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Gerona - 12
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y tan lóbrego y sucio, que el mismo D. Mariano, a pesar de su temple
resignado y fuerte, no pudo contenerse, y exclamó con indignación:
--«_¿Es este sitio propio para vivienda de un General? ¿Y son ustedes
los que se precian de guerreros?_»
El alcaide, que era un bárbaro, alzó los hombros, pronunciando algunas
palabrotas francesas, que me pareció querían decir poco más o menos:
--Es preciso tener paciencia.
Luego, dirigiéndose a los de la comitiva, aquel caritativo personaje
nos dijo que estaba dispuesto a darnos de comer lo que quisiéramos,
pagándolo previamente en buena moneda española. La moneda española
ha sido siempre muy bien recibida en todo país donde ha habido manos.
Dándole las gracias, pedímosle lo que nos pareció más necesario, y
aguardamos la cena, aposentados todos en la inmunda pocilga. Nuestro
primer cuidado fue improvisar con los capotes una cama para nuestro
Gobernador, cuya fatiga y debilidad iban siempre en aumento. El
cancerbero volvió al poco rato con unos manjares tan mal guisados, que
no se podían comer, lo cual no fue parte a impedir que nos lo cobrase a
peso de oro; pero se los pagamos con gusto, suplicándole, unos en mal
francés y otros en castellano, que nos hiciera el favor de no honrarnos
más con su interesante presencia.
Pero él, o no entendió, o quiso mostrarnos todo el peso de su
impertinencia, y a cada cuarto de hora venía a visitarnos, poniéndonos
ante los ojos, que en vano querían dormir, la luz de una deslumbradora
linterna. Esto mortificaba a todos; pero principalmente al enfermo,
que por su estado necesitaba reposo y sueño, y así se lo dijimos al
alcaide, añadiéndole que como no pensábamos fugarnos, podía eximirnos
de sus repetidos reconocimientos. Él nos respondía con amenazas soeces;
quedábamos luego a oscuras, y nos vencía el dulce sueño; pero no
habíamos transportado los umbrales de esta rica y apacible residencia
del espíritu, cuando la luz de la linterna volvía a encandilar nuestros
ojos, y el alcaide nos tocaba el cuerpo con su pata para cerciorarse
por la vista y el tacto de que estábamos allí.
Satué, furioso y fuera de sí, me dijo en uno de los pequeños intervalos
en que estábamos solos:
--Si ese bestia vuelve con la linterna, se la estrello en la cabeza.
Pero D. Mariano calmó su arrebato, condenando una imprudencia que
podía ser a todos funestísima. La noche fue, por tanto, y merced a
las visitas del alcaide, penosa y horrible. Por la mañana nos hizo
el honor de visitarnos el comandante de la plaza, el cual habló
largamente con Álvarez, tratándole con cierta benevolencia cortés que
nos agradó; mas luego hizo recaer la conversación sobre un suceso de
que no teníamos noticia, y allí dio rienda suelta a las groserías y los
insultos. Parece que algunos oficiales de los trasladados a Francia
inmediatamente después de la rendición de Gerona, se habían fugado, en
lo cual obraron cuerdamente, si padecieron el martirio de la linterna
del señor alcaide. Al hablar de esto, el comandante les prodigó delante
de nosotros vocablos harto denigrantes, añadiendo:
--Pero por fortuna hemos pescado a once de los prófugos, y han sido
arcabuceados hace dos días. Buscamos a los demás.
Álvarez se sonrió, y dijo:
--«_¿Conque volaron, eh?..._»
Y en su rostro por un instante dibujose ligera expresión festiva.
A pesar de que el comandante de Perpiñán no era hombre de mieles,
prometió a Álvarez dejarle descansar todo aquel día, poniendo freno a
las importunidades del de la candileja, y nos dispusimos para dormir;
pero ¡ay! estábamos destinados a nuevos tormentos, entre los cuales el
mayor era presenciar cómo padecía en silencio, sin hallar alivio en sus
males ni piedad en los hombres, el más fuerte y digno de los españoles
de aquel tiempo; estábamos entre gente que hacía punto de honra el
mudar las coronas del heroísmo en coronas de martirio sobre la frente
del que no se abatió, ni se dobló, ni se rompió jamás mientras tuvo un
hálito de vida que sostuviera su grande espíritu.
Serían, pues, las diez de la mañana, cuando el alcaide nos hizo ver su
cara redonda, encendida y brutal, de rubios pelos adornada, y aunque
por la claridad del día venía sin linterna, demostronos desde sus
primeras palabras que no venía a nada bueno. Díjonos aquel simpático
pedazo de la humanidad que nos dispusiéramos a salir todos; y como le
indicáramos que el enfermo, a causa de la horrorosa fiebre, no podía
moverse, repuso que vendría quien le hiciese mover. D. Mariano nos dio
el ejemplo de la resignación, incorporándose en su lecho y pidiendo
su sombrero. Le levantamos en brazos; trató de andar por su propio
pie, mas no siéndole posible, le condujimos fuera del aposento, y
bajamos todos en triste procesión, mudos y abrumados de pena. Fuera del
castillo vimos dos filas de gendarmería indicándonos el camino hacia
la muralla, y la curiosa multitud nos contemplaba con lástima. Aquel
espectáculo no podía ser más triste, y con el alma oprimida y llena de
angustia dije para mí: «Nos van a fusilar.»
XXV
¡Oh, qué trance tan amargo, y qué horrenda hora! Eso de que a sangre
fría le quiten a uno la preciosa existencia, lejos de la patria,
ausente de las personas queridas, sin ojos que le lloren, en soledad
espantosa y entre gente que no ve en ello más que la víctima inmolada
a los intereses militares, es de lo más abrumador que puede ofrecerse
a la contemplación del espíritu humano. Yo miraba aquel cielo, y no
era como el cielo de España; yo miraba la gente, oía su lengua extraña
modulando en conjunto voces incomprensibles, y no era aquella gente
tampoco como la gente de acá. Sobre todo, Siseta no estaba allí, y el
vacío de su ausencia no lo habrían llenado cien vidas otorgadas en
cambio de la que me iban a quitar. Me ocurrió protestar contra aquella
barbarie, gritando y defendiéndome contra miles de hombres; pero la
realidad de mi impotencia me aplastaba con formidable pesadumbre. Dejé
de ver lo que tenía ante los ojos, y mi intensa congoja me hizo llorar
como una mujer. Mostraban entereza mis compañeros; pero ellos no habían
dejado en Gerona ninguna Siseta.
Al llegar a la muralla, vimos formados en fila a los frailes y
soldados que nos habían seguido. Algunos legos y ancianos lloraban;
pero el Padre Rull despedía llamas de sus negros y varoniles ojos.
En tan supremo trance, el fraile patriota, rabiando de enojo contra
sus verdugos, había olvidado la principal página del Evangelio.
Nos pusieron también a nosotros en fila, y la persona de Álvarez
fue confundida entre los demás sin consideración a su jerarquía.
Permanecimos quietos largo rato, ignorando qué harían de nosotros, en
terrible agonía, hasta que apareció un oficialejo barrigudo, que con
un papelito en la mano nos iba nombrando uno por uno. Tanto aparato,
la cruel exhibición ante el populacho, el despliegue de tan colosales
fuerzas contra unos pobres enfermos muertos de hambre, de cansancio y
de sueño, no tenía más objeto que pasar lista. ¡Ay! Cuando adquirí la
certidumbre de que no nos fusilaban, los franceses me parecieron la
gente más amable, más caritativa y más humana del mundo.
Volvimos al castillo, donde hallamos una gran novedad. El aposento
donde pasamos la noche se había considerado como un gran lujo de
comodidades para estos pícaros _insurgentes y bandidos_, que tan
heroicamente defendieron la plaza de Gerona, y nos destinaron a una
lóbrega mazmorra sin aire, empedrada de guijarros agudísimos, entre
cuyos huecos se remansaban fétidas aguas. Doble puerta con cerrojos
muy fuertes la cerraba, y un mezquino agujero abierto en el ancho muro
dejaba entrar solo al mediodía un rayo de luz, insuficiente para que
nos reconociésemos las caras. Protestamos; el mismo Álvarez reprendió
ásperamente al alcaide; pero este ni aun siquiera tuvo la dignación de
contestarnos otra cosa más que la oferta de servirnos una buena comida,
si se la pagábamos bien. El ilustre enfermo se empeoraba de hora en
hora, y desde aquel día comprendimos que se nos iba a morir en los
brazos, si no se instalaba en lugar más higiénico. Haciendo un esfuerzo
el mismo Álvarez, escribió una carta al General Augereau, notificándole
los malos tratamientos de que era objeto; pero no tuvo contestación.
Y seguía lo de la linterna por la noche, en cuya obra caritativa se
esmeraba el maldito francés regordete y rubio, amén de robarnos con
la perversa cena que nos ponía. Si el Gobernador necesitaba alguna
medicina, no había fuerzas humanas que la hiciesen traer, por temor de
que se envenenara, y registrándonos escrupulosamente, fuimos despojados
de todo instrumento cortante para evitar que tratásemos de poner fin a
aquella deliciosa vida con que nos regalaban.
En aquella inmunda pocilga estuvimos hasta que concluyó con diciembre
el funestísimo año 9, enfermos todos, y más que enfermo, moribundo
el gran Álvarez, que al resistir tan fuertes padecimientos, mostró
tener el cuerpo tan enérgico y vigoroso como el alma. Durante las
largas y tristes horas, departía con nosotros sobre la guerra,
contábanos su gloriosa historia militar, y nos infundía esperanza
y bríos, augurando con elevado discernimiento el glorioso fin de
la lucha con los franceses y el triunfo de la causa nacional. Su
extraordinario espíritu, superior a cuanto le rodeaba, sabía abarcar
los acontecimientos con segura perspicacia, y oyéndole, oíamos la voz
poderosa de la patria que llegaba al calabozo excavado en extranjero
suelo.
Al fin, nuestro doloroso encierro en aquella mazmorra donde nos
consumíamos, viendo extinguirse la noble vida del defensor de Gerona,
tuvo fin una noche en que el alcaide entró a decirnos que nos
vistiéramos a toda prisa porque nos iban a internar en Francia. Esta
noticia, a pesar de alejarnos de España, nos produjo inmensa alegría,
porque ponía fin al encierro, y no aguardamos a que la repitiese el
panzudo hombre de la linterna, demostrándole de diversos modos el gran
gusto que sentíamos por perderle de vista, lo mismo que a su aparato.
Nos sacaron de Perpiñán con numerosa escolta, y con nosotros iban los
frailes. El jefe de la gendarmería dio orden de fusilar a todo señor
fraile que tratase de huir, y nos pusimos en marcha.
Pero en este viaje la Providencia nos deparó un hombre generoso y
caritativo que, a escondidas de los franceses, sus compatriotas,
prodigó al ilustre enfermo solícitos cuidados. Era el mismo cochero
que le conducía, el cual, condolido de sus males, e ignorando que
fuese un héroe, mostró sus cristianos sentimientos de diversos modos.
Agradecidos de su bondad, quisimos recompensarle; pero no consintió en
admitir nada, y como los gendarmes le mandaran que avivase el paso de
las caballerías para marchar más a prisa, él, sabiendo cuánto daño
hacía al paciente la celeridad de la carrera, fingió enfermedades en el
escuálido ganado y desperfectos en el viejo coche para justificar el
tardo paso con que andaba. Todos los de a pie, que éramos los más, le
agradecimos en el alma la pereza de su vehículo.
Después de descansar un poco en Salces, hicimos noche en Sitjans, y
nunca a tal punto llegáramos, porque haciendo bajar de su coche al
General, le aposentaron con los demás de su séquito en una caballeriza
llena de estiércol, y donde no había cama ni sillas, ni nada que se
pareciese a un mueble, siquier fuese el más mezquino y pobre. Agotada
la paciencia ante tanta infamia, y viendo cuán poco adecuado era aquel
inmundo sitio para quien por su categoría, y además por su lastimoso
estado, tenía derecho a todas las consideraciones, no pudimos contener
la explosión de nuestro enojo, y con durísimas palabras increpamos
al jefe de la gendarmería. Este, después de amenazarnos, pareció
aplacarse, comprendiendo sin duda la justicia de nuestra reclamación,
y al fin, después de vacilar, vino a decir en suma que el alojamiento
no era cuenta suya. Por último, el cochero, con orden o por simple
tolerancia del jefe de la fuerza, introdujo en la cuadra una cama en
que descansó algunas horas el desgraciado enfermo, cuya prodigiosa
resistencia parecía tocar ya al último límite.
A la mañana siguiente, cuando nos poníamos de nuevo en marcha,
aparecieron unos guardias a caballo que traían una orden para el jefe
que nos conducía, y abriendo el pliego en nuestra presencia, nos dio
a conocer su contenido, el cual no era otra cosa sino que _Monsieur
Álvarez_ debía volver a España. Esto nos alegró sobremanera, por la
esperanza de ver pronto a la patria querida, y hasta sospechamos si,
apiadados de nuestra desgracia, se dispondrían aquellos caballeros a
dejarnos en libertad luego que traspasásemos la frontera. Los frailes
y la gente de tropa que no pertenecía a la comitiva del enfermo,
creyéronse también destinados a pisar pronto el suelo español, y
mostráronse muy alegres; pero los gendarmes al punto les sacaron de su
risueño error, mandándoles seguir adelante, por Francia adentro. Nos
despedimos de ellos tiernamente, recogiendo encargos, recados, cartas
y amorosas memorias de familia, y volvimos la cara al Pirineo. D.
Mariano, al saber que se variaba de rumbo, dijo:
--«_Como no me vuelvan al Castillet de Perpiñán, llévenme a donde
quieran._»
Excuso enumerar los miserables aposentamientos, los crueles tratos
que se sucedieron desde Sitjans a la frontera española. Ni sé cómo
por tanto tiempo y a tan repetidos golpes resistió la naturaleza del
hombre contra quien se desplegaba tan gran lujo de maldad. Por último,
señores, concluiré refiriendo a ustedes la última escena de aquel
terrible _via crucis_, la cual ocurrió en la misma frontera, un poco
más allá de Pertús. Es el caso que cuando con el mayor gozo habíamos
pisado la tierra de España, se presentaron unos guardias a caballo con
nuevas órdenes para los gendarmes. El jefe mostrose muy contrariado,
y habiéndose trabado ligera reyerta entre este y uno de los portadores
del oficio, oímos esta frase, que, aunque dicha en francés, fácilmente
podía ser comprendida:
--_Monsieur Álvarez_ debe volver, pero los edecanes y asistentes no.
Al punto comprendimos que se nos quería separar de nuestro idolatrado
General, dejándonos a todos en Francia, mientras a él se le llevaba
otra vez solo, enteramente solo, al castillo de Figueras. Esto causó
desolación en la pequeña comitiva. Satué, cerrando los puños y
vociferando como un insensato, dijo que antes se dejaría hacer pedazos
que abandonar a su General; otros, creyendo mal camino para convencer a
nuestros conductores el de la amenaza y la cólera, suplicamos al jefe
de los gendarmes que nos dejase seguir. El mismo enfermo indicó que si
se le separaba de sus fieles compañeros de desgracia, la residencia
en España le sería tan insoportable al menos como la prisión en el
Castillet. Suplicamos todos en diverso estilo que nos dejasen asistir
y consolar a nuestro querido Gobernador; pero esto fue inútil. Como
complemento de los mil martirios que con refinado ingenio habían
aplicado al héroe, quisieron someter su grande alma a la última prueba.
Ni su enfermedad penosísima, ni sus años, ni la presunción de su
muerte, que se creía próxima y segura, les movieron a lástima; tanta
era la rabia contra aquel que había detenido durante siete meses frente
a una ciudad indefensa a más de cuarenta mil hombres, mandados por
los primeros generales de la época; que no había sentido ni asomos
de abatimiento ante una expugnación horrorosa en que jugaron once mil
novecientas bombas, siete mil ochocientas granadas, ochenta mil balas,
y asaltos de cuyo empuje se puede juzgar considerando que los franceses
perdieron en todos ellos veinte mil hombres.
Cansados de inútiles ruegos, pedimos al fin que se permitiera acompañar
y servir al General a uno de nosotros, para que al menos no careciese
aquel de la asistencia que su estado exigía; pero ni esto se nos
concedió. La agria disputa inspiró al mismo Álvarez las palabras
siguientes:
--«_Todas estas son estratagemas de que se valen los franceses para
mortificar a aquel a quien no han podido hacer bajar la espalda._»
Bruscamente nos quisieron apartar del coche en que iba; pero
atropellando a los que nos lo impedían, nos abalanzamos sobre él,
y unos por un costado, otros por el opuesto, le besamos las manos
regándolas con nuestras lágrimas. Satué se metió violentamente dentro
del coche, y los gendarmes le sacaron a viva fuerza, amenazándole con
fusilarle allí mismo si no se reportaba en las manifestaciones de
su dolor. El General, despidiéndonos con ánimo sereno, nos dijo que
renunciásemos a una inútil resistencia, conformándonos con nuestra
suerte; añadió que él confiaba en el próximo triunfo de la causa
nacional, y que, aun sintiéndose próximo a morir, su alma se regocijaba
con aquella idea. Recomendonos la prudencia, la conformidad, la
resignación, y él mismo dio a sus conductores la orden de partir, para
poner pronto fin a una escena que desgarraba su corazón lo mismo que el
nuestro. El cupé partió a escape, y nos quedamos en Francia, sujetados
por los gendarmes, que nos ponían sus fusiles en el pecho para impedir
las demostraciones de nuestra ira. Seguimos desesperados y con los ojos
llenos de lágrimas el coche que se perdía poco a poco entre la bruma, y
cuando dejamos de verle, Satué, bramando de ira, exclamó:
--Se lo llevaron esos perros; se lo llevan para matarle sin que nadie
lo vea.
XXVI
Imposible pintar a ustedes nuestra profunda consternación al vernos
esclavos de Francia, y considerando la situación del desgraciado
Álvarez, solo, en poder de sus verdugos. Nuestra propia suerte de
prisioneros nos causaba menos pesar que la de aquel heroico veterano,
condenado por su valor sublime a ser juguete de una cruel soldadesca, a
quien le entregaron para que se divirtiese martirizándole.
Encerráronnos en Pertús en una inmunda cuadra, donde con centinelas de
vista nos tuvieron hasta el día siguiente, en cuya alborada, cuando
nos llevaban fuera del pueblo, verificamos un acto honroso, con el
cual quiero poner fin a mi narración. Allí, sobre unas peñas desde
las cuales se divisaban a lo lejos los cerros y vertientes de España,
nos dimos las manos y juramos todos morir antes que resignarnos a
soportar la odiosa esclavitud que la canalla quería imponernos. Desde
aquel instante principiamos a concertar un hábil plan para fugarnos,
cual tantos otros que, llevados a Francia, habían sabido volver por
peligrosos caminos y medios a la patria invadida.
Amigos míos: por no cansar a ustedes con prolijidades que solo a mí se
refieren y a mis particulares cuitas, omito los pormenores de nuestra
residencia en Francia, y de los medios que empleamos para regresar
a España. Éramos seis, y solo tres volvimos. Los demás, cogidos
_infraganti_, fueron fusilados, dos en Maurellas y uno en Boulou.
¿Alguno de los que me oyen no se ha visto en igual caso? ¡Cuántos
de los que estamos aquí desataron sus manos de las cuerdas que los
franceses han llevado a Francia después de la toma de Zaragoza o de
Madrid! Con la relación de mis padecimientos en la frontera, de las
diabluras y estratagemas que puse en juego para escaparme, y de las
mil cosas que me sucedieron desde que pasé la frontera por Puigcerdá
hasta unirme en el centro de España a esta división de Lacy en que
ahora estoy, emplearía otras dos noches largas, pues todo el sitio de
Gerona y las extravagancias de D. Pablo Nomdedeu no exigen más tiempo
y espacio que los peligros, trapisondas, trabajos y terribles trances
en que me he visto. Concluyo, pues, no sin dirigir una ojeada hacia
atrás, como parecen exigírmelo mis raros oyentes, deseosos de saber qué
fue de Siseta, así como de sus hermanos Badoret y Manalet.
No estaría mi ánimo tranquilo si en tan largo plazo hubiese vivido sin
saber de personas tan caras para mí. Antes de abandonar a Cataluña con
intención de unirme al ejército del Centro, hallé medios para hacer
llegar a Gerona noticias mías, y Dios me deparó el consuelo de que
también vinieran a mí verdaderas y frescas. Los tres hermanos siguen
allí sanos y buenos en compañía de la señorita Josefina, que en ellos
ve toda su familia, y el único consuelo de sus tristes días. La hija
del doctor no ha recobrado por completo la salud, ni desgraciadamente
la recobrará, según me dicen. Ha tenido inclinación a entrar en un
convento; mas Siseta procura arrancarle sus melancolías, y la induce
a que aspire al matrimonio en la seguridad de encontrar buen esposo.
No demuestra, sin embargo, Josefina disposición a seguir este consejo,
y gusta de embeber su vida en contemplaciones de la Naturaleza y de
la Religión, que son sin duda el alimento más apropiado a su pobre
espíritu huérfano y solitario.
Siseta y sus hermanos aguardan a que yo me retire del ejército para
marchar a la Almunia, donde tengo mis tierras, consistentes en dos
docenas de cepas, y un número no menor de frondosos olivos, y por mi
parte pido a Dios que nos libre al fin de franceses, para poder soltar
el grave peso de las armas y tornar a mi pueblo, donde no pienso hacer
al tiempo de mi llegada otra cosa de provecho más que casarme.
Con lo que Siseta ha heredado y lo que yo poseo, tenemos lo suficiente
para pasar con humilde bienestar y felicidad inalterable la vida, pues
no me mortifica el escozor de la ambición, ni aspiro a altos empleos,
a honores vanos ni a la riqueza, madre de inquietudes y zozobras. Hoy
peleo por la patria, no por amor a los engrandecimientos de la milicia,
y de todos los presentes soy quizás el único que no sueña con ser
general.
Otros anhelan gobernar el mundo, sojuzgar pueblos y vivir entre el
bullicio de los ejércitos; pero yo, contento con la soledad silenciosa,
no quiero más ejército que los hijos que espero ha de darme Siseta.
* * * * *
Así acabó su relación Andresillo Marijuán. La he reproducido con toda
fidelidad en su parte esencial, valiéndome como de poderoso auxiliar
del manuscrito de D. Pablo Nomdedeu, que aquel mi buen amigo me regaló
más tarde cuando asistí a su boda. Repito lo que dije al comenzar
el libro, y es que las modificaciones introducidas en esta relación
afectan solo a la superficie de la misma, y la forma de expresión
es enteramente mía. Tal vez haya perdido mucho la leyenda de Andrés
al perder la sencillez de su tosco estilo; pero yo tenía empeño en
uniformar todas las partes de esta historia de mi vida, de modo que en
su vasta longitud se hallase el trazo de una sola pluma.
Cuando Marijuán calló, algunos de los presentes dieron interpretaciones
diversas al encierro de D. Mariano Álvarez en el castillo de Figueras;
y como ya desde antes de entrar en Andalucía habíamos sabido la
misteriosa muerte del insigne capitán, la figura más grande sin duda
de las que ilustraron aquella guerra, cada cual explicó el suceso de
distinto modo.
--Dícese que le envenenaron --afirmó uno-- en cuanto llegó al castillo.
--Yo creo que Álvarez fue ahorcado --opinó otro--, pues el rostro
cárdeno e hinchado, según aseguran los que vieron el cadáver de Su
Excelencia, indica que murió por estrangulación.
--Pues a mí me han dicho --añadió un tercero--, que le arrojaron a la
cisterna del castillo.
--Hay quien afirma que le mataron a palos.
--Pues no murió sino de hambre, y parece que desde su llegada fue
encerrado en un calabozo, donde le tuvieron tres días sin alimento
alguno.
--Y cuando le vieron bien muerto, y se aseguraron de que no volvería
a hacer otra como la de Gerona, expusiéronle en unas parihuelas a la
vista del pueblo de Figueras, que subió en masa a contemplar el cuerpo
del grande hombre.
Discutimos largo rato, sin poder poner en claro la clase de muerte que
había arrebatado del mundo a aquel inmortal ejemplo de militares y
patriotas; pero como su fin era evidente, convinimos, por último, en
que el esclarecimiento del medio empleado para exterminar tan terrible
enemigo del poder imperial, afectaba más al honor francés que al
ejército español, huérfano de tan insigne jefe. Y si verdaderamente
fue asesinado, como se ha venido creyendo desde entonces acá, la
responsabilidad de los que toleraron sin castigarla tan atroz barbarie,
bastaría a exceptuar entonces a Francia de la aplicación de las leyes
de la guerra en lo que tienen de humano. Que murió violentamente parece
indudable, y mil indicios corroboran una opinión que los historiadores
franceses no han podido con ingeniosos esfuerzos destruir. No es
creíble que órdenes de París impulsaran este horrible asesinato; pero
un poder que, si no disponía, toleraba tan salvajes atentados, merecía
indisputablemente las amarguras y horrendas caídas que experimentó
luego. La soberbia enfatuada y sin freno perpetra grandes crímenes
ciegamente, creyendo realizar actos marcados por ilusorio destino.
Los malvados en grande escala que han tenido la suerte o la desgracia
de que todo un continente se envilezca arrojándose a sus pies, llegan
a creer que están por encima de las leyes morales, reguladoras según
su criterio tan solo de las menudencias de la vida. Por esta causa
se atreven tranquilamente, y sin que su empedernido corazón palpite
con zozobra, a violar las leyes morales, ateniéndose para ello a mil
fútiles y movedizas reglas que ellos mismos dictaron llamándolas
razones de Estado, intereses de esta o de la otra nación; y a veces, si
se les deja, sobre el vano eje de su capricho o de sus pasiones hacen
mover y voltear a pueblos inocentes, a millares de individuos que solo
quieren el bien. Verdad es que parte de la responsabilidad corresponde
al mundo, por permitir que media docena de hombres o uno solo jueguen
con él a la pelota.
Desarrollados en proporciones colosales los vicios y los crímenes,
se desfiguran en tales términos que no se les conoce; el historiador
se emboba engañado por la grandeza óptica de lo que en realidad es
pequeño, y aplaude y admira un delito tan solo porque es perpetrado en
la extensión de todo un hemisferio. La excesiva magnitud estorba a la
observación lo mismo que el achicamiento, que hace perder el objeto en
las nieblas de lo invisible. Digo esto, porque, a mi juicio, Napoleón I
y su imperio efímero, salvo el inmenso genio militar, se diferencian de
los bandoleros y asesinos que han pululado por el mundo cuando faltaba
policía, tan solo en la magnitud. Invadir las naciones, saquearlas,
apropiárselas, quebrantar los tratados, engañar al mundo entero, a
reyes y a pueblos, no tener más ley que el capricho, y sostenerse en
constante rebelión contra la humanidad entera, es elevar al máximum de
desarrollo el mismo sistema de nuestros famosos caballistas. Ciertas
voces no tienen en ningún lenguaje la extensión que debieran, y si
despojar a un viajante de su pañuelo se llama _robo_, para expresar la
tala de una comarca, la expropiación forzosa de un pueblo entero, los
idiomas tienen pérfidas voces y frases con que se llenan la boca los
diplomáticos y los conquistadores, pues nadie se avergüenza de nombrar
los _grandiosos planes continentales, la absorción de unos pueblos
por otros..._, etc. Para evitar esto debiera existir (no reírse) una
policía de las naciones, corporación en verdad algo difícil de montar.
Pero entre tanto tenemos a la Providencia, que al fin y al cabo sabe
poner a la sombra a los merodeadores en grande escala, devolviendo a
sus dueños los objetos perdidos y restableciendo el imperio moral, que
nunca está por tierra largo tiempo.
Perdónenme mis queridos amigos esta digresión. No pensaba hacerla; pero
al hablar de la muerte del incomparable D. Mariano Álvarez de Castro,
el hombre, entre todos los españoles de este siglo, que a más alto
extremo supo llevar la aplicación del sentimiento patrio, no he podido
menos de extender la vista para observar todo lo que había en derredor,
encima y debajo de aquel cadáver amoratado que el pueblo de Figueras
contempló en el patio del castillo una mañana del mes de enero de 1810.
Aquel asesinato, si realmente lo fue, como se cree, debía traer grandes
catástrofes a quien lo perpetró o consintió, y no importa que los
criminales, cada vez más orgullosos, se nos presentaran con aparente
impunidad, porque ya vemos que el mucho subir trae la consecuencia de
caer de más alto, de lo cual suele resultar el estrellarse.
resignado y fuerte, no pudo contenerse, y exclamó con indignación:
--«_¿Es este sitio propio para vivienda de un General? ¿Y son ustedes
los que se precian de guerreros?_»
El alcaide, que era un bárbaro, alzó los hombros, pronunciando algunas
palabrotas francesas, que me pareció querían decir poco más o menos:
--Es preciso tener paciencia.
Luego, dirigiéndose a los de la comitiva, aquel caritativo personaje
nos dijo que estaba dispuesto a darnos de comer lo que quisiéramos,
pagándolo previamente en buena moneda española. La moneda española
ha sido siempre muy bien recibida en todo país donde ha habido manos.
Dándole las gracias, pedímosle lo que nos pareció más necesario, y
aguardamos la cena, aposentados todos en la inmunda pocilga. Nuestro
primer cuidado fue improvisar con los capotes una cama para nuestro
Gobernador, cuya fatiga y debilidad iban siempre en aumento. El
cancerbero volvió al poco rato con unos manjares tan mal guisados, que
no se podían comer, lo cual no fue parte a impedir que nos lo cobrase a
peso de oro; pero se los pagamos con gusto, suplicándole, unos en mal
francés y otros en castellano, que nos hiciera el favor de no honrarnos
más con su interesante presencia.
Pero él, o no entendió, o quiso mostrarnos todo el peso de su
impertinencia, y a cada cuarto de hora venía a visitarnos, poniéndonos
ante los ojos, que en vano querían dormir, la luz de una deslumbradora
linterna. Esto mortificaba a todos; pero principalmente al enfermo,
que por su estado necesitaba reposo y sueño, y así se lo dijimos al
alcaide, añadiéndole que como no pensábamos fugarnos, podía eximirnos
de sus repetidos reconocimientos. Él nos respondía con amenazas soeces;
quedábamos luego a oscuras, y nos vencía el dulce sueño; pero no
habíamos transportado los umbrales de esta rica y apacible residencia
del espíritu, cuando la luz de la linterna volvía a encandilar nuestros
ojos, y el alcaide nos tocaba el cuerpo con su pata para cerciorarse
por la vista y el tacto de que estábamos allí.
Satué, furioso y fuera de sí, me dijo en uno de los pequeños intervalos
en que estábamos solos:
--Si ese bestia vuelve con la linterna, se la estrello en la cabeza.
Pero D. Mariano calmó su arrebato, condenando una imprudencia que
podía ser a todos funestísima. La noche fue, por tanto, y merced a
las visitas del alcaide, penosa y horrible. Por la mañana nos hizo
el honor de visitarnos el comandante de la plaza, el cual habló
largamente con Álvarez, tratándole con cierta benevolencia cortés que
nos agradó; mas luego hizo recaer la conversación sobre un suceso de
que no teníamos noticia, y allí dio rienda suelta a las groserías y los
insultos. Parece que algunos oficiales de los trasladados a Francia
inmediatamente después de la rendición de Gerona, se habían fugado, en
lo cual obraron cuerdamente, si padecieron el martirio de la linterna
del señor alcaide. Al hablar de esto, el comandante les prodigó delante
de nosotros vocablos harto denigrantes, añadiendo:
--Pero por fortuna hemos pescado a once de los prófugos, y han sido
arcabuceados hace dos días. Buscamos a los demás.
Álvarez se sonrió, y dijo:
--«_¿Conque volaron, eh?..._»
Y en su rostro por un instante dibujose ligera expresión festiva.
A pesar de que el comandante de Perpiñán no era hombre de mieles,
prometió a Álvarez dejarle descansar todo aquel día, poniendo freno a
las importunidades del de la candileja, y nos dispusimos para dormir;
pero ¡ay! estábamos destinados a nuevos tormentos, entre los cuales el
mayor era presenciar cómo padecía en silencio, sin hallar alivio en sus
males ni piedad en los hombres, el más fuerte y digno de los españoles
de aquel tiempo; estábamos entre gente que hacía punto de honra el
mudar las coronas del heroísmo en coronas de martirio sobre la frente
del que no se abatió, ni se dobló, ni se rompió jamás mientras tuvo un
hálito de vida que sostuviera su grande espíritu.
Serían, pues, las diez de la mañana, cuando el alcaide nos hizo ver su
cara redonda, encendida y brutal, de rubios pelos adornada, y aunque
por la claridad del día venía sin linterna, demostronos desde sus
primeras palabras que no venía a nada bueno. Díjonos aquel simpático
pedazo de la humanidad que nos dispusiéramos a salir todos; y como le
indicáramos que el enfermo, a causa de la horrorosa fiebre, no podía
moverse, repuso que vendría quien le hiciese mover. D. Mariano nos dio
el ejemplo de la resignación, incorporándose en su lecho y pidiendo
su sombrero. Le levantamos en brazos; trató de andar por su propio
pie, mas no siéndole posible, le condujimos fuera del aposento, y
bajamos todos en triste procesión, mudos y abrumados de pena. Fuera del
castillo vimos dos filas de gendarmería indicándonos el camino hacia
la muralla, y la curiosa multitud nos contemplaba con lástima. Aquel
espectáculo no podía ser más triste, y con el alma oprimida y llena de
angustia dije para mí: «Nos van a fusilar.»
XXV
¡Oh, qué trance tan amargo, y qué horrenda hora! Eso de que a sangre
fría le quiten a uno la preciosa existencia, lejos de la patria,
ausente de las personas queridas, sin ojos que le lloren, en soledad
espantosa y entre gente que no ve en ello más que la víctima inmolada
a los intereses militares, es de lo más abrumador que puede ofrecerse
a la contemplación del espíritu humano. Yo miraba aquel cielo, y no
era como el cielo de España; yo miraba la gente, oía su lengua extraña
modulando en conjunto voces incomprensibles, y no era aquella gente
tampoco como la gente de acá. Sobre todo, Siseta no estaba allí, y el
vacío de su ausencia no lo habrían llenado cien vidas otorgadas en
cambio de la que me iban a quitar. Me ocurrió protestar contra aquella
barbarie, gritando y defendiéndome contra miles de hombres; pero la
realidad de mi impotencia me aplastaba con formidable pesadumbre. Dejé
de ver lo que tenía ante los ojos, y mi intensa congoja me hizo llorar
como una mujer. Mostraban entereza mis compañeros; pero ellos no habían
dejado en Gerona ninguna Siseta.
Al llegar a la muralla, vimos formados en fila a los frailes y
soldados que nos habían seguido. Algunos legos y ancianos lloraban;
pero el Padre Rull despedía llamas de sus negros y varoniles ojos.
En tan supremo trance, el fraile patriota, rabiando de enojo contra
sus verdugos, había olvidado la principal página del Evangelio.
Nos pusieron también a nosotros en fila, y la persona de Álvarez
fue confundida entre los demás sin consideración a su jerarquía.
Permanecimos quietos largo rato, ignorando qué harían de nosotros, en
terrible agonía, hasta que apareció un oficialejo barrigudo, que con
un papelito en la mano nos iba nombrando uno por uno. Tanto aparato,
la cruel exhibición ante el populacho, el despliegue de tan colosales
fuerzas contra unos pobres enfermos muertos de hambre, de cansancio y
de sueño, no tenía más objeto que pasar lista. ¡Ay! Cuando adquirí la
certidumbre de que no nos fusilaban, los franceses me parecieron la
gente más amable, más caritativa y más humana del mundo.
Volvimos al castillo, donde hallamos una gran novedad. El aposento
donde pasamos la noche se había considerado como un gran lujo de
comodidades para estos pícaros _insurgentes y bandidos_, que tan
heroicamente defendieron la plaza de Gerona, y nos destinaron a una
lóbrega mazmorra sin aire, empedrada de guijarros agudísimos, entre
cuyos huecos se remansaban fétidas aguas. Doble puerta con cerrojos
muy fuertes la cerraba, y un mezquino agujero abierto en el ancho muro
dejaba entrar solo al mediodía un rayo de luz, insuficiente para que
nos reconociésemos las caras. Protestamos; el mismo Álvarez reprendió
ásperamente al alcaide; pero este ni aun siquiera tuvo la dignación de
contestarnos otra cosa más que la oferta de servirnos una buena comida,
si se la pagábamos bien. El ilustre enfermo se empeoraba de hora en
hora, y desde aquel día comprendimos que se nos iba a morir en los
brazos, si no se instalaba en lugar más higiénico. Haciendo un esfuerzo
el mismo Álvarez, escribió una carta al General Augereau, notificándole
los malos tratamientos de que era objeto; pero no tuvo contestación.
Y seguía lo de la linterna por la noche, en cuya obra caritativa se
esmeraba el maldito francés regordete y rubio, amén de robarnos con
la perversa cena que nos ponía. Si el Gobernador necesitaba alguna
medicina, no había fuerzas humanas que la hiciesen traer, por temor de
que se envenenara, y registrándonos escrupulosamente, fuimos despojados
de todo instrumento cortante para evitar que tratásemos de poner fin a
aquella deliciosa vida con que nos regalaban.
En aquella inmunda pocilga estuvimos hasta que concluyó con diciembre
el funestísimo año 9, enfermos todos, y más que enfermo, moribundo
el gran Álvarez, que al resistir tan fuertes padecimientos, mostró
tener el cuerpo tan enérgico y vigoroso como el alma. Durante las
largas y tristes horas, departía con nosotros sobre la guerra,
contábanos su gloriosa historia militar, y nos infundía esperanza
y bríos, augurando con elevado discernimiento el glorioso fin de
la lucha con los franceses y el triunfo de la causa nacional. Su
extraordinario espíritu, superior a cuanto le rodeaba, sabía abarcar
los acontecimientos con segura perspicacia, y oyéndole, oíamos la voz
poderosa de la patria que llegaba al calabozo excavado en extranjero
suelo.
Al fin, nuestro doloroso encierro en aquella mazmorra donde nos
consumíamos, viendo extinguirse la noble vida del defensor de Gerona,
tuvo fin una noche en que el alcaide entró a decirnos que nos
vistiéramos a toda prisa porque nos iban a internar en Francia. Esta
noticia, a pesar de alejarnos de España, nos produjo inmensa alegría,
porque ponía fin al encierro, y no aguardamos a que la repitiese el
panzudo hombre de la linterna, demostrándole de diversos modos el gran
gusto que sentíamos por perderle de vista, lo mismo que a su aparato.
Nos sacaron de Perpiñán con numerosa escolta, y con nosotros iban los
frailes. El jefe de la gendarmería dio orden de fusilar a todo señor
fraile que tratase de huir, y nos pusimos en marcha.
Pero en este viaje la Providencia nos deparó un hombre generoso y
caritativo que, a escondidas de los franceses, sus compatriotas,
prodigó al ilustre enfermo solícitos cuidados. Era el mismo cochero
que le conducía, el cual, condolido de sus males, e ignorando que
fuese un héroe, mostró sus cristianos sentimientos de diversos modos.
Agradecidos de su bondad, quisimos recompensarle; pero no consintió en
admitir nada, y como los gendarmes le mandaran que avivase el paso de
las caballerías para marchar más a prisa, él, sabiendo cuánto daño
hacía al paciente la celeridad de la carrera, fingió enfermedades en el
escuálido ganado y desperfectos en el viejo coche para justificar el
tardo paso con que andaba. Todos los de a pie, que éramos los más, le
agradecimos en el alma la pereza de su vehículo.
Después de descansar un poco en Salces, hicimos noche en Sitjans, y
nunca a tal punto llegáramos, porque haciendo bajar de su coche al
General, le aposentaron con los demás de su séquito en una caballeriza
llena de estiércol, y donde no había cama ni sillas, ni nada que se
pareciese a un mueble, siquier fuese el más mezquino y pobre. Agotada
la paciencia ante tanta infamia, y viendo cuán poco adecuado era aquel
inmundo sitio para quien por su categoría, y además por su lastimoso
estado, tenía derecho a todas las consideraciones, no pudimos contener
la explosión de nuestro enojo, y con durísimas palabras increpamos
al jefe de la gendarmería. Este, después de amenazarnos, pareció
aplacarse, comprendiendo sin duda la justicia de nuestra reclamación,
y al fin, después de vacilar, vino a decir en suma que el alojamiento
no era cuenta suya. Por último, el cochero, con orden o por simple
tolerancia del jefe de la fuerza, introdujo en la cuadra una cama en
que descansó algunas horas el desgraciado enfermo, cuya prodigiosa
resistencia parecía tocar ya al último límite.
A la mañana siguiente, cuando nos poníamos de nuevo en marcha,
aparecieron unos guardias a caballo que traían una orden para el jefe
que nos conducía, y abriendo el pliego en nuestra presencia, nos dio
a conocer su contenido, el cual no era otra cosa sino que _Monsieur
Álvarez_ debía volver a España. Esto nos alegró sobremanera, por la
esperanza de ver pronto a la patria querida, y hasta sospechamos si,
apiadados de nuestra desgracia, se dispondrían aquellos caballeros a
dejarnos en libertad luego que traspasásemos la frontera. Los frailes
y la gente de tropa que no pertenecía a la comitiva del enfermo,
creyéronse también destinados a pisar pronto el suelo español, y
mostráronse muy alegres; pero los gendarmes al punto les sacaron de su
risueño error, mandándoles seguir adelante, por Francia adentro. Nos
despedimos de ellos tiernamente, recogiendo encargos, recados, cartas
y amorosas memorias de familia, y volvimos la cara al Pirineo. D.
Mariano, al saber que se variaba de rumbo, dijo:
--«_Como no me vuelvan al Castillet de Perpiñán, llévenme a donde
quieran._»
Excuso enumerar los miserables aposentamientos, los crueles tratos
que se sucedieron desde Sitjans a la frontera española. Ni sé cómo
por tanto tiempo y a tan repetidos golpes resistió la naturaleza del
hombre contra quien se desplegaba tan gran lujo de maldad. Por último,
señores, concluiré refiriendo a ustedes la última escena de aquel
terrible _via crucis_, la cual ocurrió en la misma frontera, un poco
más allá de Pertús. Es el caso que cuando con el mayor gozo habíamos
pisado la tierra de España, se presentaron unos guardias a caballo con
nuevas órdenes para los gendarmes. El jefe mostrose muy contrariado,
y habiéndose trabado ligera reyerta entre este y uno de los portadores
del oficio, oímos esta frase, que, aunque dicha en francés, fácilmente
podía ser comprendida:
--_Monsieur Álvarez_ debe volver, pero los edecanes y asistentes no.
Al punto comprendimos que se nos quería separar de nuestro idolatrado
General, dejándonos a todos en Francia, mientras a él se le llevaba
otra vez solo, enteramente solo, al castillo de Figueras. Esto causó
desolación en la pequeña comitiva. Satué, cerrando los puños y
vociferando como un insensato, dijo que antes se dejaría hacer pedazos
que abandonar a su General; otros, creyendo mal camino para convencer a
nuestros conductores el de la amenaza y la cólera, suplicamos al jefe
de los gendarmes que nos dejase seguir. El mismo enfermo indicó que si
se le separaba de sus fieles compañeros de desgracia, la residencia
en España le sería tan insoportable al menos como la prisión en el
Castillet. Suplicamos todos en diverso estilo que nos dejasen asistir
y consolar a nuestro querido Gobernador; pero esto fue inútil. Como
complemento de los mil martirios que con refinado ingenio habían
aplicado al héroe, quisieron someter su grande alma a la última prueba.
Ni su enfermedad penosísima, ni sus años, ni la presunción de su
muerte, que se creía próxima y segura, les movieron a lástima; tanta
era la rabia contra aquel que había detenido durante siete meses frente
a una ciudad indefensa a más de cuarenta mil hombres, mandados por
los primeros generales de la época; que no había sentido ni asomos
de abatimiento ante una expugnación horrorosa en que jugaron once mil
novecientas bombas, siete mil ochocientas granadas, ochenta mil balas,
y asaltos de cuyo empuje se puede juzgar considerando que los franceses
perdieron en todos ellos veinte mil hombres.
Cansados de inútiles ruegos, pedimos al fin que se permitiera acompañar
y servir al General a uno de nosotros, para que al menos no careciese
aquel de la asistencia que su estado exigía; pero ni esto se nos
concedió. La agria disputa inspiró al mismo Álvarez las palabras
siguientes:
--«_Todas estas son estratagemas de que se valen los franceses para
mortificar a aquel a quien no han podido hacer bajar la espalda._»
Bruscamente nos quisieron apartar del coche en que iba; pero
atropellando a los que nos lo impedían, nos abalanzamos sobre él,
y unos por un costado, otros por el opuesto, le besamos las manos
regándolas con nuestras lágrimas. Satué se metió violentamente dentro
del coche, y los gendarmes le sacaron a viva fuerza, amenazándole con
fusilarle allí mismo si no se reportaba en las manifestaciones de
su dolor. El General, despidiéndonos con ánimo sereno, nos dijo que
renunciásemos a una inútil resistencia, conformándonos con nuestra
suerte; añadió que él confiaba en el próximo triunfo de la causa
nacional, y que, aun sintiéndose próximo a morir, su alma se regocijaba
con aquella idea. Recomendonos la prudencia, la conformidad, la
resignación, y él mismo dio a sus conductores la orden de partir, para
poner pronto fin a una escena que desgarraba su corazón lo mismo que el
nuestro. El cupé partió a escape, y nos quedamos en Francia, sujetados
por los gendarmes, que nos ponían sus fusiles en el pecho para impedir
las demostraciones de nuestra ira. Seguimos desesperados y con los ojos
llenos de lágrimas el coche que se perdía poco a poco entre la bruma, y
cuando dejamos de verle, Satué, bramando de ira, exclamó:
--Se lo llevaron esos perros; se lo llevan para matarle sin que nadie
lo vea.
XXVI
Imposible pintar a ustedes nuestra profunda consternación al vernos
esclavos de Francia, y considerando la situación del desgraciado
Álvarez, solo, en poder de sus verdugos. Nuestra propia suerte de
prisioneros nos causaba menos pesar que la de aquel heroico veterano,
condenado por su valor sublime a ser juguete de una cruel soldadesca, a
quien le entregaron para que se divirtiese martirizándole.
Encerráronnos en Pertús en una inmunda cuadra, donde con centinelas de
vista nos tuvieron hasta el día siguiente, en cuya alborada, cuando
nos llevaban fuera del pueblo, verificamos un acto honroso, con el
cual quiero poner fin a mi narración. Allí, sobre unas peñas desde
las cuales se divisaban a lo lejos los cerros y vertientes de España,
nos dimos las manos y juramos todos morir antes que resignarnos a
soportar la odiosa esclavitud que la canalla quería imponernos. Desde
aquel instante principiamos a concertar un hábil plan para fugarnos,
cual tantos otros que, llevados a Francia, habían sabido volver por
peligrosos caminos y medios a la patria invadida.
Amigos míos: por no cansar a ustedes con prolijidades que solo a mí se
refieren y a mis particulares cuitas, omito los pormenores de nuestra
residencia en Francia, y de los medios que empleamos para regresar
a España. Éramos seis, y solo tres volvimos. Los demás, cogidos
_infraganti_, fueron fusilados, dos en Maurellas y uno en Boulou.
¿Alguno de los que me oyen no se ha visto en igual caso? ¡Cuántos
de los que estamos aquí desataron sus manos de las cuerdas que los
franceses han llevado a Francia después de la toma de Zaragoza o de
Madrid! Con la relación de mis padecimientos en la frontera, de las
diabluras y estratagemas que puse en juego para escaparme, y de las
mil cosas que me sucedieron desde que pasé la frontera por Puigcerdá
hasta unirme en el centro de España a esta división de Lacy en que
ahora estoy, emplearía otras dos noches largas, pues todo el sitio de
Gerona y las extravagancias de D. Pablo Nomdedeu no exigen más tiempo
y espacio que los peligros, trapisondas, trabajos y terribles trances
en que me he visto. Concluyo, pues, no sin dirigir una ojeada hacia
atrás, como parecen exigírmelo mis raros oyentes, deseosos de saber qué
fue de Siseta, así como de sus hermanos Badoret y Manalet.
No estaría mi ánimo tranquilo si en tan largo plazo hubiese vivido sin
saber de personas tan caras para mí. Antes de abandonar a Cataluña con
intención de unirme al ejército del Centro, hallé medios para hacer
llegar a Gerona noticias mías, y Dios me deparó el consuelo de que
también vinieran a mí verdaderas y frescas. Los tres hermanos siguen
allí sanos y buenos en compañía de la señorita Josefina, que en ellos
ve toda su familia, y el único consuelo de sus tristes días. La hija
del doctor no ha recobrado por completo la salud, ni desgraciadamente
la recobrará, según me dicen. Ha tenido inclinación a entrar en un
convento; mas Siseta procura arrancarle sus melancolías, y la induce
a que aspire al matrimonio en la seguridad de encontrar buen esposo.
No demuestra, sin embargo, Josefina disposición a seguir este consejo,
y gusta de embeber su vida en contemplaciones de la Naturaleza y de
la Religión, que son sin duda el alimento más apropiado a su pobre
espíritu huérfano y solitario.
Siseta y sus hermanos aguardan a que yo me retire del ejército para
marchar a la Almunia, donde tengo mis tierras, consistentes en dos
docenas de cepas, y un número no menor de frondosos olivos, y por mi
parte pido a Dios que nos libre al fin de franceses, para poder soltar
el grave peso de las armas y tornar a mi pueblo, donde no pienso hacer
al tiempo de mi llegada otra cosa de provecho más que casarme.
Con lo que Siseta ha heredado y lo que yo poseo, tenemos lo suficiente
para pasar con humilde bienestar y felicidad inalterable la vida, pues
no me mortifica el escozor de la ambición, ni aspiro a altos empleos,
a honores vanos ni a la riqueza, madre de inquietudes y zozobras. Hoy
peleo por la patria, no por amor a los engrandecimientos de la milicia,
y de todos los presentes soy quizás el único que no sueña con ser
general.
Otros anhelan gobernar el mundo, sojuzgar pueblos y vivir entre el
bullicio de los ejércitos; pero yo, contento con la soledad silenciosa,
no quiero más ejército que los hijos que espero ha de darme Siseta.
* * * * *
Así acabó su relación Andresillo Marijuán. La he reproducido con toda
fidelidad en su parte esencial, valiéndome como de poderoso auxiliar
del manuscrito de D. Pablo Nomdedeu, que aquel mi buen amigo me regaló
más tarde cuando asistí a su boda. Repito lo que dije al comenzar
el libro, y es que las modificaciones introducidas en esta relación
afectan solo a la superficie de la misma, y la forma de expresión
es enteramente mía. Tal vez haya perdido mucho la leyenda de Andrés
al perder la sencillez de su tosco estilo; pero yo tenía empeño en
uniformar todas las partes de esta historia de mi vida, de modo que en
su vasta longitud se hallase el trazo de una sola pluma.
Cuando Marijuán calló, algunos de los presentes dieron interpretaciones
diversas al encierro de D. Mariano Álvarez en el castillo de Figueras;
y como ya desde antes de entrar en Andalucía habíamos sabido la
misteriosa muerte del insigne capitán, la figura más grande sin duda
de las que ilustraron aquella guerra, cada cual explicó el suceso de
distinto modo.
--Dícese que le envenenaron --afirmó uno-- en cuanto llegó al castillo.
--Yo creo que Álvarez fue ahorcado --opinó otro--, pues el rostro
cárdeno e hinchado, según aseguran los que vieron el cadáver de Su
Excelencia, indica que murió por estrangulación.
--Pues a mí me han dicho --añadió un tercero--, que le arrojaron a la
cisterna del castillo.
--Hay quien afirma que le mataron a palos.
--Pues no murió sino de hambre, y parece que desde su llegada fue
encerrado en un calabozo, donde le tuvieron tres días sin alimento
alguno.
--Y cuando le vieron bien muerto, y se aseguraron de que no volvería
a hacer otra como la de Gerona, expusiéronle en unas parihuelas a la
vista del pueblo de Figueras, que subió en masa a contemplar el cuerpo
del grande hombre.
Discutimos largo rato, sin poder poner en claro la clase de muerte que
había arrebatado del mundo a aquel inmortal ejemplo de militares y
patriotas; pero como su fin era evidente, convinimos, por último, en
que el esclarecimiento del medio empleado para exterminar tan terrible
enemigo del poder imperial, afectaba más al honor francés que al
ejército español, huérfano de tan insigne jefe. Y si verdaderamente
fue asesinado, como se ha venido creyendo desde entonces acá, la
responsabilidad de los que toleraron sin castigarla tan atroz barbarie,
bastaría a exceptuar entonces a Francia de la aplicación de las leyes
de la guerra en lo que tienen de humano. Que murió violentamente parece
indudable, y mil indicios corroboran una opinión que los historiadores
franceses no han podido con ingeniosos esfuerzos destruir. No es
creíble que órdenes de París impulsaran este horrible asesinato; pero
un poder que, si no disponía, toleraba tan salvajes atentados, merecía
indisputablemente las amarguras y horrendas caídas que experimentó
luego. La soberbia enfatuada y sin freno perpetra grandes crímenes
ciegamente, creyendo realizar actos marcados por ilusorio destino.
Los malvados en grande escala que han tenido la suerte o la desgracia
de que todo un continente se envilezca arrojándose a sus pies, llegan
a creer que están por encima de las leyes morales, reguladoras según
su criterio tan solo de las menudencias de la vida. Por esta causa
se atreven tranquilamente, y sin que su empedernido corazón palpite
con zozobra, a violar las leyes morales, ateniéndose para ello a mil
fútiles y movedizas reglas que ellos mismos dictaron llamándolas
razones de Estado, intereses de esta o de la otra nación; y a veces, si
se les deja, sobre el vano eje de su capricho o de sus pasiones hacen
mover y voltear a pueblos inocentes, a millares de individuos que solo
quieren el bien. Verdad es que parte de la responsabilidad corresponde
al mundo, por permitir que media docena de hombres o uno solo jueguen
con él a la pelota.
Desarrollados en proporciones colosales los vicios y los crímenes,
se desfiguran en tales términos que no se les conoce; el historiador
se emboba engañado por la grandeza óptica de lo que en realidad es
pequeño, y aplaude y admira un delito tan solo porque es perpetrado en
la extensión de todo un hemisferio. La excesiva magnitud estorba a la
observación lo mismo que el achicamiento, que hace perder el objeto en
las nieblas de lo invisible. Digo esto, porque, a mi juicio, Napoleón I
y su imperio efímero, salvo el inmenso genio militar, se diferencian de
los bandoleros y asesinos que han pululado por el mundo cuando faltaba
policía, tan solo en la magnitud. Invadir las naciones, saquearlas,
apropiárselas, quebrantar los tratados, engañar al mundo entero, a
reyes y a pueblos, no tener más ley que el capricho, y sostenerse en
constante rebelión contra la humanidad entera, es elevar al máximum de
desarrollo el mismo sistema de nuestros famosos caballistas. Ciertas
voces no tienen en ningún lenguaje la extensión que debieran, y si
despojar a un viajante de su pañuelo se llama _robo_, para expresar la
tala de una comarca, la expropiación forzosa de un pueblo entero, los
idiomas tienen pérfidas voces y frases con que se llenan la boca los
diplomáticos y los conquistadores, pues nadie se avergüenza de nombrar
los _grandiosos planes continentales, la absorción de unos pueblos
por otros..._, etc. Para evitar esto debiera existir (no reírse) una
policía de las naciones, corporación en verdad algo difícil de montar.
Pero entre tanto tenemos a la Providencia, que al fin y al cabo sabe
poner a la sombra a los merodeadores en grande escala, devolviendo a
sus dueños los objetos perdidos y restableciendo el imperio moral, que
nunca está por tierra largo tiempo.
Perdónenme mis queridos amigos esta digresión. No pensaba hacerla; pero
al hablar de la muerte del incomparable D. Mariano Álvarez de Castro,
el hombre, entre todos los españoles de este siglo, que a más alto
extremo supo llevar la aplicación del sentimiento patrio, no he podido
menos de extender la vista para observar todo lo que había en derredor,
encima y debajo de aquel cadáver amoratado que el pueblo de Figueras
contempló en el patio del castillo una mañana del mes de enero de 1810.
Aquel asesinato, si realmente lo fue, como se cree, debía traer grandes
catástrofes a quien lo perpetró o consintió, y no importa que los
criminales, cada vez más orgullosos, se nos presentaran con aparente
impunidad, porque ya vemos que el mucho subir trae la consecuencia de
caer de más alto, de lo cual suele resultar el estrellarse.
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