Historia de la literatura y del arte dramático en España, tomo II - 05

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á su población actual[46], y más de 1.000 naves mercantes llevaban los
productos de su industria á todos los ángulos de la tierra. En ninguna
plaza importante del Mediterráneo ó del mar del Norte faltaba un agente
ó cónsul español[47]. La agricultura, merced á los métodos excelentes,
con que se labraba el suelo, no era menos pródiga que la actividad
humana, y los granos de toda especie, el aceite, el vino y los frutos
meridionales prosperaban de tal manera, que no sólo satisfacían á las
necesidades del país, sino también á las del extranjero. Y así como los
campos revelaban la prosperidad general en sus terrenos bien cultivados
y en sus innumerables aldehuelas y cortijos, así también las ciudades
españolas testificaban del brillo y poderío de la nación en sus
monumentos imperecederos, obras públicas grandiosas debidas á la unión
de sus ciudadanos y á su sentimiento de la belleza, que prueban en tan
alto grado la cultura y el espíritu de los pasados siglos. Toledo, la
antigua capital del imperio godo, con su maravillosa catedral y sus
palacios suntuosos, que, á pesar de sus ruinas, excitan nuestra
admiración; Burgos, cuna del Cid, con sus almenas y torres góticas; la
rica Barcelona, no inferior á ninguna ciudad de Italia en sus magníficos
edificios públicos y privados; la bella Valencia, recostada en su
encantadora huerta, como una reina en un lecho de rosas; Córdoba, la
antigua capital de los califas, la puerta de oro por donde se derramaron
en el Occidente las artes y el lujo de Oriente; Granada, el castillo
encantado y romántico, la Bagdad europea, envanecida con su Alhambra,
Generalife y Albaicín y con su fértil vega, cercada de sierras,
coronadas de nieve, como de riquísima diadema; Sevilla, en fin, el
emporio de las riquezas de América, la primera plaza comercial de
Europa, con sus muelles llenos de extranjeros de todas las naciones, y
agobiada por el peso de tantas riquezas; con su gigantesca catedral, el
templo más vasto del orbe; con la esbelta torre de la Giralda, que se
destaca de las tranquilas aguas del Guadalquivir, eran las joyas más
preciadas de la bella Península.
El siglo XVI contribuyó más que ningún otro de los anteriores al
embellecimiento de estas ciudades, construyéndose iglesias, palacios,
acueductos, fuentes y jardines, al mismo tiempo que su trato frecuente
con Italia, en donde renacían entonces las artes, contribuía no poco á
regularizar esta tendencia é imprimir un sello, noble y sencillo á la
vez, en su gusto. A sus edificios suntuosos del estilo gótico, que se
conservó puro en este país más largo tiempo que en casi todos los demás,
sucedieron otros más modernos, igualmente magníficos y notables,
pertenecientes al nuevo género arquitectónico, fundado en la imitación
de las formas clásicas. Este poderoso influjo se hizo también sentir en
el rápido vuelo, que tomaron la pintura y la escultura; muchos jóvenes
españoles, que alcanzaron fama merecida en la historia de las artes
italianas, se consagraron al estudio de las obras maestras de Miguel
Ángel, Leonardo y Rafael, para importar en su patria el nuevo estilo
artístico, aprendido allá; y las escuelas de Valencia, Sevilla y Toledo,
contaban ya en el siglo XVI excelentes maestros que preparaban la edad
de oro de las artes españolas del siguiente[48].
Las ciencias y las letras florecieron también de tal manera, que
llamaron la atención de los extranjeros. El estudio de la literatura y
de las lenguas clásicas se cultivó con tanto esmero en España, que,
fuera de Italia, ningún otro país ofreció mayor número de distinguidos
humanistas. Basta citar los nombres de Arias Barbosa, Núñez de Guzmán,
Vives, Olivario, y Juan y Francisco Vergara. Europea llegó á ser la fama
de estos hombres, y tan grande su conocimiento de la antigüedad, que
justifica plenamente la opinión de Erasmo, de que la erudición y los
estudios clásicos florecían tanto en España, que causaban la admiración
de las naciones más cultas y podían servir de ejemplo[49]. Las
universidades de Salamanca, Alcalá, Sevilla, Toledo y Granada estaban
llenas de estudiantes ansiosos de saber, y el renombre de estas escuelas
no sólo penetró en todas las provincias de la Península, sino hasta en
Italia, Alemania y los Países-Bajos. Salamanca llegó á contar 7.000
escolares, y Alcalá pocos menos. El ardiente deseo de aprender invadió
también al bello sexo, y en muchas cátedras de esas universidades se
enseñaba también á las mujeres[50]. Como prueba de que se cultivaban
otros estudios á la vez que los clásicos, pueden servir en la historia
el nombre de Mendoza, y el de Montalvo en la jurisprudencia; y para dar
una idea de las obras innumerables de todo género que entonces se
publicaron, baste decir que el arte de la imprenta no descansaba un
momento, y que España contaba en el siglo XVI más prensas que
ahora[51].
Á la conclusión de éste, sin embargo, comienza á nublarse algún tanto el
brillo y la gloria del pueblo español, que tan esplendentes fueron en el
reinado de los Reyes Católicos y del emperador Carlos V. Felipe II fué
el primero de aquella larga serie de monarcas, que disminuyeron el
bienestar de sus súbditos con su política estrecha y absurda. Su
fanatismo sombrío y su sed insaciable de mando contribuyeron á que se
perdiese una de las joyas más preciosas de su corona, y la destrucción
de la armada invencible anunció ya las próximas y graves humillaciones,
que amenazaban al poder español. En lo interior acabó con los últimos
restos de la libertad política, destruyendo la constitución aragonesa.
La obra de ruina y de aniquilamiento, que había comenzado su voluntad
incontrastable, prosiguió luego más rápida, merced á la incapacidad de
sus sucesores, débiles juguetes en manos de sus desleales favoritos. Los
males de este sistema de gobierno se han expuesto frecuentemente con los
más negros colores, y su influjo mortífero se muestra demasiado
claramente en la decadencia posterior del país, para detenernos en este
punto más tiempo, no obstante la necesidad imprescindible, para todo
hombre imparcial, de no dejarse arrastrar por esas exageradas
descripciones. El despotismo y la arbitrariedad eran en aquella época
el alma de toda la política europea, y en tal supuesto es fácil de
comprender que la balanza del mal se inclinara decididamente á la parte
de España. La opinión, admitida sin correctivo, de que esto sucedía
entonces con exceso, se refiere á un período, en que casi todas las
potencias europeas miraban á los monarcas españoles con envidia y saña,
cuya circunstancia nos avisa que no la aceptemos incondicionalmente y
sin el examen debido. Aun cuando este análisis no sea de nuestra
particular incumbencia, podemos, sin embargo, asegurar que por lo común
es falsa la idea que se ha formado del despotismo de los soberanos
españoles de la casa de Ausburgo y de su pernicioso gobierno,
afirmándose que contribuyeron en alto grado á la decadencia de su país y
á la disminución de su brillo y poderío, que acabaron con la vida de la
nación, que ahogaron en ella todo sentimiento de libertad é
independencia, y que, por último, convirtieron á sus súbditos en rebaños
de tímidos esclavos. No era empresa tan fácil desorganizar el estado más
poderoso de Europa, ni humillar la energía de uno de los pueblos más
nobles de la tierra. Por mucho que un gobierno corruptor, mezcla de
tiranía y de piedad, socavase los cimientos del bienestar del país, y
en el interior entorpeciese los progresos de la industria, y en el
exterior disminuyese su influencia, siempre se mantuvo España, durante
todo el siglo XVII, en la categoría de potencia de primer orden, y su
voluntad fué de gran peso en los negocios europeos. Las reglas más
absurdas de gobierno fueron impotentes para contrarrestar por completo
el impulso de tiempos anteriores, y para impedir que maduraran los
frutos, cuyos gérmenes se habían sembrado bajo mejores sistemas
políticos. El espíritu nacional permaneció, por tanto, tal cual era; su
glorioso pasado arrojaba luz deslumbradora sobre lo presente, y se
oponía á que se adivinase la ruina que lo amenazaba. Osado y libre, el
español llevaba erguida su cabeza, sin bajarla por la presión de las
circunstancias; aún no se había extinguido en su pecho el noble orgullo
castellano, ni el sentimiento de la grandeza de su destino, y la
historia de España del siglo XVII ofrece, á quien no cierra los ojos,
abundantes ejemplos de la nobleza é independencia de este pueblo. No hay
necesidad absoluta de que florezcan á un mismo tiempo las galas del
ingenio y el bienestar material de un país; aquéllas, como lo muestra la
experiencia, pueden sobrevivir á ésta, ó despedir sobre sus ruinas los
últimos destellos. Tan cierto es lo que decimos, que, en este conflicto
del espíritu con los obstáculos exteriores, se fortificó aún más aquél y
tomó más poderoso vuelo. Si el arte y la literatura son los termómetros,
que marcan el grado de cultura de una nación, y ésta puede servir de
medida para estimar el valor más ó menos grande de sus obras, es
innegable que el espacio, comprendido entre los últimos decenios del
siglo XVI y los del XVII, forma el período más rico y más brillante de
su historia. Los reinados de los tres Felipes abrazan la verdadera edad
de oro de la literatura española, y principalmente de la poesía; si no,
¿qué significan las aisladas, aunque preciosas producciones de la época
anterior, cuando se comparan con la multitud de obras maestras, que se
escribieron desde Cervantes á Calderón?
En más íntimo enlace estuvo la opresión religiosa con la política, ó,
más bien dicho, ambas formaron una sola tan compacta, que es casi
imposible separarlas. La teocracia constituía un elemento tan esencial
de la constitución del Estado, que la parte más importante del gobierno
estaba en manos del clero. Cuanto perjudicaba á la religión dominante
conmovía también en sus cimientos al poder político, y el interés común
del monarca y del sacerdocio era tan idéntico, que uno y otro no se
paraban en los medios, siempre que el resultado de sus esfuerzos
contribuyese de consuno á fortalecer el catolicismo. Sus deseos
encontraron en la nación la más favorable acogida, puesto que el
sentimiento religioso había llegado hasta el fanatismo, á causa de la
prolongada lucha, que sostuvo contra los infieles, y fué explotado hasta
lo sumo. El célebre tribunal de la Inquisición, favorecido por el odio
nacional á moros y judíos, se fundó ya en el reinado de Fernando y de
Isabel, dándose mayor extensión á sus facultades en los reinados
siguientes y ensanchando el círculo de su autoridad, más limitada en un
principio, no obstante las diversas protestas de las Cortes contra este
cuerpo temible, cuyo nombre se pronunciaba con horror por toda Europa.
Pero sólo la voluntad de hierro de Felipe II concedió á la Inquisición
atribuciones ilimitadas, y el derecho de castigar con insólito rigor la
falta más leve, que pudiese redundar en desdoro de la religión
dominante, convirtiéndola en instrumento docilísimo del despotismo y de
la arbitrariedad, y en fácil auxiliar del poder político para obligar á
sus súbditos á la más servil obediencia. Y cabalmente hacia esta época
había sido tan grande el influjo moral de ese temible tribunal de la fe
en el espíritu de la nación, y lo había emponzoñado hasta tal punto, y
lo había hecho tan fanático, que á pesar de la injusticia repugnante de
sus sentencias y ejecuciones, ni excitó su indignación, como era de
presumir, ni reconoció en él más que títulos indudables á su veneración
y respeto. El pueblo había caído en la red, de la cual no le era dado
salir, y fué víctima de largo y mortífero letargo, que penetró en todos
los resortes de su existencia. No hay sofismas bastantes á evitar el
fallo condenatorio, y las maldiciones que ha pronunciado la historia
contra este tribunal execrable. Sus anales ofrecen el testimonio más
horrible del extremo, á que pueden llegar los extravíos humanos; ¡ojalá
que sean ejemplo perdurable del delirio, á que arrastra la sed
insaciable de mando y el orgullo clerical! Sin embargo, en los primeros
cincuenta años de su existencia no produjo los efectos desastrosos que
en lo sucesivo. No obstante haber llegado en esta época, y especialmente
en el reinado de los tres Felipes, al apogeo de su poder, encontró en el
buen sentido y en la energía moral de la nación un obstáculo poderoso,
que contrapesó en cierto modo su perjudicial influencia, sucumbiendo tan
sólo más tarde á la presión simultánea del tiempo y de las
circunstancias. Cuando se atribuye generalmente á la Inquisición males
más graves que los producidos por otras manifestaciones del fanatismo,
que han deshonrado á la Europa, se alude en especial á su organización
vigorosa y duradera, causa de los obstáculos insuperables que opuso á la
libertad humana, y que ha llegado hasta nuestros días. Por lo demás, es
falso á todas luces presentar los horrores, á ella debidos, como únicos
y sin ejemplo en la historia. No hay parte alguna de la tierra libre de
los estragos del fanatismo religioso y de la superstición, ni nación que
en este punto pueda echar nada en cara á las demás, ni secta que se
exima de reproches semejantes cuando ha tenido poder suficiente para
hacerlo. Sólo la matanza de San Bartolomé en Francia, aun admitiendo los
cálculos de Llorente, más bien exagerados que parcos, inmoló más
víctimas que la Inquisición española en los tres siglos que funcionó. El
número de judíos, moros y herejes, que perecieron en España (según dice
Llorente, 34.382) no es tan grande como el de las mujeres desdichadas,
que sólo en el siglo XVII fueron quemadas en Alemania por condenaciones
arbitrarias de brujería; y quien conozca la historia de estas causas
criminales de magia, y la conducta observada entonces, tan injustificada
como horrible, superior á todo encarecimiento, no podrá menos de
confesar que nuestra nación carece de títulos bastantes para tirar la
primera piedra á ninguna otra[52]. No hay más diferencia, sino que las
persecuciones y arbitrariedades de la superstición han aparecido en casi
toda Europa como explosiones aisladas del fanatismo del gobierno ó de
los pueblos, y han sido de poca duración, al paso que en España
provenían de un sistema fuertemente preconcebido para oprimir
metódicamente la libertad de conciencia. Para no ser injustos con el
gobierno, que ejercía esta presión, ni con el pueblo, que la
experimentaba, debemos añadir que este sistema se fundaba en una razón
aceptada y recibida en todos los países católicos, y que la Inquisición
española sólo puede condenarse en su manera de proceder, no en su
principio, puesto que las mismas ideas predominaban en una gran parte de
Europa. Y sin embargo, á pesar del daño inmenso que hizo durante tanto
tiempo, no es lícito tampoco negar que libró á España, en aquella época,
de los disturbios y desórdenes, que destrozaron por entonces á casi
todos los países de Europa. Aun valiéndose de medios tan odiosos logró
plenamente su objeto, que no era otro que defender el predominio del
catolicismo, y oponerse á la extensión de la reforma. Mientras las
luchas religiosas desgarraban el seno de Francia; mientras gemía la
Alemania bajo el peso de la guerra de los treinta años, gozaba España de
paz y tranquilidad interior, cuyo bien, aunque comprado á costa de la
libertad y del progreso en la gobernación del Estado, no deja también de
ofrecer ventajas relativas, comparándolo en sus inmediatos efectos con
los debidos en aquellos países á las guerras de religión. Si la
civilización no pudo florecer en éstos á causa de los desórdenes de la
guerra, se desarrolló en cambio en aquélla dentro del catolicismo,
produciendo frutos ópimos y sazonados. Y no sólo se halla íntimo enlace
entre esta intolerancia religiosa de los españoles y su poesía, sino que
influyó directamente en ella de un modo decisivo, ya trazándole de
antemano la senda que había de recorrer, ya concurriendo con otras
causas á su mayor perfección. Este último aserto podrá parecer una
paradoja, pero es fácil de probar. Es indudable que dicho tribunal se
opuso terminantemente á la libre investigación en el campo de la
ciencia: no admitió otra filosofía que la teológico-escolástica, ni otra
teología que libros devotos y fanáticos, rechazando todo adelanto en las
ciencias experimentales. La historia sólo podía escribirse con las
mayores precauciones. La más ligera tentativa de sacudir el yugo podía
acarrear, en esta parte, fatales consecuencias, y la tiranía de las
autoridades eclesiásticas no dejaba otro recurso que la sumisión. A
pesar de todo, era tan vigorosa la vida nacional, que no parecía fácil
sofocarla, y por esto emprendió entonces una senda, en la cual no había
miedo de tropezar con aquellos obstáculos. La literatura amena fué el
puerto de refugio del genio, que se sentía embarazado en otros dominios,
y la poesía llamó á sí ese vigor espiritual, que acaso, bajo otras
circunstancias, hubiese tomado distinto rumbo. Si en general no pudo
salir de esa esfera, que coartaba la libertad de los españoles,
encontró, no obstante, dentro de ella vasto y libérrimo espacio en que
explayarse, concediéndose á los poetas facultades más amplias para
expresar sus opiniones, en virtud de las licencias propias de su arte,
cuando en otro caso se hubiesen expuesto á graves peligros. No era
lícito atacar los fundamentos de la religión católica, ni lo hubiese
intentado ningún español; pero las barreras, que le detenían, estaban á
larga distancia, y la fantasía, el sentimiento y el ingenio podían andar
á sus anchas. También favoreció al teatro la especial circunstancia, de
que durante casi todo este período, y al menos en la mayor parte de
España, como veremos después, no hubo censura previa que se opusiese á
las representaciones escénicas, y que hasta la licencia general, que
había de preceder á la publicación de cualquier obra, fué con las
dramáticas extrañamente benévola. Recordando todas las libres
manifestaciones, todas las ideas sobre el Estado y el clero, que
expresaron los poetas dramáticos, se probará plenamente que en el país
clásico del despotismo se disfrutó, acerca de ciertos puntos, mayor
libertad que la que se goza hoy mismo en casi toda Europa. El extremo, á
que llegó en esta parte la licencia, lo demuestran, entre otras, las
comedias de Tirso de Molina, é innumerables entremeses burlescos de
diversos autores. Y, sin embargo, no hay ejemplo ninguno de que la
Inquisición exigiese responsabilidad por sus excesos á poeta alguno
dramático, y en cambio se hallan impresas varias comedias con permiso de
la autoridad eclesiástica, en las cuales hormiguean ideas libres y hasta
licenciosas. La contradicción aparente, que en esto se observa, se
explica recordando las profundas raíces que había echado el catolicismo,
y la veneración que le profesaba el pueblo, que nunca confundía la
sátira dirigida contra sus sacerdotes, ó las burlas ligeras, á que
pudiera dar margen, con serios ataques á su esencia; porque cuanto más
fuertemente arraigada está la religión, es menos peligroso tolerar las
bromas contra ella. Y en ese sentido han de entenderse los pasajes que
ahora se citan, sin tener en cuenta la diversidad de épocas, como
sátiras amargas contra la Iglesia, en cuyo concepto sólo han existido en
la imaginación de los autores de estas citas y en el engaño del público,
puesto que casi todos los poetas, que las escribieron, ofrecen en otras
obras suyas testimonios irrefragables de su sincero sentimiento
religioso, y la particular circunstancia, que disipa cualquier duda de
este género, de que casi todos pertenecían al clero. Añádase también,
que, para los españoles, era más profundo el abismo que separaba á la
ficción de la realidad, que entre nosotros. Parece haber sido interés
común del gobierno y de la Inquisición conceder la mayor libertad
posible á la diversión favorita del pueblo, disipar toda especie de
obstáculos y consentir sin restricciones en el teatro cuanto se prohibía
en la vida real.


CAPÍTULO II.
Poesía española en general.--Ideas caballerescas de los
españoles.--El honor castellano.--Tradiciones
románticas.--Influencia de la antigüedad.--Creencias
religiosas.--Fiestas religiosas y profanas.--Afición a la poesía.

La poesía, en general, y especialmente la dramática, produjo las joyas
más preciadas y ricas que corresponden á esta época de la literatura
española; en ella, como en un foco, concurrían todos los rayos de la
vida espiritual de la nación, presentando elocuente ejemplo del vuelo,
de que es susceptible el ingenio bajo el imperio de las circunstancias
más desfavorables, las cuales, si lo enfrenaban por una parte,
contribuían por otra á inspirarle más vigor y lozanía. Estudiándola
aparece la nación bajo un aspecto muy diverso del estrecho y exclusivo
de su historia política. Se ve entonces que el rigor y la crueldad,
desplegada por los españoles contra las religiones distintas de la suya,
eran sólo efecto de falsas ideas, con arreglo á las cuales era hasta un
deber ahogar los sentimientos naturales cuando se trataba de los
herejes, y que su fanatismo, deplorable hasta lo sumo y causa de tales
extravíos, no excluyó, por otra parte, las emociones más nobles y
delicadas, ni la caridad y filantropía. Hay más: si bien es cierto que
no debe esperarse de ningún católico español del siglo XVI, que renuncie
á las preocupaciones religiosas de sus contemporáneos, ni tampoco
negarse que la literatura poética de los españoles adolece del sombrío
fanatismo de la época, aparecen, sin embargo, en esta misma literatura
numerosos rasgos aislados de la libertad de pensamiento, que conservaron
los ingenios más eminentes. Esta circunstancia arroja clara luz sobre
aquellas pruebas de intolerancia, puesto que, comparándolas con ellas,
demuestran generalmente la benevolencia de la Inquisición y los
razonables principios artísticos, en que se fundaban, ya que al lado de
esas explosiones de celo religioso campean otras de distinta índole,
tanto más libremente, cuanto provienen de unos católicos y se dirigen á
otros, prontos á escandalizarse por cualquier motivo poco importante.
Si las causas indicadas abrieron á la poesía vasto y no hollado campo;
si, además, era de presumir, que en esa época de opresión la fantasía
había de emprender su vuelo, también es cierto que cabalmente esta época
disponía de muchos elementos favorables al desarrollo de la poesía. En
ningún otro pueblo eran tan poéticas las costumbres como en España; en
ninguno duró tanto tiempo el espíritu caballeresco de la Edad Media como
en éste, confundidos con otros elementos de elevada cultura, y
alcanzando de tal enlace extremado brillo. La caballería, que por las
circunstancias especiales del país floreció en la Edad Media con la
mayor lozanía, sobrevivió á las causas que la engendraron, y persistió
luego largo tiempo, aun después de haber cambiado el feudalismo
aristocrático, conservando siempre sus rasgos característicos. El manejo
de las armas y la obligación de tomar parte activa en la guerra, era,
así entonces como antes, el verdadero blasón de la nobleza. Las justas y
torneos de toda especie, que se celebraron durante todo el siglo XVII,
tanto en las fiestas de la corte como en otras muchas partes, ofrecieron
á los nobles frecuente ocasión de ejercitar en la paz su actividad y sus
fuerzas[53]: el divertido juego de cañas, heredado de los moros
(conocido ahora en Oriente con el nombre de _Dscherrid_), así como los
toros, en los cuales los personajes más ilustres del reino hacían alarde
de su valor[54], no deben nunca olvidarse. En las órdenes de Santiago,
Calatrava y Alcántara subsistió sin alteración la caballería religiosa
en sus bases esenciales, ya que estas órdenes, aun después de haber
sufrido ciertas modificaciones en su organización en tiempo de los Reyes
Católicos, no quedaron reducidas á meras condecoraciones, no alterándose
sus antiguos votos ni la obligación de acudir personalmente á las
guerras[55]. En los trajes dominaba en general el gusto caballeresco,
aunque nuevas modas hubiesen sucedido al vestido borgoñón usado hasta el
siglo XVI, llevando los hombres la capa y la golilla, y las mujeres la
mantilla y la ajustada basquiña. La espada, que nunca abandonaba el
caballero, no era un adorno inútil, sino servía de arma defensiva,
habiendo escasa policía, y se manejaba con frecuencia en las luchas que
se suscitaban. Las intrigas amorosas y las aventuras galantes daban
repetidas ocasiones para esgrimirla sin descanso. Aun cuando el ardor
propio de su clima meridional degeneraba á menudo en pasión
incontrastable, predominaba, sin embargo, en las costumbres cuanto
llevaba el sello de la galantería y del rendimiento á las damas. Era ley
observada entonces por la sociedad elegante elegir una señora de sus
pensamientos, aun sin sentir verdadero amor por ella ó haber pasado de
la juventud, y consagrarse á su servicio; y el espíritu romántico de la
época revestía estas relaciones con todas las formas de la cortesía
caballeresca y de la pasión, ya fuese real ó fingida. Cuando había en el
fondo amor, se consideraba como una especie de ilusión fantástica que
embellecía y tranquilizaba la vida, y cuanto más se apropiaba los
brillantes colores del romanticismo, satisfacía también más
cumplidamente á las exigencias poéticas de aquella edad, y con tanta
mayor razón, cuanto que las intrigas más extrañas é ingeniosas eran el
medio más adecuado á la consecución del fin á que se encaminaban. De
noche se llenaban las calles de la ciudad de jóvenes embozados en sus
capas, que salían en busca de aventuras amorosas, daban serenatas á sus
amadas ó departían con ellas en las rejas de las ventanas, abandonándose
á tiernos coloquios. Los celos y el ansia de la posesión exclusiva se
daban la mano con el amor, y con deplorable frecuencia terminaban estas
nocturnas escenas con la muerte ó heridas de un rival.
La influencia de las ideas sobre el honor, que envolvía en sus
complicados pliegues á toda la nación española, contribuyó en gran
manera á que se multiplicasen estas luchas y disputas. Abrazaban, por
decirlo así, todos los momentos de la vida; penetraban en las relaciones
de unos hombres con otros, en el amor, en el matrimonio, en la amistad,
en la familia, en la dependencia de los súbditos respecto del soberano,
etc., bajo una forma concreta y constante; sus máximas y deberes
abrazaban la vida entera en lazos indisolubles, y sus efectos se habían
identificado hasta tal punto con la nación, que fueron vanos los
esfuerzos de la Iglesia en anularlos. Ningún código de leyes se observó
jamás tan universal y religiosamente en toda España como el del honor, y
sus preceptos eran acatados por todos y nunca se quebrantaban
impunemente. Si se desea conocer á fondo al español antiguo, es preciso,
ante todo, familiarizarse con sus ideas sobre el honor, puesto que sólo
el que descienda á sus más insignificantes gradaciones y las examine
escrupulosamente, podrá también estimar los móviles á que obedece en su
conducta y en los momentos más importantes de su vida. Cabalmente se
funda en ellos y en el choque de sus diversos derechos y deberes la
acción de muchas novelas y dramas, cuya inteligencia es sólo fácil al
que conoce las ideas peculiares de los españoles acerca de este punto, y
el rigorismo nacional con que se le rendía culto. No es éste lugar
oportuno de desenvolverlas prolijamente, y nos limitaremos, por ahora, á
indicar sus principios más culminantes. Al rey se debía de derecho
fidelidad y abnegación ilimitada, sacrificándole la vida, la amistad, el
amor y todos los sentimientos individuales (Rojas, _Del rey abajo,
ninguno_; Lope, _Estrella de Sevilla_); si moría de muerte violenta el
amigo ó el pariente, era un deber vengarse del matador y mantener sin
mancilla el lustre de cada apellido, lavando en la sangre del ofensor la
más ligera mancha, y castigar con la muerte la infidelidad de la novia ó
esposa, ó la falta de una hermana. No se necesita que se consume el
adulterio para infamar al esposo, bastando que en el corazón de la mujer
aparezca el más leve destello de amor ilícito (Calderón, _A secreto
agravio, secreta venganza_, y _El médico de su honra_). Hasta la
inocente debe de ser sacrificada cuando los deseos impuros han puesto en
ella los ojos, y parece que se ha mancillado el honor de su marido
(Calderón, _El pintor de su deshonra_). Por otra parte, era
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