Historia de la literatura y del arte dramático en España, tomo III - 10

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tomó de las obras de Cervantes los asuntos de tres dramas suyos,
rindiendo así homenaje á la elevación de su talento, y á que Cervantes
alaba la dulzura y el agrado de Guillén de Castro[23].
En el año de 1631 murió éste, tan miserable, que fué preciso sepultarle
en el hospital de la Corona de Aragón.
La obra más notable de Guillén de Castro, tanto á causa de la célebre
imitación francesa cuanto de su valor intrínseco, y que por esto llama
principalmente nuestra atención, es la primera parte de _Las mocedades
del Cid_. Indicaremos ahora el orden y sucesión de sus escenas para
facilitar su cotejo con el drama de Corneille[24].
Los conocidos y populares romances del Cid son el fundamento de _Las
mocedades_, y en parte se han entretejido en el diálogo con grande
habilidad. Pero el motivo, que forma el interés capital del drama; la
lucha entre el amor y el honor, parece son de la propia y original
invención de Guillén de Castro: los romances, en efecto, no hablan del
amor anterior del Cid á Ximena.
Al principio del drama es Rodrigo armado caballero ante toda la corte;
la conversación de Ximena y de la Infanta versa sobre la pasión de ambas
por el joven héroe, que es el motivo principal de la acción que sigue;
trázase también excelentemente en esta escena el orgulloso carácter de
Don Sancho, que contrasta con la noble dignidad del Cid. Acabada la
ceremonia queda el Rey en compañía de sus cuatro consejeros, entre los
cuales se cuentan el conde Lozano y Diego Láinez, y les participa haber
elegido al último para ayo del Príncipe; el conde Lozano se cree
entonces despreciado; echa en cara con amargos sarcasmos á Diego Láinez
su vejez y debilidad; disputa con él violentamente, y al fin le da un
bofetón. El anciano, así insultado, expresa en frases entrecortadas su
dolor por el desamparo en que lo dejan sus años, y la sed de venganza
que arde en su pecho. Toda la escena es un modelo en su clase, y el
diálogo de extraordinaria vivacidad. La escena siguiente nos ofrece á
Rodrigo en compañía de sus dos hermanos más jóvenes; su padre, el
deshonrado Don Diego, se acerca á ellos con su báculo roto, y expresa
en un monólogo lleno de pasión la pena que lo aflige, viéndose en la
imposibilidad de vengarse. Llama entonces al hijo más joven en los
mismos términos que dice el romance; estréchale la mano, y la suelta
prorrumpiendo en amargos sarcasmos al oir sus lamentos: lo mismo hace
con el otro hijo. Llama, por último, á Rodrigo, que se encoleriza
observando la preferencia que su padre ha dado á sus hermanos más
jóvenes, y cuando estrecha también su mano, exclama colérico que le
daría un bofetón si no fuera su padre. «Ya no fuera la primera,» le
contesta Don Diego; demuestra su alegría en un fogoso discurso al ser
testigo del varonil orgullo de su hijo, y le encarga que vengue el
insulto hecho á su honor. Síguele un monólogo lleno de elevación lírica,
que pinta la lucha de Rodrigo entre su deber y su amor; el Conde, en
quien ha de vengar la injuria recibida por su padre, es el de su amada
Ximena. En la escena siguiente se desenvuelve esta lucha, que atormenta
el alma del joven, cuando Ximena, que le habla desde un balcón, le hace
oir la voz del amor, y la aparición del Conde lo exhorta al cumplimiento
de su deber; la presencia de su anciano padre pone término á sus
vacilaciones. Entáblase después entre Rodrigo y el Conde un diálogo
breve y rápido, copiado exactamente por Corneille; aléjanse peleando, y
el Conde grita detrás de la escena: _¡Soy vencido!_ Rodrigo reaparece,
huyendo de la persecución de las gentes del Conde, á quienes detiene la
Infanta.
En el acto segundo se anuncia al Rey que Rodrigo ha dado muerte al
Conde; preséntansele Ximena y Don Diego, aquélla con un pañuelo
ensangrentado, éste teñidas las mejillas con la sangre de Rodrigo; ambos
hablan del suceso con notable vivacidad: Ximena dice (como en la
tragedia de Corneille) que la muerte ha impedido á su padre expresar su
voluntad por otros labios que con los de su herida, y que está escrita
con sangre en el polvo; Don Diego, que ha hollado el cadáver del conde
Lozano para lavar con su sangre su ofensa. El Rey promete á Ximena su
protección, y que Rodrigo será preso. El príncipe Don Sancho, cuyo
carácter violento lo arrastra hasta á amenazar al Rey, se declara en
favor de Don Diego. El poeta nos ofrece después á Ximena en conversación
con su confidenta; descúbrele que, á pesar de las prescripciones del
honor, aún no se ha extinguido el amor que profesaba al matador de su
padre. Rodrigo, que la oye oculto, se arroja á sus pies, rogándole que
lo vengue en él como él vengó al suyo en el conde Lozano. Ella no le
encubre su inclinación, pero manifiesta que, obedeciendo á las leyes
del honor, hará todo linaje de sacrificios para que sea castigado el
matador de su padre. Excelente es la escena que sigue, en que Don Diego
revela su apasionada alegría al acercársele su hijo, y su satisfacción
viendo su honor vengado y el valor hereditario de su familia; exhorta á
Rodrigo á persistir en la heróica senda comenzada peleando contra los
moros, obedeciéndolo su hijo, después de recibir su bendición. Forma
contraste con estas escenas, de rudo movimiento, la en que se describe
la vida de la Infanta en su campestre soledad. Muchos caballeros pasan
por ella, entre los cuales se cuenta Rodrigo, que desciende de su
caballo y le da las gracias por haberse salvado por su mediación; pero
no emplea, al hacerlo, sino frases galantes comunes, mientras que ella
oculta difícilmente los tiernos sentimientos que le inspira. Luego
pelean moros y cristianos, y Rodrigo vence á un Rey enemigo, anunciando
que, antes de terminar el día, ha de cautivar á otros dos Reyes; á esta
lucha sigue un episodio de escaso enlace con la acción principal, para
pintar el vehemente y supersticioso carácter del Príncipe. Aparece luego
Rodrigo, que ofrece al Rey el botín recogido en la guerra; el noble
prisionero moro llama á Rodrigo _mío Cid_ (mi señor), y el Rey dispone
que así se le denominará en adelante. Preséntase de nuevo Ximena
acompañada de cuatro servidores llorosos, y acusa á Rodrigo en los
mismos términos que lo hace en el romance. El Rey le promete desterrar
al Cid en castigo de la muerte de su padre.
Acto tercero. La Infanta confía al cortesano Arias Gonzalo, no sin dejar
traslucir sus celos, que Ximena, no obstante su aparente persecución
contra el Cid, lo ama sin duda alguna. El Rey declara su propósito de
resolver, por medio de un combate personal, si tiene ó no derecho al
dominio sobre la ciudad de Calahorra, y que elige al Cid por su campeón.
Un servidor le anuncia la llegada de Ximena, y se queja el Rey de las
molestias que le causa, fastidiándolo con sus pretensiones. Aprovéchase
Arias de la ocasión para participar al Rey las sospechas de la Infanta
acerca de los amores de Ximena y de Rodrigo; á su juicio, el casamiento
de ambos será el mejor medio de reducir al silencio á la hija del conde
Lozano. Forjan entonces un proyecto para averiguar si Ximena ama al Cid
en realidad. Ximena entra, como antes, pidiendo al Rey justicia y
censurando su tardanza en hacérsela, y después un criado que anuncia la
muerte de Rodrigo. Ella, no dudando de la certeza de la noticia, cae en
tierra desmayada. Cuando recobra el uso de sus sentidos, confiesa el
Rey su estratagema y el objeto que se propuso; ella, por su parte, se
esfuerza en debilitar la prueba de su amor que ha dado su desmayo, y
declara estar pronta á entregar todos sus bienes y su mano al noble que
le presente la cabeza de Rodrigo, y la mitad de su fortuna al de otra
clase inferior si cumple su deseo. El Rey, creyendo al Cid invencible,
da á conocer esta promesa. Interpólase entonces el conocido episodio del
mendigo leproso de los romances, que se transforma luego en San Lázaro.
Anúnciase en seguida que un combate personal, en presencia del Rey,
decidirá de la suerte de Calahorra. Un gigante aragonés, llamado Don
Martín, desafía con insolencia á los caballeros castellanos; el Cid
acepta el combate, y se aventura á tomar parte en tan desigual pelea. El
poeta nos describe entonces la inquietud de Ximena acerca del resultado
del combate. Recibe una carta de Don Martín pidiéndole sus bienes y su
mano, y anunciándole que en breve se presentará delante de ella con la
cabeza del matador de su padre. Dominada por el dolor, dice que adora la
sombra de su enemigo, y que llora al hombre á quien mata. La última
escena es en la corte del Rey. Ximena, lujosamente vestida para sus
bodas, se regocija de la muerte probable del Cid; pero cuando sabe, por
asegurárselo así, que es cierta, arrastrada de su amor, no vacila en
confesarlo, y pide al Rey licencia para entregar á Don Martín su
fortuna, rehusándole su mano. Apenas pronuncia estas palabras, cuando se
aparece el Cid, cuenta su victoria y solicita la mano de Ximena. Ésta
accede á sus ruegos, después de oponer breve y afectada resistencia.
La exposición de la serie consecutiva de las escenas de esta comedia
podrá, en verdad, darnos una idea de su estructura externa, pero nunca
del riquísimo colorido que adorna á este bello cuadro; nunca del aroma,
verdaderamente romántico, que espira; nunca, en fin, de la delicadeza
psicológica, con que se pinta la lucha de opuestos sentimientos en el
corazón de Ximena. El lenguaje del drama puede servir de modelo:
ofrécenos la misma sencillez del romance popular, tan propia y peculiar
de este asunto, y no carece de las galas de una poética y rica fantasía,
ni de bellas imágenes, sobriamente distribuídas en las ocasiones en que
sólo habla la pasión.
Podrá censurarse, como opuesto á la unidad de acción, el personaje del
príncipe Don Sancho; y como innecesario, y que sirve de rémora al
desarrollo del drama, el episodio del tercer acto; pero conviene tener
en cuenta que uno y otro se habían arraigado firmemente por los
romances y la historia en la mente del pueblo, que no podía separarlos
de su célebre héroe favorito, y por consiguiente, no merece crítica el
poeta, que se aprovecha de figuras características y de una bella
tradición, para agruparlas alrededor de su protagonista.
Examinando ahora la tragedia francesa, se observa desde luego que todo
el mérito, que se puede atribuir á Corneille, es de índole negativa,
esto es, que consiste en haber suprimido las dos adiciones citadas: lo
que tiene de positivamente bueno, lo debe al poeta español. Pero ¡cuán
inflexible y grosera nos parece su obra! ¿Qué se hizo de aquel aroma
poético, ya tierno, ya apasionado con violencia, que respiramos con
fruición y con ansia en la comedia española? En su lugar encontramos
vana hojarasca oratoria; en vez del lenguaje del sentimiento, hinchada
fraseología; en vez de la lucha entre el honor, y el amor, y los deberes
filiales, tan superiormente motivada en la comedia de Guillén de Castro,
una coquetería opuesta á aquellos sentimientos; en vez de la figura
heróica de Rodrigo, que se refleja y desenvuelve en los hechos
representados como si viviera, un charlatán ostentoso; nos vemos, por
último, obligados á aceptar el juicio de la Academia francesa sobre _El
Cid_, aunque considerándolo con muy distinto criterio. Si recordamos
también que esta tragedia es siempre una de las mejores del teatro
francés, nos admiraremos de que tanta pobreza haya subyugado más tarde á
los españoles, para despreciar las riquísimas flores de sus dramas
nacionales.
Será curioso, sin duda, examinar más profundamente los defectos de la
tragedia de Corneille. Las famosas unidades, que han de anudar la acción
trágica, y que se miran como pináculo y eje de la verosimilitud, han
producido ahora, como en tantos otros casos, un resultado opuesto,
amontonando inverosimilitudes, que indicaremos, puesto que lo merece el
mal comprendido clasicismo, vivo todavía en Francia. La ofensa hecha á
Don Diego; la lucha, la persecución, la ocultación y la huída del Cid;
sus hazañas contra los moros, y finalmente, el combate legal con Don
Sancho, suceden en un espacio de pocas horas. Pero hay más: en la
comedia española disminuye el tiempo el dolor de Ximena por la muerte de
su padre, y aumenta su amor y admiración por el Cid, merced á la larga
serie de sus brillantes hazañas, y á las repetidas pruebas de su eterna
fidelidad y cariño á ella; en la de Corneille, al contrario, bastan unas
cuantas horas para que ofrezca su mano al matador de su padre, poco
después de su muerte, y cuando hasta podría hallarse expuesto su
ensangrentado cadáver[25].
Otra falta notamos en el poeta francés. El lugar de la acción es en la
obra original Castilla la Vieja, de acuerdo con la historia; Corneille,
al contrario, sin motivo alguno fundado, lo traslada á Sevilla, que
supone ser también la corte castellana; falta histórica grosera, puesto
que aquella ciudad, en la época en que ocurre la acción, y más de un
siglo después de la muerte del héroe, se encontraba en poder de los
moros. Tales anacronismos no son por cierto raros en los poetas
románticos; pero es fácil de demostrar, que, en general, los cometen
cuando son indispensables, atendido el fin poético que se proponen
alcanzar; tratándose de Corneille ya es más difícil esta prueba,
pudiendo calificarse de yerro claro y patente, hijo de su completa
ignorancia de la historia, y de los que se califican vulgarmente de
garrafales. Y ¡cosa extraña! los severos críticos, que censuran tan
agriamente en Shakespeare las faltas más insignificantes, contrarias á
la verdad local ó de tiempo, guardan completo silencio sobre ésta.
Ya dijimos antes que, por lo que hace á la exposición y al lenguaje
dramático, toda la obra del poeta francés carece de animación y de vida,
y de elevación poética. Corneille no podía trasladar á su obra las
bellezas poéticas del original español, puesto que los pensamientos
copiados de la comedia de Guillén de Castro, expresados y oídos en
versos alejandrinos[26], se desfiguran por completo con la balumba de
frases pomposas que los rodean. ¿En qué consiste, pues, el mérito de
Corneille? ¿En la omisión de la escena episódica del tercer acto, que
podría haber sido hecho por cualquier zurcidor dramático? ¿Acaso en la
transformación, que sufre la prueba real del valor de Rodrigo, hecha por
Don Diego, que se convierte en la pregunta _Rodrigue, as tu du c[oe]ur?_
Esto último se considera como un signo de su gusto delicado, y quizás
dependa de las mezquinas conveniencias propias y peculiares del teatro
francés; pero no se crea que esta variación sea loable: el poeta español
desconoce con razón aquella regla convencional; su escena nace en la
pura fuente de la poesía popular, invisible, sin duda, para el francés.
Sin embargo, nos place mostrarnos benévolos, y calificar de progreso
real esta mudanza; pero ahora preguntamos: ¿en qué otra parte verdadera
ha corregido Corneille el original, creyéndose naturalmente superior al
poeta español, y con suficiente capacidad para mejorarlo? Seguramente en
nada: no ha añadido un solo rasgo, que no lo desfigure y afee; ha
demostrado su completa ceguedad para comprender lo profundo y lo bello
de la ingenua poesía, ó la absoluta impotencia de reproducirla; ha
transformado un cuadro rico y de vivos colores, en seco y árido
ejercicio académico, sin luz y sin sombra; una composición poética,
llena de vida, en un frío ensayo de declamación. Si, á pesar de todo,
existen algunas bellezas en _El Cid_ francés, no han de atribuirse al
imitador, que ha hecho cuanto podía para borrarlas, sino á la excelencia
del modelo, que no podía desaparecer ni en las manos más torpes. Nada
más diremos de las restantes obras del trágico, que se llama grande por
cortesía; pero si este calificativo se funda en el mérito del _Cid_, no
lo aceptamos sino irónicamente.


CAPÍTULO XX.
Otras obras de Guillén de Castro.--El Dr. Ramón.--Antonio de
Galarza.--Gaspar de Avila.--Miguel Sánchez.--Mira de Mescua.

La segunda parte de _Las mocedades_, que refiere las demás aventuras de
la juventud del Cid, y los sucesos enlazados con ellas, como el
asesinato del rey Don Sancho delante de Zamora, etc., se asemeja á la
primera por el interés que excita, pero no en sus bellezas poéticas
aisladas. Distinguen particularmente á este verdadero drama nacional, el
sello y el colorido, que caracteriza á la Edad Media española. El Cid,
más bien en esta segunda parte que en la primera, es el héroe elevado y
constante, que nos describen los romances; y por punto general se
aprovecha en ella con esmero cuanto dicen las crónicas y cantos
populares. Notabilísima es la admirable escena del tercer acto, en que
pelean los tres hijos de Arias Gonzalo. El rey Don Sancho ha sido
asesinado delante de Zamora, en cuya ciudad tiene sitiada á su hermana.
Un caballero del campamento del Rey, llamado Don Diego de Lara, ha
acusado á los habitantes de Zamora de complicidad en la muerte del Rey,
provocándolos á nombrar cuatro campeones, para sostener contra ellos,
con su espada, la verdad de su dicho. El anciano Arias Gonzalo,
gobernador de Zamora, se presenta con sus cuatro hijos para defender el
honor de la ciudad. A pesar de su edad quiere ser el primero en
combatir, y sólo cediendo á las instancias de la hermana de Don Sancho,
cuyo principal apoyo es, consiente que peleen antes sus hijos. La
Infanta, de gran duelo, sube á un tablado para presenciar la lid; Arias
Gonzalo, lleno el corazón de siniestros presentimientos, se sienta á su
lado. En otro tablado frontero se ve al Cid, juez del campo, y á su
alrededor á los caballeros más distinguidos del ejército castellano.
Preséntase el acusador Don Diego de Lara, y en seguida el hijo mayor de
Arias Gonzalo, que se inclina ante la Infanta; pide al padre su
bendición, y comienza la pelea. Al poco tiempo cae á sus pies con una
herida mortal. El padre disimula su dolor, y llama á su hijo segundo.
Con la muerte de tu hermano
Das más fuerza á tu razón.
Como caballero honrado,
Hizo eterna su alabanza;
Ve á pagarle en la venganza
El ejemplo que te ha dado.
El joven embraza su lanza; suenan de nuevo las trompetas; la Infanta
tiembla, y pronto ve Arias á su hijo segundo muerto también como el
primero.
DON DIEGO ORDÓÑEZ.
Don Arias, envía el tercero,
Que el segundo he despachado.
DON RODRIGO.
Ya va, Don Diego, ya va.
* * * * *
ARIAS GONZALO.
Yo quiero salir contigo
A ser tu padrino, yo.
Y así en el trance feroz,
Más cercano, más violento,
Alcanzaráte mi aliento
Y animaráte mi voz.
DON RODRIGO.
Ya eso parece dudar
En lo que tengo de hacer.
¿No sabes que sé vencer?
¿No sabes que sé matar?
* * * * *
Vamos, que corrido estoy
De que en mi valor dudaste.
* * * * *
Y ojalá que yo saliera
Primero que mis hermanos.
Embrazan de nuevo las lanzas; Diego de Lara destroza el yelmo de Rodrigo
Arias, pero éste, en su postrer esfuerzo, hiende la cabeza del caballo
de su contrario; el corcel moribundo arrastra á su dueño, que no puede
ya regirlo, fuera de las barreras. Rodrigo Arias, herido mortalmente con
el golpe, que ha roto su yelmo, cae moribundo en los brazos de su padre,
y en sus últimos momentos sólo se acuerda de preguntar quién es el
vencedor. Don Diego de Lara quiere recomenzar la lid, para lograr un
triunfo completo; pero se declara que ha sido vencido, puesto que ha
traspasado las barreras. Suscítase una disputa acalorada, que sólo
termina cuando se anuncia que Zamora queda libre de toda sospecha de
complicidad en el asesinato de Don Sancho, y que Diego de Lara es, sin
embargo, el vencedor.
En otras tres obras, á saber: en _El nacimiento de Montesinos_, en _El
conde de Irlos_ y en _Alarcos_, ha dramatizado también con igual fortuna
Guillén de Castro asuntos tomados de antiguos romances. Si, en concepto
de Cervantes, la dulzura y la gracia son las cualidades distintivas de
este poeta, no le faltan tampoco energía y vigor trágico, como lo prueba
la última de las tres obras citadas. De sus dos dramas, cuyos argumentos
provienen de la antigüedad clásica, sobresale especialmente, por su
fuego y vivo colorido poético, el titulado _Dido_ (alabado también por
Lope en su dedicatoria de _Las almenas de Toro_). Fué menos feliz en
transformar en dramas las novelas de Cervantes; por grande que sea su
habilidad y talento para convertirlas en comedias, queda siempre
inferior á su modelo, como lo demuestra su Don Quijote, en el cual
acumula las historias de Cardenio, Lucinda, Don Fernando y Dorotea, así
como la de la Micomicona y la de la penitencia en Sierra-Morena.
_Engañarse engañando_ abunda en delicados rasgos psicológicos. Un Duque
castellano desea vehementemente casar con la princesa del Bearn á su
hijo mayor, que es Marqués; pero éste es enemigo de las mujeres, y sólo
desea vivir en un desierto solitario. Tras no escasa porfía se deja al
fin convencer de que siquiera conozca á su prometida esposa visitándola
en su corte, pero con la condición de que su hermano Fadrique tome su
nombre, fingiéndose él su criado, para hacer más libremente sus
observaciones. Los encantos de la Princesa lo impresionan de tal modo,
que vacila ya, y no siente su anterior aversión al matrimonio; pero como
para él son todas las mujeres falsas y desleales, resuelve probar antes
á la Princesa, y encarga á su hermano que apure su ingenio para
decidirla á aceptar una cita vituperable. Este último, enamorado también
de ella, hace vanamente cuanto puede para realizar los deseos de su
hermano. La Princesa tiene, mientras tanto, noticia del disfraz del
Marqués y de sus proyectos, y para desbaratarlos maquina á su vez otra
astucia. Da al supuesto criado pruebas indubitables de la inclinación,
que le profesa, y le dice, por último, sin rodeos, que desea casarse con
el Marqués, para pertenecer á él en realidad. Semejante prueba de su
ligereza trastorna al Marqués por completo; descúbrese, pues, y quiere
despedirse para siempre, maldiciendo la frivolidad de las mujeres, hasta
que la Princesa le declara que tiene conocimiento de su disfraz, y que
en este supuesto pudo hacerle, sin deshonrarse, las proposiciones
anteriores, puesto que á una intriga debía contestar con otra.
Desvanécense entonces las ofensivas sospechas del Marqués; alégrase de
su desengaño, y ofrece su mano á la encantadora Princesa.
Especial energía desenvuelve Guillén de Castro en lo trágico, en la
pintura de pasiones poderosas y violentas, en lo que conmueve y nos
aterra, como en los afectos tiernos y dulces. Distínguense,
particularmente por sus escenas patéticas, en las cuales resplandecen en
todo su brillo estas cualidades suyas, las dos tituladas _Pagar en
propia moneda_ y _La justicia en la piedad_, llenas de bellezas poéticas
de primer orden y de situaciones en alto grado patéticas, faltándoles
tan sólo traza mejor ordenada en sus argumentos. La acción de la
primera, prescindiendo de otros sucesos mezclados con ella, es la
siguiente: Habiendo guerra entre Castilla y Aragón, Don Pedro, Príncipe
de este último reino, se dirige clandestinamente á la corte castellana
para pretender la mano de la princesa Elena, siendo descubierto por un
espía y hecho prisionero, y librándose por la intercesión de la
Princesa, que huye con él á Zaragoza. Los dos enamorados son felices
juntos, y esperan obtener, para su enlace, el consentimiento del rey de
Aragón; pero éste los recibe mal, y pone á Elena en la cárcel por ser
hija de su enemigo. Don Pedro proyecta entonces libertar á su amada. Un
cortesano, que se llama el conde Octavio, promete ayudarle. Aconseja al
Príncipe, contra quien el Rey está también enojado, que finja haber
huído á Castilla, ocultándose en una casa de campo, y que mientras
tanto él libertará á Elena y la llevará á sus brazos. Octavio, en
efecto, pone en práctica su plan, pero traidoramente, puesto que,
enamorado también de la Infanta, la entrega á sus criados para que la
encierren en un castillo suyo, dándole tiempo para atraer al Príncipe á
un paraje solitario y darle muerte. Elena, que siempre aguarda ver de
nuevo á su amante, es atacada en el camino por ladrones, que hacen huir
á los que la acompañan y la arrastran consigo. Después de mucho caminar,
llega al paraje donde ha sido herido su amante; oye gemidos de agonía;
mira; conoce á Don Pedro, que se revuelve en su propia sangre, y se
arroja sollozando en sus brazos. Hasta los ladrones se conmueven con sus
lamentos: llevan al mal herido á una caverna, en donde recobra la vida,
merced á los asiduos cuidados de su amada. Los reyes de Aragón y de
Castilla se declaran mientras tanto la guerra, pidiendo el uno su hijo y
el otro su hija. Cuando los dos ejércitos enemigos están á punto de
venir á las manos, se presenta Elena disfrazada, y ofrece entregar á los
dos padres sus respectivos hijos si renuncian á pelear, y convienen en
el enlace del heredero del trono de Aragón con la infanta de Castilla.
Acéptanse naturalmente sus proposiciones; descúbrese ella entonces, y
presenta al Príncipe vivo y sano. Averiguan después que el traidor
Octavio ha muerto trágicamente en las montañas al saber lo ocurrido.
El principal motivo dramático de _La justicia en la piedad_, es el
siguiente: El hijo libertino de un rey de Hungría concibe una pasión
violenta por la bella recién casada Celaura; se apodera de ella y de su
esposo, y los encierra en un castillo. Intenta entonces violentar á la
cuitada para que se abandone á él, amenazándole con matar á su esposo si
se resiste más tiempo á la satisfacción de sus adúlteros deseos. Celaura
lucha entonces horriblemente entre el honor y el afecto á su esposo,
sucumbiendo al cabo el primero; pero á pesar de esto, mata el tirano á
su cautivo para poseer sólo á su esposa, que, desesperada, pide al Rey
justicia contra su deshonrador y el asesino de su esposo, siendo el
Príncipe condenado á muerte. La última parte del drama está consagrada á
describir el combate interior que sufre el Rey entre su amor paternal y
su justicia; el Príncipe cuenta muchos amigos, á causa de algunas nobles
prendas que lo adornan, deslustradas, á la verdad, por su libertinaje y
pasiones violentas, cuyos amigos piden al Rey que le perdone la vida;
pero el Rey opta por cumplir con su deber de juez, y ordena que sufra su
pena su hijo, cuando sobreviene una sedición, y los parciales del
Príncipe lo libertan y lo proclaman Rey. Éste, que había firmado con
dolor su sentencia de muerte, se alegra al tener noticia de la
sublevación, puesto que impide la ejecución de la sentencia que ha dado
como juez; el Príncipe aprende á ser más prudente en la escuela de la
desdicha; se arrepiente de sus maldades, y pone la corona á los pies de
su padre, que le perdona de todo corazón.
Cuando reflexionamos en la excelencia de las obras de este poeta, no
podemos menos de deplorar que no se hayan divulgado como merecen, puesto
que, á excepción de _Las mocedades del Cid_, sólo se hallan impresas en
antiguas colecciones, cuyos escasos ejemplares son hoy muy raros.
De los demás poetas mencionados por Cervantes como fundadores con Lope
de Vega del drama nacional, nos ha conservado poco la imprenta. Así
sucede con el Dr. Ramón, cuya fecundidad, si nos atenemos al número de
sus comedias, es la que se acerca más inmediatamente á la del gran
maestro. Este Alonso Ramón (llamado á veces Remón), era sacerdote y
fraile del convento de descalzos, de Cuenca, y abandonó en sus últimos
años el cultivo de la poesía para dedicarse á escribir historia[27].
Sus comedias, si tenemos en cuenta las escasas que existen, eran de
clase muy inferior, y compuestas principalmente para agradar á la
muchedumbre de los aficionados, nunca á críticos de más delicado gusto.
Su _Español entre todas las naciones_, que refiere la vida de un
aventurero español, llamado el licenciado Pedro Ordóñez Cevallos, en las
partes más remotas del mundo, como, por ejemplo, en la corte del
emperador de Cochinchina, es una comedia deplorable de espectáculo, sin
verdadera poesía, por mucho que admire Lope sus extravagancias; de la
misma índole es _El sitio de Mons por el duque de Alba_, y sólo en la
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