Incesto: novela original - 8

Total number of words is 4319
Total number of unique words is 1661
31.3 of words are in the 2000 most common words
43.4 of words are in the 5000 most common words
49.5 of words are in the 8000 most common words
Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
--¡Imposible!... Una palabra odiosa que los verdaderos amantes han
borrado con sus locuras del santo diccionario de las pasiones...
Mercedes le miraba absorta con los ojos muy abiertos, atraída por ese
abismo en cuyo fondo los gnomos de la tentación cantan con voces
irresistibles de sirena. De pronto se rehizo.
--¡Nunca, eso... no sucederá jamás!... Todo me lo prohibe: mi deber, mi
decoro, mi apellido... ¡ah, no puedo mancillar tan infamemente el
apellido de mi padre!...
Roberto Alcalá repuso con su voz suave, aquella voz fascinadora que tan
hábilmente sabía modular en los grandes momentos dramáticos.
--¿No es cierto que me quieres?...
--¡Sí; te quiero más que a nadie!...
--Ése es tu error... Te quieres a ti misma más que a mí, pues me
sacrificas cruelmente a tu deseo y a tu deber... Dos conceptos que
tiranizan tu espíritu, que son tus verdaderos amantes, los verdaderos
señores de tu albedrío... Ellos gobiernan tu alma y tu cuerpo; a mí sólo
me otorgas lo que ellos permiten que me des... Y es necesario que entre
nosotros ocurra algo irremediable... que nos una para siempre a despecho
de los hombres y de la ley.
--No quiero... no quiero oír... ¡Me vuelves loca!
Hablaron mucho, dirimiendo la eterna cuestión hacia donde convergen las
ilusiones y los deseos de todos los amantes: Roberto razonaba
pausadamente, luciendo la serena confianza de los fuertes; Mercedes
respondía con monosílabos, pensando que su vencimiento era algo
inevitable, que tarde o temprano había de llegar.
--¿Por qué los hombres--murmuró--sólo pueden querer así?...
--Porque el amor que no desea es pasión incompleta y deforme: es
amistad, es simpatía... ¡todo!... menos verdadero amor. ¡Desconfía de
los cariños que el crimen asusta!
De repente se levantó; en el reloj de la Universidad acababan de sonar
las cinco y media.
--¡Qué horror!--exclamó--; me voy.
--No, no te vayas aún... espera...
--Imposible, necesito llegar a mi casa antes que mi madre.
El actor se había puesto en pie, abriendo los brazos, y la joven se
precipitó en ellos.
--Adiós, Roberto, adiós... no me olvides...
Él la besaba enternecido; ella, vencida por su pasión y la triste
solemnidad de aquella despedida, le besaba también.
--Adiós--dijo--, escríbeme, consuélame asegurándome que esta entrevista
no será la última.
--¿Y te marchas así, sin prometerme lo que tanto deseo?...
Ella procuró desasirse; él la retenía por un brazo: así, forcejeando,
llegaron a la puerta. Allí volvió a estrecharla contra su pecho
apasionado, besándola en la nuca, detrás de las orejas, sobre los
párpados... Mercedes desfallecía.
--¡Oh, déjame!
--¿Consientes?
--No puede ser.
--¿Nunca?...
--¡No!... ¡Jamás!...
--¿Por qué?...
--Porque... ¡Quién sabe! No hay ocasión.
Lo dijo irreflexivamente, por no disgustarle con una negativa rotunda.
--No importa--repuso el actor--; yo la buscaré. Ahora habla... Mercedes,
¿es cierto lo que dices?... ¿No me engañas?
Sus ojos relampagueaban de felicidad, y el deseo, ese deseo todopoderoso
que amasó con carne humana las entrañas del globo, agitaba sus labios
convulsivamente. La muy Deseada, temblando de miedo, huyó del salón, y
Roberto, que la tenía sujeta por un brazo, la siguió casi a rastra. En
la calle se despidieron.
--Vete tranquila--dijo Alcalá--; pronto nos veremos; yo inventaré un
medio... no sé cuál... ¡uno!... Adiós.
--Adiós, sí... no me olvides.
Permanecieron algunos instantes perplejos, mirándose a los ojos,
oprimiéndose mutuamente las manos, hasta lastimarse. Luego se separaron,
de golpe, para abreviar la duración de aquel martirio.
--Acuérdate de mí, de lo que me has prometido...--murmuró Roberto.
--Sí, sí... adiós...
Y se fué satisfecha de dejarle contento, pero segura de que la terrible
ocasión en que el actor pudiese reclamarla el cumplimiento de lo
prometido, no llegaría nunca.
Poco después de volver Mercedes a su casa, llegó doña Balbina; parecía
muy fatigada y muy triste, y aquella noche la joven oyó que su madre se
levantaba varias veces, con propósitos, sin duda, de sorprenderla
hablando con Roberto por la mirilla de la escalera. Era, pues, indudable
que Balbina Nobos, a pesar del chasco sufrido en la iglesia de Antón
Martín, continuaba creyendo en la verdad del anónimo.
Paulatinamente el recuerdo de aquel incidente fue borrándose; doña
Balbina se convencía de que la autora de la terrible carta acusatoria se
equivocó o mintió al escribirla, y la dulce tranquilidad de los
caracteres pacíficos reapareció en sus ojos. Los días se deslizaban sin
emociones: días monótonos, tediosos, desdibujados, que huían sin dejar
recuerdos. Mercedes iba por las mañanas al Conservatorio, algunas tardes
recibía la visita de Nicasia y de Carmen Vallejo, y las cartas que, por
mediación de sus primas, la enviaba Roberto; y aunque su existencia no
había variado, parecía más alegre que antes, más resignada con su
suerte, cual si presintiese la curación inminente de todos sus pesares.
Roberto, entre tanto, la escribía asiduamente, procurando que en
Mercedes la ausencia no resfriase el fuego del amor. Algunas de sus
cartas eran muy concisas, como para obligarla a desear en aquel
estudiado laconismo la llegada de otras mayores y más dulces; a veces
pulsaba la cuerda apasionada de los juramentos, bordando un porvenir de
placeres sin guarismo: él se retiraría del teatro para estar más libre y
andarían siempre juntos viviendo, a despecho del matrimonio, la
existencia incongruente y desigual de los amancebados; otras pulsaba el
plectro voluptuoso de los recuerdos, hablándola de su pasado, de sus ya
lejanas alegrías, de sus riñas olvidadas con besos, de sus paseos
nocturnos a través de Madrid; el bullicioso Madrid de las siete de la
tarde, con sus esquinas invadidas por obrerillas y estudiantes
enamorados que se saludan... Y siempre concluía recomendando que no le
olvidase y tuviera la seguridad de que habían de unirse muy pronto.
Una tarde llegó Carmen Vallejo a casa de Mercedes más temprano que de
costumbre; llevaba el semblante risueño y en los ojos la expresión
zaragatera y feliz de quien es portador de buenas noticias. Balbina
Nobos salió a recibirla, y Carmen la saludó y besuqueó con inusitado
apasionamiento.
--Doña Balbina--dijo la joven--, vengo en representación de mi madre y
de Nicasia, a solicitar de usted un favor.
--¿De mí?--repuso la anciana; y su rostro revelaba la admiración del que
jamás se creyó investido de potestad alguna.
--Sí, señora, de usted...
--Usted dirá.
--Que deje usted ir a Mercedes al teatro mañana, domingo, por la tarde.
Doña Balbina palideció, luego sus mejillas se colorearon fuertemente,
acusando esa terrible lucha interior que experimentan los débiles
constreñidos a responder negativamente a lo que de ellos se solicita.
--Eso es imposible--repuso bajando los ojos--, usted lo sabe: ni Pedro
ni yo queremos que Mercedes vaya sola a ninguna parte...
Carmen Vallejo la interrumpió:
--¡Pero si no saldría sola... vendría usted con ella!...
--¡Oh, eso ya es diferente!
--Vamos mi madre, Nicasia, usted, Mercedes y yo...
--Siendo así, no hay inconveniente... Mercedes decidirá.
La joven, que vislumbró en todo aquello la mano de Roberto, aceptó la
idea con entusiasmo.
--¿A qué teatro iremos?--preguntó.
--A la Zarzuela. Representan _Marina_. Las entradas las ha regalada
Mariano Cortés. ¿Le conoces?...
--No.
--Un muchacho periodista, amigo nuestro. Nos dió cinco billetes,
sobraban dos y nos acordamos de ustedes...
Hablaba de prisa, con la volubilidad de quien se halla bajo el influjo
de una gran emoción.
--¿No te sientas?--preguntó Mercedes.
--No, vuelvo a casa, tengo mucho que estudiar y que coser... ya ves lo
que traigo; el vestidillo de todos los días... Vaya, abur.
Balbina Nobos, muy ufana del satisfactorio desenlace de aquel incidente,
sonreía esforzándose en borrar el disgusto que su anterior negativa
hubiese causado a la joven.
--Usted dispensará--decía--; pero como Pedro es así... tiene un
carácter... Yo deploro...
--Calle usted, doña Balbina, lo que usted dice está muy en razón. Todas
las madres, en el lugar de usted, harían otro tanto...
Mercedes y su madre acompañaron a Carmen hasta el recibimiento.
--La función--dijo la joven--empieza a las cuatro y media: nosotras
vendremos por ustedes a las cuatro.
--¿Aquí?--preguntó Mercedes.
--Aquí o en otro sitio.
--Mi hija dice bien--repuso la anciana--; preferible sería que nos
citásemos en la calle... Pedro, ¿comprende usted?... es así, tan
caprichoso... Lo más insignificante le incomoda...
Y añadió:
--Si supiese que habíamos ido al teatro solas y a entrada general...
¡nos mataba!
--Entonces--dijo Carmen--nos reuniremos a las cuatro en punto, en el
Pasaje del Comercio, que es lugar poco transitado.
--Bien.
--Y si algo imprevisto las impidiese a ustedes salir, tengan la
precaución de avisarnos.
Ya de acuerdo, se separaron. Cuando Mercedes y su madre volvieron al
gabinete, doña Balbina exclamó:
--Creo haber hecho bien admitiendo la invitación de Carmen; realmente,
no había motivo para rechazarla... Sin embargo, temo decírselo a tu
padre; como ha sucedido lo que ya sabemos... ¿qué opinas tú?
--Que no debe usted decirle nada--repuso Mercedes resueltamente--; papá
es muy raro; según el estado de sus nervios, el proyecto puede gustarle
o enfurecerle, y encuentro humillante y ridículo renunciar a una tarde
agradable por obedecer un capricho estúpido. ¿Es censurable lo que vamos
a hacer?... No: pues obremos con arreglo a lo que, según nuestro
criterio, es legal y discreto.
--Bueno, bueno--contestó la anciana pensativa--, no diremos nada...
Sin embargo, su carácter refractario al disimulo, débil y acostumbrado a
obedecer durante treinta años de matrimonio, no podía aceptar la
responsabilidad de ninguna determinación: lo desconocido la infundía
horror: temía que hubiese fuego en el teatro, o que un coche la
atropellara al salir del espectáculo, o que ocurriese cualquier otro
desdichado accidente por el cual don Pedro averiguase que ella se
propasó a hacer algo sin pedirle antes opinión y consejo. Esto le
parecía imperdonable y, conforme el tiempo pasaba, más crueles eran las
mordeduras de su conciencia y más apremiante su necesidad de confesarle
a Gómez-Urquijo cuanto tenía pensado y dispuesto. Durante la cena doña
Balbina, aunque con gran trabajo pudo reprimirse: Mercedes la observaba
con inquietud y ella evitaba sus miradas, comprendiendo que su delito
era tanto mayor cuanto más tardase en descubrirlo. Después de comer,
Mercedes se retiró a su habitación y Gómez-Urquijo y doña Balbina al
despacho. Don Pedro leyó algunos periódicos y luego se puso a escribir;
la anciana le atisbaba desde un rincón, no sabiendo cómo componérselas
para echar fuera de una vez lo que tan indigestado traía. De pronto se
atrevió:
--Tengo sueño--dijo--; voy a dormir... Hasta mañana...
--Adiós--repuso don Pedro sin levantar los ojos.
Al llegar a la puerta, Balbina Nobos se detuvo y volvió sobre sus pasos,
exclamando con aire ingenuo:
--¡Ah, ya olvidaba lo que más presente tenía!... ¿Sabes, Pedro, que
mañana por la tarde Merceditas y yo iremos a la Zarzuela?... Nos han
invitado.
Gómez-Urquijo irguió su poderosa cabeza y miró a la anciana con ojos
penetrantes. El recuerdo de Roberto Alcalá había pasado como un
relámpago por su frente.
--¿Quién?--dijo.
Balbina Nobos comprendió que si no disfrazaba la verdad don Pedro no la
concedería el permiso deseado, y replicó suavemente:
--Me ha invitado doña Inés, la madre de Carmen Vallejo. Hoy, cuando salí
a comprar unas trencillas que necesitaba, la encontré. Estuvimos
charlando tonterías, me dió muchos recuerdos para ti y me dijo que la
habían regalado cinco billetes para la Zarzuela... que si quería ir.
Creo que representan _Marina_. Su invitación fue tan espontánea que la
acepté.
--¿Quiénes van?
--Ella y sus dos hijas, Mercedes y yo.
--No me gusta esa familia.
--A mí tampoco... Mas como sólo se trata de ir al teatro... ¿Qué te
parece?...
--Bueno--repuso don Pedro--, que vayas...--Y siguió escribiendo,
arrastrado por el vértigo de su concepción, facilitando con sus
distracciones de artista los designios fatales del Destino.
Al día siguiente, domingo, a las cuatro de la tarde, Mercedes y su madre
llegaron al Pasaje del Comercio casi al mismo tiempo que doña Inés y
sus hijas.
--Por mi gusto--dijo Nicasia--ya estaríamos zancajeando por las calles
desde hace una hora, pero, imposible... Mi madre, a pesar de sus años,
tarda en emperejilarse más que una coqueta.
Doña Inés sonreía: era una mujer de mediana estatura, muy gruesa, con
ojos azules que debieron de ser hermosos y que ogaño miraban
trabajosamente bajo sus párpados caídos, y un semblante fofo, marchitado
por el hastío. Después, las cinco mujeres echaron a andar, bajando la
cuesta de la calle Montera: las dos ancianas iban detrás; delante
caminaban las hermanas Vallejo, llevando en medio a Mercedes.
--¿Qué te parece esto?--preguntó Carmen en voz muy baja.
--Hasta ahora--repuso Mercedes--me parece bien, pero no lo comprendo.
--Más te gustará cuando lo entiendas.
--¿Y Roberto?
--Esperándonos.
--¿Dónde?
--En la Zarzuela. Él, que según la inventiva que va despuntando parece
un escritor de novelones por entregas, es único autor de este enredijo,
del cual Nicasia y yo somos simples ejecutoras...
Nicasia reía a carcajadas; su hermana la ordenó severamente que bajase
la voz.
--No seas estúpida--dijo--, la menor indiscreción puede echar por tierra
todas nuestras cábalas.
Y añadió dirigiéndose a Mercedes:
--Mi primo, que no ese Mariano Cortés de que antes hablé, es quien me ha
dado los billetes para la función de esta tarde. De las cinco entradas,
¡fíjate bien!... tres son de anfiteatro principal y dos de anfiteatro
platea. No se lo he dicho a doña Balbina por no alarmarla... El plan de
mi primo se reduce a que nuestras madres y una de nosotras ocupen los
asientos de anfiteatro principal, y tú y yo, verbigracia, los de platea.
De este modo, durante los entreactos, las cinco estaremos reunidas, pero
en cuanto empiece la representación, como ellas no pueden vernos, yo me
quedo en mi localidad y tú y Roberto os vais a charlar por donde bien os
parezca; siempre que vuelvas a mi lado antes de que baje el telón, para
que el enredo no se descubra...
Mercedes se había quedado un poco triste.
--Todo eso es muy bonito--dijo--, pero el desenlace no es seguro; porque
si mi madre no quiere separarse de mí...
--Nada es inevitable, pero abrigo esperanzas muy verosímiles de no
equivocarme. Tu madre y la mía se entienden perfectamente y charlan, sin
aburrirse, de sus achaques y de «sus tiempos...» Además, yo demostraré
deseos de estar contigo, si advierto en ella alguna repugnancia
insistiré, suplicaré, y ya sabes que doña Balbina no sabe negar ningún
favor. Tengo también la evidencia de que mi madre, inocentemente, nos
ayudará; y, últimamente, si la tuya se obstina en perseguirte durante el
primer acto, puede cambiar de opinión al segundo o al tercero... Cuatro
mujeres pidiendo lo mismo, molestan mucho.
Cuando llegaron a la Zarzuela, ya las puertas del coliseo estaban
abiertas y por ellas iba entrando ese público numeroso, abigarrado y
vocinglero que acude a los teatros los domingos por la tarde. Las tres
jóvenes se detuvieron esperando a que sus madres se acercasen.
--¿Quién tiene los billetes?--preguntó doña Inés.
--Yo--repuso Carmen--: síganme ustedes...
Entraron abriéndose paso a través de la multitud. Al llegar al
vestíbulo, Carmen se detuvo.
--Advierto a ustedes--dijo--que nuestros asientos no están juntos: tres
son de anfiteatro principal y dos de anfiteatro platea.
Balbina Nobos no comprendía bien, presa del aturdimiento que acomete a
los espíritus tímidos cuando penetran en un sitio público. Carmen tuvo
que repetir el nombre y distribución de los asientos.
--¿Entonces, cómo vamos a repartirnos?--preguntó su madre.
--Muy fácilmente: usted, doña Balbina y Nicasia, por ejemplo, ocupan las
localidades de principal, y Mercedes y yo las de platea...
El público que seguía entrando, las empujaba de un lado a otro,
magullándolas, impidiéndolas hablar.
--¡Cuánto siento que estemos separadas!--dijo doña Balbina.
--Es cierto; pero en los entreactos nos reuniremos... Yo había
advertido este inconveniente, pero como los billetes son de favor, no
quise decirle nada al pobre muchacho que me los dió.
Y añadió, haciendo con la cabeza un ademán expresivo:
--Conque, ¿vamos?...
Todas la siguieron, sumergiéndose entre aquella multitud que subía por
las escaleras, oscilando, retorciéndose sobre sí misma en los peldaños,
como una enorme serpiente de carne humana, todos los espectadores
avanzaban empujándose, agarrándose unos a otros, sosteniéndose
mutuamente, hombro con hombro, pecho con espaldas, en virtud de un
equilibrio inexplicable. Los peldaños retemblaban bajo el peso de tantos
pies, el humo lanzado por los fumadores infestaba el ambiente, el calor
asfixiaba, excitando, y los hombres aprovechaban aquellas apreturas para
pellizcar a las mujeres: algunas se defendían gritando; otras se
abandonaban, arqueando las caderas, ofreciéndose espontáneamente al
voluptuoso martirio... Y era imponente el sentimiento magnético animador
de tantos cuerpos que se buscaban sin conocerse, estrujándose,
lastimándose, y que luego seguían direcciones diversas sin conservar de
aquellas fugitivas uniones ningún recuerdo. Mercedes acercó sus labios
al oído de Carmen Vallejo.
--¿Y Roberto?--preguntó.
--No sé, por ahí andará.
--Por más que miro, no le veo...
Cuando llegaron al anfiteatro principal, Carmen entregó a su madre los
tres billetes de sus asientos.
--Ahora--dijo--, Mercedes y yo vamos a platea.
Doña Balbina quiso detenerlas.
--Esperen ustedes, aún es temprano.
--No lo crea usted, han tocado el primer aviso.
Habían entrado en el anfiteatro y la joven se acercó a la delantera.
--¿Ve usted?--añadió--, los músicos ya ocupan sus sitios; esto empezará
en seguida. Ea, adiós...
Un acomodador se acercó exclamando:
--¡Tengan ustedes la bondad de dejar libre el paso!
Balbina Nobos comprendió que era preciso ceder: el director de orquesta
acababa de sentarse en su silla.
--Bueno--repuso--, que vuelvan ustedes en seguida...
--Sí, sí... hasta luego.
--¡Cuidado con salir del teatro!...
--Quede usted tranquila...
Carmen echó a correr, arrastrando a Mercedes que no había osado
desplegar los labios temiendo decir alguna candidez que descompusiese la
maquiavélica urdimbre de todo aquel plan. Cuando las dos jóvenes
llegaban al pasillo de butacas, encontraron a Roberto. Estaba muy
pálido, con los ojos inquietos y azorados del luchador que va venciendo,
pero que aun duda de la victoria.
--¡Todo ha salido a pedir de boca!--dijo Carmen; y agregó, señalando a
Mercedes con un gesto--: ahí la tienes...
--Gracias--contestó Alcalá--, hasta después; volveremos a buscarte en
seguida, antes de que caiga el telón.
Y salió precipitadamente, llevándose a Mercedes asida de un brazo,
temeroso de volver a perderla. Atravesaron el vestíbulo y empezaron a
subir las escaleras.
--¿Dónde vamos?--preguntó ella.
--Ahora lo verás.
Mercedes, instintivamente, sintió una violenta conmoción de terror.
Llegaron al anfiteatro segundo.
--Al fin--murmuró el actor--, y por primera vez, vamos a estar solos,
completamente solos tú y yo.
La arrastraba a lo largo de un pasillo obscuro, con un brazo vigoroso,
amenazador, como el brazo irresistible de la fatalidad.
--¡Oh!... pero, ¿dónde me llevas?--exclamó Mercedes angustiada--; estoy
ignorante de todo, Carmen nada me ha dicho.
--¡Naturalmente!... Porque Carmen no sabe que yo he comprado un palco
para ti.
En el fondo del carrejo, un pasadizo sobre cuyo piso de tabla las
pisadas retumbaban medrosamente, había un acomodador apoyado contra la
pared, leyendo un periódico a la luz de una lamparilla eléctrica.
Roberto Alcalá llegóse a él, presentando un billete.
--Palco proscenio, número...
--Sí, señor; éste es.
Y abrió una puertecilla, que los dos amantes franquearon sin detenerse y
que luego el actor cerró por dentro. Mercedes de pronto, sin comprender
apenas cómo pudo llegar allí, se encontró en un espacioso antepalco,
especie de habitación rectangular, tapizada de rojo, e iluminada por un
foco eléctrico. Al frente, separándoles del salón, había un pesado
cortinaje de terciopelo, a través del cual penetraban el confuso
murmullo de la muchedumbre que invadía el teatro y los acordes de la
orquesta, que empezaba a ejecutar los primeros compases de la overtura;
todo ello repercutía en los ángulos del antepalco revuelto, caótico, con
un estruendo calenturiento. Pasada la primera impresión, Mercedes reparó
algunos detalles: la alfombra era vieja, en la paredes había fechas y
letreros obscenos que enrojecían las mejillas; a un lado aparecía un
diván tentador, ancho y muelle. La joven tuvo la intuición neta de que
allí estaba su perdición.
--Yo no puedo estar aquí, no debo estar aquí--murmuró dirigiéndose a la
puerta--; vámonos.
--Roberto la contuvo suavemente.
--No temas--dijo--ninguna celada. He ideado este medio para que podamos
charlar tranquilamente. Eso es todo.
Mercedes tiritaba de emoción y de frío.
--Pero pueden vernos... y venir.
--Aquí no puede venir nadie, y menos entrar sin permiso nuestro.
Después, como quien es muy dueño de sí mismo y no tiene prisa en
extremar sus caricias, añadió:
--Desde el palco, que es muy hondo, veremos a tu madre y a mis primas,
sin peligro de ser vistos. Acércate por aquí...
Y apartó el lado del cortinaje más inmediato a la pared. Mercedes
obedeció.
--¿Ves?--dijo Roberto extendiendo el brazo--allí están.
--¿Dónde?...
--Allí, a la izquierda de la tercera columna, junto al pasillo...
Una multitud compacta invadía el salón: en los anfiteatros había
centenares de cabezas que miraban fijamente al escenario. Los ojos de
Mercedes iban de un punto a otro buscando vagamente el sitio indicado
por el actor, mareados por aquella aglomeración de semblantes
desconocidos. Luego ahogó un pequeño grito; acababa de ver...
--Sí, sí--murmuró--, tienes razón...
Allí, en efecto, estaban Balbina Nobos, doña Inés y su hija, embelesadas
mirando el espectáculo; por sus labios vagaba una sonrisa de
satisfacción y de júbilo, que demostraba cuan grandes eran su
tranquilidad y su contento. Hacía calor: un vaho asfixiante formado por
la unión de tantas personas respirando a la vez, ascendía del fondo de
la sala como un eructo; en los palcos muchas mujeres se abanicaban
balanceando suavemente sus abanicos de plumas; en los anfiteatros la
muchedumbre ofrecía un aspecto barroco y chillón: sombreros, boinas,
toquillas azules, capas con embozos amarillos, blancos y rojos, pañuelos
multicolores... todo desordenado y en montón, como las prendas expuestas
en el escaparate de un baratillo provinciano. En todas partes resonaban
ruidos de pasos y murmullos de conversaciones sostenidas en voz baja, y
que llenaban los ámbitos del salón con un amenazador zumbido de
enjambre. Los violoncelos lanzaban al espacio sus notas melancólicas,
largas y dolientes como gemidos. En el escenario Marina cantaba:
Brilla el mar engalanado
con su manto de bonanza
Dios sus olas ha pintado
del color de la esperanza...
--Ven--dijo Roberto empujando a Mercedes hacia el antepalco--;
aprovechemos los instantes... ¡Te quiero mucho!...
De pie, junto al diván hondo y muelle como un lecho de recién casados,
los dos amantes se abrazaron estrechamente, uniendo sus rodillas y sus
labios.
--Roberto...
--¡Querida de mi alma!
El llanto anegaba los ojos de la joven; el actor, idiotizado
repentinamente por la inesperada posesión de bien tan cumplido, no podía
hablar y continuaba besándola los párpados, en la nuca, detrás de las
orejas... hundiendo su rostro entre los cabellos enguedejados y aromosos
de la muy Deseada.
Se habían sentado en el diván: ella pensativa, triste, la vista fija en
el suelo y las manos cruzadas sobre la falda; él a su lado, muy cerca,
rodeándola el talle con un brazo calenturiento que ardía.
--Tantas zozobras, tantas angustias--suspiró Mercedes--, y ¿para qué?...
para separarnos dentro de un momento...
--¡Oh, de eso trataremos ahora--repuso el actor con arrebato--, de unir
para siempre nuestros destinos!...
Empezó a hablar lentamente y con esa voz insinuante y queda que el
espíritu de los artistas elige para sus grandes revelaciones, y
alentando sobre el rostro de la Deseada como para aturdirla también con
los viciosos cosquilleos de su aliento...
--Por fin estamos juntos y puedo decirte lo que tan guardado traigo en
el pecho... lo que jamás hubieran podido decirte mis cartas...
Un dulce quebranto, una laxitud orientalesca iba apoderándose de
Mercedes, relajando el vigor de sus músculos y emperezando sus
facultades; veía los objetos rodeados de un nimbo neblinoso, los ruidos
parecían llegar a su espíritu desde muy lejos, quebrando un ensueño. A
su lado la voz de Roberto susurraba blandamente, como un aleteo de
mariposa, destacándose del revuelto clamoreo de voces y de músicas que
ascendían del escenario con ruidos ensordecedores de tempestad, y de
aquel sempiterno murmujeo humano que llenaba la oquedad del teatro con
un furioso zumbido de colmena.
Roberto hablaba recorriendo discretamente diversos momentos
sentimentales, y lo hacía sin advertirlo, espontáneamente, impulsado por
el arrebato de su pasión, que en tales momentos era grande y leal.
--¿Te acuerdas, vida mía, de nuestras primeras emociones?... ¡Ah!...
¿Por qué aquellos días venturosos no duraron siempre?... ¿Por qué no
habíamos de vivir tú y yo, eternamentos juntos, según nuestros
deseos?... Acércate, Mercedes; más, más... mucho más... que yo te sienta
muy cerca de mí...
Ella desfallecía sofocada por el imán de la pasión, por aquel ambiente
cálido saturado de perfumes y de olores acres, que atravesaba los
cortinajes del antepalco, y por la extraña sensación de vértigo que en
su ánimo causaba la lamparilla eléctrica derramando su luz lechosa sobre
aquel siniestro rincón tapizado de rojo. De pronto sus nervios vibraron
con sacudimiento histérico, recordando aquella alfombra raída, hollada
por tantos pies, y aquel diván, innoble como un lecho de mancebía, sobre
el cual, acaso, se habrían entregado muchas mujeres.
--¡Ah... me ahogo!--murmuró--¡déjame!...
Se puso de pie. Roberto Alcalá también se levantó.
--¿Cómo?... ¿Dejarte marchar cuando tantos trabajos me costó traerte
hasta aquí?...
En su voz, insinuante y acariciadora, había un dejo colérico casi
imperceptible, un leve acento duro, metálico, que inútilmente procuraba
ocultar.
--Sí, déjame--repuso Mercedes--, tengo miedo de que mi madre nos
sorprenda. Vámonos...
--Luego, cuando concluya el primer acto. Ahora no debemos temer ningún
peligro, y para mayor seguridad tuya, asómate al palco y mira...
Mercedes entreabrió las cortinas, recibiendo en pleno semblante un
bofetón de calor y de escándalo. Allá, muy lejos, entre un plantío de
cabezas, vió a su madre, a doña Inés y a Nicasia, que miraban al
escenario embobecidas. Después, como obedeciendo la orden de algún
poderoso hechicero, hubo un momento de silencio, que precede a los
interesantes momentos musicales, y en el espacio vibró la voz del
tenor...
Al ver en la inmensa
llanura del mar...
You have read 1 text from Spanish literature.
Next - Incesto: novela original - 9
  • Parts
  • Incesto: novela original - 1
    Total number of words is 4294
    Total number of unique words is 1783
    29.7 of words are in the 2000 most common words
    42.3 of words are in the 5000 most common words
    47.6 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Incesto: novela original - 2
    Total number of words is 4465
    Total number of unique words is 1785
    31.0 of words are in the 2000 most common words
    43.4 of words are in the 5000 most common words
    50.0 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Incesto: novela original - 3
    Total number of words is 4426
    Total number of unique words is 1776
    30.0 of words are in the 2000 most common words
    42.4 of words are in the 5000 most common words
    48.4 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Incesto: novela original - 4
    Total number of words is 4427
    Total number of unique words is 1741
    33.0 of words are in the 2000 most common words
    46.3 of words are in the 5000 most common words
    53.4 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Incesto: novela original - 5
    Total number of words is 4312
    Total number of unique words is 1659
    32.4 of words are in the 2000 most common words
    44.5 of words are in the 5000 most common words
    51.4 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Incesto: novela original - 6
    Total number of words is 4500
    Total number of unique words is 1657
    33.5 of words are in the 2000 most common words
    46.0 of words are in the 5000 most common words
    52.6 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Incesto: novela original - 7
    Total number of words is 4429
    Total number of unique words is 1768
    33.6 of words are in the 2000 most common words
    46.1 of words are in the 5000 most common words
    52.2 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Incesto: novela original - 8
    Total number of words is 4319
    Total number of unique words is 1661
    31.3 of words are in the 2000 most common words
    43.4 of words are in the 5000 most common words
    49.5 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Incesto: novela original - 9
    Total number of words is 2856
    Total number of unique words is 1176
    33.0 of words are in the 2000 most common words
    45.3 of words are in the 5000 most common words
    50.7 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.