Incesto: novela original - 4

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o poniendo su casa a disposición de los que no pueden exhibir su pasión
públicamente; las entrevistas en los cafés poco concurridos de los
arrabales, los paseos en coche... Y además las cartas, las horribles
cartas hinchadas de juramentos hiperbólicos y de promesas
soliviantadoras, los disgustos que reavivan el amor, las dudas, los
desdenes, los celos; y luego las escenas más íntimas. Aquellas tardes
invernales pasadas en el voluptuoso recogimiento de los dormitorios,
esas capillitas modernas sabiamente preparadas para el culto de la diosa
Carne, especie de abismos perfumados, donde los amantes cumplen poco a
poco la siniestra profecía de Malthus. A través de los cristales de la
ventana, se ven pasar los copos de nieve cayendo unos tras otros en
catarata inagotable desde la inmensidad del cielo gris; junto a las
paredes, los muebles abocetan tímidamente sus suaves panzas de raso o
felpa; sobre el suelo alfombrado, los cortinajes de la puerta, inmóviles
y tristes como telarañas abandonadas, arrastran sus flecos obscuros; el
ambiente, que huele a perfume y a cuerpo de mujer joven, produce una
sensación de enervamiento, de laxitud inexplicables; en el hueco de la
chimenea arde un tronco de encina que cruje y se desgrana en chispas
arrojando reflejos sanguinolentos que corren por la alfombra. En el
fondo de la habitación aparece el lecho; no como aquéllos de en tiempo
del Imperio, altos y estrechos, pues las camas pequeñas son odiosas por
parecer construídas exclusivamente para dormir o gustar el placer de
prisa y sin paladearlo, como vaso de vino que los caminantes impacientes
apuran de pie delante del mostrador; sino un lecho moderno, bajito,
amplio y mullido, sepultado bajo una colgadura de terciopelo, entre
cuyos pliegues la mundana previsión del tapicero colgó una lamparilla
eléctrica.
Todo esto lo sabía Mercedes y más aún... Conocía los detalles, los
refinamientos... El espejo puesto a los pies del lecho para acicate del
deseo cansado, las prendas de vestir arrojadas aquí y allá por la
impaciencia febril de los amantes, los encantos que prestan a la mujer
las camisas de seda, tan suaves, ciñéndose y modelando las curvas del
cuerpo, y tan vistosas, con sus encajes flamencos y sus cintajos
multicolores; las caricias de las infatigables manos varoniles, el beso
en la boca, ese beso brutal, decisivo, de la posesión; y los besos en
la nuca, tan afrodisíacos, tan excitantes, flagelando la espalda con un
cosquilleo magnético que llega a los riñones... Y luego aquellas horas
de invencible emperazamiento en que ambos amantes yacen silenciosos, con
el ánimo preso en el hechizo de quererse mucho escuchando el simultáneo
tic-tac de sus dos relojes colocados sobre la mesilla de noche; el del
hombre más grave, más lento; el de la mujer más rápido, más febril; pero
avanzando simultáneamente cual si entre ellos mediase también una
corriente simpática...
Tales lecturas causaron en el carácter de Mercedes una honda revolución
que no advirtieron en los primeros momentos ni doña Balbina ni
Gómez-Urquijo: tornóse más irritable, más desigual, más voluntariosa;
las lecturas habían prestado mayor exactitud y relieve a los deseos mal
definidos que en ella provocaron las primeras emociones musicales;
dormía poco, sus mejillas palidecieron, su mirada fué más profunda, y
pasaba largos ratos en el balcón, recapacitando en la monotonía de su
existencia de mujer honrada, mirando atentamente a los transeuntes y
pensando que todos ellos tendrían, como los hombres y las mujeres de los
libros, sus amores y su citas.
Su padre, el talentoso autor de _Eva_ y de _Cabeza de mujer_, lo había
dicho. «La vida es una novela que se escribe... siempre, o casi siempre,
a gusto del autor». Y Mercedes renegaba de que en todas las páginas de
su historia el Destino fuese escribiendo los mismos párrafos.
A ratos pensaba en imitar el ejemplo de doña Balbina, tan buena, tan
resignada con su suerte, viviendo en la obscuridad, consagrada al
cuidado de su marido y de su hija: pero otros se revelaba, creyendo que
la virtud es enemiga del amor y de la risa, y que es horrible el
porvenir de las mujeres honestas, condenadas a vivir en perpetua minoría
de edad, obedeciendo a sus padres primero, a su marido después: y
entonces el matrimonio le parecía algo absurdo, una institución
monstruosa que ayunta para siempre a dos seres que tal vez habrán de
odiarse el día de tornaboda; una especie de duelo a muerte que sólo
puede terminar con la desaparición de uno de los dos adversarios. Y
Mercedes juraba que algunas mujeres, si no tuviesen esperanza de
enviudar, no se casarían nunca.
Aquellos pensamientos determinaban en la joven un estado de perpetua
excitación: siempre, sin saber por qué, esperaba algo nuevo, anormal,
que sobrevendría fatalmente y de sopetón, en forma de ser viviente o de
noticia o de carta, pero que llegaría al fin, cuando más descuidada
estuviese, a romper el aburrimiento de su vida explayando ante su
ilusión nuevos horizontes. Este remedio prodigioso lo esperaba Mercedes
continuamente, a todas horas, de un telegrama que jamás venía, de una
carta que nunca llegaba: en cuanto sonaba el timbre de la puerta acudía
al recibimiento presurosa, queriendo recibir ella misma lo que con tanta
impaciencia aguardaba, y aunque contaba sus desengaños por días, siempre
se dormía conforme, fortalecida por su convicción inquebrantable de ser
dichosa, murmurando:
--Vendrá mañana...
Así vivía, abrazada a un ensueño sin nombre.
De algo de esto habló Mercedes con Nicasia y Carmen, una tarde al salir
del Conservatorio; mas ellas, que habían leído muy poco, no supieron qué
decir.
--En los libros--afirmó Carmen--los autores escriben muchas tontunas.
Tú, de todos modos, necesitas un novio.
Y añadió bajando la voz para que Nicasia no la oyese.
--Otro día te contaré lo que hace tiempo me sucedió con Luis...
--¿Cómo?--exclamó Mercedes sorprendida de aquella revelación que no
esperaba--¿tienes novio?
--Sí.
--¿Cómo no me lo habías dicho, hipócrita?
--¡Qué sé yo!... Es amigo de Roberto; un novio muy guapo, muy decidor,
que me da muchos besos...
Y empezó a reír estrepitosamente. Mercedes no hizo ningún gesto: aquello
le parecía muy lógico, muy corriente, pues, según ella recordaba haber
leído en las novelas de Gómez-Urquijo, todos los hombres y las mujeres
que se quieren deben dormir juntos.
Carmen, amohinada por esta impasibilidad, preguntó:
--¿No te gustaría a ti también, tener un novio que te besase?...
Y Mercedes repuso con esa inconsciencia con que sostienen los mayores
absurdos morales las mujeres que prostituyeron su alma antes de violar
la virginidad de su cuerpo:
--¡Es natural!...
Por aquella época Gómez-Urquijo recibía bastantes visitas, de literatos,
actores y artistas jóvenes y ambiciosos que iban solicitando la ayuda
del afamado novelista.
Don Pedro, que madrugaba con el sol, estaba visible únicamente por las
mañanas: sus amigos podían verle sin preámbulos, pero los desconocidos
no podían pasar sin cumplir esos requisitos sociales que son la parte
teatral que envuelve y da prodigioso realce a la vida exterior de los
grandes hombres. Primeramente tenían que presentar su tarjeta o la
cartita de recomendación que trajesen, y luego sentarse en el
recibimiento, sobre un largo banco de gutapercha donde Gómez-Urquijo les
dejaba aburrirse quince o veinte minutos, dándoles a entender con tan
larga espera que estaba muy ocupado y que aquellos momentos de
audiencia eran para él verdadero sacrificio.
Mercedes, apartando disimuladamente los cortinajes que cubrían la puerta
del comedor, procuraba atisbar, sin ser vista, a los recién llegados.
Algunos iban dos y tres veces: a éstos ya les conocía, designándolos
mentalmente por la particularidad física o por el detalle de su
indumentaria que más la impresionase, y así decía:--El hombre del bigote
rubio; el joven del gabán claro...--Pero otros, los menos afortunados,
pasaban de refilón, como sombras, para no volver. Generalmente eran
jóvenes mal vestidos, de rostros pálidos y ojos brillantes agrandados
por las emociones mentales.
Entre los individuos que más asiduamente frecuentaban la casa de
Gómez-Urquijo, estaba don Pablo Ardémiz y Roberto Alcalá, el primo de
las hermanas Vallejo; un actor joven que había estrenado varios dramas
de don Pedro y por quien éste sentía gran afecto.
Era un mozo como de treinta años, de mediana estatura, elegante y
atildado, pero sin que ni su elegancia ni su atildamiento pecasen de
ridículos; grave sin orgullo, cortés sin afectación. Llevaba el rostro
primorosamente afeitado y el negro pelo caprichosamente abullonado sobre
las sienes, lo que imprimía a la cabeza cierta originalidad artística;
sus ojos azules miraban con la imperturbable quietud del hombre corrido
que sabe y disimula muchas cosas, y por sus labioa delgados vagaba la
expresión indefinible, ambigua, de los actores expertos acostumbrados a
fingir continuamente expresiones contrarias. Era, pues, muy simpático,
con una simpatía que dimanaba, principalmente, de la perfecta
ecuanimidad de su espíritu y de lo bien que se armonizaban el
comedimiento de sus palabras y la británica corrección de sus gestos.
A Roberto Alcalá y a don Pablo Ardémiz les conoció Mercedes
simultáneamente, una tarde en que Gómez-Urquijo les invitó a cenar. Era
la primera vez que la joven comía con gente extraña. Don Pedro ocupaba
la cabecera; Roberto estaba a su derecha, Ardémiz a su izquierda, y
junto a don Pablo, doña Balbina. Felipa, la criada, iba y venía desde la
cocina al comedor, algo aturdida por la presencia de los dos nuevos
invitados.
Bajo el torrente luminoso derramado por la lámpara suspendida a cierta
altura sobre la mesa, los rostros de los comensales surgían con poderoso
relieve. Don Pedro, con su ancha frente pensativa, sus ojos graves de
mirar penetrante, su nariz aguileña, de alas movibles que la inspiración
y el coraje hinchaban fácilmente, su semblante enjuto y su cabellera
blanca y artísticamente abarquillada sobre las sienes, como las
coquetonas pelucas de los antiguos cortesanos. Roberto, siempre solícito
y atento a las menores variantes de la conversación, clavando en
Gómez-Urquijo la tranquila mirada de sus ojos azules, algo ensombrecidos
por esas ojeras violáceas características de los trasnochadores
sempiternos... Mercedes lo observaba todo.
Don Pablo Ardémiz era un hombre sesentón, alto y grueso, un poco calvo,
con labios abultados y entreabiertos de viejo lascivo; su encanto
principal consistía en la voz; una vocecilla algo estropeada, quizás,
por los abusos del vino y del amor, pero afable; simpática, dulce y
dotada de una tonalidad o dejo de irresistible seducción; y hablaba
despacito y quedamente, subrayando las palabras con guiños o ademanes
elocuentísimos que le erigían en príncipe del gesto. La vida de don
Pablo era un misterio: nadie le conocía familia, ni empleo, ni bienes de
fortuna... y, no obstante, vestía bien, frecuentaba los teatros y los
salones patricios y fumaba de lo caro. ¿De qué vivía don Pablo?... Nadie
pudo averiguarlo, y cuando alguien, en tono frívolo y de gorja, apuntaba
la posibilidad de que alguna vieja rica y de gusto subvencionase las
necesidades de Ardémiz, éste sonreía, exclamando:
--¡Oh señores, nada de eso!... Yo estoy mandado retirar... ya no puedo.
Ustedes saben cuán enemigas son las mujeres de los párpados enrojecidos
y de las manos trémulas.
Esto lo decía con acento persuasivo que no daba lugar a controversia; el
acento resignado y alegre de los viejos galanes que salieron del mundo
con la orgullosa pretensión de haber apurado todos sus goces.
Las figuras de don Pablo Ardémiz y de Roberto Alcalá, preocupaban
poderosamente la curiosidad de Mercedes, quien no dejó de observarles
durante toda la comida. Lo que más la seducía de ellos era la atmósfera
viciosa que ambos respiraban: Roberto Alcalá, que vivía solo, sin otra
ley que su capricho, entregado a los fáciles amoríos de la «gente de
teatro», con amigos de buen humor y queridas graciosas que le ayudaban a
disipar alegremente su dinero... Pensando así, la descompuesta
imaginación de la joven veía a Roberto como Borgia, retozando a sus
amadas sobre un colchón de violetas, después de bañarlas en un barril de
Malvasía... Y don Pablo Ardémiz; que había llegado soltero a los sesenta
años y cuya historia sería, por tanto, una interesante leyenda de
amores: con su belfo colgante de viejo libertino, sus manos gruesas y
velludas, sus ojos dominadores y penetrantes de hombre acostumbrado a
contemplar mujeres desnudas, y su voz... aquella voz bajo cuyas
modulaciones irresistibles hubieron de rendirse y caer las virtudes más
salvajes necesariamente, fatalmente, con ese fatalismo ciego con que
caen los cuerpos abandonados en el espacio. Viéndolo, sentía Mercedes la
emoción de curiosidad y de miedo que deben de experimentar las vírgenes
cautivas al recibir la primera visita del Sultán.
La conversación la sostuvieron principalmente Ardémiz y Gómez-Urquijo.
Roberto Alcalá charló poco, como hombre modesto que no tiene empeño en
representar un papel principal.
Se habló de literatura, de teatros, de las últimas noticias
sensacionales.
--Anoche aseguraban en Eslava--dijo Roberto--, que Claudio se había
vuelto loco.
--¿Claudio?...--preguntó don Pedro--¿quién es Claudio?
--¡El pintor!...
--¿Claudio Antúnez?
--Sí.
--¿Es posible?--exclamó Gómez-Urquijo--; los periódicos nada dicen.
--No es extraño, porque la desgracia de nuestro amigo no corrió por
Madrid hasta las primeras horas de la madrugada...
Discutieron extensamente los motivos provocadores de aquella locura.
--El trabajo--exclamó Gómez-Urquijo con su acento resuelto de polemista
acostumbrado a imponerse--, el demonio devorador del trabajo es quien
ha llevado al pobre Antúnez al manicomio.
--El trabajo y la mala vida--repuso Roberto--, las noches pasadas en
vela, sus ambiciones insaciables de artista, el vino...
Mercedes escuchaba, pensando, sin saber por qué, en que Roberto Alcalá
también estaba rodeado de iguales peligros.
--Yo creo--interrumpió Ardémiz--, que más que el trabajo y el vino ha
influído en la locura de Claudio el amor.
--¡Ah! ¿Usted le conocía?--preguntó Roberto.
--Mucho.
--¿Y dice usted que andaba enamorado?
--Sí.
--¿De quién?...
Pablo Ardémiz, que advirtió los ojos penetrantes de Mercedes clavados en
él, sonrió de un modo enigmático.
--Es casi un secreto--repuso--, un secreto que muy pocos conocen.
Claudio Antúnez mantenía relaciones con una mujer casada.
--¿Y esa mujer?...
--Es quien le ha destrozado la medula...
Alcalá y Gómez-Urquijo sonrieron, y Mercedes se mordió los labios,
desesperada de no comprender el malévolo significado de aquella risa.
--Es un crimen horrible, un verdadero asesinato--prosiguió Pablo
Ardémiz--; asesinato tanto más lamentable, cuanto que nadie puede
castigarlo. Claudio ha muerto envenenado: le han envenenado con amor, y
el amor es tósigo sutilísimo que no puede figurar en el informe de
ningún médico forense.
Y añadió con expresión de fina ironía:
--De no ser así, muchas viudas inconsolables estarían en presidio...
Aquella noche Mercedes se durmió pensando en aquel Claudio Antúnez, a
quien no conocía, en las mujeres criminales que saben matar amando,
según afirmó don Pablo, a quien suponía muy ducho y versado en
cuestiones de este jaez, y en que, durante la cena, había sorprendido a
Roberto mirándola de soslayo y con particularísima afición.
Al día siguiente, momentos antes de entrar en clase, Nicasia se acercó
a Mercedes, diciéndole bruscamente:
--Ya sé que anoche mi primo cenó en tu casa.
--Sí; ¿cómo lo sabes?
--Por el mismo Roberto. Nos ha dicho que eres muy guapa y que le mirabas
mucho, ¿Es cierto?
Y como lo era, Mercedes se puso muy colorada y no supo qué responder.
Algunas mañanas después, estando Mercedes poniéndose los guantes y el
sombrero para ir al Conservatorio, llamaron a la puerta. La joven, según
costumbre, corrió al recibimiento y abrió. Era Roberto. El simpático
actor saludó cortésmente y preguntó:
--¿Está don Pedro?
--Sí, señor... En su despacho. Pase usted.
Alcalá contemplaba a la joven sonriendo, y ella, que sentía en sus
mejillas el calor de aquella mirada, no se atrevió a levantar los ojos
del suelo.
--¿Dónde iba usted?--murmuró Roberto.
--A clase.
--¡Tengo unos deseos de decirla a usted un secreto!... Un secretillo
muy interesante que sólo usted puede oír.
No hablaron más, sorprendidos por los lentos pasos de doña Balbina
Nobos, que se acercaba.
Noches después, Mercedes y su madre fueron al teatro. Se representaba un
drama de adulterio, y el papel de amante lo interpretó Roberto Alcalá.
El joven actor apareció a mediados del primer acto, declamando un
monólogo apasionadísimo que le conquistó muchos aplausos. Mercedes le
escuchaba, presa de intensísima emoción, temiendo que se equivocase, y
se rebullía en su butaca procurando que doña Balbina no advirtiese su
nervioso temblor.
Al final del segundo acto, Alcalá representó una preciosa escena con la
primera actriz, con la adúltera, arrobando a Mercedes, que le oía
embelesada, como si aquel ardiente epitalamio fuese dedicado a ella...
Pasaron varios meses y llegó el invierno. Una tarde, al salir Mercedes
de casa de Carmen para ir a la suya, encontró a Roberto en el portal. El
joven actor lanzó un suspiro de satisfacción.
--¡Por fin!--dijo.
Mercedes le comprendió perfectamente y vió en su exclamación una prueba
de amor, pues aquel encuentro también lo esperaba ella desde hacía mucho
tiempo. Y, con una ingenuidad que encantó a Roberto, repuso:
--Sí, soy yo.
--Gracias.
--Gracias... ¿por qué?...
--Por haber venido. Este encuentro parece una cita...
Ella sonrió alegremente; su risa valía una afirmación.
--¿Dónde va usted?--dijo él.
--A mi casa. Es decir, antes he de ir a la calle Abada, ahí cerquita, a
comprar unas agujas.
--¿Me permite usted acompañarla?
Y como Mercedes titubease, no sabiendo lo que las mujeres honestas deben
responder a semejante proposición, Roberto agregó:
--Ea... pues... ya está dicho. ¡Me voy con usted!...


III

La juventud, garbo y apasionado temperamento de Mercedes, rindieron muy
pronto a Roberto, inspirándole un capricho que, por lo consecuente y
duradero, ofrecía los gayos visos de una legítima pasión. Adoraba su
ingenio desigual, a ratos candoroso y a ratos descocado y mordaz; sus
ardores desbordantes y sus anhelos desenfrenados de saberlo todo; y como
hombre mundano a quien las decepciones enseñaron a no preocuparse del
mañana, aceptaba muellemente el curso de los acontecimientos, olvidando
los peligros a que se exponía y las graves consecuencias que acaso
trajese aparejadas aquel cariño. Roberto, en fin, jamás pensó en que
Mercedes fuese, ni su mujer, ni su querida; esto dependía del porvenir,
de las circunstancias... tal vez de los merecimientos que la joven
tuviese para ser manceba o ascender a la categoría de esposa.
Ella, por su parte, idolatraba a Roberto, aunque tampoco midió la dulce
posibilidad de legitimar aquellos amores. Roberto era a sus ojos el más
guapo de los hombres, el mejor conversador, el más irresistible, el más
socaliñero. Todas las partes de su cuerpo le parecían dignas de especial
cariño y atención: admiraba su frente, cortada por las arrugas que
formaron las frecuentes contracciones de los músculos frontales; y sus
manos, llenas de experiencia; y sus oídos, que hubieron de escuchar los
voluptuosos juramentos de muchas mujeres enamoradas; y sus labios,
acostumbrados a besar y a mentir. Comparando a Roberto con los galanes
protagonistas de _Eva_ y _Cabeza de mujer_, le hallaba superior a ellos
y digno, por tanto, de coronarse vencedor en cualquier torneo pasional.
Amaba sus palabras, sus gestos, la expresión burlona y ambigua de sus
ojos azules, el color de sus trajes, el corte de sus pantalones... hasta
el perfume de sus pañuelos... Únicamente le preocupaba el pasado de
Roberto: aquella historia amorosa de quince años, poblada, acaso, de
mujeres inolvidables.
--¿Tú habrás tenido muchas novias?--decía.
--Sí...--replicaba Roberto sonriendo--, como todos los hombres... Soy
uno de tantos.
--¿Bonitas?
--Bonitas y feas... pero más bien feas que bonitas; lo malo abunda.
--¿Cómo se llamaban? ¿Hubo alguna tocaya mía?...
--No... sí... no recuerdo...
Otras veces ella decía, avergonzada de su propio candor:
--Como eres un pillo muy grande, supongo que esas mujeres serían para ti
algo más que novias... Algunas descenderían a queridas...
Él negaba débilmente, satisfecho de que le juzgasen hombre peligroso.
Mercedes insistía.
--¡No seas hipócrita, dime la verdad! ¿Las quisiste mucho?
--Psch... regular...
--¿Vivías con ellas?
--No.
--¿Por qué?...
A veces Roberto, aturdido por aquel interrogatorio desesperante, se
negaba a responder; mas ella le acometía exasperada, celosa, cogiéndole
por un brazo, que atenaceaba cruelmente entre sus dedos crispados.
--¡No, no--repetía--, quiero saberlo todo! Como tú conoces mi historia,
necesito yo averiguar la tuya. Tengo derecho a ello, me perteneces...
Continuaba mareándole, preguntándole por su pasado con ese afán de los
espectadores curiosos que, habiendo llegado tarde a una función bonita,
molestan a sus vecinos rogando les expliquen las primeras escenas.
Estas conversaciones ocurrían en la calle, antes de cenar, entre siete y
ocho de la noche. Todos los días Mercedes iba a su clase del
Conservatorio acompañada de las hermanas Vallejo, y a veces también de
doña Balbina; pero nunca veía a su novio, porque Alcalá se levantaba muy
tarde.
Las citas eran después. A la primera campanada de las siete, Mercedes
dejaba su costura o lo que estuviese haciendo, y se levantaba
resueltamente para marcharse.
--¿Dónde vas?--decía doña Balbina.
--Ya lo sabe usted: a casa de Carmen y de Nicasia, que están
esperándome.
--Pero... niña...
--¡Vuelvo en seguida!...
Y salía vestida de cualquier modo, abrigándose el cuello con una vieja
toquilla azul de su madre, queriendo demostrar con el estudiado abandono
de su indumentaria que no iba lejos. Bajaba la escalera rápidamente,
haciendo crujir los peldaños bajo la contracción de sus piececitos
impacientes, atronándolo todo con el ris-rás de sus enaguas almidonadas;
y ya en la calle, de una carrera, sin detenerse a cobrar aliento,
llegaba a la de Mesonero Romanos; allí la esperaba Roberto, con el
sombrero muy calado sobre las cejas, envuelto en su rica capa color
verde-mar adornada de caprichosos bordados, y midiendo el ándito de la
acera con el paso mesurado del hombre que espera.
Doña Balbina intentó oponerse a aquellas libertades que consideraba
impropias de la honestidad y posición social de su hija, pero no tuvo
fuerzas para imponer su autoridad, Mercedes la dominaba, como en otro
tiempo Gómez-Urquijo la había sojuzgado y vencido. Alarmada por los
consejos de don Pedro, la sencilla mujer procuró granjearse la confianza
de Mercedes, conocer sus deseos, descubrir sus secretillos mejor
velados. Tarea imposible, la hija tenía más entendimiento, más
conversación, más recursos imaginativos y más perspicacia que la madre;
no hubo, por tanto, entre ellas combate posible, y cuantas veces doña
Balbina acometió sus difíciles operaciones de exploración y sondeo,
quedó vencida y desautorizada para mucho tiempo.
--¿Qué quiere usted que guarde oculto?--decía la joven--; ¿no sabe
usted, minuto por minuto, el monótono empleo que doy a las horas de mi
vida?
--¡Oh!... Ya supondrás que mis preguntas van enderezadas a tu bien; yo
celebraré tus venturas... yo te consolaré si tienes penas... ¿Por qué no
había de ser tu madre tu mejor amiga?...
Mercedes solía no responder y la conversación quedaba en tal punto; pero
a veces dejaba traslucir parte de sus verdaderos sentimientos, hallando
sabroso divertimiento en ir examinando la impresión que sus confesiones
reflejaban sobre el rostro ingenuo de la anciana.
--No tengo pesadumbres--decía--, ni desengaños, ni ambiciones locas...
sino algo que es bastante peor que todo eso... Sufro una pesadumbre,
madre... una sola pesadumbre que parece el espíritu de lo malo, la
esencia refinada de todas las melancolías; una tristeza que suma, a la
roedora comezón de las grandes ambiciones, el dejo desdeñoso de los
desengaños incurables... Sí, estoy triste, muy triste; como si mi
corazón hubiese abrigado todos los anhelos y sufrido todas las
desesperanzas. Diríase que lo he visto todo y que todo me hastía. ¡Me
aburro, madre, me aburro siempre!... Cuando toco el piano, cuando bordo,
cuando voy por las calles camino del Conservatorio, cuando duermo...
porque mi sueño tiene también la inmovilidad, la pesadez del
aburrimiento... ¿Usted nunca se ha aburrido así?...
A Balbina Nobos, horrorizada por los abismos morales que descubría en su
hija, poco le faltaba para llorar, y antes de responder titubeaba,
examinando su vida, su serena existencia de mujer honrada, soñolienta y
monótona como un bostezo. Sí, ella también se había aburrido muchos
días, tantos, que entre todos podían formar largos años de tedio
mortal...
Mercedes, que leía en la frente de su madre como sobre un libro,
agregaba:
--Sí, seguramente habrá usted tenido horas de murria, pero declare que,
si las sufría con resignación, fue por mi padre, pues los sufrimientos y
abnegaciones de usted redundaban en beneficio suyo, y mi padre era el
único norte de sus pensamientos. Usted vivía para él y él para usted.
Las tristezas y los triunfos eran comunes; su recuerdo llenaba y
embellecía las soledades de usted, y las sonrisas de la esposa
remediaban, como por ensalmo, sus quebrantos... Realizabais, en suma, el
adorable imposible de uno ser dos y dos ser uno... Pero, ¿y yo? ¿Qué
tengo? ¿A dónde voy? ¿Qué puede amenizar la horrible vacuidad de mis
horas?...
Entonces recordaba aquel remedio milagroso que esperaba de cualquier
sitio: de un telegrama que no recibía, de una carta o de un ser que
nunca llegaban... Si, hallándose en su habitación, oía sonar el timbre
de la puerta, una voz interior que siempre mentía, exclamaba: «Ahí
viene». Si iba por la calle, una emoción magnética inexplicable la
acometía de súbito, obligándola a pensar en su casa y en aquel enviado
extraordinario, murmurando: «¿Habrá llegado?»... Mercedes insistía en
esto, explicando elocuentemente el suplicio de los ilusos que, como
ella, viven esperando oír la voz de un ensueño; y eran tan apasionadas
sus frases y tan sincero su dolor, que doña Balbina, aun sin comprender
la gravedad y miga psicológica de todo aquello, concluía por echarse a
llorar.
Aunque la anciana no presumía las relaciones de su hija con Roberto
Alcalá, la repugnaban las salidas nocturnas de Mercedes.
--Eso no está bien--decía--; ninguna mujer soltera y celosa de su buen
nombre anda sola por la calle, y menos de noche... ¡Ah, si tu padre lo
supiese!...
Pero la joven se sublevaba, reclamando con acento imperioso su derecho a
ser feliz; ya que todo el día estaba trabajando como una vieja cargada
de obligaciones, justo era que por las noches buscase en la sociedad de
unas amigas vecinas un ratito de inocente solaz.
Y añadía resueltamente, fiada en la protección de Nicasia y de Carmen:
--Déjeme usted y no me atormente. ¿Qué pido yo? ¿Qué placeres me
proporciona usted? Yo no voy a reuniones, ni al teatro; mi padre,
absorto en sus quehaceres, no se ocupa de mí... usted tampoco... ¿Para
qué vivo, pues? ¿Para tocar el piano y repasar la ropa sucia?... ¡Donoso
porvenir!... Creo que debía usted proteger estas inocentes diversiones
mías, supuesto lo mucho que me quiere, y procurar que mi padre las
ignore, porque ni él ni yo tenemos la condición sufrida y un choque
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