Historia de la literatura y del arte dramático en España, tomo II - 06

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indispensable defender á una dama perseguida por su esposo, padre ó
hermano, teniendo ella derecho á que la protegiese el primero que
encontraba y cuyo socorro pedía, sin preguntarle su nombre ni levantar
su velo. Las leyes de la hospitalidad exigían que se amparase al huésped
y se le libertase de todo riesgo, aunque fuera mortal enemigo. Añádanse
además los preceptos observados en cuanto á desafíos, duelos, etc.
Como á la Edad Media había sucedido rápida é insensiblemente la época de
que tratamos, heredando muchas de sus ideas y costumbres, duraba en el
pueblo la afición á las tradiciones románticas y á la poesía
caballeresca. Los momentos más solemnes y poéticos de la antigua
historia nacional, é increible número de tradiciones é historias, vivían
en los romances, en la memoria y en los labios de todos; la corriente de
aquella lozana poesía heróica corría tan perenne, que de ella han salido
en estos últimos días algunos cantos, semejantes á su matriz por el
fondo y por la forma. Muchas narraciones, sacadas de las crónicas
nacionales, ó transmitidas por la tradición, se habían hecho vulgares,
ya bajo la forma de romances, ya bajo la de libros destinados al pueblo,
contándose entre las últimas algunas extranjeras, divulgadas ya por toda
España. De esta suerte se enriqueció la fantasía de los españoles con
las imágenes que les suministraron dos grandes ciclos poéticos, que
habían recorrido la Europa entera cristiana, á saber: el de la
Tabla-Redonda, del rey Artur, y el de Carlomagno y sus doce paladines,
como las de los hijos de Haimón, las de Tristán y Lanzarote, las de
Ogier de Dinamarca, Fierabrás, Merlín, Iwain, etc., conocidas y
estimadas por todas las clases de la sociedad. Sin embargo, las novelas
fantásticas caballerescas que excitaron mayor interes, fueron las que
contaban las aventuras de un linaje de caballeros de la numerosa familia
de Amadís. La índole romántica de estas ficciones, las fabulosas
hazañas que narraban, satisfacían plenamente á la afición á lo
maravilloso, que se había despertado en toda la nación, á consecuencia
de la guerra caballeresca contra los moros y del descubrimiento
portentoso del Nuevo Mundo. La riqueza y fecundidad de imaginación, que
aun hoy admiramos en las mejores novelas de esta época; el brillo
deslumbrador de sus palacios suntuosos, llenos de oro y piedras
preciosas; sus islas flotantes, sus caballos alados, sus anillos
mágicos, sus armas y castillos encantados, sus hadas, gigantes y enanos,
hubiesen arrastrado imaginaciones más frías que las de los españoles. La
exagerada propensión á lo maravilloso y sobrenatural, la falta de verdad
y de profundidad de los afectos, la confusión de la geografía y de la
historia, la difusión y palabrería de la exposición, defectos comunes á
este linaje de composiciones, que excitaron la bilis de los hombres más
instruídos, pasaban desapercibidas para la generalidad de los lectores,
que le dispensaron la más favorable acogida hasta principios del siglo
XVII. Desde entonces, ya á causa de obras notables poéticas, distintas
en todo de las anteriores; ya á consecuencia del estudio que se hizo de
los excelentes modelos italianos, que trataban de los mismos asuntos;
ya, en fin, á causa de las acerbas burlas de Cervantes, se abandonó
casi por completo la lectura favorita de esos libros. Carece, no
obstante, de fundamento la opinión de los que creen que el _Don Quijote_
(obra que no se propuso atacar con la sátira los libros de caballería,
sino sólo sus defectos y los autores que más incurrieron en ellos)
acabara por completo con los _Amadises_. Aunque ya desde esta época sólo
aparecieron de tarde en tarde obras de esta especie, se conservaron
muchas de las antiguas, como el _Amadís de Gaula_, el _Palmerín de
Inglaterra_, _El Caballero Febo_, _Olivante de Laura_, _Tirante el
blanco_, _Florisel de Nicea_, etc., leídos y apreciados por el público
hasta fines del siglo XVII. Muchos escritores de una época posterior
hablan de ellas de tal manera, que suponen necesariamente lo familiares
que eran á los lectores; los dramáticos más importantes acudieron
también á estas fuentes[56], y en general debe atribuirse al libro de
_Amadís_ indudable influjo en la afición á lo fantástico y maravilloso,
que se observa en casi todos los poetas españoles. Hasta Cervantes no
pudo escapar á él, puesto que en el _Persiles_ y en sus aventuras
extrañas puede rivalizar con Lobeira.
Casi tan extendidas como los recuerdos de las tradiciones de la Edad
Media, estuvieron también ciertas reminiscencias de la mitología y de la
poesía antigua. Si es verdad que en el reinado de los Reyes Católicos se
amortiguó algún tanto el celo, que hubo antes en cultivar los estudios
clásicos, pudiendo afirmarse que el de la lengua y de la literatura
griega sufrió más bien retraso que progreso, también lo es que
circulaban entre los eruditos traducciones de las obras poéticas
clásicas más notables, y que algunas eran excelentes (v. gr., la de la
_Odysea_, de Gonzalo Pérez; la de la _Eneida_, de Gregorio Hernández de
Velasco, y la de las _Metamorfosis de Ovidio_, de Felipe Mey), y que las
producciones de los grandes líricos españoles del siglo XVI imitan más ó
menos á los antiguos modelos. Si por estas razones es preciso confesar
que la mitología griega y romana, que, entre los españoles, como entre
todos los pueblos románticos, no se había olvidado del todo, vivía aún
en la memoria de los habitantes de la Península, tampoco podrá negarse
que el espíritu de nacionalidad era tan poderoso, que se había asimilado
por completo sus imágenes é ideas. La antigüedad revistió un colorido
romántico á los ojos de la nación, sin esfuerzo alguno y como por sí
misma, considerándose su historia como un espejo de la época, como un
dominio vastísimo, al cual se podían trasladar todas las manifestaciones
de lo presente; sus mitos aparecieron como creaciones fantásticas de
índole tan universal, que era dable convertirlas en medios alegóricos
para la expresión de las ideas cristianas. A la civilización de nuestros
tiempos, tan propensa á aplicar sus reglas críticas y á desentenderse
enteramente de la fantasía en su peregrinación por los áridos desiertos
de la ciencia filológica, parecerá extraño, sin duda, explicar por las
antiguas las modernas creencias, y la historia de los tiempos pasados
con arreglo á las ideas nacionales españolas; pero el poco escrúpulo que
se mostraba entonces en esta parte, sirve, al contrario, de sólida
prueba para patentizarnos el vigor poético de aquel pueblo, tan
espontáneo como verdadero, que no supo atormentar sus ideas y
sentimientos con áridas abstracciones. Un siglo, que, encerrado en sí
mismo, vive sin elementos extraños vida tan robusta y vigorosa, y
encuentra en sí tesoros bastantes para vestir lujosamente á los pasados,
y convertir formas ya muertas en otras vivas y reales, y todo esto
sencilla y espontáneamente, sin prosáica reflexión, es un siglo que
ofrece á la poesía el más fértil y florido campo. Ya que hemos hablado
de las causas especiales, que contribuyeron más eficazmente á dar vuelo
á la fantasía y al espíritu de los españoles, influyendo también de
cerca en su poesía, no debemos pasar por alto cuanto se refiere á sus
creencias religiosas.
A medida que se aumentaban los medios de que disponía el catolicismo
para exponer á la contemplación externa el fondo de la religión
cristiana, y crecía su poder é importancia, influía también más
poderosamente en la imaginación. Ya reproduciendo las Sagradas
Escrituras; ya exponiendo en las ceremonias del culto los símbolos del
dogma cristiano; ya ostentando pompa y solemne aparato en el servicio
divino; ya, en fin, en sus fiestas y suntuosas procesiones, excitaba
natural y vivamente á los habitantes de este país meridional, é
inflamaba enérgicamente su fantasía. Y no se crea por esto que las
formas revestidas por el catolicismo perjudicaran en lo más mínimo, como
acaso pudiera haber sucedido bajo el imperio de circunstancias diversas,
á la tendencia poética preparada de antemano en España, y firme ya y
segura. La continua mezcla de lo divino y de lo terrestre, el influjo
inmediato y sensible de lo sagrado y su íntimo enlace con la vida
humana, representado en el culto, favorecieron á las artes que seguían
estrechamente á la religión. Habiéndose adelantado el clero á traer á la
tierra lo sobrenatural, no temieron los legos representar, empleando las
imágenes y las palabras y sin miedo á profanaciones vituperables, los
augustos misterios de la fe; vasto campo se abría por este camino al
arte y á la poesía española, que podía hollar confiada, al contrario de
lo que sucedía en otras naciones, que sólo podían recorrerlo con
timidez, no revistiendo el culto de formas extrañas tan perceptibles. De
aquí la sorprendente libertad y atrevimiento característico de la poesía
española en desenvolver los asuntos religiosos; de aquí la completa
fusión de lo divino y lo humano, de la religión natural y sobrenatural,
que le imprime tan original colorido; de aquí, por último, su índole
alegórica, simbólica y mística, y, á pesar de esto, tan clara y
comprensible.
Merced á los constantes esfuerzos de la Iglesia en dar forma corporal y
tangible á la totalidad del dogma católico, siempre estuvieron presentes
en la memoria del pueblo sus más insignificantes detalles. El círculo,
que abrazaba su ortodoxia, por grande que fuese el celo con que se
defendía, no se estrechó nunca tanto que no dejase inmenso espacio á la
imaginación y á las galas del ingenio. Extraordinaria fué la libertad,
el ardor y la seguridad de que hizo alarde la fantasía de los españoles
de aquella época en la expresión de las ideas é imágenes cristianas. La
vasta esfera de lo sobrenatural y misterioso en la religión nunca se
recorrió como entonces, ni con afición tan preponderante. Al mismo
tiempo que circulaban las sagradas historias del Antiguo y del Nuevo
Testamento, las antiguas leyendas cristianas, etc., de todos conocidas,
corrían también número casi infinito de tradiciones españolas y leyendas
milagrosas, que se aumentaban de día en día. Para recordar todas estas
creencias y conservarlas frescas en la memoria, sirvieron mucho las
fiestas anuales, comunes á todos los pueblos católicos, y grandiosas por
sí mismas, y otras varias peculiares de la liturgia española. En esta
categoría debemos colocar las señales y manifestaciones divinas, los
milagros de la Encarnación y Redención, y los actos de santos y
mártires, que se recordaban continuamente. La Iglesia española no omitió
medio alguno en el arreglo y pormenores de estas festividades para
ofrecer tan sagrados objetos á los sentidos, y con ese objeto empleó á
un tiempo los encantos de la música, de la pintura y de la poesía, artes
nobilísimas, y la pompa más deslumbradora en el culto divino. La música,
sobre todo, servía fielmente en el santuario, y contribuía bajo
distintas formas á las solemnidades del culto. No nos toca tratar
extensamente de la antigua música española, á pesar de yacer
desconocidas casi todas sus obras en los archivos de las catedrales;
pero ateniéndonos á la fama de muchos maestros, como Pérez, Salinas,
Monteverde y Gómez, y al influjo que ejercieron en los demás países de
Europa, y á juzgar por alguna que otra prueba de su talento musical, que
se oye de vez en cuando en nuestros días, debemos deducir que en los
siglos XVI y XVII hubo en España una escuela de música, que podía
rivalizar con las italianas por su fecundidad y excelencia. Casi no se
celebraba ninguna festividad religiosa de importancia sin solemnes
oraciones, misas, salmos y villancicos para hacer más impresión. Las más
famosas, y las que se prestaban con más frecuencia á este linaje de
composiciones, eran la misa del Gallo, en la noche de Navidad; la Pasión
el Viernes Santo; el miércoles de Ceniza, en que se hacían las
lamentaciones; las Cuarenta horas, con la letanía al Santísimo
Sacramento; la _Salve regina_; los salmos á la _Mater dolorosa_; la
Candelaria, con tres villancicos; las horas de la Pascua, y el día del
_Corpus_. Es difícil formarse una idea exacta de estas funciones, cuando
se verifican bajo las bóvedas majestuosas de las catedrales españolas.
Al mismo tiempo que la música se consagraban también las artes del
diseño al servicio de la Iglesia, representando á los sentidos, por sus
diversos medios, las Sagradas Escrituras. No sólo ostentaban
innumerables obras de escultura y de pintura las paredes, altares,
capillas y sacristías de los templos y monasterios, sino que hasta en
las calles y plazas públicas se mantenía viva la devoción de los
transeuntes, ofreciéndoles por do quier imágenes de santos de gran
mérito artístico[57].
Más fuerte y poderosa era la impresión, que hacían las numerosas
procesiones que se celebraban con frecuencia en ciertas fiestas
solemnes, llevando cuadros y estatuas adecuadas al objeto de la función,
que pasaban en andas á la vista del pueblo arrodillado. Preciábase en el
más alto grado el honor de esculpir ó pintar alguna imagen para estas
procesiones, y con este motivo se celebraban justas solemnes entre los
artistas más famosos del país[58]. Más adelante demostraremos
detenidamente el íntimo enlace de la poesía con la religión por medio
del drama religioso. Ahora basta á nuestro propósito recordar las
poesías líricas religiosas, tan innumerables y excelentes, que forman
uno de los más bellos florones de la literatura española, y llevan
impreso el sello místico de la época en caracteres tan nobles como
puros[59]. Para sentir en toda su fuerza estos bellísimos cantos; para
apreciar la influencia que tuvieron en fortalecer el espíritu religioso
de la nación, es indispensable conocer su origen y objeto, hoy casi
olvidado. Casi todos ellos, por diversos que sean su espíritu y
colorido, y desde los cantos religiosos más sencillos hasta el pomposo
himno, nacieron en el seno de la religión y se destinaron á ella, ya
para ser cantados ó recitados mientras se celebraba el culto divino, ya
para circular en forma de hojas volantes por el pueblo, sirviendo unos
y otros para conmemorar y ensalzar objetos religiosos. El clero no se
mostró indiferente á estos servicios, que hizo la poesía en favor de sus
intereses: alentóla y recompensóla por todos los medios para atraer á
los poetas á esta senda, y con ese propósito convocó en ciertas
ocasiones solemnes concursos poéticos, ofreciendo premios á la mejor
composición que celebrase el objeto de la fiesta. En los años de 1595,
en la canonización de San Jacinto; en el de 1614, en la beatificación de
Santa Teresa, y en 1622, en la canonización de San Isidro de Madrid[60],
hubo justas poéticas de esta especie, á que concurrieron casi todos los
poetas más afamados de España.
La osada y fecunda fusión de lo sagrado y lo profano, peculiar al
catolicismo español, penetró también en las fiestas religiosas. Si no
excluían por completo las diversiones del siglo (pues se solía bailar
detrás de la procesión, ó en las calles por donde pasaba, ó ante las
imágenes de los santos), se consagraba irremisiblemente al placer la
noche de los días festivos. La de San Juan, sobre todo, había en toda
España estrepitosa algazara, encendiéndose hogueras y luminarias en
todas las alturas, según una antigua costumbre; resonaban por todas
partes voces de júbilo, y en aldeas y ciudades hormigueaban alegres
grupos que se solazaban bailando, cantando y retozando, ó discurriendo
callados y entregándose á la alegría y libertad universal de esta noche.
Fácil es de comprender que ofrecía ocasión favorable á la existencia de
amorosas intrigas, divertidos pasatiempos y aventuras animadas. Lo mismo
sucedía en otras fiestas, como en la de Santiago, Santa Ana, etc. Cuando
se leen las descripciones, que han hecho algunos viajeros, de la vida
que se llevaba en la Península, ó las que nos han transmitido los
novelistas y dramáticos españoles, se estiman en lo que valen los
sombríos colores, con que se nos ha pintado con frecuencia el estado de
España, como si fuera el de un país grave y adusto. De esos documentos
auténticos se desprende, que, en vez de ser así, el pueblo español
pasaba una vida de las más tranquilas y disfrutaba de todos los
placeres. Además de los enlazados con las fiestas religiosas, había
otros muchos en todo el año. Las Carnestolendas, por ejemplo, traían
consigo general alegría y bromas numerosas. En los mercados y ferias,
que se celebraban en todas las poblaciones de alguna importancia, no
sólo concurrían en busca de diversiones compradores y vendedores, sino
curiosos innumerables, puesto que en ellas, como en las consagraciones
de las iglesias, en las bodas, etc., nunca faltaban entretenimientos y
fiestas de todo género. Bandas de gitanos, titiriteros, músicos y
cómicos recorrían el país, y eran generalmente bien recibidos por el
placer que proporcionaban. Cantares y danzas embellecían las reuniones,
y hasta los humildes menestrales, después de concluir sus faenas
cuotidianas, dedicaban algunas horas al recreo.
«Pocas naciones, dice un escritor francés (que, según parece, visitó la
Península), tienen tanta afición á la música como la española. Pocos son
los que no saben tocar la vihuela y el arpa[61], instrumentos de que se
sirven para acompañar sus cantos amorosos; y tal es la causa de que los
jóvenes, así en Madrid como en otras poblaciones, recorran de noche las
calles con guitarras y linternas.
«No hay jornalero español que, al acabar su trabajo, no tome la guitarra
para solazarse en las calles y plazas tocando y cantando; se puede decir
en pocas palabras que los españoles tienen afición natural á la música,
y que tal es el motivo de que les agraden tanto los espectáculos, que
entre ellos consisten generalmente en iluminaciones y música, toros y
comedias, intercalando en estas últimas entremeses con cantos[62].»
La afición á la poesía se extendió mucho en este período por todas las
clases de la sociedad. La manía de componer versos se hizo epidémica:
príncipes y condes, guerreros y hombres de Estado, abogados y médicos,
sacerdotes y frailes, se dedicaron á esta tarea, y hasta los jornaleros
y campesinos no se quedaron atrás. La facilidad que ofrece para la
versificación la lengua española, no dejó de contribuir también á ello,
empleándose á este efecto, no sólo las antiguas combinaciones métricas
nacionales, sino las más artísticas de los italianos; romances,
redondillas, décimas, glosas, sonetos, octavas y canciones se componían
por los motivos más livianos: la poesía era la gala de la vida y el
intérprete de todos los placeres y penas. En el curso de nuestra
historia demostraremos con abundantes pruebas el interés universal que
excitaba la poesía. Ahora recordaremos tan sólo las corporaciones
literarias y poéticas, que se formaron en gran número en casi todas las
ciudades importantes. A imitación de las academias italianas, que
llegaron á su apogeo en el siglo XVI[63], se fundaron otras en España
casi en la misma época. La más antigua, de que tenemos noticia, se
organizó en la casa de Hernán Cortés, y fué presidida por él[64]. Las
más famosas de la época, y las que más nos interesan, son la _Academia
imitatoria_, que se fundó en Madrid en 1586[65]; la _de los Nocturnos_,
que celebró sus sesiones en Valencia en 1591[66], y _La Academia
selvaje_, fundada en Madrid en 1612[67]. Las innumerables referencias
que se hacen á otras, prueban que estas corporaciones, de origen
extranjero, se extendieron por España casi tanto como en su patria
primitiva[68]. De ordinario se ponían bajo la protección de los primeros
dignatarios del Estado; sus miembros eran famosos poetas y numerosos
aficionados á la poesía, grandes de primera clase y ciudadanos de
humilde cuna, siempre que tuviesen las cualidades necesarias. Las juntas
en que se dilucidaban diversas cuestiones literarias, ó se leían obras
poéticas, ó se analizaban y criticaban, se celebraban de ordinario en la
casa del presidente, ó, por su orden, en las de los individuos más
caracterizados.


CAPÍTULO III.
Actividad poética de esta época.--El culteranismo.--Poesía lírica,
prosa novelesca, libros de caballería, poesía épica.--Originalidad
de las letras españolas.--Los teatros español é inglés.

Si lo expuesto hasta aquí prueba el universal interés, que inspiraba la
poesía, el examen atento de la literatura española manifiesta á las
claras que el reinado de los tres Felipes, y los primeros años del
monarca que les sucedió, forman la época en que aparece más fecunda la
actividad poética. Corresponden á ella, en efecto, el mayor número de
las infinitas composiciones citadas en el _Viaje al Parnaso_, en el
_Laurel de Apolo_, en los trabajos bibliográficos de Don Nicolás
Antonio, Ximeno, Rodríguez Baena, Latassa, etc. Aun descontando los
dramas, que omitimos adrede, es su número extraordinario; y no es sólo
su número (que podría probar únicamente la afición universal de la época
á la poesía) lo que excita nuestra sorpresa, sino su valor y mérito.
Los galicistas del siglo XVIII, tan ignorantes como mezquinos, se
atrevieron solos á calificar en general la poesía española de este siglo
de que hablamos, de poesía de mal gusto, distinguiendo sólo, en toda la
literatura del mismo, alguna que otra producción rara y fenomenal, y no
de mucha importancia. La prosa y verso, á cuyo estilo se dió el nombre
de _culto_, debe considerarse únicamente como un hecho aislado, que casi
desaparece cuando se recuerdan otras muchas composiciones del mayor
mérito. Lugar es éste oportuno de exponer en pocas líneas la relación,
que hubo entre este estilo tan cacareado con la poesía española,
considerada en su conjunto, puesto que más adelante trataremos
especialmente de la influencia que ejerció en el drama. Luis de Góngora
(nacido en Córdoba en 1561), de talento é ingenio sobresaliente, movido
por su afán de cobrar fama, y después de haber intentado llamar en vano
la atención escribiendo muchas producciones excelentes, concibió el
singular propósito de inventar una dicción poética mucho más perfecta.
Construcciones latinas, nuevas voces, inversiones forzadas, y una manera
de escribir distinta enteramente de la ordinaria, y llena de antítesis y
de imágenes ampulosas, formaron los elementos esenciales del nuevo
estilo que debía realzar á la poesía española. Es indudable que
semejante absurdo merece una reprobación unánime, aunque Góngora, á
pesar de sus extravíos, fuese siempre un hombre ingenioso y un verdadero
poeta. Sólo en el _Polifemo_ y en las _Soledades_ llevó hasta la
exageración su estilo pedantesco y afectado, ampuloso y lleno de
hojarasca, sometiendo por completo el fondo á la forma. En casi todas
sus poesías se encuentran excrecencias deplorables de mal gusto, al lado
de muchas bellezas de primer orden deslustradas por el estilo culto,
pero de tanto valor, que casi nos hacen olvidar sus defectos. Si las
obras de Góngora se hubiesen estudiado con juicio y previsión, en vez de
producir imitaciones descabelladas y copias absurdas y ridículas, podían
haber enriquecido á la literatura española con un copioso tesoro de
gráficas locuciones, giros é imágenes. Desgraciadamente siguieron las
huellas del maestro poetas adocenados y pobres de imaginación, que
exageraron hasta lo sumo sus locuras y caprichos, dando tortura á las
palabras y acumulando obscuras metáforas y voces nuevas y disparatadas.
Disfrazaban su incapacidad con un turbión de palabras pomposas, y les
servía su estilo hiperbólico y ampuloso para ocultar la pobreza de su
ingenio. Si Góngora afectó siempre precisión; si casi todas sus
nebulosidades más desacreditadas encierran por lo común singular
profundidad, y cuando se examinan despacio nos sorprenden por su
agudeza, sus imitadores acumularon tan sólo un caos de imágenes
heterogéneas, vano oropel y necia confusión; y cuando se reconstruyen
rigorosamente sus frases, se averigua que el pensamiento es nulo por
completo. Los principales gongoristas ó culteranos, como Francisco
Manuel de Melo, el conde de Villamediana y Félix de Arteaga, se
esforzaron sin descanso en introducir su estilo en todos los géneros
literarios, aunque pueda sostenerse que la esfera á que se extendió su
influjo duradero, fué en general muy limitada. Apenas apareció Góngora
con sus innovaciones, se declararon en contra los más distinguidos
poetas españoles, capitaneados por Lope de Vega. La lucha, como después
veremos, se entabló también en la escena, y cuanto más degeneraba el
culteranismo, tanto mejor triunfaban sus adversarios. El brillo
primitivo de aquel estilo y el genio verdadero de su inventor, pudieron
deslumbrar momentáneamente al mayor número; pero la posteridad se
encargó bien pronto de desvanecer su aureola, y el gongorismo arrastró
desde entonces su trabajosa existencia entre sus partidarios, que se
elevaban recíprocamente hasta las nubes como si fueran grandes poetas,
aunque por lo demás sin adquirir importancia ni lugar preferente en la
república de las letras. Párrafos aislados de ese estilo ampuloso é
hinchado se encuentran, sin duda, en otros escritores contaminados con
el ejemplo de Góngora; pero cierta ampulosidad en la frase, cierta
afición al abuso de las imágenes y metáforas, se notan desde época muy
anterior en muchos escritores españoles, como en los antiguos
cancioneros y en Juan de Mena, como se observa más tarde en Herrera, y,
por último, en Lope de Vega. Esta profusión no debe considerarse como un
fenómeno peculiar del siglo XVII, ni tampoco como un efecto del
gongorismo; y aunque jueguen papel no despreciable en las obras de este
último, se distinguen, sin embargo, de los defectos que caracterizan al
estilo culto, ó más bien dicho, de los que constituyen su esencia, como
la rebuscada obscuridad y confusa construcción, el abuso de las
inversiones, burlándose deliberadamente de las reglas de la sintaxis, y
el neologismo y la fraseología desordenada, cuyas palabras tienen
significación distinta ú opuesta á su uso ordinario. No por esto hemos
de rechazar el cargo de sutileza en el fondo y de hinchazón en la forma,
que se observa en muchos adversarios muy ilustrados de los gongoristas,
y alcanza á una parte importante de la literatura española. Pero se ha
insistido también en la particularidad de que los defectos criticados,
que en el espíritu de los españoles tienen íntimo enlace con el carácter
oriental, no aparecieron en el siglo XVII más fuertes y exagerados que
en el precedente. Nosotros sostenemos tan sólo, que, examinando en su
conjunto la literatura amena de este período, las faltas aisladas, que
la deslustran en parte, están más que compensadas por la verdadera
belleza que se hace notar entre ellas, y por la singular elegancia y
clásica corrección de lo restante. Una ligera indicación de las
composiciones más notables de los diversos géneros de poesía (no
siéndonos lícito detenernos más en esta parte) confirmará nuestros
asertos. Esta reseña servirá también para dar á conocer las distintas
direcciones, que tomó la actividad poética de la época, y para tocar á
la vez algunos puntos relacionados con el drama.
Encontramos en la lírica á Góngora, de quien tantas veces hemos hablado,
componiendo en su juventud obras maestras al estilo antiguo popular,
romances, letrillas y villancicos, y brillando siempre por sus eminentes
dotes poéticas hasta en medio de sus extravíos posteriores, cuando se
precipitó sin freno ni mesura en el campo de sus innovaciones; á
Villegas, el príncipe de los eróticos españoles, inimitable en los
cantos anacreónticos, y tan distinguido por sus odas como por sus
idilios; á los dos Argensolas[69], celebrados por la claridad y
precisión clásica de su estilo, por su juicio exacto y por su carácter
varonil, justamente aplaudido en sus epístolas y sátiras; á Rioja, sin
rival en la ternura de sus sentimientos cuando contempla á la
naturaleza, y por su intensidad y dulce fuego; á La Torre, alabado por
su brillante manera de exponer los asuntos y por la sonoridad y armonía
de su cadencia; á Juan de la Cruz, Salas, Malón de Chaide, poetas de
unción verdadera y profundo sentimiento religioso; á Alcázar con sus
gracias singulares, que siempre divierten; á Aldana, Soto de Rojas,
Medrano, Arguijo, Figueroa, Argote de Molina, y otros innumerables, que
florecieron entonces y alcanzaron merecida fama entre el aluvión de
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