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Gerona - 12

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  y tan lóbrego y sucio, que el mismo D. Mariano, a pesar de su temple
  resignado y fuerte, no pudo contenerse, y exclamó con indignación:
  --«_¿Es este sitio propio para vivienda de un General? ¿Y son ustedes
  los que se precian de guerreros?_»
  El alcaide, que era un bárbaro, alzó los hombros, pronunciando algunas
  palabrotas francesas, que me pareció querían decir poco más o menos:
  --Es preciso tener paciencia.
  Luego, dirigiéndose a los de la comitiva, aquel caritativo personaje
  nos dijo que estaba dispuesto a darnos de comer lo que quisiéramos,
  pagándolo previamente en buena moneda española. La moneda española
  ha sido siempre muy bien recibida en todo país donde ha habido manos.
  Dándole las gracias, pedímosle lo que nos pareció más necesario, y
  aguardamos la cena, aposentados todos en la inmunda pocilga. Nuestro
  primer cuidado fue improvisar con los capotes una cama para nuestro
  Gobernador, cuya fatiga y debilidad iban siempre en aumento. El
  cancerbero volvió al poco rato con unos manjares tan mal guisados, que
  no se podían comer, lo cual no fue parte a impedir que nos lo cobrase a
  peso de oro; pero se los pagamos con gusto, suplicándole, unos en mal
  francés y otros en castellano, que nos hiciera el favor de no honrarnos
  más con su interesante presencia.
  Pero él, o no entendió, o quiso mostrarnos todo el peso de su
  impertinencia, y a cada cuarto de hora venía a visitarnos, poniéndonos
  ante los ojos, que en vano querían dormir, la luz de una deslumbradora
  linterna. Esto mortificaba a todos; pero principalmente al enfermo,
  que por su estado necesitaba reposo y sueño, y así se lo dijimos al
  alcaide, añadiéndole que como no pensábamos fugarnos, podía eximirnos
  de sus repetidos reconocimientos. Él nos respondía con amenazas soeces;
  quedábamos luego a oscuras, y nos vencía el dulce sueño; pero no
  habíamos transportado los umbrales de esta rica y apacible residencia
  del espíritu, cuando la luz de la linterna volvía a encandilar nuestros
  ojos, y el alcaide nos tocaba el cuerpo con su pata para cerciorarse
  por la vista y el tacto de que estábamos allí.
  Satué, furioso y fuera de sí, me dijo en uno de los pequeños intervalos
  en que estábamos solos:
  --Si ese bestia vuelve con la linterna, se la estrello en la cabeza.
  Pero D. Mariano calmó su arrebato, condenando una imprudencia que
  podía ser a todos funestísima. La noche fue, por tanto, y merced a
  las visitas del alcaide, penosa y horrible. Por la mañana nos hizo
  el honor de visitarnos el comandante de la plaza, el cual habló
  largamente con Álvarez, tratándole con cierta benevolencia cortés que
  nos agradó; mas luego hizo recaer la conversación sobre un suceso de
  que no teníamos noticia, y allí dio rienda suelta a las groserías y los
  insultos. Parece que algunos oficiales de los trasladados a Francia
  inmediatamente después de la rendición de Gerona, se habían fugado, en
  lo cual obraron cuerdamente, si padecieron el martirio de la linterna
  del señor alcaide. Al hablar de esto, el comandante les prodigó delante
  de nosotros vocablos harto denigrantes, añadiendo:
  --Pero por fortuna hemos pescado a once de los prófugos, y han sido
  arcabuceados hace dos días. Buscamos a los demás.
  Álvarez se sonrió, y dijo:
  --«_¿Conque volaron, eh?..._»
  Y en su rostro por un instante dibujose ligera expresión festiva.
  A pesar de que el comandante de Perpiñán no era hombre de mieles,
  prometió a Álvarez dejarle descansar todo aquel día, poniendo freno a
  las importunidades del de la candileja, y nos dispusimos para dormir;
  pero ¡ay! estábamos destinados a nuevos tormentos, entre los cuales el
  mayor era presenciar cómo padecía en silencio, sin hallar alivio en sus
  males ni piedad en los hombres, el más fuerte y digno de los españoles
  de aquel tiempo; estábamos entre gente que hacía punto de honra el
  mudar las coronas del heroísmo en coronas de martirio sobre la frente
  del que no se abatió, ni se dobló, ni se rompió jamás mientras tuvo un
  hálito de vida que sostuviera su grande espíritu.
  Serían, pues, las diez de la mañana, cuando el alcaide nos hizo ver su
  cara redonda, encendida y brutal, de rubios pelos adornada, y aunque
  por la claridad del día venía sin linterna, demostronos desde sus
  primeras palabras que no venía a nada bueno. Díjonos aquel simpático
  pedazo de la humanidad que nos dispusiéramos a salir todos; y como le
  indicáramos que el enfermo, a causa de la horrorosa fiebre, no podía
  moverse, repuso que vendría quien le hiciese mover. D. Mariano nos dio
  el ejemplo de la resignación, incorporándose en su lecho y pidiendo
  su sombrero. Le levantamos en brazos; trató de andar por su propio
  pie, mas no siéndole posible, le condujimos fuera del aposento, y
  bajamos todos en triste procesión, mudos y abrumados de pena. Fuera del
  castillo vimos dos filas de gendarmería indicándonos el camino hacia
  la muralla, y la curiosa multitud nos contemplaba con lástima. Aquel
  espectáculo no podía ser más triste, y con el alma oprimida y llena de
  angustia dije para mí: «Nos van a fusilar.»
  
  
  XXV
  
  ¡Oh, qué trance tan amargo, y qué horrenda hora! Eso de que a sangre
  fría le quiten a uno la preciosa existencia, lejos de la patria,
  ausente de las personas queridas, sin ojos que le lloren, en soledad
  espantosa y entre gente que no ve en ello más que la víctima inmolada
  a los intereses militares, es de lo más abrumador que puede ofrecerse
  a la contemplación del espíritu humano. Yo miraba aquel cielo, y no
  era como el cielo de España; yo miraba la gente, oía su lengua extraña
  modulando en conjunto voces incomprensibles, y no era aquella gente
  tampoco como la gente de acá. Sobre todo, Siseta no estaba allí, y el
  vacío de su ausencia no lo habrían llenado cien vidas otorgadas en
  cambio de la que me iban a quitar. Me ocurrió protestar contra aquella
  barbarie, gritando y defendiéndome contra miles de hombres; pero la
  realidad de mi impotencia me aplastaba con formidable pesadumbre. Dejé
  de ver lo que tenía ante los ojos, y mi intensa congoja me hizo llorar
  como una mujer. Mostraban entereza mis compañeros; pero ellos no habían
  dejado en Gerona ninguna Siseta.
  Al llegar a la muralla, vimos formados en fila a los frailes y
  soldados que nos habían seguido. Algunos legos y ancianos lloraban;
  pero el Padre Rull despedía llamas de sus negros y varoniles ojos.
  En tan supremo trance, el fraile patriota, rabiando de enojo contra
  sus verdugos, había olvidado la principal página del Evangelio.
  Nos pusieron también a nosotros en fila, y la persona de Álvarez
  fue confundida entre los demás sin consideración a su jerarquía.
  Permanecimos quietos largo rato, ignorando qué harían de nosotros, en
  terrible agonía, hasta que apareció un oficialejo barrigudo, que con
  un papelito en la mano nos iba nombrando uno por uno. Tanto aparato,
  la cruel exhibición ante el populacho, el despliegue de tan colosales
  fuerzas contra unos pobres enfermos muertos de hambre, de cansancio y
  de sueño, no tenía más objeto que pasar lista. ¡Ay! Cuando adquirí la
  certidumbre de que no nos fusilaban, los franceses me parecieron la
  gente más amable, más caritativa y más humana del mundo.
  Volvimos al castillo, donde hallamos una gran novedad. El aposento
  donde pasamos la noche se había considerado como un gran lujo de
  comodidades para estos pícaros _insurgentes y bandidos_, que tan
  heroicamente defendieron la plaza de Gerona, y nos destinaron a una
  lóbrega mazmorra sin aire, empedrada de guijarros agudísimos, entre
  cuyos huecos se remansaban fétidas aguas. Doble puerta con cerrojos
  muy fuertes la cerraba, y un mezquino agujero abierto en el ancho muro
  dejaba entrar solo al mediodía un rayo de luz, insuficiente para que
  nos reconociésemos las caras. Protestamos; el mismo Álvarez reprendió
  ásperamente al alcaide; pero este ni aun siquiera tuvo la dignación de
  contestarnos otra cosa más que la oferta de servirnos una buena comida,
  si se la pagábamos bien. El ilustre enfermo se empeoraba de hora en
  hora, y desde aquel día comprendimos que se nos iba a morir en los
  brazos, si no se instalaba en lugar más higiénico. Haciendo un esfuerzo
  el mismo Álvarez, escribió una carta al General Augereau, notificándole
  los malos tratamientos de que era objeto; pero no tuvo contestación.
  Y seguía lo de la linterna por la noche, en cuya obra caritativa se
  esmeraba el maldito francés regordete y rubio, amén de robarnos con
  la perversa cena que nos ponía. Si el Gobernador necesitaba alguna
  medicina, no había fuerzas humanas que la hiciesen traer, por temor de
  que se envenenara, y registrándonos escrupulosamente, fuimos despojados
  de todo instrumento cortante para evitar que tratásemos de poner fin a
  aquella deliciosa vida con que nos regalaban.
  En aquella inmunda pocilga estuvimos hasta que concluyó con diciembre
  el funestísimo año 9, enfermos todos, y más que enfermo, moribundo
  el gran Álvarez, que al resistir tan fuertes padecimientos, mostró
  tener el cuerpo tan enérgico y vigoroso como el alma. Durante las
  largas y tristes horas, departía con nosotros sobre la guerra,
  contábanos su gloriosa historia militar, y nos infundía esperanza
  y bríos, augurando con elevado discernimiento el glorioso fin de
  la lucha con los franceses y el triunfo de la causa nacional. Su
  extraordinario espíritu, superior a cuanto le rodeaba, sabía abarcar
  los acontecimientos con segura perspicacia, y oyéndole, oíamos la voz
  poderosa de la patria que llegaba al calabozo excavado en extranjero
  suelo.
  Al fin, nuestro doloroso encierro en aquella mazmorra donde nos
  consumíamos, viendo extinguirse la noble vida del defensor de Gerona,
  tuvo fin una noche en que el alcaide entró a decirnos que nos
  vistiéramos a toda prisa porque nos iban a internar en Francia. Esta
  noticia, a pesar de alejarnos de España, nos produjo inmensa alegría,
  porque ponía fin al encierro, y no aguardamos a que la repitiese el
  panzudo hombre de la linterna, demostrándole de diversos modos el gran
  gusto que sentíamos por perderle de vista, lo mismo que a su aparato.
  Nos sacaron de Perpiñán con numerosa escolta, y con nosotros iban los
  frailes. El jefe de la gendarmería dio orden de fusilar a todo señor
  fraile que tratase de huir, y nos pusimos en marcha.
  Pero en este viaje la Providencia nos deparó un hombre generoso y
  caritativo que, a escondidas de los franceses, sus compatriotas,
  prodigó al ilustre enfermo solícitos cuidados. Era el mismo cochero
  que le conducía, el cual, condolido de sus males, e ignorando que
  fuese un héroe, mostró sus cristianos sentimientos de diversos modos.
  Agradecidos de su bondad, quisimos recompensarle; pero no consintió en
  admitir nada, y como los gendarmes le mandaran que avivase el paso de
  las caballerías para marchar más a prisa, él, sabiendo cuánto daño
  hacía al paciente la celeridad de la carrera, fingió enfermedades en el
  escuálido ganado y desperfectos en el viejo coche para justificar el
  tardo paso con que andaba. Todos los de a pie, que éramos los más, le
  agradecimos en el alma la pereza de su vehículo.
  Después de descansar un poco en Salces, hicimos noche en Sitjans, y
  nunca a tal punto llegáramos, porque haciendo bajar de su coche al
  General, le aposentaron con los demás de su séquito en una caballeriza
  llena de estiércol, y donde no había cama ni sillas, ni nada que se
  pareciese a un mueble, siquier fuese el más mezquino y pobre. Agotada
  la paciencia ante tanta infamia, y viendo cuán poco adecuado era aquel
  inmundo sitio para quien por su categoría, y además por su lastimoso
  estado, tenía derecho a todas las consideraciones, no pudimos contener
  la explosión de nuestro enojo, y con durísimas palabras increpamos
  al jefe de la gendarmería. Este, después de amenazarnos, pareció
  aplacarse, comprendiendo sin duda la justicia de nuestra reclamación,
  y al fin, después de vacilar, vino a decir en suma que el alojamiento
  no era cuenta suya. Por último, el cochero, con orden o por simple
  tolerancia del jefe de la fuerza, introdujo en la cuadra una cama en
  que descansó algunas horas el desgraciado enfermo, cuya prodigiosa
  resistencia parecía tocar ya al último límite.
  A la mañana siguiente, cuando nos poníamos de nuevo en marcha,
  aparecieron unos guardias a caballo que traían una orden para el jefe
  que nos conducía, y abriendo el pliego en nuestra presencia, nos dio
  a conocer su contenido, el cual no era otra cosa sino que _Monsieur
  Álvarez_ debía volver a España. Esto nos alegró sobremanera, por la
  esperanza de ver pronto a la patria querida, y hasta sospechamos si,
  apiadados de nuestra desgracia, se dispondrían aquellos caballeros a
  dejarnos en libertad luego que traspasásemos la frontera. Los frailes
  y la gente de tropa que no pertenecía a la comitiva del enfermo,
  creyéronse también destinados a pisar pronto el suelo español, y
  mostráronse muy alegres; pero los gendarmes al punto les sacaron de su
  risueño error, mandándoles seguir adelante, por Francia adentro. Nos
  despedimos de ellos tiernamente, recogiendo encargos, recados, cartas
  y amorosas memorias de familia, y volvimos la cara al Pirineo. D.
  Mariano, al saber que se variaba de rumbo, dijo:
  --«_Como no me vuelvan al Castillet de Perpiñán, llévenme a donde
  quieran._»
  Excuso enumerar los miserables aposentamientos, los crueles tratos
  que se sucedieron desde Sitjans a la frontera española. Ni sé cómo
  por tanto tiempo y a tan repetidos golpes resistió la naturaleza del
  hombre contra quien se desplegaba tan gran lujo de maldad. Por último,
  señores, concluiré refiriendo a ustedes la última escena de aquel
  terrible _via crucis_, la cual ocurrió en la misma frontera, un poco
  más allá de Pertús. Es el caso que cuando con el mayor gozo habíamos
  pisado la tierra de España, se presentaron unos guardias a caballo con
  nuevas órdenes para los gendarmes. El jefe mostrose muy contrariado,
  y habiéndose trabado ligera reyerta entre este y uno de los portadores
  del oficio, oímos esta frase, que, aunque dicha en francés, fácilmente
  podía ser comprendida:
  --_Monsieur Álvarez_ debe volver, pero los edecanes y asistentes no.
  Al punto comprendimos que se nos quería separar de nuestro idolatrado
  General, dejándonos a todos en Francia, mientras a él se le llevaba
  otra vez solo, enteramente solo, al castillo de Figueras. Esto causó
  desolación en la pequeña comitiva. Satué, cerrando los puños y
  vociferando como un insensato, dijo que antes se dejaría hacer pedazos
  que abandonar a su General; otros, creyendo mal camino para convencer a
  nuestros conductores el de la amenaza y la cólera, suplicamos al jefe
  de los gendarmes que nos dejase seguir. El mismo enfermo indicó que si
  se le separaba de sus fieles compañeros de desgracia, la residencia
  en España le sería tan insoportable al menos como la prisión en el
  Castillet. Suplicamos todos en diverso estilo que nos dejasen asistir
  y consolar a nuestro querido Gobernador; pero esto fue inútil. Como
  complemento de los mil martirios que con refinado ingenio habían
  aplicado al héroe, quisieron someter su grande alma a la última prueba.
  Ni su enfermedad penosísima, ni sus años, ni la presunción de su
  muerte, que se creía próxima y segura, les movieron a lástima; tanta
  era la rabia contra aquel que había detenido durante siete meses frente
  a una ciudad indefensa a más de cuarenta mil hombres, mandados por
  los primeros generales de la época; que no había sentido ni asomos
  de abatimiento ante una expugnación horrorosa en que jugaron once mil
  novecientas bombas, siete mil ochocientas granadas, ochenta mil balas,
  y asaltos de cuyo empuje se puede juzgar considerando que los franceses
  perdieron en todos ellos veinte mil hombres.
  Cansados de inútiles ruegos, pedimos al fin que se permitiera acompañar
  y servir al General a uno de nosotros, para que al menos no careciese
  aquel de la asistencia que su estado exigía; pero ni esto se nos
  concedió. La agria disputa inspiró al mismo Álvarez las palabras
  siguientes:
  --«_Todas estas son estratagemas de que se valen los franceses para
  mortificar a aquel a quien no han podido hacer bajar la espalda._»
  Bruscamente nos quisieron apartar del coche en que iba; pero
  atropellando a los que nos lo impedían, nos abalanzamos sobre él,
  y unos por un costado, otros por el opuesto, le besamos las manos
  regándolas con nuestras lágrimas. Satué se metió violentamente dentro
  del coche, y los gendarmes le sacaron a viva fuerza, amenazándole con
  fusilarle allí mismo si no se reportaba en las manifestaciones de
  su dolor. El General, despidiéndonos con ánimo sereno, nos dijo que
  renunciásemos a una inútil resistencia, conformándonos con nuestra
  suerte; añadió que él confiaba en el próximo triunfo de la causa
  nacional, y que, aun sintiéndose próximo a morir, su alma se regocijaba
  con aquella idea. Recomendonos la prudencia, la conformidad, la
  resignación, y él mismo dio a sus conductores la orden de partir, para
  poner pronto fin a una escena que desgarraba su corazón lo mismo que el
  nuestro. El cupé partió a escape, y nos quedamos en Francia, sujetados
  por los gendarmes, que nos ponían sus fusiles en el pecho para impedir
  las demostraciones de nuestra ira. Seguimos desesperados y con los ojos
  llenos de lágrimas el coche que se perdía poco a poco entre la bruma, y
  cuando dejamos de verle, Satué, bramando de ira, exclamó:
  --Se lo llevaron esos perros; se lo llevan para matarle sin que nadie
  lo vea.
  
  
  XXVI
  
  Imposible pintar a ustedes nuestra profunda consternación al vernos
  esclavos de Francia, y considerando la situación del desgraciado
  Álvarez, solo, en poder de sus verdugos. Nuestra propia suerte de
  prisioneros nos causaba menos pesar que la de aquel heroico veterano,
  condenado por su valor sublime a ser juguete de una cruel soldadesca, a
  quien le entregaron para que se divirtiese martirizándole.
  Encerráronnos en Pertús en una inmunda cuadra, donde con centinelas de
  vista nos tuvieron hasta el día siguiente, en cuya alborada, cuando
  nos llevaban fuera del pueblo, verificamos un acto honroso, con el
  cual quiero poner fin a mi narración. Allí, sobre unas peñas desde
  las cuales se divisaban a lo lejos los cerros y vertientes de España,
  nos dimos las manos y juramos todos morir antes que resignarnos a
  soportar la odiosa esclavitud que la canalla quería imponernos. Desde
  aquel instante principiamos a concertar un hábil plan para fugarnos,
  cual tantos otros que, llevados a Francia, habían sabido volver por
  peligrosos caminos y medios a la patria invadida.
  Amigos míos: por no cansar a ustedes con prolijidades que solo a mí se
  refieren y a mis particulares cuitas, omito los pormenores de nuestra
  residencia en Francia, y de los medios que empleamos para regresar
  a España. Éramos seis, y solo tres volvimos. Los demás, cogidos
  _infraganti_, fueron fusilados, dos en Maurellas y uno en Boulou.
  ¿Alguno de los que me oyen no se ha visto en igual caso? ¡Cuántos
  de los que estamos aquí desataron sus manos de las cuerdas que los
  franceses han llevado a Francia después de la toma de Zaragoza o de
  Madrid! Con la relación de mis padecimientos en la frontera, de las
  diabluras y estratagemas que puse en juego para escaparme, y de las
  mil cosas que me sucedieron desde que pasé la frontera por Puigcerdá
  hasta unirme en el centro de España a esta división de Lacy en que
  ahora estoy, emplearía otras dos noches largas, pues todo el sitio de
  Gerona y las extravagancias de D. Pablo Nomdedeu no exigen más tiempo
  y espacio que los peligros, trapisondas, trabajos y terribles trances
  en que me he visto. Concluyo, pues, no sin dirigir una ojeada hacia
  atrás, como parecen exigírmelo mis raros oyentes, deseosos de saber qué
  fue de Siseta, así como de sus hermanos Badoret y Manalet.
  No estaría mi ánimo tranquilo si en tan largo plazo hubiese vivido sin
  saber de personas tan caras para mí. Antes de abandonar a Cataluña con
  intención de unirme al ejército del Centro, hallé medios para hacer
  llegar a Gerona noticias mías, y Dios me deparó el consuelo de que
  también vinieran a mí verdaderas y frescas. Los tres hermanos siguen
  allí sanos y buenos en compañía de la señorita Josefina, que en ellos
  ve toda su familia, y el único consuelo de sus tristes días. La hija
  del doctor no ha recobrado por completo la salud, ni desgraciadamente
  la recobrará, según me dicen. Ha tenido inclinación a entrar en un
  convento; mas Siseta procura arrancarle sus melancolías, y la induce
  a que aspire al matrimonio en la seguridad de encontrar buen esposo.
  No demuestra, sin embargo, Josefina disposición a seguir este consejo,
  y gusta de embeber su vida en contemplaciones de la Naturaleza y de
  la Religión, que son sin duda el alimento más apropiado a su pobre
  espíritu huérfano y solitario.
  Siseta y sus hermanos aguardan a que yo me retire del ejército para
  marchar a la Almunia, donde tengo mis tierras, consistentes en dos
  docenas de cepas, y un número no menor de frondosos olivos, y por mi
  parte pido a Dios que nos libre al fin de franceses, para poder soltar
  el grave peso de las armas y tornar a mi pueblo, donde no pienso hacer
  al tiempo de mi llegada otra cosa de provecho más que casarme.
  Con lo que Siseta ha heredado y lo que yo poseo, tenemos lo suficiente
  para pasar con humilde bienestar y felicidad inalterable la vida, pues
  no me mortifica el escozor de la ambición, ni aspiro a altos empleos,
  a honores vanos ni a la riqueza, madre de inquietudes y zozobras. Hoy
  peleo por la patria, no por amor a los engrandecimientos de la milicia,
  y de todos los presentes soy quizás el único que no sueña con ser
  general.
  Otros anhelan gobernar el mundo, sojuzgar pueblos y vivir entre el
  bullicio de los ejércitos; pero yo, contento con la soledad silenciosa,
  no quiero más ejército que los hijos que espero ha de darme Siseta.
   * * * * *
  Así acabó su relación Andresillo Marijuán. La he reproducido con toda
  fidelidad en su parte esencial, valiéndome como de poderoso auxiliar
  del manuscrito de D. Pablo Nomdedeu, que aquel mi buen amigo me regaló
  más tarde cuando asistí a su boda. Repito lo que dije al comenzar
  el libro, y es que las modificaciones introducidas en esta relación
  afectan solo a la superficie de la misma, y la forma de expresión
  es enteramente mía. Tal vez haya perdido mucho la leyenda de Andrés
  al perder la sencillez de su tosco estilo; pero yo tenía empeño en
  uniformar todas las partes de esta historia de mi vida, de modo que en
  su vasta longitud se hallase el trazo de una sola pluma.
  Cuando Marijuán calló, algunos de los presentes dieron interpretaciones
  diversas al encierro de D. Mariano Álvarez en el castillo de Figueras;
  y como ya desde antes de entrar en Andalucía habíamos sabido la
  misteriosa muerte del insigne capitán, la figura más grande sin duda
  de las que ilustraron aquella guerra, cada cual explicó el suceso de
  distinto modo.
  --Dícese que le envenenaron --afirmó uno-- en cuanto llegó al castillo.
  --Yo creo que Álvarez fue ahorcado --opinó otro--, pues el rostro
  cárdeno e hinchado, según aseguran los que vieron el cadáver de Su
  Excelencia, indica que murió por estrangulación.
  --Pues a mí me han dicho --añadió un tercero--, que le arrojaron a la
  cisterna del castillo.
  --Hay quien afirma que le mataron a palos.
  --Pues no murió sino de hambre, y parece que desde su llegada fue
  encerrado en un calabozo, donde le tuvieron tres días sin alimento
  alguno.
  --Y cuando le vieron bien muerto, y se aseguraron de que no volvería
  a hacer otra como la de Gerona, expusiéronle en unas parihuelas a la
  vista del pueblo de Figueras, que subió en masa a contemplar el cuerpo
  del grande hombre.
  Discutimos largo rato, sin poder poner en claro la clase de muerte que
  había arrebatado del mundo a aquel inmortal ejemplo de militares y
  patriotas; pero como su fin era evidente, convinimos, por último, en
  que el esclarecimiento del medio empleado para exterminar tan terrible
  enemigo del poder imperial, afectaba más al honor francés que al
  ejército español, huérfano de tan insigne jefe. Y si verdaderamente
  fue asesinado, como se ha venido creyendo desde entonces acá, la
  responsabilidad de los que toleraron sin castigarla tan atroz barbarie,
  bastaría a exceptuar entonces a Francia de la aplicación de las leyes
  de la guerra en lo que tienen de humano. Que murió violentamente parece
  indudable, y mil indicios corroboran una opinión que los historiadores
  franceses no han podido con ingeniosos esfuerzos destruir. No es
  creíble que órdenes de París impulsaran este horrible asesinato; pero
  un poder que, si no disponía, toleraba tan salvajes atentados, merecía
  indisputablemente las amarguras y horrendas caídas que experimentó
  luego. La soberbia enfatuada y sin freno perpetra grandes crímenes
  ciegamente, creyendo realizar actos marcados por ilusorio destino.
  Los malvados en grande escala que han tenido la suerte o la desgracia
  de que todo un continente se envilezca arrojándose a sus pies, llegan
  a creer que están por encima de las leyes morales, reguladoras según
  su criterio tan solo de las menudencias de la vida. Por esta causa
  se atreven tranquilamente, y sin que su empedernido corazón palpite
  con zozobra, a violar las leyes morales, ateniéndose para ello a mil
  fútiles y movedizas reglas que ellos mismos dictaron llamándolas
  razones de Estado, intereses de esta o de la otra nación; y a veces, si
  se les deja, sobre el vano eje de su capricho o de sus pasiones hacen
  mover y voltear a pueblos inocentes, a millares de individuos que solo
  quieren el bien. Verdad es que parte de la responsabilidad corresponde
  al mundo, por permitir que media docena de hombres o uno solo jueguen
  con él a la pelota.
  Desarrollados en proporciones colosales los vicios y los crímenes,
  se desfiguran en tales términos que no se les conoce; el historiador
  se emboba engañado por la grandeza óptica de lo que en realidad es
  pequeño, y aplaude y admira un delito tan solo porque es perpetrado en
  la extensión de todo un hemisferio. La excesiva magnitud estorba a la
  observación lo mismo que el achicamiento, que hace perder el objeto en
  las nieblas de lo invisible. Digo esto, porque, a mi juicio, Napoleón I
  y su imperio efímero, salvo el inmenso genio militar, se diferencian de
  los bandoleros y asesinos que han pululado por el mundo cuando faltaba
  policía, tan solo en la magnitud. Invadir las naciones, saquearlas,
  apropiárselas, quebrantar los tratados, engañar al mundo entero, a
  reyes y a pueblos, no tener más ley que el capricho, y sostenerse en
  constante rebelión contra la humanidad entera, es elevar al máximum de
  desarrollo el mismo sistema de nuestros famosos caballistas. Ciertas
  voces no tienen en ningún lenguaje la extensión que debieran, y si
  despojar a un viajante de su pañuelo se llama _robo_, para expresar la
  tala de una comarca, la expropiación forzosa de un pueblo entero, los
  idiomas tienen pérfidas voces y frases con que se llenan la boca los
  diplomáticos y los conquistadores, pues nadie se avergüenza de nombrar
  los _grandiosos planes continentales, la absorción de unos pueblos
  por otros..._, etc. Para evitar esto debiera existir (no reírse) una
  policía de las naciones, corporación en verdad algo difícil de montar.
  Pero entre tanto tenemos a la Providencia, que al fin y al cabo sabe
  poner a la sombra a los merodeadores en grande escala, devolviendo a
  sus dueños los objetos perdidos y restableciendo el imperio moral, que
  nunca está por tierra largo tiempo.
  Perdónenme mis queridos amigos esta digresión. No pensaba hacerla; pero
  al hablar de la muerte del incomparable D. Mariano Álvarez de Castro,
  el hombre, entre todos los españoles de este siglo, que a más alto
  extremo supo llevar la aplicación del sentimiento patrio, no he podido
  menos de extender la vista para observar todo lo que había en derredor,
  encima y debajo de aquel cadáver amoratado que el pueblo de Figueras
  contempló en el patio del castillo una mañana del mes de enero de 1810.
  Aquel asesinato, si realmente lo fue, como se cree, debía traer grandes
  catástrofes a quien lo perpetró o consintió, y no importa que los
  criminales, cada vez más orgullosos, se nos presentaran con aparente
  impunidad, porque ya vemos que el mucho subir trae la consecuencia de
  caer de más alto, de lo cual suele resultar el estrellarse.
  
  
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