Incesto: novela original - 6

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--¿Serás mía, no es cierto?... ¡Júramelo! Y agregó exasperado:
--Si no accedes a mi deseo, juro que, desde hoy, todo concluye entre
nosotros.
Mercedes, a quien el dolor y la vergüenza apretaban la garganta, rompió
a llorar.
--No me quieres--murmuró.
--Sí, te quiero... y por lo mismo exijo tanto, porque mi cariño lo
merece todo.
En el reloj de una farmacia próxima, uno de esos relojes siniestros que
parecen destinados a medir la agonía de los enfermos, sonaron las ocho y
media.
--¡Ah!--exclamó Mercedes asustada--me voy corriendo; es muy tarde y mi
padre no puede tardar... Adiós...
--Adiós--repuso Roberto con su británica frialdad habitual.
--¿Estás enfadado conmigo?...
--No... ¿para qué?... Estoy convencido de que debemos separarnos.
Ella deseaba marcharse, pero no se atrevía a dejarle así, tan irritado.
Al fin, haciendo un violento esfuerzo, echó a correr, murmurando:
--Hasta mañana...
Después, cuando llegó a la esquina, se volvió para verle a través de sus
lágrimas, pero Roberto ya había desaparecido.
La joven pasó una noche horrible, llorando, calenturienta, releyendo las
cartas del actor, aquellas ardientes cartas que la brindaban los bienes
de una pasión inextinguible...
Al día siguiente, cuando fue al Conservatorio, Mercedes entregó a Carmen
una carta para Roberto. Estaba tan fuera de sí, tan pálida y con los
párpados tan enrojecidos por las lágrimas y el no dormir, que Carmen
Vallejo se asustó.
--¿Qué tienes?--dijo--; ¿estás enferma?
--Peor--repuso Mercedes--: estoy muriéndome; he reñido con Roberto.
--¿Cuándo?
--Anoche.
--¿Por qué?...
--Por una tontería... dice que no le quiero... ya ves... ¡decir que no
le quiero!...
Y lloraba. Carmen se echó a reír.
--No llores, borricota--exclamó--, mi primo dice eso porque te adora y
está celoso de ti. Cuando Luis me quería mucho, decía lo mismo... ¡Vaya,
veo que no conoces a los hombres!
--De todos modos--repuso Mercedes--, dale esa carta, llévasela tú
misma... ¿eh?... tú misma; yo no puedo...
Carmen sonreía...
--Bien, bien...
--No dejes de hacerlo como digo. En esa carta le cito para esta noche, a
la hora y en el sitio de costumbre. Necesito hablar con él a todo
trance... Creo que si hoy no le veo, me muero...
Y agregó con una risilla que parecía en sus labios un iris de esperanza:
--Dile también... pero así, como por cuenta tuya, que le quiero mucho...
mucho... que me has visto llorar por él...
El resto del día lo pasó Mercedes en su casa, junto al balcón, cosiendo
y mirando al cielo; un cielo de otoño, lloviznoso y frío. Doña Balbina,
feliz al verla tan juiciosa, estuvo más alegre y charladora que de
ordinario. La serenidad, sin embargo, de la joven, no pasaba de ser
aparente; pensaba en Roberto, en que ya habría leído la carta, en que
iría a la cita... y permanecía alerta, escuchando los menores ruidos
exteriores, obsesionada hasta el delirio por el presentimiento de que al
fin iba a recibir _aquello_, que nunca llegaba...
Hija y madre estaban en el gabinete charlando, porque la noche se había
echado encima y la escasa luz crepuscular no bastaba para seguir
cosiendo. Mercedes no quería levantarse para ver la hora, temiendo que
doña Balbina advirtiese su impaciencia y su inquietud. De pronto, en el
reloj del comedor sonaron varias campanadas, y la joven, de un salto, se
puso de pie.
--Me voy--dijo secamente.
--¿A dónde?
--A casa de Carmen; está esperándome. Son las siete.
--¿Las siete?--repitió doña Balbina escandalizada--, ¡ni las seis!...
Mercedes, recelando haberse equivocado, corrió al comedor: en efecto,
eran las seis. Furiosa contra sí misma, volvió al gabinete, a seguir
rellenando de monosílabos la distraída conversación de su madre.
--¿Y te atreves a salir con este tiempo tan desapacible?
--Sí.
--Yo, en tu lugar, no saldría...
--Bueno...
--Dime, ¿Carmen y Nicasia tienen novios?
--No sé; nada me han dicho.
--No comprendo que la madre de esas niñas les permita salir y entrar
cuando bien les parece.
--Yo tampoco.
La supina vulgaridad de aquel diálogo determinaba en Mercedes un
malestar físico, semejante a un vago dolorcillo de estómago. Se levantó
y fué al comedor, creyendo que había pasado ya mucho tiempo; pero su
impaciencia le engañaba y tuvo que volver al gabinete: eran las seis y
cuarto. Doña Balbina continuó charlando, con esa conversación perezosa
de las personas que encanecieron en la soledad.
--Yo reconozco que Carmen y Nicasia son dos muchachas muy buenas, muy
hacendosas, pero... ¿qué quieres?... no me gustaría que fueses como
ellas. Tú vales mucho, tienes mucho talento...
¡Sí, bonito talento!... El talento de vivir siempre encerrada, sin
amigas, sin diversiones, envejeciendo estúpidamente entre las cuatro
paredes de una casa pobre... ¡En eso consiste el talento y la bondad de
las mujeres!...
Todo esto pensaba Mercedes, pero no quiso hablar, segura de que no la
comprenderían. Además, ella sabía adónde iban encaminadas las preguntas
de su madre, y aquellos torpes tanteos irritaban sus nervios. Cuando
dieron las siete la joven se levantó.
--Hasta luego--dijo.
Y fue tan duro el acento de su voz y tan despótica la autoridad de su
ademán, que doña Balbina Nobos la acompañó hasta el recibimiento y la
dejó marchar sin atreverse a contradecirla.
Cuando Mercedes llegaba al zaguán, tropezó con don Pedro, que volvía de
la calle. La joven sintió que todo su heroico valor desmayaba, y viendo
a su padre tan alto, tan grave, envuelto en un largo gabán sobre cuyo
cuello de pieles se abarquillaban las blancas melenas de su venerable
cabeza apostólica, dió un paso atrás, huyendo del pasado que parecía
haberse erguido ante ella súbitamente, impidiéndola salir.
--¿Dónde vas?--preguntó Gómez-Urquijo.
Mercedes no supo qué responder.
--¿Dónde ibas?--repitió colérico don Pedro.
--A casa de Carmen.
Las sonrosadas mejillas del anciano se arrebolaron, y por sus mejillas
azules cruzó un relámpago de ira. Mercedes desfallecía: en aquel momento
no vió a Roberto, sólo pensaba en don Pedro, que la miraba atentamente,
con el entrecejo fruncido y unos ojos duros que la traspasaban el
corazón.
--¿A casa de Carmen?--repitió Gómez-Urquijo--: ¿y quién es Carmen?
--Una amiga...
--Ya lo sé; lo que ignoro son los méritos que seguramente no tiene esa
Carmen... para merecer la visita de una señorita como tú, a estas horas
y con este tiempo. Vamos... echa escaleras arriba y olvida lo que acaba
de suceder.
Hubo un silencio terrible.
--¡Pero, papá... están esperándome!
--Pues dile a tu madre que te acompañe, que es obligación suya.
Y agregó con acento breve, que no admitía réplica:
--Vamos, sube...
Era imposible resistir, y Mercedes cedió: subía delante, mordiendo un
pañuelo, haciendo esfuerzos titánicos para impedir que su dolor
estallase en sollozos. Después oyó que don Pedro, dejándose llevar de su
genio, aquel genio batallador que le había proporcionado tantas
victorias y tantos disgustos, subía tras ella murmurando:
--Y es su madre, la imbécil de su madre, quien tiene la culpa de todo
esto...


IV

Después de cenar Mercedes se retiró a su dormitorio fingiéndose aquejada
de un violento dolor de cabeza; doña Balbina, juzgándose responsable, en
parte, de lo sucedido y temiendo que don Pedro la abrumase con sus
reproches, se fué a la cocina y Gómez-Urquijo penetró en su despacho y
encendió el quinqué. Durante largo rato estuvo paseando por la
habitación, con la vista fija en el suelo y las manos cruzadas a la
espalda: luego se detuvo y tocó un timbre.
--¿Llamaba el señor?...--preguntó Felipa apartando los cortinajes de la
puerta.
--Dile a mi mujer que venga.
Cuando Balbina Nobos llegó al despacho, don Pedro estaba de pie, junto a
la mesa, con sus penetrantes ojos muy abiertos. Parecía más alto, más
enjuto, y su gran cabeza proyectaba sobre la pared un perfil enorme:
viéndole así, rodeado de libros y envuelto bajo el misterio de su larga
levita negra, tan severo, tan triste, parecía un juez que acabase de
firmar una pena de muerte. La anciana se acercaba temblando y sin ruido.
--¿Qué quieres?--preguntó.
--Quiero hablar contigo--repuso don Pedro--, decirte que así no podemos
seguir... yo creí haberme casado con una mujer de carne y hueso,
¿entiendes?... y no con una muñeca de cartón...
Su voz tremolaba de un modo amenazador, agitada por la cólera. La
emoción había arrebolado las pálidas y fofas mejillas de la anciana,
pero fue una sensación que, como casi todas las de su alma cobarde, no
llegó a traducirse en palabras.
--Hoy he sabido, por casualidad--prosiguió don Pedro--, que nuestra hija
sale sola a la calle.
--Muy cierto--interrumpió Balbina--, pero va a dos pasos de aquí...
¡Figúrate!... Yo misma, desde el balcón, la veo doblar la esquina...
Suele ir a casa de las hermanas Vallejo, dos muchachas muy buenas...
Gómez-Urquijo tuvo una sonrisilla forzada.
--Tú eres una insigne mentecata--dijo--que, por su gusto, canonizaría a
todas las mujeres. ¿Conoces, acaso, los resabios y malas mañas íntimas
de esas dos chiquillas? ¿Sabes lo que hace nuestra hija no bien dobla
esa esquina hasta donde tú la acompañas con los ojos?...
Balbina Nobos, sintiendo la justicia y gravedad de aquellos cargos,
humillaba la cabeza.
--¿Tú sabes--añadió Gómez-Urquijo levantando la voz--si a tu hija la
espera un hombre en esa calleja maldita?... ¡Oh, hace mucho tiempo, más
de un año, que en este mismo sitio indiqué los temores que me inspiraban
ciertas preocupaciones anormales que descubrí en Mercedes, y no me
hiciste caso porque tu alambicado cerebro de chorlito parece incapaz de
meditar nada seriamente!...
Doña Balbina quiso hablar:
--Yo te aseguro...
--¡Tú no puedes asegurarme nada!
--Permíteme...
--Te niego todo permiso. Tú miras y no ves, oyes y no entiendes,
discurres y no tienes conciencia de tus pensamientos... No eres una
mujer como las demás, eres... ¡lo que antes dije!... ¡Una muñeca de
cartón, inconsciente, sorda y ciega!...
Balbina Nobos rompió a llorar: su débil voluntad de esposa amante y
solícita estaba acostumbrada a doblegarse continuamente a la voluntad de
don Pedro y a considerar sus menores antojos como órdenes inapelables;
había vivido durante treinta años sin albedrío, sin deseos, casi sin
noción de su propia personalidad, entregada a merced del hombre amado,
ufana de sacrificar su alma consciente en el altar de su amor; y de
pronto, al oír que Gómez-Urquijo la insultaba por aquel mismo
anonadamiento a que su carácter dominador la condenó no tuvo bríos para
rebelarse, ni discurrió una sola frase que la sirviese de escudo, y su
dolor, un dolor infernal de ángel precito que repentinamente parecía
volcar sobre su historia un cántaro de hiel, rompió en sollozos, como
estallan generalmente las grandes crisis morales de los débiles.
--¡Ay, Pedro, Pedro...--murmuró--, no me maltrates así!...
Y fué a sentarse sobre una silla, cual si sus piernas no pudiesen
aguantar la gravedad de tantas pesadumbres. Gómez-Urquijo, en pie
delante de ella, continuó atormentándola, flagelándola el rostro con sus
palabras, sibilantes y crueles como latigazos.
--Hace más de treinta años que nos casamos--dijo--y la labor literaria
por mí realizada durante este tiempo, inspira vértigos... La pasión de
la gloria es la terrible pasión inspiradora y directora de mi vida; ella
presidió mis pensamientos, hacia ella fueron encaminados todos mis
afanes... A ella sacrifiqué los deseos de mis padres, que querían
dedicarme a más tranquila y positiva ocupación, y los placeres de mi
mocedad y las comodidades de mi vejez... por ella, por esa gloria que al
fin he rendido, lo perdí todo y estoy pobre aún y obligado a continuar
defendiendo, con mi trabajo, el abrigo y el pan de nuestros últimos
días... Y ahora, de súbito, veo que mi hija, el único tesoro positivo
que conquisté en el combate epopéyico de mi juventud, va a perderse
también... ¿Y por qué?... ¡Porque su madre no sabe guardarla!...
Balbina Nobos lloraba, secándose los ojos con una esquina de su
delantal. Don Pedro prosiguió colérico, agitando sus brazos en el aire
con varonil fiereza:
--¿Es posible que la gloria, que me quitó tantos bienes, me arrebate
también a Mercedes?... ¡Qué bofetón para mis canas!... ¡Cómo gozarían
mis enemigos viendo que mi hija, esa creación de mi espíritu y de mi
carne, arrojaba sobre un apellido por cuya popularidad y ennoblecimiento
tanto he luchado, una mancha imborrable! ¡Cuánto reirían, qué epigramas
tan sangrientos compondrían a mi costa!...
El orgullo del artista se aunaba al cariño del padre, su exaltada
imaginación meridional consideraba inminente aquella catástrofe y
hablaba de ella como si ya hubiese sucedido.
--¿Qué sería de nosotros si una noche Mercedes se fuese para no volver?
¿Qué sería de mí al saber que respiraba un hombre que podía jactarse de
haber tenido en sus brazos a la hija de Gómez-Urquijo, a esa criatura
que simboliza mi sangre y mi historia?...
Avanzaba hacia doña Balbina, agitando sobre su cabeza su brazo irritado.
--¡Ah, imbécil, imbécil! Tú serás la perdición de todos...
Balbina Nobos tuvo un gesto instintivo de defensa; el movimiento del
toro moribundo que, acosado por su matador, levanta por última vez la
cabeza.
--¿Yo?--gritó espantada.
--Tú, sí... tú serás la perdición de Mercedes.
--¡Y tú también!...
Lo dijo con tal firmeza, que Gómez-Urquijo vaciló.
--Tú eres tan responsable como yo de lo que suceda--prosiguió la
anciana--; ¡los dos, los dos, los dos!...
--¿Estás loca?...
--¡No, no estoy loca!... Tal vez tu responsabilidad sea mayor que la
mía. Tú corrompiste a Mercedes, ¡eso es!... yo también estoy cansada de
sufrir en silencio, como los animales que no saben hablar...
Tenía los ojos brillantes, y sobre sus mejillas, coloreadas por la
indignación y el sufrimiento, corrían dos regueros de lágrimas. Don
Pedro la escuchaba perplejo, casi con terror. Ella continuó:
--Tus errores son más difíciles de corregir que los míos... Tú eres el
verdadero corruptor de Mercedes, su verdadero iniciador... ya que tus
libros la enseñaron lo que nunca debió saber... Por tanto, eres el
principal causante de cuantas desgracias sobrevengan... ¿Lo oyes?...
¡Tú, tú... y nadie más que tú!...
Era la primera vez que la madre se rebelaba en la esposa; pero
inmediatamente, extenuada por su propio esfuerzo, se tapó el rostro con
ambas manos y continuó llorando.
Entonces hubo una escena horrible, una de esas tragedias sin sangre que
no se olvidan nunca. Don Pedro se había dejado caer sobre el sillón,
sollozando, maldiciendo de sí mismo, renegando de su obra.
¡Ah!... Los artistas, pensando siempre en lo bello, rara vez se acuerdan
de lo bueno; la naturaleza hizo a muchos de ellos impotentes, y la
sociedad les condenó a eterna pobreza; son seres desequilibrados,
malditos, que no debían casarse nunca. Los pintores, los literatos, los
músicos, también son actores, puesto que se erigen en intérpretes de la
realidad y a fuerza de explicar lo que otros ven y sienten, concluyen
por vivir apartados del mundo, sin verdadero carácter, convertidos en
melancólicos polichinelas de la vida.
--¡Tienes razón, tienes razón!--repetía don Pedro--: yo emponzoñé el
alma inocente de Mercedes con el dulce veneno que mi espíritu perverso
derramó en millares de páginas; yo he caldeado su fantasía y encendido
la antorcha voluptuosa de los deseos; en vano pretendo dominar ahora la
ensoberbecida marejada de sus pasiones; la juventud es invencible y en
ella «una fuerza superior», como dijo la desposada de Corinto, «ha
levantado la piedra»... ¡Es verdad!... Yo la he corrompido, yo soy su
seductor... Es un drama horrible... un drama incestuoso como el de Lot
poseyendo a sus hijas...
Y se retorcía las manos desesperado, recordando los artículos que
críticos eminentes escribieron contra la dudosa moralidad de sus libros,
y que él refutó bizarramente y con más elocuencia que buena fe. Pero ya
era inútil defenderse, el daño estaba hecho. Gómez-Urquijo comprendió
que los elementos más diversos se conjuraban en contra suya, como
obedeciendo a los nefastos designios inexplicables del Destino: Carmen,
Nicasia, Roberto, hasta el mismo Pablo Ardémiz con sus trazas de viejo
truhán y Mme. Relder, que en mala hora despertó en Mercedes la afición a
la música, todos eran enemigos que llegaban, como salteadores en
cuadrilla, a arrebatarle su última ilusión.
Ante aquella perspectiva siniestra, Gómez-Urquijo dejó caer los brazos
con el abandono del hombre que se rinde, experimentando una sensación
que su espíritu levantado no conocía: la sensación de su propia
debilidad y pequeñez.
Hubo un largo intervalo de silencio durante el cual el reloj continuó
rimando, con su tic-tac devorador, el siniestro desfile de lo que no
vuelve. Doña Balbina atisbaba al anciano por entre los pliegues de su
delantal. Nunca le había visto así, tan abatido, tan poco seguro de sí
mismo, y su conciencia empezaba a acusarla de haberle tratado
cruelmente; ella debía haber puesto más tiento en sus observaciones,
más urbano comedimiento en sus ataques, y no aniquilarle, arrojándole de
pronto a la cabeza el mundo de sus libros; aquellos libros escritos con
tanto cariño y defendidos con tanto celo. Entonces Balbina Nobos se
acercó a don Pedro.
--Perdóname--dijo--; comprendo que hice mal hablándote así y
entrometiéndome en asuntos que no entiendo. ¿Qué puede alcanzárseme a mí
de si tus obras son malas o buenas?... Seguramente son excelentes,
cuando a mí, que soy muy torpe, me gustan tanto... ¡No hagas caso!... Yo
tengo un geniecillo venenoso, arrebatado... y cuando me disparo soy
terrible. Luego me pesa, te lo juro, y por castigarme sería capaz de
darme de cabezadas contra la pared. Perdóname, Pedro... Pedro... di que
me perdonas...
Le acariciaba, le besaba los cabellos, y eran simultáneamente risibles y
conmovedoras las súplicas de aquella pobre vieja que, siendo una
cordera, se acusaba formalmente de ser una loba.
--No te desesperes--agregó--; no te pongas así... Nuestra hija es dócil
y volverá al buen camino si, como no creo, ha llegado a separarse un
ápice de él. Tiene fácil remedio. Afortunadamente, nada ha sucedido.
Vaya, consuélate y perdóname... oye, Pedro, abrázame tú también...
Gómez-Urquijo la abrazó.
--Te perdono--dijo--; ya sabes que no puedo alimentar contra ti rencor
ninguno; pero déjame solo, necesito reflexionar.
Balbina Nobos se marchó y don Pedro continuó sentado, inmóvil, los ojos
fijos sobre su mesa de trabajo, mirando instintivamente un libro, _Eva_;
la novela que había puesto en manos de Mercedes las llaves de la vida.
A la mañana siguiente, muy temprano, Gómez-Urquijo penetró en el
dormitorio de su hija. Mercedes acababa de levantarse. Las emociones de
la víspera, el sufrimiento y la falta de sueño, habían acentuado los
rasgos de su semblante: tenía la nariz más aguileña, los labios más
finos, el color más quebrado, los ojos más brillantes y agudos, el pelo
más negro, desigual y voluntarioso, cubriendo la frente con un casco de
endrina. Al ver a su padre, la joven se levantó prestamente del
silloncito que ocupaba.
--Le esperaba a usted--dijo.
--¿A mí? ¿Para qué?...
--¡Oh!... Para escuchar lo que tuviese usted que decirme. ¿No desea
usted hablar conmigo?...
--Sí, en efecto.
Aquel recibimiento, un poco altanero, había desconcertado a
Gómez-Urquijo quien, durante la noche, estuvo ideando un plan de
reconciliación y de paz. Mercedes le miraba fijamente, y en la expresión
de sus ojos y en la firmeza de su voz vibraba la confianza que tiene en
sí mismo aquél que adoptó una resolución inquebrantable.
--Anoche--dijo don Pedro sentándose--te causé un disgusto muy grande.
--Mayúsculo, sí... un disgusto enorme.
--Tú a mí también.
--¿Sí?...
--¡Naturalmente!
--¿Por qué?... La conciencia no me acusa de nada... Yo salía en busca de
una amiga... eso fue todo.
--Puesta la cuestión así, como tú la presentas--replicó el anciano--,
parece, realmente, que pequé de injusto y arrebatado; pero tú misma
reconocerás que abonan mi conducta muchas y muy poderosas razones
disculpadoras...
Hubo una pausa durante la cual Mercedes permaneció cruzada de brazos,
sondeando al anciano con sus ojos imperturbables de hebrea, secos y
duros.
--Al sorprenderte anoche en el portal--continuó don Pedro--mi sensible
corazón de viejo padeció el choque de una emoción extraordinaria. Yo,
hija mía, fuí siempre un hombre sencillo, un hombre bueno que vivió
dedicado en cuerpo y alma a su familia y al trabajo; en mi existencia no
hay enredos novelescos ni incidentes dramáticos, ni viajes peligrosos,
ni nada de eso que forma la entretenida historia de los aventureros; mi
pasado sólo encierra un drama, un espantoso drama que preside todos los
capítulos de la vida: la tragedia de mis luchas artísticas, de mi
combate por la gloria y por el bienestar de los seres que habían ligado
el sosiego de mi porvenir a las incertidumbres de mi corta suerte:
primero trabajé por tu madre; cuando naciste tú, mis afanes se
triplicaron y continué batallando por ella y por ti... Sí, Mercedes, por
ti más que por ella... ¡yo no sé qué tiene el amor de los hijos que nos
roba del corazón la pasión de la mujer!...
Los ojos de la joven habían dulcificado su expresión; la voz de
Gómez-Urquijo resonaba tranquilamente, dulce y acariciadora como sonrisa
maternal.
--A ti, que eres ya mujer, y mujer discreta--prosiguió don Pedro--,
puedo confiártelo todo. Hace quince o veinte años, mi hogar lo componían
una mujer y una hija; y como entonces mis luchas eran todavía muy
grandes y la niña muy pequeña, yo no veía el mañana, absorto en la
preocupación devorante de que el hoy no anocheciese sin abrigo y sin
pan. Pero los años fueron pasando y la niña creciendo; llegó día en que
empecé a recoger el merecidísimo premio de mis afanes, y a disfrutar
algunas horas de reflexión, de vida interior, y, al verte granadita,
llena de gracia y tocando los dorados umbrales de la juventud primera,
pensé en tu porvenir, que iba a ser el consuelo de mi vejez, y en
asegurarte una posición independiente y decorosa. Desde entonces, hija
mía, me dediqué a ahorrar, a guardar con tesón de avaro los pingües
beneficios que ya me reportaba mi trabajo, ¡y todo para ti!... ¡Ya
comprenderás la dosis tan grande de cariño que necesita sentir un hombre
tan desequilibrado y despilfarrador como yo, antes de resolverse a ser
económico!... Mi vida, por tanto, es una cadena no interrumpida de
privaciones, afanes y sacrificios; para mí no reservé nada, para
vosotras fué todo; mi dinero, mi respetabilidad... y hasta me huelgo del
prestigioso renombre de mi apellido porque lo llevas tú y es tu mejor
gala...
Continuó hablando, insistiendo con pasmosa elocuencia y brío en la
generosa renuncia que siempre hizo de sí mismo, y lo estrechamente
ligadas que ella y doña Balbina estuvieron a la historia de sus luchas y
de sus menores pensamientos.
--Cuando quería describir los celos de un marido burlado, procuraba
convertirme de narrador en protagonista, en víctima, y me sugestionaba
pensando que tu madre podía engañarme; y si quería pintar la
desesperación de un padre, me torturaba imaginando que tú ya eras joven
y que un miserable calavera te seducía... Erais, pues, mis colaboradoras
más asiduas, las modelos que inspiraron mis creaciones mejores...
Mercedes escuchaba atentamente, curiosa de conocer las intimidades de
aquel gran artista y de averiguar la génesis de los libros que tan
trascendental revolución habían causado en su alma.
--Todo esto--agregó don Pedro--te ayudará a comprender mi arrebato de
anoche. Yo vivo lejos de la realidad, en el mundo engañoso de las
ficciones artísticas, pero vivo para vosotras y creyendo que vosotras
vivís también para mí... Y de pronto, al volver a mi casa, a esta casa
que es toda mi ilusión, mi preocupación única, me sorprendes tú saliendo
de ella para lanzarte a la calle, de noche, lloviendo... Yo te
pregunto:--«¿Dónde vas?»... Te veo desconcertada, repito mi pregunta y
respondes:--«A casa de Carmen»... ¡¡A casa de Carmen!!... ¿Quién es esa
mujer que tiene influjo suficiente para arrancarte del hogar que yo
sostengo para ti?...
Iba exaltándose, levantando la voz.
--Al verte salir me enfurecí sospechando que aquélla no sería tu primera
escapatoria, y la naturalidad de tu contestación confirmó mi sospecha.
«¡Voy a casa de Carmen!»... Me lo dijiste con acento ingenuo que
demostraba que a esa mujer la ves todos los días... Y además, eran las
siete de la tarde, la hora del misterio, la hora en que la juventud
inocente se cita a la salida de los talleres... Y temí que tú también
acudieses a una cita...
Hablando así Gómez-Urquijo, clavó en su hija sus ojos inquisitivos y
poderosos de taumaturgo; ella sostuvo la mirada con bizarría, pero sus
mejillas se colorearon ligeramente.
--Confiesa que no me equivoqué--agregó don Pedro.
--Se equivocó usted--repuso Mercedes con acento resuelto.
--Pues, a pesar de tu negativa, creo que muy cerca de allí, tal vez en
la calle Mesonero Romanos donde vive esa... Carmen, que te sirve para
escudo de amoríos, había un hombre esperándote, y que ese hombre era
Roberto Alcalá.
Mercedes había recobrado su aplomo y continuó negando rotundamente.
--Se engaña usted--decía--; no hay nada, absolutamente nada, de lo que
usted supone.
--¿Lo juras?
--Se lo juro a usted.
--Entonces, ¿por qué no viene Roberto a verme?
--Lo ignoro.
--¿Es, acaso, novio de Carmen?
--Tampoco lo sé.
--¿No has hablado de esto con ella?
--No.
--¡Es increíble!
--Tal vez, pero es así.
Negaba con tanta firmeza, que Gómez-Urquijo se reconoció desorientado.
--Haces mal en disimularme la verdad--dijo--; yo soy el único hombre que
te quiere desinteresadamente, el único que sueña contigo y que daría su
vida por verte dichosa...
Después, olvidando la larga historia de sus polémicas literarias, empezó
a hablar de moral llanamente, rellenando su peroración de lugares
comunes. El matrimonio es el estado perfecto del hombre; la mujer nació
para vivir en su casa, consagrada al cuidado de su esposo y de sus
hijos; la mortificación y amansamiento de las malas pasiones asegura la
pureza del espíritu; la obediencia, la humildad y el sacrificio de sí
mismo, son el verdadero manantial inagotable de toda virtud; no debe
hacerse secretamente aquello que no pueda confesarse en público; el
encanto de lo prohibido es la gran añagaza inventada por el pamplinero
genio del mal para mancillar a los limpios de corazón...
Mercedes parecía escucharle atentamente, y por sus finos labios vagaba
una sonrisa desdeñosa casi imperceptible.
--¿Y es usted quien, olvidado de lo que ha escrito, se atreve a
predicarme todo eso?--exclamó.
--¿Qué dices?
--Digo, que otras veces afirmó lo contrario de lo que ahora sostiene...
y tengo para mí que si entonces cometió error fué inconscientemente,
dejándose llevar de su temperamento, como verdadero artista que no sabe
fingir; mientras que ahora se equivoca a sabiendas, proclamando útil y
bueno lo que siempre tuvo en poco.
Fué la suya una oración extraordinaria, grito avasallador y vibrante de
la juventud que quiere reivindicar sus derechos.
--¡Usted pretende que yo sea dócil y humilde, y que reniegue de mi
imaginación y asesine mis deseos y haga caso omiso de mi voluntad!...
¡Y a eso llama usted ser buena!... ¡A no tener entendimiento, ni
corazón, ni fantasía, ni conciencia del propio mérito; a ser una
bestezuela, una pobre máquina que come y duerme y sufre sin quejarse!...
¿Cree usted que mis aspiraciones se reducen a repasar la ropa y
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