Historia de la literatura y del arte dramático en España, tomo II - 10

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los teatros ó corrales de España. Como ampliación de este punto,
insertaremos algunos párrafos de antiguos viajes, en los cuales se habla
de la asistencia de sus autores á diversos teatros de España. Aunque
estas relaciones no dan todos los pormenores que serían de desear, ni
idea exacta y completa de la disposición del local ó del origen de las
representaciones, son, no obstante, de interés, porque están escritas
por testigos oculares, y porque nos recordarán lo dicho antes acerca de
los teatros de la _Cruz_ y del _Príncipe_. Aunque se levantaron á
mediados ó fines del siglo XVII, esta circunstancia no impedirá que
tratemos ahora de ellos, sabiéndose con seguridad que los teatros
españoles (á excepción del del Buen Retiro, del cual hablaremos después,
y que fué edificado bajo otro plan en tiempo de Felipe IV)[105],
durante todo este siglo, no alteraron la forma recibida al acabar el
XVI.
Un francés, que vino á España en el año de 1659, acompañando al mariscal
de Grammont, enviado extraordinario de Luis XIV en la corte de Felipe
IV, dice lo siguiente en su diario de este viaje, que después publicó:
«Por lo que hace al teatro, en casi todas las ciudades hay compañías de
cómicos, superiores á los nuestros, cuando se comparan unos y otros,
aunque no haya ninguno que reciba sueldo del Rey. Representan en patios,
comunes á muchas casas, de suerte que las ventanas, llamadas _rejas_,
porque las tienen de hierro, no pertenecen á los autores, sino á los
propietarios de las fincas. Declaman en medio del día, sin luz
artificial, y ninguno de sus teatros (excepto el del _Buen Retiro_, en
cuyo palacio hay dos ó tres salones escénicos) tienen tan buenas
decoraciones como los nuestros, aunque no les falte el anfiteatro, y el
que apellidamos parterre.
»Hay en Madrid dos teatros, denominados _corrales_, que jamás se ven
libres de mercaderes y artesanos, quienes abandonan sus ocupaciones y
concurren á ellos con capa, espada y daga, llamándose todos
_caballeros_, hasta los que hacen zapatos. Estas gentes deciden si la
comedia es buena ó mala, dependiendo de ellos la fama y consideración de
los poetas; llámanse _mosqueteros_, porque unas veces aplauden y otras
silban, ordenados en fila. Algunos ocupan localidades próximas á la
escena, que heredaron de sus padres, como mayorazgos, y que no pueden
vender ni hipotecar. ¡Tan grande es su pasión por las comedias!
»Las mujeres se sientan juntas en el extremo exterior del anfiteatro, á
donde los hombres nunca penetran[106].»
En el viaje de un flamenco, que visitó á España por los años de 1655, se
lee lo siguiente:
«Los actores no representan con luz artificial, sino con la del día, y,
por consiguiente, privan á la escena de sus principales encantos. Sus
trajes no son lujosos ni guardan la propiedad debida. En comedias, cuya
acción se supone ocurrir en Roma ó Grecia, aparecen con vestidos
españoles. Todas cuantas he visto, se dividen en tres actos, que llaman
_jornadas_. Comienzan con un prólogo, acompañado de música[107], y
cantan tan mal, que parecen chiquillos aullando. Entre las jornadas hay
entremeses ó bailes, que suelen ser lo mejor del espectáculo. Por lo
demás, es tal la afición del público, que cuesta no poco trabajo hallar
asiento[108].»
La condesa de Aulnoy, cuyo viaje á España cae al comenzar el reinado de
Carlos II, dice así desde San Sebastián:
«Después de haber descansado, formé el proyecto de visitar el teatro.
Cuando entré en él, se levantó un clamor general, que significaba
_¡mira! ¡mira!_ La decoración no era brillante, consistiendo en tablas
sostenidas por cuerdas. Las ventanas estaban abiertas, porque aquí se
acostumbra á representar sin luz artificial, siendo fácil de presumir
cuánto perjudique esta circunstancia á la belleza del espectáculo.
Representóse la _Vida de San Antonio_, y cuando la obra merecía
aplausos, gritaban _¡víctor! ¡víctor!_ todos los espectadores,
habiéndoseme dicho que tal es la costumbre del país. Me llamó la
atención que el demonio no se diferenciaba en nada de los demás actores,
si se exceptúan sus medias encarnadas y dos cuernos que llevaba en la
cabeza. La comedia, como todas, se dividía sólo en tres actos. Al
finalizar cada acto, se representaba un pasillo cómico ó burlesco, en el
cual aparecía _el gracioso_, diciendo algunas cosas buenas, entre
muchas sandeces. En los entreactos había también bailes, con
acompañamiento de arpa y de guitarra. Las bailarinas traían castañuelas
en las manos y un sombrerillo en la cabeza, como se acostumbra aquí en
los bailes; en _la Zarabanda_, era tan leve su movimiento, que no
parecía baile. Diferénciase mucho su danza de la nuestra, porque mueven
bastante los brazos, y levantan con frecuencia las manos hasta el rostro
y el sombrero, aunque con cierta gracia, que agrada. Su habilidad en
tocar las castañuelas es verdaderamente prodigiosa.
»No se crea, por lo demás, partiendo del supuesto de que San Sebastián
es una población poco importante, que estos actores sean distintos de
los de Madrid. Los del Rey serán, á la verdad, mejores; pero no por eso
será muy grande la diferencia entre unos y otros. Hasta en _las comedias
famosas_, esto es, las más célebres y bellas, incurren en singulares
ridiculeces. Por ejemplo, cuando San Antonio decía la confesión, lo cual
acontece frecuentemente, caían todos de rodillas, y se daban tales
golpes de pecho, que parecía deseaban acabar con su vida.»
Después, describiendo la autora su permanencia en Madrid, se expresa de
este modo acerca de los teatros:
«Es difícil dar una idea exacta de la pobreza de su maquinaria. Los
dioses aparecen á caballo en una viga, que se extiende de un extremo á
otro del teatro. El sol se figura por medio de una docena de faroles de
papel de color, con su luz correspondiente en cada uno. En la escena en
que Alicia invoca á los demonios, salen éstos del infierno, con toda
comodidad, por unas escaleras. El gracioso ó bufón dice mil sandeces...
Por lo demás, la mejor comedia es aplaudida ó silbada, al capricho de
cualquier harapiento personaje. Hay, entre otros, un zapatero, que goza
en este sentido de grande autoridad, de suerte que los poetas, después
que concluyen sus composiciones, se las presentan para congraciarse su
favor. Léenselas, y tienen que oir mil necedades del zapatero; y cuando
se representan por vez primera, todos los espectadores fijan sus miradas
en los ojos del pobre diablo. Los jóvenes de todas las clases siguen
siempre su ejemplo. Bostezan si él bosteza, ríen si él ríe. En ocasiones
no se le puede sufrir, porque lleva á sus labios un pito, que nunca
abandona, y en seguida se oyen á centenares en el teatro, moviendo tal
alboroto, que ensordece á los espectadores. El mísero poeta se
desespera, observando con dolor que el éxito bueno ó malo de su comedia
depende del arbitrio de tan andrajoso personaje.
»Hay cierto departamento en estos teatros, que corresponde á nuestro
anfiteatro, y se llama _la cazuela_. Concurren á él las mujeres más
frívolas y los señores más principales para charlar con ellas. A veces
es tal la algazara que mueven, que no se oiría ni el estampido del
trueno, puesto que las damas, cuya vivacidad no es refrenada por ninguna
consideración ni conveniencia, dicen tales gracias, que hacen reir hasta
á las piedras. Saben al dedillo las vidas ajenas, y cuando se les ocurre
algún chiste relativo á SS. MM., preferirían, á no soltarlo, que las
ahorcasen en el cuarto de hora siguiente.
»Puede asegurarse que en Madrid se tributa á las actrices un verdadero
culto. No hay una siquiera, que no mantenga relaciones con algún
señorón, y por la cual no diesen su existencia muchos hombres. Ignoro si
su trato es agradable; pero son las criaturas más antipáticas del mundo.
Gastan un lujo inmoderado, y antes se sufriría que una familia pereciese
de sed y de hambre, que privarlas, valiendo tan poco, de las cosas más
superfluas[109].»
El viaje citado de 1655 nos da, acerca de la festividad del Corpus y de
la representación de _los autos sacramentales_ en Madrid, los detalles
siguientes:
«El 27 de Mayo asistimos á la fiesta del Corpus, la más ostentosa y la
más larga de cuantas se solemnizan en España. Comenzó por una procesión,
á la que precedían muchedumbre de músicos y vizcaínos con tamboriles y
castañuelas. Acompañábanlos también otras muchas personas con los trajes
más apuestos, saltando y bailando, como si fuese Carnaval, al compás de
los instrumentos. El Rey fué á la iglesia de Santa María, próxima al
palacio, y, después de oir la misa, regresó con un cirio en la mano.
Delante se lleva el tabernáculo, seguido de la grandeza de España y de
los diversos consejos, mezclados en desorden este día, para evitar
disputas de preeminencia. Con los primeros acompañantes se observan
también máquinas gigantescas, esto es, figuras de cartón, que se mueven
por los esfuerzos de hombres ocultos en ellas. Eran de diversas formas,
y algunas horribles, representando todas mujeres, excepto la primera,
que es una cabeza monstruosa pintada, puesta sobre los hombros de un
devoto de pequeña estatura, de manera que el conjunto se asemeja á un
enano con cabeza de gigante. Hay además otros dos espantajos de la misma
especie, figurando dos gigantes, moro el uno y negro el otro. El pueblo
llama á estas figuras _Los Hijos del Vecino ó Las Mamelinas_. Me han
hablado también de otra máquina semejante, que se pasea por las calles y
se llama _La Tarasca_. Este nombre, según se dice, proviene de un bosque
que existía antiguamente en la Provenza, en el lugar en donde yace
Tarascón ó Beaucaire, frente al Ródano. Asegúrase que en cierto tiempo
fué habitado por una serpiente, tan enemiga del linaje humano, como la
que fué causa de que nuestros primeros padres fuesen expulsados del
Paraíso. Santa Marta le dió al fin muerte en virtud de sus oraciones, y
ahogándola con su cinturón. Sea lo que fuere de esta tradición, ello es
que _La Tarasca_, á que me refiero, es una serpiente de monstruosa
magnitud, de vientre enorme, larga cola, pies pequeños, garras
retorcidas, ojos amenazadores y boca horrible y proeminente; su cuerpo
está sembrado de escamas. Llevan á este figurón por las calles, y los
que, ocultos bajo el cartón que la forma, la conducen, hacen con ella
tales movimientos, que arrebatan los sombreros de las cabezas de los
distraídos; las gentes sencillas le tienen gran miedo, y, cuando atrapa
á alguno, promueve risa atronadora entre los espectadores. Lo más
curioso de todo fué la cortesía, que estos monigotes hicieron á la Reina
al pasar la comitiva por el balcón que ocupaba. También el Rey hizo su
cortesía á la Reina, contestándole ella y la Infanta desde sus asientos.
La procesión se encaminó en seguida á la Plaza, y regresó á _Santa
María_ por _la calle Mayor_.
»A eso de las cinco de la tarde se representaron _autos_. Son dramas
religiosos, en los cuales se intercalan entremeses burlescos para
mitigar y sazonar la seriedad de la exposición. Las compañías de
comediantes, de las cuales hay dos en Madrid, cierran los teatros en
esta temporada, y, por espacio de más de un mes, ponen sólo en escena
piezas religiosas. Están obligados á representar cada día delante de la
casa de uno de los presidentes de los consejos. La primera función se
celebra ante el Palacio Real, levantándose al efecto un tablado con su
solio, bajo el cual se sientan SS. MM. El teatro se extiende al pie del
trono. En torno del escenario se ven casitas con ruedas, de las cuales
salen los actores, y á donde se retiran al finalizar cada escena. Antes
de comenzar los autos, los danzantes de la procesión y los monigotes
referidos, de cartón, ostentan sus habilidades en presencia del pueblo.
Lo que más me chocó en la representación de un auto, á que asistí en _El
Prado viejo_, fué que, verificándose en medio de la calle y á la luz del
día, se encendieron luces, mientras que en otros teatros cerrados, se
aprovecha la claridad natural, sin emplear la artificial[110].»
Así se expresan nuestros viajeros, sirviéndonos sus relaciones para
enlazar y completar las nuestras. Adviértase, sin embargo, que las
noticias sacadas de ellas adolecen, en general, del defecto de presentar
las costumbres de España de un modo desfavorable, dejándose arrastrar de
preocupaciones nacionales, por lo cual no es de extrañar que rebajen,
más bien que enaltezcan, cuanto atañe á los teatros.


CAPÍTULO VII.
Decoraciones y tramoyas de los teatros españoles.--Trajes.--Aparato
escénico en la representación de autos.--Prohibición de
espectáculos teatrales en 1598.--Su derogación en 1600.--Noticias
particulares de los teatros de esta época.

En el volumen anterior nos hicimos cargo de la disposición y arreglo de
aquella parte de los teatros españoles, destinada á los concurrentes á
ellos. Prescindiendo, pues, de lo expuesto, proseguiremos nuestra tarea
tratando ahora de la escena, decoraciones, trajes, etc., en cuanto nos
lo permitan la escasez, que, en este punto, hay de datos detallados y
directos. Los antiguos escritores, que sólo se dirigían á sus coetáneos,
y que suponían conocido lo mismo que deseamos saber, no se han propuesto
nunca dar prolijos pormenores sobre estas cuestiones, por cuyo motivo
conviene mostrar indulgencia con nuestras tentativas para llenar las
lagunas que se observan, no existiendo á veces, para conocerlas, sino
alusiones aisladas á ellas, ó noticias trazadas á la ligera. Téngase en
cuenta, que, cuanto expondremos en breve, se refiere á los teatros de
_la Cruz_ y _del Príncipe_, y sólo mediatamente á los demás, nunca á los
edificios lujosos y ricos de la corte de Felipe IV, destinados á las
representaciones dramáticas, de las cuales hablaremos después[111].
La escena (_tablado_) se elevaba algunos pies sobre el patio, y estaba
mucho más próxima á los espectadores que en los nuestros modernos. No
había orquesta entre la escena y la parte, que denominamos _parterre_ ó
patio; y los músicos, que desde el principio de la representación
tocaban y cantaban, habían de subir á las tablas. Tampoco se conocía el
telón que ocultase el escenario, y de aquí que, al empezar una pieza, no
era dable presentarse en diversos grupos, puesto que los actores habían
de ofrecerse primero al público. Encontrábase en el fondo una elevación
murada (_lo alto del teatro_) que servía para distintos usos, como, por
ejemplo, para figurar las murallas de una ciudad, el balcón de una casa,
una torre, una montaña, etc. La escena no era, ni con mucho, tan
profunda como la de nuestros teatros, sino, al contrario, más
proeminente hacia los espectadores. Su decoración consistía en diversas
cortinas ó tapices de un solo color ó sencillos, pendientes del fondo, y
dejando varias entradas, que representaban ya un aposento ó una sala, ya
una calle, ya un jardín ó una selva, sin mudarse ni alterarse nunca. Con
preparativos tan poco complicados se exponían aquellos dramas, cuya
acción pasaba dentro del círculo de la vida común y ordinaria,
principalmente _las comedias de capa y espada_, y entre ellas las que no
ofrecían un enlace esencial entre la fábula y el lugar de la acción, que
podía suplirse fácilmente por la imaginación de los espectadores[112].
Si se empleaba más juego de máquinas, dependía esto, en su parte
principal, del capricho del director de escena, sobre todo, si, con
arreglo al argumento de la pieza, el lugar de la acción tenía en la
mejor inteligencia de ésta influjo decisivo, y venía á ser elemento
integrante de ella, no bastando que la imaginación de los espectadores
la supliese. Necesario era, en tales casos, que se presentasen
figuradamente á la vista del público aquellos objetos, que en otra obra
se hubiesen omitido, contando siempre con la perspicacia de los
asistentes á la representación, y que se llamasen _Comedias de teatro_
las que se distinguían por su aparato escénico, superior al ordinario de
los tapices, y que demandaban más riqueza y variedad en los trajes. Pero
las decoraciones, tales como hoy las comprendemos, con sus cambios
regulares, no jugaban jamás en ellas. Las cortinas sencillas exornaban
la mayor parte de las escenas, representando diversas localidades, según
lo exigían las necesidades del teatro. Cuando éste quedaba vacío, y los
personajes habían de venir por otra entrada, era menester que los
cambios de decoración, no sensibles, se supusiesen por los espectadores.
Estos cambios no dependían inmediatamente de la salida de los
personajes, y la fantasía de los espectadores, como tantas otras veces,
se encargaba de lo restante. La última mitad del segundo acto de la
comedia de Calderón, _El Alcaide de sí mismo_, por ejemplo, se supone
ocurrir en el parque de un castillo, y de repente, sin contar con la
desaparición de los interlocutores del diálogo, se traslada la escena á
lo interior del mismo. En _Los Embustes de Fabia_, de Lope, se halla
otra prueba aún más decisiva. Aurelio, que estaba en el aposento de su
amada, sin abandonar la escena, dice:
«Este es palacio: acá sale
Neron, nuestro Emperador,
Que lo permite el autor
Que desta industria se vale;
Porque si acá no saliera,
Fuera aquí la relación
Tan mala y tan sin razón
Que ninguno la entendiera.»
No siempre corresponde tampoco el lugar de la acción en _Las Comedias de
teatro_ á la idea que de él nos formamos, y así consta de los diálogos,
en que los personajes, al salir á la escena, aluden á la localidad en
donde se hallan, puesto que tales explicaciones serían inútiles por
completo, si los espectadores tuviesen á aquélla ante la vista. Cuando
del curso de la acción no se deducía con claridad el lugar en donde
ocurría, se apelaba á los demás medios escénicos, que ofrecía el arte y
se podían utilizar. Su elección quedaba al arbitrio de los directores de
escena, puesto que los poetas lo hacían raras veces, y sólo en los casos
más urgentes. De aquí no escaso desorden en la representación de las
obras dramáticas, sucediendo que ciertas decoraciones se empleaban en
casos determinados, por el solo motivo de que agradaban y estaban á
mano, aunque no fuesen necesarias; mientras que en otros, en que no
había el aparato escénico conveniente, se acudía, contra lo regular y
esperado, á la imaginación de los espectadores. Con mucho trabajo nos
será posible formarnos una idea, ni aun aproximada, de la licencia de
esta escenografía. Se prescindía en absoluto del encanto de los
sentidos, de cuanto constituye la ilusión verdadera. La pintura
escenográfica, con sujeción á las reglas de la perspectiva lineal, de
suerte que el teatro representase un cuadro con la apariencia de lo
real, era completamente desconocida. Bastaba ofrecer algunas casas ó
árboles de cartón ó de tela pintados, para significar una casa ó una
selva, y no estorbaban las cortinas de color uniforme del fondo, y de
los costados, que permanecían en su lugar ordinario. Después de servir
una decoración, de esta especie, no se mostraba grande empeño en hacerla
desaparecer al acabarse la escena, y se utilizaba en seguida para
figurar otro lugar, algo semejante al anterior. Con mucha frecuencia se
significa el cambio de lugar descorriendo una de las cortinas, y dejando
ver el objeto esencial de la nueva escena; de todas maneras hacíase esto
parcialmente, porque el resto del teatro no variaba, destacándose sólo
una escena reducida en el cuadro de otra más vasta. A menudo se
verificaban estas mudanzas de suerte que, desde su parte anterior, que
representaba una calle ó un aposento, penetraba la vista en otro, ó en
una casa. Dedúcese, pues, de lo dicho, que las reglas de la más común
verosimilitud se observaban tan poco, que era muy frecuente que la
escena figurase un campo extenso, en el cual los personajes recorrían
considerables distancias, y el lugar de la acción, á lo menos en el
pensamiento, se dilataba en torno del centro de la escena, que le servía
de círculo. Por ejemplo, en el primer acto de _Los dos amantes del
cielo_, de Calderón, Chrysantho aparece al principio en el bosque
sagrado de Diana; supónese en seguida que, desde él, entra en lo más
espeso de la montaña, puesto que él mismo describe, sin salir del teatro
ni un instante, las áridas rocas, á las cuales se acerca, no existiendo
razones para presumir que la escena cambie, sino al contrario, para
creer que los mismos árboles, y acaso la misma colina, á que se alude al
principio en el bosque sagrado, sirven después para figurar el paraje
más agreste de la montaña. Otro tanto sucede cuando los personajes, que
se encuentran en la escena, han de andar hacia adelante en la fantasía
de los espectadores sin moverse en realidad del lugar que ocupan, que
llama su atención, y que principalmente descuella en la fábula de la
comedia, en cuyo caso se descorre una cortina del fondo ó de los
costados para mostrarlo. Hay de esto numerosos ejemplos. Al empezar _El
Arauco domado_, de Lope, aparecen muchos soldados, como si estuviesen en
las cercanías de un puerto americano y caminando hacia la plaza, en
donde la procesión del Corpus pasa bajo un arco de triunfo; cuando
llegan al término de su destino, se descubre la escena descorriendo una
cortina, y deja ver el arco y la ostentosa procesión. En el famoso
_Convidado de piedra_, de Tirso, pasean Don Juan y su criado las calles
de Sevilla, y, después de permanecer en el teatro cierto tiempo, se
descubre la estatua del Comendador, suponiéndose que llegan entonces á
encontrarla.
Las demás máquinas no eran más perfectas que las decoraciones. Por mucho
que las celebre Cervantes, y aunque esta parte del arte teatral, al
representarse su _Numancia_, estuviese más adelantada, nada prueban sus
afirmaciones, cuando, entre otras cosas, leemos en las notas escénicas
de su tragedia, que ahora se rueda bajo el teatro, á uno y otro lado, un
saco lleno de piedras, como si tronara. En tiempo de Lope de Vega
alcanzó la maquinaria más perfección; pero, á pesar de esto, es de
presumir que no fuese grande, si hemos de atenernos á las descripciones,
citadas antes, de la condesa d'Aulnoy. Hiciéronse especialmente más
comunes las máquinas para volar y para figurar nubes, sobre todo en los
dramas religiosos, para figurar que descienden del cielo apariciones,
santos, la Virgen María, el Niño Jesús, etc. Abríanse agujeros en el
suelo de la escena, llamados _escotillones_, que servían para
desaparecer por ellos los personajes, y para que ascendiesen los
espíritus infernales. Estos mismos escotillones servían también, á
veces, en otras piezas para distintos usos, como sucedía en la comedia
de Tirso, titulada _Por el sótano y el torno_; en _El Tejedor de
Segovia_, de Alarcón, y en _El Galán fantasma_, de Calderón, en las
cuales figuran salidas de subterráneos.
Quizás no falte quien se incline á mirar con desprecio el sencillo
aparato de la escena española, recordando las exigencias de las
imaginaciones modernas en cuanto se refiere á la ilusión teatral; pero
quien conozca el detrimento, que sufre el arte en su esencia con los
poderosos medios externos empleados en la representación, y que, por
punto general, coincide la decadencia del drama con el mayor lujo
escénico, mirará con otros ojos la sencillez antigua, pareciéndole, sin
mucho esfuerzo, que, en realidad, favoreció al verdadero arte dramático.
Fué una ventaja para los poetas españoles el componer para un público,
cuyas pretensiones eran tan modestas en la parte material de la
exposición de sus obras, y pronto á sujetar sus sentidos á la
imaginación, y, cuando fuese necesario, á seguir de uno en otro lugar la
mágica varita de la poesía. Como desde un principio se había renunciado
al imposible, á que tiende nuestro afán escénico, que es á vestir la
ficción con los colores de la verdad; como el espectador no deseaba ver
ante sí, como si existiera, todo lo descrito en los versos; como no daba
gran precio al testimonio de sus ojos, formando su fantasía el
complemento de lo que faltaba á la imperfecta representación externa,
podía también el poeta abandonarse á las más atrevidas ficciones, sin
tener en cuenta si la escena sería capaz de figurarlas. De celebrar es
que el drama español desconociese esas mudanzas de sillas, esas escenas
sin personajes y las demás interrupciones de nuestros espectáculos, que
á cada instante perturban el curso de la acción. No obstante la
sencillez del mecanismo del antiguo teatro español, quéjase Lope de Vega
(en el prólogo al tomo XVI de sus _Comedias_) del inmoderado abuso, que
de las máquinas se hace en las tablas. ¡Cuáles serían sus expresiones,
al hablar de nuestra moderna barbarie, si hubiese asistido á una
representación cualquiera en los teatros de París ó Berlín!
En los trajes eran los españoles de entonces tan poco escrupulosos como
en la decoración de sus dramas. No necesitamos decir que se observaban
las principales distinciones en el rango de los personajes, y que el
militar aparecía vestido de diverso modo que el paisano, y el caballero
que el menestral. Como los españoles mantenían tan extenso comercio con
las demás naciones, y conocían, por tanto, sus trajes, aparecían también
alemanes y franceses, italianos é ingleses, turcos y moros con
vestidos, que tenían, por lo menos, cierta semejanza con los de estos
pueblos (como lo prueban las frecuentes indicaciones que se hacen de
_vestido francés_, _de moro_, etc.), aunque no se guardase en esta parte
nimia exactitud. En las comedias, cuya acción ocurría en países remotos
de costumbres desconocidas, se empleaba un traje, calcado en el español
de la época, y diferente de él sólo en algunos accesorios fantásticos,
que bastaban para indicar su antigüedad, y para que los espectadores
quedasen satisfechos. Lope de Vega, en su _Nuevo arte de hacer
comedias_, se lamenta de la inverosimilitud de que los romanos aparezcan
en el teatro con calzas, y el viajero, citado antes, dice expresamente
que ha visto en los teatros de Madrid á los griegos y romanos vestidos á
la española. Sin embargo, esto no ha de entenderse como si en tales
casos se adornasen los actores con el traje español de la época, sin
mudanza ni modificación alguna, sino que se trata de un traje teatral,
poético y acomodado á la realidad, que se intentaba representar, y al
país en que se suponía ocurrir la acción. Ya Cervantes, en sus notas
escénicas á _La Numancia_, intenta evitar los groseros anacronismos que
se cometían, puesto que indica que los soldados romanos debían llevar
armas á la antigua, y aparecer sin arcabuces; y aun después hubo de
adelantarse también en la observancia de tales conveniencias, sin ser
tan escrupulosos ni eruditos, como acontece en la moderna indumentaria,
sino usando ampliamente de las prerrogativas especiales á cada teatro,
de subordinar la verosimilitud y la verdad externa á la general poética.
Las representaciones comenzaban ordinariamente (en los teatros públicos,
porque ahora no hablamos de los autos), hacia las dos de la tarde en el
invierno y las tres en verano, y duraban unas dos ó tres horas, por cuya
razón no había necesidad de alumbrado artificial[113]. El orden, con que
se disponían las diversas partes de la representación, era el siguiente:
primero, canto acompañado de instrumentos, hallándose los músicos en las
tablas; después la loa, indispensable en general al principio, y
recitada más tarde, excepcionalmente; en seguida la comedia, y en los
intermedios un entremés ó baile[114], que se repetía, por lo común, al
terminarse.
La representación de _Los autos sacramentales_ consta ya, por la
descripción expuesta antes, de un testigo ocular. Añadiremos, sin
embargo, porque así se deduce de diversas alusiones de estas obras, que
aquel monstruo marino, que se llevaba en la procesión, figuraba al
Leviatán ó símbolo del pecado, siendo este supuesto más verosímil y
aceptable que la explicación dada por el viajero, de que hicimos mérito.
En la misma procesión se observaba también una figura de mujer,
fantásticamente adornada, con la cual se significaba la prostituta
Babilonia. Los autos, como dijimos antes, se representaban en tablados
al aire libre. Los actores atravesaban la ciudad en carros cubiertos,
cuyos costados estaban guarnecidos de cortinas pintadas, hasta llegar á
aquella parte de la población, en donde se había de celebrar la fiesta.
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