Incesto: novela original - 1

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INCESTO
BIBLIOTECA SOPENA
EDUARDO ZAMACOIS
INCESTO
NOVELA ORIGINAL
[Illustration: colofón]
BARCELONA
RAMÓN SOPENA, EDITOR
PROVENZA, 93 A 97
Derechos reservados.
Ramón Sopena, impresor y editor; Provenza, 93 a 97.--Barcelona


INCESTO


I

Mercedes dió las buenas noches y salió: iba triste, algo pálida, con las
ojeras violáceas y la mirada errabunda y brillante de las mujeres
nerviosas a quienes el tósigo de una obsesión impide dormir tranquilas;
y los dos viejecitos permanecieron sentados, contemplándose con aire
melancólico.
Él ocupaba un cómodo sillón canonjil de ancho y sólido respaldar. Era un
anciano como de sesenta años, envuelto en una bata obscura que caía a lo
largo de su cuerpo alto y enjuto formando pliegues de majestuosa
severidad sacerdotal; el pecho era angosto, el busto débil se encorvaba
hacia adelante, obedeciendo a esa viciosa propensión física de las
personas que envejecieron sentadas, y sus manos, bajo cuya piel rugosa
serpeaban grandes venas azules, asían los brazos del sillón con afilados
y amarillentos dedos de convaleciente.
Aquel cuerpo blandengue, enfermizo y tan para poco, contrastaba
poderosamente con la cabeza; una cabeza apostólica que recordaba la de
Ernesto Renán en sus últimos tiempos, y en la que aparecían acopladas la
noble majestad de la vejez y la bizarra gallardía y el vivir heroico de
la juventud.
Tenía la frente de los grandes pensadores, alta, bombeada y prolijamente
surcada por el pliegue vertical de la reflexión y las arrugas
horizontales que trazan paralelamente los largos esfuerzos imaginativos.
Aquella frente entristecida por la ancianidad era una confesión, la
novela de un hombre muy vivido, la página más conmovedora y elocuente de
una obra maestra: frente serena y grave que seguramente concibió
peregrinos pensamientos, que sintió muy hondo y padeció decepciones
crueles recorriendo la dolorosa lira de las sensaciones: la ambición,
enemiga del sueño, el odio mortal hacia el vulgo, adorador estúpido de
esas medianías a quienes un caprichoso vaivén de la suerte colocó en el
cenit de una popularidad inmerecida; las zozobras que preceden a los
grandes combates artísticos, el inexpresable contento de las esperanzas
realizadas, el torcedor recuerdo de las ilusiones perdidas... y que,
tras largos años de trabajo cruel, aparecía rugosa y marchita, como el
vientre de las mujeres fecundas que parieron mucho. Las cejas eran
blancas, fuertes y pobladas; los ojos azules y hermosos, tenían el mirar
inmóvil, firme y soñador de los espíritus retraídos entregados a
interminables soliloquios; la nariz aguileña, los labios finos y
nerviosamente cerrados, el rostro dantesco, seco y enjuto, sin pelo de
barba ni resquicio de bigote, y sobre las orejas se abarquillaban los
cabellos sedosos y blancos, simulando con bastante exactitud la forma de
las antiguas pelucas palaciegas. Así aparecía don Pedro Gómez-Urquijo,
el narrador inimitable de los amores sensuales: apoltronado en su recio
sillón de trabajo, envuelto en su bata, con su rostro enérgico, sus
ojos buídos y ardientes de antiguo apasionado, sus largas y marfileñas
manos de convaleciente y su busto angosto que parecía soportar
trabajosamente el peso de la cabeza, demasiado grande, tal vez.
Sentada delante de él, Balbina Nobos, su mujer, le miraba atentamente,
como quien se dispone a escuchar interesantes revelaciones. Era una
viejecita regordetilla y simpática, vestida de negro, que ponía gran
esmero en el aliño y afeite de su persona, y en cubrir sus años
valiéndose de la feliz capacidad que tienen para ello las mujeres
pequeñas.
Hubo un momento de silencio, durante el cual Gómez-Urquijo pareció
abismarse en retorcidas cavilaciones.
Luego dijo:
--¿Dónde va Mercedes?
--A su cuarto, a dormir--repuso Balbina clavando sus ojos lagoteros de
mujer sumisa en los profundos y graves de don Pedro, y añadió:
--¿Por qué lo decías?
--Porque cuando salió de aquí llevaba un libro.
--Sí, tal vez...
--¿Lo viste tú?
--No... pero casi todas las noches suele dormirse leyendo.
--¡Ah!
Ella frunció ligeramente el sobrecejo, presintiendo la confesión de algo
muy importante. Él prosiguió:
--Debías habérmelo dicho.
--Pues... no he pensado en ello... ¿Hice mal?...
Gómez-Urquijo no respondió.
--Yo ignoraba que las lecturas nocturnas fuesen perjudiciales--agregó
Balbina--; Mercedes tampoco lo sabe. Se lo advertiré mañana... o
luego...
Hablando así aproximó su sillita al sillón, fijando siempre en don Pedro
sus ojos preguntones y solícitos de hembra complaciente. Balbina no
adivinaba lo que el anciano quería decir.
--¿Son malos los libros?--murmuró.
--Sí--repuso él con voz profunda--; sí... muy malos; y cuanto mejor
escritos, más funestos, más ponzoñosos, para la impresionable juventud
que lleva los inquietos sentidos abiertos al pecado.
De pronto, cual si un ladino y sutil ingenio de psicólogo práctico
hallase relaciones entre ciertos pormenores reales y las lecturas de
Mercedes, agregó:
--Dime: ¿Carmen y Nicasia vienen mucho por aquí?
--Sí, muy a menudo.
--Y de Roberto Alcalá, ¿qué sabes?
--Nada... ¿qué puedo saber?
El rostro de la sencilla anciana reflejaba curiosidad y estupor supinos
y, aunque nada comprendía, continuaba observando el semblante
impenetrable de don Pedro con ese prolijo afán con que los ajedrecistas
de buena cepa estudian el tablero.
--¿Es cierto--prosiguió él--que Carmen y Roberto tienen relaciones?
--No lo creo: yo les he visto juntos muchas veces y no me parecen
novios. Él la dice galanteos y ternezas que ella, a fuer de coquetuela,
acepta riendo... pero no hay nada serio, nada formal.
--¿Y si Carmen y Nicasia fuesen el pretexto o la pantalla que Roberto y
Mercedes emplean para comunicarse sin empacho?
Balbina se irguió en su asiento, arqueando las cejas y abriendo los ojos
admirada.
--¡Cómo! ¡Imposible!... ¿Crees tú?... Yo nada he sorprendido.
--¡Oh, quién sabe!... Tú eres una inocente, una estatua que mira sin
ver. Anda, entérate de si Mercedes se acostó, y vuelve...
Ella salió consternada, andando de puntillas, con el sigilo inconsciente
de la mujer que en treinta años de vida conyugal se acostumbró a no
interrumpir nunca el silencio que su marido exigía para trabajar.
Gómez-Urquijo quedó inmóvil, con el rostro apoyado en la palma de la
mano, absorto en la contemplación de algo siniestro.
La habitación donde estaba era un vasto despacho rectangular, en cuyos
testeros había grandes armarios-bibliotecas con puertas de cristales,
tras los que aparecían centenares de libros, unos encuadernados, otros
en rústica, y todos hacinados en caótico revoltijo, cual si estuviesen
contagiados de la impaciencia de la mano febril que los manejaba. A un
lado, junto al balcón, estaba la mesa en que Gómez-Urquijo escribía: una
legítima mesa de trabajo, grande y sólida, sobre la cual no había
tinteros de plata, estatuillas de Sevres ni ninguna otra mala especie
de chucherías inútiles, y sí gruesos rimeros de cuartillas y libros a
medio abrir; y junto a un quinqué de bronce con pantalla verde, una copa
llena de tinta. De allí había sacado Gómez-Urquijo toda su gloria
artística: su _Eva_ y su _Cabeza de mujer_, los dos libros que le
granjearon un puesto de honor entre los primeros novelistas de su época.
La luz del quinqué derramaba sus suaves efluvios verdosos sobre aquella
mesa donde los papeles escritos, las cuartillas en blanco, los libros
con las márgenes salpicadas de obeliscos y de signos misteriosos,
comprensibles únicamente para su autor, yacían amontonados y en
desorden, como los muertos en campo de combate; y luego se esparcía por
el resto de la habitación, alumbrando débilmente los cuadros y los
retratos prendidos entre los mimbres de elegantes esterillas japonesas,
reflejándose en la cristalería de los armarios y batallando tímidamente
con las sombras que invadían los ángulos extremas, mientras el borde
superior del tubo recortaba en el techo un círculo luminoso, semejante
al nimbo que rodea la cabeza de los santos que adornan las páginas de
los libros místicos. Frente a la mesa, colgado de la pared, había un
reloj, en cuyas entrañas de acero resonaba el isócrono y angustioso
tic-tac del tiempo en marcha.
Gómez-Urquijo continuaba meditando con el mentón apoyado sobre la palma
de una mano, y la dramática contracción del entrecejo daba tirantez y
tersura a la frente, que brillaba en la sombra con este color
amarillento de los huesos viejos. En tales momentos su imaginación,
recorriendo intrincados caminos, procuraba avenir ideas que, juzgadas
someramente, no podían guardar conexión alguna, y que, sin embargo,
implicaban lazos alarmantes entre las lecturas nocturnas de Mercedes y
aquel Roberto Alcalá, a quien sus agudas suspicacias de viejo mundano y
de padre, suponían recuestando el corazón de la joven. Cuando Balbina
reapareció, andando, como siempre, de puntillas, el anciano la interrogó
con los ojos.
--Sí--repuso ella--, se ha acostado, duerme... Podemos charlar sin
embarazo.
Había tornado a sentarse en la sillita baja, apoyada de codos sobre las
rodillas de don Pedro, con los ojos muy abiertos por la curiosidad y la
cabeza caída hacia atrás, en la actitud del niño que espera oír una
narración interesante.
--Te hablaré--comenzó diciendo Gómez-Urquijo--como si me dirigiese a un
compañero de profesión; o, mejor que a un literato, a un amigo íntimo, a
un hermano... puesto que el acendrado amor que nos une pondrá
seguramente tus alcances a la altura de mi discurso. Yo, querida mía,
entregado como estoy a mi absorbente tarea de sempiterno componedor de
argumentos, vivo algo fuera de la realidad, en desequilibrio perpetuo, y
tardo mucho en apercibirme aun de los hechos más evidentes y
triviales... Y cuenta que otro tanto ocurre también en ti, aunque por
opuestos motivos; pues yo no acierto a servirme cuerdamente de mis ojos,
por tenerlos empleados en la contemplación íntima de dilatados
horizontes, y tú, por exceso de candor (la inocencia es una miopía del
entendimiento), tampoco sabes darle útil empleo a los tuyos. No
obstante, días pasados tuve un momento de lucidez, de vulgaridad, si tú
quieres, que me ha revelado la pista de un gran secreto. Cierta noche,
al entrar en el comedor, sorprendí a Mercedes apoyada de codos sobre la
mesa, leyendo un libro, devorándolo... Al verme, lo cerró violentamente
y procuró ocultarlo echando sobre él su pañuelo. Aquella turbación
descubría un pecado. Entonces, sin embargo, no dije nada... porque nada
se me ocurrió; pero salí llevándome grabada en la memoria la imagen de
lo que había visto: a Mercedes, con los ojos abrillantados por la
emoción leyendo un libro, soñando con él... ¡Caso extraño! Yo, que en
nada reparo, porque tengo un carácter despreocupado, insensible a los
pequeños acontecimientos de la vida vulgar, recomponía continuamente
aquella escena, tan insignificante al parecer, y poco a poco, cuando
mejor la examinaba, mayor gravedad revestía. De nada de esto hablé
contigo, por no alarmarte; pero durante varios días la imagen de
Mercedes leyendo me robó muchas horas de trabajo. Veía el comedor, con
sus muebles, sus cuadros, y a nuestra hija bajo el torrente que
proyectaba la lámpara suspendida en el comedio de la habitación, con los
codos sobre la mesa y la cabeza entre las manos, cuyos blancos dedos
parecían mesar nerviosamente los negros rizos de su crespa cabellera de
apasionada; inmóvil, devorando una historia de amor, convertida, tal vez
ella misma, en heroína novelesca. ¿Comprendes?... Aquello me perseguía,
me obsesionaba; era un recuerdo ineluctable, pertinaz, torturador, como
una pesadilla...
Calló un instante para sumar alientos, y en el silencio de la habitación
resonaron las diez campanadas del reloj, que luego prosiguió tic-tac,
tic-tac, cumpliendo su fatídica tarea de restarle segundos a la vida.
Balbina permaneció suspensa y boquiabierta, sin vislumbrar aún el
verdadero fin a que iba enderezado todo aquel discurso, y con un rostro
sobre el cual las palabras del anciano habían estereotipado los rasgos
de una estupefacción suprema.
Don Pedro continuó:
--En los días sucesivos me dediqué a observar a Mercedes minuciosamente.
Créeme, los grandes novelistas, y yo que he triunfado puedo clasificarme
entre ellos, poseemos extraordinarias facultades de observación. No
vaciles, por tanto, en admitir mis sospechas como rigurosamente
valederas. Mercedes tiene un secreto... La vi pálida, cabizbaja, con el
semblante marchito por el recóndito y fiero trajín de las ideas fijas, y
reconocí que algún grave cataclismo se operaba en su alma. Entonces,
recordando que mis libros ofrecen mujeres aquejadas de ilusiones
inasequibles y de sensuales desvaríos, y que tal vez mi hija fuese una
de tantas románticas enfermas, pensé en Roberto Alcalá, como pude pensar
en otro hombre cualquiera, y temí el influjo que las novelas célebres y
cuantos libros atienden más al recreo y esparcimiento del ánimo que a la
edificación de las conciencias, ejercen sobre las imaginaciones
inquietas. ¿Comprendes ahora?
La anciana, en efecto, empezaba a comprender.
--Sí, sí--dijo--, quizá aciertes... Sin embargo, yo, que voy con
Mercedes a todas partes y conozco a ese Roberto, nada he visto.
--¡Oh, naturalmente! Tú eres un espíritu candoroso, sencillísimo, que no
sabe leer entre líneas, y esa ceguera tuya redobla mi inquietud...
--¿Qué temes, pues?
--¡Oh, temo muchas cosas!... Temo que Mercedes se enamore de quien no lo
merece, y de que el miserable explote en beneficio propio el corazón de
nuestra hija, bastardeado por las enseñanzas de malos autores.
Se había retrepado colérico en su asiento, descargando una sonora
palmada sobre el brazo del sillón; una ola de sangre arreboló sus
mejillas, coloreadas habitualmente por el esfuerzo mental, y, bajo el
doble arco de sus cejas blancas, los ojos brillaron iracundos.
--¿Quién niega--exclamó--, que Mercedes, excitada por la lectura de
libros perversos, no codicie esos paraísos artificiales que finge la
voluptuosa imaginación de las vírgenes ardientes, y pasiones y locuras y
deleites sin guarismo?... Yo, que dediqué mi existencia a los libros,
les tengo miedo. La influencia de las lecturas es más trascendental en
la mujer que en el hombre, porque vuestra constitución es más delicada y
más propicia por tanto, a asimilarse las ideas del autor. La virgen,
ayuna, como se halla de toda impresión bastarda, lee ávidamente al azar,
codiciosa de sorprender los secretos de una sociedad cuyo alegre rumor
percibe a través de las puertas que la guardan. Aquel libro es el fruto
prohibido, el mágico amuleto revelador de los secretos venusiacos que su
inquieta doncellez vislumbra a despecho de los albos trampantojos de la
inocencia, la llavecilla del mundo ignorado que habitan los risoteros
gnomos de la felicidad y del deleite...
Gómez-Urquijo se detuvo.
Balbina continuaba pendiente de sus labios, mirándole fijamente, sin
parpadear, como si en aquellos momentos solemnes las pupilas la
sirviesen también para oír, fascinada por ese mismo recogimiento que
inspiran a sus mujeres los grandes hombres. Aquello no era un diálogo;
era un monólogo, una meditación en voz alta.
Urquijo prosiguió:
--La virgen lee y lee... sorbiendo el veneno de la realidad por sus ojos
dilatados; unos capítulos suceden a otros, las escenas se multiplican.
Allí aprende prematuramente las socaliñas de que las mujeres se valen
para interesar el tornadizo corazón de los hombres, y los ardides que
los conquistadores sagaces emplean para rendir la virtud de las
mujeres; allí descubren que no siempre las esposas son fieles a sus
juramentos y que hay innumerables artimañas para burlar la vigilancia de
los maridos celosos; allí conocen el placer de las citas, los viciosos
discreteos de los salones, los misterios de la alcoba, las artes de que
han de servirse para acrecentar su hermosura y ser más apetecibles;
allí, en suma, pierden el candor del espíritu, y sus imaginaciones
tempranas envejecen rápidamente escuchando la voz enervante de la
experiencia desencantada... Y ¡ah!... yo no permito que Mercedes, la
hija de mi alma, sea una de tantas...
Habló largo rato, repitiendo las mismas ideas con porfía incansable.
--Sobre todo--agregó--, no quiero que lea ningún libro mío; ¡ninguno!
Balbina se estremeció. ¿Por qué? ¿Eran perjudiciales aquellos libros tan
interesantes, tan apasionados y tan conmovedores que ella no pudo leer
nunca sin llorar?
--Lo haré como tú mandas--dijo bajando la cabeza--; ¡pero todo lo que
has escrito es tan sugestivo, tan admirable, tan hermoso!...
Durante treinta años, había asistido hora tras hora, a la concepción,
planeamiento y ordenado desarrollo de aquellos volúmenes, base y escudo
de la gloriosa reputación de Gómez-Urquijo. La idea primitiva, el
concepto matriz de cada libro lo concibió Urquijo en el lecho, junto a
ella, en noches interminables de vigilia cruel, durante las cuales el
cerebro del artista trabajaba ayudado por las tinieblas del dormitorio,
y sucesivamente fué viendo cómo aquella idea crecía y se perfeccionaba
adquiriendo mayor nitidez y ramificándose con otras, y cómo el novelista
bautizaba y movía los diversos personajes, intercalando en la narración
sabrosos episodios y avanzando hacia el desenlace derechamente. Ella, en
fin, mera espectadora de aquellas creaciones, las pensó y sintió tanto
como su mismo autor, y luego había llorado de emoción repasando las
cuartillas salpicadas de tachaduras y llenas de renglones trazados
rápidamente, con esa letra gruesa y desigual de los hombres de acción y
ayudado a la corrección de pruebas; y más tarde gustó, cual si fuesen
suyos propios, los aplausos conquistados por el libro. En aquellos
volúmenes había pedazos de su cerebro y túrdigas de su alma; los había
visto nacer y desarrollarse, tal vez los inspiró... De suerte que al oír
que Gómez-Urquijo abominaba de ellos, se atrevió a repetir varias veces
y con los ojos bajos, a guisa de suave protesta:
--¡Como quieras, claro... eso nadie mejor que tú puede decirlo!... ¡Pero
son tan hermosos, tan bonitos!...
--Sí, lo sé.
--Entonces...
--Por lo mismo que son muy hermosos, muy sugestivos, muy arrobadores...
no quiero que los lea.
Ella repuso en voz muy baja, con una mansedumbre de sierva enamorada:
--No entiendo bien...
--¡Pero me entiendo yo... y basta!
Iba exaltándose, irritándose progresivamente en virtud de una idea que
rebrinqueteaba vigorosamente por sus profundos y que no quería confesar.
Era el gran secreto de su vida artística, la duda cruel que aheleó sus
mayores triunfos, un misterio profesional incomunicable del cual se
había preocupado pocas veces, y que entonces resurgía de improviso
exigiendo una resolución definitiva y perentoria: el eterno combate
entre lo moral y lo artístico, entre lo bueno y lo bello. Urquijo se
frotaba las manos impaciente, nervioso; Balbina continuaba escrutándole
atentamente, esperando una contestación.
--Pero di--añadió pasado un largo intervalo de silencio--; aclara mis
dudas: ¿es que tus libros son malos?
El rostro venerable de Pedro Gómez-Urquijo expresó una angustia suprema,
como si el íntimo combate que en momentos tales libraban el hombre y el
escritor le desgarrase alguna fibra muy delicada, muy sensible. Pasados
los primeros instantes de vacilación, el hombre y el padre vencieron al
artista.
--Sí--repuso con voz apenas perceptible--; mis libros son malos, son
libros funestos.
--¡Ah!
--Como autor, lo aplaudo y estimo dignos de parangonarse con los
mejores; pero, como hombre que tiene hijas... ¿quieres que sea
franco?... Pues, como padre... ¡palabra de honor!... los condeno.
--Entonces, ¿por qué los escribiste?
Formuló su pregunta, esa pregunta a la que tan pocos artistas geniales
sabrían contestar, inocentemente, con la terrible ingenuidad del niño
que dispara jugando sobre su hermano un arma de fuego. Urquijo se
encogió de hombros, anonadado.
--¡Qué sé yo por qué los escribí!... Los artistas producimos fatalmente,
obedeciendo a un exceso de vitalidad que bulle en nosotros, y
experimentando al producir placer inmenso, mas sin tener conciencia
exacta de la condición benéfica o perjudicial, útil o perversa de
nuestra obra.
Hablaba balbuceando, no sabiendo cómo disculpar la nefanda labor de toda
su vida: y conforme su aturrullamiento y desconcierto de ánimo
aumentaban, Balbina, obedeciendo a un fenómeno inverso, se sentía por
momentos más locuaz y batalladora.
--Tú sostuviste repetidas veces--dijo--que tus libros eran muy buenos,
¿recuerdas?
--Sí.
--Muy morales.
--¿Morales?... Sí, seguramente son morales... ¿Acaso hay en la ética
algún principio incontrovertible?
Gómez-Urquijo titubeaba, disimulando su pensamiento con respuestas
ambiguas, oscilando como el equilibrista que corre sobre una maroma;
mientras la anciana, para quien la vida del gran hombre no tenía
secretos, continuaba acorralándole entre líneas paralelas de sólidos e
incontestables argumentos.
--Yo recuerdo--prosiguió--que antes de casarnos publicaste _Eva_, tu
libro más leído...
--Precisamente.
--Y luego, _Cabeza de mujer_... que fué atacado sañudamente por los
críticos.
--Sí.
--Te llamaban libertino, anarquista... Y tú escribías, en todos los
periódicos, terribles artículos, defendiéndote.
Don Pedro hizo con la cabeza un leve signo de asentimiento.
--Mas, por lo visto, argumentabas con sofismas y no con razones de buena
ley, ya que ahora reconoces que tus enemigos tenían razón. ¿Cómo, Pedro?
¿En qué pensabas cuando firmaste obras de las que ahora reniegas?
Gómez-Urquijo se había levantado y vuelto a sentar, encogiéndose de
hombros, arqueando las cejas, moviendo febrilmente sus finos labios de
hombre nervioso.
--En mis libros--dijo--consigné lo que he visto, lo vivido... ¡Es
natural! Los viejos parecemos libros de historia; sólo acertamos a
hablar de lo que fué... También reconozco que soy un escritor pagano y
que mis novelas forman una especie de oración admirable en loor de la
carne omnipotente... Mas, ¿para qué defender la castidad cuando es una
negación del deseo fecundo, una virtud estéril, como la mayor parte de
las mal llamadas virtudes?... Miserables envidiosos me atacaron... ¿y
qué?... El mérito de los artistas, como la belleza de las mujeres, se
mide por los malos deseos que enciende... ¡Guerra, pues! ¡Hay que dudar
del valimiento del escritor que no fué combatido, como debemos discutir
la hermosura de la mujer que nunca fué deseada!...
Y exclamó, agarrándose desesperadamente a este sofisma, más propio de un
especulador que de un artista:
--Esos libros son buenos; sí, son buenos... Puesto que se vendieron por
millares, conquistando el abrigo y el pan de toda nuestra vida.
--Sí, es cierto--repuso Balbina con los ojos arrasados en lágrimas--;
¡se han vendido! pero, al escribirlos... ¿no pensaste que tu hija podría
leerlos alguna vez?
Continuaron hablando más de una hora, que fué para Gómez-Urquijo de
cruel martirio. De pronto había descubierto el espantoso vacío moral que
informaba la labor literaria de su vida; sus libros eran malvados, tenía
miedo de su obra, porque fué la obra de un pagano enamorado únicamente
de la belleza y de la forma. Lo que no había comprendido en treinta años
de combates artísticos, sostenidos desde el periódico y desde la cátedra
del Ateneo, acababa de vislumbrarlo de sopetón viendo a Mercedes triste
y empalidecida por el vaho venenoso emanado de novelas perversas. Él
quiso castigar rudamente a los hombres libertinos enervados en brazos
del deleite, sin ambiciones, sin ideales, indiferentes al progreso
social, como ruedecillas inútiles que nada significan en los
complicados engranajes del dinamismo humano; y a las mujeres adúlteras
que destruyen con sus torpes liviandades el santo concierto del
matrimonio, base inamovible de la sociedad; y a los ricos que explotan
la juventud del proletariado, amasando sus fortunas con el dinero
arrancado cruelmente a la miseria de los demás; y a los próceres
avillanados que arrastran sus pergaminos por el fango del arroyo, y a
los jueces venales y a los escritores cobardes y a los prohombres que
ponen su influencia a merced de las mujeres bonitas... Tal fué la misión
nobilísima a que Gómez-Urquijo dedicó sus afanes: combatió todas las
ruindades, todas las intransigencias, todos los fanatismos, y luchó por
cuanto estimó bueno y justo ciegamente, con ahinco y tenacidad
admirables.
Pero el camino que eligió para la realización de tan altos fines no era
bueno. Para fustigar a los jueces que se venden, a los aristócratas
emplebeyecidos y a los libertinos desnudos de toda virtud, hubo de
pintar en sus novelas jueces sobornables y próceres vagabundos y
calaveras contumaces y mujeres de las más diversas categorías y
temperamentos... Y estos personajes, obedeciendo a la idiosincrasia
pagana del autor, no llegaron a encarnar el pensamiento de
Gómez-Urquijo: todas sus mujeres eran hermosas, adorables, viciosas y
ardientes, pero con un vicio extraño, que parecía causa y resultado
inseparables de su belleza misma, y que, lejos de rebajarlas, las
magnificaba y disculpaba; y todos sus hombres, si eran criminales,
licenciosos y perjuros, lo fueron por motivos de tal magnitud y
consideración, que sus liviandades encontraban desde luego fácil escudo
y defensa. Aquellas figuras, lejos de inspirar repugnancia, cautivaban,
atraían, seduciendo y encadenando el ánimo del lector con hechizos de un
sutil y quintaesenciado sensualismo; era imposible odiar a aquellos
galanes tan bizarros, tan gentiles y limpios de toda ruin levadura, que
vivían lejos del mundo, enmollecidos sobre el regazo de sus amadas; ni a
aquellas mujeres, divinas dispensadoras del sumo bien, tan discretas,
tan alegres, que desfilaban por las páginas de los libros con un
embelesador clamoreo de carcajadas juveniles. Don Pedro Gómez-Urquijo se
había equivocado; quiso hacer una obra y compuso otra completamente
distinta: era imposible arrancar de la lira voluptuosa de Tíbulo los
duros acentos regeneradores de Juvenal; y él, que pretendió enmendar
equivocaciones y corregir defectos, era también, por temperamento, un
corruptor, un gran libertino, un gran escéptico, un gran voluptuoso. Y
esto el autor de _Eva_ y de _Cabeza de Mujer_ lo había descubierto
repentinamente, evocando el recuerdo de aquella escena que tan profunda
emoción causó en su ánimo: a Mercedes apoyada de codos sobre la mesa del
comedor, con su cabellera corta y áspera, su rostro pálido y sus ojos
enigmáticos y negros de apasionada: inmóvil, absorta, leyendo una
historia de amor, soñando con ella.
--El daño es irreparable--murmuró tristemente--, pues, aunque yo podría
echar por tierra de un solo plumazo el monumento literario de mi vida,
¿dónde hallar valor y abnegación suficientes para perpetrar tan cruel
suicidio?...
Balbina Nobos, enternecida, lloraba abriendo mucho los párpados y sin
estremecer un solo músculo de su rostro, y las lágrimas rodaban
pausadamente una tras otra por sus mejillas pálidas y fofas de
burguesilla honesta que envejeció a la sombra.
--En fin--añadió don Pedro, deseando concluir aquella conversación
dolorosa--, no hablemos más de esto; te lo dije todo, lo he confesado
todo, puesto que mi vida de artista no guarda misterios para ti. Ahora
te aconsejo que cuides mucho a Mercedes, que avizores ladinamente todos
sus quehaceres, que nunca la dejes salir sola a la calle. Vive alerta y
con la barba sobre el hombro, Balbina mía, porque la tentación es
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