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Gerona - 02
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de la pérdida del excelente Sr. Mongat, subió a su casa, rogándome que
le acompañara. Yo tenía costumbre de ir todas las mañanas a referirle
lo que se decía en los cuerpos de guardia, y estas visitas tenían para
mí el doble atractivo de contar lo que sabía, y de oír las agradables
pláticas del Sr. Nomdedeu, hombre con quien no se hablaba una sola vez
sin sacar alguna enseñanza provechosa.
II
El Sr. D. Pablo Nomdedeu era médico. No pasaba de los cuarenta y cinco
años; pero los estudios o penas domésticas, para mí desconocidas,
habían trabajado en tales términos su naturaleza, que aparentaba
mucho más del medio siglo. Era acartonado, enjuto, amarillo, con gran
corva en la espina dorsal, y la cabeza salpicada de escasos pelos
rubios y blancos, como yerba que nace al azar en ingrata tierra.
Todo anunciaba en él debilidad y prematura vejez, excepto su mirar
penetrante, imagen del alma enérgica y del entendimiento activo. Vivía
en apacible medianía, sin lujo, pero también sin pobreza; muy querido
de sus paisanos, consagrado fuera de casa a los enfermos del hospital,
y dentro de ella al cuidado de su hija única, enferma también de
doloroso e incurable mal. Para que ustedes acaben de conocer a aquel
apreciable sujeto, me falta decirles que Nomdedeu era un hombre de gran
saber y de mucha amenidad en su sabiduría. Todo lo observaba, y no se
permitía ignorar nada, de modo que jamás ha existido un hombre que
más preguntase. Yo no creí que los labios preguntasen tonterías de las
que no ignora un rústico; pero él me dijo varias veces que la ciencia
de los libros no valdría nada, si no se cursase el doctorado de la
conversación con toda clase de personas.
De su casa poco diré. Era tan humilde como decente. Muchos libros;
algunas estampas francesas de anatomía, emparejadas con otras
de santos, y bastantes cuadros que ostentaban detrás del vidrio
innumerables yerbas secas con sendos letreros manuscritos al pie. Pero
lo que principalmente impresionaba mi ánimo al subir a casa del Sr.
Nomdedeu, era una criatura tierna y sensible, una belleza consumida y
marchita, una triste vida que junto a la ventanita abierta al mediodía
quería prolongarse absorbiendo los rayos del sol. Me refiero a la
desgraciada Josefina, hija del insigne hombre que he mencionado, la
cual, enferma y postrada, se me representaba como las flores secas
guardadas por el doctor detrás de un vidrio. Josefina había sido
hermosa; pero perdidos algunos de sus encantos, otros se habían
sublimado en aquel descendente crepúsculo que iba difundiendo sobre
ella las sombras de la muerte. Inmóvil en un sillón, su aspecto era por
lo común el de una absoluta indiferencia. Cuando su padre entró conmigo
el día a que me refiero, Josefina no respondió a sus caricias con una
sola palabra. Nomdedeu me dijo:
--Su existencia de plomo está pendiente de una hebra de seda.
Pronunció estas palabras en voz alta y delante de ella, porque Josefina
estaba completamente sorda.
--El profundo silencio que la rodea --continuó el padre--, es
favorable a su salud, porque siendo su mal un desarrollo excesivo de
la sensibilidad, todo lo que disminuya las impresiones exteriores,
aumentará el reposo, a que debe esa lánguida y decadente vida. No
espero salvarla, y todo mi afán consiste hoy en embellecer sus días,
fingiendo que nos hallamos rodeados de felicidades y no de peligros.
Desearía llevarla al campo; pero el deber y el patriotismo me obligan a
no abandonar el cuidado del hospital, cuando nos amenaza un cerco, que
parece va a ser más riguroso que los dos primeros. Dios nos saque en
bien. ¿Conque se murió ese pobre Sr. Mongat?
--Sí, señor --respondí--; y ahí tiene usted cuatro huérfanos desvalidos
que pedirían limosna por las calles de Gerona, si yo no estuviera
decidido a quitarme el pan de la boca para dárselo.
--Dios te premiará tu generosidad. Yo también haré lo que pueda por
esos infelices. Siseta parece una buena muchacha, y sube algunas
veces a acompañar a mi hija. Dile que venga más a menudo, y hoy mismo
encargaré a la señora Sumta[3] que les dé a los hijos de Cristòful
Mongat todo lo que sobre en la casa. Pero cuéntame: ¿qué has oído en el
cuerpo de guardia? Antes dime lo que ha ocurrido en esa expedición a
Santa Coloma de Farnés. ¿Fuiste allá?
[3] Lo mismo que Asunción.
--Sí, señor; mas no nos ocurrió nada de particular. Los franceses
se nos presentaron en la tarde del 24 de Abril; pero como éramos
pocos, y no llevábamos por objeto el batirnos con ellos, sino traer
provisiones a Gerona, luego que cargamos los carros y las mulas, nos
vinimos para acá con D. Enrique O’Donnell. Los _cerdos_[4] dominan toda
la Segarra, pero los somatenes les hacen perder mucha gente, y para
abastecerse pasan la pena negra. El General francés Pino mandó hace
poco un batallón a San Martín en busca de víveres. Al llegar el coronel
pidió al alcalde para el día siguiente de madrugada cierto número de
raciones de tocino (porque abundan en aquel pueblo los animalitos de
la vista baja); y como el batallón estaba cansado, dioles boletas de
alojamiento, distribuyendo a los soldados en las casas de los vecinos.
El alcalde aparentó deseo de servir al señor coronel, y al anochecer el
pregonero salió por las calles gritando: «_Eixa nit a las dotse, cada
vehí matará son porch._»
[4] En Cataluña, durante la invasión, llamaban a los franceses
_porchs_.
--Y cada vecino mató su francés.
--Así parece, señor, y así me lo contaron en el camino; pero no
respondo de que sea verdad, aunque la gente de San Martín es capaz de
eso. Luego que hicieron su matanza, escondieron armas, morriones y
cuanto pudiera descubrirlos; y cuando se presentó el General Pino,
trataron de probarle que _allí no había estado nadie_.
--¿Sabes, Andrés --me dijo Nomdedeu--, que esto parece cosa de cuento?
--Séalo o no --repuse--, con estos y otros cuentos se anima la gente.
Los _cerdos_ están ya sobre Gerona, y esta mañana les hemos visto
en los altos de Costa-Roja. Aquí dentro no somos más que cinco mil
seiscientos hombres, que no son bastantes para defender la mitad de
los fuertes. De estos, el que no se ha caído ya es porque no se le ha
dado licencia. Si Zaragoza, que tenía dentro de murallas cincuenta mil
hombres, ha caído al fin en poder del francés, ¿qué va a hacer Gerona
con cinco mil seiscientos?
--Ya serán algunos más --dijo Nomdedeu paseándose por la habitación con
la inquietud nerviosa y retozona que se apoderaba de él hablando de las
cosas de la guerra--. Todos los vecinos de Gerona toman las armas, y
hoy mismo se están formando en el claustro de San Félix las listas de
las ocho compañías que componen la _Cruzada gerundense_. Yo he querido
afiliarme; pero como médico, cuyos servicios no pueden reemplazarse,
me han dejado fuera con sentimiento mío. También se está formando hoy
el batallón de señoras, de que es coronela Doña Lucía Fitz-Gerard: ¿la
conoces? En verdad te digo, amigo Andrés, que en medio de la pena que
causa el considerar los desastres que nos amenazan, se alegra uno al
ver los belicosos preparativos que tanto enaltecen al vecindario de
esta ciudad.
Mientras esto decíamos, expresándonos uno y otro con bastante
exaltación, Josefina fijaba en nosotros los ojos sorprendida y
aterrada, y atendía a nuestros gestos, dando a conocer que los
comprendía tan bien como la misma palabra. Advirtiolo su padre, y
volviéndose a ella, la tranquilizó con ademanes y sonrisas cariñosas,
diciéndome:
--La pobrecita ha comprendido al instante que estamos hablando de la
guerra. Esto le causa un terror extraordinario.
La enferma tenía delante de sí, en una mesilla de pino, un gran pliego
de papel con plumas y tintero. La escritura servía a hija y padre de
medio de comunicación.
Nomdedeu, tomando la pluma, escribió:
«Hija mía, no tengas miedo. Hablábamos de las bandadas de palomas que
vio ayer Andresillo en Pedret. Dice que mató todas las que quiso, y
que te traerá un par esta tarde. No, no temas, hija mía, no volverá a
haber más sitios en Gerona. ¡Si se ha concluido la guerra! Pues qué,
¿no lo sabías? Esas noticias ha traído el Sr. Andresillo. Verdad que
se me había olvidado contártelo. Estamos en paz. Veremos si mañana
puedes salir a dar un paseo por Mercadal. Iremos a Castellá la semana
que entra. ¡Dice nostramo Mansió que están los rosales tan cargados
de rosas!... ¿Pues y los cerezos? Este año habrá tanta cereza, que no
sabremos qué hacer de ella. He mandado que pongan dos colmenas más,
y parece que dentro de un mes la vaca tendrá su cría. A la gallina
pintada se le ha puesto una buena echadura con seis o siete huevos
de pata. Dentro de diez días los sacará a todos, y dará gusto ver a
esa familia.»
Luego que esto escribió, volviose a mí el Sr. D. Pablo, y procurando
disimular su aflicción, me dijo:
--De este modo la voy engañando, para arrancar su ánimo a la tristeza.
Si ella supiera que mi casa de campo con todas las plantas y los
animalitos que allí tenía no existe ya... Los franceses no han dejado
piedra sobre piedra. ¡Pobre de mí! Rodeado de desastres; amenazado,
como todos los gerundenses, de los horrores de la guerra, del hambre y
de la miseria, tengo que fingir junto a esta niña infeliz un bienestar
y una paz que está muy lejos de nosotros, y he de ocultar la amargura
de mi corazón destrozado, mintiendo como un histrión. Pero así ha
de ser. Tengo la convicción de que si mi hija llegase a conocer la
situación en que nos encontramos, y tuviese conocimiento del bombardeo
y de las escaseces que nos amagan, su muerte sería inmediata; y quiero
prolongarle la vida todo el tiempo que me sea posible, porque confío
en que si algún día Dios y San Narciso resuelven poner fin a las
desgracias de esta ciudad, podré salir de Gerona y llevarla a disfrutar
la vida del campo, única medicina que la aliviará.
Josefina, al concluir de leer el papel, movió tristemente la cabeza en
señal de incredulidad, y luego dijo:
--Pues marchémonos mañana a Castellá.
--Este sí que es apuro --me dijo Nomdedeu, tomando la pluma para
contestar a su hija--. ¿Qué le voy a decir?
Pero sin detenerse, escribió:
«Hija mía, ten un poco de paciencia. El tiempo, que parece bueno,
está muy malo, y mañana ha de llover. Yo lo conozco por lo que dicen
mis libros. Además tengo que hacer en el hospital durante algunos
días.»
Entonces la enferma, que sin duda se fatigaba hablando o no tenía gusto
en pronunciar palabras que no oía, tomó también la pluma, y con rapidez
nerviosa trazó lo siguiente:
«Andrés está hablando de batallas.»
--¡No, no, señorita Josefina! --exclamé yo a gritos, pues es costumbre
instintiva alzar la voz delante de los sordos, aun sabiendo que estos
no nos pueden oír.
«Precisamente --escribió D. Pablo--, ahora me estaba diciendo que le
van a dar la licencia, porque ya no se necesitan soldados. ¡Gracias
a Dios que se han acabado esas malditas guerras!... Hija mía, esta
tarde vendrán aquí algunos amigos para que bailen la sardana y te
distraigan un rato. ¿Por qué no sigues tu lectura?»
Y luego puso en manos de su hija un tomo, que era la primera parte del
_Quijote_, el cual abrió ella por donde lo tenía marcado, comenzando a
leer tranquilamente.
III
Nomdedeu, llevándome junto a la ventana, me dijo:
--La idea de la guerra y del bombardeo le causa mucho horror. Es
natural que así sea, puesto que de una fuerte y dolorosa impresión de
miedo proviene su desorden nervioso y la pasión de ánimo que la tiene
en tan lamentable estado. En el segundo sitio, amigo Andrés, puedo
decir que perdí a mi querida niña, único consuelo mío en la tierra. Ya
sabes que llegó aquí el bárbaro Duhesme a mediados de julio del año
pasado, cuando dijo aquellas arrogantes palabras: _El 24 llego, el 25
la ataco, el 26 la tomo, y el 27 la arraso._ Hombre que tales bravatas
decía igualándose a César, era forzosamente un necio. Llegó, en efecto,
y atacó; pero no pudo tomar ni arrasar cosa alguna, como no fuese su
propia soberbia, que quedó por tierra ante esos muros. Tenía nueve mil
hombres, y aquí dentro apenas pasaban de dos mil, con los paisanos
que se habían armado a toda prisa. Duhesme puso cerco a la plaza, y
abiertas trincheras contra Montjuich y los fuertes del Este y Mercadal,
el 13 empezó a bombardearnos sin piedad. El 16 intentaron asaltar el
Montjuich; pero sí... para ellos estaba. El regimiento de Ultonia lo
defendía... Pero voy a mi objeto. Como te iba diciendo, mi pobre niña
perdió el sosiego, y su espanto la tenía en vela de día y de noche.
Su estado de excitación, junto con la resistencia a tomar alimento,
la puso a punto de morir. Figúrate mi pena y la de mi sobrino. Porque
he de advertirte que yo tenía un sobrino llamado Anselmo Quixols,
hijo de mi hermana Doña Mercedes, residente en La Bisbal. No sé si
sabrás que mi hermana y yo teníamos concertado casar a Anselmo con
Josefina, enlace que era muy agradable a entrambos muchachos, porque
desde algunos meses antes habían gastado algunas manos de papel en
escribirse cartas, y díchose mil amorosas palabras en honesto lenguaje.
Entonces vivíamos en la calle de la Neu, muy cerca de la plaza. El
día 15 habíamos bajado al portal, donde nos creíamos más seguros del
bombardeo, y estábamos comiendo en compañía de Anselmo, que por breve
rato dejó el servicio para venir a informarse de nuestra situación.
¡Ay, amigo Andrés! ¡Qué día, qué momento! Una bomba penetró por el
techo, atravesó el piso alto, y horadando las tablas cayó en el bajo,
donde al estallar con horrible estruendo causó espantosos estragos.
Anselmo quedó muerto en el acto, atravesado por un casco el pecho;
mi fámulo fue mortalmente herido, y la señora Sumta también, aunque
sin gravedad. Yo recibí un golpe, y solo mi hija quedó aparentemente
ilesa; pero ¡qué trastorno en su organismo! ¡qué desquiciamiento,
qué horrible perturbación en su pobre alma! La horrenda explosión;
el súbito peligro; la muerte de su primo y futuro esposo a quien
recogimos del suelo en el momento de expirar; el riesgo que corríamos
con el incendio de la casa, hirieron con golpe tan rudo su naturaleza
endeble y resentida, que desde entonces mi hija, aquella muchacha
amable, graciosa y discreta, dejó de existir, y en su lugar dejome
el cielo esta desvalida y lastimosa criatura, cuyos padecimientos
más me duelen a mí que a ella propia; esta vida se me va aniquilando
entre el dolor y la melancolía, sin que nada pueda reanimarla. En el
primer momento de la catástrofe, Josefina se quedó como si hubiera
perdido la razón. A pesar de nuestros esfuerzos por sujetarla, salió
corriendo a la calle, y sus lamentos dolorosos detenían al pasajero
y contristaban al invencible soldado. Seguímosla, y llamándola sin
cesar con las palabras más cariñosas, intentábamos llevarla a sitio
seguro donde se tranquilizase; pero Josefina no nos oía. En su cerebro,
agitado por hirviente excitación, reinaba el silencio absoluto. Yo
creí que no sobrevivía a aquel trastorno; pero ¡ay, Andresillo!
vive, gracias a mis cuidados, a mi vigilante y previsor estudio por
salvarla. Ha permanecido en cama todo el invierno. Ya ves cómo está.
¿Vivirá? ¿Alargará sus tristes días hasta el verano? ¿Podré salir de
Gerona dentro de algunos meses, si resistimos el asedio y se van los
franceses? ¿Qué suerte nos destina Dios en los días que vienen? ¡Pobre
niñita mía! Inocente y débil, sufrirá los horrores del sitio tal vez
mejor que nosotros los fuertes. No sé qué daría por que esta situación
terminara pronto, permitiéndome salir una temporada de campo con mi
pobre enferma. Pero figúrate lo que dirían de mí si ahora escapase de
Gerona. No lo quiero pensar. Me llamarían cobarde y mal patriota. En
verdad, muchacho, que no sé cuál de estos dos calificativos me lastima
más. ¡Cobarde o mal patriota! No... aquí, señor de Nomdedeu, señor
médico del hospital; aquí, en Gerona, al pie del cañón, con la venda
en la mano y el bisturí en la otra para cortar piernas, sacar balas,
vendar llagas y recetar a calenturientos y apestados. Vengan granadas
y bombas.. Puede que se muera mi hija; puede que la débil luz de esta
lamparita se apague, no solo por falta de aceite, sino por falta de
oxígeno; morirá de terror, de consunción física, de hambre; pero ¡qué
vamos a hacer! ¡Si Dios lo dispone así!...
Diciendo esto, D. Pablo, vuelto hacia los cristales del balcón, se
limpiaba las lágrimas con un pañuelo encarnado tan grande como una
bandera.
IV
Por la noche, después de hacer la guardia en la Torre Gironella, volví
a mi alojamiento y me encontré con una novedad. Pichota había parido,
sí, señores, y la familia de que orgullosamente me consideraba jefe, se
aumentó con tres criaturas, a las cuales era preciso mantener. No sé
si he hablado a ustedes de Pichota, hermosa gata parda con manchas, a
quien los tres muchachos profesaban un amor sin límites. Perdóneseme el
descuido por no haberla mencionado antes, y ahora solo falta decir que
al ver los tres retoños que nos había regalado, dije a Siseta:
--Es preciso que dos de estos caballeritos sean arrojados al Oñar,
porque no estamos para mantener a tanta gente. Luego que acaben de
mamar, será preciso una ración diaria para alimentarlos, y dicen que
vamos a andar escasos.
--Déjalos, hombre --me respondió--. Dios dará para todos, y si no
que se lo busquen ellos mismos. No faltará que comer en Gerona. Los
_cerdos_ no se meterán con ustedes, y hasta me parece que no se
atreverán a asomar las narices por acá.
--¡Quia, qué se han de atrever! --exclamé yo con festiva ironía--.
Nos tienen mucho miedo. Sube conmigo a la Torre Gironella, y verás
los mosquitos que andan allá por Levante y Mediodía. Franceses en San
Medir, Montagut y Costa Roja; franceses en San Miguel y en los Ángeles,
y, por variar, franceses en Montelibi, Pau y el llano de Salt. Ya
verás, prenda mía. Aquí somos seis mil quinientos hombres que no bastan
para empezar, y tenemos unas murallitas... ¡qué obras, válgame Dios! Da
miedo verlas. Figúrate que cuando los lagartos corren por entre las
piedras, estas se mueven y dan unas contra otras. No se puede hablar
recio junto a ellas, porque con el estremecimiento del sonido se caen
de su sitio. En fin, yo no sé lo que va a pasar cuando abran batería
los franceses y empiecen a bombardearnos.
La señora Sumta, ama de gobierno de Don Pablo Nomdedeu, que solía bajar
a darnos conversación en sus ratos de ocio, metió su hocico en nuestro
diálogo, diciendo:
--Tiene razón Andrés. Las murallas de los fuertes parecen una
almendrada hecha con azúcar sin punto. Mi difunto esposo, que de
Dios goce, y que hizo la campaña del Rosellón contra la república de
los _cerdos_, me decía varias veces: «Si no fuera porque está allí
San Fernando de Figueras con sus murallas de diamante, y aquí los
gerundenses con sus corazones de acero, todas las plazas del Ampurdán
caerían en poder de cualquier atrevido que pasase la frontera.» En fin,
lo de menos será la piedra, con tal que haya hombres de pecho y un buen
español que sepa mandarlos. ¿Y qué me dice usted, Sr. Andresillo, de
ese encanijado Gobernador que nos han puesto?
--D. Mariano Álvarez de Castro. Este fue el que no quiso entregar a
los franceses el Montjuich de Barcelona. Dicen que es hombre de mucho
temple.
--Pues no lo parece --repuso la señora Sumta--. Cuando nos mandaron acá
este sujeto en febrero y le vi, al punto le diputé por poca cosa. ¡Qué
se puede esperar de quien no levanta tanto así del suelo! El otro día
pasó junto a mí, y... créalo usted, no me llega al hombro. El tal D.
Mariano Álvarez de Castro me serviría de bastón. ¿Le ha visto usted la
cara? Es amarillo como un pergamino viejo, y parece que no tiene sangre
en las venas. ¡Qué hombres los del día! Quien conoció a aquel General
Ricardos, que no cabía por esa puerta, con un pecho y una espalda...
Daba gusto ver su cara redondita y sus carrillos como clavellinas...
--Señora Sumta --dije riendo--, cuando los generales tengan un oficio
semejante al de las amas de cría, entonces se podrá renegar de los que
sean flacos y encanijados.
--No, Andresillo, no digo eso --repuso la matrona--. Lo que digo es que
sin presencia no se puede mandar. Considera tú: cuando una ve a Doña
Lucía Fitz-Gerard, coronela del batallón de Santa Bárbara; cuando una
ve aquellas carnes, aquel andar imponente, dan ganas de correr tras
ella a matar franceses. Pero dime, Siseta, ¿no estás tú afiliada en el
batallón de Santa Bárbara?
--Yo, señora Sumta, no sirvo para eso --repuso mi futura esposa--.
Tengo miedo a los tiros.
--Es que nosotras no hacemos fuego, hija mía, al menos mientras estén
vivos los hombres. Llevar municiones, socorrer a los heridos, dar agua
a los artilleros, y si se ofrece, ir aquí o allí con una orden del
General: esta será nuestra ocupación. Ya les he dicho que cuenten
conmigo para todo, para todo, aunque sea para llevar la bandera del
batallón. De veras te digo, Andresillo, que es gran lástima no tener
mejores murallas, y un General menos amarillo y con algunos dedos más
de talla.
Yo me reía con las cosas de la señora Sumta, mujer tan amable como
entrometida, y lejos de enojarme sus barrabasadas, nos causaban sumo
gusto a Siseta y a mí, mayormente al ver que en sus visitas el ama de
gobierno de D. Pablo Nomdedeu no bajaba nunca sin traer algún condumio
para los huérfanos. A eso de las nueve se despidió para regresar a su
alojamiento, y entonces nos dijo:
--Ya la señorita ha de estar acostada. El señor acaba de entrar, y
ahora estará escribiendo su _Diario de todos los días_, uno al modo de
libro de coro, donde va apuntando lo que le pasa. ¡Ay! el amo confía
que la niña se curará, y yo, sin ser médico, digo y aseguro que si
alarga hasta que caigan las hojas, será mucho alargar... Ahora estamos
empeñados en hacerle creer que la semana que viene iremos a Castellá.
Sí, ¡buena temporada de campo nos espera! Bombas y más bombas. La niña
no se ha de enterar de nada, y el amo dice que aunque arda la ciudad
toda y caigan a pedazos las casas, Josefina no lo ha de conocer. Pues
digo, si los _cerdos_ aprietan el cerco, como se cuenta, y escasean
los víveres... Pero el amo tampoco quiere que la niña comprenda que
escasean las vituallas. Si tenemos hambre, capaz es mi señor Don Pablo
de cortarse un brazo y aderezar un guisote con él, haciendo creer a la
enferma que tenemos aquel día pierna de carnero. Bueno va, bueno va.
Adiós, Siseta; adiós, Andrés.
Cuando nos quedamos solos dije a mi futura, mirando a los gatitos:
--Sálvense los tres infantes de España. Si hay hambre en Gerona, la
carne de gato dicen que no es mala. ¡Ay, Siseta de mi corazón! ¡Cuándo
nos veremos fuera de estas murallas! ¡Cuándo se acabará esta maldita
guerra! ¡Cuándo estaremos tú y yo con los muchachos, Pichota y sus
niños, camino de la Almunia de Doña Godina! ¿Estará de Dios que no nos
sentaremos a la sombra de mis olivos mirando a las ramas para ver cómo
va cuajando la aceituna?
Hablando de este modo, me engolfaba en tristes presagios; pero Siseta,
con sus observaciones impregnadas de sentimiento cristiano, daba cierta
serenidad celeste a mi espíritu.
V
El 13 de junio, si no estoy trascordado, rompieron los franceses el
fuego contra la plaza, después de intimar la rendición por medio de un
parlamentario. Estaba yo en la Torre de San Narciso, junto al barranco
de Galligans, y oí la contestación de D. Mariano, el cual dijo que
recibiría a metrallazos a todo francés que en adelante volviese con
embajadas.
Estuvieron arrojando bombas hasta el día 25, y quisieron asaltar las
torres de San Luis y San Narciso, que destrozaron completamente,
obligándonos a abandonarlas el 19. También se apoderaron del barrio de
Pedret, que está sobre la carretera de Francia, y entonces dispuso el
Gobernador una salida para impedir que levantasen allí batería. Pero
exceptuando la salida y la defensa de aquellas dos torres, no hubo
hechos de armas de gran importancia hasta principios de julio, cuando
los dos ejércitos principiaron a disputarse rabiosamente la posesión de
Montjuich. Los franceses confiaban en que con este castillo lo tendrían
todo. ¿Creerán ustedes que solo había dentro del recinto nuevecientos
hombres, que mandaba D. Guillermo Nash? Los imperiales habían levantado
varias baterías, entre ellas una con veinte piezas de gran calibre,
y sin cesar arrojaban bombas a los del castillo, que rechazaron los
asaltos con obuses cargados con balas de fusil. Por cuatro veces se
echaron los _cerdos_ encima, hasta que en la última dijeron «ya no
más», y se retiraron, dejando sobre aquellas peñas la bicoca de dos
mil hombres entre muertos y heridos. No puedo apropiarme ni una parte
mínima de la gloria de esta defensa, porque la estuve presenciando
tranquilamente desde la Torre Gironella.
En todo el mes de julio siguieron los franceses haciendo obras para
aproximarse a la plaza, y viendo que no la podían tomar a viva fuerza,
ponían su empeño en impedir que nos entraran víveres. De este plan
comenzaron a resentirse los ya alarmados estómagos.
En casa de Siseta, sin reinar la abundancia, no se pasaba mal, y
con lo que yo les llevaba, unido a los frecuentes regalos del señor
D. Pablo Nomdedeu, iban tirando los desdichados habitantes de la
cerrajería. Verdad que yo me quedaba los más de los días mirando al
cielo para darles a ellos lo mío; pero el militar con un bocado aquí
y otro allí se mantiene, sostenido también por el espíritu, que toma
su substancia no sé de dónde. Yo tenía un placer inmenso al retirarme
a descansar unas cuantas horas o simplemente unos cuantos minutos, en
ver cómo trabajaba Siseta en su casa, arreglando por puro instinto
y nativo genio doméstico aquello que no tenía arreglo posible. Los
platos rotos eran objeto de una escrupulosa y diaria revisión, y la
vajilla más perfecta no habría sido puesta con mejor orden ni con tan
brillante aparato. En las alacenas, donde no había nada que comer, mil
chirimbolos de loza y lata, que fueron en sus buenos tiempos bandejas,
escudillas, soperas y jarros, aguardaban los manjares a que los destinó
el artífice, y los muebles desvencijados que apenas servían para arder
en una hoguera, adquirieron inusitado lustre con el tormento de los
diarios lavatorios y friegas a que la diligente muchacha los sujetaba.
--Mira, prenda mía --le decía yo--, se me figura que no vendrá ninguna
visita. ¿A qué te rompes las manos contra esa caoba carcomida y ese
pino apolillado que no sirve ya para nada? Tampoco viene al caso la
deslumbradora blancura de esas cortinas desgarradas y de esos manteles,
sobre los cuales, por desgracia, no chorreará la grasa de ningún pavo
asado.
Yo me reía, y hasta aparentaba burlarme de ella; pero entre tanto una
secreta satisfacción ensanchaba mi pecho, al considerar las eminentes
cualidades de la que había elegido para compañera de mi existencia. Un
día, después de hablar de estas cosas, subí a visitar al Sr. Nomdedeu,
y encontrele sumamente inquieto al lado de su hija, que seguía leyendo
el _Quijote_.
--Andrés --me dijo dulcificando su fisonomía para disimular con los
ojos lo que expresaban las palabras--, principian a faltar víveres de
un modo alarmante, y los franceses no dejan entrar en la plaza ni una
libra de habichuelas. Yo estoy decidido a comprar todo lo que haya, a
cualquier precio, para que mi hija no carezca de nada; pero si llegan a
faltar los alimentos en absoluto, ¿qué haré? He reunido bastantes aves;
pero dentro de un par de semanas se me concluirán. Las pobres están tan
flacas que da lástimas verlas. Amigo, ya sabes que desde hoy empezamos
a comer carne de caballo. ¡Bonito porvenir! Álvarez dice que no se
rendirá, y ha puesto un bando amenazando con la muerte al que hable de
capitulación. Yo tampoco quiero que nos rindamos... de ninguna manera;
pero ¿y mi hija? ¿Cómo es posible que su naturaleza resista los apuros
de un bloqueo riguroso? ¿Cómo puede vivir sin alimento sano y nutritivo?
La enferma arrojó el libro sobre la mesa, y al ruido del golpe volviose
le acompañara. Yo tenía costumbre de ir todas las mañanas a referirle
lo que se decía en los cuerpos de guardia, y estas visitas tenían para
mí el doble atractivo de contar lo que sabía, y de oír las agradables
pláticas del Sr. Nomdedeu, hombre con quien no se hablaba una sola vez
sin sacar alguna enseñanza provechosa.
II
El Sr. D. Pablo Nomdedeu era médico. No pasaba de los cuarenta y cinco
años; pero los estudios o penas domésticas, para mí desconocidas,
habían trabajado en tales términos su naturaleza, que aparentaba
mucho más del medio siglo. Era acartonado, enjuto, amarillo, con gran
corva en la espina dorsal, y la cabeza salpicada de escasos pelos
rubios y blancos, como yerba que nace al azar en ingrata tierra.
Todo anunciaba en él debilidad y prematura vejez, excepto su mirar
penetrante, imagen del alma enérgica y del entendimiento activo. Vivía
en apacible medianía, sin lujo, pero también sin pobreza; muy querido
de sus paisanos, consagrado fuera de casa a los enfermos del hospital,
y dentro de ella al cuidado de su hija única, enferma también de
doloroso e incurable mal. Para que ustedes acaben de conocer a aquel
apreciable sujeto, me falta decirles que Nomdedeu era un hombre de gran
saber y de mucha amenidad en su sabiduría. Todo lo observaba, y no se
permitía ignorar nada, de modo que jamás ha existido un hombre que
más preguntase. Yo no creí que los labios preguntasen tonterías de las
que no ignora un rústico; pero él me dijo varias veces que la ciencia
de los libros no valdría nada, si no se cursase el doctorado de la
conversación con toda clase de personas.
De su casa poco diré. Era tan humilde como decente. Muchos libros;
algunas estampas francesas de anatomía, emparejadas con otras
de santos, y bastantes cuadros que ostentaban detrás del vidrio
innumerables yerbas secas con sendos letreros manuscritos al pie. Pero
lo que principalmente impresionaba mi ánimo al subir a casa del Sr.
Nomdedeu, era una criatura tierna y sensible, una belleza consumida y
marchita, una triste vida que junto a la ventanita abierta al mediodía
quería prolongarse absorbiendo los rayos del sol. Me refiero a la
desgraciada Josefina, hija del insigne hombre que he mencionado, la
cual, enferma y postrada, se me representaba como las flores secas
guardadas por el doctor detrás de un vidrio. Josefina había sido
hermosa; pero perdidos algunos de sus encantos, otros se habían
sublimado en aquel descendente crepúsculo que iba difundiendo sobre
ella las sombras de la muerte. Inmóvil en un sillón, su aspecto era por
lo común el de una absoluta indiferencia. Cuando su padre entró conmigo
el día a que me refiero, Josefina no respondió a sus caricias con una
sola palabra. Nomdedeu me dijo:
--Su existencia de plomo está pendiente de una hebra de seda.
Pronunció estas palabras en voz alta y delante de ella, porque Josefina
estaba completamente sorda.
--El profundo silencio que la rodea --continuó el padre--, es
favorable a su salud, porque siendo su mal un desarrollo excesivo de
la sensibilidad, todo lo que disminuya las impresiones exteriores,
aumentará el reposo, a que debe esa lánguida y decadente vida. No
espero salvarla, y todo mi afán consiste hoy en embellecer sus días,
fingiendo que nos hallamos rodeados de felicidades y no de peligros.
Desearía llevarla al campo; pero el deber y el patriotismo me obligan a
no abandonar el cuidado del hospital, cuando nos amenaza un cerco, que
parece va a ser más riguroso que los dos primeros. Dios nos saque en
bien. ¿Conque se murió ese pobre Sr. Mongat?
--Sí, señor --respondí--; y ahí tiene usted cuatro huérfanos desvalidos
que pedirían limosna por las calles de Gerona, si yo no estuviera
decidido a quitarme el pan de la boca para dárselo.
--Dios te premiará tu generosidad. Yo también haré lo que pueda por
esos infelices. Siseta parece una buena muchacha, y sube algunas
veces a acompañar a mi hija. Dile que venga más a menudo, y hoy mismo
encargaré a la señora Sumta[3] que les dé a los hijos de Cristòful
Mongat todo lo que sobre en la casa. Pero cuéntame: ¿qué has oído en el
cuerpo de guardia? Antes dime lo que ha ocurrido en esa expedición a
Santa Coloma de Farnés. ¿Fuiste allá?
[3] Lo mismo que Asunción.
--Sí, señor; mas no nos ocurrió nada de particular. Los franceses
se nos presentaron en la tarde del 24 de Abril; pero como éramos
pocos, y no llevábamos por objeto el batirnos con ellos, sino traer
provisiones a Gerona, luego que cargamos los carros y las mulas, nos
vinimos para acá con D. Enrique O’Donnell. Los _cerdos_[4] dominan toda
la Segarra, pero los somatenes les hacen perder mucha gente, y para
abastecerse pasan la pena negra. El General francés Pino mandó hace
poco un batallón a San Martín en busca de víveres. Al llegar el coronel
pidió al alcalde para el día siguiente de madrugada cierto número de
raciones de tocino (porque abundan en aquel pueblo los animalitos de
la vista baja); y como el batallón estaba cansado, dioles boletas de
alojamiento, distribuyendo a los soldados en las casas de los vecinos.
El alcalde aparentó deseo de servir al señor coronel, y al anochecer el
pregonero salió por las calles gritando: «_Eixa nit a las dotse, cada
vehí matará son porch._»
[4] En Cataluña, durante la invasión, llamaban a los franceses
_porchs_.
--Y cada vecino mató su francés.
--Así parece, señor, y así me lo contaron en el camino; pero no
respondo de que sea verdad, aunque la gente de San Martín es capaz de
eso. Luego que hicieron su matanza, escondieron armas, morriones y
cuanto pudiera descubrirlos; y cuando se presentó el General Pino,
trataron de probarle que _allí no había estado nadie_.
--¿Sabes, Andrés --me dijo Nomdedeu--, que esto parece cosa de cuento?
--Séalo o no --repuse--, con estos y otros cuentos se anima la gente.
Los _cerdos_ están ya sobre Gerona, y esta mañana les hemos visto
en los altos de Costa-Roja. Aquí dentro no somos más que cinco mil
seiscientos hombres, que no son bastantes para defender la mitad de
los fuertes. De estos, el que no se ha caído ya es porque no se le ha
dado licencia. Si Zaragoza, que tenía dentro de murallas cincuenta mil
hombres, ha caído al fin en poder del francés, ¿qué va a hacer Gerona
con cinco mil seiscientos?
--Ya serán algunos más --dijo Nomdedeu paseándose por la habitación con
la inquietud nerviosa y retozona que se apoderaba de él hablando de las
cosas de la guerra--. Todos los vecinos de Gerona toman las armas, y
hoy mismo se están formando en el claustro de San Félix las listas de
las ocho compañías que componen la _Cruzada gerundense_. Yo he querido
afiliarme; pero como médico, cuyos servicios no pueden reemplazarse,
me han dejado fuera con sentimiento mío. También se está formando hoy
el batallón de señoras, de que es coronela Doña Lucía Fitz-Gerard: ¿la
conoces? En verdad te digo, amigo Andrés, que en medio de la pena que
causa el considerar los desastres que nos amenazan, se alegra uno al
ver los belicosos preparativos que tanto enaltecen al vecindario de
esta ciudad.
Mientras esto decíamos, expresándonos uno y otro con bastante
exaltación, Josefina fijaba en nosotros los ojos sorprendida y
aterrada, y atendía a nuestros gestos, dando a conocer que los
comprendía tan bien como la misma palabra. Advirtiolo su padre, y
volviéndose a ella, la tranquilizó con ademanes y sonrisas cariñosas,
diciéndome:
--La pobrecita ha comprendido al instante que estamos hablando de la
guerra. Esto le causa un terror extraordinario.
La enferma tenía delante de sí, en una mesilla de pino, un gran pliego
de papel con plumas y tintero. La escritura servía a hija y padre de
medio de comunicación.
Nomdedeu, tomando la pluma, escribió:
«Hija mía, no tengas miedo. Hablábamos de las bandadas de palomas que
vio ayer Andresillo en Pedret. Dice que mató todas las que quiso, y
que te traerá un par esta tarde. No, no temas, hija mía, no volverá a
haber más sitios en Gerona. ¡Si se ha concluido la guerra! Pues qué,
¿no lo sabías? Esas noticias ha traído el Sr. Andresillo. Verdad que
se me había olvidado contártelo. Estamos en paz. Veremos si mañana
puedes salir a dar un paseo por Mercadal. Iremos a Castellá la semana
que entra. ¡Dice nostramo Mansió que están los rosales tan cargados
de rosas!... ¿Pues y los cerezos? Este año habrá tanta cereza, que no
sabremos qué hacer de ella. He mandado que pongan dos colmenas más,
y parece que dentro de un mes la vaca tendrá su cría. A la gallina
pintada se le ha puesto una buena echadura con seis o siete huevos
de pata. Dentro de diez días los sacará a todos, y dará gusto ver a
esa familia.»
Luego que esto escribió, volviose a mí el Sr. D. Pablo, y procurando
disimular su aflicción, me dijo:
--De este modo la voy engañando, para arrancar su ánimo a la tristeza.
Si ella supiera que mi casa de campo con todas las plantas y los
animalitos que allí tenía no existe ya... Los franceses no han dejado
piedra sobre piedra. ¡Pobre de mí! Rodeado de desastres; amenazado,
como todos los gerundenses, de los horrores de la guerra, del hambre y
de la miseria, tengo que fingir junto a esta niña infeliz un bienestar
y una paz que está muy lejos de nosotros, y he de ocultar la amargura
de mi corazón destrozado, mintiendo como un histrión. Pero así ha
de ser. Tengo la convicción de que si mi hija llegase a conocer la
situación en que nos encontramos, y tuviese conocimiento del bombardeo
y de las escaseces que nos amagan, su muerte sería inmediata; y quiero
prolongarle la vida todo el tiempo que me sea posible, porque confío
en que si algún día Dios y San Narciso resuelven poner fin a las
desgracias de esta ciudad, podré salir de Gerona y llevarla a disfrutar
la vida del campo, única medicina que la aliviará.
Josefina, al concluir de leer el papel, movió tristemente la cabeza en
señal de incredulidad, y luego dijo:
--Pues marchémonos mañana a Castellá.
--Este sí que es apuro --me dijo Nomdedeu, tomando la pluma para
contestar a su hija--. ¿Qué le voy a decir?
Pero sin detenerse, escribió:
«Hija mía, ten un poco de paciencia. El tiempo, que parece bueno,
está muy malo, y mañana ha de llover. Yo lo conozco por lo que dicen
mis libros. Además tengo que hacer en el hospital durante algunos
días.»
Entonces la enferma, que sin duda se fatigaba hablando o no tenía gusto
en pronunciar palabras que no oía, tomó también la pluma, y con rapidez
nerviosa trazó lo siguiente:
«Andrés está hablando de batallas.»
--¡No, no, señorita Josefina! --exclamé yo a gritos, pues es costumbre
instintiva alzar la voz delante de los sordos, aun sabiendo que estos
no nos pueden oír.
«Precisamente --escribió D. Pablo--, ahora me estaba diciendo que le
van a dar la licencia, porque ya no se necesitan soldados. ¡Gracias
a Dios que se han acabado esas malditas guerras!... Hija mía, esta
tarde vendrán aquí algunos amigos para que bailen la sardana y te
distraigan un rato. ¿Por qué no sigues tu lectura?»
Y luego puso en manos de su hija un tomo, que era la primera parte del
_Quijote_, el cual abrió ella por donde lo tenía marcado, comenzando a
leer tranquilamente.
III
Nomdedeu, llevándome junto a la ventana, me dijo:
--La idea de la guerra y del bombardeo le causa mucho horror. Es
natural que así sea, puesto que de una fuerte y dolorosa impresión de
miedo proviene su desorden nervioso y la pasión de ánimo que la tiene
en tan lamentable estado. En el segundo sitio, amigo Andrés, puedo
decir que perdí a mi querida niña, único consuelo mío en la tierra. Ya
sabes que llegó aquí el bárbaro Duhesme a mediados de julio del año
pasado, cuando dijo aquellas arrogantes palabras: _El 24 llego, el 25
la ataco, el 26 la tomo, y el 27 la arraso._ Hombre que tales bravatas
decía igualándose a César, era forzosamente un necio. Llegó, en efecto,
y atacó; pero no pudo tomar ni arrasar cosa alguna, como no fuese su
propia soberbia, que quedó por tierra ante esos muros. Tenía nueve mil
hombres, y aquí dentro apenas pasaban de dos mil, con los paisanos
que se habían armado a toda prisa. Duhesme puso cerco a la plaza, y
abiertas trincheras contra Montjuich y los fuertes del Este y Mercadal,
el 13 empezó a bombardearnos sin piedad. El 16 intentaron asaltar el
Montjuich; pero sí... para ellos estaba. El regimiento de Ultonia lo
defendía... Pero voy a mi objeto. Como te iba diciendo, mi pobre niña
perdió el sosiego, y su espanto la tenía en vela de día y de noche.
Su estado de excitación, junto con la resistencia a tomar alimento,
la puso a punto de morir. Figúrate mi pena y la de mi sobrino. Porque
he de advertirte que yo tenía un sobrino llamado Anselmo Quixols,
hijo de mi hermana Doña Mercedes, residente en La Bisbal. No sé si
sabrás que mi hermana y yo teníamos concertado casar a Anselmo con
Josefina, enlace que era muy agradable a entrambos muchachos, porque
desde algunos meses antes habían gastado algunas manos de papel en
escribirse cartas, y díchose mil amorosas palabras en honesto lenguaje.
Entonces vivíamos en la calle de la Neu, muy cerca de la plaza. El
día 15 habíamos bajado al portal, donde nos creíamos más seguros del
bombardeo, y estábamos comiendo en compañía de Anselmo, que por breve
rato dejó el servicio para venir a informarse de nuestra situación.
¡Ay, amigo Andrés! ¡Qué día, qué momento! Una bomba penetró por el
techo, atravesó el piso alto, y horadando las tablas cayó en el bajo,
donde al estallar con horrible estruendo causó espantosos estragos.
Anselmo quedó muerto en el acto, atravesado por un casco el pecho;
mi fámulo fue mortalmente herido, y la señora Sumta también, aunque
sin gravedad. Yo recibí un golpe, y solo mi hija quedó aparentemente
ilesa; pero ¡qué trastorno en su organismo! ¡qué desquiciamiento,
qué horrible perturbación en su pobre alma! La horrenda explosión;
el súbito peligro; la muerte de su primo y futuro esposo a quien
recogimos del suelo en el momento de expirar; el riesgo que corríamos
con el incendio de la casa, hirieron con golpe tan rudo su naturaleza
endeble y resentida, que desde entonces mi hija, aquella muchacha
amable, graciosa y discreta, dejó de existir, y en su lugar dejome
el cielo esta desvalida y lastimosa criatura, cuyos padecimientos
más me duelen a mí que a ella propia; esta vida se me va aniquilando
entre el dolor y la melancolía, sin que nada pueda reanimarla. En el
primer momento de la catástrofe, Josefina se quedó como si hubiera
perdido la razón. A pesar de nuestros esfuerzos por sujetarla, salió
corriendo a la calle, y sus lamentos dolorosos detenían al pasajero
y contristaban al invencible soldado. Seguímosla, y llamándola sin
cesar con las palabras más cariñosas, intentábamos llevarla a sitio
seguro donde se tranquilizase; pero Josefina no nos oía. En su cerebro,
agitado por hirviente excitación, reinaba el silencio absoluto. Yo
creí que no sobrevivía a aquel trastorno; pero ¡ay, Andresillo!
vive, gracias a mis cuidados, a mi vigilante y previsor estudio por
salvarla. Ha permanecido en cama todo el invierno. Ya ves cómo está.
¿Vivirá? ¿Alargará sus tristes días hasta el verano? ¿Podré salir de
Gerona dentro de algunos meses, si resistimos el asedio y se van los
franceses? ¿Qué suerte nos destina Dios en los días que vienen? ¡Pobre
niñita mía! Inocente y débil, sufrirá los horrores del sitio tal vez
mejor que nosotros los fuertes. No sé qué daría por que esta situación
terminara pronto, permitiéndome salir una temporada de campo con mi
pobre enferma. Pero figúrate lo que dirían de mí si ahora escapase de
Gerona. No lo quiero pensar. Me llamarían cobarde y mal patriota. En
verdad, muchacho, que no sé cuál de estos dos calificativos me lastima
más. ¡Cobarde o mal patriota! No... aquí, señor de Nomdedeu, señor
médico del hospital; aquí, en Gerona, al pie del cañón, con la venda
en la mano y el bisturí en la otra para cortar piernas, sacar balas,
vendar llagas y recetar a calenturientos y apestados. Vengan granadas
y bombas.. Puede que se muera mi hija; puede que la débil luz de esta
lamparita se apague, no solo por falta de aceite, sino por falta de
oxígeno; morirá de terror, de consunción física, de hambre; pero ¡qué
vamos a hacer! ¡Si Dios lo dispone así!...
Diciendo esto, D. Pablo, vuelto hacia los cristales del balcón, se
limpiaba las lágrimas con un pañuelo encarnado tan grande como una
bandera.
IV
Por la noche, después de hacer la guardia en la Torre Gironella, volví
a mi alojamiento y me encontré con una novedad. Pichota había parido,
sí, señores, y la familia de que orgullosamente me consideraba jefe, se
aumentó con tres criaturas, a las cuales era preciso mantener. No sé
si he hablado a ustedes de Pichota, hermosa gata parda con manchas, a
quien los tres muchachos profesaban un amor sin límites. Perdóneseme el
descuido por no haberla mencionado antes, y ahora solo falta decir que
al ver los tres retoños que nos había regalado, dije a Siseta:
--Es preciso que dos de estos caballeritos sean arrojados al Oñar,
porque no estamos para mantener a tanta gente. Luego que acaben de
mamar, será preciso una ración diaria para alimentarlos, y dicen que
vamos a andar escasos.
--Déjalos, hombre --me respondió--. Dios dará para todos, y si no
que se lo busquen ellos mismos. No faltará que comer en Gerona. Los
_cerdos_ no se meterán con ustedes, y hasta me parece que no se
atreverán a asomar las narices por acá.
--¡Quia, qué se han de atrever! --exclamé yo con festiva ironía--.
Nos tienen mucho miedo. Sube conmigo a la Torre Gironella, y verás
los mosquitos que andan allá por Levante y Mediodía. Franceses en San
Medir, Montagut y Costa Roja; franceses en San Miguel y en los Ángeles,
y, por variar, franceses en Montelibi, Pau y el llano de Salt. Ya
verás, prenda mía. Aquí somos seis mil quinientos hombres que no bastan
para empezar, y tenemos unas murallitas... ¡qué obras, válgame Dios! Da
miedo verlas. Figúrate que cuando los lagartos corren por entre las
piedras, estas se mueven y dan unas contra otras. No se puede hablar
recio junto a ellas, porque con el estremecimiento del sonido se caen
de su sitio. En fin, yo no sé lo que va a pasar cuando abran batería
los franceses y empiecen a bombardearnos.
La señora Sumta, ama de gobierno de Don Pablo Nomdedeu, que solía bajar
a darnos conversación en sus ratos de ocio, metió su hocico en nuestro
diálogo, diciendo:
--Tiene razón Andrés. Las murallas de los fuertes parecen una
almendrada hecha con azúcar sin punto. Mi difunto esposo, que de
Dios goce, y que hizo la campaña del Rosellón contra la república de
los _cerdos_, me decía varias veces: «Si no fuera porque está allí
San Fernando de Figueras con sus murallas de diamante, y aquí los
gerundenses con sus corazones de acero, todas las plazas del Ampurdán
caerían en poder de cualquier atrevido que pasase la frontera.» En fin,
lo de menos será la piedra, con tal que haya hombres de pecho y un buen
español que sepa mandarlos. ¿Y qué me dice usted, Sr. Andresillo, de
ese encanijado Gobernador que nos han puesto?
--D. Mariano Álvarez de Castro. Este fue el que no quiso entregar a
los franceses el Montjuich de Barcelona. Dicen que es hombre de mucho
temple.
--Pues no lo parece --repuso la señora Sumta--. Cuando nos mandaron acá
este sujeto en febrero y le vi, al punto le diputé por poca cosa. ¡Qué
se puede esperar de quien no levanta tanto así del suelo! El otro día
pasó junto a mí, y... créalo usted, no me llega al hombro. El tal D.
Mariano Álvarez de Castro me serviría de bastón. ¿Le ha visto usted la
cara? Es amarillo como un pergamino viejo, y parece que no tiene sangre
en las venas. ¡Qué hombres los del día! Quien conoció a aquel General
Ricardos, que no cabía por esa puerta, con un pecho y una espalda...
Daba gusto ver su cara redondita y sus carrillos como clavellinas...
--Señora Sumta --dije riendo--, cuando los generales tengan un oficio
semejante al de las amas de cría, entonces se podrá renegar de los que
sean flacos y encanijados.
--No, Andresillo, no digo eso --repuso la matrona--. Lo que digo es que
sin presencia no se puede mandar. Considera tú: cuando una ve a Doña
Lucía Fitz-Gerard, coronela del batallón de Santa Bárbara; cuando una
ve aquellas carnes, aquel andar imponente, dan ganas de correr tras
ella a matar franceses. Pero dime, Siseta, ¿no estás tú afiliada en el
batallón de Santa Bárbara?
--Yo, señora Sumta, no sirvo para eso --repuso mi futura esposa--.
Tengo miedo a los tiros.
--Es que nosotras no hacemos fuego, hija mía, al menos mientras estén
vivos los hombres. Llevar municiones, socorrer a los heridos, dar agua
a los artilleros, y si se ofrece, ir aquí o allí con una orden del
General: esta será nuestra ocupación. Ya les he dicho que cuenten
conmigo para todo, para todo, aunque sea para llevar la bandera del
batallón. De veras te digo, Andresillo, que es gran lástima no tener
mejores murallas, y un General menos amarillo y con algunos dedos más
de talla.
Yo me reía con las cosas de la señora Sumta, mujer tan amable como
entrometida, y lejos de enojarme sus barrabasadas, nos causaban sumo
gusto a Siseta y a mí, mayormente al ver que en sus visitas el ama de
gobierno de D. Pablo Nomdedeu no bajaba nunca sin traer algún condumio
para los huérfanos. A eso de las nueve se despidió para regresar a su
alojamiento, y entonces nos dijo:
--Ya la señorita ha de estar acostada. El señor acaba de entrar, y
ahora estará escribiendo su _Diario de todos los días_, uno al modo de
libro de coro, donde va apuntando lo que le pasa. ¡Ay! el amo confía
que la niña se curará, y yo, sin ser médico, digo y aseguro que si
alarga hasta que caigan las hojas, será mucho alargar... Ahora estamos
empeñados en hacerle creer que la semana que viene iremos a Castellá.
Sí, ¡buena temporada de campo nos espera! Bombas y más bombas. La niña
no se ha de enterar de nada, y el amo dice que aunque arda la ciudad
toda y caigan a pedazos las casas, Josefina no lo ha de conocer. Pues
digo, si los _cerdos_ aprietan el cerco, como se cuenta, y escasean
los víveres... Pero el amo tampoco quiere que la niña comprenda que
escasean las vituallas. Si tenemos hambre, capaz es mi señor Don Pablo
de cortarse un brazo y aderezar un guisote con él, haciendo creer a la
enferma que tenemos aquel día pierna de carnero. Bueno va, bueno va.
Adiós, Siseta; adiós, Andrés.
Cuando nos quedamos solos dije a mi futura, mirando a los gatitos:
--Sálvense los tres infantes de España. Si hay hambre en Gerona, la
carne de gato dicen que no es mala. ¡Ay, Siseta de mi corazón! ¡Cuándo
nos veremos fuera de estas murallas! ¡Cuándo se acabará esta maldita
guerra! ¡Cuándo estaremos tú y yo con los muchachos, Pichota y sus
niños, camino de la Almunia de Doña Godina! ¿Estará de Dios que no nos
sentaremos a la sombra de mis olivos mirando a las ramas para ver cómo
va cuajando la aceituna?
Hablando de este modo, me engolfaba en tristes presagios; pero Siseta,
con sus observaciones impregnadas de sentimiento cristiano, daba cierta
serenidad celeste a mi espíritu.
V
El 13 de junio, si no estoy trascordado, rompieron los franceses el
fuego contra la plaza, después de intimar la rendición por medio de un
parlamentario. Estaba yo en la Torre de San Narciso, junto al barranco
de Galligans, y oí la contestación de D. Mariano, el cual dijo que
recibiría a metrallazos a todo francés que en adelante volviese con
embajadas.
Estuvieron arrojando bombas hasta el día 25, y quisieron asaltar las
torres de San Luis y San Narciso, que destrozaron completamente,
obligándonos a abandonarlas el 19. También se apoderaron del barrio de
Pedret, que está sobre la carretera de Francia, y entonces dispuso el
Gobernador una salida para impedir que levantasen allí batería. Pero
exceptuando la salida y la defensa de aquellas dos torres, no hubo
hechos de armas de gran importancia hasta principios de julio, cuando
los dos ejércitos principiaron a disputarse rabiosamente la posesión de
Montjuich. Los franceses confiaban en que con este castillo lo tendrían
todo. ¿Creerán ustedes que solo había dentro del recinto nuevecientos
hombres, que mandaba D. Guillermo Nash? Los imperiales habían levantado
varias baterías, entre ellas una con veinte piezas de gran calibre,
y sin cesar arrojaban bombas a los del castillo, que rechazaron los
asaltos con obuses cargados con balas de fusil. Por cuatro veces se
echaron los _cerdos_ encima, hasta que en la última dijeron «ya no
más», y se retiraron, dejando sobre aquellas peñas la bicoca de dos
mil hombres entre muertos y heridos. No puedo apropiarme ni una parte
mínima de la gloria de esta defensa, porque la estuve presenciando
tranquilamente desde la Torre Gironella.
En todo el mes de julio siguieron los franceses haciendo obras para
aproximarse a la plaza, y viendo que no la podían tomar a viva fuerza,
ponían su empeño en impedir que nos entraran víveres. De este plan
comenzaron a resentirse los ya alarmados estómagos.
En casa de Siseta, sin reinar la abundancia, no se pasaba mal, y
con lo que yo les llevaba, unido a los frecuentes regalos del señor
D. Pablo Nomdedeu, iban tirando los desdichados habitantes de la
cerrajería. Verdad que yo me quedaba los más de los días mirando al
cielo para darles a ellos lo mío; pero el militar con un bocado aquí
y otro allí se mantiene, sostenido también por el espíritu, que toma
su substancia no sé de dónde. Yo tenía un placer inmenso al retirarme
a descansar unas cuantas horas o simplemente unos cuantos minutos, en
ver cómo trabajaba Siseta en su casa, arreglando por puro instinto
y nativo genio doméstico aquello que no tenía arreglo posible. Los
platos rotos eran objeto de una escrupulosa y diaria revisión, y la
vajilla más perfecta no habría sido puesta con mejor orden ni con tan
brillante aparato. En las alacenas, donde no había nada que comer, mil
chirimbolos de loza y lata, que fueron en sus buenos tiempos bandejas,
escudillas, soperas y jarros, aguardaban los manjares a que los destinó
el artífice, y los muebles desvencijados que apenas servían para arder
en una hoguera, adquirieron inusitado lustre con el tormento de los
diarios lavatorios y friegas a que la diligente muchacha los sujetaba.
--Mira, prenda mía --le decía yo--, se me figura que no vendrá ninguna
visita. ¿A qué te rompes las manos contra esa caoba carcomida y ese
pino apolillado que no sirve ya para nada? Tampoco viene al caso la
deslumbradora blancura de esas cortinas desgarradas y de esos manteles,
sobre los cuales, por desgracia, no chorreará la grasa de ningún pavo
asado.
Yo me reía, y hasta aparentaba burlarme de ella; pero entre tanto una
secreta satisfacción ensanchaba mi pecho, al considerar las eminentes
cualidades de la que había elegido para compañera de mi existencia. Un
día, después de hablar de estas cosas, subí a visitar al Sr. Nomdedeu,
y encontrele sumamente inquieto al lado de su hija, que seguía leyendo
el _Quijote_.
--Andrés --me dijo dulcificando su fisonomía para disimular con los
ojos lo que expresaban las palabras--, principian a faltar víveres de
un modo alarmante, y los franceses no dejan entrar en la plaza ni una
libra de habichuelas. Yo estoy decidido a comprar todo lo que haya, a
cualquier precio, para que mi hija no carezca de nada; pero si llegan a
faltar los alimentos en absoluto, ¿qué haré? He reunido bastantes aves;
pero dentro de un par de semanas se me concluirán. Las pobres están tan
flacas que da lástimas verlas. Amigo, ya sabes que desde hoy empezamos
a comer carne de caballo. ¡Bonito porvenir! Álvarez dice que no se
rendirá, y ha puesto un bando amenazando con la muerte al que hable de
capitulación. Yo tampoco quiero que nos rindamos... de ninguna manera;
pero ¿y mi hija? ¿Cómo es posible que su naturaleza resista los apuros
de un bloqueo riguroso? ¿Cómo puede vivir sin alimento sano y nutritivo?
La enferma arrojó el libro sobre la mesa, y al ruido del golpe volviose
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