un momento su sangre fría, empezó otra vez a hablar con nuevo
ardimiento y ternura. Ella le escuchaba jadeando, casi vencida, pensando
en que las heroínas novelescas no suelen resistirse tanto...
Paulatinamente, aquel ruido de pasos que iban y venían por los pasillos
del teatro fue disminuyendo, conforme aumentaba en el salón la bullente
batahola de conversaciones y de gritos; las puertecillas de algunos
palcos fueron cerradas violentamente; los espectadores se apresuraban a
recobrar sus localidades: el segundo acto iba a empezar.
--El daño ya está hecho y es irreparable--decía Roberto--: hazte cuenta
de que rompiste para siempre con el mundo y que me perteneces.
--¡Oh, esto es horrible!...
--No tanto como supones.
--¡Sí, es espantoso!... Pobre madre; ahora, creyéndome perdida, estará
llorando por mí... ¡Madre mía, madre mía!...
--¡Ah!... Compadeces sin razón a tu madre y no te apiadas de mí, que
sufro tanto.
--Ella es vieja... una pobre vieja que todo lo esperaba de mí...
--Y tú una ilusa, que sacrificas al yerto pasado de tu madre el
brillante porvenir de tu juventud...
El teatro, de repente, había quedado silencioso: la representación
continuaba. Roberto siguió hablando, ora ponderando briosamente sus
anhelos de ser dichoso, ora discurriendo melancólicamente acerca de lo
irremediable, de lo que no vuelve...
--Quiéreme, Mercedes--repetía--, quiéreme que la vida es corta...
--¿Y después?
--¿Después?... ¡Siempre igual!... Los dos unidos... tú, viviendo para
mí... yo, para ti... en un abrazo eterno.
Ella había reclinado su cabeza en el hombro de Alcalá, recibiendo sobre
sus rojos labios entreabiertos los besos del actor...
--Quiéreme, amada mía, ya que atravesamos la edad de los ensueños y del
amor, de todo eso tan exquisito y que huyo tan prestamente...
Hasta ellos llegaba la voz clara, fresca, vibrante, magnética, del
tenor, que cantaba:
¡Adonde vais huyendo
las ilusiones!...
Roberto y Mercedes se miraron con ansia infinita, comprendiéndose,
sintiendo que sus almas acababan de besarse enajenadas por el mismo
encanto musical. Aquél era el grito eterno, desgarrador, de la juventud
que se despide. La muy Deseada entornó sus párpados... El tenor cantaba
con voz doliente como un sollozo:
A beber, a beber, a hogar
el grito del dolor...
Y el coro respondía briosamente:
A beber, a beber, a apurar
la copa del licor...
En todo aquello había amores, celos, esperanzas marchitas, despecho,
lágrimas, algo eléctrico que flagelaba la espalda, produciendo una
sensación de frío en la raíz de los cabellos...
--Ven, ven--murmuraba Roberto--, soy yo quien te llama...
Mercedes languidecía abandonándose entre los brazos del actor, todo se
confabulaba en contra suya: la música, la atmósfera asfixiante del
antepalco, el papel rojo que cubría las paredes, la blandura de aquel
diván provocador de tantos obscuros vencimientos... La joven no hallaba
ninguna razón firme a que asirse; los libros la enseñaron a ser frágil;
Roberto consumaba el incesto monstruoso que comenzó Gómez-Urquijo...
--¡No puedo más!--murmuró--. ¡No puedo más!...
El público palmoteaba electrizado, pidiendo la repetición de la última
escena.
--Ven, ven...--repitió Roberto.
En la oquedad del salón silencioso volvió a resonar la voz del tenor,
lanzando aquel grito enervante, desgarrador, de la juventud que se
despide:
¡Adónde váis huyendo
las ilusiones...!
* * * * *
Y fué...


V

Aquella noche Mercedes la pasó delirando: su frente y sus manos ardían,
tenía los labios secos y los ojos abrillantados por la fiebre; poseída
de una terrible exaltación nerviosa, se revolcaba sobre el lecho
destapándose, buscando la frescura de las sábanas, barbotando un
monólogo disparatado que revelaba el incoherente trajín de su cerebro.
--Palco... esa puerta... déjame... ¡Oh, qué ruído, qué calor, cuánta
gente!... ¡Me ahogo, me ahogo... abrir la puerta!...
Doña Balbina, sentada en un sillón, junto al lecho, la escuchaba sin
responder, para no aumentar su exitación, según Gómez-Urquijo la había
aconsejado. Luego, merced a unos pediluvios de agua hirviendo, la
enferma se recobró mucho, dejó de hablar, y momentos después dormía
tranquilamente. A la mañana siguiente despertó bien, extrañando que la
hubiesen oído soñar en voz alta.
Los días desfilaban uniformes, tediosos, borrando los unos el desabrido
recuerdo que dejaron los otros, trayendo idénticas desdibujadas
emociones; largos, soporíferos, como modulaciones de un mismo bostezo...
Balbina Nobos nada llegó a saber de lo ocurrido en la Zarzuela, el
delirio de Mercedes lo achacó el médico a un enfriamiento, y aquel
incidente, como tantos otros, fué olvidándose. Todas las mañanas
Mercedes iba con su madre al Conservatorio y por las tardes recibía a
Carmen Vallejo, quien siempre era portadora de una carta de Roberto;
cartas apasionadísimas, desesperadas, terribles, que quemaban los dedos.
Pasaron quince días.
La tarde de un sábado, víspera de Carnaval, doña Balbina se hallaba en
el comedor, cosiendo junto a la ventana, aprovechando las postreras
claridades del crepúsculo; Mercedes estaba en el despacho copiando una
lección de música; Gómez-Urquijo y Felipa habían salido; un reposo
triste pesaba sobre las habitaciones silenciosas, con sus muebles
obscuros y sus puertas cubiertas por cortinajes inmóviles; la lluvia
porraceaba sobre los cristales, y en el cañón de las chimeneas el viento
gemía con estentóreos lamentos y agudos ronquidos de gigante moribundo.
De pronto la casa retembló sacudida por un violento portazo. Balbina
Nobos levantó la cabeza y escuchó... La lluvia, impulsada por el viento,
repiqueteaba furiosa sobre los cristales; el reloj del comedor proseguía
impasible, tic-tac, tic-tac...
--No será aquí--pensó; y siguió cosiendo.
Luego, por efecto de una misteriosa concatenación de ideas, recordó los
amores de Mercedes, sus tristezas, el anónimo que una mano desconocida
escribió prometiendo revelarla secretos gravísimos... y de nuevo volvió
a preocuparla aquel portazo que continuaba resonando dentro de su
cráneo. Alarmada repentinamente, se levantó y fue al despacho: Mercedes
no estaba allí: sobre la mesa y por el suelo, como arrojados en un
acceso de coraje, yacían varios papeles de música; la anciana
inspeccionó el dormitorio de la joven y recorrió todas las habitaciones
repitiendo angustiada: «¡Niña, niña!»... Y volvió a encontrarse en el
recibimiento, delante de aquella puerta que tan violentamente habían
cerrado momentos antes.
--No está...--murmuró Balbina.
Su tímido corazón se resistía a admitir la posibilidad de una gran
desgracia: su hija volvería...
--Habrá ido a casa de Carmen...
Aquello fué para ella un rayo confortable de esperanza, y admitió
complacida lo mismo que en otra ocasión la hubiese disgustado.
--Pero, ¿cómo no me lo habrá dicho?...--agregó.
Permanecía inmóvil en medio del recibimiento, temblando ante el pavoroso
misterio de aquella puerta cerrada. Era inconcebible que Mercedes
hubiera salido exponiéndose a que Gómez-Urquijo la sorprendiera; por la
memoria de Balbina Nobos pasaron revueltos nombres de personas y
recuerdos de episodios ya olvidados: Roberto Alcalá, la representación
de _Marina_ y las palabras incoherentes que Mercedes pronunció durante
su delirio... «Palco, déjame, esa puerta...»
De repente la anciana sintió frío, frío de cuartana y miedo de hallarse
sola en aquella casa, con sus muebles obscuros y sus puertas adornadas
por severos cortinajes inmóviles; miedo de la lluvia que repiqueteaba en
los cristales y de aquel viento gemebundo que aullaba en las chimeneas
con estertores agónicos, y de aquel viejo reloj que marcó la hora de su
casamiento treinta y dos años antes y que había devorado su vida...
Balbina Nobos volvió al comedor, sentóse junto a la ventana y esperó. La
noche había cerrado completamente; en el hogar de la cocina el carbón
crujía lanzando chispas que derramaban sobre las bruñidas cacerolas
fugaces reflejos sangrientos...
Pasó más de una hora. Felipa no venía, Mercedes tampoco. ¿Qué
significaba aquello?...
De repente, el timbre de la puerta vibró.
--¡Ahí está!...--exclamó Balbina Nobos, pensando en su hija y corriendo
hacía el recibimiento--: ¡Ahí está; es ella!...
Abrió. Era Gómez-Urquijo.
--¿Vienes solo?...--dijo.
Había tantas lágrimas en sus ojos y tanta emoción en su voz, que don
Pedro experimentó el vago presentimiento de algo terrible.
--Sí, solo...--repuso--: pues, ¿a quién esperas? ¿Y Mercedes?
--No está--murmuró la anciana desfalleciendo.
--¡No está!...--repitió don Pedro, pálido.
--No; ha salido.
--¡Ha salido!...
--Sí...
--¿Dónde?
--No sé.
--¡Es raro!...
--Sí... sí... en efecto...
Y agregó, temiendo que el anciano se enfureciese:
--Pero... volverá pronto... habrá ido a casa de Carmen...
Callaron, temblando bajo la repentina intuición de una desgracia.
--¡¡Mentira!!--gritó de pronto don Pedro--: tú nada sabes... ella nada
te ha dicho, ¡no mientas!...
La había cogido por las muñecas arrastrándola hacia el salón.
--¿Dónde estabas tú?--repetía--: ¿cómo ha salido Mercedes de aquí?...
¡Habla! ¡Imbécil, imbécil!...
Tenía la convicción inquebrantable de que Mercedes se había fugado, y
ante aquel mazazo brutal que sobre su vejez descargaba la fatalidad, su
rostro adquirió la expresión angustiosa, horrible de esos colosos de
piedra condenados, por caprichos del arquitecto, a soportar sobre sus
frentes un peso enorme.
Balbina Nobos lo refirió todo: ella estaba en el comedor, cosiendo; de
pronto oyó un portazo que parecía haber resonado en el piso inferior;
luego se levantó y registró la casa sin hallar a Mercedes. No sabía
más...
--Pero... ¿a qué viene eso?...--exclamó--, crees que nuestra hija...
--¡Sí, sí... lo creo... lo creo!...
--¡¡Pedro!!
--Creo que nuestra hija se ha ido... ¡para siempre!...
Ella dió un grito.
Gómez-Urquijo corrió hacia el recibimiento, enloquecido, queriendo salir
a la calle para pedir socorro... Pero se detuvo.
--¿Cuánto tiempo hace de eso?--preguntó.
--¡Oh, bastante... más de una hora!...
--¡Una hora!...
Volvió a la sala retorciéndose los brazos, mesándose el cabello,
maldiciendo de sí mismo. Después avanzó sobre su mujer con el puño
levantado, poseído de salvaje frenesí, abofeteándola con aquella misma
mano que trabajó para alimentarla y vestirla durante tantos años.
--¡Imbécil, imbécil!--repetía.
Luego, anonadado por la catástrofe que destruía de golpe la mejor
ilusión de su vida, sintió que aquel bárbaro coraje se revolvía contra
sí mismo.
--¡Oh ambición... quimera torturadora de mi alma!... ¡Gloria maldita que
convertiste mi existencia en delirio inacabable de triunfos efímeros y
de pesadumbres sin cuento!... Tú me arrebataste todo: juventud,
descanso, porvenir, familia... ¡Todo lo di por ti, que eres humo; todo
por nada!...
Balbina Nobos le oía, llorando hilo a hilo: las lágrimas son el
lenguaje favorito de las mujeres sencillas que no saben hablar y sienten
mucho. Gómez-Urquijo siguió perorando: el desdichado se reconocía autor
principal de aquella gran tragedia; él había corrompido, a su hija, él
poseyó su alma, y aquel incesto abominable lo continuaba otro hombre...
--¡Yo fuí, yo fuí!--repetía.
Inconscientemente los dos ancianos, movidos por el deseo de ver el
último sitio donde Mercedes estuvo, penetraron en el despacho. Buscaban
un rayo de luz que los orientase; acaso un consuelo... Sobre la mesa, y
como fruto nefando de todo cuanto en ella se escribió, había una carta.
Doña Balbina lanzó un grito. Gómez-Urquijo rasgó el sobre y acercándose
a la ventana vió unos renglones horribles que compendiaban toda la
filosofía de sus libros.
«Querido padre...»
Hubo una pausa. La carta iba dirigida a su verdadero autor.
--Yo no puedo leer--murmuró el anciano cuyos cabellos parecían más
blancos--: me ahogo; lee tú...
Y doña Balbina, más curiosa, leyó:
«Querido padre: Causas de las cuales no es usted responsable, me obligan
a separarme de su lado. Perdone usted el daño que le causo y procure
olvidarme. Yo le dejo a usted como usted abandonó a mis abuelos; es una
ley cruel contra la que es inútil rebelarse. La vida, usted lo ha dicho,
es una novela que se escribe; permítame usted, por tanto, redactar la
mía. Quiero aprovechar las ilusiones, la juventud, todo eso tan hermoso
que no vuelve; ¡quiero ser feliz, padre mío...! Dele usted un beso a mi
madre. Adiós...»
Barcelona.--Abril, 1900.
FIN
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