Historia de las Indias (vol. 3 de 5) - 20

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españoles, que llamó Caparra, no sé á qué propósito, nombre de indios,
en la costa del Norte, las casas todas de paja; él para sí hizo una de
tapias, que bastó para fortaleza, como quiera que los indios no tengan
baluartes de hierro ni culebrinas, y la mayor fuerza que pueden poner
para derrocar la casa hecha de tapias es á cabezadas; despues otra
de piedra, todo á costa de los indios, y ellos todo lo trabajaban.
Este pueblo asentaron una legua de la mar, dentro la tierra, frontero
del puerto que llaman Rico, por ser toda aquella legua de un monte ó
bosque de árboles, tan cerrado y tan lodoso, que bestias y hombres
atollaban, cuando más enjuto estaba, hasta media pierna; por esta
causa era ésto averiguado, que las mercaderías de harina y vino, de
aceite y vinagre y ropa, y otras cosas que traian de Castilla, costaba
más desde la lengua del agua llevarlas al pueblo, sólo aquella legua,
que habian costado de Castilla traer hasta el puerto. Con toda esta
costa y trabajos, que cargaban todos sobre los indios, estuvieron tan
ciegos y ocupados en sacar oro, que no cayeron en diez ó doce años en
salir de allí, é mudar el pueblo, hasta que ya se les acababan los
indios, y convenia llegarse á la mar para suplir con el agua y barcos,
por ella, lo que la sangre de los indios derramada faltaba, y así
se pasaron donde agora el pueblo ó ciudad está. Donde al presente
está, es una isleta estéril, apartada de la misma isla grande por
un estero que allí hace la mar, pero angosto, que con una puente de
madera se pasa y trae todo lo que es menester de la isla, porque en
ella tienen todas las labranzas y ganados, y se sirven de todo lo
demas; hicieron otro pueblo cuasi al cabo de la isla, en un valle á la
misma costa del Norte, donde agora está el que se dice Sant Germán,
puesto que más arriba ó más abajo, y á aquel llamaron Guanica, por
razon que hallaron allí ciertos rios de oro; de allí lo mudaron cuatro
leguas la costa arriba, donde llaman el Aguada, porque sale allí un
buen rio, de donde se toma para las naos buen agua, y pusiéronle por
nombre Sotomayor; despues lo pasaron otra vez al mismo valle, poco
más ó poco ménos, más dentro ó más fuera, y llamáronlo Sant Germán.
Nunca hobo más de éstos dos pueblos en la isla de Sant Juan, puesto
que algunos más se comenzaron, pero en breve fueron despoblados por
ciertas causas; como, pues, los nuestros españoles, nunca en estas
Indias pueblen ó hagan pueblos, para ellos cavar y arar, y Juan
Ponce, que tenia la gobernacion, estuviese bien acostumbrado de las
poblaciones desta isla, y á cuya costa los españoles solian poblar,
llevó aquel camino que en aquesta isla él con los demas habia usado;
éste fué, repartir los indios señalando á cada uno tantos, cada uno
de los cuales tuvo cargo de que no se le pasase, en las minas, y en
las otras granjerías, el tiempo en balde; y así, todos los indios de
aquella isla, estando pacíficos y en su libertad, y rescibiendo á los
españoles como si fueran todos sus hermanos (yo me acuerdo que el año
de 502, saltando nosotros en tierra, vinieron pacíficos, alegres, á
vernos y nos trajeron de lo que tenian, como de su pan, y no me acuerdo
si pescado), súbitamente se vieron hechos esclavos, y los señores de
sus señoríos privados, y todos forzados á morir en los trabajos, sin
esperanza que en algun tiempo habian de cesar. ¿Qué se debia esperar
que los indios habian de hacer, mayormente habiendo tenido noticia que
las gentes desta Española, por aquel camino se habian ya acabado? Por
aquí se verá la ceguedad tupida de los que, por escrito ó por palabra,
llaman ingratos y malos á los indios, porque matan á los españoles,
durmiendo ó velando, juntos ó apartados y como quiera que puedan
tomallos. ¿Qué obras han sido las que de los españoles han rescibido
para que les deban ser agradecidos? ¿O habellos todos, donde quiera
que han entrado, consumido, matando ó destruyendo, como quiera que lo
puedan efectuar, no es usar de su natural defension que á los animales
brutos, y á las mismas piedras insensibles es natural y lícito? Grande
infelicidad y peligro es de todos aquellos que ésto no miran. Así que,
viendo las gentes de la isla de Sant Juan, que llevaban el camino para
ser consumptos como los de esta isla, acordaron de se defender, segun
que podian, y concertaron que cada señor con su gente, para cierto
tiempo, tuviese cargo de matar los españoles que pudiese haber por sus
comarcas, en las minas ó en las otras sus granjerías, que andaban ya
todos derramados, y en ellas bien ocupados. Mataron, por esta manera,
bien 80 hombres, y luégo van 3 ó 4.000 indios, sobre el dicho pueblo,
llamado Sotomayor, y, sin que fuesen sentidos, pusiéronle fuego, que
era todo de casas de paja, y juntamente mataron algunos de los vecinos
como estaban descuidados, los cuales, viéndose apretados y en gran
peligro, pelearon varonilmente contra los indios, por manera que no les
pudieron hacer más mal; pero hiciéronlos retraer y dejar el pueblo con
todo el hato que en él tenian, quemado y lo no quemado, y fuéronse á
juntar con Juan Ponce, por entónces su Gobernador, al pueblo llamado
Caparra. Y porque D. Cristóbal de Sotomayor, tuvo por su repartimiento
al Rey ó señor mayor de la tierra, llamado Agueíbana, no el que habia
rescibido á Juan Ponce y á los españoles la primera vez, como en el
capítulo 46 dijimos, sino un su hermano, que, despues de su muerte, en
el señorío le sucedió, y á la sazon estaba en el pueblo de aquel señor
que tenia él por siervo ó sirviente, acordólo allí matar. Dijeron que
desta determinacion le avisó una hermana del mismo señor, que tenia el
D. Cristóbal por manceba, pero que no lo creyó; y súpolo tambien de
otro español que tenia consigo, que sabia la lengua de los indios, y
se desnudó en cueros, y pintó con las colores que los indios estaban
pintados, y, cantando y haciendo bailes, fué donde cantaban la muerte
de D. Cristóbal que habian de hacer, de manera que no lo cognoscieron,
y le dijo como se tractaba de su muerte, y que aquella noche se podian
huir, pero tampoco aprovechó, hasta que, finalmente, otro dia lo
mataron con otros cuatro españoles. El Juan Ponce recogió y aparejó
lo mejor que pudo la gente de españoles que por la isla quedaba, que
eran pocos más de la mitad, porque todos los otros habian ya muerto los
indios, y donde sabia que habia gente junta, iba á buscarlos y peleaba
con ellos varonilmente, porque tuvo consigo hombres muy esforzados,
y, en muchas batallas ó recuentros, hicieron en los indios grandes
estragos; y así asolaron aquella isla, matando infinitos indios, los
señores y súbditos que podian armas tomar. Despues de los cuales
muertos, los demas sojuzgados, repartiéronlos entre sí, que es el
fin de sus guerras que llaman conquistas, (y ésto llama Oviedo en su
Historia pacificar, y todos los que se jactan de conquistadores), para
los echar á las minas y ocuparlos en las otras granjerías y trabajos,
donde al cabo los consumieron y acabaron, de la misma manera que los
desta isla Española fueron estirpados. Quien principalmente hizo la
guerra y ayudó más que otros, fué un perro que llamaban Becerrillo,
que hacia en los indios estragos admirables, y cognoscia los indios
de guerra y los que no lo eran, como si fuera una persona, y á éste
tuvieron, los que asolaron aquella isla, por ángel de Dios. Y cosas,
se dice, que hacia maravillosas, por lo cual temblaban los indios dél
que fuese con 10 españoles, más que si fuesen 100 y no lo llevasen;
por esta causa le daban parte y media, como á un ballestero, de lo que
se tomaba, fuesen cosas de comer, ó de oro, ó de los indios que hacian
esclavos, de las cuales partes gozaba su amo; finalmente, los indios,
como á capital enemigo, lo trabajaban de matar, y así lo mataron de un
flechazo. Una sola cosa, de las que de aquel perro dijeron, quiero aquí
escribir. Siempre acostumbraron en estas Indias los españoles, cuando
traian perros, echarles indios de los que prendian, hombres y mujeres,
ó por su pasatiempo y para más embravecer los perros, ó para mayor
temor poner á los indios que los despedazasen; acordaron una vez echar
una mujer vieja al dicho perro, y el Capitan dióle un papel viejo,
diciéndole, lleva esta carta á unos cristianos, que estaban una legua
de allí, para soltar luégo el perro desque la vieja saliese de entre
la gente; la india toma su carta con alegría, creyendo que se podria
por allí escapar de manos de los españoles. Ella salida, y llegando
un rato desviada de la gente, sueltan el perro, ella como lo vido
venir tan feroz á ella, sentóse en el suelo y comenzóle á hablar en su
lengua: «Señor perro, yo voy á llevar esta carta á los cristianos, no
me hagas mal, señor perro,» y estendíale la mano mostrándole la carta
ó papel. Paróse el perro muy manso, y comenzóla de oler, y alza la
pierna y orinóla, como lo suelen hacer los perros á la pared, y así no
la hizo mal ninguno; los españoles, admirados dello, llaman al perro
y átanlo, y á la triste vieja libertáronla por no ser más crueles que
el perro. Desde algunos dias, el Almirante, dando quejas desde acá,
que contra sus privilegios el Rey proveyera por Gobernador á Juan
Ponce, habiendo aquella isla descubierto personalmente su padre, en el
segundo viaje, y Juan Ceron y Miguel Diaz, que habia enviado presos
Juan Ponce, estando y negociando allá, fué movido el Rey á dejar la
eleccion de Teniente de aquella isla al Almirante, y dar licencia que
se volviesen Juan Ceron y Miguel Diaz á sus oficios, por el Almirante,
y á sus casas. Despues fué á la isla el Almirante, y por causas que le
movieron quitó á Juan Ceron la gobernacion, y puso á un caballero que
llamaron el Comendador Moscoso, que habia venido de Castilla con él.
Pasados algunos dias, quitó aquel y puso á otro caballero, Cristóbal
de Mendoza, y despues otros y otros; todos los cuales ayudaron á
destruir aquellas gentes, por todos holgarse de sacar oro, y no carecer
de la ceguedad que todos, hasta que los acabaron. Despues de muertos
los naturales vecinos della, dejó Dios para ejercicio y castigo de
los españoles, reservados, las gentes de los caríbes de las islas
de Guadalupe, y de la Dominica, y otras de por allí, que infestaron
muchas veces aquella isla, haciendo saltos, mataron algunos españoles,
y robaron y destruyeron algunas estancias ó haciendas, y llevaron
captivos algunos; lo que no osaran venir á hacer, si la isla estuviera
con sus habitadores en su prosperidad. Así dejó Dios ciertas naciones,
por los pecados de los hijos de Israel, para que los inquietasen,
turbasen, infestasen, robasen y castigasen, como parece por el libro
de Josué y de los Jueces. Y pluguiese á Dios que, con aquellos daños y
castigos, pagásemos solos los estragos, y calamidades, y destruyciones
que habemos causado en aquella isla, y los pecados que por ello habemos
cometido, dejados aparte los de las otras partes.


CAPÍTULO LVI.

Por aquellos mismos términos se destruyó y despobló la isla de Jamáica,
por aquellos que fueron con Juan de Esquivel, y por él ir á la poblar,
y ciertamente más verdad es que la fueron á despoblar; los cuales,
como se comenzaron á servir de los indios con el imperio y rigor que
siempre han acostumbrado, y á los indios se les hiciese tan nuevo y tan
pesado, mayormente teniendo experiencia de quién los españoles eran y
de sus obras, de cuando allí estuvo el Almirante viejo, viniendo del
descubrimiento de Veragua, comenzáronse por los montes á absentar.
Van tras ellos á montearlos, defendíanse y descalabraban algunos
españoles, porque matar, pocos ó ninguno pudieron matar; y nunca oí
que en Jamáica matasen los indios hombre, porque, en la verdad, era la
gente de aquella isla muy más pacífica y mansa que otra, que casi eran
como lo que habemos dicho de los lucayos. Y tanto anduvieron tras ellos
con perros bravos, que los cazaban y desbarrigaban, que, muertos con
extrañas crueldades, todos los principales y gente infinita que podia
tomar arcos en las manos, subjetaron los demas. Repartiéronlos entre
sí, ocupáronlos, no en las minas porque no las hallaron, ó era, como
despues fué, el oro tan poco, que dellas no curaban, sino en sembrar
las labranzas del pan caçabí y del grano maíz, y grandes algodonales,
porque allí se da mejor y más el algodon que en otra parte, aunque en
las más tierras destas Indias se da en abundancia, al ménos en las
que están desta parte de la equinoccial. Y ésta del algodon fué la
primera granjería que aquellos españoles en aquella isla tuvieron,
porque hacian hacer á las gentes della, en especial á las mujeres,
grandes telas de algodon, y camisas y hamacas, de que usábamos por
camas, y traíanlas á esta isla y á la de Cuba, y á la tierra firme,
desque fueron españoles á ellas, y las vendian, de donde llevaban
vino y harina de Castilla, y aceite, y vinagre, y ropa de lienzo y de
paño, y otras cosas que de Castilla venian y ellos habian menester;
y desta isla llevaban ganados y yeguas, de que allí se han bien
multiplicado. Llevaban ó venian de tierra firme á les comprar caçabí,
maíz é hamacas, y telas que compraban los marineros, para hacer velas,
de los indios, y carabelas, que por estas islas y tierra firme andaban
al tracto. En aquellos trabajos se hobieron tan cruel é inhumanamente
con aquellas inocentes gentes, que en ninguna parte, hasta entónces,
destas Indias se les habia, en crueldad y malos tractamientos, hecho
ventaja; los hombres en el sembrar y poner las labranzas y algodonales
y otras muchas maneras de trabajos; las mujeres en el hilar y tejer,
preñadas y paridas, haciéndolas en ello tan importunamente trabajar,
que un momento no las dejaba parar. No les daban de comer sino caçabí
y ajes, que son raíces de que ya hemos hablado, y con los continos
trabajos, enflaquecidos, morian. Fué regla general, que los indios de
los repartimientos que daban para las granjerías del Rey, eran siempre
los más cruelmente, por sus oficiales, afligidos y tractados, y así
más aína que otros perecian en todas las partes destas Indias, y hoy
lo son más opresos y más mal aventurados. Doctrina ninguna tuvieron,
ni se les dió en Jamáica, ni más cuidado dello se tuvo que si fueran
brutos animales, siendo de la gente más aparejada del mundo para ser
cristianos. Por lo cual, murieron todos sin fe y sin Sacramentos, sino
fueron algunos niños que se baptizaron, y sin baptismo perecieron
hartos. Habrá hoy, de todos los vecinos que allí habia, que estaba como
una piña de piñones, de gente toda poblada, obra de cien personas,
y no se si llegan á tantos. Este fructo sale de la pacificacion que
dice Oviedo á cada paso, y los que de conquistadores se jactan, que
nuestros españoles en nuestras Indias hacen; y es de ver cómo los
encarece y sublima Oviedo, como quien ha hecho grandes hazañas, y todos
son caballeros y gente noble, segun él, los que á hacer estas obras
acá pasan. Cierto, fueron hazañas y tan grandes y tan señaladas, que
despues que Dios crió á Adan, y permitió en el mundo pecados, otras
tales ni tantas, ni con tan execrables, y creo que, inespiables ofensas
de Dios, ni fueron jamás hechas, ni pudieron ser pensadas, ni áun
soñadas. Pero temprano nos quejamos, vamos adelante.


CAPÍTULO LVII.

La órden de nuestra Historia requiere que tornemos á los dos
Gobernadores primeros, que fueron á la tierra firme, conviene á saber,
Alonso de Hojeda y Diego de Nicuesa, que, en el cap. 52, desta ciudad
partidos dejamos; y, porque Alonso de Hojeda partió deste puerto
primero, dél primero y de sus desastres será bien que digamos. Fué á
echar sus anclas en cuatro ó cinco dias al puerto de Cartagena, donde
la gente de aquella tierra estaba muy alborotada, y siempre aparejada
para resistir á los españoles, por los grandes males que habian
rescibido de los que fueron los años pasados, con título de rescatar,
como fueron Cristóbal Guerra, y otros, segun en el libro I, cap. 172
dejamos relatado, y porque, como en el capítulo 19 deste libro II
dijimos, las gentes de por allí habian por esta causa descalabrado
y muerto algunos de los nuestros, porque tenian hierba ponzoñosa y
brava, y hicieron relacion á los Reyes, que allí no querian rescibir
los cristianos, ántes los mataban, callando los insultos, violencias
y maldades que ellos en aquellos hacian, y no habia en la corte quien
volviese por los que estaban en sus casas, y gente tan inquieta y
mal mirada como hemos sido con ellos, por lo cual, dieron los Reyes
licencia que pudiesen ir á aquella tierra y hacelles guerra á fuego y
á sangre, y hacellos esclavos, con harta ceguedad y culpa de los que
tenian en su Consejo, como allí probamos, debia el Alonso de Hojeda
llevar esta misma licencia y allí determinó de usalla. Cuenta ésto, un
Cristóbal de la Tovilla, en una historia que llamó _La Barbárica_, el
cual anduvo por aquella tierra mucho tiempo, puesto que no entónces
sino despues, muchos años; pero súpolo de los mismos que con el Hojeda
fueron, ó de los que á aquellos inmediatamente sucedieron, y dice así
en el principio, cap. 1.º: «Aquí en Cartagena, echadas sus anclas,
porque el Rey católico le mandaba (conviene á saber, á Hojeda), que
hiciese guerra en aquella parte, por los muchos males que los indios
della hacian á los que con ellos rescataban. Esto procuraban ellos,
porque, como todo el tiempo que esta tierra firme estuvo sin poblarse
de cristianos, las cuales ínsulas habitaban, venian cada dia á rescatar
con los naturales della, dándoles por el rescate mucho oro que tenian,
y gallinas, por cuentas y cuchillos y otras cosas semejantes de España,
con que volvian á sus casas cargados de riqueza, y pasaban con descanso
la vida. Mas despues que esta contratacion se fué adelgazando, y su
codicia poco á poco extendiendo, debajo deste nombre rescate hacian
armadas con que captivaban gran suma de indios, que en la Española
y las demas ínsulas, sin más justo título, por esclavos vendian,
por donde los indios, sentido el daño, de paz y de guerra mataban á
cuantos se descuidaban; á cuya causa, el rey D. Hernando mandó que
se les hiciese cruel guerra, siendo cierto que, si la verdad dello
supiera, ni lo mandara ni lo permitiera.» Estas son palabras formales
del dicho Tobilla, que no es chico testimonio para lo que, en el
dicho cap. 19, dijimos, y lo que demás en este artículo dijéremos,
porque siendo uno de los que en esta ceguedad estuvieron y murieron,
y hablador y encarecedor, como Oviedo, de las dichas hazañas de los
españoles, y abatidor de los tristes indios, que han sido y son tan
injustamente agraviados, la misma verdad, con todo esto, le constriñe
á que no la calle. Tornando pues al propósito, acordó allí Alonso
de Hojeda de saltar en tierra y dar de súbito en un pueblo llamado
Calamar, por haber de presto algunos indios, y enviarlos á esta isla á
vender por esclavos, para pagar muchas deudas que acá dejaba. Juan de
la Cosa, gran piloto, y que llevaba por Capitan general, acordándose
de lo que, viniendo con el mismo Hojeda los años pasados á rescatar,
cognoscieron de aquellos indios, ser valientes y tener hierba mortífera
y demasiadamente ponzoñosa, prudentemente le dijo: «Señor, paréceme
que sería mejor que nos fuésemos á poblar dentro del golfo de Urabá,
donde la gente no es tan feroz, ni tienen tan brava hierba, y aquella
ganada, despues podriamos tornar á ganar ésta con más propósito»; pero
Hojeda, que fué siempre demasiadamente animoso, confiando que nunca en
millares de pendencias y peligros que en Castilla y en estas Indias
se habia hallado, le sacó jamás hombre sangre, no curó de tomar su
parecer, sino con cierta gente va sobre el pueblo al cuarto de alba,
diciendo: «Santiago», acuchillando y matando y cautivando cuantos en
él hallaba, y que huyendo no se escapaban; ocho indios que no fueron
tan deligentes en huir, metiéronse en una de estas casas de paja, y
de tal manera se defendieron, con las muchas y ponzoñosas flechas que
tiraban, que ninguno de los españoles osaba llegárseles á la casa.
El Hojeda dando voces reprendiólos, y dijo: «grande vergüenza es que
vosotros, tales y tantos, no oseis allegaros á ocho desnudos que así
burlan de vosotros.» Confuso de estas palabras uno de aquellos, que
en aquella obra solícito andaba, con ímpetu grande arremetió por
medio de infinitas flechas y entró por la puerta de la casa, pero al
entrar dióle una por medio de los pechos, que luégo lo derrivó y dió
el ánima. El Hojeda, de ésto más exacerbado, mandó poner fuego á la
casa por dos partes, donde, con ella, en un credo fueron los ocho
indios quemados vivos; tomó allí 60 personas captivas, y enviólas á los
navíos, que las guardasen. Luégo acordó ir, con esta su vitoria, tras
los que iban huyendo, en su alcance, y á un gran pueblo que de allí
cuatro leguas distaba, llamado Turbaco; los vecinos dél, entendidas
sus nuevas, de los que huyeron habian sido avisados. Alzaron todas sus
mujeres y hijos y alhajas, y pusiéronlas en los montes á recaudo, y
entrando en el pueblo, de madrugada, no hallaron persona que matasen
ni captivasen; y como descuidados y no experimentados de que los
indios eran hombres, y que la vejacion y la misma naturaleza les habia
de enseñar, y así, menospreciándolos, y su misma cudicia y pecados
cegándolos, despareciéronse por los montes, buscando cada uno qué
robar. Los indios, por sus espías, sintiéndolos derramados, salen de
los montes y dan en ellos, con una grita que á los cielos llegaba, y
con tanta espesura de flechas herboladas, que parecia escurecerse los
aires; y como los españoles creyesen, con su descuido, que no habia
quien los enojar osase, y ésta fuese avenida súbita, espantados, como
si fueran venados cercados, no sabian donde guarecese ni huir, como
atónitos; huyendo para una parte, daban en gente que los aguardaba, si
para otra parte, caian en la que los acababa, y con unas mismas flechas
emponzoñadas, que habian muerto á unos, que los indios de los cuerpos
les sacaban, herian y mataban á otros, que vivos y en pié hallaban.
Juan de la Cosa, con ciertos españoles que recogió consigo, hízose
fuerte á la puerta de un cierto palenque, donde Hojeda con ciertos
compañeros, defendiéndose, peleaba, hincándose de rodillas muchas veces
para rescibir las flechas en la rodela, en la cual, como era chico de
cuerpo, y con su ligereza y destreza, casi todo se escudaba; mas desque
vido caidos todos los más de los suyos, y á Juan de la Cosa, con los
que le ayudaban, muy al cabo, confiando de la ligereza grande que tenia
(y fué admirable como en el primer libro dejamos declarado), sale por
medio de los indios, corriendo, y áun huyendo, que parecia ir volando;
metióse por los montes donde más oscuros los hallaba, encaminándose
cuanto más le parecia hácia la mar, donde sus navíos estaban. Juan de
la Cosa metióse en una choza que halló sin hierba descobijada, ó él,
segun pudo, con algunos de los suyos la descobijaron porque no los
quemasen, arrimado á la madera, y peleando hasta que ante sus ojos
vido todos sus compañeros caidos muertos, y él que sentia en sí obrar
la hierba de muchas saetadas que tenia por su cuerpo, dejóse caer de
desmayado: vido cerca de sí uno de los suyos, que varonilmente peleaba,
y que no lo habian derrocado, y díjole: «pues que Dios hasta agora os
ha guardado, hermano, esforzaos y salvaos, y decid á Hojeda como me
dejais al cabo.» Y éste sólo, creemos que de todos escapó, y Hojeda,
que debian ser más de 100 los que en aqueste salto se hallaron; algunos
dijeron que fueron 70 los que allí murieron. Los de los navíos, como
vian que de Hojeda, su Gobernador, y de su gente no sabian nada ni vian
que alguno venia, ni á quien preguntar, sospechando no fuese acaecido
algun desastre, van con los bateles por la costa arriba y abajo, á
buscar si viesen alguno que viniese de allá, que les diese buenas
nuevas ó malas; poniendo en ello mucha solicitud, llegaron á donde
habia junto al agua de la mar unos manglares, que son unas arboledas
inputribles, que siempre nacen y crecen y permanecen en el agua de
la mar, con grandes raíces, unas con otras asidas y enmarañadas;
allí metido y escondido hallan á Hojeda con su espada en la mano, y
la rodela en las espaldas, y en ella sobre trescientas señales de
flechazos. Estaba casi transido y descaecido de hambre, que no podia
echar de sí el habla, pero hicieron fuego y escarentáronle y diéronle á
comer de lo que llevaban, y así volvió á tener aliento y á esforzarse;
y como en esta tristeza y dolor estuviesen, oyéndole contar su
desventurado alcance y trabajo, vieron asomar el armada de Nicuesa, de
que no le sucedió poco dolor y angustia, temiendo que Nicuesa quisiese
de él vengarse por los desafíos y pendencias que, pocos dias y áun no
muy muchas horas ántes, en esta ciudad entre ambos habian pasado, por
lo cual mandó que todos se fuesen á los navíos, y le dejasen sólo, no
diciendo dél nada en tanto que Nicuesa en el puerto tardase.


CAPÍTULO LVIII.

Salieron los bateles de la armada de Hojeda á rescibir á Nicuesa, que
en el puerto mismo de Cartagena con la suya entraba, y con gran dolor
y tristeza le dijeron, como habia tantos dias que Hojeda y Juan de la
Cosa salieron en tierra con tanta gente, y habian destruido el pueblo
de Calamar, y presos tantos esclavos, y entrado la tierra dentro en
el alcance, y no habia ninguna persona; que tenian vehemente sospecha
ser por mal dellos y de todos los que consigo llevaba, pero que, por
hacer lo que debian, determinaban de irlo á buscar y traerlo si lo
hallasen, si les aseguraba, como caballero, de no mirar en tan gran
necesidad á cosa de las entre ambos pasadas. Diego de Nicuesa, que
era hijodalgo, se enojó de oirles aquellas palabras, y díjoles que
fuesen luégo á buscallo, y que si fuese vivo lo trujesen, al cual
no solamente no entendia enojalle, pero que les prometia como quien
era de le ayudar en todas sus necesidades, como si fuese su hermano.
Trujéronlo, pues, y lo primero que hizo Nicuesa, segun es de creer, fué
abrazarlo diciéndole: «Mucha diferencia debe haber en las obras que los
hombres hijosdalgo deben hacerse, cuando ven á los que en algun tiempo
quisieron mal de ayuda necesitados, de las que cuando riñen hicieran,
teniendo facultad de vengarse, porque allende ser bajeza y vileza de
ánimo, y degenerar de la bondad de sus pasados, crueldad sería, y de
hombres no razonables, añadir afliccion al que las aflicciones hán en
angustias postrado. Por ende, señor Hojeda, puesto que en la Española
hayamos habido palabras, y allí el uno al otro amordazado, ahora es
tiempo del todo olvidallas, y así, haced cuenta que no ha pasado
cosa entre nosotros que nos apartare de ser hermanos, y guialdo vos
como mandardes, que yo con mi gente os seguiré hasta que Juan de la
Cosa, y los que con él murieron, sean vengados, sin pretender más de
solamente ayudaros.» Hojeda fué muy consolado y le hizo muchas gracias,
reagradeciéndole tan grande obra de bondad y socorro, estimándolo
cuanto era posible á hombre que en estado de tanta adversidad estaba;
y cabalgaron ambos en sendos caballos, y tomados 400 hombres, á los
cuales por pregon público mandaron, so pena de muerte, que ninguno
indio á vida tomase, partiéronse de noche al pueblo de Turbaco, y
llegando cerca partiéronse en dos partes. Hay por allí unos papagayos
grandes, colorados, que llaman guacamayas, que dan muchos gritos y
hacen grandes alharacas, éstos, en sintiendo la gente, comenzáronlos
á dar; los indios entendieron lo que era, y como pensaron que ya
los españoles eran acabados, descuidáronse, y del grande miedo que
tuvieron, de súbito, saliéronse de sus casas huyendo, dellos con armas
y dellos sin ellas, y no sabiendo por donde andaban, daban en el golpe
de los españoles que los desbarrigaban; huian de aquestos, y daban en
los otros de la otra parte que los despedazaban. Tórnanse á meter en
las casas, y allí los españoles, poniendo fuego, vivos los quemaban.
Con el horror y tormenta del fuego, las mujeres, con sus criaturas en
los brazos, se salian de las casas, pero luégo que vieron los caballos,
los que nunca jamás habian visto, se tornaban á las casas que ardian,
huyendo más de aquellos animales, que no los tragasen, que de las vivas
llamas. Hicieron los españoles allí increible matanza, no perdonando
mujeres, ni niños, chicos ni grandes. Dánse luégo á robar: díjose que
á Nicuesa, ó á él y á los suyos, cupieron 7.000 castellanos. Andando
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