Historia de la literatura y del arte dramático en España, tomo III - 02

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que lo ligan á Mendo y su amor á Elvira; éste lo detiene algún tiempo
antes de resolverse á inquietar á Payo. Entre tanto el rencoroso Grande,
para vengarse del Rey, pide auxilio á los moros para atacar á León. Un
enjambre de infieles sorprende entonces al Monarca, que viajaba,
mientras descansa de las fatigas del camino, viéndose abandonado de
todos sus servidores; ya se lo llevan los enemigos, cuando se presenta
Sancho, lo salva, y lo conduce en sus brazos con peligro de su vida. En
este intermedio se manda á Payo de real orden que concurra á un combate
singular y solemne con Mendo, ó con quien lo represente. Mendo, lleno de
ansiedad, y desconfiando de sus propias fuerzas para la lid, pone todas
sus esperanzas en su nieto; pero como no se presenta en el momento
decisivo, se decide á pelear y hace sucumbir á su enemigo. Poco después
llega la noticia de la prisión del Rey; promuévese grande alboroto entre
los grandes, hasta que Sancho aparece con el Monarca; todos celebran su
hazaña, y no sólo es recompensado por Alfonso con ricas posesiones, sino
que lo reconoce como á hermano. El casamiento de Sancho con Elvira
termina al fin las antiguas querellas entre las dos casas de Bivar y de
Benavides.
_El Príncipe despeñado._ Dos partidos disputan en la corte de Navarra
después de la muerte del rey García: uno, el de D. Sancho, hermano del
muerto, que pretende sucederle, y otro, el que defiende los derechos de
su hijo, aún no nacido. A su cabeza se hallan los hermanos Guevara,
sosteniendo D. Martín las pretensiones de D. Sancho, y D. Ramón los
derechos del Príncipe, cuyo nacimiento se espera. Este último se ve
obligado á ceder; acusa el egoísmo de su hermano y de todos sus
parientes; profetízales que la Providencia castigará su injusticia, y
abandona la corte, retirándose á un paraje solitario. D. Sancho es
proclamado Rey, y premia á D. Martín concediéndole honores y dignidades
de toda especie. Doña Elvira, la Reina, que se halla en cinta del
Príncipe póstumo, protesta de aquella resolución ante su cuñado y los
vasallos de la Corona, reservándose usar de los derechos que asisten á
su hijo, sin que se le atienda en lo más mínimo; poco después se le
avisa con sigilo que se ha formado el propósito de asesinarla, por cuyo
motivo se decide á huir. En una de las escenas siguientes aparece en
áspera montaña, por donde va sollozando, cuando siente que se aproxima
el momento del parto, obligándola á buscar un lugar de refugio.
Transpórtanos luego el poeta al próximo castillo de Doña Blanca, esposa
de D. Martín; llega á él un campesino y dice que en las cercanías se ha
visto á una señora desdichada, á quien atormentaban los dolores del
parto; mandan buscarla, y pronto regresa un criado con el Príncipe
recién nacido, y cuenta que la madre del niño, al oir el nombre de la
esposa de D. Martín, se ha ocultado en lo más espeso del monte. Blanca
adopta al Infante, de cuya noble prosapia nada sabe, y lo trata como si
fuera su propio hijo. Poco antes de celebrarse el Bautismo, se presenta
D. Sancho, que cazaba en las inmediaciones, á hacer una visita al
castillo, y se presta á ser el padrino del niño. Pero el Rey, al
contemplar á Doña Blanca, siente arder en su pecho violenta pasión, y
para satisfacerla, toma la indigna resolución de nombrar á D. Martín
general del ejército para seducir en su ausencia á Doña Blanca. D.
Martín, no sospechando nada, accede á los deseos del Rey, el cual,
sobornando á los criados, se introduce la noche siguiente en el
dormitorio de Doña Blanca. La esposa de D. Martín, sorprendida de la
osadía del seductor, le reprocha colérica la infamia de su conducta y su
ingratitud para con su esposo; pero D. Sancho está decidido á poseerla á
todo trance, aunque sea empleando la violencia. El poeta hace entonces
caer el telón. En el acto siguiente vuelve D. Martín de la guerra.
Apresúrase á llegar á su castillo, y encuentra sus muros vestidos de
negro crespón; Blanca se le presenta también con traje de luto: cuéntale
su deshonra; desenvaina el puñal que llevaba en su cinto para
atravesarse el corazón, y cae en tierra desmayada antes de realizar su
propósito; D. Martín jura tomar de su afrenta tremenda venganza,
poniéndola en obra sin demora, cuando oye que el Rey caza otra vez en
las cercanías. Cambia entonces la escena, representando una agreste
montaña. D. Ramón, que como la Reina, vive há largo tiempo en la
soledad, atraviesa fugitivo el teatro, cubierto con pieles de fiera, y
tras él D. Martín vibrando su venablo de caza. Después que se reconocen
ambos hermanos, acuerdan que D. Ramón atraiga al Rey á una escarpada
peña, y que D. Martín lo precipite desde ella en el abismo. El plan se
realiza en toda su extensión: D. Sancho es lanzado desde la enhiesta
peña, y D. Martín hace creer á los caballeros, que corren de todas
partes, que el Rey se ha precipitado víctima de su imprevisión. La
escena es de nuevo en el castillo: traen á él el cadáver mutilado del
Rey, y en su presencia se descubre la inocencia de Doña Blanca. Aparece
al fin la Reina, á la cual se ha mandado buscar, y se rinde homenaje á
su hijo como al sucesor legítimo del trono.


CAPÍTULO XIII.
_La inocente sangre._--_La judía de Toledo._--_Los novios de
Hornachuelos._--_Peribáñez y el comendador de Ocaña._--_Los
comendadores de Córdoba y Fuente-Ovejuna._--_El Hidalgo
abencerraje._--_La envidia de la nobleza y el cerco de Santa
Fe._--_Las cuentas del Gran capitán._--_El Nuevo Mundo
descubierto_, y algunas otras.

Otra es la índole de las comedias, cuya acción se supone ocurrir en los
últimos períodos de la Edad Media en España. Con la misma verdad con que
en las anteriores se describen sus costumbres sencillas, con igual
grandiosidad y energía se retratan en éstas los personajes más sombríos
de una época de degeneración y de desorden. La tiranía de los Reyes; la
repugnante hipocresía de los cortesanos; la criminal ambición de la
nobleza y su obstinado empeño de debilitar el poder real; el despotismo
de los infanzones, ricos-hombres é hidalgos con sus súbditos; las
discordias civiles, que desgarran el seno del país, todo esto se pinta
en ellas magistral y claramente. Formámonos así una idea tan exacta como
triste de la anarquía de los siglos medios, que destrozó á todos los
pueblos de Europa, y á España más que á los restantes de ella, de las
usurpaciones, barbarie y ferocidad de los potentados; de la época, en
fin, deplorable, en que las leyes eran demasiado débiles para proteger
al inocente, y en que hasta la justicia se vió forzada á revestirse de
formas despóticas, y de aquí también el agradable contraste que en este
fondo sombrío nos ofrecen los rasgos aislados de rectitud y grandeza de
alma, y las escenas rústicamente sencillas é infantiles, que traza el
poeta cediendo á la fecundidad singular de su ingenio. Tales son las
siguientes:
_La campana de Aragón_, cuyo argumento pinta enérgicamente la lucha
entre la nobleza aragonesa y el poder real, que al fin deja caer su roto
cetro sobre sus inquietos vasallos.
_La inocente sangre._ Al empezar el reinado de Fernando IV tuvo que
luchar este Rey con un partido contrario, que intentaba ceñir la corona
en las sienes de su tío Alfonso. El primer acto describe esta contienda.
Debióse á los esfuerzos de la heróica reina Doña María, su madre, el
reconciliar á los enemigos y obligar á D. Alfonso á renunciar á sus
pretensiones. En la parcialidad favorable al Rey se habían distinguido
particularmente los dos hermanos Carvajales. Estos, por su conducta algo
orgullosa, se habían enemistado con otros caballeros, y en especial con
uno llamado D. Ramiro. La animosidad de D. Ramiro contra D. Juan de
Carvajal creció mucho de punto por ser éste su rival en los amores de
una bella dama, denominada Doña Ana. Con motivo de las fiestas
celebradas en Burgos para solemnizar el restablecimiento de la
tranquilidad pública, es asesinado en medio del bullicio un favorito del
Rey, llamado Benavides. D. Fernando, que sintió amargamente la muerte de
su amigo, hace todo linaje de ofrecimientos para descubrir al asesino, y
D. Ramiro aprovecha la ocasión de satisfacer su sed de venganza,
acusando con testigos falsos á los hermanos Carvajales como á autores
del delito. El Rey da fácil crédito á esta acusación, á la cual
favorecen otras circunstancias falaces, y condena á muerte á los dos
nobles hermanos, inocentes de toda culpa. Inútiles son los ruegos que,
por salvarlos, hacen al soberano los grandes más influyentes del reino,
y vanos también los de Doña Ana, que se arroja á sus pies sollozando.
Los Carvajales son llevados á una empinada peña y precipitados desde
ella en un abismo; pero antes de dar tan mortal salto emplazan
solemnemente al regio juez y á sus acusadores ante el tribunal de Dios
en un plazo determinado. Doña Ana se arroja silenciosa y traspasada de
dolor sobre el cadáver despedazado de su caro D. Juan, y se aleja, al
fin, desesperada para buscar la muerte en las desiertas montañas. En la
última escena se nos presenta el Rey, presa en un instante de rigidez
convulsiva, como si lo hubiese herido la justicia divina, embargado por
un terror sombrío, mientras se oye una voz que entona el siguiente
canto:
Los que en la tierra juzgáis,
Mirad que los inocentes
Están á cargo de Dios,
Que siempre por ellos vuelve.
No os ciegue pasión ni amor;
Juzgad jurídicamente;
Que quien castiga sin culpa,
A Dios la piedad ofende.
Un mensajero anuncia la muerte del falso acusador Ramiro, y poco después
espira también el Rey, para responder al emplazamiento de los
Carvajales, que lo citaron ante el tribunal de Dios.
_La judía de Toledo._ Al principiar la comedia se describen las luchas
de partido entre los Castros y los Laras, que desgarraron á España al
comenzar el reinado de D. Alfonso VIII. Mientras ocurren estas
revueltas, hace el Rey su entrada en Toledo con su esposa Doña Leonor,
hija de Enrique de Inglaterra. Manifiéstale grande amor, y acuerda con
ella hacer una visita á los famosos jardines de Galiana. Después aparece
la bella judía Raquel, que ha presenciado la entrada del Rey, y que cree
haber observado que la miraba con predilección. Va después á bañarse á
un lugar alejado á orillas del Tajo. La casualidad lleva al Rey á este
mismo paraje, y ve oculto á la judía, y siente, al contemplar sus
gracias, la más violenta pasión. Encarga á su favorito Garcerán que le
diga de su parte que desea hablarle; éste hace ver al Rey la
inconveniencia de su amor; pero obligado á obedecerlo, lleva á Raquel al
real palacio. La Reina, mientras tanto, está intranquila por la ausencia
de su esposo, y se sienta á escribirle. El Rey viene entonces, oye las
reconvenciones que pensaba hacerle por escrito, é intenta calmarla con
mil protestas de su amor. Pero la inclinación de Alfonso á la bella
judía es tan poderosa, que no sólo lo fuerza á quebrantar sus mejores
resoluciones, sino á descuidar los asuntos del reino. Encamínase, pues,
de nuevo á visitar á Raquel, para la cual ha mandado preparar
lujosamente un palacio con jardines. Al llegar al dintel de la puerta,
oye triste canto, y una aparición que dice ser enviada de Dios; le
aconseja que no entre, pero su pasión lo arrastra á desobedecerla. La
Reina convoca á los grandes más influyentes á su palacio, y cuando
vienen, se presenta vestida de duelo, trayendo en sus brazos al joven
infante D. Enrique, les descubre su afrenta y los peligros que amenazan
al trono y á la fe; y por último, los excita á dar muerte á Raquel. Esta
nueva produce gran conmoción en los grandes, que juran cumplir los
deseos de la Reina. La escena inmediata nos ofrece á Alfonso y á Raquel,
que se divierten pescando en el Tajo. Conciertan que los pescados que
saque el Rey sean para Raquel, y los de ella para el Rey. Alfonso pesca
la cabeza de un niño muerto, y Raquel una rama de oliva, por cuyo
hallazgo retornan al palacio llenos de sombríos presentimientos. Apenas
llega Raquel á su habitación, cuando sabe los proyectos formados contra
su vida; pero el aviso es ya tardío, porque llegan los conjurados y
matan á ella y á su hermana. Alfonso tiene noticia de su muerte, y
expresa en un apasionado monólogo su dolor, su amor violento y su sed de
venganza. Entonces aparece un ángel, que, al son de la música, reprueba
sus proyectos vindicativos, y le amenaza con la cólera del cielo si
persiste en realizarlos. Alfonso cae de rodillas, presa del
arrepentimiento, y se dirige á una iglesia, en donde encuentra una
imagen maravillosa de la Virgen. En esta iglesia ocurren las últimas
escenas de la comedia. El Rey y la Reina yacen de rodillas á pocos pasos
uno de otra, sin conocerse, puesto que sólo alumbra al templo la escasa
luz de algunas lámparas; sus oraciones, sin embargo, expresan análogos
sentimientos. Al fin se reconocen; el Rey confiesa su extravío, pide
perdón á su esposa, y toda la corte celebra con suntuosas fiestas la
reconciliación del regio matrimonio.
_Los novios de Hornachuelos_ describen las humillaciones, que el rey D.
Enrique III hace sufrir á un orgulloso rico-hombre de Extremadura,
llamado Meléndez. La escena más notable es aquélla, en que el Rey
penetra disfrazado en la habitación de su insolente vasallo para
castigar su orgullo. Cierra las puertas, y se presenta cubierto á
Meléndez, el cual, aun sin conocerlo, cae en tierra como agobiado por el
solo poder de la majestad real. El Rey:
El enfermo rey Enrique,
Tercero en los castellanos,
Hijo del primer Don Juan,
A quien mató su caballo,
Comenzó, Lope Meléndez,
A reinar de catorce años,
Porque entonces los tutores
Del reino le habilitaron.
Por Rey natural Castilla
Le veneraba, no tanto,
Que la edad á los descuidos
No les concediese mano:
Con la enfermedad también
Más le desacreditaron
En la omisión al respeto
Inobedientes vasallos.
El Rey, bien entretenido,
Pero mal aconsejado,
En la caza divertía
Atenciones á los cargos.
Dormido el gobierno entonces,
La justicia á los agravios
De los humildes servía,
Más que de asombro, de aplauso.
Fuéronle, amigos fieles
Los días, avisos dando;
Que en veinte años nunca han sido
Prodigios los desengaños.
Volvió á Burgos una noche
De los montes, más cansado
Que gustoso; cenar quiso;
Y ninguna cosa hallando
Al despensero llamó,
Y preguntóle enojado
Qué era la ocasión. Él dijo:
"Señor, no ha entrado en palacio
Hoy un solo real; y en la corte
Estáis de crédito falto,
Y no hay nadie que les fíe
A vos ni á vuestros criados."
Quitóse entonces el Rey
Un balandrán, que de paño
Traía, y al despensero
Se le dió para empeñarlo.
Una espalda de carnero
Le trujo... ¡En qué humilde estado
Se vió el Rey! Comióla al fin,
Porque en semejantes casos,
Hacer valor del defecto
Siempre es de pechos bizarros.
Díjole, estando á la mesa,
El despensero: "Entre tanto
Que vos, señor, cenáis esto,
Con más costoso aparato
Los grandes de vuestro reino
Están alegres, cenando
De otra suerte, en casa del Duque
De Benavente, tiranos
Siendo de las rentas vuestras
Y del reino, que os dejaron
Sólo para vos, Enrique,
Vuestros ascendientes claros."
Tomó el Rey capa y espada
Para salir de este engaño,
Y en el banquete se halló
Valeroso y recatado,
Y escuchó tras de un cancel,
Con arrogantes desgarros,
Todo lo que cada cual
Refería, que usurpado
Al patrimonio del Rey
Gozaba, con el descanso
Que pocos años de Enrique
Aseguraban á tantos.
Publicó Enrique á otro día
Que estaba enfermo, y tan malo
En la cama de repente
De su accidente ordinario,
Que hacer testamento le era
Forzoso, para dejarlos
El gobierno de Castilla
En los hombros. No faltaron
En el palacio de Burgos
Apenas uno de cuantos
En cas del Duque la gula
Tuvo juntos, esperando
Que orden para entrar les diesen;
Cuando de un arnés armado,
Luciente espejo del sol,
Con un estoque en la mano,
Entró por la cuadra Enrique
Dando asombros como rayos.
Temblando y suspensos todos,
Con las rodillas besaron
La tierra, y sentóse el Rey
En su silla de respaldo,
Y al condestable Rui López
Vuelto con semblante airado,
Le preguntó: "¿Cuántos reyes
Hay en Castilla?" El, mirando
Con temeroso respeto
Dos basiliscos humanos
En el Rey por ojos, dijo:
"Señor, yo soy entre tantos
El más viejo, y en Castilla
Con vos, señor soberano,
Desde Enrique, vuestro abuelo,
Con vuestro padre gallardo,
Tres Reyes he conocido.
--Pues yo tengo menos años,
Replicó Enrique, y conozco
Aquí más de veinte y cuatro."
Entonces cuatro verdugos
Con cuatro espadas entraron,
Y el Rey dijo: "Hacedme Rey
En Castilla, derribando
Estas rebeldes cabezas
De estos monstruos castellanos,
Que atrevidos ponen montes
Sobre montes, escalando
El cielo de mi grandeza,
El sol, de quien soy retrato,
Y sobre todos fulminen
Rayos de acero esos brazos."
Lágrimas y rendimientos
Airado á Enrique aplacaron,
Que á los Reyes, como á Dios,
También les obliga el llanto.
Con esto restituyeron
Cuanto en Castilla, en agravio
Del Rey, los grandes tenían;
Y dos meses encerrados
En el castillo los tuvo,
Y desde entonces vasallo
No le ha perdido el respeto,
Sino sois vos, que tirano
De Extremadura, pensáis,
Lope Meléndez, que estando
En cama Enrique, no tiene
Valor para castigaros;
Respondiendo á cartas suyas
Con tan grande desacato,
Que le obligáis que en persona
El castigo venga á daros
Que merecéis, porque sirva
De temor á los contrarios,
De ejemplo á todos los Reyes,
De escarmiento á los vasallos.
Lope Meléndez, yo soy
_(Levántase de la silla y empuña el Rey la espada, y Lope se quita
el sombrero.)_
Enrique; solos estamos:
Sacad la espada, que quiero
Saber de mí á vos, estando
En vuestra casa, y los dos
En este cuarto encerrados,
Quién en Castilla merece
Por el valor heredado
Ser Rey, ó vasallo lobo
En Extremadura. Mostraos
Soberbio agora conmigo
Y valeroso, pues tanto
Desgarráis en mis ausencias.
Venid, que tengo muy sano
El corazón, aunque enfermo
El cuerpo, y que está brotando
Sangre española, de aquellos
Descendientes de Pelayo.
LOPE (_de rodillas_).
Señor, no más: vuestra vista,
Sin conoceros, da espanto.
Loco he estado, ciego anduve.
¡Perdón, señor! Si obligaros
Con llanto y con rendimiento
Puedo, como á Dios, cruzados
Tenéis mis brazos, mi acero
A vuestros pies, y mis labios.
_(Eche la espada á las pies del Rey y ponga la boca en el suelo, y
Enrique le ponga el pie en la cabeza.)_
REY.
Lope Meléndez, ansí
Se humillan cuellos bizarros
De vasallos tan soberbios.
Esta escena admirable ha sido imitada por Moreto en su famoso _Valiente
justiciero_[2].
_Peribáñez y el comendador de Ocaña_, _Los comendadores de Córdoba_ y
_Fuente-Ovejuna_, son tres dramas de asuntos análogos, en cuanto los
tres tienen por objeto representar la tiranía y los abusos de los
comendadores de las Ordenes militares. Es difícil decidirse por
cualquiera de ellos en detrimento de los otros, puesto que los tres, sin
género alguno de duda, son de los más notables que existen, y han de
enumerarse entre las más preciadas joyas de la corona del gran poeta.
_Peribáñez y el comendador de Ocaña_ comienza con la descripción de las
nupcias, que celebra el labrador Peribáñez con la bella Casilda. Estas
fiestas, juegos y cantos son de repente interrumpidos por lamentos, que
se oyen detrás de la escena, y pronto la invade una multitud de gente
del comendador de Ocaña, que, habiendo querido hacer gala de su destreza
en una corrida de toros en las inmediaciones, se ha caído con su
caballo, y está casi moribundo. Peribáñez acoge en su casa al herido, y
le prodiga los más afectuosos cuidados. La dicha doméstica de los recién
casados, la rústica inocencia de su vida, son retratadas con los colores
más bellos de la poesía. El comendador, que se restablece poco á poco,
comienza á sentir cierta grata inclinación hacia su bella huéspeda,
siendo tratado por ella con la más sincera amistad. Al despedirse hácele
ricos regalos, que son recibidos con gratitud. Las escenas siguientes
nos transportan á Toledo, en donde se celebra una fiesta en loor de un
santo. Encuéntrase en ella Peribáñez con su esposa y otros muchos
labradores. El comendador aprovecha esta ocasión de acercarse á ella,
pero es rechazado con desprecio, sospechando ya sus propósitos; su
desdén acrece el amor del comendador, induciéndolo á disfrazar uno de
sus criados para entrar como segador al servicio de Peribáñez, y
facilitar á su amo la entrada en su casa. El esposo de Casilda permanece
algún tiempo en Toledo ocupado en sus negocios, y mientras tanto atiende
ella á todos los quehaceres propios de su estado: se la ve al obscurecer
cantando al frente de los segadores á su regreso, rezar después las
oraciones y retirarse á su dormitorio. El servidor disfrazado del
comendador bebe con los demás compañeros, hasta que caen en tierra
embriagados. Penetra en la casa el comendador, pero encuentra bien
cerrado el dormitorio de Casilda; y cuando bajo sus ventanas se esfuerza
después en ablandarla con las frases más tiernas, aparece ella en la
reja de improviso, grita á los próximos durmientes que ya es tarde, y
despide al comendador, á quien finge no conocer, hablándole unas veces
como de burlas y otras como de veras. Al día siguiente vuelve Peribáñez:
ha visto en Toledo en el taller de un pintor un retrato de su Casilda,
hecho, según averigua, por orden del comendador, aunque ignorándolo la
retratada. Despiértanse entonces sus recelos en el más alto grado: su
sombrío silencio y su mal humor asustan á su esposa y á todos sus
amigos; en todas las palabras que oye, y en los sucesos más comunes,
cree observar pruebas que corroboren sus sospechas. El comendador,
mientras tanto, no renuncia á la esperanza de lograr sus deseos á fuerza
de constancia: ha recibido una orden del Rey mandándole formar un
destacamento de sus súbditos, que ha de reunirse con un ejército
numeroso, organizado contra los moros, y resuelve nombrar su capitán al
esposo de Casilda. Ya entonces no duda Peribáñez del peligro que amenaza
á su honra, ni en ejecutar el proyecto, que ha concebido por esta causa.
No es posible esquivar la orden del comendador. Sale, pues, al frente
del destacamento, y promete solemnemente, delante del comendador, al
ceñirle la espada, que la empleará en defensa de su honor. Esta escena,
en que el esposo ofendido recibe sus armas de manos de su mismo ofensor,
para arrancarle con ellas la vida, es de primer orden: él, amenazado en
su honra, anuncia claramente su propósito, pero el ciego comendador nada
sospecha. Peribáñez emprende su marcha con los soldados, pero apenas
llega al primer paraje, en donde ha de pernoctar, cuando se apresura á
regresar á su aldea, y por una puerta excusada se desliza en su casa y
se oculta. Oye al poco tiempo ruido de pasos: son del comendador, que,
como antes, ha encontrado medio de llegar hasta la habitación de
Casilda. El esposo oculto se detiene un momento para averiguar la
culpabilidad ó la inocencia de su esposa; convencido, al fin, de la
última, sale de su escondrijo y mata al indigno enemigo de su honra. La
última escena es en la corte de Enrique III. Noticioso el Rey de la
muerte del comendador de Ocaña, manda castigar severamente al matador:
preséntase entonces Peribáñez; expone los motivos que tuvo para dar
muerte á su ofensor, y sostiene que se ha visto obligado á hacerlo en
defensa de su honor, sometiéndose al fallo de su justicia, si es
culpable. El Rey, enterado de la verdad del suceso, aprueba su acción, y
nombra á Peribáñez capitán de los soldados, que se han alistado de orden
del comendador. Así termina esta comedia, notable en todos conceptos,
origen indudable, en muchos de sus rasgos, de la célebre de Rojas
titulada _Del Rey abajo ninguno_, aunque los fundamentos de la fábula
sean en ésta diversos.
_Fuente-Ovejuna_ es un drama basado en un acontecimiento verdadero
(véase el cap. 38 de _La Crónica de la Orden de Calatrava_ de Francisco
de Rades y Andrade), que fué imitado más tarde con fortuna por Cristóbal
de Monroy, ocurrido en la guerra civil, que desgarró á Castilla después
de la muerte de Enrique IV, y que concluye ofreciéndonos á la vista, con
sus consoladoras esperanzas, el recuerdo de Fernando é Isabel, enérgico
á un tiempo y grato[3].
Desde esta época comienza una nueva serie de dramas, llenos de vigorosa
poesía, para celebrar el naciente brillo de la monarquía universal
española. En _El mejor mozo de España_ leemos la romántica descripción
del viaje de Fernando á Valladolid (ajustado á lo referido en la crónica
de Alfonso de Palencia, y por Zurita, en el cap. 26 del lib. XVIII).
Sólo existe la primera parte, que sin formar un todo perfecto, nos
ofrece, sin embargo, una serie de cuadros bellísimos de la historia de
España. Somos transportados á los últimos años del reinado de Enrique
IV, tan funestos para la monarquía española. Las primeras escenas nos
muestran á la joven Isabel en su pacífico retiro, ocupada en hilar y en
otros quehaceres de su sexo. España se le presenta en sueños, yaciendo
en tierra, vestida de duelo, quejándose de sus desdichas, y anunciándole
que ella es la elegida para poner término á los infinitos males que la
afligen. Poco después llega la noticia de la muerte de su hermano
Alfonso, que le abre el camino para llegar al trono legalmente, en caso
de fallecer D. Enrique, puesto que las Cortes han declarado ilegítima á
la infanta Doña Juana. El Rey convoca las Cortes para jurar por Reina á
Isabel, y pide á ésta, movido de sus singulares caprichos, que no
contraiga matrimonio mientras él viva. La Princesa accede al principio á
los deseos del Rey, pero los grandes le demuestran con empeño, que, para
atender á la dicha de su pueblo, debe elegir esposo. Envíanse entonces
embajadas á varios Príncipes, para tomar entre ellos esposo; pero
ninguno corresponde á los deseos de los grandes, ni posee las prendas
que Isabel exige. Estas escenas de las condiciones del futuro cónyuge de
la Infanta, están llenas de rasgos característicos del mayor ingenio. El
Rey sabe, mientras tanto, que no se le obedece, é Isabel se ve forzada á
sustraerse á los arrebatos de su ira. Diversos presentimientos y
presagios, que ella interpreta como avisos del cielo, llaman su atención
hacia Fernando de Aragón. La escena se muda á la corte de Zaragoza, en
donde el infante Fernando presiente también su dicha futura por diversas
señales. El Príncipe, que apenas ha salido de la infancia, se solaza
justamente en un baile cuando llega la embajada de Castilla. Hállase
también dispuesto á buscar esposa; pero como el rey Enrique, para
impedirle la entrada en Castilla, ha acordonado con tropas la frontera,
se ve en la necesidad de emprender su expedición en secreto y
disfrazado: vístese, pues, de mozo de mulas, y los caballeros de su
servidumbre fingen ser sus amos. El viaje, con sus peligros y varios
sucesos, se representa en el teatro en sus diversas jornadas,
mostrándose en ellas el Príncipe, por su viveza y edad casi infantil, de
la manera más favorable. Isabel se disfraza de labradora para salirle al
encuentro. Ya en camino, se ve expuesta en distintas ocasiones á ser
conocida de los centinelas y de su mismo hermano; pero los engaña á
todos, y llega felizmente al término de su viaje. Celébranse las bodas
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