Incesto: novela original - 5

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entre ambos podría ser funesto para todos...
Hablando así, su hermosa cabeza afectaba una expresión batalladora que
parecía ceñirla en una oriflama de combate: los negros rizos de su
frente se encrespaban temblando, cual si el coraje los retorciese sobre
sí mismos; el nervioso fruncimiento de su nariz se acentuaba, las
mejillas palidecían, y bajo el doble arco de las cejas brillaban sus
ojos de obsidiana, negros y duros... Y Balbina Nobos bajaba los suyos,
cohibida por el irresistible poder magnético de aquella mirada grave y
despótica de Gómez-Urquijo, el mismo entrecejo autoritario, la misma
voluntad de hierro que la había tiranizado durante treinta años de
matrimonio...
De este modo doña Balbina, temiendo provocar un disgusto entre padre e
hija, y no hallando en la conducta de ésta nada muy reprensible, aceptó
como buena y aun necesaria la repetición cotidiana de aquellos paseos,
ocultándolos y convirtiéndose así en cómplice inconsciente de Mercedes.
Estas condescendencias maternales las aprovechaba la joven hábilmente
para ver a Roberto, y las pequeñas dificultades que había de vencer para
salir sazonaban su amor con un encanto inexplicable.
Roberto siempre acudía puntualmente al lugar de la cita y, arropado en
su capa, empezaba a pasear la calle de Mesonero Romanos, pero sin
asomarse nunca a la de Jacometrezo, temiendo que desde los balcones de
su cuarto doña Balbina le columbrase. Generalmente, el tiempo era
desapacible; la luz de los faroles reflejaba sobre el empedrado húmedo y
el aire que ascendía del fondo de la retorcida calleja como un eructo de
cloaca, venía impregnado de un fuerte olor a tierra mojada. Los hombres
pasaban embozados hasta los ojos; las mujeres, todas obrerillas que
salían del trabajo, iban de prisa, arrebujadas en sus mantones, y
Roberto las miraba fijamente, recelando siempre la eventualidad de una
sorpresa. Después llegaba Mercedes, corriendo y mirando hacia atrás, y
había tanto sobresalto y tanta felicidad en sus ojos, que algunos
transeúntes volvían la cabeza. Las palabras de su saludo, aunque
vulgares, acariciaban los oídos del actor como un arpegio.
--Ya estoy aquí--decía.
--Gracias, mujer...
Se cogían del brazo y juntos echaban a andar hacia la calle Abada: ella,
contenta por haber venido sobreponiéndose a obstáculos, en su concepto
enormes; él feliz también, sintiendo sobre su brazo el brazo de la
eterna Deseada, con su cabellera corta y fuerte, y los negros ojos
brillando febriles sobre sus pálidas mejillas de hebrea.
La pasión de Mercedes iba exaltándose paulatinamente. Si a Roberto
hubiese podido recibirle en su casa, con la prosaica tranquilidad que
aburre las horas de los noviazgos por conveniencia, seguramente le
hubiese amado menos. En los libros de su padre aprendió a querer lo
prohibido, lo anormal, lo peligroso, todo aquello que el espíritu de
Gómez-Urquijo había sentido como nadie y descrito con prodigiosos
refinamientos de observación, colorido y relieve... Por eso quería a
Roberto con ardor expansivo que trascendía a las calles que paseaban y a
la esquina donde solían detenerse a echar el párrafo de despedida; y
quería todo aquello porque Roberto Alcalá, a fuer de actor meritísimo,
sabía dar encarnación real y palpitante a cuantas engañosas visiones
novelescas ella amaba... Las mujeres tienen predilección por los
artistas en general, y muy especialmente por los actores; sin duda
porque en ellos, como en el alma femenina, todo es superchería y
fingimiento.
Los domingos, Roberto trabajaba en el teatro por la tarde; Mercedes sólo
podía verle un instante por la mañana, durante la misa de doce; pero
aquello no era casi nada; la joven iba siempre con su madre y el actor
tenía que conformarse con verla desde lejos: una mirada ardiente, dulce,
venenosa, que arrojaba sobre ella como un venablo, a través de aquel
ambiente impregnado de olor a incienso y por encima de una multitud de
devotos arrodillados.
Durante aquellas entrevistas cotidianas, Roberto Alcalá practicaba
difíciles operaciones de observación y análisis; su cariño crecía y se
impacientaba, y comenzaba a sentir deseos vehementísimos de triunfar
pronto.
«El amor--dice Balzac--tiene sus grandes hombres desconocidos, como la
guerra tiene sus Napoleones, y la poesía sus Andrés Chénier, y la
filosofía sus Descartes...» Roberto Alcalá atesoraba alguna de estas
cualidades que poseen los fuertes conquistadores de corazones femeninos.
Insensiblemente, para no asustar a Mercedes, pero también sin
interrupción ni vacilaciones que la permitieran recobrarse de sus
sorpresas y derrotas, iba avanzando, domeñando su levantisca condición
y descubriendo el verdadero temple de su virtud.
Cierta noche cogió entre sus manos una de Mercedes y empezó a
acariciarla.
La joven retiró el brazo.
--No me toques--dijo.
--¿Por qué?...
--Porque... no está bien.
Roberto pareció admirarse.
--¿Cómo?--dijo--. ¿De suerte que la mano, abandonada en señal de cariño,
es un crimen... y dada fríamente y en señal de despedida, es una
cortesía? ¡Bonita lógica!...
Y como aquel sofisma, realmente tenía las tranquilizadoras apariencias
de una verdadera razón, Mercedes se dejó convencer y entregó su mano:
una manecita suave, regordetilla, salpicada de hoyuelos, que prometía
muchas caricias.
Otra vez, en un arrebato de pasión, cogió a Mercedes por el talle
violentamente; ella bajó la cabeza para huir un beso de Alcalá y, con
esa propensión instintiva que las hembras tienen a la defensa, procuró
desasirse.
--¡Déjame!...
--No quiero, ven.
--¡Oh!... Eres brutal...
Mas él se impuso por la fuerza.
--Sí--dijo--, soy brutal... Lo soy porque tu belleza, cegándome, me
obliga a serlo. ¡Ojalá puedas inspirarme siempre igual pasión! El día en
que me veas correcto, respetuoso, indiferente a tus seducciones,
hablando contigo fríamente, sin ocurrírseme coger entre mis manos las
tuyas y sin que a mis ojos alumbre el vicioso resplandor de los deseos,
puedes jurar que todo ha concluído entre nosotros...
Estas conversaciones ofrecían puntos de vista muy notables; pues en
algunas ocasiones, mientras Roberto retorcía sus frases, inventando
tropos y lindezas para no decir crudamente algo que lastimase el
virginal recato de Mercedes, ella, sabiendo de antemano adonde iban
encaminadas tan sutiles retóricas, reía por dentro, segura de conocer
todo y más de cuanto el actor pudiese decir.
Una noche encontró Mercedes que Carmen, Roberto y otro individuo a quien
no conocía, estaban esperándola. La joven pareció muy sorprendida.
--Es--dijo Carmen--que necesito ir a la calle del Almirante en busca de
cierta amiga que ha de entregarme unos bordados. He citado a mi novio
aquí, para que vayamos todos juntos y le conozcas...
Seguidamente, sin advertir el gesto de disgusto que contrajo el
semblante de Mercedes, procedió a la presentación.
--Luis Herrera, mi novio... Uno de nuestros desocupados más
simpáticos...
El aludido se inclinó. Era un muchacho de veintitrés años, alto y
delgado, con grandes ojos azules muy tristes, encajados en un rostro
complaciente que reía siempre, no bien le miraban, con una sonrisa que
parecía haberse enfriado en sus labios. Mercedes saludó
ceremoniosamente, y Luis Herrera volvió a inclinarse, procurando no ser
antipático, pues sabía que la joven amaba a Roberto y el cariño que una
mujer profesa a un hombre envuelve cierto desprecio para los demás.
Los cuatro permanecieron inmóviles, formando un grupo, esperando la
orden de ponerse en camino.
--¿Qué? ¿Vamos?--preguntó Carmen.
--Está lloviznando--repuso Mercedes--: además, es tarde; son las siete
y minutos, y yo a las ocho he de estar en casa; tenemos poco tiempo...
--Sí, mujer; yo también necesito volver temprano... Todo se reduce a
correr un poquito.
Mercedes miró a Roberto Alcalá con ojos interrogadores, pidiéndole
consejo.
--Bueno--repuso el actor--, atajando por aquí hacia la calle de la
Montera, llegaremos en seguida a la del Barquillo, y antes de una hora
podemos estar de vuelta. La lluvia es lo de menos...
--Ea, pues--interrumpió Luis--, no perdamos tiempo.
Todos echaron a caminar prestamente, siguiendo el itinerario trazado por
Roberto.
--¿Has visto?--musitó Mercedes--; estos mentecatos han venido a
estropearnos la noche...
Carmen y Luis Herrera iban delante, charlando alegremente, despicándose:
de vez en cuando ella rompía a reír estrepitosamente, echando la cabeza
hacia atrás, y él la pellizcaba el brazo o las caderas, como queriendo
castigarla.
--¡Qué loca!--exclamó Mercedes sobrecogida por aquel nervioso contento.
Y agregó sin poder contenerse:
--¡Cualquiera creería que son amantes!
Roberto Alcalá se encogió de hombros, significando que aquello era
natural y que no le importaba.
Cuando cruzaban la plaza del Rey, Carmen vió a su amiga: una madrileña
neta, bajita, delgada, con mucho negro y mucha luz en los ojos.
--Adiós, Lola, en busca tuya íbamos... ¿Y los bordados?
--Mañana te los daré; la señora que había de traérmelos me envió esta
tarde un recado, diciendo que está enferma.
Mientras las dos mujeres hablaban, Roberto y Luis Herrera saludaron al
individuo que acompañaba a Dolores.
--Adiós, Juanito...
--¡Hola, queridos!...
--¿Dónde vas?
--¿Qué sé yo? ¡Por ahí!... Por donde van las mujeres y el humo...
Era un joven de mediana estatura, elegante y simpático, de nariz
aguileña y ojos acerados de mirar muy firme.
--Pues nos hemos topado por una casualidad--exclamó Dolores
dirigiéndose a los hombres.
--¿Por qué?--dijo Luis.
--Porque hoy--interrumpió Romero--habíamos resuelto ir a las Ventas.
Pero como Lola es una burguesita que siempre, después de almorzar, tiene
el aristocrático vicio de dormir la siesta... ¿Pueden ustedes creer que
se ha levantado hace un momento?
--Calla, parlanchín.
--¡Contento me tienes!--repuso Juanito--. ¡No me hagas hablar!...
No deseaba otra cosa.
--¡Que se sepa!--exclamaron todos.
Se habían detenido en la acera del Circo de Price, acercándose cuanto
podían a la pared para resguardarse de la llovizna que continuaba
cayendo.
--¿Para qué?--repuso Juanito--; mi cuento cabe en dos palabras; un
cuento viejo, muy triste y muy humillante para mí... Conviene advertir
que esta tarde, precisamente, Dolores, antes de dormirse, había jurado
quererme mucho, idolátricamente, y que yo la creí... Pasó una hora.
Viendo que no despertaba, la llamé. Ella continuaba tendida en un diván,
alentando blandamente; una leve sonrisa embellecía sus labios
entreabiertos, y su rostro tenía esa placidez que debe de producir la
suprema bienandanza. No obteniendo contestación, me senté a su lado,
movido repentinamente por el capricho de arrullar su sueño con un canto
de amor...--«Dolores, Lola de mi alma, ¿te acuerdas?...» Se lo fui
recordando todo: dónde nos conocimos, nuestras primeras impresiones, los
primeros balbuceos de nuestra pasión...
--¡Qué embustero!--interrumpió la joven--, ¡qué modo de inventar... no
le hagan ustedes caso!...
Juanito continuó:
--Aburrido de aquel inútil discurso, me levanté y empecé a pasear la
habitación, murmurando de vez en cuando: «Lola, niña mía, ¿no oyes? ¿No
presientes que soy yo quien te llama?...» Y ella, nada... ¡sin
despertar!
Todos reían. Romero prosiguió con aire grave y sentado.
--De repente, al acercarme a un lavabo para arreglarme delante del
espejo... no recuerdo qué, dejé caer inadvertidamente sobre el mármol
una moneda de plata... Y entonces Lola despertó bruscamente, frotándose
los ojos, sobresaltada por aquella voz misteriosa que acababa de
susurrar en sus oídos la canción irresistible del oro.--«¿Qué
sucede?--dijo mirándome--. Creí que me llamabas...»
--Por eso, desde hoy--concluyó Juanito--, no creo que haya mujeres que
amen desinteresadamente...
Todos celebraron el sabroso pique de la ocurrencia. Después las tres
parejas, obedeciendo a una indicación de Carmen, emprendieron el regreso
por la calle Infantas.
--¿Quién es ese muchacho?--preguntó Mercedes a Roberto en voz baja.
--Es Juanito Romero; una bala perdida de Madrid...
--Y Dolores, ¿es novia suya?
--Probablemente, será su querida...
Mercedes y Roberto iban delante, caminando lentamente, trabados del
brazo. De pronto Alcalá volvió la cabeza para ver a su amigos que iban
muy lejos.
--Mira qué juntitos vienen ésos--dijo--, parece que van besándose...
Y agregó bruscamente:
--¿Quieres que yo te bese?...
Mercedes, asustada, le miró de hito en hito abriendo desmesuradamente
sus ojos luminosos.
--¿Te has vuelto loco?--repuso.
--No... Pero te quiero mucho y la felicidad de ésos me causa envidia.
Vamos... ¿quieres?...
Se inclinaba hacia la joven, disponiéndose a cumplir su oferta. Mercedes
se retiró, acercándose cuanto pudo a la pared.
--Estate quieto... No me ofendas confundiéndome con estas mujeres de
todo el mundo.
Pero Alcalá empezaba a perder la cabeza, mareado por el loco deseo que
en él encendían las esquiveces y hermosura de la Deseada.
--No seas hipócrita--dijo--; si tú me quieres, necesariamente debes
comprender la legitimidad de mi deseo. Se besan los padres y los hijos,
se besan los esposos, se besan las amigas, se besan los que se
quieren... y yo, adorándote con toda el alma, ¿por qué no he de besarte
también?
Mercedes le miró enternecida, subyugada por la voz doliente del actor,
aquel galán apasionado, irresistible, que había visto en el teatro
arrollando la virtud de tantas mujeres.
Atravesaban la calle Fuencarral y siguieron la de San Onofre; al llegar
a la de Valverde torcieron a la izquierda; en aquel momento la esquina
les ocultaba a los ojos de sus amigos.
--Dame un beso--exclamó Roberto sujetando a Mercedes por las manos.
Ella sofocó un grito.
--No, aquí no... Pueden vernos...
--No temas... vienen muy detrás... ¡Acércate!...
Y cogiendo a la joven por el cuello, obligóla a derribar la cabeza hacia
sí y la besó en los labios. Luego se apartó, echándose a reír para
disimular su atrevimiento. Mercedes siguió caminando sin levantar la
vista del suelo; tenía los ojos brillantes, su cuerpo temblaba, y una
ola de sangre, que era todo un poema de candor ofendido, arreboló su
pálido semblante de hebrea: no supo decir más; el pudor es el lenguaje
de las mejillas.
Al llegar a la calle Desengaño, Mercedes y Carmen se despidieron
rápidamente de sus acompañantes, dirigiéndose hacia la de Jacometrezo,
por el callejón de los Leones. En aquel instante, don Pablo Ardémiz
salía de un portal. Mercedes bajó la cabeza, ocultándose el rostro con
su toquilla y el anciano pasó sin saludar.
--Creo, sin embargo--murmuró la joven--, que ese viejo marrajo me ha
visto...
Y agregó, mirando a su amiga:
--Tengo calor. ¿Cómo estoy?
--Muy colorada. Parece que te has embadurnado el rostro de bermellón.
Luego se despidieron, citándose para el día siguiente, a la hora de
clase.
La joven atravesó el portal de su casa corriendo, subió las escaleras
sin descansar y llegó a su cuarto sofocadísima, ahogándose. Su madre la
recibió.
--¿De dónde vienes?
--De casa de Carmen. Hemos estado examinando unos bordados preciosos que
ha hecho Dolores, una amiga suya... ¿Ha venido papá?
--No...
Doña Balbina la miraba deletreando la verdad sobre el rostro de Mercedes
con sus inocentes ojuelos de mujer sencilla. Después la pasó la mano por
la cabeza y por los hombros.
--¿Llueve?--preguntó.
--Sí...--repuso Mercedes vacilando.
--Estás mojada; cualquiera creería que vienes de muy lejos.
--No, es que llueve bastante. Carmen ha venido conmigo hasta aquí... Al
salir de su casa vimos a don Pablo Ardémiz... El pobre iba tan absorto
en sus cavilaciones, que no me reconoció...
Las mutaciones que iban turbando el ánimo de Mercedes eran de tal
consideración y cuantía, que doña Balbina, a pesar de la poquedad de sus
alcances, llegó a entrever la existencia amenazadora de un grave y
peligroso secreto que exigía resolución perentoria.
No sintiéndose capaz de hacer nada por sí, doña Balbina visitó a su
confesor, don Fernando Almonacid, varón entrado en años, doctísimo,
bueno y muy ducho en toda clase de asuntos mundanos; mas como la anciana
no supo concretar bien sus preguntas, ni puntualizar la situación moral
de Mercedes, y Almonacid no era hombre que juzgase por impresiones, la
consulta resultó inútil, limitándose doña Balbina a deplorar su corta
suerte y los recelos que la inspiraba el incierto porvenir de aquella
hija, y a escuchar de labios de don Fernando análogos consejos a los
que en otro tiempo le dió Gómez-Urquijo: que observase a Mercedes, que
ganase su confianza, que descubriese los íntimos anhelos de su alma, o
con sutiles raposerías de diplomático o con halagos... y otras discretas
observaciones de este jaez.
Los meses, sin embargo, iban transcurriendo sin que ningún
acontecimiento rompiese la monotonía de aquel hogar; el tiempo
continuaba ejerciendo sobre los espíritus sublevados su bienhechora
acción sedante, y como Gómez-Urquijo parecía curado de sus antiguos
temores, y doña Balbina por nada del mundo se hubiese atrevido a
revelarle los suyos, todo fue aquietándose y borrándose bajo el manto
del olvido pacificador.
Así fue pasando aquel invierno y llegó el verano, con sus cálidas noches
cuajadas de estrellas.
Por aquella época adquirió doña Balbina la convicción de que Mercedes y
Roberto Alcalá estaban en relaciones.
Una noche fueron ella y Mercedes al circo de Price para ver a _Tik-Nay_,
el payaso inimitable, que sabía dibujar con sus donaires una sonrisa
sobre los labios más tristes.
En el callejón de butacas encontraron a Roberto, que inmediatamente se
acercó a saludarlas. Hablaron un momento.
--¿Y don Pedro?--preguntó el actor.
--Bien--repuso doña Balbina--; los volatines le aburren y no quiso
acompañarnos. Luego vendrá. Y usted, ¿no tiene hoy función?
--No, señora; afortunadamente...
Y se separaron; durante el primer entreacto volvieron a reunirse y doña
Balbina advirtió que, a pesar de hallarse Roberto con varios amigos en
un palco muy distanciado de las dos sillas que ellas ocupaban, no apartó
en toda la velada sus ojos de Mercedes.
Noches después volvieron a encontrarle en el pórtico de Apolo, momentos
antes de comenzar la segunda función. Entonces Balbina Nobos recordó que
durante el día Mercedes había demostrado gran interés en ir al teatro, y
que aquel encuentro bien podía ser una cita.
--Yo no tenía ganas de salir--exclamó la anciana queriendo disculpar la
modestia con que ella y su hija iban vestidas--, pero Mercedes empezó a
decir que estaba triste, que se aburría, y como es muy testaruda... fué
necesario complacerla.
Roberto miró a la joven sonriendo, orgulloso de que tuviese tanto
interés en verle.
--Por eso vamos a una localidad modesta--añadió doña Balbina--; creo que
nuestros asientos son de anfiteatro principal.
--A eso, precisamente, voy yo--repuso Roberto.
--A ver, mamá--dijo Mercedes--¿qué número tienen nuestras localidades?
Balbina Nobos le entregó los billetes, murmurando:
--Míralo tú... yo no veo bien...
--Tenemos el tres y el cinco...
--Yo, el siete--dijo Roberto.
--¡Qué casualidad!--exclamó la joven--; entonces estaremos juntos y me
alegro,.. Dos mujeres solas no tienen representación en ningún sitio...
Continuó hablando, queriendo desvanecer una sombra de tristeza y
disgusto que había endurecido momentáneamente los cariñosos ojuelos de
su madre.
Aquella noche experimentó Mercedes impresiones de nuevo y regaladísimo
sabor. Balbina se había sentado a su izquierda, Roberto a su derecha, y
los tres muy juntos, porque todos los asientos estaban ocupados.
Mercedes sentía que las manos viciosas de Roberto la pellizcaban
disimuladamente las caderas, y que las rodillas del actor buscaban las
suyas: luego, para hablarse, tenían que hacerlo quedamente y aproximando
mucho sus cabezas: entonces sus alientos se confundían, los cabellos de
la joven rozaban la frente de Alcalá, y ambos sentían sus cuerpos
estremecidos por un voluptuoso calofrío magnético. Cuando salieron del
teatro, doña Balbina creyó ver que Roberto entregaba a Mercedes un
billetito plegado en varios dobleces.
En los días siguientes doña Balbina Nobos habló largamente con su hija,
batallando por obtener la confesión de aquellos amores. Mercedes estuvo
impenetrable. Juró no haber visto a Roberto Alcalá más que una sola vez,
en casa de Carmen; negó que estuviesen citados en Apolo, y hasta tuvo
valor y disimulo suficientes para asegurar que aquel hombre no le
interesaba... Doña Balbina no creyó tales asertos, pero hubo de
conformarse y dar el incidente por terminado, segura de quedar siempre
vencida.
Con la llegada del otoño volvieron a abrirse las clases del
Conservatorio, y Mercedes y Roberto pudieron reanudar sus citas
nocturnas. La joven refirió al actor las sospechas de doña Balbina y los
inconvenientes que había de vencer para salir. Su relato fué muy
conmovedor, muy exagerado.
--Mi madre cree que somos novios y ha querido obligarme a confesar la
verdad.
--¿Y qué hiciste?
--Negarlo todo.
--Muy bien... porque seguramente será hostil a nuestros amores.
Aunque quería mucho a Mercedes, sin saber por qué se ufanaba de mantener
su cariño en el misterio: temía la formalidad de las relaciones
oficiales, los inconvenientes que acaso ofreciese Gómez-Urquijo a la
continuación de aquel noviazgo, o, en caso contrario, el matrimonio que
llegaría tranquilamente, por sus trámites contados, asesinando su
ilusión entre dos artículos del código civil...
--Sí--replicó--, hiciste bien...
--Eso creo yo...
Y lo creía instintivamente, sin razón alguna, como sienten los hechizos
del pecado las grandes pecadoras innatas; aleccionada, tal vez, por su
padre, cuyos libros la enseñaron a ver en lo prohibido el milagroso e
inagotable manantial de las ilusiones.
Hablando así bajaban por la calle Salud, en dirección a la del Carmen.
--En último caso--dijo Roberto--yo no sentiría que esto se supiese, si
tú...
--¿Qué?
--Si tú... me quisieses mucho.
--¿Cómo?--dijo Mercedes riendo--. ¿No estás seguro de mi cariño?
--No.
--¿Qué te falta, pues? ¿Qué pruebas de amor necesitas?...
--¡Muchas!... ¿Acaso he recibido algún testimonio convincente,
irrecusable, de tu amor?... Sí, Mercedes, aunque tarde, he llegado a
persuadirme de que tú, poco más o menos, eres desconfiada y previsora
como todas.
--¿Por qué dices eso?...
--¡Oh!...
--No comprendo.
El calló, encogiéndose de hombros.
--¿Tienes ganas de reñir?
--Tengo ganas de que hablemos francamente.
Ella le miró de hito en hito, no sabiendo cómo rehuir el turbión que la
amenazaba. Desde hacía poco tiempo los deseos de Roberto se
impacientaban, su obstinación era mayor, sus ataques más rudos, y
Mercedes temía aquellas trifulcas que siempre arrancaban de su virtud, y
en beneficio de su amor, nuevas concesiones.
--¿Cómo quieres--prosiguió Roberto Alcalá--, que ponga yo confianza en
una mujer que no la tiene en mí?... Porque reconocerás que sigues usando
conmigo casi los mismos miramientos que empleabas los primeros días.
Hoy, como entonces, he de robarte los besos, y... o eres una hipócrita
actriz consumada en el arte del fingimiento, o mis caricias son un
suplicio para ti.
Llegaron a la calle del Carmen, atravesando por Rompe Lanzas hacia la de
Preciados, y continuaron bajando la cuesta de Capellanes.
--¿Qué quieres de mí?--preguntó Mercedes.
--Todo...
--¿Todo?
--Sí, eso es... una prueba muy grande, una especie de lazo irrompible
que te impida ser de nadie... ¡De nadie, más que mía!... Pues siguiendo
como hasta aquí, resulta que yo te he dado mi corazón sin que tú me
hayas hecho entrega del tuyo.
La había cogido fuertemente por un brazo, mirándola con ojos glotones,
acercando su rostro al de ella como para morderla; mientras la joven se
estrechaba contra la pared, vacilante, mareada por aquel vaho de pasión.
Continuaron hablando: él iba exaltándose; ella volvió a preguntar:
--¿Qué quieres de mí?...
--Quiero que seas mía.
--Cuando nos casemos.
--¡Cuando nos casemos... o antes!--gritó el actor--; mi pasión no
soporta condiciones... ¡ni aun aquéllas que concibió la repugnante
previsión de la mujer amada!...
No pudo seguir hablando, tan grande era su exaltación. Mercedes también
callaba, sobrecogida de temor. Su primer impulso, al oír las atrevidas
exigencias de Roberto, fué de indignación y protesta; pero muy luego se
tranquilizó, recordando que tiene algo de axiomático y de fatal el hecho
de que los hombres, cuando lograron ser muy queridos, consiguen de sus
amadas todos los favores. Los dos se habían detenido inconscientemente
delante de un portal; luego reanudaron su paseo.
--No te extrañe de este arrebato mío--dijo Roberto--; realmente, hoy
cuento tantos motivos para desesperarme, como ayer, pero es que los
recuerdos van siempre en traílla: por eso la exaltación provocadora de
los grandes crímenes está formada por ideas y pasioncillas pequeñas,
insignificantes en sí mismas, como los torrentes son el terrible y
devastador resultado de muchas gotitas de lluvia...
Iban a dar las ocho.
--Es muy tarde--dijo Mercedes--, vámonos a casa, no quiero sufrir por un
desagradecido como tú nuevos disgustos.
El regreso lo emprendieron por la solitaria calle de Tetuán, buscando la
de Jacometrezo. Continuaban disputando. Cuando llegaron a la calle
Mesonero Romanos, esquina a la de Abada, se detuvieron para despedirse.
--Es necesario que seas mía--murmuraba él.
--Yo no soy esclava de nadie.
--¿No?...
--No... nunca...
--Sin embargo, yo lo quiero...
Volvía a acercarse a Mercedes, alentando sobre ella, como queriendo
abrasarla en una atmósfera de fuego. Mercedes, en efecto, concluyó por
sentir que aquel deseo la producía un malestar físico.
--Sepárate--murmuró--; me haces daño... me ahogo...
Roberto Alcalá, reprimiéndose con gran esfuerzo, dió un paso atrás.
En aquel instante resonó hacia el fondo de la calle un confuso estruendo
de voces, desde la más baja a la más tiple, que gritaban a la vez. El
tumulto iba en aumento: eran vendedores del _Heraldo de Madrid_ que se
acercaban pregonando algún acontecimiento sensacional. Subían corriendo
desalados, llevando en la mano los periódicos extendidos para mejor
atraer la atención de los transeuntes, y repitiendo todos el mismo
pregón:
--¡El _Heraldo_, con los detalles del crimen de la calle Pozas!...
Aquel crimen, referido ya por los periódicos de la mañana, pertenecía al
número de los llamados «pasionales». Un cajista que había matado por
celos a una cantadora de café...
Los vendedores pasaban corriendo y voceando emocionados, cual si
realmente fuesen portadores de una gran noticia.
--¡_Heraldo, Heraldo de Madrid_, con todos los detalles del crimen de la
calle Pozas y las últimas declaraciones del asesino!...
Y había algo muy triste en aquel pregón que arrastraba por las calles de
Madrid el recuerdo de un crimen, y que los vendedores repetían con
ahinco, ganosos de allegar dinero, como si el charco de sangre que
derramó una puñalada de celos, fuese para ellos arroyo santo que, como
el Darro o el Jordán, acarrease también pepitas de oro.
Aquel vocerío, en virtud de una inexplicable asociación de ideas,
aumentó la rabiosa exaltación de Roberto.
--Nosotros concluiremos así--murmuró--; tú en el cementerio, yo en
presidio.
Mercedes quiso sonreír.
--¡Tonto!
Pero él había vuelto a sujetarla por un brazo y la zarandeaba bravío.
Algunos transeuntes curiosos volvieron la cabeza.
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