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Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 72

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  notar entre ellas la de José Izquierdo, que, empezando por ir a cenar
  con su hermana y sobrina algunas noches, acabó, conforme a su genial
  parasitario, por estar allí todo el tiempo que tenía libre. Fortunata
  encontró a su tío transfigurado moralmente, con un reposo espiritual que
  nunca viera en él, suelto de palabra, curado de su loca ambición y de
  aquel negro pesimismo que le hacía renegar de su suerte a cada instante.
  El bueno de _Platón_, encontrando al fin el descanso de su vida
  vagabunda, se había sentado en una piedra del camino, a la sombra de
  frondoso árbol cargado de fruto (valga la figura) sin que nadie le
  disputase el hartarse de ella. No existía por aquel entonces en Madrid
  un _modelo_ mejor, y los pintores se lo disputaban. Veíase Izquierdo
  acosado, requerido; recibía esquelas y recados a toda hora, y le
  desconsolaba el no tener tres o cuatro cuerpos para servir con ellos al
  arte. Ni había oficio en el mundo que más le cuadrase, porque aquello no
  era trabajar ¡qué demonio!, era _retratarse_, y el que trabajaba era el
  pintor, poniendo en él sus cinco sentidos y mirándole como se mira a una
  novia. En aquellos días de Febrero del 76, como se pusiera a hablar con
  su hermana y sobrina de las muchas obras que traía entre manos, no
  acababa. En tal estudio hacía de _Pae Eterno_, en el momento de estar
  fabricando la luz; en otro de Rey D. Jaime, a caballo, entrando en
  Valencia. Allí de Nabucodonosor andando a cuatro patas; aquí de un _tío
  en pelota que le llaman_ Eneas, con su padre a _la pela_. «Pero lo mejor
  que estamos pintando ahora... y que lo vamos sacando _de lo fino_..., es
  aquel paso de Hernán-Cortés cuando manda dar fuego a las judías
  naves...». Ganaba mi hombre todo lo que necesitaba, y era venturoso, y
  la sujeción del día la compensaba con las largas expansiones de charla y
  copas que se daba de noche en algún café, convidando a los amigos. A su
  sobrina le prestaba servicios, haciéndole cuantos encargos eran
  compatibles con sus tareas artísticas. Solía ella enviarle con algún
  mensaje a casa de su costurera, o se valía de él para recados y compras.
  Más de una vez le mandó a la gran tienda de Samaniego por tela o encajes
  para el ajuar que estaba haciendo; pero siempre le encargaba que no la
  descubriese allí, pues ya que Aurora no había ido a verla, lo que
  propiamente era una falta de educación, y hablando mal y pronto, una
  cochinada, no quería ella tampoco aparentar que solicitaba su amistad; y
  si razones tenía _la Samaniega_ para retraerse, también ella las tenía
  para no rebajarse. «A fina me ganará; pero a orgullosa no».
  
  
  -V-
  La razón de la sinrazón
  
  
  --i--
  
  La mejoría de Maximiliano continuaba, de lo cual coligieron su tía
  y su hermano que la separación matrimonial había sido un gran bien, pues
  sin duda la presencia y compañía de su mujer era lo que le sacaba de
  quicio. Todo aquel invierno continuó el tratamiento de las duchas
  circular y escocesa y el bromuro de sodio. Al principio, cuando no le
  sacaba a paseo Juan Pablo, sacábale su misma tía, teniendo ocasión de
  notar lo bien concertados que eran sus juicios. Observaron, no obstante,
  que en el caletre del joven se escondía un pensamiento relativo al
  paradero de su consorte, y temían que este pensamiento, aunque contenido
  en proporciones menudas por el renacimiento armónico de la vida
  cerebral, tuviera el mejor día fuerza expansiva bastante para volver a
  trastornar toda la máquina. Pero estos temores no se confirmaron. En
  Diciembre y Enero la mejoría fue tan notoria, que doña Lupe estaba
  pasmada y contentísima. En Febrero ya le permitieron salir solo, pues
  no se metía con nadie y se le habían acentuado considerablemente la
  timidez y la docilidad. Era como un retroceso a la edad en que estudió
  los primeros años de su carrera, y aun parecía que se renovaban en él
  las ideas de aquellos lejanos días, y con las ideas el encogimiento en
  el trato, la sobriedad de palabras y la falta de iniciativa.
  Su vida era muy metódica; no se le permitía leer nada, ni él lo
  intentaba tampoco, y siempre que iba a la calle, doña Lupe le fijaba la
  hora a que había de volver. Ni una sola vez dejó de entrar a la hora que
  se le mandaba. Para que tales días se pareciesen más a los de marras, el
  único gusto del joven era pasear por las calles sin rumbo fijo, a la
  ventura, observando y pensando. Una diferencia había entre la
  deambulación pasada y la presente. Aquella era nocturna y tenía algo de
  sonambulismo o de ideación enfermiza; esta era diurna, y a causa de las
  buenas condiciones del ambiente solar en que se producía, resultaba más
  sana y más conforme con la higiene cerebro-espinal. En aquella, la mente
  trabajaba en la ilusión, fabricando mundos vanos con la espuma que echan
  de sí las ideas bien batidas; en esta trabajaba en la razón,
  entreteniéndose en ejercicios de lógica, sentando principios y
  obteniendo consecuencias con admirable facilidad. En fin, que en la
  marcha que llevaba el proceso cerebral, le sobrevino el _furor de la
  lógica_, y se dice esto así, porque cuando pensaba algo, ponía un
  verdadero empeño maniático en que fuera pensado en los términos usuales
  de la más rigurosa dialéctica. Rechazaba de su mente con tenaz
  repugnancia todo lo que no fuera obra de la razón y del cálculo, no
  desmintiendo esto ni en las cosas más insignificantes.
  Que al poco tiempo de sentir en sí este tic del razonamiento lo aplicó
  al oscuro problema lógico de la ausencia de su mujer, no hay para qué
  decirlo. «Que vive, no tiene duda; este es un principio inconcuso que ni
  siquiera se discute. Ahora dilucidemos si está en Madrid o fuera de
  Madrid. Si se hubiera ido a otra parte, alguna vez recibiría mi tía
  cartas suyas. Es así que jamás llega a casa el cartero del exterior, y
  cuando va es para traer alguna carta de las hermanas de mi tío Jáuregui;
  luego... Pero propongamos la hipótesis de que dirige las cartas a otra
  persona para que yo no me entere. Es inverosímil; pero propongámosla. En
  tal caso, ¿qué persona sería esta? En todo rigor de lógica no puede ser
  doña Casta, porque la señora de Samaniego no gusta de tales papeles. En
  todo rigor de lógica tiene que ser Torquemada. Pero Torquemada,
  anteayer, entró en el gabinete de mi tía, y yo, desde el pasillo, le oí
  preguntarle claramente si había sabido de la señorita... Luego,
  Torquemada no es. Luego, no siendo Torquemada, no hay intermediario de
  cartas; y no habiendo intermediario de cartas, no puede haber
  correspondencia; luego está en Madrid».
  Quedose muy satisfecho, y después de detenerse un rato a ver un
  escaparate de estampas, volvió a pegar la hebra: «Podría ponerse en duda
  que entre ella y mi tía haya comunicación, y en caso de que no la
  hubiera, el problema de su residencia seguiría como boca de lobo; pero
  yo sostengo que hay comunicación. Si no, ¿qué significa el papelito de
  apuntes que sorprendí el otro día sobre la cómoda de mi tía, y en el
  cual, pasando al descuido la vista, distinguí este renglón que decía:
  _Corresponden a F. 1.252 reales_? _F._ quiere decir _ella_. Luego hay
  comunicación entre mi tía y ella, y como esta comunicación no es postal,
  resulta claro, como la luz del día, que reside en Madrid».
  Largos ratos se pasaba en este ejercicio de la razón. A veces se decía:
  «Rechacemos todo lo fantástico. No admitamos nada que no se apoye en la
  lógica. ¿De qué vive? ¿Vivirá honradamente? No aventuremos ningún juicio
  temerario. Podrá vivir honradamente y podrá vivir de mala manera. Yo
  llegaré a descubrir la verdad enterita, sin preguntar una palabra a
  nadie. Pues todos callan ante mí, yo callo ante todos. Veo, oigo y
  pienso. Así sabré todo lo que quiero. ¡Qué hermosa es la verdad, mejor
  dicho, estos bordes del manto de la verdad que alcanzamos a ver en la
  tierra, porque el cuerpo del manto y el de la verdad misma no se ven
  desde estos barrios!... Dios mío, me asombro de lo cuerdo que estoy. La
  gente me mira con lástima, como a un enfermo; pero yo, en mí, me recreo
  en lo sano de mis juicios. Dichoso el que piensa bien, porque él está en
  grande».
  Entró en el café del Siglo, donde creía encontrar a su hermano; pero
  Leopoldo Montes le dijo que habiendo aceptado Villalonga la Dirección de
  Beneficencia y Sanidad, había encargado a Juan Pablo un trabajo
  delicadísimo y muy enojoso... cosa de poner en claro unas cuentas de
  lazaretos; y me le tenía en la oficina de sol a sol. Allí le llevaban el
  café. No le venía mal a Juan Pablo que el director le encargase trabajos
  extraordinarios, pues esto significaba confianza, y tras la confianza
  vendría un ascenso. Hablaron de empleos y de política, diciendo
  Maximiliano cosas muy buenas.
  Refugio, la querida de Juan Pablo, estaba aquel invierno muy mal de
  ropa, y no iba al café del Siglo, sino al de Gallo, porque le cogía
  cerca (la pareja moraba en la Concepción Jerónima), y además porque la
  sociedad modesta que frecuentaba aquel establecimiento, permitía
  presentarse en él de trapillo o con mantón y pañuelo a la cabeza.
  Agregábansele a Refugio algunas personas con quienes tenía amistad fácil
  y adventicia, de esas que se contraen por vecindad de casa o de mesa de
  café. Eran un portero de la Academia de la Historia con su esposa, y un
  cobrador municipal de puestos del mercado, con la suya o lo que fuese.
  Este matrimonio solía ir los domingos acompañado de toda la familia, a
  saber: una abuela que había sido _víctima_ del 2 de Mayo, y siete
  menores. El café se compone de dos crujías, separadas por gruesa pared y
  comunicadas por un arco de fábrica; mas a pesar de esta rareza de
  construcción, que le asemeja algo a una logia masónica, el local no
  tiene aspecto lúgubre. En la segunda sala, donde se instalaba Refugio,
  había siempre animación campechana y confianzuda, y como el espacio es
  allí tan reducido, toda la parroquia venía a formar una sola tertulia.
  En ella imperaba Refugio como en un salón elegante en el cual fuera
  estrella de la moda, Dábase mucho lustre, tomando aires de señora,
  alardeando de expresarse con agudeza y de decir gracias que los demás
  estaban en la obligación de reír. Poníase siempre en un ángulo, que
  tenía, por la disposición del local, honores de presidencia. Cuando Maxi
  iba, su cuñada le hacía sentar a su lado, y le mimaba y atendía mucho,
  con sentimientos compasivos y de protección familiar, permitiéndose
  también tutearle y darle consejos higiénicos. Él se dejaba querer, y
  apenas tomaba parte en la tertulia, como no fuera con los silogismos que
  mentalmente hacía sobre todo lo que allí se charlaba. Una noche estaba
  el pobre chico tomándose su café, muy callado, en la misma mesa de
  Refugio, cuando se fijó en dos hombres que en la próxima estaban, uno de
  los cuales no le era desconocido. Pensando, pensando, acertó al fin. Era
  Pepe Izquierdo, tío de su mujer, a quien sólo había visto una vez, yendo
  de paseo con Fortunata por las Rondas, y ella se lo presentó. Como en
  Gallo había tanta confianza, pronto se comunicaron los de una y otra
  mesa. Primero se hablaba de política, después de que la guerra se
  acabaría a fuerza de dinero, y como la política y las guerras vienen a
  ser las fibras con que se teje la Historia, hablose de la Revolución
  francesa, época funesta en que, según el cobrador municipal, habían sido
  guillotinadas _muchas almas_. Oír que se hablaba de Historia y no meter
  baza, era imposible para Izquierdo; pues desde que se puso a _modelo_
  sabía que Nabucodonosor era un Rey que comía hierba; que D. Jaime entró
  en Valencia a caballo, y que Hernán-Cortés era un _endivido_ muy
  templado que se entretenía en quemar barcos. Los disparates que aquel
  hombre dijo acerca del _Pronunciamiento_ de Francia, hicieron reír mucho
  a todos, particularmente al portero de la Academia de la Historia, que
  echaba al concurso miradas desdeñosas, no queriendo aventurar una
  opinión, que habría sido lo mismo que arrojar margaritas a cerdos. Mas
  el compañero de _Platón_, persona enteramente desconocida para Maxi,
  debía de ser uno de los sujetos más eruditos que en aquel local se
  habían visto nunca, y cuando rompió a hablar, se ganó la atención del
  auditorio. Tenía la cara granulosa y el pescuezo como el de un pavo, con
  una nuez muy grande, el pelo escobillón, y se expresaba en términos muy
  distintos del gárrulo lenguaje de su amigo: «Al Rey Luis XVI--dijo--, y
  a la Reina Doña María Antonieta les cortaron la cabeza, naturalmente,
  porque no querían darle libertad al pueblo. Por eso hubo, naturalmente,
  aquel gran pronunciamiento, y todo lo variaron, hasta los nombres de los
  meses, señores, y hasta abolieron la vara de medir y pusieron el metro,
  y la religión también fue abolida, celebrándose las misas, naturalmente,
  a la diosa Razón».
  Tanta sabiduría impresionó a Maxi, que al punto se desató a charlar con
  Ido del Sagrario, pues no era otro el docto amigo de Izquierdo, y
  estuvieron poniendo comentarios a los trágicos sucesos del 93. «Porque
  mire usted, cuando el pueblo se desmanda, los ciudadanos se ven
  indefensos, y francamente, naturalmente, buena es la libertad; pero
  primero es vivir. ¿Qué sucede? Que todos piden orden. Por consiguiente,
  salta el dictador, un hombre que trae una macana muy grande, y cuando
  empieza a funcionar la macana, todos la bendicen. O hay lógica o no hay
  lógica. Vino, pues, Napoleón Bonaparte, y empezó a meter en cintura a
  aquella gente. Y que lo hizo muy bien, y yo le aplaudo, sí señor, yo le
  aplaudo».
  --Y yo también--dijo Maxi, con la mayor buena fe, observando que aquel
  hombre razonaba discretamente.
  --¿Quiere esto decir que yo sea partidario de la tiranía?...--prosiguió
  Ido--. No señor. Me gusta la libertad; pero respetando... respetando a
  Juan, Pedro y Diego... y que cada uno piense como quiera, pero sin
  desmandarse, sin desmandarse, mirando siempre para la ley. Muchos creen
  que el ser liberal consiste en pegar gritos, insultar a los curas, no
  trabajar, pedir aboliciones y decir que mueran las autoridades. No
  señor. ¿Qué se desprende de esto? Que cuando hay libertad mal entendida
  y muchas aboliciones, los ricos se asustan, se van al extranjero, y no
  se ve una peseta por ninguna parte. No corriendo el dinero, la plaza
  está mal, no se vende nada, y el bracero que tanto chillaba dando vivas
  a la Constitución, no tiene qué comer. Total, que yo digo siempre:
  «Lógica, liberales» y de aquí no me saca nadie.
  «Este hombre tiene mucho talento» pensaba Rubín, apoyando con
  movimientos de cabeza la aseveración de aquel sujeto.
  Y cuando, al despedirse, Ido le dio su nombre, agregando que era
  profesor de primeras letras en las escuelas católicas, Maximiliano
  discurrió que no estaba en armonía la humildad del empleo con el saber y
  la destreza dialéctica que aquel individuo mostraba.
  Al siguiente día por la tarde, Maxi fue a Gallo y no estaban, de las
  personas conocidas, más que el cobrador municipal y José Izquierdo. Este
  había dejado en la silla próxima un envoltorio. Mirolo el joven con
  disimulo y vio que era algo como ropa o calzado, cubierto con un
  pañuelo. Tan mal hecho estaba el atadijo, que al mover la silla se
  descubrió una bota elegante con caña color de café. Al verla Rubín,
  sintió como si le cayera una gota fría en el corazón. «Esa bota es de
  ella... ¡ay, de ella es!... La conozco, como conozco las mías. No la
  lleva a componer porque está casi nueva. La lleva de muestra para que le
  hagan otro par. Es muy presumida en cuestiones de calzado. Le gusta
  tener siempre tres o cuatro pares en buen uso. ¿Y por qué no las lleva
  ella? Porque no sale. Luego está enferma... Enferma, ¿de qué?».
  
  
  --ii--
  
  _Platón_ se despidió de su amigo, y cogió el lío diciendo que
  tenía que ir a la calle del Arenal.
  «Justo--discurrió Maxi sin decir una palabra--.
  Allí está su zapatero. Arenal, 22... Lo que me falta saber, podría
  averiguarlo siguiendo a ese bárbaro. Pero no... Con la lógica y sólo con
  la lógica lo averiguaré. ¿Para qué quiero esta gran cordura que ahora
  tengo? Con mi cabeza me gobierno yo solo».
  Después, cuando entraron Ido, Refugio y otras personas, estuvo muy
  comunicativo, discurriendo admirablemente sobre todo lo que se trató,
  que fue la insurrección de Cuba, el alza de la carne, lo que se debe
  hacer para escoger un bonito número en la lotería, la frecuencia con que
  se tiraba gente por el Viaducto de la calle de Segovia, el tranvía nuevo
  que se iba a poner y otras menudencias.
  Un día de los primeros de Marzo, Maxi, al dirigirse al café, vio a
  Izquierdo en los soportales de la Casa-Panadería, y a punto que le
  saludaba, pasó y se detuvo el cobrador municipal. Este y José cambiaron
  unas palabras.
  «En seguida voy al café--dijo el _modelo_, mostrando varios paquetes a
  su amigo, que los miraba con curiosidad--. Subo a largar esto: Varas de
  cinta... jabón... demonios, dátiles. Voy cargado como un santísimo
  burro».
  Maximiliano siguió hacia el café, y observando que Platón tomaba hacia
  la calle de Ciudad Rodrigo, miró su reloj.
  --¡Dátiles!... ¡Cuántos le he comprado yo! Las golosinas la venden. Se
  despepita por ellas...--pensó el razonador, penetrando en el establecimiento,
  sin ver nada de lo que en él había--. Come dátiles... luego no está mala;
  los dátiles son muy indigestos. Y puesto que ella los come, la causa del no
  salir, no es enfermedad... Luego, es otra cosa...
  Y viendo entrar a Izquierdo, volvió a mirar su reloj. «Ha tardado doce
  minutos. Luego la casa está cerca... Doce minutos: pongamos cuatro para
  subir la escalera, dos para bajarla... Y está cansado el hombre; debe de
  ser alta la escalera... La casa está cerca. La descubriremos por la
  lógica. Nada de preguntas, porque no me lo dirían; ni seguir a este
  animal, porque eso no tendría mérito. Cálculo, puro cálculo...».
  Izquierdo y el cobrador municipal le convidaron a unas copas; pero él no
  quiso aceptar, porque le repugnaba el aguardiente. Oyoles la
  conversación sin aparentar oírla, aunque nada interesante tenía para él,
  pues versó sobre si la Villa iba a suprimir tantas y tantas mulas del
  ramo de jardines y paseos para repartirse la cebada entre los
  concejales. Después el recaudador sacó a relucir no sé qué asunto de
  familia, quejándose de las continuas enfermedades de su esposa, de lo
  que Izquierdo tomó pie para decir unas cuantas barbaridades sobre las
  ventajas de no tener familia que mantener. «Musotros los viudos estamos
  como queremos» dijo volviéndose a Maxi y dándole un palmetazo en el
  hombro. El pobre muchacho hizo como que aprobaba la idea, sonriendo, y
  para sí dio unas cuantas vueltas al manubrio de la lógica: «Se te ha
  encargado que no descubras nada; se te ha dicho que tengas cuidado con
  lo que hablas delante de mí, dromedario, y tú, como todos, te empeñas en
  meterme en la cabeza la idea de que estoy viudo. No cuentas con que mi
  cabeza es un prodigio de claridad y raciocinio. A buena parte vienes.
  Verás cómo destruyo tus sofismas y mentiras. Verás lo que puede el
  cálculo de un cerebro lleno de luz... ¡Con que yo viudo! Lo mismo que mi
  tía, que me dijo ayer: «desde que _enviudaste_, pareces otro...». Me
  conviene hacerles creer que me lo trago. Con mi lógica me las arreglo
  admirablemente y me río del mundo. ¡Qué bonita es la lógica; pero qué
  bonita! ¡Y qué hermosura tener la cabeza como la tengo ahora, libre de
  toda apreciación fantasmagórica, atenta a los hechos, nada más que a los
  hechos, para fundar en ellos un raciocinio sólido!... Pero vámonos a mi
  casa, que mi tía me espera».
  Tres días después de esto, al entrar en la botica, notó que Ballester y
  Quevedo hablaban, y que al verle llegar a él, se callaron súbitamente.
  Como había adquirido facilidad para la apreciación de los hechos, aquel
  se le reveló claramente. Segismundo y el comadrón trataban de algo que
  no querían oyese Maximiliano.
  Para disimular le preguntaron a él por su salud, y a poco dijo Quevedo
  al farmacéutico en tono muy misterioso: «¿Ha preparado usted el
  cornezuelo de centeno? Basta con eso por ahora».
  «Qué tal, ¿paseamos mucho, joven?--agregó en alta voz, volviendo hacia
  Maxi su cara de caimán, en la cual la sonrisa venía a ser como una
  expresión de ferocidad--. Vamos bien, vamos bien. Al fin podrá usted
  volver a sus ocupaciones ordinarias. Ya decía yo que en cuanto estuviera
  usted libre... por aquello de _muerto el perro se acabó la rabia_».
  Rubín contestó afirmativamente y con amabilidad. Después observó que
  Ballester sacaba de un cajón un paquetito de medicamento y se lo daba al
  Sr. de Quevedo, diciéndole: «Lléveselo usted; lo he pulverizado yo mismo
  con el mayor esmero. La antiespasmódica la llevaré yo». El comadrón tomó
  el paquete y se fue.
  A poco entró _doña Desdémona_ preguntando por su marido, y pudo observar
  el joven que Ballester le hizo señas, llamándole la atención sobre la
  presencia de Maxi, pues la señora empezó diciendo: «¿Ha ido otra vez a
  la Cava?». Aquello se arregló y _doña Desdémona_ invitole a que la
  acompañase a su casa, lo que él hizo de bonísima gana, remolcándola del
  brazo por la escalera arriba. Conversando estuvieron largo rato, y la
  señora de Quevedo le enseñaba sus jaulas de pájaros, canarias en cría,
  un jilguero que sacaba agua del pozo, y comía extrayendo el alpiste de
  una caja, con otras curiosidades ornitológicas de que tenía llena la
  casa. A la hora de comer entró Quevedo muy fatigado, diciendo: «No hay
  nada todavía...». Y como vio allí al sobrino de doña Lupe, no dijo más.
  Cuando Maximiliano se retiró, iba desarrollando en su mente la más
  prodigiosa cadena de razonamientos que en aquellas cavilaciones se había
  visto. «¿Ves como salió? Lo que fulminó en mi cabeza como un resplandor
  siniestro del delirio, ahora clarea como luz cenital que ilumina todas
  las cosas. Vaya, hasta poeta me estoy volviendo. Pero dejémonos de
  poesías; la inspiración poética es un estado insano. Lógica, lógica, y
  nada más que lógica. ¿Cómo es que lo averiguado hoy por procedimientos
  lógicos, fundados en datos e indicios reales, existió antes en mi mente
  como los rastros que deja el sueño o como las ideas extravagantes de un
  delirio alcohólico? Porque esto no es nuevo para mí. Yo lo pensé, yo lo
  concebí envuelto en impresiones disparatadas y confundido con ideas
  enteramente absurdas. ¡Misterios del cerebro, desórdenes de la ideación!
  Es que la inspiración poética precede siempre a la verdad, y antes de
  que la verdad aparezca, traída por la sana lógica, es revelada por la
  poesía, estado morboso... En fin, que yo lo adiviné, y ahora lo sé. El
  calor se transforma en fuerza. La poesía se convierte en razón. ¡Qué
  claro lo veo ahora! Vive en la Cava, en la Cava, en la misma casa tal
  vez donde vivió antes. Se esconde para que no la vea nadie. El suceso se
  aproxima. La asiste Quevedo. Para ella son el cornezuelo de centeno y la
  antiespasmódica. ¡Ah!, ¡cómo me río yo de estos imbéciles que creen que
  me engañan!... ¡Engañarme a mí, que estoy ahora más cuerdo que la misma
  cordura! ¡Dios mío, qué talento tengo! ¡Qué manera de discurrir!...
  ¡Estoy asombrado de mí mismo, y compadezco a mi tía, a Ballester, a
  todos los que hacen delante de mí esta comedia! 'Todavía no hay nada',
  fue lo que dijo Quevedo al volver a la Cava. Presunción equivocada,
  falsos síntomas. Luego la cosa está próxima. Estamos en Marzo. Bien, no
  me falta más que averiguar la casa. Si me dejara llevar de la
  inspiración, aseguraría que es la misma casa aquella, la de los
  escalones de piedra. Pero no; procedamos con estricta lógica, y no
  aseguremos nada que no esté fundado en un dato real».
  Al día siguiente estuvo con su hermano en el café del Siglo, y después
  en el de Gallo con Refugio. Era el 19 de Marzo, y los que se llamaban
  José convidaban a toda la tertulia. Ido del Sagrario se negaba a tomar
  copas y su amigo Izquierdo, que bebía aguardiente como si fuera agua, se
  burlaba de la sobriedad del profesor de instrucción primaria, el cual
  aseguró haber comido _fuerte_ y no hallarse muy bien del estómago. Poco
  a poco se iba desprendiendo el buen Ido de la masa de gente que formaba
  la tertulia, retirándose de silla en silla, hasta que Maxi le vio en la
  mesa más lejana, ensimismado, los codos sobre el mármol y la cabeza en
  las palmas de las manos. Fuese hacia él, movido de lástima, y le
  preguntó lo que tenía. «Amigo--le dijo Ido con voz cavernosa, mostrando
  su cara descompuesta--, ¿ve usted cómo me tiembla el párpado derecho?
  Pues es señal de que me estoy poniendo malo... pero no tiene usted idea
  de lo malo que me pongo».
  --Vamos, D. José, eso no es más que aprensión (tratando de llevarle al
  grupo principal).
  --Déjeme usted... Se ríen de mí, porque desbarro mucho... Tiempo hacía
  que no me daba esto; pero lo veo venir, lo veo venir... Ya, ya me entra,
  y no lo puedo remediar. Tendré que ausentarme, para que no se burlen de
  mí. Porque me pongo perdido... Me pongo como si bebiera mucho
  aguardiente, y ya ve usted que no lo cato... no lo cato, créamelo usted,
  caballero. Usted es el único que no se reirá de mí; usted comprende mi
  desgracia y me compadece.
  --D. José... que se le quiten esas cosas de la cabeza--le dijo el otro,
  oficiando de hombre sesudo y razonable.
  --¡Ah!... pues quíteme del campo de mi vida los hechos... (tocándole
  amigablemente el brazo). Porque somos esclavos de las acciones ajenas, y
  las nuestras no son la norma de nuestra vida. Así es el mundo. De nada
  le vale a usted ser honrado, si la maldad de los demás le obliga a hacer
  una barbaridad.
  --Eso está muy bien discurrido.
  --¡Oh!, la desgracia vuelve sabios a los tontos... No, no somos dueños
  de nuestra vida. Estamos engranados en una maquinaria, y andamos
  conforme nos lleva la rueda de al lado. El hombre que hace el disparate
  de casarse, se engrana, se engrana, ¿me entiende usted?, y ya no es
  dueño de su movimiento.
  --Entiendo, sí...--Pues no me acuse usted si oye que he cometido un
  crimen (hablándole al oído), porque los que tenemos la desgracia de ser
  esposos de una adúltera... Los que tenemos esa desgracia, no podemos
  responder de aquel mandamiento que dice: _no matar_. Creo que es el
  quinto.
  --Sí, el quinto es--dijo Maxi, que sentía una corriente fría pasándole
  por el espinazo.
  --Y aquí donde usted me ve... (echándose para atrás y expresándose
  siempre en voz muy baja), hoy mato yo...
  Esto, aunque dicho muy quedamente, fue oído de Izquierdo, que rompiendo
  a reír, soltó esta andanada: «¡Pues no dice este judío _Dio_ que hoy
  mata él!... ¿En qué plaza, camaraíta?».
  Las carcajadas atronaban el café, y Rubín se acercó al grupo principal,
  diciendo con la mayor serenidad del mundo y en tono de benevolencia y
  compasión: «Señores, no burlarse de este pobre señor que no tiene la
  cabeza buena. Un trastorno mental es el mayor de los males, y no es
  cristiano tomar estas cosas a broma. Denle un poco de agua con
  aguardiente».
  Se la ofrecieron; pero Ido no la quiso tomar. Amorraba la cabeza entre
  los brazos cruzados sobre el mármol, y el dueño del establecimiento,
  mirándole con sorna, le decía: «Aquí no se duermen monas. A dormirlas a
  la calle». Maxi trató de hacerle levantar la cabeza. «D. José, a usted
  le convendría tomar duchas y también unas pildoritas de bromuro de
  sodio. ¿Quiere que se las prepare? Es el tratamiento más eficaz para
  combatir eso... Dígamelo usted a mí, que durante una temporada he estado
  como usted... muchísimo peor. Yo inventaba religiones; yo quería que
  todo el género humano se matara; yo esperaba el Mesías... Pues aquí me
  tiene tan sano y tan bueno».
  Y volviendo al grupo principal: «Nada, hay que dejarle. Eso le pasará.
  ¡Pobrecito!, me da mucha lástima».
  De repente, D. José se levantó de su asiento y salió de estampía, entre
  la risa y chacota de toda la partida. Maxi quiso salir detrás; pero
  Refugio le tiró de los faldones y le hizo sentar a su lado: «Déjalo tú,
  ¿qué te importa?». Y apareció el tumulto, por la entrada de otros Pepes;
  y el amo del café, que también era algo José, repartió puros y ron con
  marrasquino. Algunos se empeñaron en que Maximiliano bebiese; pero ni él
  quería, ni Refugio se lo hubiera permitido, atenta siempre a cuidar de
  su preciosa salud. Lo que hacía el excelente muchacho era reír con la
  mayor buena fe todas las gracias que allí se decían, hasta las más
  zafias y groseras, aunque sin participar mucho de la estrepitosa alegría
  de aquella gente.
  
  
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