Historia de la literatura y del arte dramático en España, tomo II - 03

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tanto donaire, con tan elegante verso, con tan buenas razones, con tan
graves sentencias, y finalmente, tan llenas de elocución y alteza de
estilo, que tiene lleno el mundo de su fama, y por acomodarse al gusto
de los representantes no han llegado todas, como han llegado algunas,
al punto de la perfección que requieren.» Más adelante exceptúa de su
crítica algunas comedias de diversos autores, sin confundirlas con las
demás, y las alaba por su arte y excelencia, como _La Isabela_, _La
Alexandra_, _La Filis_, _La ingratitud vengada_, _El mercader amante_ y
_La enemiga favorable_. Nunca aparece tan incomprensible la crítica de
Cervantes como en esta parte, porque no es fácil de adivinar, en qué
consiste la preferencia que da á estas obras sobre las demás. Las tres
primeras, de Argensola, de que pronto hablaremos, sólo merecerían, sin
duda, su aprobación porque están escritas en el estilo dramático más
antiguo, que él mismo había seguido largo tiempo; por lo menos, en _La
Isabela_ y en _La Alexandra_ no se hallan otros méritos, que justifiquen
tan exageradas alabanzas como les prodiga. Aún más se extraña la
distinción que hace en favor de _La ingratitud vengada_, suponiendo que
con este título indique una comedia de las más débiles de Lope de
Vega[17]. Acaso la tendencia moral, fuertemente caracterizada, que se
halla en el argumento de este confuso tejido de intrigas amorosas y de
asesinatos, que lo hace repugnante á nuestros ojos, lo recomendó á la
consideración de Cervantes. ¿Pero cómo era posible que un poeta diese su
fallo obedeciendo á motivo tan liviano? Muy inferiores á ella son _La
enemiga favorable_, de Tárrega, y _El mercader amante_, de Gaspar
Aguilar[18], y sin disputa no merecen tan marcada preferencia, respecto
de otras muchas de igual ó más alto valor poético. La acción regular y
sencilla de ambas comedias es digna de alabanza; pero prescindiendo de
que no consiste en esto sólo el mérito de una producción dramática, aun
siguiendo en todo el ejemplo de Cervantes, pide también la justicia, al
tratar de las obras restantes que componen la literatura dramática, que
no pasemos en silencio la circunstancia de que otras muchas de esta
época poseen las cualidades indicadas en el mismo grado que aquéllas.
Si volvemos á examinar todo este discurso, y además ciertos pasajes de
índole análoga en el _Viaje al Parnaso_, en el _Prólogo_ á las últimas
comedias, etc., no se nos ocultará que estos juicios críticos son en
parte muy verdaderos y oportunos, y en parte infundados, arbitrarios y
fútiles. Faltóle á Cervantes el aplomo y profundidad necesaria para
luchar con éxito contra rivales más fuertes: á su conocimiento exacto de
algunos lunares del drama español, no acompañaba el de sus bellezas; y
si por un lado carecía de la imparcialidad conveniente y se dejaba
arrastrar de la pasión, por otro se exponía á no dar en el blanco,
imprimiendo en sus fallos cierta vaguedad. ¿Qué extraño es, por tanto,
que se perdiese su voz, ahogada por el aplauso tributado á la escuela
contraria?
Cuando el autor del _Don Quijote_, tras larga interrupción, se consagró
de nuevo en sus últimos años á escribir comedias, ó, como según parece,
había modificado sus ideas anteriores acerca de la esencia del drama, ó
como siguió los pasos de aquéllos que antes criticara, cedió, sin duda,
no teniendo otro recurso, á las exigencias del público. El gusto
reinante de la época, que antes condenara, había echado tan hondas
raíces en el teatro, que, convencido acaso de la inutilidad de sus
esfuerzos precedentes, hubo de renunciar á ellos. Si sus diatribas
críticas habían sido impotentes para lograr lo que deseaba, ¿cómo podía
esperar en la escena un triunfo decisivo? Y, sin embargo, no pudo
dominarse lo bastante hasta renunciar por completo á la poesía dramática
sin salir del campo de la literatura, en que había ganado inmortales
laureles. El recuerdo de sus pasadas glorias no le daba lugar al
descanso, y los aplausos tributados á sus coetáneos más jóvenes, que
presenció diariamente en los últimos años de su residencia en Madrid, le
aguijoneaban sin cesar á luchar también en la escena. Con este objeto
escribió en el espacio de pocos años ocho comedias, que no logró
representar á pesar de sus esfuerzos, no quedándole otro remedio, contra
lo que sucedía entonces de ordinario, que darlas á la prensa antes de
haberlas visto en las tablas. Cuando modificó su primer propósito y
apeló á este medio de darlas á conocer al público, parece que no quiso
tan sólo que las leyesen los aficionados, y que esperaba, una vez
conocidas, que fuesen también representadas: ¡vana esperanza que, como
sabemos, no llegó nunca á realizarse![19].
Ninguna obra de Cervantes fué, sin embargo, menos leída que estas
comedias. La primera edición, de 1615, llegó á ser tan rara, que sólo la
guardaban pocos aficionados á este género literario, hasta que en el año
de 1749 se hizo otra que, al parecer, no se vulgarizó tampoco mucho.
Sabido el propósito que presidió á esta última, se comprenderá
fácilmente que tan escaso fuese su efecto. El editor Blas Antonio
Nasarre, erudito absurdamente apasionado de la crítica francesa,
escribió un prólogo, que le precede, en el cual se ensaña sin piedad
contra el antiguo drama español, presentándolo como modelo de vicios y
defectos de toda especie, desconociendo tan completamente las reglas de
la sana crítica al aplicarlas á las comedias de Cervantes, que le
siguen, que las califica de parodias y sátiras contra el gusto
corrompido de la época, ó lo que es lo mismo, de obras las más
defectuosas y sandias que jamás se han escrito. ¿Cómo hubiera creído
esto nunca el autor del _Don Quijote_? Es imposible descubrir en ellas
el más leve rastro de parodia ni de sátira. Generalmente son imitaciones
serias del estilo de Lope de Vega, no obstante los esfuerzos del autor
en superar á su modelo con escenas más variadas y situaciones de más
efecto. La impresión, que hacen, es muy semejante á la del _Persiles_,
escrito en la misma época. Así como Cervantes amontonó en su última
novela las aventuras de los libros de caballería, que antes criticara
con tanto rigor, así también acumuló en ellas sin escrúpulo todos
aquellos extravíos dramáticos de bambolla y efecto de la época, llevando
hasta la exageración su licencia. Aún más extraño nos parece, que,
distinguiéndose todas sus obras por su plan clarísimo y por su
regularidad y buena traza, tanto en el conjunto como en sus diversas
partes, encontremos en las comedias los defectos opuestos: aridez en la
composición, y ligereza suma en su desarrollo. Justamente el mismo
poeta, que dió tantas pruebas de su maestría en la pintura de
caracteres, se contenta en ellas con bosquejarlos muy superficialmente,
y profundizando hasta tal punto otras veces, carece en sus comedias de
verdadera intención poética. Parece que Cervantes conocía también los
defectos de estas piezas, según se deduce del tono poco pretencioso con
que habla de ellas en el prólogo, muy opuesto, sin duda, al amor propio
que en otras ocasiones manifiesta; pero como intentaba rivalizar con
Lope y su escuela, creyó, acaso, que el mejor modo de lograr el triunfo
era imitar la parte externa de sus obras, acumulando maravillas,
aventuras y golpes teatrales. Debía haber conocido que la fama de Lope,
hasta en el populacho, dependía de causas muy diversas. Además del
defecto de estar escritas en un estilo extraño y falso hasta lo sumo,
tienen otro, que no dejó de contribuir en su daño, cual es la ligereza
deplorable con que fueron compuestas. Ni en la rapidez de la composición
quiso Cervantes dejarse superar por el celebérrimo maestro del drama
español, careciendo del don de improvisar de aquél y de su facilidad en
producir, como jugando, perenne é inagotable corriente de invenciones, y
hasta de obras literarias de primer orden. Cervantes, al parecer, tenía
un genio de muy distinta índole: para trabajar con provecho necesitaba
concentrar su actividad, y en el momento que seguía diverso rumbo
degeneraba en superficial y frívolo.
No se entienda por todo esto que sus comedias deban desecharse por
completo; al contrario, nosotros creemos que cuanto lleva el nombre de
Cervantes es digno de aprecio, y que así como las traducciones del
_Persiles_ y hasta de la _Galatea_ han excitado nuestro interés, lo
propio hubiese sucedido con sus comedias. Todas ellas, aunque adolezcan
más ó menos de las faltas indicadas, contienen también muchas bellezas
parciales, así morales como estéticas, y abundan á veces en notables
escenas, que pueden servir de prueba del talento dramático del autor de
la _Numancia_, y no merecen pasar desapercibidas. Hasta _El rufián
dichoso_, que por su licencia y mal gusto es la peor de todas las
_Comedias de santos_ que conocemos, las ofrece también. Esta pieza,
entre cuyos personajes, además de diversas figuras alegóricas[20],
encontramos dos rufianes, un pastelero, un inquisidor, Lucifer, un
ángel y tres almas del Purgatorio, nos ofrece por añadidura un
espadachín bribón de Sevilla, que al fin muere en Méjico como un santo,
haciendo milagros. Las demás piezas son desiguales por su mérito y de
distinto carácter. En todas, no obstante el escaso interés que excita la
acción principal, agrada la gracia y agudeza de los papeles cómicos, al
paso que las escenas serias no satisfacen generalmente. La comedia
titulada _La casa de los celos_ trata de un asunto sacado de las
tradiciones españolas de Carlomagno, y es muy parecida por sus
contornos externos á las posteriores de Lope y Calderón, destinadas á
celebrar ciertas fiestas y solemnidades, aunque desprovistas de aquella
encantadora poesía, que tanto las realza entre las demás piezas de
espectáculo. _El gallardo español y La gran Sultana_ son dos cuadros
llenos de los más varios sucesos y animadas descripciones, que si bien á
veces nos regocijan plenamente, no nos hacen olvidar que falta orden y
concierto en la disposición y arreglo de sus partes. En _Los baños de
Argel_ repite el mismo argumento, que utilizó antes en _El trato de
Argel_; en _Pedro de Urdemalas_ vemos una especie de novela picaresca
en forma dramática, una serie de situaciones cómicas bien pensadas y
descritas con bastante poesía, á las cuales sólo falta la unidad de su
traza y desarrollo para constituir una comedia verdadera[21]. En la
primera escena aparece el astuto Pedro de Urdemalas en hábito de mozo de
labranza, después de haber ejercido todas las profesiones posibles. Un
amigo suyo le ruega que le ayude á conseguir la mano de su amada
Clemencia, que su padre le niega. Este, llamado Martín Crespo, deja
entonces de ser alcalde, y ejerce por última vez sus funciones de juez.
Por consejo de Pedro se disfrazan los amantes de pastores y se presentan
ante el alcalde; acusan al obstinado viejo, que se opone á su
casamiento, y se dan traza de que él mismo se condene y apruebe el
matrimonio. Las escenas siguientes describen las procesiones y danzas,
con que se celebra la fiesta de San Juan. Los supersticiosos creen que
las jóvenes, que bañan esa noche sus pies en un barreño de agua, y dejan
flotar sus cabellos al capricho de los vientos, averiguan por ciertas
señales quién ha de ser su esposo. Pedro se ingenia de manera que muchas
labradoras, que hacen este experimento, conozcan por ciertas señales á
los que miran por amantes y los escuchen con benevolencia. Aparece
después una banda de gitanos, entre los cuales viene Pedro, la cual,
merced á su astucia, obtiene pronto gran consideración. Los gitanos
llegan á un villorrio, en donde habita una viuda, que, según cuentan,
tiene toda su casa llena de sacos de oro, pero tan miserable y
voluntariosa, que no se desprende de un solo maravedí, á no ser para
gastarlo en la salvación de su difunto esposo y sacarlo del Purgatorio.
Pedro se disfraza de ermitaño; atraviesa montado en un asno las calles
de la aldea; se detiene delante de la casa de la viuda, y pide á gritos
una limosna. Cuenta entonces que una generación completa de sus
antepasados se consume en el Purgatorio, y, que después de celebrar
consejo habían resuelto nombrar un alma, para que los representase en la
tierra é inclinar en su favor á la rica viuda, con cuyos tesoros se
pueden salvar únicamente. Sostiene que él es un alma del Purgatorio.
Hace una horrible pintura de los tormentos que allí sufren, así él como
sus abuelos, y conmueve de tal modo á la viuda, que baja á poco con dos
sacos llenos de dinero, que entrega al suplicante. La acción de la
comedia se enlaza con la suerte de una doncella de la banda de los
gitanos, que viene con ellos, y que, como la _Gitanilla_, aparece ser
después hija de padres distinguidos. En la jornada tercera aparece Pedro
de Urdemalas en una compañía de actores, y viene con ellos á la corte
para dar una representación; encuentra allí á la gitanilla, á la cual
tenía cierta inclinación, convertida ya en noble dama, y en su traje de
rey discurre con agudeza sobre las vueltas é instabilidad de la suerte,
y al concluir recuerda cómicamente el principio de la pieza. Dice así:
«Ya ven vuessas mercedes, que los reyes
Aguardan allá dentro, y no es posible
Entrar todos á ver la gran comedia
Que mi autor representa, que alabardas
Y lancineques, y frinfrón impiden
La entrada á toda gente mosquetera:
Mañana en el teatro se hará una,
Donde por poco precio verán todos
Desde el principio al fin toda la traza,
Y verán que no acaba en casamiento,
Cosa común y vista cien mil veces,
Ni que parió la dama esta jornada,
Y en otra tiene el niño ya sus barbas,
Y es valiente y feroz, y mata y hiende,
Y venga de sus padres cierta injuria,
Y al fin viene á ser rey de un cierto reino.
Que no hay cosmografía que lo muestre.
De estas impertinencias y otras tales,
Ofrezco la comedia libre y suelta,
Pues, llena de artificio, industria y galas,
Se cela del gran Pedro de Urdemalas.»
Esto último es bueno, y excelentes algunos pasajes aislados de esta
pieza, aunque el conjunto no merezca alabanza.
Menos defectuosas, bajo este aspecto, y por su plan las mejores, son _La
entretenida_ y _El laberinto de amor_. Aquélla es una _comedia de capa y
espada_ no despreciable, imitada después por Moreto en su _Parecido en
la corte_, aunque sea muy superior á su modelo. El argumento es el
siguiente: Marcela, hermana de Antonio de Almendárez, ha sido prometida
á su primo Silvestre, que debe llegar con la primera flota de América.
Hacia este mismo tiempo debe venir de Roma la dispensa; pero el
estudiante Cardenio, enamorado de Marcela, soborna al escudero de ésta,
y consigue introducirse en la casa de Don Antonio. El astuto escudero le
aconseja que finja ser el esperado Silvestre, y le da cuantas noticias
necesita para representar con verosimilitud su papel. En este concepto
se presenta Cardenio á Don Antonio, que lo recibe como si fuese el
pariente, que ha llegado de América; pero se da tan mala traza para
llevar adelante su empresa, que no sabe captarse el amor de Marcela, y
al fin se descubre el engaño con la venida del primo, que prueba la
identidad de su persona. Deshácese, sin embargo, el matrimonio de
Silvestre y de Marcela, porque el Papa niega la dispensa. Con esta
sencilla acción principal se enlaza otra episódica. Don Antonio ama á
Marcela Osorio, idéntica á su hermana en el nombre y en las facciones,
encerrada por su padre Don Pedro en un convento. Don Antonio ignora esta
circunstancia, y se desespera tanto al saber su desaparición, que se
queja amorosamente á su hermana, engañado por su singular semejanza. Un
amigo de Don Antonio le informa del paradero de Marcela, y consigue de
Don Pedro que consienta en el matrimonio de su hija; pero Marcela ha
prometido su mano y dado palabra escrita de casamiento á un cierto Don
Ambrosio. Éste entra con el billete de su amada en la casa de Don
Antonio, creyendo que su hermana Marcela es la hija de Don Pedro, y á
poco llega también en su busca el mismo Don Pedro Osorio, que concierta
con Don Antonio el enlace de su hija. Don Ambrosio presenta la promesa
escrita de casamiento; Don Pedro le niega su aprobación y la concede á
Don Antonio; pero éste, al saber que Marcela ha dado á otro su palabra,
se retira, y por esta razón no se celebra ninguno de los matrimonios
proyectados. A la conclusión aparece el gracioso, que echa una rápida
ojeada sobre la mayor parte de las comedias españolas, aludiendo con sus
sátiras á la costumbre de que ha de haber al fin matrimonio, y dice así:
«Esto en este cuento pasa:
Los unos por no querer,
Los otros por no poder,
Al fin ninguno se casa.
De esta verdad conocida
Pido me den testimonio:
Que acaba sin matrimonio
La comedia _Entretenida_.»
_El laberinto de amor_ es una comedia romántica, llena de situaciones
interesantes, aunque de intriga algo confusa. El defecto principal de
esta pieza es que los mismos motivos influyen con frecuencia en sus
diversos personajes. Encontramos en ella cuatro ó cinco príncipes
disfrazados y dos princesas, que en el curso de la comedia se disfrazan
también muchas veces, y por esta causa cuesta trabajo desenredar tanta
confusión de disfraces. Por lo demás, la acción está bien trazada en sus
elementos principales. Rocamira, hija del duque de Navarra, es
solicitada por varios amantes, que residen casi de incógnito en la corte
de su padre; pero ella ha prometido su mano á Manfredo, duque de Rosena,
que se espera para la celebración de la boda. Preséntase á esta sazón el
príncipe Dagoberto; acusa á la princesa de tener relaciones ilícitas con
un caballero de la corte, y pretende sostener con las armas la verdad de
su dicho. Suspéndense, por tanto, las nupcias; llevan á la cárcel á
Rocamira y la condenan á muerte, á no aparecer un caballero que defienda
su inocencia, y la pruebe venciendo al acusador en la lucha. Prepárase
un juicio de Dios: acude á él la princesa, envuelta en negro velo, y
multitud de caballeros se aprestan á pelear por ella y por su honor,
faltando sólo Dagoberto. Después de esperarlo largo tiempo, llega al
cabo en ademán pacífico, en compañía de una dama, cubierta también con
un velo, y declara que está pronto á defender la inocencia de Rocamira
contra cualquiera que la ofenda ó dude de ella. Viéndose en inminente
peligro de perderla, ha apelado al medio de acusarla falsamente para
evitar su casamiento con el duque de Rosena, y la mejor prueba de que la
tiene por inocente es que él mismo la ha desposado. Levanta entonces el
velo de la tapada que le acompaña, y se ve á Rocamira, que se ha dado
traza de huir de la prisión, dejando otra en su lugar, la cual es otra
princesa enamorada de Manfredo, que ocultamente le ha seguido á la corte
de Navarra, penetrando en la cárcel y haciéndose pasar por Rocamira.
Infinitamente superiores á estas comedias son los ocho entremeses
contenidos en la misma edición. Cervantes tenía todas las cualidades
necesarias para brillar en este género dramático, y sin vacilar podemos
decir que no ha sido superado por ninguno de los que le sucedieron.
Sabido es que estos cuadros burlescos de la vida ordinaria no tienen,
por lo común, grandes pretensiones poéticas; pero cuando campea en ellos
tanta gracia é ingenio como en los de Cervantes, cuando abundan en ellos
tantas sentencias y rasgos tan agudos como discretos, no se les puede
negar altísimo mérito. El _entremés del Retablo de las maravillas_, que
sirvió á Piron de modelo para componer su _Faux prodige_, es inimitable
y una verdadera obra maestra. Síguele inmediatamente _La cueva de
Salamanca_, farsa muy divertida, fundada en el proverbio popular, de que
sacó Hans Sachs _Die fahrenden Schüler_, y en que se funda la opereta
francesa titulada _Le soldat magicien_. Los demás, como _El rufián
viudo_, _El viejo celoso_, etc., no desmerecen tampoco de los
anteriores. La dicción de estos entremeses, ya en los versos de dos de
ellos, ya en la prosa de los restantes, ofrece maravillosos ejemplos de
la fusión del lenguaje de la vida ordinaria con la cultura literaria más
refinada[22].


CAPÍTULO XIII.
Lupercio Leonardo de Argensola.--Actores y poetas dramáticos del
último decenio del siglo XVI.--Escrúpulos teológicos sobre las
representaciones dramáticas.--Autorización legal para la
representación de las comedias.--Ojeada general sobre el drama
español anterior á Lope de Vega.--Reseña histórica de los bailes
nacionales españoles.

Después de esta digresión, que reconoce por causa el examen de las
últimas obras de Cervantes, retrocederemos de nuevo á reanudar el hilo
de nuestra historia del teatro español, sin salir de los límites que nos
hemos trazado, y analizaremos de paso las tragedias, ya mencionadas, de
Argensola.
Lupercio Leonardo, el mayor de los dos hermanos Argensolas, justamente
famosos en las letras, nació en Barbastro en el año de 1565, y á los
veinte de su edad, esto es, en 1585, vió representar tres tragedias
suyas en los teatros de Zaragoza y Madrid[23], tituladas _La Isabela_,
_La Alejandra_ y _La Filis_. A pesar del éxito extraordinario y
universal, con que fueron recibidas, como, entre otros, testifica el
mismo Cervantes, no influyó, sin embargo, en su autor para seguir la
senda comenzada. Los cargos importantes, que desempeñó después
Argensola, ya como secretario de la emperatriz María de Austria, ya como
gentil-hombre de cámara del archiduque Alberto, y últimamente como
secretario de Estado del virrey de Nápoles, no le dejaron tiempo ni
gusto bastante para consagrarse á la literatura dramática, limitándose á
ejercitar su talento poético en composiciones líricas, que le granjearon
merecida fama. Murió en el año de 1613, sin haber dado á la estampa sus
tragedias, por cuya razón desapareció una de ellas, y cayeron las otras
dos en olvido hasta hace poco, en que salieron de nuevo á luz[24].
El que lea estas últimas, que son _La Isabela_ y _La Alejandra_, bajo la
impresión de las desmedidas alabanzas, que Cervantes les prodiga,
sufrirá triste desengaño, y confesará á la postre que sólo merece
celebrarse la elegancia de su dicción y alguna que otra escena. Carecen
por completo de invención y de carácter dramático, y merecen crítica
aún más rigurosa que las de Virués por la tendencia constante de hacer
efecto, acumulando unos sobre otros sucesos y horrores sin cuento.
Asesinatos y envenenamientos, martirios y ejecuciones, espectros, y
delirios, y horrores de toda especie se siguen en no interrumpida serie,
hasta tal punto, que la impresión que cada uno de ellos hubiera hecho se
anula por la que hacen otros, y sólo inspiran estupor sin conmover el
ánimo. No hay que pensar en la arreglada distribución de sus diversas
partes: sin concierto ni asomos de armonía se suceden las unas á las
otras; unas veces se precipita la acción de tal manera, que no es
posible seguirla, y otras se detiene y suspende por completo,
reduciéndose á monólogos de inconmensurable longitud. El argumento de
_Isabela_ (sacado probablemente del episodio de _Olinto_ y _Sofronia_,
del Tasso), hubiera podido formar una verdadera tragedia; pero se
encuentra como obscurecido y ahogado por los accesorios que le
acompañan; además de la acción principal, y sin relación alguna con
ella, hay tres ó cuatro intrigas amorosas, que finalizan en muertes y
asesinatos. El de _La Alejandra_ es, en pocas palabras, el siguiente: el
general Acoreo ha dado muerte al rey Ptolomeo de Egipto, y usurpado su
trono; mata también á su esposa, y se casa con la princesa Alejandra,
bella, pero frívola. Sus diversos amantes fenecen uno tras otro á manos
del usurpador, y ella se ve obligada á lavarse en la sangre de uno y
tomar después veneno. Orodante, mientras tanto, joven criado en palacio,
llega á saber que es hijo del Rey asesinado, y se hace de partidarios,
con cuya ayuda intenta vengar al padre y derrocar al tirano. Estalla al
fin la sedición: Acoreo, abandonado de todos, ve aparecerse el espíritu
de Ptolomeo, que le predice su ruina, y se encierra en una torre
fortificada. Aquí mata, á la vista de los espectadores, á muchos niños,
rehenes de los ciudadanos de Memphis, y arroja sus cabezas al campo de
los sitiadores; después es asesinado por los de su séquito, que ofrecen
su cabeza á Orodante, y mueren como traidores por su orden. Muéstrase
entonces Sila, hija del tirano derrocado, en lo alto de la torre:
Orodante le declara su amor desde abajo, y ella le invita á subir; mas
apenas le obedece y llega arriba, cuando se precipita sobre él, puñal en
mano; le atraviesa el corazón, y se arroja desde la torre. A la
conclusión aparece la Tragedia, que ya ha recitado el prólogo; explica
la moral de la pieza, y ruega á los espectadores que la aplaudan. Es
fácil de ver que este argumento era muy á propósito para formar una
tragedia verdadera, y que en manos del poeta se convierte, no en
tragedia, sino en caricatura; que la impresión que debiera hacer se
debilita por las muchas y horribles catástrofes que la sofocan, y que el
autor, á pesar de sus esfuerzos en mantenerse á la altura del trágico
coturno, degenera no pocas veces en ridículo y pueril.
Para comprender en cierto modo la aprobación, que tuvo esta obra mal
perjeñada, hasta entre inteligentes, como Cervantes, y para hacer
también justicia al talento de Argensola, debemos añadir que en ambas
piezas, á pesar de su falta de unidad artística y de sus lunares, se
hallan muchos rasgos de verdadera poesía, y que su lenguaje y
versificación se distinguen por su pureza, elevación y elegancia,
superiores á la de Virués y á la del mismo Cervantes. Y estas cualidades
apreciables nos explican principalmente, que se hiciera tan ventajosa
distinción entre su forma y su fondo, grosero y de mal gusto, y el
influjo durable que ejercieron más tarde en la literatura dramática.
Las obras de La Cueva, Artieda, Virués, Cervantes, Argensola y algunos
otros[25], que pueden agruparse á su lado, cierran el período dramático
más culto, que precede inmediatamente á Lope de Vega. De esto se
desprende también sin esfuerzo, que, como estas producciones no fueron
muy numerosas, no bastaban á las necesidades de los teatros, y que los
actores, lo mismo ahora que antes, se vieron también obligados á llenar
por sí estas lagunas de sus repertorios. Ya hemos indicado los nombres
de algunos que se consagraron á este objeto, debiendo añadir á ellos los
de Alonso y Pedro de Morales, dos cómicos muy celebrados en tiempo de
Felipe III y IV, que, sin embargo, corresponden á esta época por sus
primeros trabajos[26]; Villegas, de quien dice Rojas que compuso
cincuenta y cuatro comedias y cuarenta entremeses; Grajales, Zorita,
Mesa, Sánchez, Ríos, Avendaño, Juan de Vergara, Castro, Carvajal y
Andrés de Claramonte.
La afición siempre creciente del pueblo al teatro; el número de cómicos,
mayor cada día, y diversos abusos que se habían introducido en las
representaciones, como ciertos bailes licenciosos y cantares obscenos,
llamaron en 1586 la atención de las autoridades, y suscitaron dudas
acerca de la conveniencia de estos espectáculos. Los teólogos, á quienes
se consultó, fueron de distinto parecer, declarándose los unos contra
todo linaje de representaciones escénicas, y opinando los otros que en
general debían tolerarse, desarraigando tan sólo los abusos que se
habían introducido. De este último dictamen fué especialmente un cierto
Alonso de Mendoza, monje agustino de Salamanca, el cual dijo que el
teatro era un entretenimiento lícito y hasta saludable para el pueblo, y
que en España no había degenerado hasta el extremo de hacer necesaria su
abolición, aunque fuesen vituperables y debieran condenarse ciertos
bailes y cantares lascivos, que con razón desagradaban á las gentes
sensatas. Felizmente fué acogida por las autoridades esta opinión
benévola, y en el año de 1587 se dió permiso formal para la
representación de comedias, fundándose en el dictamen de esos célebres
teólogos, aunque con las restricciones indicadas, que, á la verdad,
hubieron de repetirse más tarde. Aunque algunos pretendieron que no
saliesen las mujeres á las tablas, y que se restaurase la antigua
costumbre de representar los niños sus papeles, no se accedió á su
demanda, y, al contrario, se declaró que este último uso era más decente
que el primero.
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