Incesto: novela original - 7

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amamantar los hijos del hombre que la casualidad me dé por esposo?...
¿Para eso me engendró usted, para sufrir las impertinencias de un
individuo que, por el mero hecho de haberme dado su nombre, ya puede
atormentarme legalmente?... ¡Ay, padre, padre!... ¿Es posible que quiera
usted emplear conmigo la moral que, según usted mismo, labra la
infelicidad de tantas mujeres? ¡No, eso sería absurdo y monstruoso!...
Y añadió, lanzando un grito vehemente de pasión, cruzando las manos
sobre el pecho en ademán de irresistible súplica, deshecha en lágrimas:
--¡ Yo quiero gozar de la vida, padre mío, antes de que las ilusiones
mueran en mí! ¡Necesito ser feliz!... Usted, que llegó a viejo, sabe,
por propio y amargo convencimento, que la juventud no vuelve...
¡Quiero ser feliz!... Aquél era el grito inspirador de _Eva_ y de
_Cabeza de Mujer_, el grito traductor de esa fiebre de goces que
arrastra hacia el pecado a tantos millones de mujeres. Don Pedro
escuchaba admirado, vencido por los irrefutables argumentos que Mercedes
aducía en defensa de las doctrinas que él propaló en sus libros, y
holgándose secretamente de recibir el incienso de tan gallarda
peroración.
Gómez-Urquijo miraba a su hija sin pestañear, presa de estupefacción
supina y cual si nunca hubiese reparado bien en ella. Mercedes tenía el
carácter y hasta los mismos rasgos fisonómicos de sus hermanas _Eva_ y
_Matilde_. Era la mujer que él soñó, con su cabellera negra y crespa,
sus ojos profundos, su nariz aguileña de alas inquietas, sus labios
finos y su semblante místico, enjuto y pálido; y luego el cuerpo,
nervioso, flexible, de talle largo y de caderas poderosas... La mujer,
ardiente, veleidosa, simoníaca, que cree y duda y sueña con viajes y
amoríos fantásticos; la mujer que va de aquí para allá, según las
oscilaciones del capricho, corriendo siempre hacia lo ignorado, como
insaciable mariposa enamorada del misterio, y que cruza por el mundo
riendo y cantando, borracha de alegría, prodigando sus encantos, cual
una bacante que, por equivocación del Destino, hubiese nacido en
occidente, muchos siglos después de extinguirse los últimos cánticos
entonados en loor de las retozonas deidades del gentilismo...
Mercedes continuó hablando, defendiéndose gallardamente con los
argumentos que aprendió en los libros de su padre, sofocando a
Gómez-Urquijo quien, convertido en crítico de sí mismo, la acometía
tibiamente. Mercedes era irresistible; don Pedro se batía en retirada,
desconcertado, huyendo ante aquella hija, engendro demoledor de su carne
y de su fantasía.
--¡Oh padre mío!--exclamaba la joven--; ¿es creíble que usted, autor de
tantas mujeres iguales a mí, no me comprenda?... Usted ha dicho que la
vida es una novela que se escribe... ¡No sea usted cruel! Deje usted que
la novela de mi vida la escriba yo a mi gusto...
Hablando, hablando, arrebatada por el fuego de su inspiración, Mercedes
abrió su alma. Ella amaba todo: las escenas campestres, con sus
amaneceres primaverales, recortando sobre un cielo de púrpura las copas
de esmeralda de los árboles cubiertos de rocío; sus praderas salpicadas
de flores odorantes; sus misteriosas espesuras habitadas por ruiseñores
que trinan saludando la aparición del lucero vespertino: y sus
arroyuelos corriendo por entre una doble hilera de espadañas y juncos;
reflejando sobre su temblequeante superficie la luz de los astros y
acariciando las orillas con un suave glu-glu somnífero: y amaba también
la existencia febril de esas ciudades populosas que exigen del individuo
derroches continuos de energías y en donde se envejece muy de prisa;
Madrid, París, Londres... con sus bailes, sus teatros, sus hipódromos y
sus casinos devoradores de fortunas; esos pueblos modernos, grandes por
sus industrias, su cultura y sus vicios, en los cuales las cortesanas
van por las tardes en coche a buscar a los agiotistas gananciosos que
salen de la Bolsa; que tienen capitalistas que ponen una fortuna en la
cola de un caballo, y príncipes que se suicidan por bailarinas, y
hetarias que han devorado millones; pueblos gigantescos que, vistos
desde lejos, aparecen a los ojos de la imaginación como algo
fantasmagórico, incongruente, disparatado, como una pesadilla...
Mercedes soñaba con estas múltiples y abigarradas fases de la vida, y
las quería de un modo intuitivo, infinitamente más tentador y peligroso
que el conocimiento personal y directo de la misma realidad.
--Todo eso--replicó don Pedro con voz grave--es literatura... literatura
malsana. Yo quiero que seas buena.
--Yo también.
--Honrada.
--¿Y qué?
--Fiel, limpia, hacendosa y sin tacha, como tu madre lo ha sido.
--¡Como mi madre!...
Su acento fue insultante; Gómez-Urquijo la miró de un modo terrible.
--Nadie mejor que usted sabe--añadió la joven--que mi pobre madre es una
mujer vulgar. ¡Yo no soy así... no puedo serlo!... ¡Llevo sangre de
usted!...
Hubo una pausa.
--No importa--repuso don Pedro vencido--; procura imitarla; la virtud
nunca es vulgar. De lo contrario seré capaz de recurrir, para
castigarte, a los procedimientos más duros: a la reclusión, al
destierro...
--¿Y mi felicidad?
--¡Loca!... Búscala en un pacífico término medio. Las mujeres de mis
libros sólo hubieran podido ser fieles y dichosas casándose con hombres
como yo, superiores... ¡Y es muy difícil hallar hombres así!...
--Necesito ser feliz--repitió la joven obstinadamente--, lo necesito
antes de llegar a vieja... ¡No lo olvide usted!
Gómez-Urquijo se cruzó de brazos, mudo, no sabiendo qué argüir contra
aquella sed implacable de placeres. Cuando don Pedro salió del
dormitorio, Mercedes quedaba muy orgullosa, convencida de haber
derrotado a su padre completamente.
Después de aquella conversación, Mercedes no volvió a salir sola: su
madre la acompañaba al Conservatorio, luego iba a buscarla y era tanta
su asiduidad y vigilancia, que hasta las ocasiones de expansionarse con
sus amigas la robaba. Al principio la joven intentó sublevarse y romper
tan odiosa tutela, pero sus esfuerzos fueron vanos, porque doña Balbina
tenía el apoyo de Gómez-Urquijo y aquella protección la autorizaba y
fortalecía.
--No soy yo quien hace esto--exclamaba cuando su tierno corazón maternal
no podía resistir las súplicas insinuantes de Mercedes--; es tu padre...
tu padre ordena y dispone; mi misión queda reducida a obedecerle
ciegamente... Háblale tú; yo no me atrevo...
Después, compadecida de tanto rigor, agregaba:
--Los viejos están aquejados de manías y tu padre tiene las suyas. Esto
pasará: ten paciencia... Por ahora hemos de conformarnos. Si supiese que
te dejaba sola un momento, era capaz de matarme. ¡Ah, qué furioso se
puso cuando te sorprendió yendo a casa de Carmen!... ¡Lo que me dijo!...
Nunca le he visto así. Creí que me pegaba...
Mercedes acabó por resignarse con su suerte; pasaba los días mano sobre
mano, sin ganas de reír ni de llorar, sumida en una embrutecedora
melancolía. Cuando iba al Conservatorio, apoyada en el brazo de su
madre, caminaba lentamente, con los ojos fijos en el suelo, segura de
que sus movimientos de convaleciente, tardos, perezosos y débiles, no
habían de llamar la atención de los hombres, y que holgaba que ella
mirase a ninguno. En pocas semanas perdió la afición hacia todo lo que
reclamase algún esfuerzo; no cosía, ni bordaba; las faenas domésticas la
inspiraban horror, los libros la aburrían y los nocturnos de Chopín
yacían olvidados, empolvándose sobre el atril del piano abierto. Siempre
tenía frío, ganas de sentarse donde hubiese poca luz, para arrebujarse
en su mantón y dormir. Diríase que en ella había muerto toda esperanza
de redención; era un pajarillo enfermo, una pobre vencida que se
entregaba... Balbina Nobos llamó la atención de don Pedro acerca de
esto, el anciano no hizo caso.
--Eso--dijo--es una crisis aguda de sentimentalismo y de mala crianza,
que desaparecerá con las primeras auras primaverales. Sigue mis
consejos: a las muchachas conviene tratarlas, según las circunstancias,
con cierto rigor...
Terminaba el mes de noviembre y llegó el invierno, con sus temporales de
granizo y nieve y sus horribles tardes cargadas de bruma. Algunas
veces, después de clase, Carmen y Nicasia Vallejo, burlando con anuencia
de doña Balbina las órdenes de Gómez-Urquijo, que había prohibido
terminantemente aquellos visiteos, iban a casa de Mercedes y éstos eran
los únicos momentos en que la joven charlaba y reía. Carmen y su hermana
solían llegar por la tarde, cuando más probabilidades tenían de no
encontrarse con don Pedro; Mercedes, que ya las esperaba, salía a
recibirlas y las tres entraban en el gabinete corriendo, empujándose,
muy ufanas de atropellar los deseos del jefe de la casa; después se
ponían a charlar junto a la chimenea, refiriendo en voz baja chistosos
secretillos que luego reían a carcajadas, pellizcándose, dándose azotes,
jugueteando como pajarillos que se espulgan bajo un rayo de sol.
Aprovechando los momentos en que doña Balbina las dejaba solas, Mercedes
y sus amigas hablaban de Roberto.
--¿Le has visto?
--Sí.
--¿Cuándo?
--Hoy por la tarde, yendo al Conservatorio.
--¿Qué dice?
--Que te quiere mucho; las dificultades acicatean su cariño y anda loco
por tus pedazos.
--¿Cómo está?
--Muy bien; tan simpático y pisaverde como siempre.
Y Carmen añadía, sacando del bolsillo una carta:
--Toma: esto me dió para ti...
Mercedes guardaba el papelito prestamente y entregaba otro a su amiga, y
de este modo, gracias a la filantrópica tercería de la futura actriz,
los dos amantes continuaban comunicándose asiduamente.
Aquellas cartas ejercían sobre Mercedes influjo extraordinario: si eran
tristes, su abatimiento aumentaba y la acometían deseos perentorios de
morir; si alegres, su corazón se entreabría a la esperanza de que sus
males obtendrían rápido y felicísimo remedio; pero sufría mucho si las
cartas eran ardientes y en ellas Roberto evocaba los dulces recuerdos de
su noviazgo: los apretones de manos, los juramentos, las íntimas
emociones que él sentía cuando ella le miraba abrasándole en el
incendio de sus ojos, los besos enterrados furtivamente bajo los
ricillos locos de su nuca perfumada... y reforzaba cada una de estas
evocaciones con un «¿te acuerdas?»... hechicero, desesperante.
En aquellas últimas semanas había aumentado la exaltación del actor.
«Necesito verte a todo trance--decía--; no puedo vivir sin ti...»
Mercedes contestaba procurando calmarle, aconsejándole que tuviese
juicio y esperanza en que pronto habían de llegar para ellos tiempos
mejores. Estas razones, no obstante, eran insuficientes: Roberto se
impacientaba, no quería esperar más.
«Si no sales a verme--decía--, iré a tu casa; las iras de tu padre no me
importan. Ten presente mi deseo y obra en consecuencia; ya sabes que no
me arredran los obstáculos y que por llegar a ti soy capaz de cometer el
disparate más peligroso.»
Mercedes, no sabiendo cómo eludir aquel tan grave compromiso, consultó a
Carmen Vallejo.
--Yo no puedo salir--dijo--, y, por otra parte, no quiero que venga; el
carácter de mi padre es muy violento, y de la conversación que Roberto
tuviese con él no había de resultar nada bueno. Por tanto, lo mejor es
inventar un pretexto que obligue a mi madre a salir, y la tenga fuera de
casa dos o tres horas.... Durante ese tiempo Roberto y yo podíamos
vernos...
--¿Dónde?
--¡Oh, en cualquier sitio!...
--Lo difícil--murmuró Carmen pensativa--es sacar a doña Balbina de aquí.
Las dos jóvenes permanecieron silenciosas, meditando. Mercedes exclamó:
--Me ocurre un idea, una invención novelesca que seguramente reportará
excelentes resultados.
Y agregó, tras un momento de vacilación, durante el cual procuró definir
y coordinar bien sus pensamientos:
--Esta misma noche puedes escribir un anónimo dirigido a doña Balbina
Nobos, diciéndola que cierta persona que la conoce muy bien y vela por
su tranquilidad y mi porvenir, la espera mañana, a las cuatro de la
tarde, en un lugar muy distante... la iglesia de Antón Martín, por
ejemplo... para confiarla revelaciones de gran interés. De este modo,
si mi madre cae en el garlito, mientras va y espera a la autora del
anónimo y vuelve, pasarán más de dos horas...
--Lo malo sería que se lo dijese a tu padre.
--No, no hay cuidado; el caso es demasiado grave para que haga nada sin
antes hablar conmigo: la conozco muy bien.
--¿Y si no traga el anzuelo?--interrumpió Carmen--; las viejas son muy
ladinas.
--Todo es posible, pero no lo creo. Eso depende también del interés que
tú sepas prestarle al anónimo. Escribe cuanto quieras y desliza entre
líneas algo muy sugestivo, muy alarmante: di que Roberto viene a
cantarme de noche mil acarameladas lindezas por la mirilla de la puerta;
o que una tarde nos vieron en cierto lugar sospechoso y que hay una
vieja que nos protege... Cuenta, en fin, lo que gustes, con tal que sea
muy verosímil. Ese pretexto es el mejor que podemos inventar, pues a mi
madre, tratándose de mí, los dedos la parecen huéspedes y anda siempre
con la barba sobre el hombro, creyendo que cualquier día, como en las
narraciones árabes acontece, voy a desaparecer por el cañón de la
chimenea en brazos de un caballero volador.
Carmen Vallejo pasó por todo.
--Bien--dijo--, lo haré según deseas, aunque no con la premura que
supones. Antes he de ver a mi primo y explicarle nuestro plan, para que
él, a su vez, me determine el día, hora y sitio en que habéis de
reuniros.
Aquella noche Mercedes se acostó feliz, columpiada por la ilusión de que
muy pronto Roberto y ella, a despecho de los obstáculos que les
separaban, podrían abrazarse. Al día siguiente supo por Carmen que todo
estaba arreglado.
--Acabo de verle--murmuró la joven--; estaba aguardándome con Luis a la
salida del Conservatorio. Dice que pasado mañana te espera, a las cuatro
de la tarde, en el Café de la Universidad.
La noticia era tan grande, tan superior a toda excelsitud que Mercedes
no comprendió bien.
--A ver, a ver--dijo--, repíteme eso, que es muy bonito...
Doña Balbina andaba trasteando por las habitaciones interiores y Carmen
pudo satisfacer las dudas de su amiga.
--El Café de la Universidad--dijo--está en la calle San Bernardo y tiene
una puertecilla a la travesía de Pozas, que es por donde debes entrar.
Mi primo espera en un saloncillo situado a la derecha de los billares:
es un rinconcito muy obscuro, muy cuco, a donde Luis me ha llevado
algunas veces. Y, a propósito de mi novio: me ha dado recuerdos para ti,
para «la prisionera», como él dice.
Mercedes sonreía conmovida y satisfecha de que las personas que andaban
por el mundo no la hubiesen olvidado.
--¿Según eso--dijo--, tú escribirás hoy el anónimo?
--Hoy, sí, en cuanto llegue a casa; y esta misma noche lo echaré al
correo.
Mercedes tenía los ojos arrasados en lágrimas. Carmen Vallejo exclamó:
--¿Ves, tontísima, cómo con ingenio y perseverancia no hay dificultad
que no se orille?... Todo lo que nos sucede es muy interesante, muy
divertido; algo que podrá referirse dentro de algunos años: ten
paciencia; considera que los que llegaron a viejos sin hacer nada
notable, no merecían el honor de haber nacido.
Al día siguiente, poco antes de almorzar, el correo trajo una carta para
doña Balbina Nobos. Aquello era extraordinario; la anciana no recibía
jamás correspondencia de ningún sitio.
--Señora--dijo Felipa--, aquí hay esto para usted...
Y la presentaba un sobre. La carta era del interior. Mercedes, para no
menoscabar con su presencia la buena impresión de su mentira, se había
retirado... Durante el almuerzo la joven miró disimuladamente a su
madre, que estaba muy ensimismada y con los ojos enrojecidos, como si
hubiese llorado. Era indudable que el anónimo había surtido efecto. A la
hora de costumbre, Gómez-Urquijo se marchó; doña Balbina estuvo largo
rato en el comedor, sentada delante de su taza de café; luego entró en
su dormitorio. Mercedes, que estaba en el salón distrayendo su
impaciencia con los valses de Waldteufel, la oía ir y venir por sus
habitaciones, hablando entre dientes y abriendo y cerrando el armario
donde guardaba sus ropas. Momentos después apareció vestida
modestamente, llevando un sencillo velo sobre la cara.
--Hasta luego--dijo.
Mercedes se volvió hacia su madre, admirándose con naturalidad pasmosa.
--¿Dónde va usted?
--A ver una amiga.
--¿Quién?...
--Esta, doña... tú no la conoces... he sabido que está enferma...
Tartamudeaba; su carácter ingenuo era refractario al fingimiento. La
joven, entre tanto, procuraba pensar en algo muy triste para no reír.
--Felipa viene conmigo--añadió doña Balbina--; tú no salgas, porque
volveré en seguida; antes de media hora...
Iban a dar las cuatro: Mercedes comprendió que su madre exageraba la
prontitud de su regreso y que si Carmen la había citado, según tenían
convenido, en la iglesia de Antón Martín, doña Balbina no podría volver
antes de las seis.
No obstante, para contestar a la recomendación de su madre, afectó un
aire muy compungido, muy indiferente:
--¿Dónde quiere usted que vaya?--murmuró.
En cuanto Balbina Nobos y Felipa salieron, la joven corrió a su cuarto y
empezó a vestirse con la celeridad de la actriz que acaba de recibir el
segundo aviso del traspunte. Las enaguas, la falda, el gabán, todo de
cualquier modo; las botitas sin abrochar, el corsé desajustado, el
corpiño abierto, dejando entrever los encajes de la camisa; el
sombrerito lo llevaba en la mano y se lo puso rápidamente al pasar por
delante de un espejo; y sin perder instante salió, cerrando la puerta de
golpe, guardóse la llave en el bolsillo y echó escaleras abajo,
recogiéndose las faldas con una mano, requiriendo con la otra los
corchetes mal prendidos.
Al llegar a la calle miró a todos lados, cerciorándose de que nadie la
espiaba, y satisfecha de su examen dirigióse resueltamente hacia la
calle de Andrés Borrego, por donde fue hasta la del Desengaño. Iba de
prisa, la vista fija en el suelo, procurando pasar desapercibida.
Con estos sobresaltos cruzó por delante de San Martín, siguió la calle
Luna y continuó por la de San Roque hacia la del Pez. Era un día frío,
triste, lloviznoso; uno de esos días en que los madrileños andan muy
despacio, deteniéndose en frente de todos los escaparates, reparando en
todas las mujeres y con los paraguas abiertos, queriendo inútilmente
preservarse de una llovizna que, por lo sutil, parece niebla, una niebla
densa que moja como un aguacero, y en que los aleros de los tejados
recortan sobre las calles húmedas grandes franjas de un cielo plomizo,
uniforme, como una bóveda de ceniza. Mercedes avanzaba velozmente, sin
advertir que tenía los pies húmedos y las faldas salpicadas de barro. Al
llegar a la calle del Pez hubo de refugiarse en un portal, esperando a
que pasase un individuo amigo de don Pedro; luego reanudó su camino
ocultándose el rostro con un pañuelo, temiendo siempre algún encuentro
desagradable, y siguió por la calle Pozas pensando que allí habían
asesinado a una cantadora, cuyo crimen oyó pregonar la última tarde que
habló con Roberto...
Al entrar en el Café de la Universidad, Mercedes tuvo un momento de
indecisión, recelando el misterio de aquel lugar que no conocía:
lentamente, sus ojos deslumbrados iban habituándose a la obscuridad:
estaba en una especie de recibimiento limitado por tabiques de madera
que medían, aproximadamente, dos metros de altitud; al frente vió una
puertecilla, a la derecha otra, en cuyas hojas había dos óvalos de
cristal esmerilado; a la izquierda y bajando algunos peldaños, estaba el
café; vasto salón rectangular, con su piano en el centro y sus largas
hileras de veladores, insinuándose tímidamente bajo el melancólico
resplandor que penetraba por algunas ventanas enrejadas.
Mercedes continuaba inmóvil, recordando las señas que Carmen la había
dado. Un camarero se acercó preguntando:
--¿Busca usted a algún caballero?
La joven sintió que una oleada de sangre refluía a sus ojos.
--Sí--balbuceó--, dijo que esperaba aquí... ignoro si ha venido o si se
habrá marchado.
Entonces el camarero abrió la puertecilla de la derecha, exclamando con
aire indiferente:
--Pase usted.
Mercedes atravesó un saloncillo rectangular, a la hila de cuyas paredes
había largos banquillos forrados de rojo, y veladores que abocetaban en
la penumbra sus formas blancas: andando casi a tientas, se aproximó a
uno de ellos y tomó asiento.
--¿Qué desea usted?...--dijo el mozo.
Ella palideció, recordando que no llevaba dinero.
--Nada... esperaré a que venga ese señor...
El camarero dió media vuelta y se marchó sin responder; era un
hombrecillo regordete, moreno, de rostro impasible, con ojuelos
inteligentes y cariñosos que inspiraban confianza. Entonces Mercedes,
algo más tranquila, pudo reparar el aspecto del saloncito en que se
hallaba: era una habitación que, ni hecha adrede, podía ofrecer mejores
condiciones de aislamiento, seguridad y misterio: el piso era de tablas;
un piso desigual, sucio, por donde pasaron seguramente muchas
generaciones de enamorados clandestinos; en el centro del local había
una especie de columna que soportaba un techo renegrido por el humo y el
polvo, y a la izquierda una ventanita arrojaba dentro del salón un
chorro de luz triste y fría.
La joven permanecía inmóvil, con las manos metidas en los bolsillos de
su gabán, extrañando que la hubiesen dejado tan sola; y su cuerpo
nervioso empezó a sentir la penetrante humedad de aquel local
desamparado. El resto del café estaba desierto, silencioso, con una
quietud somnífera de establecimiento provinciano. Pasó tiempo y Mercedes
se impacientaba, temiendo que Roberto no viniese. En el reloj de la
Universidad, un viejo reloj que tiene una campana muy triste, dieron las
cuatro y media... La joven continuaba absorta en sus cavilaciones e
hilvanando con los asuntos más trascendentales las ocurrencias más
pueriles; pensaba que su madre ya estaría aburriéndose sobre algún banco
de la iglesia de Antón Martín, y que en aquel sitio donde ella estaba,
tan malsano, y tan triste, habría muchas arañas: arañas de patas
flexibles, grandes, negras, de ésas que crecen entre la humedad de los
lugares obscuros...
De pronto Mercedes volvió la cabeza, mirando a la ventana, por donde
acababa de pasar la silueta de un hombre; luego oyó que abrían
violentamente la puertecilla del café y casi al mismo tiempo apareció
Roberto.
Mercedes se levantó, el actor corrió hacia ella y ambos se abrazaron
estrechamente, sin poder hablar, con un apasionamiento real en que la
carne no intervenía. Roberto la besaba en la nuca, embriagándose con el
suave aroma de aquellos ricillos perfumados, murmurando:
--¡Por fin, por fin!...
Ella se abandonaba entre sus brazos, trémula, perdida, sintiendo que por
sus mejillas resbalaban lágrimas ardientes como brasas. Después fueron a
sentarse en el rincón más obscuro del saloncillo y de modo que la
columna les ocultase la puerta. El camarero que acababa de servirles
café preguntó distraídamente, como por mera fórmula:
--¿Quieren ustedes que encienda el gas?...
--No--repuso Alcalá--; ya te avisaré...
El mozo se marchó, sonriendo con una risilla aburrida y triste,
recordando que todos los enamorados contestaban lo mismo.
--¡Por fin--repitió Roberto--, por fin estamos juntos!...
Ella le miró atentamente a través de sus lágrimas, queriendo orear y
robustecer con su imagen sus recuerdos.
--Has sufrido mucho--dijo--; ¡ingrato, ingrato!... ¿Cómo has podido
vivir tantas semanas sin verme?... La última vez que hablamos nos
separamos riñendo; ¿te acuerdas?...
--Sí.
--¡Cuánto he llorado!... Carmen, la pobrecita, me consolaba: es muy
generosa, muy noble... una amiga excelente a quien debemos querer
mucho...
Mientras hablaba, oprimía inconscientemente entre sus manos las manos
vigorosas del actor. Roberto, suavemente, atrajo sobre su hombro la
cabeza de la muy Deseada y empezó a besar su frente y aquellos labios
que le decían tantas ternezas y aquellos párpados que tanto habían
llorado por él...
--Juntos los dos--repetía--, otra vez...
En su anhelo de decirlo todo, Mercedes charló muchas tonterías; refirió
prolijamente cómo su madre había salido, fiada en la autenticidad del
anónimo, y cómo ella se vistió en un santiamén.
--Al entrar aquí--agregó riendo--recordé que no traía dinero... ¡Hijo,
qué apuros!...
Después, con súbito arrebato, exclamó:
--¡Ya sabes que a las seis menos cuarto, o antes, he de estar en
casa!... Avísame tú cuando deba marcharme, porque yo estoy loca...
Roberto no respondió. Continuaba acariciando las suaves manecitas de la
Deseada, besando sus párpados, aspirando su aliento, adormeciéndose con
el vaho amoroso de sus vestidos, esclavizado por el misterioso hechizo
de aquella carne joven no poseída aún. En los vasos, él café humeaba
enfriándose.
--¿Me quieres?
--Con toda mi alma...
--¡Ah, Roberto... Roberto mío... no me dejes nunca!...
En el reloj de la Universidad dieron las cinco; cinco campanadas
tristes, quejumbrosas, que repercutieron tímidamente en los ángulos del
saloncillo obscuro, advirtiéndoles a los amantes que el momento
siniestro de la separación llegaría muy pronto. Entonces el actor
pareció sacudir su dulce modorra.
--Aprovechemos los momentos--dijo--hablando seriamente.
Rápidamente, con el acierto, claridad y concisión del que ha estudiado
bien lo que va a decir, expuso la historia de sus amores y la
desesperada situación en que ambos estaban colocados. Ella enumeró los
disgustos que erizaban de espinas sus días, las sospechas y temores que
desde hacía tiempo atrás venían alarmando la curiosidad de sus padres y
la grave discusión que tuvo con don Pedro.
--¡Nos separarán!--añadió--; nos separarán... ¡y no ha de tardar mucho!
--Lo sé... lo sé...
--Y eres tú--agregó--la responsable de cuanto sucede.
--¿Yo?...
--Tú misma. Recuerda nuestra última conversación, mis súplicas... tus
negativas... ¡Oh, te juro que aquella tarde sufrí mucho y que me separé
de ti resuelto a no volver!...
Ella se estrechó contra él tiritando de emoción y de frío, feliz de
hallarse a su lado. Roberto continuó:
--Estas entrevistas, que por lo mismo que sólo se consiguen venciendo
gravísimos obstáculos no pueden tener fácil repetición, son horribles,
porque exasperan nuestros legítimos deseos de comunicarnos a todas
horas... Piensa que el tiempo corre velozmente, que muy pronto llegará
el instante cruel de la separación... ¿Qué será, entonces, de nosotros?
¿A qué nuevos ardides apelaremos para vernos?
--Sí... ¡tienes razón!...
Sus ojos se llenaron de llanto. Roberto prosiguió acariciándola mientras
hablaba.
--Si hablases con mi padre... diciéndole la verdad... toda la
verdad--exclamó ella.
--¡Oh!... tu padre es muy orgulloso; además estará justamente irritado
conmigo por la solapada conducta que seguí en este asunto, y su
contestación sería negativa.
--¡Es cierto!...
A ella también le repugnaba aquel procedimiento que tenía algo de
confesión y de súplica; por otra parte, su genio revolucionario
experimentaba ante toda legalidad ese malestar que sufren los espíritus
desequilibrados en los caminos anchos y perfectamente rectos.
--Quiéreme mucho, deposita en mí tu confianza, abandónate a mis
consejos...--murmuró el actor.
Se lo decía muy quedamente, al oído, como para no asustarla, y rozando
su piel sonrosada con sus labios ardientes. Mercedes temblaba, midiendo
el perverso alcance de aquellas marrullerías insidiosas.
--Como ya te dije la tarde memorable de nuestra riña--añadió Alcalá--,
necesito recibir de tu amor una prueba muy grande.
--Muy grande... ¡Oh! si no fuese más que muy grande, te la daría... Pero
exiges de mí un imposible.
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