Historia de las Indias (vol. 3 de 5) - 16

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ayudarian á sacar el oro que habia, y sería de mucho provecho aquella
traida, y Su Alteza sería muy mucho servido. El Rey se lo concedió
que así lo hiciesen, con harta culpa y ceguedad del Consejo que tal
le aconsejó y firmó la tal licencia, como si fueran los hombres
racionales alguna madera que se cortara de árboles y la hobieran de
traer para edificar en esta tierra, ó quizá manadas de ovejas ó otros
animales cualesquiera, que aunque murieran en el camino por la mar,
muchos, poco se perdia. ¿Quién no culpará error tan grande como era,
las gentes, naturales vecinos de tantas islas, de verse sacar por
fuerza dellas, y llevarlas 100 y 150 leguas por la mar, á otras nuevas
tierras, por causa buena ó mala que ofrecer se pudiera, cuanto ménos
á sacar oro de las minas, donde, cierto, habian de morir, para el
Rey ni para los extraños, á quienes nunca ofendieron? Si por ventura
no quisieron justificar la tal traida y despoblacion de las propias
patrias, con aquella engañosa y falsa color con que al Rey engañaron,
que traidos á esta isla serian instruidos y hechos cristianos; pero
aunque fuera esto verdad, lo cual no fué, porque ni lo pretendieron,
ni lo hicieron, ni lo pensaron hacer jamás, no queria Dios aquella
cristiandad con tanto estrago, porque no suele á Dios aplacer bien
alguno, por grande que sea, perpetrando los hombres gravísimos pecados,
y, aunque sean chicos, cualesquiera daños hechos contra sus prójimos;
y en esto los pecadores muchas veces, mayormente en estas Indias, se
han engañado y cada dia se engañan. Y para condenacion entera desta
fingida color y excusa, nunca los Apóstoles hicieron sacar por fuerza
de sus tierras las gentes infieles y llevarlas para las convertir á
donde ellos estaban, ni la Iglesia universal, despues dellos, jamás lo
usó, como cosa perniciosa y detestable; así que, el Consejo del Rey
tuvo gran ceguedad, y por consiguiente, ante Dios, fué muy culpable,
porque no debiera él ignorar esto ser malo, pues tenian oficio de
letrados los que en él entraban. Venida, pues, la licencia del Rey D.
Hernando para traer á esta isla las gentes que vivian en las islas que
llamábamos de los Lucayos, concertábanse 10 ó 12 vecinos de la ciudad
de la Vega ó Concepcion y de la villa de Santiago, y juntaban hasta 10
ó 12.000 pesos de oro, de los cuales compraban dos ó tres navíos, y
cogian á sueldo 50 ó 60 hombres, con marineros y los demas, para ir á
saltear los indios que aquellas islas en su paz, y quietud y seguridad
de su patria, descuidados moraban. Estas gentes, llamadas lucayos,
como en el primer libro dejamos dicho, y en otra nuestra Historia,
llamada Apologética, muy más largo, fueron, sobre todas las destas
Indias y creo sobre todas las del mundo, en mansedumbre, simplicidad,
humildad, paz y quietud, y en otras virtudes naturales, señaladas,
que no parecia sino que ellos no habian pecado en Adan; no he hallado
en todas las naciones del mundo, de que las historias antiguas hayan
hecho mencion, á quien sino á las que llaman Séres comparallas, que
son pueblos de Asia, de quien Solino, cap. 63, dice ser mansos, y
entre sí quietísimos, y segun Pomponio Mela, libro III, cap. 6.º, es
linaje de hombres lleno de justicia; y segun Eusebio, libro VI, cap.
8.º, de _Preparatione Evangelica_, ni matar, ni fornicar saben, ni
hay entre ellos mala mujer alguna, ningun adulterio, ni ladron, ni
homicida se halla, ni adoran ídolos; á estas naciones fueron desta
isla, nuestros españoles, y hicieron las obras siguientes. Díjose,
que, al principio, los primeros nuestros que á esta vendimia llegaron,
en estas islas de los Lucayos, sabiendo la simplicidad y mansedumbre
destas gentes (que se pudo saber de la práctica que se tenia de cuando
el Almirante primero las descubrió, y trató con ellas, y experimentó
su bondad natural y condicion mitísima), llegados dos navíos á ellas,
y ellas rescibiéndolos, como siempre tuvieron, ántes que nuestras
obras cognosciesen, que eran venidos del cielo, dijéronles que iban
desta isla Española, donde las ánimas de sus padres y parientes, y de
los que bien querian, estaban en holganza, y que si querian venir á
vellos, que en aquellos navíos los traerian; esto era y es, cierto,
en todas estas indianas naciones, tener opinion que las ánimas eran
inmortales, y que, despues de muertos los cuerpos, se iban las ánimas
á ciertos lugares, amenos y deleitables, á donde ninguna cosa de
placer y consuelo les faltaba, y en algunas partes tenian, que primero
padescian algunas penas por los pecados que en esta vida habian pecado.
Así que, con éstas persuasiones y malvadas palabras, los primeros que
allí fueron, segun se dijo, engañaron aquellas inocentísimas gentes,
á que se dejasen meter en los navíos, hombres y mujeres, como la ropa
y ajuar de sus casas, ni las raíces de sus heredades les hiciese poco
embarazo; pero despues de traidos á esta isla, como no viesen á sus
padres, ni madres, ni á los que amaban, sino las herramientas de azadas
y azadones, y barras y barretas de hierro, y otros instrumentos tales,
y las minas donde las vidas en muy breve acababan, dellos desesperados,
viéndose burlados, con el zumo de la yuca se mataban, dellos de hambre
y trabajos se morian, como personas en grande manera delicadas, y que
nunca imaginaron haber tales trabajos. Despues, el tiempo andando,
tuvieron otras industrias, y hicieron otras maneras de fuerzas y
saltos para traellos, que ninguno se les escapaba. Traidos á esta
isla, y desembarcados hombres y mujeres, niños y viejos, en especial
en el Puerto de Plata y Puerto Real, que están en la costa del Norte,
fronteros de las mismas islas de los Lucayos, hacian ciertos montones
dellos, cuantos eran los que en los navíos y gastos ponian sus partes,
viejo con mozo, enfermo con sano (porque por la mar enfermaban y morian
muchos con el angustia, viniendo apretados debajo de cubierta, como
es region caliente, que de sed se ahogaban, y tambien de hambre); en
aquellos montones no se miraba que fuese la mujer con el marido, ni
el hijo con el padre, porque no se hacia más cuenta dellos, que si
verdaderamente fueran vilísimos animales. Así, los inocentes, _sicut
pecora occisionis_, repartidos por sus montones ó manadas, echaban
suertes sobrellos, y cuando cabia por la suerte algun viejo y enfermo,
decia el que le llevaba: «este viejo dadlo al diablo, ¿para qué lo
tengo de llevar, para dallo de comer y despues enterrallo? y éste
enfermo, ¿para qué me lo dáis, para curallo?» Y acaecia, estando en
estas partijas, caerse muertos de hambre, y de la flaqueza y enfermedad
que traian, y del dolor viendo los padres apartar de sí á sus hijos, y
los maridos á las mujeres llevárselas. ¿Quién podia sufrir que tuviese
corazon de carne, y entrañas de hombre, á ver tan inhumana crueldad?
¿Qué memoria debia entónces de haber de aquel precepto de la caridad,
«amarás tu prójimo como á tí mismo», en aquellos que tan olvidados de
ser cristianos, y áun de ser hombres, así tractaban en aquellos hombres
la humanidad? Ordenaron tambien, que para los gastos que se hacian, y
para pagar el sueldo á los 50 ó 60 que iban en los navíos á hacer estas
cabalgadas, que pudiesen vender, puesto que ellos decian traspasar de
uno á otro, cada indio de aquellos que ellos tambien nombraban piezas,
cada pieza, como si fueran piezas ó cabezas de ganado, por cuatro pesos
de oro, y no más; y ésta tenian por honra que les hacian, vendellos y
traspasallos por precio tan barato, como en la verdad, si el precio
fuera grande, tuviéranlos en mucho más, y por consiguiente tratáranlos
mejor por su propio interese, y duraran más.


CAPÍTULO XLIV.

Tuvieron, como dije, muchas maneras de sacarlos de sus islas y casas,
donde vivian verdaderamente aquella vida que vivieron las gentes de la
Edad dorada, que tanto por los poetas é historiadores fué alabada, y
unas cautelas usaban en unas islas y partes, y otras en otras; y las
primeras veces asegurándolos, como los indios estaban sin sospecha,
descuidados, y los rescibian como á ángeles; otras, salteándolos
de noche; otras, entrando á la clara como dicen, _aperto Marte_,
matándolos á cuchilladas, cuando algunos dellos, teniendo experiencia
ya de las obras de los españoles, y que venian á llevallos, se
defendian con sus arcos y flechas, de las que usaban, no para hacer
guerra á alguien, sino para matar pescados de que tenian siempre
abundancia. En obra de cuatro ó cinco años trujeron á esta isla, de
hombres, y mujeres, y chicos, y grandes, sobre 40.000 ánimas; y desto
hace mencion Pedro Mártir, en el capítulo 1.º, de su sétima Década,
diciendo: _Et quadraginta, utriusque sexus, millia in servitutem ad
inexhaustam auri famen explendam uti infra latius dicemus, abduxerunt:
has una denominatione Jucayas appellant, scilicet insulas, et incolas,
jucayos_. Donde tambien dice, como se mataban de desesperados, y otros
que tenian mejor ánimo, con esperanza de en algun tiempo se huir á sus
tierras, sufrian su vida desesperada, escondiéndose hácia la parte del
Norte, por algunos lugares montuosos que les parecia estar fronteros
de sus islas, para desde allí, algun dia, tener algun remedio como á
ellas pasarse. _Jucaya suis sedibus abrepti desperatis vivunt animis,
dimisere spiritus inertes multi á cibis aborrendo per valles, in vias
el deserta nemora rupesque abstrusas latitantes; alii vitam exosam
finierunt. Sed qui fortiore pectore constabant, sub spe recuperandæ,
libertatis muere mallebant. Ex his plerique non inertioris, forte si
fugæ locus dabatur, partes Hispaniolæ petebant septentrionales, unde
ab eorum patria venti flabant, ac prospectare arcton licebat: ibi
protentis lacertis et ore aperto halitus patrios anhelando absorvere
velle videbantur; et plerique spiritu deficiente languidi præ inedia
corruebant exanimes_, etc. Esto dice Pedro Mártir. Una vez, un indio
de aquellos (y allí lo refiere Pedro Mártir), tomó cierto árbol muy
grueso, que se llamaba, en lengua desta isla Española, yaurúma, la
penúltima sílaba luenga, el cual es muy liviano y todo hueco, y sobre
él debia de armar con otros palos alguna balsa, muy bien atados con
bejucos, que son ciertas raíces muy recias, como si fuesen cordeles.
En lo hueco de los palos metió algun maíz que pudo hallar, y que, por
ventura, él habia sembrado y cogido, y ciertas calabazas llenas de agua
dulce, asimismo dejando algun maíz fuera para comer algun dia, y tapó
bien con hojas los cabos de los palos, y admitió á su compañía otro
indio, y á unas indias, parientes ó vecinos suyos, grandes nadadores,
porque todos lo eran; y pónense encima de su balsa, y con otros palos,
como remos, échanse á la mar y andan camino de sus islas y tierras, y,
andadas 50 leguas, toparon por su desdicha con un navío que venia, de
hácia donde ellos iban, con cierta presa. Tomáronlos y volviéronlos,
llorando y lamentando su infelicidad, y la balsa en que iban para
esta isla, donde al cabo con los demas perecieron. De creer es, que
otros muchos intentaron buscar y tomaron este remedio, sino que no
lo sabemos, pero poco les aprovechó si lo hicieron, porque una vez
que otra, los tomaban y traian, si á sus tierras llegaban, pues que
ningunos, como parecerá, dejaron en todas aquellas islas. Escudriñaban
entre muchas dellas, cuál era la que mas fuerte ó cercada de peñas
estaba, y prendian toda la gente de las otras comarcanas, y traian á
aquella, quebradas ó tomadas todas las canoas ó barquillos que ellos
tenian, porque no se huyese, ponian para guardallos los españoles
que necesarios eran, entre tanto que los navíos tornaban desta isla,
dejando acá las barcadas que de gente habian traido. Acaeció tener
en una isleta de aquellas llegadas 7.000 ánimas, y estaban siete
españoles guardándolos muchos dias, como si fueran otras tantas ovejas
ó corderos, y como los navíos se tardasen, acabóseles el caçabí, ó
laceria que tenian para comer; y venidos ya dos navíos que traian
caçabí para los indios, porque otra cosa no les daban á comer, y si
otros bastimentos traian eran para los españoles, así como llegaron
los navíos á la isleta, levantóse una terrible tormenta que hundió los
navíos, ó los desbarató, por manera, que de hambre pura perecieron las
7.000 ánimas de indios, y los siete españoles sin tener remedio, ni
escapar alguno. De la gente de los navíos, no me acuerdo qué fué lo que
oí que se hobiese hecho dellos. Destos juicios de Dios, y castigos que
cada dia Dios hacia, no se miraba, ni que por los pecados, los enviase
Dios, que allí se cometian sino que acaso, y sin que hobiese Rector en
los cielos que lo viese y tuviese cuenta de tan crueles injusticias,
aquellos infortunios venian. Destas hazañas y crueldades que con estas
inocentes ovejas se usaron, y que fueron infinitas, pudiera saber y
agora referir muchas en particular, si en aquellos tiempos, que yo
estaba en esta isla, mirara en querellas saber de los mismos que las
obraban. Quiero aquí decir lo que uno dellos me dijo en la isla de
Cuba: Éste habia pasado de aquellas islas á la de Cuba, creo que en
una canoa de indios, no sé si quizá por huir de su Capitan, ó de algun
peligro que allí se le hobiese ofrecido, ó por salir de tan reprobados
tratos, por sentirse andar en mal estado; díjome, que, como metian
en los navíos mucha gente, 200, 300 y 500 ánimas, viejos y mozos, y
mujeres y niños, echábanlos todos debajo de cubierta, cerrando las
bocas que llaman escotillas, porque no se huyesen, los cuales quedaban
sin lumbre y sin soplo de viento, y la regiones caliente, y como no
metian en los navíos mantenimientos, en especial agua, más, ó poco más,
que bastase para más de los Españoles que en estos tractos andaban,
y así, por la falta de la comida, y más por la sed grande, que por
el gran calor y angustia y apretamiento de estar unos sobre otros, ó
muy junto á otros, padecian muchos muriesen y los echasen á la mar,
que eran tantos que un navío, sin aguja ni carta ó arte de navegar,
pudiera, solamente por el rastro de los que lanzaban muertos, venir
desde aquellas á esta isla. Estas fueron sus palabras. Y esta fué cosa
cierta, unas veces mayor y otras menor, que nunca navío fué á saltear
indios destos lucayos, y de la tierra firme donde mucho se usó esta
inhumanidad, como se dirá, que no echasen á la mar, muertos, la tercia
ó la cuarta parte de los que salteaban y embarcaban, por las susodichas
causas. Por esta órden, si órden se sufriera llamarla, en obra de
diez años trujeron á esta isla Española, hombres, y mujeres, niños, y
viejos, sobre un cuento de ánimas y muchas más; algunas barcadas dellos
hicieron los Españoles que vivian en la isla de Cuba, donde, al fin,
todas perecieron en las minas, de trabajos, y hambres, y angustias.
Pedro Mártir afirma haber sido informado, que de aquellas islas de
los Lucayos, que eran 406, habian los Españoles traido y puesto en
captiverio para echar en las minas, 40.000 ánimas; y dellas, y de las
demas, un cuento y 200.000; y dice así en el cap. 1.º de la sétima
Década: _Ut ego ipse, ad cujus manus quæcumque emergunt afferuntur,
de illarum insularum numero vix ausim credere quæ prædicantur. Ex
illis sex et quadringentas ab annis viginti amplius, quibus Hyspaniolæ
Cubæque habitatores hispani eas pertractarunt, percurrise inquiunt, et
quadraginta utriusque sexus millia in servitutem ad inexhausti auri
famem explendam adduxerunt: has una denominatione Jucayas appellant,
et incolas jucayos_, etc. Y en el cap. 2.º de la misma Década dice:
_Sed has scilicet insulas fatentur habitatoribus quondam fuisse
refertas, nunc vero desertas, quod ab earum densa congerie perductos
fuisse misseros insulares ad Hyspaniolæ Fernandinæque aurifodinarum
triste ministerium inquiunt deficientibus ipsarum incolis, tum variis
morbis et inedia, tum præ nimio labore, ad duodecies centena millia
consumptis. Piget hæc referre sed oportet esse veridicum, sui tamen
exitij vindictam alicuando sumpsere jucay, raptoribus interfectis:
cupiditate igitur habendi jucayos, more venatorum, per nemora montana
perque palustria loca feras insectantur_, etc. Todo es de Pedro
Mártir; cuanto á lo que añide, que los lucayos algunas veces mataron
españoles, acaecia cuando algunos pocos hallaban descuidados, porque
desque cognoscieron que los destruian, y que aquella era su venida y
demanda, los arcos y flechas, que usaban para matar pescado, acordaron
emplearlos para matar á los que los mataban, pero todo era en vano,
porque nunca podian matar sino dos ó tres, ó cuatro cuando más se
estiraban. Y, cuanto á lo que dice más, que eran 400 islas, metió en
aquel número las islas del Jardin de la Reina, y del Jardin del Rey,
que son unas rengleras de islas pequeñas, que están á la costa del
Sur y del Norte, pegadas con la isla de Cuba, y aunque las gentes
de que estaban pobladas aquellas isletas de los Jardines, eran de
aquella simplicidad y bondad natural que las de los Lucayos, pero no
acostumbramos llamarlas isletas de los Lucayos, sino las grandes que
comienzan desde cerca desta isla Española y van hácia cerca de la
Florida, desviadas algo de la de Cuba; y éstas serán 40 ó 50, entre
chicas y grandes, y á éstas llamamos propiamente Lucayos, ó por mejor
decir, Yucayos. Dice más Pedro Mártir, que se le presentaban las cosas
que de nuevo acaecian y iban destas Indias; ésto se hacia, por que
por aquel tiempo que esto escribia era del Consejo de las Indias, y
entró en él el año de 518, estando yo, á la sazon que presentó él su
provision real, en el mismo Consejo, presente: proveyóle deste oficio
el Emperador, luégo que vino á reinar, en la ciudad de Zaragoza.


CAPÍTULO XLV.

Despues que se consumieron en las minas y en los otros trabajos, y vida
durísima y desventurada, muy grande número de los lucayos, y de todos
la mayor parte, inventó el enemigo de la naturaleza humana otro modo de
codicia en los españoles, para del todo acaballos. Comenzaron á asomar
las perlas que habia en la mar, al rededor de la isleta de Cubagua, que
está junto á la isla Margarita, en la costa de tierra firme, que se
llama de Cumaná, la última sílaba aguda, y juntamente las minas en esta
isla iban aflojando. Acordaron los españoles de enviar á sacar perlas
los indios lucayos, por ser grandes nadadores todos ellos en universal,
como las perlas se saquen zabulléndose los hombres dos y tres y cuatro
estados, donde las ostias, que las perlas contienen, se hallan; por
cuya causa, se vendian cuasi públicamente, con ciertas cautelas, no á
4 pesos como al principio se habia ordenado, sino á 100 y á 150 pesos
de oro, y á más cada uno de los lucayos. Creció tanto el provecho, que,
sacando con ellos perlas, los nuestros hallaban, puesto que con gran
riesgo y perdicion de las vidas de los lucayos, como aquel oficio de
sacar perlas sea infernal, que por maravilla se halló en breves dias
que en esta isla quedase algun lucayo. Hay desta isla hasta la isleta
de Cubagua, por el camino que de necesidad se ha de llevar rodeando,
cerca de 300 leguas largas, y así los llevaron todos en navíos allá, y
en aquel duro y pernicioso ejercicio, muy más cruel que el sacar oro
de las minas, no en muchos años, finalmente, los mataron y acabaron; y
así fenecieron tanta multitud de gentes que habia en tantas islas, como
queda dicho, que llamamos de los Lucayos ó Yucayos. Estaba en aquesta
sazon ó tiempo, en esta ciudad de Sancto Domingo, un hombre honrado,
temeroso de Dios, llamado Pedro de Isla, que habia sido mercader, y,
por recogerse y vivir vida más sin peligro de la conciencia, dias habia
que hobo aquellos tractos dejado, y sustentábase de lo que justamente
creia que de las mercaderías pasadas, y con segura consciencia, le
pudo quedar. Este varon virtuoso, sabiendo los estragos y crueldades
que se habian hecho en aquellas gentes simplicísimas de los lucayos,
y como se despoblaron tantas y tales islas, y que ya no se curaban de
ir navíos á ellas, por tenellas por vacías, movido de celo de Dios, y
de lástima de tanta perdicion de ánimas, y por remediar los indios que
en aquellas islas se hobiesen de aquel fuego infernal y pestilencia
vastativa escapado, creyendo que algunos habria, para, en esta isla
ó en aquellas, hacer dellos un pueblo, y allí en las cosas de la
fe instruillos, y áun tambien por impedir á otros, que, con el fin
contrario, y para se servir dellos, procurasen lo que él pretendia,
fuése á los que gobernaban esta isla, y pidióles con mucha instancia le
diesen licencia para enviar un bergantin, ó lo que más fuese necesario,
á su costa, para rebuscar por todas aquellas islas los que se hallasen,
y los pudiese traer á ésta, y hacer un pueblo dellos y lo demas que
está dicho. El cual intento cristiano, por los que gobernaban oido y
entendido, con toda voluntad le concedieron lo que pedia. Habida esta
licencia, compró un bergantin ó carabela pequeña y puso en ella ocho
ó diez hombres, con abundancia de mantenimientos para mucho tiempo,
todo á sus espensas, y enviólos, encargándoles mucho anduviesen y
escudriñasen todas aquellas islas, buscando los indios que en ellas
hobiese, y los asegurasen y consolasen cuanto les fuese posible, que no
les sería hecho mal alguno, que no los iban á buscar para captivallos,
como se habia hecho á sus parientes y vecinos, ni que habian de ir á
sacar oro á las minas, sino que habian de estar en su libertad y á su
placer, como ellos verian, y otras palabras que, para que perdiesen el
miedo de tan grandes calamidades como habian padecido, y se consolasen,
puestos en tanta tristeza y amargura como estaban, convenia. Fueron y
hicieron lo que les fué mandado por su amo, ó que les daba su salario,
el buen Pedro de Isla, y anduvieron todas las islas, buscadas y
escudriñadas cuanto les fué posible. Tardaron en ello tres años, y al
cabo dellos, hecha la diligencia dicha, solamente hallaron 11 personas,
que yo con mis ojos corporales vide, porque vinieron á desembarcar al
Puerto de Plata, donde yo al presente vivia. Estos eran hombres, y
mujeres, y muchachos, no me acuerdo cuántos fuesen de unos y de otros,
mas de que uno dellos era un viejo que debia ser de sesenta y más
años; todos y él en cueros vivos, y con tanto sosiego y simplicidad,
como si fueran unos corderitos. Parábamelos á mirar de propósito, en
especial al viejo, que era de un aspecto muy venerable, bien alto de
cuerpo, el rostro grande, autorizado y reverendo. Parecíame ver en él
á nuestro padre Adan, cuando estuvo y gozó del estado de la inocencia,
y acordándome cuántos de aquellos habia entre tantas gentes, como,
en aquellas y de aquellas islas, en tan breves dias y en cuasi mi
presencia, sin culpa alguna en que nos hobiesen ofendido, se habian
destruido, no restaba sino alzar los ojos al cielo y temblar de los
divinos juicios. Así que, aqueste fué el rebusco que halló Pedro de
Isla de la pasada vendimia. Despues dió nuestro Señor, Dios, el pago de
su buen celo y virtud al Pedro de Isla, porque lo metió en la órden de
Sant Francisco, y allí, viviendo sanctamente, le ordenaron de órdenes
sagradas hasta ser Diácono ó de Evangelio, y, por su gran humildad,
rogó que no le forzasen á ser de Misa, por tenerse por indigno,
acordándose de lo que habia hecho su glorioso padre Sant Francisco; y
así, despues de muchos años, le llevó Dios para sí, donde yo creo que
goza de la vision divina, y gozará para siempre sin fin. Tornando á
los lucayos, esta fué gente, como en otra nuestra Historia dijimos,
felicísima, y creemos ciertamente, que fué de las más aparejadas para
cognoscer y servir á Dios, que en la masa del linaje humano por alguno
hobiese sido vista; yo confesé y comulgué, y me hallé á la muerte de
algunos dellos, despues que fueron baptizados é instruidos, y digo que
suplico á nuestro Señor, Dios, que tal devocion y tales lágrimas y
contriccion de mis pecados me dé al tiempo cuando su cuerpo y sangre
rescibiere, y de mi fin y muerte, como en ellos me parece que sentia
y cognoscia. Y con esto, cierro la Historia que toca á los lucayos,
que tan infelices fueron en caer en manos de quien así, tan sin culpa
y razon y justicia, los destruyeron, aunque ser nosotros, que lo
cometimos, mas sin buenaventura que ellos, que lo padecieron, ninguna
duda tengo.


CAPÍTULO XLVI.

En este año de 508, ó al fin de 507, el Comandador Mayor envió á ver y
considerar, con intencion de poblar de españoles, la isla que llamamos
de Sant Juan, que por vocablo de la lengua de los indios, vecinos
naturales della, se nombraba Boriquén, la última sílaba aguda. Esta
isla es toda ella, ó lo más della, sierras y montañas altas, algunas de
arboledas espesas, y otras rasas de muy hermosa hierba como la de esta
isla. Tiene pocos llanos, pero muchos valles y rios, por ellos, muy
graciosos, muy fértiles, y toda ella muy abundosa; está, de la punta
oriental desta isla Española, la punta ó cabo occidental della, obra
de 12 leguas; véese una isla de otra, cuando hace claro, estando en
lo alto de las dichas puntas ó cabos dellas. Tiene algunos puertos no
buenos, si no es el que llaman Puerto-Rico, donde la ciudad y cabeza
del Obispado tiene su asiento; terná de luengo 40 largas leguas, y
15 ó 16 de ancho, y en circuito bojará 115 ó 120. Toda la costa del
Sur della está en 17° y la del Norte en 18° de la línea equinoccial,
á la parte del Ártico, por manera que su ancho es cuasi un grado,
tomándolo de Norte á Sur. Tuvo mucho oro, no tan fino como el de esta
isla, pero no tenia de quilates y valor ménos que no valiese 450
maravedís el peso; estaba plenísima de gentes, naturales, vecinos
y moradores della, y muy mansas y benignas, como las de esta; era
combatida de los caríbes, ó comedores de carne humana, y para contra
ellos eran valerosos y defendian bien su tierra. La ocasion de la
enviar el Comendador Mayor á explorar, para la poblar de españoles,
fué la siguiente: Despues de la postrera guerra que los españoles
hicieron á los vecinos de la provincia de Higuey, que tambien fué la
postrera de toda esta isla, de la cual hablamos en el cap. 18, en la
villa de Salvaleon, que mandó el Comendador Mayor poblar en aquella
provincia, puso por su Teniente y Capitan á Juan Ponce de Leon, el
que fué por Capitan de la gente desta ciudad de Sancto Domingo, en la
dicha postrera guerra, segun dijimos en el cap. 15; éste tuvo noticia
de algunos indios de los que le servian, que en la isla de Sant Juan
ó Boriquén habia mucho oro, porque como los vecinos indios de aquella
provincia de Higuey, fuesen los mas propincuos, y en la más propincua
tierra viviesen á la dicha isla de Sant Juan, y no hobiese sino 12 ó 15
leguas de distancia, cada dia se iban en sus canoas ó barquillos los de
esta isla á aquella, y los de aquella á esta venian, y se comunicaban,
y así pudieron bien saber los unos y los otros lo que en la tierra de
cada uno habia. Dió, pues, parte Juan Ponce de Leon al Comendador Mayor
de las nuevas que habia sabido, y es de creer que le pidió licencia
para pasar allá con algunos españoles, á inquirir la verdad y tomar
trato y conversacion con los indios vecinos della, y ver la dispusicion
que habia para poderla ir á poblar, porque hasta entónces ninguna cosa
de lo que en la isla dentro habia se sabia, más de verla por de fuera
ser hermosísima, y que parecia mucha gente de cada vez que pasaban
por allí navíos. Finalmente, que Juan Ponce lo suplicase, ó que el
Comendador Mayor se lo mandase, aparejó un carabelon, y metióse con
ciertos pocos españoles y algunos indios que habian estado en la isla
con él, y fué á desembarcar en una parte della, donde señoreaba un Rey
é señor, llamado en su lengua dellos Agueíbana, la í letra luenga, el
mayor señor de toda ella. Este los rescibió con grande alegría, y los
aposentó y trató y hizo servir como si fueran del cielo venidos, como
todas estas gentes destas Indias, á los principios, de nosotros creian;
tenia este señor madre y padrastro, los cuales tambien mostraron
rescibir mucho gozo con su venida, y les hicieron todas buenas obras
de amor y amistad, mandándoles proveer abundantemente de comida, y
dándoles de todo lo que tenian, y haciendo todo lo que sentia que
hacia placer á Juan Ponce y á los cristianos. Trocaron los nombres,
y hiciéronse guatiaos, llamándose Juan Ponce, Agueíbana, y el Rey
Agueíbana, Juan Ponce, que, como arriba dijimos, era una señal entre
los indios destas islas de perpétua confederacion y amistad. A la madre
del Rey, dió Juan Ponce, doña Inés por nombre, y al padrastro, don
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