Granada, Poema Oriental, precedido de la Leyenda de al-Hamar, Tomo 1 - 10

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«Á los desocupados escritores de anónimos y á los autores
rapsodistas, á quienes apesara desdichadamente la reputación
ajena, pero que no pueden labrarse la propia sino royendo los
talones de los que van delante de ellos, en su incapacidad de
abrirse por sí mismos un camino, les aconsejaré que antes dé
seguirme á Granada den una vuelta por Toledo, donde hallarán
á mi buen amigo el Sr. D. León Carbonero y Sol, quien, con
honra suya y provecho de la juventud, explica en aquella
ciudad la lengua árabe, y el cual, con su rica erudición
oriental y poética, y su excelente método de enseñanza, les
pondrá tal vez con el tiempo en estado de caminar conmigo por
los senderos montañosos que conducen á la Real alcazaba de la
Alhambra.
Á los literatos que, á pesar de lo expuesto, me supongan más
ambiciosos intentos ó más vanaglorioso amor propio, dispuestos
á no ver de mi obra más que los defectos, hijos naturales de
una temeraria osadía ó de una quijotesca vanidad; y á los
sabios críticos que quieran aprovechar la ocasión de lucir
sobre Granada sus académicas disertaciones y sus artículos
enciclopédicos, les contaré solamente un cuento, que estoy
sintiendo corrérseme en el papel por los puntos de la pluma,
el cual, aunque viejo, espero que les ayude á formar su
juicio sobre mi Poema, si lo leen; que sí lo leerán, pues yo
procuraré dárselo despacito para que lo rumien y digieran.
Lidiaba una tarde en la plaza de Sevilla el famoso Pedro
Romero, el diestro de mejor trapo y más certero pulso que
pisó jamás arena del redondel. Llegado el caso de estoquear
un toro de mal trapío y torcida intención que, empeorado
con la lidia, tomaba el bulto y dejaba el capote, comenzó
Romero á trastearle cuidadosa y maestramente, arrastrándole la
muleta para encariñarle á ella y traerle después sin riesgo
á una estocada por los altos y á una muerte de buena ley. Un
chusco sevillano, mozo y rico, decidor y zambrero, amigo de
los ganaderos y conocedor de las marcas de sus ganaderías,
apadrinador de la gente de cuadrilla, acompañador de los
encierros y presenciador de los apartados, donde gustaba
lucir el potro cartujo, la manta jerezana, la espuela vaquera
y el castoreño apresillado, y gran partidario, en fin, de
Costillares, hallando sin duda largo el juego de Romero, cuyo
riesgo no comprendía, y pareciéndole la ocasión oportuna para
zumbarle en presencia de su rival, empezó á decirle con no
poco esforzadas voces y dejo no menos provocador:--«¡Bueno,
señor incomparable, bueno: que va á llevar ese toro más pasos
que las procesiones del Viernes Santo! De matar se trata, que
no de pasear esa oveja mansa. ¡Que no se diga que por tanto
paso se pasa el tiempo y no se pasa la pavura! ¡Vamos, un
puntazo por lo que sea!.... y que no haya que dar á esa espada
una compañera sacada de las costillas, como nuestra madre
Eva.» La alusión á Costillares produjo el efecto que el chusco
deseaba, y aplaudieron sus partidarios y rieron los de los
tendidos; lo cual oyendo Romero, dejando plantada á la fiera
y á los espectadores suspensos, llegóse bajo el palco del
zumbador mancebo, la muleta recogida en la zurda y el estoque
suspendido en el dedo corazón, y díjole con aquella sorna
peculiar de la gente de plaza:--«Su mercé parece, por sus
razones, profesor del arte, y se ve á la legua lo acostumbrado
que está á dar lecciones como maestro: conque no le deje por
poco, y tome sin cortedad el lugar que le corresponde, que yo
estoy pronto á escucharle. Baje, pues, su mercé y hágame su
explicación á la cabeza de la res.»
Y decía bien Pedro Romero: las lecciones de torear se dan á la
cabeza del toro.»
París, 15 Abril 1852.
JOSÉ ZORRILLA.

FIN DEL TOMO PRIMERO
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