Historia de la literatura y del arte dramático en España, tomo II - 11

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En seguida se colocaban los carros en círculo alrededor del tablado, ó
formando triángulo, de suerte que su cortinaje sirviese de decoración.
Lo interior de los mismos era el vestuario; encerraba también las
máquinas escénicas más necesarias para la exposición, y constituía un
segundo tablado, que, hasta cierto punto, podía extenderse descorriendo
las cortinas. En otros términos: la escena principal, por medio de los
carros que la circuían, estaba rodeada de otras escenas parciales, que
se confundían con ella, engrandeciéndola con el auxilio de las cortinas,
ó separaban á unas de otras, según las circunstancias. Lo último, esto
es, la parte que los carros, descubriéndose ú ocultándose, jugaban en la
acción de _Los autos sacramentales_, consta, con evidencia, del análisis
de algunas composiciones de este linaje, y por ellas se conoce también
exactamente la maquinaria y los trajes que se usaban. Aunque los poetas,
por punto general, dejaban en estas piezas al cuidado del decorador su
parte material, sin embargo, se puede asegurar que las pretensiones
escénicas del público eran más modestas que en los dramas profanos. La
representación de _Los autos sacramentales_ se hacía, por lo común,
hacia las cinco de la tarde, precediéndola una loa y un entremés. La luz
artificial, que se empleaba en ellos, no tanto se encendía para
comodidad de los concurrentes, cuanto para honrar al Santísimo
Sacramento.
Reanudando el hilo cronológico de nuestra narración, interrumpido en el
anterior capítulo, hacia el año 1587, indicaremos algunas
particularidades relativas al teatro. Recordaremos, que, en dicho año,
puso fin á los escrúpulos suscitados por la licencia de las
representaciones teatrales, el permiso formal concedido á estos
establecimientos públicos para proseguir sus tareas, bajo ciertas
restricciones. A consecuencia de esta medida se aumentaron
extraordinariamente, en poco tiempo, las compañías de actores y el
número de teatros. Tuviéronlos casi todas las poblaciones de alguna
importancia, y más de uno las que, como Sevilla, Granada, Valencia y
Zaragoza, descollaban entre las demás. Hasta los lugares más
insignificantes quisieron también gozar de los placeres, que esta
diversión proporcionaba, y acogían con avidez las compañías ambulantes,
que levantaban tablados provisionales para satisfacer la curiosidad de
la multitud, que á ellos acorría. A esto aluden las noticias, que
anticipamos en el primer tomo, de _El Viaje entretenido_ de Agustín de
Roxas. Madrid, sin embargo, continuó siendo el foco del arte dramático
en sus distintas manifestaciones, y en donde se desenvolvió con más
perfección. Verdad es que no se edificaron nuevos teatros, sino al
contrario, que se fueron abandonando los de la Puerta del Sol, de Isabel
Pacheco, de N. Burguillos, de Cristóbal de la Puente y de Valdivieso;
subsistiendo tan sólo los dos corrales de _La Cruz_ y de _El Príncipe_,
cuya data alcanza á los años de 1579 y 1582, aunque, por otra parte, se
aumentaron los días, en que era lícito dar representaciones, limitados
en un principio á los festivos y alguno que otro de la semana, y creció
el personal de las compañías, y se agotaron más rápidamente las obras
dramáticas.
Las compañías principales, que se distinguieron en la capital, hacia el
año 90 del siglo XVI, fueron las de Juan de Vergara, Pinedo, Ríos,
Alonso Riquelme, Villegas, Heredia, Pedro Rodríguez, Jerónimo López,
Alonso Morales, Alcaraz, Vaca, Gaspar de la Torre y Andrés de
Claramonte. La afición á los espectáculos dramáticos creció de tal
manera, que hasta en las iglesias y conventos se representaron piezas
profanas, y que los grandes y potentados, no contentos con asistir á los
teatros públicos, quisieron también tenerlos en sus palacios.
Innumerables poetas siguieron las huellas de Lope de Vega, superándose
en fecundidad unos á otros, y esforzándose en satisfacer, con nuevas
composiciones, la sed inextinguible de sus favorecedores. Las
autoridades no examinaban previamente las producciones dramáticas,
bastándoles vigilar con indulgencia la representación; y los alguaciles,
encargados especialmente del buen orden y de la policía de los teatros,
al parecer no se proponían otro objeto que el asegurar las entradas en
la caja de las compañías[115]. Cayeron por estas causas en desuso las
disposiciones legales sobre los teatros, que se promulgaron en el año de
1587, aprovechándose los empresarios ó directores de la ocasión para
libertarse de las restricciones que se les habían puesto, bailándose en
la escena hasta las danzas prohibidas, como _la Zarabanda_, _la
Chacona_, etc. El rey D. Felipe II, á pesar de su severidad en otras
cosas, no fijó su atención, por más de un decenio, en estos desórdenes,
ni publicó ley ni orden alguna que aludiese sólo á ellos[116]. Pero en
el otoño de 1597 excito su interés de nuevo este punto. Con motivo del
fallecimiento de la princesa Catalina permanecieron largo tiempo
cerrados los teatros de la capital, y aprovecharon los teólogos la
ocasión para hacer nuevo alarde de sus escrúpulos, originados de la
licencia de las funciones teatrales; sus esfuerzos obtuvieron esta vez
mejor éxito, sin duda porque fueron más enérgicos, puesto que el 2 de
mayo de 1598 se promulgó una Real pragmática, que prohibía
indefinidamente la representación de comedias[117]. No se indica en ella
claramente si esta prohibición comprendía á todas las ciudades del
reino, ó se limitaba sólo á la capital; pero si, como se presume, tuvo
el primer objeto, lo cierto fué que se observó únicamente en Madrid, en
donde se aplicó en todo su rigor por hallarse bajo la vigilancia de las
autoridades superiores. Mas aquí fué también en donde se hizo sentir en
todo su peso la opresiva severidad de dicha disposición, viéndose los
hospitales sin recursos para atender al cuidado de los enfermos. En
vano se rogó é instó al Gobierno para que abriese de nuevo los teatros,
permaneciendo en vigor sus órdenes hasta la muerte de Felipe II
(septiembre de 1598). En la primavera de 1600, sin embargo, dió tal
importancia Felipe III á las repetidas y vehementes súplicas que se le
hicieron, que convocó una junta de hombres de estado y de teólogos, para
que discutiesen las condiciones y modificaciones, bajo las cuales, en
todo caso, se concedería de nuevo la reapertura de los teatros. Muy
opuestas fueron, en verdad, las opiniones de los individuos de la junta,
y mucho se habló y escribió sobre esto, creyendo unos que debía
mantenerse la prohibición, y sosteniendo otros que bastaba vigilar con
mayor cuidado las representaciones, y abolir algunos abusos. Triunfó, al
fin, el parecer de los últimos, y el Gobierno publicó una ordenanza,
cuyas cláusulas y restricciones, que copiamos á continuación, habían de
observarse en las funciones teatrales. Decíase en ella:
1.º Que habían de desterrarse de la escena todo linaje de cantos y
bailes indecentes.
2.º Que sólo se concedería la licencia para representar á cuatro
compañías.
3.º Que se prohibía á las mujeres presentarse en traje de hombres, y
que, al alternar con los demás actores, habían de ser acompañadas de sus
padres ó esposos.
4.º Que se vedaba la asistencia á los teatros á prelados, clérigos y
frailes.
5.º Que durante la Cuaresma, el domingo de Adviento, el día primero de
la Semana Santa, la Pascua y Pentecostés, no se celebraría función
teatral alguna, y, por regla general, sólo tres veces á la semana.
6.º Que en un mismo lugar había de haber únicamente una compañía,
residiendo en él un mes largo.
7.º Que en las iglesias y conventos se representasen sólo verdaderos
dramas religiosos.
8.º Que en todos los teatros hubiese asientos separados para los dos
sexos, con distintas entradas.
9.º Que en las universidades de Alcalá y de Salamanca, no se
representase más que en tiempo de ferias.
10.º Que el permiso concedido á cada compañía durase sólo un año,
debiendo después renovarse.
11.º Que las comedias y entremeses, previamente á su representación
pública, se representasen ante algunos inteligentes (entre ellos un
teólogo), para que fuesen aprobados.
Y 12.º Que se nombrara un _juez protector de los teatros_, á cuyo cargo
correría su inspección, y el cumplimiento de las disposiciones
anteriores[118].
Nombróse, en efecto, el juez, subsistiendo este destino todo el siglo
XVII. No obstante, no se observaron con rigor las disposiciones de la
ordenanza, y los teatros, abiertos de nuevo, las fueron eludiendo poco á
poco. Vióse obligado el Gobierno, en vez de conceder la licencia á
cuatro compañías, á extender la primera á seis, y después á doce. Pero
además de estas compañías privilegiadas (_compañías reales ó de
título_), recorrían el país otras muchas, y pronto se contaron en toda
España hasta cuarenta, con unos mil actores. Ya Mariana, en su _Liber de
spectaculis_, impreso en 1609, dice que el número de los cómicos se
había aumentado en los últimos veinte años de un modo extraordinario, y
que crecía por momentos, de la misma suerte que los teatros, que se
levantaban en todas las poblaciones de la Península, y como sucedía
también con la afición á las representaciones dramáticas, tan general
en toda la nación, que las personas de todos los sexos, edad y clase,
sin exceptuar clérigos ni frailes, se precipitaban á porfía en los
teatros. Deplora en la obra citada el continuado abuso de profanar, con
entremeses y bailes indecentes, las representaciones religiosas en las
iglesias y hasta en los conventos. Poco tiempo hubo también de
observarse la prohibición de representarse ninguna obra sin la censura
previa, cuando en el primer volumen del _Don Quijote_ (1605) se habla de
esta medida, digna de ser aplicada, pero sin observancia en España, ó, á
lo menos, en una gran parte de ésta[119]; y en una novela, impresa en
1625, aunque, al parecer, escrita mucho antes[120], se dice
expresamente, que sólo en Aragón, no en lo restante del reino, se guarda
la costumbre de someter á la aprobación de las autoridades las comedias
que han de representarse. _Los jueces protectores_ y los alcaldes, que
los reemplazaban por delegación para asistir al teatro (en el cual
tenían su asiento determinado), hubieron de ejercer su cargo con grande
indulgencia: sólo se cumplió hasta la muerte de Felipe III la
prohibición de bailar la _Zarabanda_ y demás danzas indecentes, aunque
los directores de escena de esta época se quejan repetidas veces del
perjuicio que sufren en sus ganancias, por la omisión de este regocijo.
La mudanza de la corte de Felipe III á Valladolid en 1600, no debió
ejercer notable influencia en los teatros de la antigua capital, ni
tampoco es de pensar que se aumentara con su vuelta á Madrid[121]. El
carácter reservado é indolente de este monarca, que comunicó también á
cuantos lo rodeaban, lo mantuvo, así como á su corte, alejado de todo
contacto con el teatro. Verdad es, que, cediendo á las súplicas
irresistibles de la nación, permitió que se representasen de nuevo obras
dramáticas; pero no parece que embellecieron jamás sus fiestas de corte
con este recreo, ni que asistiese tampoco á los teatros públicos; su
biógrafo, á lo menos, que nos ha conservado tantas noticias de su vida
privada (Gonzalo Dávila, _Historia de Felipe III_), no nos cuenta nada
de esto, si se exceptúa el único caso de la representación de una
comedia en Lerma, con la cual solemnizó el conde de Lemos la visita á
esta ciudad de Felipe III y de su corte[122].
Los teatros de la Cruz y del Príncipe eran, como antes, propiedad de las
hermandades de _Nuestra Señora de la Soledad y de la Pasión_, que los
cedían á las compañías de cómicos y percibían de los concurrentes cierta
suma, como dueños de los teatros[123]. Los productos se repartían entre
los diversos hospitales de la capital. En una segunda puerta tenía un
despacho el director de la compañía, y, al entrar en ella, pagaban
segunda vez los espectadores. Los datos que han llegado hasta nosotros
sobre este punto[124], son tan diversos y opuestos y ofrecen tal
confusión en lo relativo á las sumas, que se distribuían entre los
hospitales y las compañías, que apenas merecen que nos tomemos el
trabajo de compararlos y cotejarlos. Estos números pierden para nosotros
su importancia, porque (prescindiendo de la distinta significación del
dinero en aquella época y en la nuestra) hablan de diversas especies de
monedas, que, como los maravedís, ducados, etc., han variado
frecuentemente de valor, y no nos permiten calcular con exactitud las
sumas recaudadas en las diversas épocas que examinamos. Por punto
general, puede asegurarse, sin embargo, que el precio de las localidades
era proporcionalmente muy inferior al de nuestro tiempo[125].
Las cofradías tantas veces mencionadas acordaron, en el año de 1615,
alquilar los dos teatros de Madrid, de tal suerte, que el arrendatario
percibiese el producto de las entradas, destinando una parte al
sostenimiento de los hospitales. Así se vieron libres de los cuidados
consiguientes á su administración especial de fondos. El contrato de
arrendamiento fué ya de dos, ya de cuatro años (en 1615 por dos años,
pagando 27.000 ducados, y en 1617 por cuatro, con 105.000 ducados),
prosiguiendo así las cosas, con varias alternativas, hasta 1638. En este
año cambiaron tan radicalmente, que la municipalidad de Madrid tomó á su
cargo celebrar los contratos de arrendamiento en nombre de las
cofradías, libertándolas de los perjuicios que pudieran haber sufrido.
Hasta los últimos tiempos se ha observado esta práctica, haciéndola
extensiva á los teatros, que en el siglo XVIII se edificaron en el
lugar ocupado por los antiguos.
Las compañías no residían fijamente en ninguna parte, ni había tampoco
una estrecha unión entre sus miembros, sino que representaban ya aquí,
ya allí, corriendo el país y renovándose parcialmente cuando les
parecía; sin embargo, su permanencia en el mismo lugar no se limitaba al
corto plazo, prescrito por la ley, porque, según los datos existentes, y
no con poca frecuencia, perseveraron en la misma población años enteros.
Las ciudades más importantes (como, además de Madrid, lo eran Zaragoza,
Valladolid, Barcelona, Valencia, Sevilla, Granada, Córdoba, etc.)
cuidaban de que en sus teatros hubiese siempre alguna compañía, de
suerte que las representaciones en todo el año, excepto la Cuaresma, no
sufriesen sino ligeras interrupciones. En Madrid había de ordinario dos
compañías: una en el teatro de la Cruz, y otra en el del Príncipe[126].
Las ciudades menos importantes disfrutaban de las diversiones teatrales
sólo en algunas temporadas, cuando acudían á ellas compañías de actores,
contentándose, por lo común, con algunas menos calificadas por el número
y el mérito de sus individuos, y formando éstas las distintas categorías
antes indicadas, con referencia á Agustín de Rojas. No obstante, si
hemos de dar crédito al testimonio de Santiago Ortiz, á principios del
reinado de Felipe IV hasta las aldeas tenían locales á propósito para
representar comedias en cualquiera época, si contaban con actores que
las desempeñasen. Si no poseían estos locales, en cualquier patio ó
salón, según las circunstancias de cada pueblo, se disponía un teatro,
tan fácil de erigir como de quitar. Las compañías de las clases más
inferiores visitaban hasta los villorrios de menos importancia,
constando así de la relación que leemos en la parte segunda de _Don
Quijote_, cuando éste encuentra una compañía de comediantes que iba de
aldea en aldea para representar autos[127], y de las noticias alusivas á
este punto, que se encuentran en el _Viaje entretenido_ (véase el tomo
I, pág. 406). Cuando no había actores, servían los muñecos, como leemos
en el _Quijote_, de Cervantes, al tratar de maese Pedro, que recorría
las aldeas y representaba con ellos la _Historia de Gayferos_ y _La
bella Melisendra_, ó bien los mismos habitantes del lugar se encargaban
de los papeles, como aparece de otro pasaje de _Don Quijote_, en que el
cabrero Pedro se expresa de este modo para celebrar al difunto pastor
Crisóstomo: «Olvidábaseme de decir cómo Crisóstomo el difunto fué grande
hombre de componer coplas, tanto que él hacía los villancicos para la
noche del Nacimiento del Señor, y los _autos_ para el día de Dios, que
los representaban los mozos en nuestro pueblo, y todos decían que eran
por el cabo[128].»
Las molestias é incomodidades, propias de los cómicos de la legua,
vagando siempre de una parte á otra, descríbenlas diversos escritores de
la época con los más vivos colores. Así se queja de ellas Rojas (_Viaje
entretenido_, pág. 282):
«Porque no hay negro en España,
Ni esclavo en Argel se vende,
Que no tenga mejor vida
Que un farsante, si se advierte:
El esclavo, que es esclavo,
Quiero que trabaje siempre
Por la mañana y la tarde,
Pero por la noche duerme:
No tiene á quién contentar
Sino á un amo ó dos que tiene,
Y haciendo lo que le mandan
Ya cumple con lo que debe:
Pero estos representantes,
Antes que Dios amanece,
Escribiendo y estudiando
Desde las cinco á las nueve,
Y de las nueve á las doce
Se están ensayando siempre;
Comen, vanse á la comedia,
Y salen de allí á las siete:
Si cuando han de descansar
Los llaman el presidente,
Los oidores, los alcaldes,
Los fiscales, los regentes:
Y todos van á servir
A cualquier hora que quieren,
Que es eso aire, yo me admiro
Cómo es posible que pueden
Estudiar toda su vida,
Y andar cavilando siempre,
Pues no hay trabajo en el mundo
Que puede igualarse á éste:
Con el agua, con el sol,
Con el aire, con la nieve,
Con el frío, con el hielo
Y comer y pagar fletes:
Sufrir tantas necedades,
Oir tantos pareceres,
Contentar á tantos gustos
Y dar gusto á tantas gentes.»
El autor de la novela ya citada, de _Alonso, mozo de muchos amos_, traza
un cuadro parecido de los sufrimientos de los actores, cuando, como los
gitanos, han de encaminarse de un pueblo á otro cada quince días,
lloviendo y nevando[129].
Más adelante se queja con frecuencia de la conducta del público, y de la
dificultad de que haga justicia, y más particularmente de los asistentes
al patio, á los cuales, aludiéndose á la soldadesca grosera y
alborotadora de aquella época, se les puso el nombre de _mosqueteros_
por los escándalos y la algazara, con que expresaban su desagrado á los
actores y á las comedias. A este propósito dice Rojas (_Viaje
entretenido_, pág. 136) lo siguiente:
«Desdichado del autor
Que aquí como el sastre viene
Con farsas, que aunque sean buenas
Que ha de errar cuando no yerre.
Pues si uno habla tan presto,
No falta quien dice: vete,
No te vayas, habla, calla,
Entrate luego, no entres.»
Y en otra loa (pág. 284):
«Murmuren, hablen y rían
De todos los que salieren:
Del uno porque salió,
Del otro porque se entre:
Ríanse de la comedia,
Digan que es impertinente,
Malos versos, mala traza,
Y que es la música aleve,
Los entremeses malditos
Los que los hacen crueles:
Así Dios les dé salud,
* * *
Una tos que los ahogue
Y una mujer que los pele.»
«Solían (dice Lope de Vega en el prólogo de _Los amantes sin amor_, tomo
XIV de las _Comedias_ de Lope de Vega, no há muchos años), yrse dellos
tres á tres, y quatro á quatro, quando no les agradava la fabula, la
poesia, ó los que la recitaban y castigar con no bolver, á los dueños de
la accion y de los versos, Agora, por desdichas mias, es verguença ver
un barbado despedir un silbo como pudiera un picaro en el Coso.»
Para aplacar esas manifestaciones de descontento, en lo posible,
acostumbraban los poetas en las loas solicitar la indulgencia, el
silencio, etc., del público; así se comprenden las siguientes palabras,
que leemos en un entremés de Luis Benavente[130]:
LORENZO. ¡Piedad, ingeniosos bancos!
CINTOR. ¡Perdón, nobles aposentos!
LINARES. ¡Favor, belicosas gradas!
BERNARDO. ¡Quietud, desvanes tremendos!
PIÑERO. ¡Atención, mis barandillas!
PINELO. Carísimos mosqueteros,
Granuja del auditorio,
Defensa, ayuda, silencio,
Y brindis á todo el mundo,
(_Toma tabaco._)
Que ya os doy de lo que heredo.
LORENZO. Damas, en quien dignamente
Cifró su hermosura el cielo...
...
...
Así el abril de los años
Sea en vosotros eterno,
Sin que el tiempo que tenéis
No se sepa en ningún tiempo...
MARGARITA. Que piadosas y corteses
Pongáis perpetuo silencio...
INÉS. A las llaves y á los pitos,
Silba de varios sucesos.»
También en _la cazuela_ se acostumbraba tocar llaves y pitos para
manifestar el desagrado de los asistentes á ella. Para mostrar la
aprobación de los espectadores, se usaba de la voz _vítor_ ó se daban
palmadas[131]. A tales expresiones ruidosas del concurso aluden las
súplicas, que se hacen ordinariamente en la conclusión de las comedias
españolas, rogándole que perdone sus faltas, que aplauda, etc.
Entre los individuos de las compañías de comediantes, se encontraba un
poeta, ya para arreglar y retocar piezas antiguas, ya para componerlas
nuevas[132]. La costumbre generalizada hasta esta época, de que los
actores escribiesen comedias, fué cayendo en desuso á fines del siglo
XVI, á medida que eran mayores las excelencias que se buscaban en las
obras dramáticas.
Los honorarios, que los directores de teatro solían pagar á los autores
acreditados de comedias, ascendían en tiempo de Lope de Vega á unos 500
reales[133], y algo después á unos 800, suma, en verdad, insignificante,
y que sólo podía ser fuente de lucro por la fecundidad de los dramáticos
españoles. Ninguna utilidad producía al poeta la impresión de sus
obras, puesto que perdía sus derechos de propiedad al venderla para el
teatro, según consta claramente de los tomos VII y VIII de las comedias
de Lope, á los cuales precede un privilegio en favor del librero
Francisco de Ávila, para la impresión de 24 piezas que había comprado á
los directores de teatro[134]. Tal es, sin duda, la causa de que la
mayor parte de los poetas españoles no se hayan cuidado de publicar sus
obras dramáticas, juntamente con la opinión dominante en aquella época,
de que los dramas se escribían para la escena, no para leerlos. Si
algunos, como Lope, Montalbán, Alarcón, etc., dieron á la prensa sus
comedias, fué para salvar su crédito literario, en peligro á
consecuencia de las ediciones defectuosas ó falsificadas, que se habían
hecho sin su conocimiento; de aquí también que el público, aficionado á
su lectura, y en especial las compañías de poca importancia, que no
podían pagar los honorarios por el manuscrito original, anhelasen á lo
menos la posesión de copias de las comedias más acreditadas, y de que,
con el propósito de satisfacer esta necesidad de la manera menos
dispendiosa, proporcionaran ilegalmente los libreros copias de las
piezas, á cuya primitiva incorrección y desaliño había que añadir
entonces las mutilaciones, que se les hacían sufrir para atender á las
exigencias del momento, ya en parte imprimiéndolas en número de doce, en
volúmenes grandes en 4.º, ya en pliegos sueltos. Frecuentes son las
quejas de tales abusos de los autores; véanse los prólogos de Lope á su
_Peregrino_ (1603), y al tomo IX de sus _Comedias_ (1617), de Montalván
á la primera (Madrid, 1638), de Alarcón á la segunda (Barcelona, 1634) y
de Rojas también á la segunda parte de sus obras dramáticas (Madrid,
1625), de las cuales aparece que las comedias se imprimían á menudo
llenas de errores, con perjuicio de los directores que las compraban,
sin la aprobación de los interesados y sin licencia de las autoridades;
que los impresores de Sevilla y Zaragoza, sin cuidarse de la mayor ó
menor extensión de las comedias, las reducían á cuatro pliegos y
suprimían lo demás, y muchas veces hasta dos pliegos, y que variaban sus
títulos, atribuyéndolas á los más célebres autores, cuando en realidad
estaban escritas por poetas menos conocidos, con el propósito de obtener
más utilidades. Lope de Vega, en su prólogo á _La Arcadia_ (tomo XIII),
nos da una idea del desorden que reinaba en este punto. Dedúcese de sus
palabras, que había entonces gentes en España que vivían falsificando
obras dramáticas, pretextando que retenían de memoria comedias enteras,
y que después las escribían, vendiéndolas, con sus mutilaciones y
errores, á otras compañías de cómicos. Después de quejarse Lope de las
impresiones defectuosas é ilegales de sus comedias, y de que se vendan
como suyas las de otros poetas, dice así: «Espero, entre otras cosas,
que quien ha escrito é impreso (si bien en tan distintas y altas
materias) se dolerá de los que escriban, y que ahora tendrá remedio lo
que tantas veces se ha intentado, desterrando de los teatros unos
hombres que viven, se sustentan y visten de hurtar á los autores las
comedias, diciendo que las toman de memoria de sólo oirlas, y que esto
no es hurto, respecto de que el representante las vende al pueblo, y que
se pueden valer de su memoria; que es lo mismo que decir que un ladrón
no lo es, porque se vale de su entendimiento, dando trazas, haciendo
llaves, rompiendo rejas, fingiendo personas, cartas, firmas y diferentes
hábitos. Esto, no sólo es en daño de los autores, porque andan perdidos
y empeñados, pero, lo que es más de sentir, de los ingenios que las
escriben; porque yo he hecho diligencia para saber de uno de éstos,
llamado _el de la gran memoria_, si era verdad que la tenía, y he
hallado, leyendo sus tratados, que para un verso mío hay infinitos
suyos, llenos de locuras, disparates é ignorancias, bastantes á quitar
la honra y opinión al mayor ingenio en nuestra nación y las extranjeras,
donde ya se leen con tanto gusto.»
Dirígese en seguida al Dr. Gregorio López Madera, consejero de Castilla
y protector del teatro, rogándole con vehemencia que ponga coto á este
desorden: «V. m., pues, pondrá remedio, por buen principio de su
protección, á este abuso...»
Así se comprende la desconfianza con que debemos mirar las ediciones de
comedias españolas, que no hayan sido hechas por sus autores. Casi todas
_las sueltas_, especialmente, llevan en sí trazas indudables de la falta
de conciencia y de la precipitación con que se imprimían, aunque, por
otra parte, incurriríamos acaso en error, suponiendo que, para todas, ó
á lo menos para la mayoría de ellas, sólo han servido textos
defectuosos, como indicamos antes, puesto que, por el contrario, se
desprende de su cotejo con las ediciones auténticas, que están calcadas
en los manuscritos más autorizados, distinguiéndose sólo por sus yerros
innumerables de imprenta, y excepcionalmente por la corrupción del texto
original, si bien basta esto último para prevenirnos contra la lectura
de estas impresiones sueltas, y contra las compilaciones de otras,
hechas por los libreros para obtener grandes ganancias.
La fama del teatro español, que con tan rápido vuelo se elevara, pasó al
principio de este período mucho más allá de las fronteras de la madre
patria, llegando, no sólo á los países extranjeros, sujetos al cetro de
los soberanos de la Península, á Nápoles y á Milán, á Flandes y América,
sino también á otras naciones, en donde se representaron, imprimieron é
imitaron los dramas españoles. Trataremos en lugar oportuno de este
punto, y con la prolijidad que merece, después de historiar parte de la
literatura dramática de esta época. Entonces conoceremos la nueva forma,
que toma el teatro bajo Felipe IV, y su enlace con los anteriores, y
ésta será también ocasión de comunicar á los lectores los datos, que
poseemos, acerca de los más célebres actores del tiempo de Lope de Vega.
Antes, sin embargo, llaman nuestra atención otros objetos más
interesantes.


CAPÍTULO VIII.
VIDA DE LOPE DE VEGA.

La biografía del hombre extraordinario, cuyo singular ingenio lo hizo el
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