Incesto: novela original - 2

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demonio taimado para quien no hay conciencia inaccesible, ni sueño
tranquilo, ni alcoba bien cerrada. Procura sondear su ánimo,
infundiéndola confianza para que, sin empacho, te abra el cofrecillo
sellado de sus secretos; participa de sus deseos, siente con ella,
háblala de amores: si acaso notases que desea un aliado, finge ponerte
incondicionalmente de su lado y en contra mía, para engañarme. Repítele
aquello de: «A tu padre no se le pueden decir ciertas cosas, porque los
hombres, etc...» Y si por un momento lograses hacerla olvidar que es
hija tuya, veríamos logrados nuestros deseos; en el terreno de la
confianza, los amigos suelen tener sobre los padres grandes ventajas.
Hazlo así; yo no puedo ocuparme de todo...
Ella arqueaba las cejas con expresión dubitativa de persona a quien
encomiendan una empresa muy superior a sus alcances. Gómez-Urquijo se
había levantado, y mientras arrastraba lentamente su sillón hasta su
mesa de trabajo, añadió:
--La tranquilidad de nuestra vejez descansa en el porvenir de Mercedes;
los hijos son una prolongación de nosotros mismos. Mercedes es mi mejor
obra; procuremos tú y yo que la posteridad no murmure de ella. Sería
imperdonable que yo, que fuí víctima de mis libros, consintiera que la
hija de mi alma lo fuese también.
Después, sentado delante de la mesa, consultó rápidamente un libro,
cogió un puñado de cuartillas y púsose a escribir con esa letra ancha y
gruesa de los espíritus vigorosos. Escribía sin vacilaciones, tachando
muy poco, y mientras su mano derecha iba encerrando las ideas en
rosarios interminables de palabras, los dedos de la siniestra mano
oprimían nerviosamente las cuartillas, maltratándolas, como despechados
de no poder servir para más altos menesteres. La pantalla verde del
quinqué reconcentraba su luz sobre la mesa, y en la penumbra, agobiando
el angosto tórax de Gómez-Urquijo, surgía su admirable cabeza
apostólica, con su frente bombeada de pensador, sus grandes ojos azules
abrillantados por el fulgor enfermizo de la inspiración, su nariz
aguileña, sus finos labios de hombre nervioso, violentamente contraídos,
y sus mejillas arreboladas por la sangre que el esfuerzo mental atraía
al cerebro.
Balbina continuó acurrucada en su sillita, abstraída en la contemplación
indecisa de esas imágenes incoloras y desligadas de toda noción de
espacio y tiempo, que mecen el espíritu de los irresolutos. Luego,
aburrida de sí misma y de la estéril vaguedad de su preocupación, se
levantó y fué a sentarse junto a la mesa, deslizando sin ruido sus
zapatillas sobre el suelo alfombrado. En seguida, tímidamente,
murmurando un: «¿No te molesto?...» que no obtuvo contestación de don
Pedro, alargó su mano, una mano plebeya, gruesa y salpicada de
hoyuelos, y cogió un libro, uno cualquiera, que abrió por cualquier
parte... La lectura le interesaba muy poco: lo importante era acompañar
al anciano, al pobre compañero de su vida, que estaba allí, amarrado al
ingrato sillón del trabajo, escribiendo para ganar el abrigo y el
indispensable regalo de todos. Durante treinta años, Balbina Nobos había
hecho lo mismo. Todas las noches, después de cenar, en cuanto
Gómez-Urquijo ponía manos a su absorbente labor de emborronar
cuartillas, ella iba a acompañarle, esperando la llegada del sueño, que
no solía tardar. A veces el anciano levantaba maquinalmente la cabeza, y
al encontrar la mirada de Balbina, preguntaba con acento breve:
--¿Qué haces ahí?...
Ella, cual si la hubiesen sorprendido en el momento de cometer una grave
falta, respondía:
--Nada... estoy viéndote...
--¿Por qué no te acuestas?
--Luego, cuando acabe de leer...
Aquello era un pretexto; ella no leía, no hubiera podido leer, por más
empeño que en ello hubiese puesto. Su espíritu candoroso de niña
enamorada eternamente, permanecía embebecido en la contemplación
idolátrica del hombre amado. Seis lustros de vida conyugal no bastaron a
destruir el hechizo de aquella pasión. Mientras Gómez-Urquijo trabajaba,
Balbina le ceñía en una mirada triste y de indefinible dulzura: los
años, más tenaces en su obra demoledora que los gusanillos que
destruyeron el puente de Milán, fueron modificando insensiblemente la
expresión de aquellos ojos, que al principio miraban con afán inquieto
de mujer celosa y más tarde declinaron empequeñeciéndose un poco
conforme se marchitaban, y escondiéndose en el fondo de sus cuencas,
desde donde observaban el mundo con una mirada dulce y melancólica de
abuela. Gómez-Urquijo nunca llegó a darse cuenta exacta de aquella
veneración que le tributaban, ni de aquellos ojos que le escrutaban,
detallando las arrugas de su frente y los febriles movimientos de su
mano; aquellos ojos que se secaron mirándole y bajo los cuales pudo
decir, sin resquicio de hipérbole, que había encanecido. Balbina no
tardaba en recibir el asalto del sueño que llegaba dominándola en
seguida, con esa fuerza con que el cansancio se impone a la débil
constitución de los viejos y de los niños: entonces cerraba el libro y
se acercaba a don Pedro, ofreciéndole el beso de despedida; se lo daba
en la mejilla o en la nuca, pero ligeramente y como a hurtadillas, para
no distraerle; y luego salía dirigiéndose hacia la puerta con pasos
silenciosos de enfermera.
Aquella noche Balbina, preocupada por las advertencias de Gómez-Urquijo,
miró a su marido menos que otras veces. Pensaba incesantemente en la
difícil comisión que acababan de encomendarla, y no sabía por dónde
empezar ni cómo conducirse: aquello de captarse la confianza de
Mercedes, hablarla de amores y fingirla protección y ayuda para así
llegar más fácilmente a conocer la verdadera orientación de sus
sentimientos... todo esto que el espíritu zahorí de don Pedro encontraba
tan llano y accesible, a Balbina la parecía una quimera inejecutable,
como la de tender un puente sobre un abismo. Interrumpiendo el silencio
de la habitación sólo resonaba el tic-tac desesperante del reloj, y el
vigoroso ir y venir de la pluma que corría sobre las cuartillas.
De pronto Gómez-Urquijo que, a pesar de su trabajo, había de estar
pensando en las mismas ideas que a su mujer atormentaban, levantó la
cabeza preguntando con repentino sobresalto:
--¿Harás lo que te dije?
--Sí.
--¿Pronto?
--En seguida.
--Desde mañana mismo...
--Sí, desde mañana; en cuanto me levante... veremos... Tú me ayudarás...
--Sí, yo te ayudaré; pero no te abandones fiándolo todo en mí...
Reanudó su tarea para interrumpirla momentos después.
--Infórmate bien--dijo--del carácter de sus amigas, de si tiene
amores... apodérate bien de su ánimo; no pongas al alcance de su mano
ningún libro que yo no conozca; y, especialmente, apártala de los
míos... ¡No digo más!... Cuida mucho a Mercedes, presérvala de devaneos,
siempre perjudiciales al recato y buen nombre de una doncella; líbrala
de las malas amistades, del pernicioso contagio de los malos libros...
y, a todo trance, cueste lo que cueste, guárdala de mí. Acuérdate,
Balbina, que el peor enemigo de nuestra hija soy yo...
No dijo más, ni Balbina Nobos osó tampoco replicar palabra, y en el
ámbito del despacho volvieron a resonar simultáneamente, con porfía
incansable, como queriendo sobrepujarse el uno al otro, el rasgueo
febril de la pluma, divina ejecutora de todo lo que queda,
escarabajeando sobre las cuartillas, y el sempiterno tic-tac del reloj,
abominable aparato contador de todo lo que huye.
Aquel combate se prolongó durante muchas horas: la pluma batallando por
perpetuar el recuerdo de una vida, la gloria de un hombre; y el reloj
fatídico negándolo todo, burlándose de todo, triturando la vida y la
gloria entre las dos sílabas de su negación eterna: tic-tac, tic-tac...


II

El paternal ¡alerta! de Gómez-Urquijo llegaba tarde. Mientras los dos
ancianos discutían los ocultos motivos que desde hacía poco tiempo iban
trocando en mustio y retraído el antes expansivo y decidor carácter de
Mercedes, la joven entró en su cuarto, encendió una luz y empezó a
desnudarse prestamente, quitándose sus vestidos con una especie de
horror: las enaguas cayeron delante de la mesilla de noche; el cuello de
pieles y el corsé fueron arrojados sobre un sillón, y las medias
enrolladas quedaron olvidadas sobre la alfombra, como anillos de una
enorme serpiente rota...
Ya en el lecho, ese fiel encubridor de los grandes secretos femeninos,
Mercedes sacó del seno un papelito plegado en varios dobleces, aproximó
la luz para ver mejor y apoyada sobre un brazo con orientalesco
abandono, púsose a leer, alargando el hociquillo, frunciendo el
entrecejo y haciendo otros hechiceros mohines de mujer que no entiende
bien lo que va leyendo. Aquel billetito era de Roberto Alcalá, quien la
citaba para el día siguiente.
«Mañana, a las tres de la tarde, te aguardo en la plaza de Oriente, bajo
los, arcos del Teatro Real. Carmen o Nicasia irán a buscarte. No faltes.
Te quiero con toda el alma. Recibe sobre los párpados mis mejores
besos...»
Unos cuantos renglones compuestos de frases banales, escritos con lápiz
sobre la margen de un periódico, y que no obstante encerraban todo un
poema de pasión ardiente, las palabras más dulces del vocabulario
amoroso, los compases más tiernos, más arrobadores del eterno vals de
los deseos... Mercedes besó rápidamente la firma, avergonzada de
reconocerse aquella tan grande debilidad pasional, y tornó a leer el
billetito apreciando bien los pormenores de la cita.
«A las tres de la tarde... en la plaza de Oriente, bajo los arcos del
Teatro Real.»
Y esto lo repitió varias veces, procurando grabarlo en su cerebro
profundamente, recelando la posibilidad de que la amorosa esquelita se
perdiese. De pronto, oyendo que doña Balbina iba acercándose por el
carrejo con sus mesurados pasitos de enfermera, la joven extendió el
brazo y apagó la luz, para que la creyesen dormida. Después sintió que
empujaban la puerta suavemente y en la penumbra indecisa, recortada por
el marco, apareció la silueta de la anciana, que alargaba la cabeza,
conteniendo la respiración:
--Niña... Mercedes...--murmuró--; ¿duermes?
Ella no contestó, permaneciendo inmóvil y doblada sobre sí misma, hecha
un ovillo. Balbina repitió bajando la voz:
--¿Duermes?...
La joven sonreía silenciosamente, recreándose con pueril ufanía en el
engaño de su madre y comprendiendo que con aquel mutismo se ahorraba una
conversación, por lo intempestiva, enojosa; pero muy luego dejó de reír,
temiendo que delatasen su insonoro contento sus blancos dientecillos de
lobezna, brillando en la obscuridad bajo la acción de aquel tímido
resplandor lejano que recortaba el perfil de doña Balbina sobre la
borrosa claridad del pasillo. En el silencio del dormitorio susurraba su
respiración, suave y rítmica como la de quien se acostó muy cansado: y
cuando la anciana, sin maliciar la superchería de que era objeto, cerró
la puerta y echó de nuevo pasillos adelante buscando el despacho,
andando siempre con sus cautelosos pasos de mujer tímida, Mercedes
volvió a sonreír estremeciéndose toda ella de cabeza a pies, con una
nerviosa sensación de regocijo y frío.
Durante algunos momentos estúvose queda, prestando oído atento,
convenciéndose de que estaba sola y de que nadie volvería a quebrar el
hilo de sus meditaciones. Pensó en Roberto, en los incidentes de la
última cita, en los que acaso habían de salpimentar y embellecer la
entrevista próxima...
El prodigioso secreto de abultar las cosas más insignificantes y restar
importancia a lo realmente considerable y digno de ser tenido en mucho;
el saber imprimir interés, novedad y pique novelesco a lo trivial,
mientras se permanece en las situaciones extremas brazo sobre brazo,
sonriendo a la muerte con esa tranquilidad admirable que infunde la
inconsciencia del peligro; eso de olvidar lo repugnante, lo deforme,
para mejor aquilatar la parte bella de los hechos, o de dulzurar las
pesadumbres arropándolas en las consoladoras medias tintas de una suave
poesía melancólica; esas sutiles metamorfosis psicológicas, esos
trueques de sentimientos de tristes en regocijados y de alegres en
nostálgicos; pero con una nostalgia que tiene algo de convencional,
puesto que sólo produce una voluptuosa sensación de sufrimiento que
nunca llega a la cruel mordedura del verdadero dolor; todo eso, tan
delicado, tan altamente artístico, forma la felicidad inimitable de los
veinte años. Cuando la inocente niñez deja de sonreír entristecida por
los primeros balbuceos pasionales de la ardiente mocedad, el mundo se
transforma y una nueva existencia saturada de perfumes jamás aspirados,
de lejanías nunca vistas y de tiernos arrullos no escuchados, surge de
la vacía existencia infantil. La retozona pubertad acaricia los nervios
con lúbricos cosquilleos, la sangre corre bajo la piel inspirando una
necesidad perentoria de luchar, de emplearse en algo; por las noches, en
el silencioso recogimiento de los dormitorios que abrigaron la desvalida
niñez, que acaba de pasar, se oye el recio bataneo cardíaco y los oídos
zumban, aturdiendo el cerebro del adolescente con murmujeos extraños,
cual si aquella sensación, puramente física, fuese el eco con que
responden las alcobas honradas al lejano desconcierto de las pasiones...
Y entonces es cuando por primera vez reconoce el joven que hay bajo el
virtuoso techo del hogar paterno algo inexpresable que ahoga. El sol
agostador del Deseo asciende lentamente, vistiendo el porvenir de
púrpura y recamando el cielo añilado de la esperanza con cirrus que
fingen caderas y voluptuosos contornos de mujeres desnudas; el vaho de
las pasiones represadas sobajea la piel con efluvios magnéticos, la
brisa susurra entre el boscaje vecino cantos de amor. Todo vibra en
nosotros, todo conmueve intensamente, hablándonos un lenguaje sólo para
nosotros comprensible: la alondra que trina en el espacio saludando los
risueños resplandores del amanecer, la campana de la ermita que dobla,
recordando con sus místicas vibraciones la celebración de la primera
misa; las cigarras que cantan bajo los hierbajos durante las horas
abrasadoras de la siesta; el búho que interrumpe con su grito fatídico
el silencio hierático de los bosques; y de igual modo y aun en los
momentos más diversos; los acordes de una música, la lectura de unos
versos que responden a cierto estado de nuestro espíritu, el perfume que
esparcen tras sí los vestidos de una mujer que pasa... todo interesa, y
las impresiones resuenan dentro del alma con eco solemne, como retumban
los ruidos del mundo en los ámbitos de las majestuosas catedrales
antiguas.
Ésta era la turbulenta crisis psicológica porque atravesaba el espíritu
de Mercedes.
Su niñez se había deslizado tranquilamente, sin hermanos con quienes
jugar, sin amiguitas, siempre encerrada en casa, libre de esos menudos
divertimientos que llenan la amariposada existencia de los niños. Al
colegio no fué nunca; doña Balbina la enseñó a rezar, luego aprendió
con su padre a leer, escribir, un poquito de geografía y de historia,
con algo de aritmética y de ciencias naturales; y mucho más tarde
estudió el piano con una profesora francesa que daba lecciones a
domicilio. Los primeros años de su vida dejaron en Mercedes muy pocos
recuerdos: siempre veía la misma escena, el mismo cuadro, silencioso y
tranquilo; a Gómez-Urquijo encerrado en la modesta habitación que le
servía de despacho, sentado delante de una mesita, escribiendo con los
ojos muy abiertos y la mirada inmóvil del hombre que mira cosas
distantes; y a doña Balbina trajinando por la cocina, ora encendiendo la
lumbre, ora fregando cacerolas y platos, o bien en el comedor, repasando
la ropa blanca que iba sacando de un gran cesto. Del semblante que
entonces tenía doña Balbina, Mercedes no recordaba, sin duda, porque
jamás hubo en él un rasgo vigoroso; pero sí conservaba, aunque
vagamente, la imagen de su padre, con su larga melena de trovador, su
nariz aguileña y su ancha frente, autorizada por el profundo pliegue
vertical de la reflexión y de la cólera.
Don Pedro permanecía en su casa poco tiempo, eran muchas las noches que
no dormía en ella, y algunas veces estaba ausente tres y cuatro días.
Aquellos alejamientos los soportaba doña Balbina con admirable
resignación de mártir, y en su rostro amargado por un gesto de
conformidad y de melancolía imborrables, jamás llegó a traslucirse
ningún sentimiento anormal de impaciencia o despecho. Se levantaba
temprano, preparaba el desayuno, iba y venía por las habitaciones
barriendo, sacudiendo el polvo de los muebles, charloteando con su hija
que la seguía a todas partes, hablando siempre una conversación infantil
de mujer sencilla que sólo está separada de la niñez por los años. Todas
estas operaciones de la mecánica casera las ejecutaba doña Balbina sin
reír, sin levantar nunca la voz, silenciosamente, cual si hubiese algún
enfermo grave muy cerca de allí; obedeciendo, tal vez inconscientemente,
a la inveterada costumbre que tenía de no interrumpir a don Pedro en sus
horas de trabajo. Por las tardes, doña Balbina se sentaba en el comedor
a repasar las ropas que lo habían menester, o a leer; y si allí no
había bastante luz, se trasladaba a la cocina que era muy clara, o al
gabinete, pero nunca al despacho, cual si temiese profanar con su
presencia la majestad del santuario donde su marido escribía. Después de
cenar aquella joven, envejecida prematuramente por dentro, sentaba a su
hija sobre sus rodillas y rezaban juntas; luego se acostaban. Algunas
veces la niña preguntaba:
--¿Y papá?
Doña Balbina respondía invariablemente con su cristiana mansedumbre de
cordera:
--Trabajando, hija mía; trabajando para nosotras...
Y se dormían la una en brazos de la otra, como queriendo consolarse
mutuamente de la soledad en que vivían. Entonces tenía Mercedes siete
años.
Cuando Gómez-Urquijo volvía, hija y madre acudían a recibirle. Él
abrazaba a Balbina, besándola apasionadamente sobre los labios, deseando
compensarla en un instante de sus tristezas y desamparo: luego aupaba a
Merceditas, chillándola y zarandeándola hasta conseguir ponerla de mal
humor. Balbina preguntaba:
--¿Dónde has estado?
--Por ahí... mujer, trabajando; ya sabes... La brega eterna. Anoche
pensé venir, pero a última hora fuí a la redacción y luego me llamaron
por teléfono desde la imprenta, para la corrección de unas pruebas...
¡Ah!... Los ensayos de mi drama han vuelto a interrumpirse: creo que la
noche del estreno no llegará nunca...
Doña Balbina, olvidando completamente sus propias pesadumbres, murmuraba
enternecida, besándole:
--¡Pobrecito, cuánto trabajas!...
--Sí, hija mía... mucho... Diríase que mi trabajo es de los que se pagan
por horas.
Y no mentía: la palidez de sus mejillas y de su frente, el pliegue
desdeñoso de sus labios, el círculo violáceo que rodeaba sus grandes
ojos azules, traicionaban ese agotamiento íntimo del hombre que
discurrió febrilmente durante muchas horas. Luego, como artista que
antes de volverse al mundo de sus quimeras quiere conocer rápidamente la
realidad donde vive, preguntaba:
--¿Cómo te encuentras?
--Bien.
--¿Y la niña?
--Ya la ves, hecha un torito...
--¿Ha venido alguien?...
Generalmente la respuesta era negativa, porque Gómez-Urquijo, para
ocultar la modestísima estrechez en que vivía, cuidaba de no descubrir a
nadie las señas de su domicilio. Después de aquel breve interrogatorio,
don Pedro solía sacar del bolsillo un periódico que entregaba a su
mujer:
--Toma y no lo pierdas...
--¿Qué es?...
--Poca cosa; un envidioso que habla mal de mí... Un artículo sangriento.
Guárdalo; de todo eso necesito vengarme cruelmente cuando suene para mí,
con la hora del triunfo, la hora divina de las represalias.
Después, sin perder minuto, se encerraba en su despacho, a escribir, y
la casa volvía a sepultarse en su melancólico silencio de sacramental.
Aunque sujeto a la mesa del trabajo, el espíritu de Gómez-Urquijo
llenaba todas las habitaciones. Doña Balbina parecía más animosa y sus
ojos reflejaban el fulgor de un íntimo contento, había más graciosa
soltura en sus ademanes, sus dedos manejaban la aguja con más facilidad;
a cada momento salía del comedor y entraba en la cocina, inspeccionando
la lumbre, destapando las cazuelas, para cerciorarse del buen estado de
los guisos; y si Mercedes empezaba a cantar, la imponía silencio
mansamente, llevándose el índice a los labios.
--¡Chist!--decía--calla... no molestemos a papá...
La presencia de Gómez-Urquijo le producía desasosiego invencible e iba a
verle muchas veces, so pretexto de llevarle un vaso de agua o de
arreglarle el quinqué; por su gusto hubiese estado siempre junto a él, a
sus pies, apoyada de codos sobre sus rodillas, viéndole trabajar: pero
se contenía temiendo distraerle y procuraba dominar su nerviosa
inquietud en menudas labores, esperando que llegase la hora de cenar,
única ocasión en que podía tener con don Pedro algunos momentos de
conversación tranquila y sabrosa.
Mercedes, a despecho de su niñez, comprendía aquellas sensaciones que
dejaron en su memoria una impresión que los años limadores no pudieron
borrar.
Recordaba muy bien la distribución y ornamento de la pobre casita donde
nació: con sus suelos sin alfombrar, sus ventanas sin visillos y sus
paredes desnudas. Aquellas ventanas, por cuyos limpios cristales se veía
en los días invernosos un gran pedazo de cielo gris y vastos solares
cubiertos de nieve, iluminaban el interior de las habitaciones con una
luz cruda y triste: eran habitaciones muy grandes que reforzaban con su
vacuidad el vigor de los ruidos y en las cuales la falta de muebles
movía inconscientemente a hablar en voz baja.
En medio de tan lastimosa estrechez, Mercedes era feliz, y profesaba un
afecto especial a cada uno de los muebles que componían aquel modesto
ajuar. Su madre la había enseñado a quererlos con un amor sencillo,
firme y apasionado de fetiquista, cual si fuesen una prolongación de la
familia, una especie de seres inferiores, semiconscientes, que les
acompañaban y servían viviendo una existencia inexplicable. En aquel
hogar la voluntad del cabeza de familia era omnipotente, y como todo
procedía de él, todo también, y en justa compensación, debía servir para
su regalo y agasajo. La cocina, con sus rimeros de platos y sus bruñidas
cacerolas, el comedor con su mesita de nogal, su media docena de sillas
y su espejo, un magnífico espejo adquirido milagrosamente en una
almoneda, resto ostentoso de un opulento mobiliario deshecho; el
dormitorio, con su amplio lecho matrimonial y su cunita de hierro; la
casa, en fin, toda ella, con sus luces y su autoridad de hogar honrado,
eran obra de Gómez-Urquijo, y las mismas doña Balbina y Mercedes, dos
ruedas más de aquel andamiaje que don Pedro sostenía con su esfuerzo.
Esta idea de su inferioridad y dependencia la aprendió Mercedes de su
madre; ambas se consideraban débiles, pequeñitas, desprovistas de
personalidad; don Pedro, todopoderoso y omnisciente, las autorizaba, y
ellas eran algo infinitesimal que crecía al arrimo de algo muy fuerte...
El carácter extraordinario de Gómez-Urquijo, su imaginación ardiente
siempre propicia al trabajo y su voluntad insensible a la fatiga,
triunfaban en todos los momentos, y no tardó en sojuzgar el albedrío de
la hija, como antes había rendido el espíritu de la madre. Y cuando por
las noches, desde la cama, una y otra veían el resplandor de la luz que
Gómez-Urquijo tenía encendida en su despacho, Mercedes se quedaba
dormida bajo la molesta impresión de que su padre, tan bueno, tan
batallador y tan sabio, estaba trabajando para ellas, labrando su
porvenir, sufriendo por las dos.
Conforme Mercedes iba creciendo, su carácter fué complicándose y
ofreciendo puntos de vista muy curiosos. Había heredado de su padre los
rasgos físicos y los perfiles morales más sobresalientes: el talle largo
y esbelto, la nariz aguileña, el mentón pronunciado que caracteriza a
los fuertes de voluntad; y luego aquella imaginación inquieta, aquel
cerebro de artista idolátrico adorador de la quimera, y las neurosis,
apasionamientos irreflexivos y demás refinados desequilibrios de las
sensibilidades exquisitas; y represando esta complexión batalladora que
hacía de Gómez-Urquijo un luchador infatigable, tenía Mercedes el
carácter retraído y sumiso de su madre; tan silenciosa, tan pronta a
ceder ante el menor obstáculo. Había, no obstante, entre madre e hija
diferencias notabilísimas.
Doña Balbina era un espíritu sin dobleces, de ésos que se conocen a la
primera ojeada. Si hablaba poco era porque en su tranquila cabecita de
mujer casera raras veces brotaba un concepto nuevo; y si se amoldaba
fácilmente a las circunstancias era porque estaba segura de su poquedad
y no se reconocía ánimos para rebelarse e imponer su capricho; y por eso
vivía sin luchas, empequeñecida y como eclipsada por el genio dominador,
absorbente, irresistible, del hombre a quien eligió por esposo,
queriendo lo que él mandaba, pensando como él; su misión quedó reducida
a acompañarle, a seguirle a todas partes, a esperarle días enteros sin
sentir la horrible soledad que la rodeaba, y a recibirle siempre
abnegada y cariñosa, confortándole cuando triste, aplacándole cuando
irritado.
Mercedes no era así: su aislamiento, el ejemplo constante de su madre y
el rostro grave y siempre pensativo de don Pedro, a quien veía reír
contadas veces, domeñaron, pero sin rendir, la ingénita acometividad de
su carácter expansivo. Había en ella una especie de doble naturaleza.
Fantaseaba mucho y quería intensamente; pero el temor de hablar fuera de
sazón o de no realizar sus deseos, la condenaban a eterna pasividad y a
perpetuo mutismo; doña Balbina callaba y obedecía sin trabajo, porque no
tenía nada que decir, ni albedrío que oponer a los acontecimientos
adversos, y Mercedes callaba y cedía también, aunque por opuestos
motivos, constreñida por un exceso inverosímil de amor propio; callaba
porque temía expresarse mal, y obedecía sin protestas, recelando tener
que atacar por fuerza lo que podía aparentar recibir de grado. Esta
reconcentración producía en ella una superabundancia extraordinaria de
voliciones y de ideas; ideas que no se concretaban en palabras, deseos
que jamás tuvieron forma imperativa; sus facultades, por ende,
conservaban toda su salvaje entereza; su orgullo no había padecido
humillaciones, ni su voluntad sufrió directamente ningún mandato que
mermase su brío y acerado temple: era, pues, el suyo, un carácter
varonil que dormitaba representando su simpático papel de hija sumisa,
más por cálculos de orgullo que por propia y natural condición, y que
sólo necesitaba un pretexto para rebelarse, irreflexivo y batallador,
oponiendo a las humillantes imposiciones del deber sus duras aristas de
diamante.
Mercedes tenía un espíritu pagano. Siendo muy niña, su madre la enseñó
las oraciones más sencillas, y por doña Balbina supo que hay un infierno
reservado a los malos y un cielo muy bonito, con mucha luz y nubes de
púrpura y turquí, entre las que revolotean traviesas comparsas de
angelitos cantores; y que hay un Dios infinitamente misericordioso y
justiciero, omnisciente, dispensador de beneficios, sensible a los
ruegos, muy amigo de los niños y que se halla en todas partes... Y
Mercedes amó a Dios; pues aunque su corazón, limpio de penas, no
necesitaba los consuelos de la fe, la sedujo aquel cuadro místico, con
el trono del Todopoderoso en lo alto, asentado sobre nubes de esmeralda,
topacio y carmín, por las que pasaban aleteando y con regocijada
algarabía racimos de cefirillos desnudos. Por las noches, madre e hija
rezaban juntas, cada cual desde su lecho.
--Reza, Mercedes--decía doña Balbina--, pídele a Dios por nosotros,
especialmente por tu padre y por ti... Dile que nos conceda muchos años
de vida y muy buena salud...
Y esto lo suplicaba Balbina Nobos con tanto afán, porque creía
firmemente que todas las oraciones infantiles llegan al cielo.
Mercedes, en efecto, rezaba, mas no poseída de la íntima emoción con que
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