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Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 73
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--iii--
Comió Rubín aquella noche sosegadamente con su tía, contándole
algo de lo que había visto y oído en el café, a lo que respondió la gran
señora expresándole su deseo de que no fuese más a aquel
establecimiento, por estar muy lejos, y porque en él siempre encontraría
una sociedad inculta y ordinaria. El joven parecía conformarse con esta
idea, y aseguró que no volvería más. Después fue con su tía a casa de
Samaniego, y mientras duró la tertulia, permaneció apartado de ella,
labrando y puliendo su idea. «Es en la casa de los escalones de
piedra... Después que echó aquel brindis estúpido, Izquierdo habló de
subir a gatas a casa de su hermana, y de bajar rodando por los
escalones de piedra... Ya sé, pues, dónde está. Ahora, hay que proceder
con sigilo y decisión. Llegó la hora de castigar. El honor me lo pide.
No soy un asesino, soy un juez. Aquel desgraciado hombre lo decía:
'Estamos engranados en la máquina, y la rueda próxima es la que nos hace
mover. Sus dientes empujan mis dientes, y ando'».
--¿Por qué suspiras, hijo?--le preguntó su tía, observándole caviloso y
suspirante.
Contestó evasivamente, y a poco se retiraron, no sin que _doña
Desdémona_ invitase al joven a pasar en su casa la mañana siguiente. Le
enseñaría todos sus pájaros y le daría de almorzar. Aceptada esta
fineza, Maxi se personó en casa de Quevedo desde las nueve, hora en que
la señora aquella se hallaba en la plenitud de sus funciones, limpiando
jaulas, revisando nidos, examinando huevos, y sosteniendo con este y el
otro volátil pláticas muy cariñosas. Su obesidad no le impedía ser ágil
y diligentísima en aquella faena. Gastaba una bata de color de almagre,
y como su figura era casi esférica, no parecía persona que anda, sino un
enorme queso de bola que iba rodando por las habitaciones y pasillos. No
tardó en asociar al chico a sus operaciones, enseñándole a distribuir el
alpiste a toda la familia. Con algunos sostenía _doña Desdémona_
conversaciones maternales.
«¿Qué dices tú, chiquitín de la casa?... gloria mía... A ver, ¿tiene el
niño mucha hambre...? ¡Ay qué pico me abre este hijo!». Y los trinos
ensordecían la casa. Con verdadero ahínco, Maximiliano seguía torneando
en su cabeza las ideas de la noche anterior. «La mataré a ella y me
mataré después, porque en estos casos hay que poner el pleito en manos
de Dios. La justicia humana no lo sabe fallar».
--¡Qué mala es esta pájara!--decía _doña Desdémona_--, no sabe usted lo
mala que es. Ha matado ya tres maridos... y de los hijos no hace caso.
Si no fuera por el macho, que es, ahí donde usted lo ve, toda una
persona decente, los pobrecitos se morirían de hambre.
--Hay que perdonarla--replicó Maxi con humorismo--, porque no sabe lo
que se hace... Y si la fuéramos a condenar, ¿quién le tiraría la primera
piedra?
--Vamos ahora a los pericos, que ya están alborotados.
«La lógica exige su muerte--pensaba Rubín colgando cuidadosamente una
jaula en que había muchos nidos--. Si siguiera viviendo, no se cumpliría
la ley de la razón».
La renovación del alpiste y del agua daba a aquellos infelices y
graciosos seres aprisionados una alegría insensata; y poniéndose todos a
piar y a cantar a un tiempo, no era posible que se entendieran las
personas que entre ellos estaban. _Doña Desdémona_ hablaba por señas.
Maxi parecía contento, y hubiera vuelto a empezar todas las operaciones
por puro entretenimiento. Cuando llegó la hora de almorzar, tenía ya muy
buen apetito, y el comadrón y su esposa estuvieron muy amables con él,
diciéndole que le agradecerían fuese todos los días, si tenía gusto en
ello. Ya Quevedo no era celoso, y desde que su esposa se había
redondeado hasta hacer la competencia a los quesos de Flandes, se curó
el buen señor de sus murrias y no volvió a hacer el Otelo. Sin embargo,
a ninguno que no fuera el pobre Rubín, le habría permitido entrar
libremente en la casa, porque en verdad, no le consideraba a éste capaz
de comprometer la honra de ningún hogar donde penetrase.
Doña Lupe entró muy gozosa, diciendo: «¿Qué tal se ha portado el
galán?».
--Admirablemente, señora. Es lo más amable...--replicó _doña Desdémona_,
y llevándola aparte, añadió--: Si está bueno y sano... ¡Si viera usted
qué contento y qué tranquilo...! Nada, como la persona de más juicio.
--Yo creo--dijo la de Jáuregui--, que si no está curado, le falta poco.
¿Y qué hay de eso?
--Esta mañana volvió Quevedo. Todavía nada... Esperando por momentos...
Ella, con mucho miedo.
Algo más cotorrearon, pero no hace al caso. Doña Lupe se llevó a su
sobrino al Monte de Piedad, y como aquel día las ventas fueron de muy
poco interés, tornaron pronto a casa, después de comprar fresa y
espárragos en un puesto de la calle de Atocha. Por la tarde, la señora
encargó a su sobrino que le hiciera unas cuentas algo complicadas, y él
las despachó con presteza y exactitud, sin equivocarse ni en un céntimo;
y como su tía se maravillase de aquel tino aritmético, el joven se echó
a reír, diciéndole: «¿Pero usted qué se ha figurado? Si tengo yo la
cabeza como no la he tenido nunca. Si estoy tan cuerdo, que me sobra
cordura para darla a muchos que por cuerdos pasan».
Hacía muchísimo tiempo que doña Lupe no había visto al chico tan
despejado, con tanto reposo en el espíritu y el ánimo tan dispuesto a la
alegría, señales todas de reparación indudable. «Si no dudo que estés
bien... Cierto que ya quisieran muchos... Yo me alegro infinito de verte
así, y le pido a Dios que te conserve».
--Crea usted que seguiré lo mismo. Yo reconozco en mi cabeza una fuerza
que nunca he tenido. Discurro admirablemente, y se lo voy a probar a
usted ahora mismo. Se pasmará usted al ver que si buena comedia han
hecho ustedes conmigo, mejor la he hecho yo con ustedes. Los engañadores
son los engañados.
Doña Lupe empezó a alarmarse.
--Pues verá usted (continuando en la mesa en que había hecho las cuentas
y con el papel de ellas entre las manos). Mi familia, Ballester y todas
las personas a quienes conozco fuera de casa, _bordaban_ admirablemente
su papel; y yo callado... haciéndome el tonto, mientras con la sola
fuerza del cálculo, descubría la verdad.
Y doña Lupe tan parada, que no sabía qué decirle.
«Y vea usted cómo le pruebo que mi cabeza da quince y raya hoy a las
cabezas mejor organizadas, incluso la de usted. Sin decir una palabra a
nadie, sin preguntar a bicho viviente, y fundándome sólo en algún
indicio que pescaba aquí y allí, sentando hechos y deduciendo
consecuencias, he descubierto la verdad... todo con la pura lógica, tía,
con la lógica seca. Atienda usted y asómbrese».
Estaba, en efecto, la viuda ilustre tan asombrada como quien ve volar un
buey.
«Pues por el orden siguiente, he ido descubriendo estos hechos: Que
Fortunata no se ha muerto, que está en Madrid, que vive cerca de la
Plaza Mayor, que vive en la Cava de San Miguel, en la casa de los
escalones de piedra, que está fuera de cuenta desde hace un mes, y que
D. Francisco de Quevedo la asiste».
Doña Lupe no se atrevió a negar; tan abrumadoras eran las verdades que
su sobrino manifestaba. «Verás... Tú no debes ocuparte de eso... Te
concedo que vive, pero no sé dónde. Y en cuanto al embarazo, es error
tuyo y de tu maldita lógica. ¡Vaya con la salida! El diablo cargue con
tu lógica».
--Si insiste usted, querida tía, en hacer comedias, creeré que quien ha
perdido el juicio es usted. Yo afirmo lo que he dicho, y tengo la
evidencia de que es verdad. Mí lógica no me engaña ni puede engañarme.
Con franqueza: ¿nota usted en mí algo que remotamente se parezca a falta
de juicio?
Doña Lupe no supo qué responder.
«¿He dicho algún disparate?... ¿Se atreve usted a sostener que lo he
dicho? Pues tomemos un coche y vamos a la Cava... ¡Ah!, no quiere usted.
Luego, yo he dicho la verdad, y la que falta ahora a ella, sin duda con
muy buen fin, es mi señora tía. ¿Quién es aquí el cuerdo y quién no lo
es?».
--Pues repito que eso del estado interesante es una papa--dijo la viuda
llena de confusión--. Alguien ha querido darte un bromazo, que por
cierto es de muy mal gusto.
--Yo le juro a usted que con nadie he hablado de este asunto,
absolutamente con nadie. El conocimiento adquirido es obra del cálculo
puro. Y ahora, por si alguien duda todavía de que yo sea la cordura
andando, voy a dar a todos la última prueba de ella. ¿Cómo? Pues no
volviendo a hablar de semejante asunto. Se acabó. Sigamos la vida
ordinaria... Aquí no ha pasado nada, tía; hágase usted cuenta de que no
hemos hablado nada. ¿No me dijo usted que tenía otra cuenta que
arreglar? Venga; estoy pronto, con una cabeza que es un acero para los
números, pues estos son la pura esencia de la lógica.
Y se puso a trabajar en las operaciones aritméticas con tanta serenidad,
y un temple tan equilibrado, que doña Lupe salió de la estancia
haciéndose cruces y diciendo que si lo que acababa de oír se lo hubieran
contado los cuatro Evangelistas, no les habría dado crédito. Pero siendo
lo que refirió el sobrino un prodigio de capacidad intelectual, la
señora no las tenía todas consigo respecto al estado de aquella cabeza.
Entráronle alarmas, como las de los peores días pasados, y se puso de un
humor vidrioso no acertando a determinar si aquello de la lógica era una
crisis favorable, o por el contrario, traería nuevas complicaciones.
Y no estuvo muy feliz Juan Pablo, en la elección de aquel día para hacer
a doña Lupe la proposición de empréstito, pues encontró a la capitalista
dada a todos los demonios. Era el hombre de menos suerte que existía,
pues nunca daba en el quid de la buena ocasión; lástima grande, porque
el discurso que llevaba preparado para convencer a la señora era
admirable, y una roca se ablandaría oyéndolo. Su tía no le dejó pasar
del exordio, negándose absolutamente a contratar ninguna clase de
préstamo ni en las condiciones más usurarias. Total: que salió Juan
Pablo de la casa renegando de su estrella, de su tía y de todo el género
humano, revolviendo en su mente propósitos de venganza con proyectos de
suicidio, pues estaba el infeliz como el náufrago que patalea en medio
de las olas, y ya no podía más, ya no podía más. Se ahogaba.
--iv--
En la noche de aquel aciago día, que creyó deber marcar con la
piedra más negra que en su triste camino hubiera, Juan Pablo sostuvo en
el café del Siglo las teorías más disolventes. Con gran estupefacción de
D. Basilio Andrés de la Caña, que volvió a la tertulia, embistió contra
la propiedad individual, haciendo creer al propio sujeto y a otros tales
que se había dado un atracón de lecturas prudhonianas. No había visto un
solo libro, ni por el forro, y toda su argumentación ingeniosa sacábala
de la rabia que contra doña Lupe sentía, rencor satánico que habría
bastado para inspirar epopeyas.
Como el gran principio de la propiedad individual no tenía en aquella
desigual contienda más defensor que D. Basilio, quedó maltrecho. La mesa
de mármol, en torno de la cual formaban animado círculo las caras de los
combatientes, estaba a última hora llena de cadáveres, revueltos con
las cucharillas, con los vasos que aún tenían heces de café y leche, con
la ceniza de cigarro, los periódicos y los platillos de metal blanco, en
los cuales la mano afanadora de D. Basilio no había dejado más que polvo
de azúcar. Dichos cadáveres, horriblemente destrozados, eran la
propiedad, todas las clases de propiedad posibles, el Estado, la Iglesia
y cuantas instituciones se derivan de estos dos principios, Matrimonio,
Ejército, Crédito público, etc... Con admiración de todos, Juan Pablo se
lanzó a la defensa del amor libre, de las relaciones absolutamente
espontáneas entre los sexos, y puso la patria potestad sobre la cabeza
de la madre. Al Papa le deshizo, y la tiara quedó pateada bajo la mesa,
con los pedazos de periódico, los salivazos y el palillo deshilachado de
D. Basilio, quien al fin, en el barullo de la derrota, arrojó lejos de
sí aquel marcador de sus argumentos. También andaba por el suelo la
corona real, triturada por las suelas de las botas, y el cetro de toda
autoridad corría la misma suerte. Las conteras de los bastones,
golpeando con furia el sucio entarimado, remataban las víctimas que iban
cayendo de la mesa, expirantes. Creeríase que Juan Pablo las estrujaba
con los codos, después de acribillarlas con su dialéctica, y cuando
cogía un lápiz y trazaba números con febril mano sobre el mármol, para
probar que no debe haber presupuesto, parecía un Fouquier de Thinville
firmando sentencias de muerte y mandando carne a la guillotina.
¿Y qué menos podía hacer el desgraciado Rubín que descargar contra el
orden social y los poderes históricos la horrible angustia que llenaba
su alma? Porque estaba perdido, y la cruel negativa de su tía le puso en
el caso de escoger entre la deshonra y el suicidio. Antes de ir al café
había tenido un vivo altercado con Refugio, por pretender ésta que fuese
con ella a Gallo, y el disgusto con su querida, a quien tenía cariño, le
revolvió más la bilis. Sus amigos no podían con él; estaba furioso; poco
faltaba para que insultase a los que le contradecían, y su numen
paradójico se excitaba hasta un grado de inspiración que le hacía
parecer un propagandista de la secta de los _tembladores_. El que mejor
replicaba ¡parece increíble!, era Maxi, que se quedó en el café más
tiempo del acostumbrado, retenido por el interés de la polémica.
Defendía el joven Rubín los principios fundamentales de toda sociedad
con un ardor y una serena convicción que eran el asombro de cuantos le
oían. No se alteraba como el otro; argumentaba con frialdad, y sus
nervios, absolutamente pacíficos, dejaban a la razón desenvolverse con
libertad y holgura. La suerte de Rubín mayor fue que Rubín menor se
marchó a las diez, pues doña Lupe le tenía prescrito que no entrase en
casa tarde, y por nada del mundo desobedecería él esta pragmática. Había
vuelto a la docilidad de los tiempos que se podrían llamar
_antediluvianos_ o que precedieron a la catástrofe de su casamiento.
Dejando que su hermano se arreglara como pudiese con los demás
tratadistas de derecho público, abandonó el café con ánimo de irse
derechito a su casa. Atravesó la Plaza Mayor, desde la calle de Felipe
III a la de la Sal, y en aquel ángulo no pudo menos que pararse un rato,
mirando hacia las fachadas del lado occidental del cuadrilátero. Pero
esta suspensión de su movimiento fue pronto vencida del prurito de
lógica que le dominaba, y se dijo: «No; voy a casa, y han dado ya las
diez... Luego, no debo detenerme». Siguió por la calle de Postas y
Vicario Viejo, y antes de desembocar en la subida a Santa Cruz, vio
pasar a Aurora, que salía de la tienda de Samaniego para ir a su casa.
«¡Qué tarde va hoy!» pensó, siguiendo tras ella por la calle arriba,
hacia la plazuela de Santa Cruz, no por seguirla, sino porque ella iba
delante de él, sin verle. Andaba la viuda de Fenelón a buen paso, sin
mirar para ninguna parte, y llevaba en la mano un paquete, alguna obra
tal vez para trabajar en su casa el día siguiente, que era domingo, y
domingo de Ramos por más señas.
Como iba más aprisa que él, pronto se aumentó la distancia que les
separaba. En vez de seguir por la calle de Atocha para tomar por la de
Cañizares, como parecía natural (este era el itinerario que usaba Maxi),
la joven se metió por el oscuro callejón del Salvador. En la sombra del
Ministerio de Ultramar la esperaba un hombre que la detuvo un instante:
diéronse las manos y siguieron juntos. «Hola, hola--se dijo Maxi
acechando--, ¿belenes tenemos?». Y viéndoles ir por el callejón
adelante, una idea o más bien sospecha encendió en él vivísima
curiosidad. Siguiéndoles a cierta distancia, se cercioró al punto de lo
que antes fuera presunción, y la certidumbre produjo en su alma
violentísima sacudida. «Es él, ese infame... La espera; van juntos... y
toman la vía más solitaria... Luego, son amantes... ¡Engañar a una pobre
mujer... un hombre casado!...». Determinose en él con poderosa fuerza el
rencor de otros tiempos, aquel rencor concentrado y sutil que era como
un virus ponzoñoso, tan pronto manifiesto como latente, y que al
derramarse por todo su ser, producía tantos y tan distintos fenómenos
cerebrales. Al propio tiempo se desbordaba en el alma del desdichado
joven un sentimiento quijotesco de la justicia, no tal como la estiman
las leyes y los hombres, sino como se ofrece a nuestro espíritu,
directamente emanada de la esencia divina. «Esto lo tolera y aun lo
aplaude la sociedad... Luego, es una sociedad que no tiene vergüenza.
¿Y qué defensa hay contra esto? En las leyes ninguna. ¡Ay, Dios mío, si
tuviera aquí un revólver, ahora mismo, ahora mismo, sin titubear un
instante, le pegaba un tiro por la espalda y le partía el corazón! No
merece que se le mate por delante. ¡Traidor, miserable, ladrón de
honras! ¡Y esa tonta que se deja engañar!... Pero ella no merece la
muerte, sino la galera, sí señor, la galera...».
Al día siguiente del lastimoso lance ocurrido cerca de Cuatro Caminos,
no estaba Maxi más excitado y rencoroso que aquella noche lo estuvo. En
el tiempo transcurrido desde la noche aciaga de Noviembre, no había
visto a su ofensor sino muy contadas veces, y siempre de lejos; nunca le
había tenido así, tan a tiro... «¡Ay!, ¿por qué no traigo un
revólver?... Ahora mismo le dejaba seco. Si pasara por una armería, lo
compraba... Pero si no tengo dinero. La tía no me da más que los dos
reales para el café. Dios, ¡qué desesperación! Si me infundes la idea de
la justicia, idea lógica, perfectamente lógica, ¿por qué no me das los
medios para hacerla efectiva?... Verle expirar revolcándose en su
sangre; no tenerle ninguna lástima... ¡Que no vea yo esto, Dios!... ¡Que
no lo vea el mundo entero... porque el mundo entero se había de
regocijar...!».
Después de recorrer la calle de Barrionuevo y la Plaza del Progreso, la
pareja tomó por la calle de San Pedro Mártir, buscando la vía menos
concurrida. «Van a tomar por la calle de la Cabeza--dijo Maxi--, por
donde no pasa un alma a estas horas. ¡Ah!, trasto, ladrón de honras,
asesino... La justicia caerá sobre ti algún día, si no hoy, mañana. Lo
que siento es que no sea por mi mano». Seguíales sin perderles de vista,
a bastante distancia... «Me duelen las contusiones que recibí aquella
noche, como si las acabara de recibir... Perdulario, cobarde, que te
ensañas con los débiles de cuerpo, con los enfermos que no se pueden
tener... A ti se te contesta con una bala... ¡plaf! Y se te deja seco...
Y yo me quedaría tan fresco si te pudiera dar lo que mereces... pero tan
fresco y tan satisfecho como se queda todo el que ha hecho un bien muy
grande, pero muy grande...».
Al llegar a la calle del Ave María, Rubín se pasó a la acera de los
impares y se puso en acecho en la esquina de la calle de San Simón, en
la sombra. Detuviéronse: Aurora parecía decir a su galán que no siguiese
más. Era prudente esta indicación, y el galán se despidió apretándole la
mano. Maxi le miró subir hacia la calle de la Magdalena, y sentía deseos
de gritar e írsele encima: «Ratero de mi honor y de todos los honores...
ahora las vas a pagar todas juntas». Creía que se le afilaban las uñas
haciéndosele como garras de tigre. En un tris estuvo que Maxi diese el
salto y cayese sobre la presa. La lógica le salvó. «Soy mucho más débil,
y me destrozará... Un revólver, un rifle es lo que yo necesito».
Cuando los amantes desaparecieron de su vista, Rubín penetró en su casa.
Lo más particular fue que la idea de su mujer se borró de su mente
durante aquel suceso, o quizás personificaba en Aurora la totalidad de
las deslealtades y traiciones femeninas. A solas en su cuarto, fue
acometido de una duda horrible. «Pero esto que me desvela ahora--se
decía revolviéndose en el lecho--, ¿es verdad, o lo he soñado yo? Sé que
entré, sé que caí en la cama, sé que dormí, y ahora me encuentro con
esta impresión espantosa en mi cerebro. ¿Es verdad que les he visto, al
infame y a ella, o lo he soñado? Que yo he tenido un sopor breve y
profundo, es indudable... Pues ya voy creyendo que ha sido sueño... Sí;
sueño ha sido... Aurora es honrada. Vaya con las cosas que sueña uno...
¡Pero no, Dios, si lo vi, si lo estoy viendo todavía, y si tengo
estampadas aquí las dos figuras...! Esto es para volverse loco... ¡y
sería lástima, ahora que estoy tan cuerdo...!».
Todo el día siguiente estuvo con la misma confusión en su mente. ¿Lo
había visto, o lo había soñado? El Miércoles Santo enviole su tía con un
recado a casa de Samaniego, y después de estarse allí gran rato, oyendo
tocar la pieza, notó que doña Casta hablaba muy vivamente con
Aurora.--«Vaya, hija, que hoy nos has dado un buen plantón. ¡Tres horas
esperándote!... ¿A qué tienes tú que ir hoy al obrador, si hoy no se
trabaja?... Lo mismo que el Domingo de Ramos... Toda la tarde en el
obrador, y luego viene Pepe y me dice que ni has aparecido por allí ni
ese es el camino. ¿En dónde estuviste? ¡En casa de las de Reoyos! ¿Y qué
hacías tú tantas horas en casa de las de Reoyos? Tengo yo que
averiguarlo...».
Aurora se defendía con ingenio y tesón, como quien sabe que es mayor de
edad y puede, cuando quiera, echar a rodar la autoridad materna; pero no
llegó el caso de hacerlo así. Maxi, aparentando poner sus cinco sentidos
en la pieza que tocaba Olimpia, no perdía sílaba de aquel doméstico
altercado. Gracias que la cuestión ocurrió cuando la niña tenía entre
sus dedos el _andante cantabile molto expresivo_, que si llega a
coincidir con el _allegro agitato_, ni Dios pesca una letra de lo que
hija y madre hablaron. Durante el _presto con fuoco_, Maxi se decía:
«Parece mentira que dudara yo un instante de que aquello era la pura
realidad... ¡Y lo creí sueño...!, ¡qué imbécil!... Un dato tomado de la
existencia positiva me ha quitado todas las dudas. Ahora no me basta con
la lógica, necesito ver algo más... y veré. ¡Qué lección para mi mujer!
¡Oh! Dios mío, ahora me asalta otra duda horrible. Si la mato no hay
lección. La enseñanza es más cristiana que la muerte, quizá más cruel, y
de seguro más lógica... Que viva para que padezca y padeciendo
aprenda... Pero a él debo matarle... ¡a él sí!».
Oyendo el estrepitoso fin de la pieza, tuvo como un sopor de medio
minuto, y volvió de él asaltado por esta idea que le sacudía: «No, matar
no. Su maldad es necesaria para este gran escarmiento. La vida es lo que
duele y lo que enseña... La muerte para los buenos... para los
perversos, lógica, lógica».
Apenas se había acabado la tocata, entró doña Casta a decirle: «Maxi, la
señora de Quevedo me ha llamado por la ventana del patio para decirme
que le mande a usted subir un momento. Tiene que enviar un recado a
Lupe». Subió el pobre chico, y _doña Desdémona_ le hizo esperar un
ratito, pues estaba ayudando a su marido a desnudarse. Acababa de
entrar, muy fatigado; le llamaron a las doce y hasta aquella hora no
había podido volver a casa.
«Querido--dijo a Rubín la dama esférica, tocándole amistosamente en el
hombro--. Hágame el favor de decirle a Lupe que la pájara mala sacó
pollo esta mañana... un polluelo hermosísimo... con toda felicidad...».
Maxi se rascó una oreja, y sacando de su alma a los labios una sonrisa
extraña, cuya significación no pudo entender la señora de Quevedo, «la
pájara mala--dijo con acento de niño mimoso--, enséñemela usted... y el
pollo... enséñemelo también».
--No, no, ahora no--replicó _doña Desdémona_ empujándole hacia la
puerta--. Mañana los verá... Vaya ahora a decirle esto a su tía.
--v--
El interés con que doña Lupe esperaba noticias de la pájara mala y
de si sacaba bien o mal el pollo, no podrá ser comprendido sin tener en
cuenta las grandes ideas que en aquellos días despuntaban en el caletre
de la insigne señora. Su entendimiento excelso sugeríale determinaciones
para todos los casos, y medios de armonizar los hechos con los
principios en la medida de lo posible. Era su lema que debemos partir
siempre de la realidad de las cosas, y sacrificar lo mejor a lo bueno, y
lo bueno a lo posible. Esto lo había aprendido en la experiencia de los
negocios, la cual se aplica con éxito a los asuntos morales, del mismo
modo que el ejercicio de las matemáticas y la agilidad gimnástica que
dan al entendimiento, facilitan el estudio de la filosofía.
Pues pensando en su sobrina, vino a sentar ciertas bases que discutió
consigo misma, dándolas al fin por indestructibles, a saber: que aquello
no tenía remedio, que la deshonra era inevitable, si bien no recaía
sobre doña Lupe, pues a todo el mundo constaba que ella no alentó ni
favoreció jamás los desvaríos de Fortunata. Esto lo sabían hasta los
perros de la calle. Por consiguiente, bien podía la señora estar
tranquila sobre este particular. Segundo punto: Fortunata sería todo lo
mala que se quisiera suponer; pero había pertenecido a la familia, y la
persona más importante de esta no podía menos de echar una mirada a la
descarriada joven para enterarse de sus pasos, y tratar de impedir que
arrojase sobre el claro apellido de Rubín ignominias mayores.
Presentábase un problema grave, cuya solución no estaba al alcance de
los entendimientos vulgares. Aquel pequeñuelo que iba a presentarse en
el mundo era, por ley de la naturaleza, sucesor de los Santa Cruz, único
heredero directo de poderosa y acaudalada familia. Verdad que por la ley
escrita, el tal nene era un Rubín; pero la fuerza de la sangre y las
circunstancias habían de sobreponerse a las ficciones de la ley, y si el
señorito de Santa Cruz no se apresuraba a portarse como padre efectivo,
buscando medio de transmitir a su heredero parte del bienestar opulento
de que él disfrutaba, era preciso darle el título de monstruo.
«¡Oh!, si a mí me hubiera pasado lo que le pasa a esa panfilona--se
decía--, ¿cómo no me había de señalar el otro una pensión de alimentos?
Bonito genio tengo yo para estas cosas... ¡Ah! ¡Pues si esa hiciera caso
de mí, y se dejara llevar...! Lo que es ahora, yo le aseguro que sus dos
o tres mil duros de pensión no se los quitaba nadie... Lo primerito que
yo haría era plantarme en casa de doña Bárbara y leerle la cartilla bien
leída... Y lo haré, lo haré, aunque esa simple no me autorice. No lo
puedo remediar, la iniciativa me alborota todo el espíritu, y reviento
si no le doy salida... Y me inspira lástima lo que va a nacer, porque es
un dolor que viva pobre viniendo de quien viene. Pues el día de mañana
(pongo que sea varón), cuando crezca y sea preciso librarle de quintas,
¿qué va a hacer esa infeliz? No, esto no puede quedar así... ¡pobre
criaturita! Hay que hacer algo, y véase aquí cómo es una caritativa
cuando menos lo piensa... No, lo que es yo no me callo, yo me voy a ver
a doña Bárbara, y con esta labia que tengo y lo bien que pongo los
puntos, le haré ver el disparate de que su nieto esté peor que un
inclusero... porque ¿de qué va a vivir? Las acciones del Banco se las
comerán hijo y madre en un par de años, y con el rédito de los treinta
mil reales no tienen ni para sopas. Lo que es dinero de Maxi no lo han
de ver, de eso respondo, porque sería el colmo de la afrenta y de la
tontería... Nada, nada; que yo doy la campanada gorda, siempre y cuando
el señorito ese no le señale el estipendio en el término de un mes.
Vaya si la doy... Me pongo mi abrigo de terciopelo, mi capota, mis
guantes y ¡hala!... Ahora se me ocurre que debo empezar por darle una
embestida a mi amiga Guillermina, que se hará cargo de la justicia del
caso... Sí, ¡magnífica idea! Guillermina hablará con la otra y... Ahora,
ahora comprenderá esa loquinaria la diferencia que hay entre obrar ella
por cuenta propia y tenerme a mí por consejera y directora. ¿Apostamos a
que ella, si el otro no le da un cuarto, se deja estar con su santa
pachorra, sin atreverse a nada, tragando hiel y muriéndose de hambre?
Pero yo, cuando hago el bien, lo hago contra viento y marea, y se lo
meto en los hocicos a las personas tercas e inútiles que no saben hacer
nada por sí».
Estas ideas, que fermentaron en el cerebro de aquella gran diplomática y
ministra durante todo el mes de Marzo, determinaron los recaditos que
mandó a Fortunata con Ballester, el encargo que hizo a Quevedo de
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