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Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 78

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  yo?, ¿quieres que te quiera con el alma y la vida?... Di si quieres...
  Yo me he portado mal contigo; pero ahora, si haces lo que te pido, me
  portaré bien. Seré una santa como tú... Di si quieres...».
  Maxi la interrogaba con su mirada luminosa.
  «Di si quieres. Verás cómo lo cumplo. Seré una mujer modelo, y tendremos
  hijos tú y yo... Pero has de hacer lo que te digo. Yo te juro que no me
  volveré atrás, y te querré. Tú no sabes lo que es una mujer que se muere
  por un hombre. ¡Pobretín, esa miel no la has catado nunca!... ¿No darías
  tú algo porque yo te quisiera como tú me querías a mí?... ¿Te acuerdas
  de cuando me adorabas, te acuerdas?... Pues figúrate que yo te adoro a
  ti lo mismo y que te llevo estampado en mi corazón, como tú me llevabas
  a mí...».
  Maximiliano empezó a inmutarse... La máscara fría y estoica parecía
  deshacerse como la cera al calor, y sus ojos revelaban emoción que por
  instantes crecía, como una ola que avanza engrosando.
  «Di si quieres...--repetía la diabla con exaltación delirante--. Déjate
  de santidades y reconciliémonos y querámonos... Tú no lo has catado
  nunca. No sabes lo que es ser querido... Verás... Pero ha de ser con una
  condición... Que hagas lo que debiste hacer, matar a esa indina,
  matarla... porque lo merece... Yo te compro el revólver... ahora
  mismo...».
  Sus manos revolvieron temblorosas bajo las almohadas buscando el
  portamonedas. De él sacó un billete de Banco. «Toma, ¿quieres más?
  Compras un revólver... bien seguro... pero bien seguro... la acechas, y
  plim... la dejas seca... Oye otra cosa: Para que se te quiten los
  celitos, y cumplas con tu honor como un caballero, les matas a los dos,
  ¿sabes?, a ella y a él, que también lo merece, y después de muertos (con
  salvaje sarcasmo), después de muertos, ¡que tengan los hijos en el otro
  mundo!... ¿Con que lo harás? Hazlo por mí, y por su pobrecita mujer, que
  es un ángel... las dos somos ángeles, cada una a su manera... Dime que
  lo harás... ¡Y luego te querré tanto...! No viviré más que para ti...
  ¡Qué felices vamos a ser!... tendremos niños... hijos tuyos, ¿qué te
  crees?...».
  Maxi, lelo y mudo, la miraba, y al fin sus ojos se humedecieron... Se
  deshelaba. Quiso hablar y no pudo... La voz le hacía gargarismos.
  «Sí... quererte a ti--añadió ella--. No sé por qué lo dudas. ¡Ah!, no me
  conoces... no sabes de lo que soy capaz... déjate de _tiologías_... ¡El
  amor! Yo te enseñaré lo que es... No lo sabes, tontín... ¡la cosa más
  rica...!».
  --Vamos, ¿qué _yeciones_ son estas?--clamó Izquierdo, tirando a Rubín de
  un brazo--. Basta de música... A la calle, que esta chica está mu mala.
  --Tío, déjele usted, déjele usted... Es mi marido, y queremos estar
  juntos... ¡Vaya!...
  Maxi se dejaba levantar del asiento como un saco. Se había quedado
  inerte. De pronto, hubo algo en su espíritu que podría compararse a un
  vuelco súbito, o movimiento de cosas que, girando sobre un pivote,
  estaban abajo y se habían puesto arriba. Las manos le temblaban, sus
  ojos echaron chispas, y cuando dijo _matarles, matarles_, su voz sonó en
  falsete como en la noche aquella funesta, después del atropello de que
  fue víctima en Cuatro Caminos.
  «Mátameles, sí...--añadió la diabla, retorciéndose las manos--. ¡Hijos
  ella!... En el infierno los tendrá...».
  Cayó desplomada sobre las almohadas, chocando la cabeza contra los
  hierros de la cama.
  Maxi alargó la mano y recogió el billete, que estaba aún sobre la
  colcha. Y a punto que Izquierdo le sacaba, resonó la voz de Juan
  Evaristo con agudísimo timbre, y entraba Segismundo, asombrándose mucho
  de ver al filósofo otra vez allí.
  
  
  --x--
  
  «¡Demonio de chico!--dijo a Izquierdo cuando volvía de acompañar
  hasta la puerta al señor de Rubín--. Hay que tener mucho cuidado con él
  y no perderle de vista cuando entra aquí. Y ella, ¿qué tal está?...
  Buena moza, ¿cómo va ese valor?».
  La joven no respondía. Estaba como aletargada. Pero el chico siguió
  chillando, y al reclamo de él, la madre abrió los ojos, y tomándole en
  brazos, le acercó a su seno. Ballester mandó a la criada que quitara la
  luz, que acaloraba mucho la alcoba, y se sentó donde antes había estado
  Maxi. Luego sacó una cajita de medicinas y una botellita con poción.
  «Aquí traigo otra antiespasmódica. La he hecho yo mismo, y traigo
  también el _percloruro de hierro_ y la _ergotina_, por si acaso... Mucho
  cuidado, hija mía, mucho reposo; que las emociones y los disparates de
  hoy nos pueden traer un trastorno. Apuesto a que Maxi ha venido a
  contarle a usted alguna otra tontería. Es preciso prohibirle la
  entrada».
  Fortunata había vuelto a cerrar los ojos. El niño callaba y se oían sus
  lengüetazos.
  «Buenas tragaderas tiene el amigo--dijo Ballester; y para sí,
  contemplando a la diabla, que dormía o fingía dormir--: ¡Qué hermosa
  está!... Le daría yo un par de besos... con la intención más pura del
  mundo... He aquí una mujer que hoy no vale nada moralmente, y que
  valdría mucho, si reventara ese maldito Santa Cruz, que la tiene
  _sugestionada_... ¡Lástima de corazón echado a los perros...!».
  El chico rompió a llorar otra vez, y la madre parecía tan inquieta como
  él.
  «Amigo Ballester... ¿sabe usted que me parece que me quedo sin leche?...
  Mi hijo chupa, chupa y no saca...».
  --No asustarse. Es accidental. Procure usted dormir... A ver: ¿Maxi le
  ha dicho a usted alguna tontería?
  --Tontería no... verdades...
  --¡Verdades!... (rompiendo a reír). ¿Y cómo sabe usted que son verdades?
  --Porque las grandes verdades las dicen los niños y los locos.
  --Es un refrán sin sentido común. Los locos no dicen más que disparates.
  --Es que mi marido no está loco... Tiene ahora mucho talento. Tal creo
  yo.
  Juan Evaristo volvió a callar, pegándose al pezón con salvaje ahínco.
  «Tome usted un poco de esta bebida. La he preparado como para usted...
  Está riquísima. Es preciso calmar los nervios».
  La chica trajo un vaso con cucharilla, y Fortunata tomó la
  antiespasmódica.
  «¡Qué bueno es usted, Segismundo! ¡Qué agradecida estoy a lo que hace
  por mí!».
  --Todo y mucho más se lo merece usted, carambita--replicó el
  farmacéutico con efusión de cariño--. Hemos de ser muy amigos.
  --Amigos sí, porque lo que es querer... No vuelvo yo a querer a ningún
  hombre, como no sea a mi marido, siempre y cuando haga lo que le mando.
  --¡A su marido! (tomándolo a broma). No me parece mal. Y ahora que está
  hecho un santo...
  --Santo, no... ¡qué simplezas dice usted!
  --Santo; así como suena. De modo que será usted también santa... Pues yo
  seré su discípulo. Nos iremos los tres a un desierto a hacer penitencia
  y comer yerba.
  --Cállese usted.--Usted es la que se va a callar... a ver si se duerme y
  se le calman los nervios. La salida de hoy no tendrá consecuencias.
  ¿Sabe usted lo que venía pensando?, que si encontraba mal a la buena
  moza, me quedaría aquí esta noche. Y al salir de casa, le dije a mi
  madre que quizás no volvería. Nada, que estoy decidido a cuidarla como
  si fuera mi cara mitad.
  --No; si no es preciso que usted se moleste. Crea que me siento regular
  esta noche, casi bien. Anoche ¿sabe?, estaba peor.
  --Pues me estaré hasta las doce o la una. Me pondré a leer _La
  Correspondencia_ o a jugar al tute con el señor de Izquierdo. Y si la
  veo a usted tranquila y dormida, me retiraré. Si no, aquí me estoy de
  centinela.
  Así lo hizo, y no habiendo observado hasta más de media noche nada de
  particular, salió de puntillas, dando a la placera instrucciones por si
  la mamá o el niño tenían alguna novedad durante la noche. El _modelo_ se
  fue también, y Segunda se metió en su cuchitril; mas apenas había
  descabezado el primer sueño, la llamó Encarnación de parte de la
  señorita, que se sentía mal. El chiquillo soltaba todos los registros de
  su voz y no había manera de acallarle. Agotó la madre todos sus medios y
  Encarnación los suyos, que eran cogerle en brazos y dar un paso adelante
  y otro atrás, como si bailara, tratando de persuadirle con amorosas
  palabras de que los niños deben estarse calladitos.
  «Paréceme--dijo Fortunata con terror--, que me estoy secando».
  --Pues si te secas--le contestó su tía, que hasta para consolar era
  regañona y desapacible--, pues si te secas, ¡demonche!, mejor, ponemos
  un ama, y a vivir...
  --Diga usted, tía, ¿ha venido mi marido?
  Segunda la miró asombrada. «¡Tu marido!... ¿sabes la hora que es? ¿Y
  para qué quieres que venga acá ese tipo?».
  --Tenía que hablarle...--¡Santo Cristo de Burgos, cortinas verdes!... A
  buenas horas nos entra la fineza... El demonio que te entienda, chica,
  ¡ahora clamas por tu marido! Para lo que ha de servirte, más vale que no
  parezca por acá en mil años.
  --Es que le tenía que hablar. No ha estado aquí desde anoche.
  Segunda la volvió a mirar, echándose a reír con descarada grosería.
  «Pero, chica, si ha estado aquí esta noche, y se fue a las diez...».
  --¡Ah!, ¿esta noche ha sido? Es que confundo yo las noches... Creí que
  había habido un día entre medio. Cuando una está en la cama, se le va la
  idea del tiempo...
  La criatura seguía alborotando, y su madre se quejaba de un desasosiego
  que no podía explicar. «¡Cuánto siento que se haya ido Segismundo! Él me
  recetaría alguna cosa, o al menos, diciéndome que esto no es nada, yo me
  lo creería».
  Segunda propuso ir a llamarle; pero Fortunata no consintió en ello,
  porque una noche, dijo, se pasaba de cualquier manera. Así fue, y la
  verdad es que la pasaron todos muy mal, incluso Encarnación, que se
  dormía en pie.
  A la mañana siguiente, subió Estupiñá a preguntar por toda la familia
  con un interés del cual Segunda sabía sacar partido. «¿Cómo ha pasado la
  noche la mamá? Y el niño, ¿qué tal? Ya me he enterado del _artículo_ de
  amas, y tengo noticias de tres muy buenas, la una pasiega, otra de Santa
  María de Nieva y la tercera de la parte de Asturias, con cada ubre como
  el de una vaca suiza. ¡Género excelente!».
  «Pues no está demás que usted haya dado estos pasos, D. Plácido, porque
  estoy en que se nos seca--dijo la placera, gozosa de meter su cucharada
  en aquel asunto--; y si la señora (aludiendo a Guillermina), quiere que
  se le ponga ama, yo soy de la misma conformidad».
  Plácido, después de cotorrear un poco con Segunda en la puerta de la
  casa de esta, bajó a la suya, y en la salita, tapizada de carteles de
  novenas y otras funciones eclesiásticas, estaba Guillermina, en pie, el
  rosario y el libro de rezos en la mano. La casera y el administrador
  cotorrearon otro poco, y el resultado de esta nueva conferencia fue que
  Rossini volvió a subir presuroso y a tener otra hocicada con Segunda en
  la puerta. «Dígame usted, ¿está durmiendo ahora? ¿Y el niño mama o no
  mama?»--«Pues ahora están los dos callados... _Paice_ que
  duermen».--«Pues silencio. Cuide usted de que no haya ruido en la
  casa... Yo, verá usted, como salgan los chicos del latonero a alborotar
  en la escalera, les deslomo».
  Y vuelta a bajar y a subir nuevamente con un mensaje. «Señá Segunda,
  oiga. Que no deje usted de mandar recado hoy a ese señor de Quevedo,
  para que la vea y nos diga si traemos el ama o no traemos el
  ama».--«Bien está, bien».--«Yo estaré a la mira; ya las tengo
  apalabradas, y las reconoceremos en mi casa. Buenas mujeres, y no tienen
  pretensiones de cobrar un sentido. Como leche, señá Segunda, como leche,
  creo que la asturiana nos ha de dar mejor resultado que ninguna. Tengo
  yo un ojo... En fin, mucho cuidado».
  Y tornó a bajar con toda su oficiosidad y diligencia, dispuesto a subir
  cien veces si fuese menester. Guillermina estuvo aún un ratito en casa
  de su amigo, el cual no sabía qué hacerse al ver su pobre vivienda
  honrada con persona tan excelsa. Habría traído de San Ginés, si pudiera,
  el trono de la Virgen del Rosario, para que se sentara. Pues, digo,
  cuando llamaron a la puerta y fue a abrir, y vio ante sí la simpática
  figura de Jacinta, creyó el pobre hombre que toda la corte celestial
  penetraba en su casa. No dijo nada la señorita; no hizo más que sonreír
  de un modo que significaba: «¡Qué raro verme aquí!». Guillermina alzó la
  voz desde la sala diciendo: «Pasa, aquí estoy...». Estupiñá, siempre
  delicado, se apartó para dejarlas hablar a solas. Parecía que la santa
  reprendía paternalmente a la otra: «Si ya te he dicho que lo dejes de mi
  cuenta. Yo me entiendo. Si te empeñas en meter la cuchara, creo que lo
  vas a echar a perder... No, no te dejo subir... ¿te parece fácil entrar
  a verle sin que se entere su madre? Atrevidilla te has vuelto... ¿Que le
  bajen aquí? ¡Vamos; las cosas que se te ocurren...! Tiempo tienes de
  verle. Si empezamos a hacer disparates y a portarnos como dos
  intrigantas que se meten donde no las llaman, merecemos que nos tome Ido
  por tipos de sus novelas. Vámonos ahora a San Ginés, y luego sabremos la
  opinión del señor de Quevedo. Descuida, que no se nos morirá de hambre».
  Salieron, y Plácido se fue con ellas a la iglesia, pues aunque ya había
  estado en ella, érale muy grato acompañar a las señoras a misa. Oyeron
  dos, y antes de salir, sentadas en un banco, la Delfina dijo a su amiga:
  «¿Sabe usted que no he podido oír las misas con devoción, acordándome de
  esa mujer? No la puedo apartar de mi pensamiento. Y lo peor es que lo
  que hizo ayer me parece muy bien hecho. Dios me perdone esta barbaridad
  que voy a decir: creo que con la justiciada de ayer, esa picarona ha
  redimido parte de sus culpas. Ella será todo lo mala que se quiera; pero
  valiente lo es. Todas deberíamos hacer lo mismo».
  La santa no respondió, porque dentro de la iglesia no gustaba de tratar
  ciertos asuntos de reconocida profanidad; pero cuando salían por el
  patio que da a la calle del Arenal, tomó el brazo de su amiguita,
  diciéndole: «Bueno estuvo el lance, bueno. ¡Qué par de alhajas!».
  --¡Crea usted que a mí me daba una alegría cuando lo oí contar!...
  Habría yo dado cualquier cosa por estar presente en aquella tragedia...
  --Quite allá... es repugnante... Dos mujeres pegándose...
  --Será lo que usted quiera; pero desde que me lo contaron, la bribona
  antigua se ha crecido a mis ojos y me parece menos arrastrada que la
  moderna.
  --Este mundo, hija mía, está lleno de maldades. A donde quiera que mira
  una, no ve más que pecados, y pecados cada vez más gordos, porque la
  humanidad parece que se vuelve de día en día más descarada y menos
  temerosa de Dios... ¡Quién había de decir que esa muchacha, esa
  Aurorita, que parecía tan buena, tan lista...! No, como lista, ya lo es;
  aunque la otra lo ha sido más... ¿Y qué dice Bárbara?, estaba encantada
  con ella, y todos los días iba al obrador a verla trabajar... Pero
  cállate, que aquí viene tu señora suegra...
  Barbarita y la pareja se encontraron.
  «Ya no alcanzas la del señor cura... ¡Qué horas de ir a misa!».
  --Pero si no me han dejado salir en toda la mañana... Mira, Jacinta,
  allí tienes a tu marido llama que te llama... Entré y... «Que dónde
  estabas tú. Que qué tenías tú que hacer en la calle tan temprano».
  Conque bien puedes darte prisa.
  --Que espere... Pues no faltaba más...--replicó Jacinta con tedio--. Que
  tenga paciencia, que también la tienen los demás.
  --Y vosotras, ¿de dónde venís?
  --¿Nosotras? De ver amas de cría--dijo la santa sonriendo.
  --¡Amas de cría!...--Sí, no es broma... amas, amas, amas.
  --¡Qué graciosa estás hoy!...
  --Pues qué, ¿no te ha dicho esta tonta que hemos encontrado otro
  _Pituso_?
  Barbarita se echó a reír con donaire. «Pero qué, ¿os han dado otro
  timo?».
  --Quia; ahora no. Este es auténtico... este es de ley; _no tiene hoja_,
  como el otro, por quien perdiste la chaveta.
  --¡Bah!, no quiero oírte...--repuso Barbarita con humor festivo, y se
  separó de ellas para ir presurosa a la iglesia.
  --Oye... mira--dijo Guillermina llamándola...--Cuando salgas, date una
  vuelta por las tiendas. Allí tienes a tu corredor, Estupiñá el Grande.
  Aguarda, oye; te compras una buena cuna...
  La dama se reía; todas se reían.
  
  
  --xi--
  
  El dictamen de Quevedo no fue alarmante con respecto a la madre;
  pero al chico le dio el comadrón malas noticias, anunciándole que se
  quedaba sin provisiones. Por la tarde, Plácido comunicó a la señora que
  la mujer aquella se negaba a poner a su hijo en pechos de nodriza,
  aunque esta fuese bajada del Cielo; insistía en que tenía leche; el niño
  berreaba, dando a entender que su mamá faltaba descaradamente a la
  verdad... «En fin, señora--agregó Estupiñá con oficiosidad sañuda--; que
  a esa mujer hay que matarla. Es más mala que arrancada, y lo que ella
  quiere es que la criaturita perezca...».
  Fue allá la fundadora, y se alegró de encontrar a Ballester en la sala.
  «A ver si la convence usted de que no puede criar. La pobre, como tiene
  la cabeza un tanto débil y trastornada, se figura que le van a quitar a
  su hijo... Y no es eso, no es eso... Hay interés en que le críe bien».
  --Ya se lo he dicho... Casi he empleado las mismas palabras, señora...
  Pero si viera usted... Hállase hoy en un estado de apatía y tristeza que
  no me hace maldita gracia. No hay medio de sacarle una respuesta a nada
  de lo que se le dice. Tiene el chico en brazos, y cuando le hablan de
  amas o de que ella se está secando, le aprieta, le aprieta tanto contra
  sí, que me temo que en una de estas le ahogue.
  --Todo sea por Dios... Entraré a ver a la fiera, y trataremos de
  amansarla.
  Sin abandonar aquella actitud de desconfianza y miedo, Fortunata pareció
  alegrarse de ver a Guillermina, que la saludó con extremada amabilidad,
  demostrando un gran interés por ella y por su niño.
  «¡Qué gusto verla a usted!--exclamó la pecadora sin moverse--. Tenía yo
  ganas de que viniera para decirle una cosa...».
  --Pues ya me la está usted diciendo, porque me voy a escape.
  La infeliz joven puso el nene a su lado, mostrando menos desconfianza;
  pero le rodeó con su brazo en ademán de protección.
  «¿Pero me le quitará?... Diga si me le quería quitar... Fuera bromas. Lo
  que usted me diga lo creeré».
  --Muchas gracias, amiga mía... Me toma por ladrona de chiquillos. No
  sabía yo que soy bruja...
  --No; es que... verá. Yo pensaba que me lo iban a quitar, por lo mala
  que he sido. Pero eso no tiene que ver, ¿verdad? Pues ahora soy mucho
  más mala. ¡Ay!, señora, he cometido un pecado tan grande, tan regrande,
  que no creo que me lo perdone Dios.
  --¿Apostamos a que es cualquier tontería? (inclinándose hacia ella y
  acariciándole la barba).
  --¡Ay, señora, ojalá fuera tontería!... Voy a decírselo... Pero no me
  riña mucho... Pues anoche estuvo aquí mi marido, hablamos, y le di
  veinte duros para que comprara un revólver. El revólver es para matar a
  _ese_ y a _esa_... sobre todo a la francesota, infame, traicionera...
  Guillermina recibió impresión muy fuerte con estas palabras; pero hizo
  un esfuerzo por aparentar que no perdía su serenidad. «Fuertecillo es,
  sí, señora... Pero su marido de usted no hará nada. He hablado con él y
  me ha parecido muy razonable».
  --La razón es su tema... pero no hay que fiar... Lo que es los tiros,
  crea usted que no se le escapan. Yo le calenté bien la cabeza... Toda
  aquella sabiduría que ahora tiene se la quité con las cosas que le
  dije... Se volvió loco otra vez, señora; le prometí quererle como él me
  quiso a mí, y crea usted que hice la promesa con voluntad.
  --Me hace usted temblar (alarmándose). Vamos; el pecado ese es de lo más
  atroz que puede haber. Él, si los mata, peca menos que usted, por
  haberle mandado que lo hiciera, acalorándole con promesas.
  --Lo mismo me parece a mí, y por eso he estado con miedo toda la noche.
  --Si usted reconoce que ha hecho mal, y le pide perdón a Dios de su mala
  intención y procura limpiarse de ella, Dios tendrá piedad de la
  pecadora.
  --Es que... verá usted... estoy arrepentida por mitad. ¡Matarle a él!,
  ¿sabe usted que me da lástima? No, no, que no le mate... Pero lo que es
  a esa bribona, tramposa, embustera... ¿Pues no tiene la poca vergüenza
  de creer que tendrá hijos?... ¡Hijos ella...! Dígame usted, ¿qué se
  pierde con que se vaya para el otro mundo un trasto semejante?
  Esto lo decía con tanta naturalidad, que Guillermina, por un instante,
  no supo si indignarse o tomarlo a risa. «Vaya, que las ideas de usted me
  gustan... Se me figura que marido y mujer allá se van... en sabiduría.
  Si usted no se desdice al momento en todos esos disparates me voy y no
  vuelve a verme en su vida más. No se puede tolerar esto...».
  --¿De modo que a esta tía _monstrua_ no se le da un castigo?... Eso sí
  que está bueno. Y seguirá riéndose de nosotras... No lo entiendo.
  --Dios es el que castiga; nosotros aprendemos.
  Ambas callaron, mirándose. «Tengo que traerle a usted un confesor. Usted
  no está buena ni del cuerpo ni del alma. Pues digo, si lo que Dios no
  quiera, sobreviene la muerte a la hora menos pensada, y la coge así, le
  cayó la lotería».
  --Si me muero, me llevo a mi hijo conmigo--dijo la diabla, volviéndole a
  coger y estrechándole contra sí.
  --Otra barbaridad. Hoy estamos de vena.
  --¿Pues no es mío?, ¿no le he dado yo la vida? (con febril impaciencia y
  ardor).
  --¡Cómo!... ¿darle vida usted? Hija, no tiene usted pocas pretensiones.
  También quiere ponerse en competencia con el Creador del mundo y de
  todas las cosas... Vamos, lo mejor es que me eche a reír... En fin,
  estamos aquí como dos tontas, y hay que poner las cosas en su lugar.
  Tiene usted que llamar a su marido y decirle que para quererle como Dios
  manda, es preciso que no mate a nadie, absolutamente a nadie. ¿Lo hará
  usted?
  --Si usted me lo manda, sí... ¡Ay!, yo creí que matar al que nos engaña,
  al que nos vende, no es pecado... vamos, que no era pecado muy gordo, se
  me subió la hiel a la cabeza. ¡Le tengo tanta rabia a ésa...! Digo yo
  que se puede tener rabia a otra persona, desear que la maten, y sin
  embargo no ser una mala.
  Incorporose para expresar con mímica más persuasiva un argumento que se
  le había ocurrido y que creía de gran fuerza: «Vamos a ver, señora. ¿A
  que la dejo callada ahora?, ¿a que, sabiendo usted tanto como sabe, no
  me devuelve esta?».
  --¿Qué?--Esta razón. Vamos a ver. La señorita Jacinta es, como quien
  dice, un ángel... Todos la llaman así... Bueno; pues con todo su mérito
  y su _santificación_, ¿no se alegrarla ella de que me quitaran a mí de
  en medio?
  Se volvió a reclinar en las almohadas, satisfecha, esperando la
  respuesta, con la seguridad de que la santa no tenía más remedio que
  mentir para no darle la razón.
  «¿Qué está usted diciendo?--replicó Guillermina indignada--. ¡Jacinta
  desear que maten a nadie!... ¡O usted es tonta o ha perdido el juicio!».
  --Vamos... Pues bueno, diré otra cosa (retirándose a la segunda paralela
  después de rechazada en la primera). ¿No se alegrará la señorita de que
  yo me muera?...
  --¿Alegrarse... de que usted se muera... de que se la lleve Dios...?
  (titubeando). Tampoco... tampoco... Jacinta no desea el mal del prójimo,
  y sabe que debemos amar a nuestros enemigos y hacer bien a los que nos
  aborrecen.
  Con un _ju ju_ melancólico expresaba Fortunata su incredulidad.
  «¡Ay!, ¿no lo cree?...».
  --¡Que me desea bien a mí!
  _Tie_ gracia.
  --Jacinta no sabe tener rencor... ni se acuerda de usted para nada...
  --Pero de eso a que me mire con buenos ojos...
  --Pues no faltaba más sino que la quisiera a usted como me quiere a
  mí... Por cierto que ha hecho la niña merecimientos para ello. Con que
  la perdone debe darse por satisfecha...
  --¿Y me perdona de verdad?... ¿pero es de verdad?
  --¿Pues qué duda tiene? Usted, como no sabe lo que es fe, ni temor de
  Dios, ni nada, no comprende esto.
  --¿Y podría ser mi amiga?...
  --Hija, tanto como amiga... Eso ya es un poco fuerte (no pudiendo
  contener la risa). Vamos, que no pide usted poco... Ahora quiere que
  después de lo que ha pasado partan un piñón...
  --¡Amigas!...--repitió la diabla frunciendo las cejas--. Por más que
  usted diga, no me puede ver, mayormente ahora que he tenido un hijo y
  ella no... Y lo que es ahora, ya no lo tiene, está visto... Que no le dé
  vueltas.
  Como Ballester se acercara a la puerta de la alcoba cuando oía reír a la
  santa, esta le dijo: «Entre usted si quiere divertirse, pues esto es una
  comedia. Su amiga de usted está por conquistar. ¡Qué ideas tiene! Por
  cierto que yo le voy a traer al Padre Nones. Tenemos que darle una
  limpia buena. En fin, me retiro, que con estas tonterías se me va la
  mañana».
  Se levantó, y Fortunata le tiró del vestido para hacerla sentar otra
  vez. «Una duda me queda, señora. Sáqueme de ella».
  --Veamos esa duda... otro despropósito. ¡Ay, qué cabeza!
  --Siéntese usted un momento, que le voy a hacer otra pregunta. Dígame
  (bajando la voz), ¿Jacinta faltó o no faltó con aquel caballero?
  --¡Ave María Purísima!... ¿con qué caballero?
  --Con aquel que se murió de repente...
  --Cállese, cállese o le pego...
  --No, si yo no lo creo ya. Lo creía; pero como fue la indecente de
  Aurora quien me lo dijo, ya dejé de creerlo... sólo que tenía un poquito
  de duda.
  --¿Esa...? (con soberano desprecio). ¡Y se atrevía a decir...!
  --Si es lo más mala... Usted no puede figurarse lo mala que es (con la
  mayor buena fe). Aquí donde usted me ve, yo, al lado de ella, soy un
  ángel.
  --Lo creo (sonriendo). No nos ocupemos de esas miserias. ¡Jacinta
  faltar! Estas pecadoras empedernidas creen que todas son como ellas...
  --No, si yo no lo creo, señora, si no lo creí (muy apurada). Ella fue la
  que lo dijo y lo creía... ¿Sabe una cosa? (Atrayéndola a sí y hablándole
  en secreto). Créame esto que le voy a decir... Uno de los motivos porque
  le pegué fue el haber dicho eso, el haberme encajado la bola de que
  Jacinta era como nosotras... Y dígame, ¿no merecía el morrazo que le di
  con la llave por afrentar a nuestra amiguita?... ¿No lo merecía? Claro
  que sí...
  Guillermina estaba confusa; no sabía si aprobar o desaprobar...
  «Quedamos en una cosa--dijo levantándose--; mañana vendrá el Padre Nones
  para usted, y para este ternerito un ama asturiana que, según dice
  Estupiñá...».
  --Ama, no... ¿para qué? Si puedo... ¿No ha visto lo satisfecho que está
  el rey de la casa? ¿No es verdad, rico, que para nada te hacen falta
  amas? Su mamá, su mamá le da al niño todo lo que quiere.
  --El Sr. de Quevedo sabe más que usted... Aquí no se hace más que lo que
  yo mando--declaró la santa con aquel ademán y tono autoritarios a los
  cuales nadie se podía oponer--. Si de aquí a mañana Quevedo no varía de
  opinión, vendrá la nodriza. Usted se calla y obedece... Yo pago y
  dispongo. Conque a cuidarse, y ya hablaremos. El _excelentísimo_ señor
  de Ballester queda encargado de la ejecución del presente decreto.
  
  
  --xii--
  
  Por la tarde llegó doña Lupe muy alarmada buscando a Maximiliano,
  a quien suponía allí. No pasó de la sala, ni quiso ver a Fortunata, de
  quien dijo que la compadecía, pero que no podía tener ninguna clase de
  relaciones con ella. En la sala cuchicheó la _ministra_ con Segismundo
  contándole lo ocurrido. Pues ahí era nada: Maximiliano había comprado un
  revólver... ¿pero quién diablos le dio el dinero? Descubriolo la señora por
  una casualidad... Le dio el olor, al verle entrar con un bulto entre
  papeles. Lo peor del caso fue que no pudo quitárselo. Salió escapado de
  la casa, y al poco rato los del herrero del bajo vinieron diciendo que
  le habían visto en la Ronda, pegando tiros contra la tapia de la fábrica
  del Gas, como para ejercitarse... ¡Ay!, _la de los Pavos_ estaba
  aterrada. Toda aquella sabiduría lógica, que el pobre chico tenía en la
  cabeza, se le había convertido en humo sin duda. Y lo peor era que no
  había ido a almorzar, ni se sabía su paradero... «Tenemos que dar parte
  a la policía, para evitar que haga cualquier barbaridad. Yo pensé que
  habría venido aquí, y corrí desolada... ¿Dónde demonios estará?
  Ballester, por Dios, averígüelo usted y sáqueme de este conflicto. Usted
  es la única persona que le domina cuando se pone así... Salga a ver si
  
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