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Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 79

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  le encuentra; yo se lo ruego». A esto replicó el buen farmacéutico que
  no podía repicar y andar en la procesión. Fuese la de Jáuregui
  desconsoladísima, con intento de ver al Sr. de Torquemada, faro luminoso
  que le marcaba el puerto en todas las borrascas de la vida.
  Fortunata había oído la voz de doña Lupe, y cuando esta se retiró, quiso
  que Ballester le explicase qué traía por allí.
  «Pues nada, que _la ministra_ esa quiere meter las narices, y ver a
  usted, y hablarle y decirle cosas que sin duda la marearán».
  --¡Ah!, que no entre... no la puedo ver. Creo que me pondré mala si la
  veo. Y de mi marido, ¿qué dijo?
  --No le nombró.--Pues tampoco a Maxi le quiero ver... No sabe usted lo
  mal que me sienta verle y hablar con él... Me trastorna. No les deje
  usted pasar. Que se vayan a los infiernos. ¡Estoy tan tranquila aquí
  solita con mi hijo, y los amigos que me protegen...! ¡Que no venga, por
  Dios! ¿Usted me promete que no vendrán?
  Lo pedía con terror suplicante. Ballester, deshaciéndose en
  demostraciones de caballerosidad protectora y de fraternal hidalguía, le
  dijo que los Rubín grandes y chicos, así los de carne y hueso como los
  que tenían pechos de algodón, no entrarían en aquella alcoba sino
  pasando sobre su cadáver.
  Toda aquella tarde estuvo la joven con la idea fija de lo antipáticos
  que eran los Rubín, y de lo que ella haría para no recibirlos si a verla
  iban. El buen Segismundo se esforzaba en tranquilizarla sobre este
  particular, y habiendo observado que el recuerdo de otras personas
  excitaba y encendía su ánimo favorablemente, le habló de doña
  Guillermina y de su hermosa vida. «¿Sabe lo que me dijo al salir? Pues
  que si se le ofrece a usted algo no estando yo aquí, avise a D.
  Plácido, al cual se ha encargado que se ponga a las órdenes de usted si
  lo necesitara».
  --Claro--dijo Fortunata rebosando de orgullo inocente--; como que
  Plácido es todo _de la casa_, y desde chiquito no hace más que llevar
  recados de los señores, y servirles en mil menudencias. Es un buen
  hombre, y yo le quiero mucho... Y a doña Bárbara, ¿la conoce usted? Yo
  tampoco... Pero cuando Jacinta y yo seamos amigas, también lo seré de
  doña Bárbara... Francamente, estoy admirada del cariño que le tengo
  ahora a _la mona del Cielo_, cuando en otro tiempo, sólo de pensar en
  ella me ponía mala. Verdad que no acababa de aborrecerla, quiere
  decirse, que la aborrecía y me gustaba... cosa rara, ¿verdad? Ahora
  seremos amigas, crea usted que seremos amigas... ¿Lo duda usted?
  --¿Cómo he de dudar eso, criatura?
  --Es que usted parece como que se sonríe un poquitín, cuando me lo oye
  decir.
  --Está usted viendo visiones. Bueno va...
  --Pues, aunque usted se guasee, seremos amigas... y nadie tendrá que
  decir de mí ni esto, para que usted lo sepa... Porque voy a portarme...
  ¡Cristo, cómo me voy a portar ahora! Mi hijo, mi hijo, y nada más...
  Vaya, ¿me sostendrá usted que no se sonríe ahora?
  --Sí; pero es de satisfacción, por verla a usted tan regenerada...
  ¡Quién le tose a usted ahora, hallándose en relaciones con personas de
  la corte celestial...!
  --Y nada más... ¿Pues qué se creía usted?
  Se sofocaba tanto, que el farmacéutico creyó prudente llevar la
  conversación a un terreno insignificante; pero Fortunata se las componía
  para volver a lo mismo, a que ella y la _Delfina_ iban a ser uña y
  carne, y a que su conducta en lo sucesivo había de ser como de quien
  está en escuela de serafines. «Aquí donde usted me ve, amigo Ballester,
  yo también puedo ser ángel, poniéndome a ello. Todo está en ponerse... Y
  es cosa muy sencilla. Al menos a mí me parece que no me ha de costar
  ningún trabajo. Lo siento yo aquí _entre mí_».
  --Depende también de las personas con quien uno se junta--le dijo su
  amigo muy serio--. Hablemos ahora de otra cosa. De ciertos atrevimientos
  que yo tenía y tengo respecto a usted, no quiero decirle nada, porque se
  nos va a hacer santa... Aunque todo podía conciliarse, me parece a mí,
  ser santa y querer a este hijo de Dios... Pero en fin, vuelvo la hoja.
  ¿Sabe usted que si me descuido pierdo mi colocación en la botica de
  Samaniego? Si doña Casta sabe que estas ausencias mías son para venir a
  visitar a la que le tomó las medidas a su niña, al instante me limpia el
  comedero. Por eso no puedo tirar mucho de la cuerda, y esta noche no
  vendré. Tengo que quedarme de guardia. Yo rompería con todo, si no fuera
  porque me será difícil encontrar colocación inmediatamente, y crea usted
  que un periodo de vacaciones me balda... Por mí no me importaría; pero a
  mi madre y a mi hermana no quiero hacerlas ayunar. El pobre _pensador_,
  mi ilustre cuñado, está mal de intereses, y si yo no tiro del carro, los
  ayes y lamentos pidiendo pan se han de oír en Algeciras.
  --Pero no sea usted tonto--dijo Fortunata con aquel arranque de
  generosidad, que en ella era tan común--. Yo tengo _guita_. Si quiere
  mandar a paseo a _las Samaniegas_, mándelas. Que se fastidien, que se
  arruinen, que coman piedras... Yo le doy a usted lo que necesite para su
  madre y para el _pensador_, hasta que encuentre otra botica. Tenga
  confianza conmigo... O _semos_ o no _semos_.
  Ballester era tan delicado, que de sólo oír tal proposición, le salieron
  los colores a la cara, y se excusó con expresiones de gratitud. Poco
  después de anochecer se retiró dando las órdenes más rigurosas a los
  hermanos Izquierdo con respecto a visitas. Si algún Rubín, fuese quien
  fuese, se presentaba, no abrir. Dejó sobre la mesa de la sala un arsenal
  de medicamentos, y a Fortunata le recomendó la quietud, y que _diese con
  la puerta del cerebro en los hocicos_ a toda idea triste que se
  presentara.
  Izquierdo se plantó de centinela en la sala, acompañado de una grande de
  cerveza, y por si la grande no era bastante para pasar la noche, llevó
  también una chica de añadidura. Segunda regresó a las diez, después de
  la horita de tertulia que solía pasar en el puesto de carne, y viendo a
  su sobrina muy despabilada, le dio un poco de palique: «¿Sabes a quién
  he visto?, a la tía esa, _la de los Pavos_. Fue a buscarme al cajón, muy
  ofendida porque el señor Ballester no la dejó entrar a verte. Anda a
  caza del sobrino que se les escapó esta mañana, y todavía no ha
  aparecido. ¿Sabes lo que me dijo? Te lo cuento para que te rías. Dice
  que _las Samaniegas_ están trinando contigo, y que la viejona aquella,
  doña Casta, no parará hasta no verte en el _modelo_. ¡Qué comedia!
  Ríete, que eso es envidia. Pues verás, La tía esa indecente, _la
  Fenelona_, francesota, más mala que el no comer, dice que este hijo que
  tienes no es hijo de quien es, sino de D. Segismundo. Tú ríete, tonta,
  que eso no es más que envidia».
  La prójima no chistó; pero bien se conocía que aquellas palabras habían
  hecho en su espíritu un efecto desastroso. Cuando se quedó sola, no le
  fue posible contener los impulsos de levantarse. La rabia surgió
  terrible en su alma, y sin reparar en lo que hacía, incorporose en el
  lecho, alargando las manos a la percha para coger su ropa... «Ahora
  mismo, ahora mismo voy, y con esta zapatilla le aporreo la cara hasta
  chafarle la nariz... trasto, indecente. ¡Decir eso...!, ¡una mentira tan
  grande! ¿Pero qué hora es? ¡Si están dando las doce! Sea la hora que
  quiera, saldré, no me puedo contener... Voy, entro en la casa, la saco a
  rastras de la cama, me paseo por encima de su alma... ¡Decir eso, decir
  eso...!, sin creerlo, porque ella no lo cree. ¡Lo dice por deshonrarme!
  Antes calumnió a Jacinta, y ahora me calumnia a mí».
  Se sentó en la cama, entreviendo, a pesar de lo ofuscado que su espíritu
  estaba, las dificultades de la empresa. «Si lo dejo para mañana, ya no
  iré, porque me lo quitarán de la cabeza... Y yo le he de refregar la
  jeta con la suela de mis botas. Si no lo hago, Dios mío, me va a ser
  imposible ser ángel, y no podré tener santidad. Como no haga esto,
  tendré que volver a ser mala; lo conozco en mí».
  Y tan pronto se ponía una pieza de ropa como se la quitaba, con
  vacilación horrible, fluctuando entre los ímpetus formidables de su
  deseo y el sentimiento de la imposibilidad. Por fin se vistió, y
  saliendo a la sala, vio a su tío dormido, de bruces sobre la mesa, junto
  a la luz, la botella grande a su lado, medio vacía. «Podría salir sin
  que me sintiera nadie... ¿Y si despertara a mi tío y le dijera que
  viniese conmigo...?». La idea de asociar a _Platón_ a su temeraria
  empresa, hízole ver la realidad, y lo disparatado de aquella idea.
  «Pues lo que es mañana temprano--se dijo volviendo a la alcoba--, mañana
  tempranito, antes de que salga para el obrador, voy y la acogoto...».
  Al mirar a su hijo, la llama de su ira se avivó más. «¡Decir que no es
  hijo de su padre...! ¡Qué infamia! La despedazaría sin compasión
  ninguna. ¡Inocente!, ¡tan chiquito y ya le quieren deshonrar! Pero no le
  deshonrarán, no, porque aquí está su madre para defenderle; y al que me
  diga que este no es el _hijo de la casa_, le saco los ojos. _Él_ no
  puede haberlo dicho... A mí me la soltó, pero fue así como en broma.
  _Él_ no puede haberlo dicho, y si yo supiera que lo había dicho, juro
  por esta cruz (haciéndola con los dedos y besándola), por esta cruz en
  que te mataron, Cristo mío, juro que le he de aborrecer... pero
  aborrecerle de cuajo, no de mentirijillas... ¡Ay, Dios mío! (echándose
  en la cama, acongojadísima); si le dicen esta mentira tan gorda a
  Guillermina y a Jacinta, ¿la creerán?... Puede que sí... Todo lo malo se
  cree, y lo malo que de mí se diga, se cree más... Pero no, puede que no
  lo crean... Es muy atroz el embuste. Esto no lo puede creer nadie, no
  puede ser, no puede ser, y primero creerán que el mundo se vuelve del
  revés, y que el día se hace noche, y el sol luna, y el agua fuego. Y si
  alguien lo creyera, él lo desmentiría; estoy segura de que lo
  desmentiría. Yo no he faltado, yo no he faltado (alzando la voz), y
  quien diga que yo he faltado, miente, y merece que se le arranque la
  lengua con unas tenazas de hierro echando fuego. Quieren que yo me
  pierda; pero por más que hagan esos perros, no me quitarán, Dios mío,
  que yo sea tan ángel como otra cualquiera. Que rabien, que rabien,
  porque lo seré, lo seré».
  Estaba inquietísima, dando vueltas en la cama. El hijito pidió y tomó el
  pecho; pero no debía de encontrar muy abundante el repuesto, cuando a
  cada instante apartaba su boca, chillando desesperadamente. A sus gritos
  de necesidad y desconsuelo, uníanse los de su madre, que decía: «Hijo de
  mi alma... qué, ¿no hay?... Esa, esa bruja ratera tiene la culpa; ella
  te lo ha quitado. Ya verás cómo la arregla tu mamá... Pobretín, tan
  chiquitito y ya le quieren deshonrar... Y mi niño es el rey de España, y
  nada tiene que ver con Ballester, que es su amiguito y nada más... Y mi
  niño es de quien es, y no hay otro en _la casa_, ni le habrá,
  ¿verdad?... ¿verdad, gloria, cielo, alegría del mundo?».
  
  
  --xiii--
  
  Todo esto era muy bonito y muy tierno; pero la leche no parecía,
  por lo cual Juan Evaristo no se daba por satisfecho con aquellas
  expresiones de tan poco valor en la práctica. Los alaridos que la madre
  y el hijo daban, cada uno en su registro, no despertaron a José
  Izquierdo, pues este era hombre que en cogiendo la mona, no le
  enderezaba un cañón; pero sí sacaron de su letargo a Segunda, que fue a
  ver lo que ocurría, y hallando a su sobrina medio vestida, se puso hecha
  una furia y por poco le pega. «Mira que te estrello, si das en hacer
  funciones de comedia--le dijo con aquellas formas exquisitas que
  usaba--. ¿Pero no ves, burra, no ves que se te ha retirado la leche, y
  el pobrecito no tiene qué mamar?».
  Por fortuna, entre las cosas que dejó Ballester en previsión de todos
  los contratiempos posibles, había un biberón muy majo. Segunda, con
  determinación rápida, lo llenó de leche (de la cual tenía por casualidad
  un par de copas) y probó a dárselo al chico. Este al principio extrañaba
  la dureza y frialdad de aquel pezón que en su boquita le metían. Hizo
  algunos ascos, pero al fin pudo más el hambre que los remilgos, y apencó
  con la teta artificial. «Mira, mira, qué pronto se hace a todo el
  angelito. ¡Si es lo más noble...! Rico... ¡qué carpanta estábamos
  pasando!». La madre le miraba con desconsuelo, aunque contenta de que se
  hubiera encontrado forma y manera de vencer la dificultad. «¿Sabes una
  cosa?--le dijo su tía, poniéndole las manos en la cara--. Tienes
  calentura... Eso es por ponerte a pensar lo que no debes. ¡Si hicieras
  caso de mí, ahora que vas a ser la reina del mundo...! Porque lo que es
  tu tanto mensual te lo tienen que dar. De eso hablamos _la de los Pavos_
  y yo... ¡Vaya, pues no vas tú a ser ahora poco señora...! Chica, chica,
  no te hagas de miel; levanta tu cabeza. ¡Aire!... ¿Pues no ves que las
  señoronas esas te hacen la rueda? Como que será una potentada, y yo que
  tú, no paraba hasta que la Jacinta viniera a besarme la zapatilla. Pues
  qué... ¿crees que él no ha de venir también? Ya le llamará la sangre, y
  en cuantito que vea a este retrato suyo, se le caerá la baba... y...
  chica, créemelo, hasta coche vamos a tener... ¡qué comedia! ¡Cuando digo
  que estaremos en grande! Vendrá, vendrá él, y te aseguro que si tarda
  cuatro días es mucho tardar. ¿No ves que esa familia no tiene un nene
  que la alegre?... ¡si se están todos muriendo de ganas de chiquillo...!
  Tú, trabájalo bien, que nos ha venido Dios a ver con este hijo de
  nuestras entrañas... Yo estoy muy orgullosa, porque él Santa Cruz es
  como hay Dios; pero su poco de Izquierdo no se lo quita nadie: las dos
  familias están de enhorabuena... Ya he empezado yo a sacudirme las
  pulgas, y esta tarde le eché su puntadita a Plácido para que nos diera
  la casa gratis... ¿Qué te crees?... Si están los Santa Cruz con tu hijo
  como chiquillos con zapatos nuevos... Te diré una cosa que no sabes.
  Ayer estuvo la Jacinta en casa de D. Plácido... Quería subir a verle;
  pero esa otra, la santona, le dijo que otro día, por si tú te
  remontabas... Conque vete enterando... ¡Ah! ¡Quién me lo había de
  decir!... Todavía me he de ver yo cogida al brazo de don Baldomero,
  dando vueltas en la Castellana... ¡y poco charol que me voy a dar...! Si
  es una comedia... Tú date tono, no seas boba... que si sabemos
  aprovecharnos, de esta hecha vamos para marquesas».
  Fortunata, desde que su tía empezó a hablar, lloraba a lágrima suelta;
  pero al oír lo de que iban a ser marquesas, una ráfaga de jovialidad
  pasó por encima de la onda de tristeza, y la joven se echó a reír con la
  cara anegada en llanto.
  «No, no te rías; tanto como marquesas no; ni para qué queremos nosotras
  ser _títulas_; pero lo que es nuestro coche no nos lo quita nadie... Yo
  te aseguro que si hoy viene la Jacinta, tiene que subir... Verás qué
  prontito viene el otro... Claro, cuando no esté aquí su mujer... Me
  _paice_ a mí que su mujer, de esta hecha se tendrá que ir a plantar
  cebollino. Tú, tú eres la que va a subir al trono ahora, o no hay
  equidad en la tierra... Y no digan que eres casada y que tu hijo se
  tiene que llamar Rubín... ¡Qué comedia! Tú eres mayormente viuda y
  libre, porque a tu marido cuéntale como que está en gloria... Y bien
  saben todos que a la vuelta lo venden tinto, y el chico en la cara trae
  la casta, y lo que es la pensión verás cómo te la dan».
  Fortunata no se rió más, ni Segunda dijo nada que excitase su hilaridad.
  Hasta la madrugada estuvo la tía acompañándola, y viéndola relativamente
  sosegada, se fue a descabezar un sueño antes de bajar al mercado. A poco
  de quedarse sola, la joven sintió dentro de sí una cosa extraña. Se le
  nublaron los ojos, y se le desprendía algo en su interior, como cuando
  vino al mundo Juan Evaristo; sólo que era sin dolor ninguno. No pudo
  apreciar bien aquel fenómeno, porque se quedó desvanecida. Al volver en
  sí advirtió que era ya día claro, y oyó el piar de los pajarillos que
  tenían su cuartel general en los árboles de la Plaza Mayor y en las
  crines de bronce del caballo de Felipe III. Fue a coger a su hijo en
  brazos, y apenas podía con él. Le faltaban las fuerzas; ¡pero de qué
  manera!, y hasta la vista parecía amenguársele y pervertírsele, porque
  veía los objetos desfigurados y se equivocaba a cada momento, creyendo
  ver lo que no existía. Se asustó mucho y llamó; pero nadie vino en su
  auxilio. Después de llamar como unas tres veces, fue a llamar la cuarta,
  y... aquello sí era grave; no tenía voz, no le sonaba la voz, se le
  quedaba la intención de la palabra en la garganta sin poderla
  pronunciar. Dio algunos toques con los nudillos en el tabique; pero al
  fin su mano se quedó como si fuera de algodón; daba golpes con ella, y
  los golpes no sonaban. También podía ser que sonaran y ella no los
  oyera. Pero ¿cómo no los oía Segunda, que estaba al otro lado del
  tabique? Luego, el brazo se puso también como carne muerta,
  resistiéndose a moverse. «¿Será que me estoy muriendo?» pensó la joven,
  echando miradas a su interior. Pero poco pudo ver allí, por estar el
  interior a oscuras o fantásticamente iluminado. Todas sus ideas
  sufrieron trastornos más o menos febriles, las imágenes se disfrazaron,
  cual si fuesen a las máscaras, tomando cara y apariencia de lo que no
  eran, y la única sensación dominante con alguna claridad en aquel
  desorden fue la de estar inmóvil y rígida, con los movimientos
  involuntarios suspendidos y los voluntarios desobedientes al deseo. A su
  parecer no respiraba; el oído y la vista daban de rato en rato alguna
  impresión fugaz de la vida exterior; pero estas impresiones eran como
  algo que pasaba, siempre de izquierda a derecha. Creyó ver a Segunda y
  oírla hablar con Encarnación; pero hablaban a la carrera, como seres
  endemoniados, pasando y perdiéndose en un término vago que caía hacia la
  mano derecha. El piar de pájaros también se precipitaba en aquel sombrío
  confín, y los chillidos con que Juan Evaristo pedía su biberón.
  Pasado cierto tiempo, indeterminado para ella, recobró sus sentidos y
  pudo moverse, apreciando fácilmente la realidad. «¿Quién eres tú?
  --preguntó a Encarnación, única persona que estaba a su lado--. ¡Ah!, ya
  te conozco... ¡Qué tonta soy! ¿No está mi tía?». Díjole la chiquilla que
  la señá Segunda había bajado al mercado, y que subió con la leche para
  el niño, y después se volvió a marchar. Sacó Fortunata de aquel
  desvanecimiento una convicción que se afianzaba en su alma como las
  ideas primarias, la convicción de que se iba a morir aquella mañana.
  Sentía la herida allá dentro, sin saber dónde, herida o descomposición
  irremediables, que la conciencia fisiológica revelaba con diagnóstico
  infalible, semejante a inspiración o numen profético. La cabeza se le
  había serenado; la respiración era fácil aunque corta; la debilidad
  crecía atrozmente en las extremidades. Pero mientras la personalidad
  física se extinguía, la moral, concentrándose en una sola idea, se
  determinaba con desusado vigor y fortaleza. En aquella idea vaciaba,
  como en un molde, todo lo bueno que ella podía pensar y sentir; en
  aquella idea estampaba con sencilla fórmula el perfil más hermoso y
  quizás menos humano de su carácter, para dejar tras sí una impresión
  clara y enérgica de él. «Si me descuido--pensó con gran ansiedad--, me
  cogerá la muerte, y no podré hacer esto... ¡qué gran idea!...
  Ocurrírseme tal cosa es señal de que voy a ir derecha al Cielo...
  Pronto, pronto, que la vida se me va...». Llamando a Encarnación, le
  dijo: «Chiquilla, vete corriendito al cuarto de abajo, y le dices a D.
  Plácido que le necesito... ¿entiendes?, que le necesito, que suba...
  Anda, no te detengas. Ya debe de estar ahí, de vuelta de la iglesia,
  tomándose su chocolate... Anda prontito, hija, y te lo agradeceré
  mucho».
  En el tiempo que estuvo fuera Encarnación, la diabla no hizo más que dar
  a su hijo muchos besos, diciéndole mil ternezas. El chico estaba
  despierto, y callado la miraba, y aunque nada decía, a ella se le figuró
  que hablaba... «Estarás tan ricamente... hijo mío. No te querrán tanto
  como yo, pero sí un poquito menos... Me estoy muriendo... qué sé yo qué
  tengo... La medicina esa... yo la tomaría... ¿dónde está?...
  ¡Encarnación!... Pero si ha ido abajo... Parece que me voy en sangre...
  Hijo mío, Dios me quiere separar de ti; y ello será por tu bien... Me
  muero; la vida se me corre fuera, como el río que va a la mar. Viva
  estoy todavía por causa de esta bendita idea que tengo... ¡Ah!, qué idea
  tan repreciosa... Con ella no necesito Sacramentos; claro, como que me
  lo han dicho de arriba. Siento yo aquí en mi corazón la voz del ángel
  que me lo dice. Tuve esta idea cuando estaba aquí sin habla, y al
  despertar me agarré a ella... Es la llave de la puerta del Cielo... Hijo
  mío, estate calladito, y no chistes, que si tu mamá se va es porque
  Dios se lo manda... ¡Ah!, don Plácido, ¿está usted ahí?...».
  --Sí, señora--dijo el hablador entrando en la alcoba con los ademanes
  más oficiosos del mundo--. ¿Qué se le ofrece a usted? La señora me ha
  encargado...
  --Amigo, hágame el favor de traer pluma y papel... Espere; deme la
  medicina, esos polvos amarillos... ¿cuáles?, no sé... Pero deje, deje,
  que me tiene que escribir una carta.
  --¡Una carta!... Pero antes... (revolviendo en la mesa de noche). ¿Qué
  medicamento quiere?
  --Ninguno, ¿ya para qué?... Ándese pronto, que me voy... que me muero.
  --¡Que se muere! Vamos... no bromee usted.
  --Don Plácido, si no me sirve para esto, llamaré a otra persona. Si
  pudiera esperar a Ballester; pero no, no me da tiempo...
  --No, hija, no hay que apurarse. Voy por el tintero--y no tardó cinco
  minutos en volver, y al entrar de nuevo en la alcoba, vio que Fortunata
  se había incorporado en su cama con el chiquillo en brazos, y que
  después, entre ella y Encarnación, le ponían bien abrigadito en su cuna
  de mimbres, la cual venía a ser como un canasto. Le pusieron entre las
  manos su biberón para que no alborotase, y cubriéronle con un pañuelo
  finísimo de seda. Estupiñá no entendía una palabra, ni veía la relación
  que la pluma y papel pudieran tener con lo que veía. «Don Plácido--dijo
  Fortunata con mucha animación--; hágame el favor de escribir... Aquí no
  hay mesa. Chiquilla, tráele el tablero de las damas. Déjate de
  medicinas... ¿Para qué ya?... Vaya, D. Plácido, prepárese; verá qué
  golpe... Se me ocurrió una idea, hace poco, cuando estaba sin habla, al
  punto que me entraba también la idea de mi muerte... Ponga ahí lo que yo
  le diga: «Señora doña Jacinta. Yo...».
  --Yo...--repitió Plácido.
  --No; hay que empezar de otra manera... No se me ocurre. ¡Qué torpe soy!
  ¡Ah!, sí, ponga usted. «Como el Señor se ha servido llevarme con Él, y
  ahora se me alcanza lo mala que he sido...». ¿Qué tal?, ¿va bien así?
  --«Lo mala que he sido...».
  --En fin, siga usted poniendo lo que le digo... «No quiero morirme sin
  hacerle a usted una fineza, y le mando a usted, por mano del amigo D.
  Plácido, ese _mono del Cielo_ que su esposo de usted me dio a mí,
  equivocadamente...». No, no, borre el _equivocadamente_; ponga: «que me
  lo dio a mí robándoselo a usted...». No, D. Plácido, así no, eso está
  muy mal... porque yo lo tuve... yo, y a ella no se le ha quitado nada.
  Lo que hay es que yo se lo quiero dar, porque sé que ha de quererle, y
  porque es mi amiga... Escriba usted. «Para que se consuele de los tragos
  amargos que le hace pasar su maridillo, ahí le mando al verdadero
  _Pituso_. Este no es falso, es legítimo y _natural_, como usted verá en
  su cara. Le suplico...».
  --«Le suplico...».--Usted póngalo todo muy clarito, D. Plácido; yo le
  doy la idea. Pues «le suplico que le mire como hijo y que le tenga por
  _natural_ suyo y del padre... Y mande a su segura servidora y amiga, que
  besa su mano...». ¿Qué tal? ¿Está con finura?... Ahora, veremos si puedo
  echar mi nombre... Me tiembla mucho el pulso... Tráigame la pluma...
  Puso un garabato, y luego mandó a Estupiñá abriese la cómoda y sacara la
  inscripción de las acciones del Banco. Después de revolver mucho, fue
  encontrado el documento. «Eso--dijo Fortunata--, se lo da usted a mi
  amiga doña Guillermina».
  --Pero no vale sin transferencia--replicó el hablador examinando el
  papel.
  --¿Sin qué?--Sin transferencia en toda regla.--Pamplinas. Es mío, y yo
  lo puedo dar a quien quiera. Coja usted la pluma, y ponga que es mi
  voluntad que esas acciones sean para doña Guillermina Pacheco. Le echaré
  muchas firmas debajo, y verá si vale.
  Aunque Estupiñá no creía válida aquella manera de testar, hizo lo que se
  le mandaba.
  --Ahora, amigo--dijo ella, perdiendo gradualmente el uso de la
  palabra--, coja usted a mi hijo y lléveselo... ¡ay!, déjemelo besar otra
  vez... Aguarde a que me muera... No; lléveselo antes de que venga mi
  tía, o mi marido, o doña Lupe... gente mala. Pueden venir, y ya ve
  usted... qué compromiso. No me dejarán hacer mi gusto, me enfadaré, y no
  me moriré tan santamente... como quiero morirme.
  No dijo más. Plácido, acercándose a contemplarla, se asustó
  extraordinariamente. Creyó que estaba muerta o que le faltaba poco para
  morirse; mandó a Encarnación en busca de Segunda y de José Izquierdo, y
  cogiendo la cesta en que Juan Evaristo dormía, la puso en la sala. «No
  me determino a llevármelo--pensó el buen viejo--. Pero al mismo tiempo,
  si esos brutos se empeñan en impedirme que me lo lleve... ¡Ah!, no; yo
  cargo con él, y que tiren por donde quieran». Cogió la cesta, y
  bajándola a su casa con toda la rapidez que le permitían sus piernas no
  muy fuertes, azorado como ladrón o contrabandista, volvió a subir y se
  aproximó a la enferma, mirándola tan de cerca, que casi se tocaban cara
  con cara. «Fortunata... _Pitusa_» murmuró echando _talmente_ la voz en
  el oído de la joven. A la tercera o cuarta llamada, Fortunata movió
  ligeramente los párpados, y desplegando los labios, apenas dijo:
  «_Nene_...».
  
  
  --xiv--
  
  «¡Caracoles!, esta mujer se va... ¡Y yo solo aquí con ella!, y el
  crío allá abajo. ¡Van a decir que le he robado! Anda, los ladrones serán
  ellos. Que digan lo que quieran. ¿A mí, qué? Les presento el papelito
  firmado por ella, y en paz. ¡Pobre mujer! (contemplándola horrorizado).
  ¡Virgen del Carmen, si se va en sangre!... Pero esta gentuza, ¿cómo es
  que la abandona así? ¿No vieron el peligro? Y ese médico, ¿en qué está
  pensando?... ¡Qué compromiso! ¿Y qué le diría yo?... Aquí hay medicinas;
  se las daré. Pero ¿y si me equivoco? Cuidado con las drogas, Plácido, y
  no hagas una barbaridad. Esperaremos. Pero qué... si cuando vengan ya
  estará ella en el otro barrio. Dios la perdone y le dé lo que más le
  convenga... Es preciso tratar de animarla... (hablándole al oído).
  Fortunata, Fortunatita, abra usted los ojos, y no se nos muera así tan
  tontamente... Le traeré el Viático, si quiera la Santa Unción... ¡Eh!,
  hija, chica... Quia, no se entera... Esto está perdido. Hija mía, piense
  usted en Dios y en la Santísima Virgen; invóqueles en esta hora tremenda
  y la ampararán... Nada, como si le hablaran en griego; no oye, o es que
  está tan aferrada a la maldad que no quiere que se le hable de religión.
  Voy a tocar otro registro (con malicia).
  Fortunata, buena moza, mire usted quién está aquí... despierte y verá...
  ¿No le conoce? Es aquel sujeto, el Sr. D. Juanito que viene a ver a
  su... dama... Mírele, mírele tan afligido de verla a usted malita.
  (Hablando para sí). ¡Cómo se sonríe la picarona! ¡Ah!, está dañada hasta
  el tuétano. Abre los ojos y le busca con las miradas. Es como los
  borrachos, que aunque estén expirando, si les nombran vino, parece que
  resucitan... ¡Como no se salve esta! Al infierno se va de cabeza... Vean
  qué manera de arrepentirse. Le nombro a Nuestro Divino Redentor y a
  María Santísima del Carmen, y como si tal cosa... Sorda como una tapia.
  Pero le nombro al señorete, y ya la tiene usted tan avispada, queriendo
  vivir, y sin duda con intenciones de pecar. ¡Ah!, cualquier día se salva
  esta... Me parece que sube ya la tía. Oigo sus resoplidos como los de
  una loba marina... Sí, aquí vienen (saliendo al pasillo y hablando con
  Segunda, que subía sofocadísima precedida de Encarnación). ¡Vaya una
  calma que tiene usted! Se ha puesto muy mala, pero muy mala».
  Apenas entró en la alcoba, Segunda empezó a dar gritos. «¡Hija de mi
  alma, me la han matado, me la han matado, me la han asesinado! ¡Ay, qué
  carnicería!, ¡cómo está!... Me la han matado... ¿Y el niño? Nos le han
  
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