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Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 72
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notar entre ellas la de José Izquierdo, que, empezando por ir a cenar
con su hermana y sobrina algunas noches, acabó, conforme a su genial
parasitario, por estar allí todo el tiempo que tenía libre. Fortunata
encontró a su tío transfigurado moralmente, con un reposo espiritual que
nunca viera en él, suelto de palabra, curado de su loca ambición y de
aquel negro pesimismo que le hacía renegar de su suerte a cada instante.
El bueno de _Platón_, encontrando al fin el descanso de su vida
vagabunda, se había sentado en una piedra del camino, a la sombra de
frondoso árbol cargado de fruto (valga la figura) sin que nadie le
disputase el hartarse de ella. No existía por aquel entonces en Madrid
un _modelo_ mejor, y los pintores se lo disputaban. Veíase Izquierdo
acosado, requerido; recibía esquelas y recados a toda hora, y le
desconsolaba el no tener tres o cuatro cuerpos para servir con ellos al
arte. Ni había oficio en el mundo que más le cuadrase, porque aquello no
era trabajar ¡qué demonio!, era _retratarse_, y el que trabajaba era el
pintor, poniendo en él sus cinco sentidos y mirándole como se mira a una
novia. En aquellos días de Febrero del 76, como se pusiera a hablar con
su hermana y sobrina de las muchas obras que traía entre manos, no
acababa. En tal estudio hacía de _Pae Eterno_, en el momento de estar
fabricando la luz; en otro de Rey D. Jaime, a caballo, entrando en
Valencia. Allí de Nabucodonosor andando a cuatro patas; aquí de un _tío
en pelota que le llaman_ Eneas, con su padre a _la pela_. «Pero lo mejor
que estamos pintando ahora... y que lo vamos sacando _de lo fino_..., es
aquel paso de Hernán-Cortés cuando manda dar fuego a las judías
naves...». Ganaba mi hombre todo lo que necesitaba, y era venturoso, y
la sujeción del día la compensaba con las largas expansiones de charla y
copas que se daba de noche en algún café, convidando a los amigos. A su
sobrina le prestaba servicios, haciéndole cuantos encargos eran
compatibles con sus tareas artísticas. Solía ella enviarle con algún
mensaje a casa de su costurera, o se valía de él para recados y compras.
Más de una vez le mandó a la gran tienda de Samaniego por tela o encajes
para el ajuar que estaba haciendo; pero siempre le encargaba que no la
descubriese allí, pues ya que Aurora no había ido a verla, lo que
propiamente era una falta de educación, y hablando mal y pronto, una
cochinada, no quería ella tampoco aparentar que solicitaba su amistad; y
si razones tenía _la Samaniega_ para retraerse, también ella las tenía
para no rebajarse. «A fina me ganará; pero a orgullosa no».
-V-
La razón de la sinrazón
--i--
La mejoría de Maximiliano continuaba, de lo cual coligieron su tía
y su hermano que la separación matrimonial había sido un gran bien, pues
sin duda la presencia y compañía de su mujer era lo que le sacaba de
quicio. Todo aquel invierno continuó el tratamiento de las duchas
circular y escocesa y el bromuro de sodio. Al principio, cuando no le
sacaba a paseo Juan Pablo, sacábale su misma tía, teniendo ocasión de
notar lo bien concertados que eran sus juicios. Observaron, no obstante,
que en el caletre del joven se escondía un pensamiento relativo al
paradero de su consorte, y temían que este pensamiento, aunque contenido
en proporciones menudas por el renacimiento armónico de la vida
cerebral, tuviera el mejor día fuerza expansiva bastante para volver a
trastornar toda la máquina. Pero estos temores no se confirmaron. En
Diciembre y Enero la mejoría fue tan notoria, que doña Lupe estaba
pasmada y contentísima. En Febrero ya le permitieron salir solo, pues
no se metía con nadie y se le habían acentuado considerablemente la
timidez y la docilidad. Era como un retroceso a la edad en que estudió
los primeros años de su carrera, y aun parecía que se renovaban en él
las ideas de aquellos lejanos días, y con las ideas el encogimiento en
el trato, la sobriedad de palabras y la falta de iniciativa.
Su vida era muy metódica; no se le permitía leer nada, ni él lo
intentaba tampoco, y siempre que iba a la calle, doña Lupe le fijaba la
hora a que había de volver. Ni una sola vez dejó de entrar a la hora que
se le mandaba. Para que tales días se pareciesen más a los de marras, el
único gusto del joven era pasear por las calles sin rumbo fijo, a la
ventura, observando y pensando. Una diferencia había entre la
deambulación pasada y la presente. Aquella era nocturna y tenía algo de
sonambulismo o de ideación enfermiza; esta era diurna, y a causa de las
buenas condiciones del ambiente solar en que se producía, resultaba más
sana y más conforme con la higiene cerebro-espinal. En aquella, la mente
trabajaba en la ilusión, fabricando mundos vanos con la espuma que echan
de sí las ideas bien batidas; en esta trabajaba en la razón,
entreteniéndose en ejercicios de lógica, sentando principios y
obteniendo consecuencias con admirable facilidad. En fin, que en la
marcha que llevaba el proceso cerebral, le sobrevino el _furor de la
lógica_, y se dice esto así, porque cuando pensaba algo, ponía un
verdadero empeño maniático en que fuera pensado en los términos usuales
de la más rigurosa dialéctica. Rechazaba de su mente con tenaz
repugnancia todo lo que no fuera obra de la razón y del cálculo, no
desmintiendo esto ni en las cosas más insignificantes.
Que al poco tiempo de sentir en sí este tic del razonamiento lo aplicó
al oscuro problema lógico de la ausencia de su mujer, no hay para qué
decirlo. «Que vive, no tiene duda; este es un principio inconcuso que ni
siquiera se discute. Ahora dilucidemos si está en Madrid o fuera de
Madrid. Si se hubiera ido a otra parte, alguna vez recibiría mi tía
cartas suyas. Es así que jamás llega a casa el cartero del exterior, y
cuando va es para traer alguna carta de las hermanas de mi tío Jáuregui;
luego... Pero propongamos la hipótesis de que dirige las cartas a otra
persona para que yo no me entere. Es inverosímil; pero propongámosla. En
tal caso, ¿qué persona sería esta? En todo rigor de lógica no puede ser
doña Casta, porque la señora de Samaniego no gusta de tales papeles. En
todo rigor de lógica tiene que ser Torquemada. Pero Torquemada,
anteayer, entró en el gabinete de mi tía, y yo, desde el pasillo, le oí
preguntarle claramente si había sabido de la señorita... Luego,
Torquemada no es. Luego, no siendo Torquemada, no hay intermediario de
cartas; y no habiendo intermediario de cartas, no puede haber
correspondencia; luego está en Madrid».
Quedose muy satisfecho, y después de detenerse un rato a ver un
escaparate de estampas, volvió a pegar la hebra: «Podría ponerse en duda
que entre ella y mi tía haya comunicación, y en caso de que no la
hubiera, el problema de su residencia seguiría como boca de lobo; pero
yo sostengo que hay comunicación. Si no, ¿qué significa el papelito de
apuntes que sorprendí el otro día sobre la cómoda de mi tía, y en el
cual, pasando al descuido la vista, distinguí este renglón que decía:
_Corresponden a F. 1.252 reales_? _F._ quiere decir _ella_. Luego hay
comunicación entre mi tía y ella, y como esta comunicación no es postal,
resulta claro, como la luz del día, que reside en Madrid».
Largos ratos se pasaba en este ejercicio de la razón. A veces se decía:
«Rechacemos todo lo fantástico. No admitamos nada que no se apoye en la
lógica. ¿De qué vive? ¿Vivirá honradamente? No aventuremos ningún juicio
temerario. Podrá vivir honradamente y podrá vivir de mala manera. Yo
llegaré a descubrir la verdad enterita, sin preguntar una palabra a
nadie. Pues todos callan ante mí, yo callo ante todos. Veo, oigo y
pienso. Así sabré todo lo que quiero. ¡Qué hermosa es la verdad, mejor
dicho, estos bordes del manto de la verdad que alcanzamos a ver en la
tierra, porque el cuerpo del manto y el de la verdad misma no se ven
desde estos barrios!... Dios mío, me asombro de lo cuerdo que estoy. La
gente me mira con lástima, como a un enfermo; pero yo, en mí, me recreo
en lo sano de mis juicios. Dichoso el que piensa bien, porque él está en
grande».
Entró en el café del Siglo, donde creía encontrar a su hermano; pero
Leopoldo Montes le dijo que habiendo aceptado Villalonga la Dirección de
Beneficencia y Sanidad, había encargado a Juan Pablo un trabajo
delicadísimo y muy enojoso... cosa de poner en claro unas cuentas de
lazaretos; y me le tenía en la oficina de sol a sol. Allí le llevaban el
café. No le venía mal a Juan Pablo que el director le encargase trabajos
extraordinarios, pues esto significaba confianza, y tras la confianza
vendría un ascenso. Hablaron de empleos y de política, diciendo
Maximiliano cosas muy buenas.
Refugio, la querida de Juan Pablo, estaba aquel invierno muy mal de
ropa, y no iba al café del Siglo, sino al de Gallo, porque le cogía
cerca (la pareja moraba en la Concepción Jerónima), y además porque la
sociedad modesta que frecuentaba aquel establecimiento, permitía
presentarse en él de trapillo o con mantón y pañuelo a la cabeza.
Agregábansele a Refugio algunas personas con quienes tenía amistad fácil
y adventicia, de esas que se contraen por vecindad de casa o de mesa de
café. Eran un portero de la Academia de la Historia con su esposa, y un
cobrador municipal de puestos del mercado, con la suya o lo que fuese.
Este matrimonio solía ir los domingos acompañado de toda la familia, a
saber: una abuela que había sido _víctima_ del 2 de Mayo, y siete
menores. El café se compone de dos crujías, separadas por gruesa pared y
comunicadas por un arco de fábrica; mas a pesar de esta rareza de
construcción, que le asemeja algo a una logia masónica, el local no
tiene aspecto lúgubre. En la segunda sala, donde se instalaba Refugio,
había siempre animación campechana y confianzuda, y como el espacio es
allí tan reducido, toda la parroquia venía a formar una sola tertulia.
En ella imperaba Refugio como en un salón elegante en el cual fuera
estrella de la moda, Dábase mucho lustre, tomando aires de señora,
alardeando de expresarse con agudeza y de decir gracias que los demás
estaban en la obligación de reír. Poníase siempre en un ángulo, que
tenía, por la disposición del local, honores de presidencia. Cuando Maxi
iba, su cuñada le hacía sentar a su lado, y le mimaba y atendía mucho,
con sentimientos compasivos y de protección familiar, permitiéndose
también tutearle y darle consejos higiénicos. Él se dejaba querer, y
apenas tomaba parte en la tertulia, como no fuera con los silogismos que
mentalmente hacía sobre todo lo que allí se charlaba. Una noche estaba
el pobre chico tomándose su café, muy callado, en la misma mesa de
Refugio, cuando se fijó en dos hombres que en la próxima estaban, uno de
los cuales no le era desconocido. Pensando, pensando, acertó al fin. Era
Pepe Izquierdo, tío de su mujer, a quien sólo había visto una vez, yendo
de paseo con Fortunata por las Rondas, y ella se lo presentó. Como en
Gallo había tanta confianza, pronto se comunicaron los de una y otra
mesa. Primero se hablaba de política, después de que la guerra se
acabaría a fuerza de dinero, y como la política y las guerras vienen a
ser las fibras con que se teje la Historia, hablose de la Revolución
francesa, época funesta en que, según el cobrador municipal, habían sido
guillotinadas _muchas almas_. Oír que se hablaba de Historia y no meter
baza, era imposible para Izquierdo; pues desde que se puso a _modelo_
sabía que Nabucodonosor era un Rey que comía hierba; que D. Jaime entró
en Valencia a caballo, y que Hernán-Cortés era un _endivido_ muy
templado que se entretenía en quemar barcos. Los disparates que aquel
hombre dijo acerca del _Pronunciamiento_ de Francia, hicieron reír mucho
a todos, particularmente al portero de la Academia de la Historia, que
echaba al concurso miradas desdeñosas, no queriendo aventurar una
opinión, que habría sido lo mismo que arrojar margaritas a cerdos. Mas
el compañero de _Platón_, persona enteramente desconocida para Maxi,
debía de ser uno de los sujetos más eruditos que en aquel local se
habían visto nunca, y cuando rompió a hablar, se ganó la atención del
auditorio. Tenía la cara granulosa y el pescuezo como el de un pavo, con
una nuez muy grande, el pelo escobillón, y se expresaba en términos muy
distintos del gárrulo lenguaje de su amigo: «Al Rey Luis XVI--dijo--, y
a la Reina Doña María Antonieta les cortaron la cabeza, naturalmente,
porque no querían darle libertad al pueblo. Por eso hubo, naturalmente,
aquel gran pronunciamiento, y todo lo variaron, hasta los nombres de los
meses, señores, y hasta abolieron la vara de medir y pusieron el metro,
y la religión también fue abolida, celebrándose las misas, naturalmente,
a la diosa Razón».
Tanta sabiduría impresionó a Maxi, que al punto se desató a charlar con
Ido del Sagrario, pues no era otro el docto amigo de Izquierdo, y
estuvieron poniendo comentarios a los trágicos sucesos del 93. «Porque
mire usted, cuando el pueblo se desmanda, los ciudadanos se ven
indefensos, y francamente, naturalmente, buena es la libertad; pero
primero es vivir. ¿Qué sucede? Que todos piden orden. Por consiguiente,
salta el dictador, un hombre que trae una macana muy grande, y cuando
empieza a funcionar la macana, todos la bendicen. O hay lógica o no hay
lógica. Vino, pues, Napoleón Bonaparte, y empezó a meter en cintura a
aquella gente. Y que lo hizo muy bien, y yo le aplaudo, sí señor, yo le
aplaudo».
--Y yo también--dijo Maxi, con la mayor buena fe, observando que aquel
hombre razonaba discretamente.
--¿Quiere esto decir que yo sea partidario de la tiranía?...--prosiguió
Ido--. No señor. Me gusta la libertad; pero respetando... respetando a
Juan, Pedro y Diego... y que cada uno piense como quiera, pero sin
desmandarse, sin desmandarse, mirando siempre para la ley. Muchos creen
que el ser liberal consiste en pegar gritos, insultar a los curas, no
trabajar, pedir aboliciones y decir que mueran las autoridades. No
señor. ¿Qué se desprende de esto? Que cuando hay libertad mal entendida
y muchas aboliciones, los ricos se asustan, se van al extranjero, y no
se ve una peseta por ninguna parte. No corriendo el dinero, la plaza
está mal, no se vende nada, y el bracero que tanto chillaba dando vivas
a la Constitución, no tiene qué comer. Total, que yo digo siempre:
«Lógica, liberales» y de aquí no me saca nadie.
«Este hombre tiene mucho talento» pensaba Rubín, apoyando con
movimientos de cabeza la aseveración de aquel sujeto.
Y cuando, al despedirse, Ido le dio su nombre, agregando que era
profesor de primeras letras en las escuelas católicas, Maximiliano
discurrió que no estaba en armonía la humildad del empleo con el saber y
la destreza dialéctica que aquel individuo mostraba.
Al siguiente día por la tarde, Maxi fue a Gallo y no estaban, de las
personas conocidas, más que el cobrador municipal y José Izquierdo. Este
había dejado en la silla próxima un envoltorio. Mirolo el joven con
disimulo y vio que era algo como ropa o calzado, cubierto con un
pañuelo. Tan mal hecho estaba el atadijo, que al mover la silla se
descubrió una bota elegante con caña color de café. Al verla Rubín,
sintió como si le cayera una gota fría en el corazón. «Esa bota es de
ella... ¡ay, de ella es!... La conozco, como conozco las mías. No la
lleva a componer porque está casi nueva. La lleva de muestra para que le
hagan otro par. Es muy presumida en cuestiones de calzado. Le gusta
tener siempre tres o cuatro pares en buen uso. ¿Y por qué no las lleva
ella? Porque no sale. Luego está enferma... Enferma, ¿de qué?».
--ii--
_Platón_ se despidió de su amigo, y cogió el lío diciendo que
tenía que ir a la calle del Arenal.
«Justo--discurrió Maxi sin decir una palabra--.
Allí está su zapatero. Arenal, 22... Lo que me falta saber, podría
averiguarlo siguiendo a ese bárbaro. Pero no... Con la lógica y sólo con
la lógica lo averiguaré. ¿Para qué quiero esta gran cordura que ahora
tengo? Con mi cabeza me gobierno yo solo».
Después, cuando entraron Ido, Refugio y otras personas, estuvo muy
comunicativo, discurriendo admirablemente sobre todo lo que se trató,
que fue la insurrección de Cuba, el alza de la carne, lo que se debe
hacer para escoger un bonito número en la lotería, la frecuencia con que
se tiraba gente por el Viaducto de la calle de Segovia, el tranvía nuevo
que se iba a poner y otras menudencias.
Un día de los primeros de Marzo, Maxi, al dirigirse al café, vio a
Izquierdo en los soportales de la Casa-Panadería, y a punto que le
saludaba, pasó y se detuvo el cobrador municipal. Este y José cambiaron
unas palabras.
«En seguida voy al café--dijo el _modelo_, mostrando varios paquetes a
su amigo, que los miraba con curiosidad--. Subo a largar esto: Varas de
cinta... jabón... demonios, dátiles. Voy cargado como un santísimo
burro».
Maximiliano siguió hacia el café, y observando que Platón tomaba hacia
la calle de Ciudad Rodrigo, miró su reloj.
--¡Dátiles!... ¡Cuántos le he comprado yo! Las golosinas la venden. Se
despepita por ellas...--pensó el razonador, penetrando en el establecimiento,
sin ver nada de lo que en él había--. Come dátiles... luego no está mala;
los dátiles son muy indigestos. Y puesto que ella los come, la causa del no
salir, no es enfermedad... Luego, es otra cosa...
Y viendo entrar a Izquierdo, volvió a mirar su reloj. «Ha tardado doce
minutos. Luego la casa está cerca... Doce minutos: pongamos cuatro para
subir la escalera, dos para bajarla... Y está cansado el hombre; debe de
ser alta la escalera... La casa está cerca. La descubriremos por la
lógica. Nada de preguntas, porque no me lo dirían; ni seguir a este
animal, porque eso no tendría mérito. Cálculo, puro cálculo...».
Izquierdo y el cobrador municipal le convidaron a unas copas; pero él no
quiso aceptar, porque le repugnaba el aguardiente. Oyoles la
conversación sin aparentar oírla, aunque nada interesante tenía para él,
pues versó sobre si la Villa iba a suprimir tantas y tantas mulas del
ramo de jardines y paseos para repartirse la cebada entre los
concejales. Después el recaudador sacó a relucir no sé qué asunto de
familia, quejándose de las continuas enfermedades de su esposa, de lo
que Izquierdo tomó pie para decir unas cuantas barbaridades sobre las
ventajas de no tener familia que mantener. «Musotros los viudos estamos
como queremos» dijo volviéndose a Maxi y dándole un palmetazo en el
hombro. El pobre muchacho hizo como que aprobaba la idea, sonriendo, y
para sí dio unas cuantas vueltas al manubrio de la lógica: «Se te ha
encargado que no descubras nada; se te ha dicho que tengas cuidado con
lo que hablas delante de mí, dromedario, y tú, como todos, te empeñas en
meterme en la cabeza la idea de que estoy viudo. No cuentas con que mi
cabeza es un prodigio de claridad y raciocinio. A buena parte vienes.
Verás cómo destruyo tus sofismas y mentiras. Verás lo que puede el
cálculo de un cerebro lleno de luz... ¡Con que yo viudo! Lo mismo que mi
tía, que me dijo ayer: «desde que _enviudaste_, pareces otro...». Me
conviene hacerles creer que me lo trago. Con mi lógica me las arreglo
admirablemente y me río del mundo. ¡Qué bonita es la lógica; pero qué
bonita! ¡Y qué hermosura tener la cabeza como la tengo ahora, libre de
toda apreciación fantasmagórica, atenta a los hechos, nada más que a los
hechos, para fundar en ellos un raciocinio sólido!... Pero vámonos a mi
casa, que mi tía me espera».
Tres días después de esto, al entrar en la botica, notó que Ballester y
Quevedo hablaban, y que al verle llegar a él, se callaron súbitamente.
Como había adquirido facilidad para la apreciación de los hechos, aquel
se le reveló claramente. Segismundo y el comadrón trataban de algo que
no querían oyese Maximiliano.
Para disimular le preguntaron a él por su salud, y a poco dijo Quevedo
al farmacéutico en tono muy misterioso: «¿Ha preparado usted el
cornezuelo de centeno? Basta con eso por ahora».
«Qué tal, ¿paseamos mucho, joven?--agregó en alta voz, volviendo hacia
Maxi su cara de caimán, en la cual la sonrisa venía a ser como una
expresión de ferocidad--. Vamos bien, vamos bien. Al fin podrá usted
volver a sus ocupaciones ordinarias. Ya decía yo que en cuanto estuviera
usted libre... por aquello de _muerto el perro se acabó la rabia_».
Rubín contestó afirmativamente y con amabilidad. Después observó que
Ballester sacaba de un cajón un paquetito de medicamento y se lo daba al
Sr. de Quevedo, diciéndole: «Lléveselo usted; lo he pulverizado yo mismo
con el mayor esmero. La antiespasmódica la llevaré yo». El comadrón tomó
el paquete y se fue.
A poco entró _doña Desdémona_ preguntando por su marido, y pudo observar
el joven que Ballester le hizo señas, llamándole la atención sobre la
presencia de Maxi, pues la señora empezó diciendo: «¿Ha ido otra vez a
la Cava?». Aquello se arregló y _doña Desdémona_ invitole a que la
acompañase a su casa, lo que él hizo de bonísima gana, remolcándola del
brazo por la escalera arriba. Conversando estuvieron largo rato, y la
señora de Quevedo le enseñaba sus jaulas de pájaros, canarias en cría,
un jilguero que sacaba agua del pozo, y comía extrayendo el alpiste de
una caja, con otras curiosidades ornitológicas de que tenía llena la
casa. A la hora de comer entró Quevedo muy fatigado, diciendo: «No hay
nada todavía...». Y como vio allí al sobrino de doña Lupe, no dijo más.
Cuando Maximiliano se retiró, iba desarrollando en su mente la más
prodigiosa cadena de razonamientos que en aquellas cavilaciones se había
visto. «¿Ves como salió? Lo que fulminó en mi cabeza como un resplandor
siniestro del delirio, ahora clarea como luz cenital que ilumina todas
las cosas. Vaya, hasta poeta me estoy volviendo. Pero dejémonos de
poesías; la inspiración poética es un estado insano. Lógica, lógica, y
nada más que lógica. ¿Cómo es que lo averiguado hoy por procedimientos
lógicos, fundados en datos e indicios reales, existió antes en mi mente
como los rastros que deja el sueño o como las ideas extravagantes de un
delirio alcohólico? Porque esto no es nuevo para mí. Yo lo pensé, yo lo
concebí envuelto en impresiones disparatadas y confundido con ideas
enteramente absurdas. ¡Misterios del cerebro, desórdenes de la ideación!
Es que la inspiración poética precede siempre a la verdad, y antes de
que la verdad aparezca, traída por la sana lógica, es revelada por la
poesía, estado morboso... En fin, que yo lo adiviné, y ahora lo sé. El
calor se transforma en fuerza. La poesía se convierte en razón. ¡Qué
claro lo veo ahora! Vive en la Cava, en la Cava, en la misma casa tal
vez donde vivió antes. Se esconde para que no la vea nadie. El suceso se
aproxima. La asiste Quevedo. Para ella son el cornezuelo de centeno y la
antiespasmódica. ¡Ah!, ¡cómo me río yo de estos imbéciles que creen que
me engañan!... ¡Engañarme a mí, que estoy ahora más cuerdo que la misma
cordura! ¡Dios mío, qué talento tengo! ¡Qué manera de discurrir!...
¡Estoy asombrado de mí mismo, y compadezco a mi tía, a Ballester, a
todos los que hacen delante de mí esta comedia! 'Todavía no hay nada',
fue lo que dijo Quevedo al volver a la Cava. Presunción equivocada,
falsos síntomas. Luego la cosa está próxima. Estamos en Marzo. Bien, no
me falta más que averiguar la casa. Si me dejara llevar de la
inspiración, aseguraría que es la misma casa aquella, la de los
escalones de piedra. Pero no; procedamos con estricta lógica, y no
aseguremos nada que no esté fundado en un dato real».
Al día siguiente estuvo con su hermano en el café del Siglo, y después
en el de Gallo con Refugio. Era el 19 de Marzo, y los que se llamaban
José convidaban a toda la tertulia. Ido del Sagrario se negaba a tomar
copas y su amigo Izquierdo, que bebía aguardiente como si fuera agua, se
burlaba de la sobriedad del profesor de instrucción primaria, el cual
aseguró haber comido _fuerte_ y no hallarse muy bien del estómago. Poco
a poco se iba desprendiendo el buen Ido de la masa de gente que formaba
la tertulia, retirándose de silla en silla, hasta que Maxi le vio en la
mesa más lejana, ensimismado, los codos sobre el mármol y la cabeza en
las palmas de las manos. Fuese hacia él, movido de lástima, y le
preguntó lo que tenía. «Amigo--le dijo Ido con voz cavernosa, mostrando
su cara descompuesta--, ¿ve usted cómo me tiembla el párpado derecho?
Pues es señal de que me estoy poniendo malo... pero no tiene usted idea
de lo malo que me pongo».
--Vamos, D. José, eso no es más que aprensión (tratando de llevarle al
grupo principal).
--Déjeme usted... Se ríen de mí, porque desbarro mucho... Tiempo hacía
que no me daba esto; pero lo veo venir, lo veo venir... Ya, ya me entra,
y no lo puedo remediar. Tendré que ausentarme, para que no se burlen de
mí. Porque me pongo perdido... Me pongo como si bebiera mucho
aguardiente, y ya ve usted que no lo cato... no lo cato, créamelo usted,
caballero. Usted es el único que no se reirá de mí; usted comprende mi
desgracia y me compadece.
--D. José... que se le quiten esas cosas de la cabeza--le dijo el otro,
oficiando de hombre sesudo y razonable.
--¡Ah!... pues quíteme del campo de mi vida los hechos... (tocándole
amigablemente el brazo). Porque somos esclavos de las acciones ajenas, y
las nuestras no son la norma de nuestra vida. Así es el mundo. De nada
le vale a usted ser honrado, si la maldad de los demás le obliga a hacer
una barbaridad.
--Eso está muy bien discurrido.
--¡Oh!, la desgracia vuelve sabios a los tontos... No, no somos dueños
de nuestra vida. Estamos engranados en una maquinaria, y andamos
conforme nos lleva la rueda de al lado. El hombre que hace el disparate
de casarse, se engrana, se engrana, ¿me entiende usted?, y ya no es
dueño de su movimiento.
--Entiendo, sí...--Pues no me acuse usted si oye que he cometido un
crimen (hablándole al oído), porque los que tenemos la desgracia de ser
esposos de una adúltera... Los que tenemos esa desgracia, no podemos
responder de aquel mandamiento que dice: _no matar_. Creo que es el
quinto.
--Sí, el quinto es--dijo Maxi, que sentía una corriente fría pasándole
por el espinazo.
--Y aquí donde usted me ve... (echándose para atrás y expresándose
siempre en voz muy baja), hoy mato yo...
Esto, aunque dicho muy quedamente, fue oído de Izquierdo, que rompiendo
a reír, soltó esta andanada: «¡Pues no dice este judío _Dio_ que hoy
mata él!... ¿En qué plaza, camaraíta?».
Las carcajadas atronaban el café, y Rubín se acercó al grupo principal,
diciendo con la mayor serenidad del mundo y en tono de benevolencia y
compasión: «Señores, no burlarse de este pobre señor que no tiene la
cabeza buena. Un trastorno mental es el mayor de los males, y no es
cristiano tomar estas cosas a broma. Denle un poco de agua con
aguardiente».
Se la ofrecieron; pero Ido no la quiso tomar. Amorraba la cabeza entre
los brazos cruzados sobre el mármol, y el dueño del establecimiento,
mirándole con sorna, le decía: «Aquí no se duermen monas. A dormirlas a
la calle». Maxi trató de hacerle levantar la cabeza. «D. José, a usted
le convendría tomar duchas y también unas pildoritas de bromuro de
sodio. ¿Quiere que se las prepare? Es el tratamiento más eficaz para
combatir eso... Dígamelo usted a mí, que durante una temporada he estado
como usted... muchísimo peor. Yo inventaba religiones; yo quería que
todo el género humano se matara; yo esperaba el Mesías... Pues aquí me
tiene tan sano y tan bueno».
Y volviendo al grupo principal: «Nada, hay que dejarle. Eso le pasará.
¡Pobrecito!, me da mucha lástima».
De repente, D. José se levantó de su asiento y salió de estampía, entre
la risa y chacota de toda la partida. Maxi quiso salir detrás; pero
Refugio le tiró de los faldones y le hizo sentar a su lado: «Déjalo tú,
¿qué te importa?». Y apareció el tumulto, por la entrada de otros Pepes;
y el amo del café, que también era algo José, repartió puros y ron con
marrasquino. Algunos se empeñaron en que Maximiliano bebiese; pero ni él
quería, ni Refugio se lo hubiera permitido, atenta siempre a cuidar de
su preciosa salud. Lo que hacía el excelente muchacho era reír con la
mayor buena fe todas las gracias que allí se decían, hasta las más
zafias y groseras, aunque sin participar mucho de la estrepitosa alegría
de aquella gente.
con su hermana y sobrina algunas noches, acabó, conforme a su genial
parasitario, por estar allí todo el tiempo que tenía libre. Fortunata
encontró a su tío transfigurado moralmente, con un reposo espiritual que
nunca viera en él, suelto de palabra, curado de su loca ambición y de
aquel negro pesimismo que le hacía renegar de su suerte a cada instante.
El bueno de _Platón_, encontrando al fin el descanso de su vida
vagabunda, se había sentado en una piedra del camino, a la sombra de
frondoso árbol cargado de fruto (valga la figura) sin que nadie le
disputase el hartarse de ella. No existía por aquel entonces en Madrid
un _modelo_ mejor, y los pintores se lo disputaban. Veíase Izquierdo
acosado, requerido; recibía esquelas y recados a toda hora, y le
desconsolaba el no tener tres o cuatro cuerpos para servir con ellos al
arte. Ni había oficio en el mundo que más le cuadrase, porque aquello no
era trabajar ¡qué demonio!, era _retratarse_, y el que trabajaba era el
pintor, poniendo en él sus cinco sentidos y mirándole como se mira a una
novia. En aquellos días de Febrero del 76, como se pusiera a hablar con
su hermana y sobrina de las muchas obras que traía entre manos, no
acababa. En tal estudio hacía de _Pae Eterno_, en el momento de estar
fabricando la luz; en otro de Rey D. Jaime, a caballo, entrando en
Valencia. Allí de Nabucodonosor andando a cuatro patas; aquí de un _tío
en pelota que le llaman_ Eneas, con su padre a _la pela_. «Pero lo mejor
que estamos pintando ahora... y que lo vamos sacando _de lo fino_..., es
aquel paso de Hernán-Cortés cuando manda dar fuego a las judías
naves...». Ganaba mi hombre todo lo que necesitaba, y era venturoso, y
la sujeción del día la compensaba con las largas expansiones de charla y
copas que se daba de noche en algún café, convidando a los amigos. A su
sobrina le prestaba servicios, haciéndole cuantos encargos eran
compatibles con sus tareas artísticas. Solía ella enviarle con algún
mensaje a casa de su costurera, o se valía de él para recados y compras.
Más de una vez le mandó a la gran tienda de Samaniego por tela o encajes
para el ajuar que estaba haciendo; pero siempre le encargaba que no la
descubriese allí, pues ya que Aurora no había ido a verla, lo que
propiamente era una falta de educación, y hablando mal y pronto, una
cochinada, no quería ella tampoco aparentar que solicitaba su amistad; y
si razones tenía _la Samaniega_ para retraerse, también ella las tenía
para no rebajarse. «A fina me ganará; pero a orgullosa no».
-V-
La razón de la sinrazón
--i--
La mejoría de Maximiliano continuaba, de lo cual coligieron su tía
y su hermano que la separación matrimonial había sido un gran bien, pues
sin duda la presencia y compañía de su mujer era lo que le sacaba de
quicio. Todo aquel invierno continuó el tratamiento de las duchas
circular y escocesa y el bromuro de sodio. Al principio, cuando no le
sacaba a paseo Juan Pablo, sacábale su misma tía, teniendo ocasión de
notar lo bien concertados que eran sus juicios. Observaron, no obstante,
que en el caletre del joven se escondía un pensamiento relativo al
paradero de su consorte, y temían que este pensamiento, aunque contenido
en proporciones menudas por el renacimiento armónico de la vida
cerebral, tuviera el mejor día fuerza expansiva bastante para volver a
trastornar toda la máquina. Pero estos temores no se confirmaron. En
Diciembre y Enero la mejoría fue tan notoria, que doña Lupe estaba
pasmada y contentísima. En Febrero ya le permitieron salir solo, pues
no se metía con nadie y se le habían acentuado considerablemente la
timidez y la docilidad. Era como un retroceso a la edad en que estudió
los primeros años de su carrera, y aun parecía que se renovaban en él
las ideas de aquellos lejanos días, y con las ideas el encogimiento en
el trato, la sobriedad de palabras y la falta de iniciativa.
Su vida era muy metódica; no se le permitía leer nada, ni él lo
intentaba tampoco, y siempre que iba a la calle, doña Lupe le fijaba la
hora a que había de volver. Ni una sola vez dejó de entrar a la hora que
se le mandaba. Para que tales días se pareciesen más a los de marras, el
único gusto del joven era pasear por las calles sin rumbo fijo, a la
ventura, observando y pensando. Una diferencia había entre la
deambulación pasada y la presente. Aquella era nocturna y tenía algo de
sonambulismo o de ideación enfermiza; esta era diurna, y a causa de las
buenas condiciones del ambiente solar en que se producía, resultaba más
sana y más conforme con la higiene cerebro-espinal. En aquella, la mente
trabajaba en la ilusión, fabricando mundos vanos con la espuma que echan
de sí las ideas bien batidas; en esta trabajaba en la razón,
entreteniéndose en ejercicios de lógica, sentando principios y
obteniendo consecuencias con admirable facilidad. En fin, que en la
marcha que llevaba el proceso cerebral, le sobrevino el _furor de la
lógica_, y se dice esto así, porque cuando pensaba algo, ponía un
verdadero empeño maniático en que fuera pensado en los términos usuales
de la más rigurosa dialéctica. Rechazaba de su mente con tenaz
repugnancia todo lo que no fuera obra de la razón y del cálculo, no
desmintiendo esto ni en las cosas más insignificantes.
Que al poco tiempo de sentir en sí este tic del razonamiento lo aplicó
al oscuro problema lógico de la ausencia de su mujer, no hay para qué
decirlo. «Que vive, no tiene duda; este es un principio inconcuso que ni
siquiera se discute. Ahora dilucidemos si está en Madrid o fuera de
Madrid. Si se hubiera ido a otra parte, alguna vez recibiría mi tía
cartas suyas. Es así que jamás llega a casa el cartero del exterior, y
cuando va es para traer alguna carta de las hermanas de mi tío Jáuregui;
luego... Pero propongamos la hipótesis de que dirige las cartas a otra
persona para que yo no me entere. Es inverosímil; pero propongámosla. En
tal caso, ¿qué persona sería esta? En todo rigor de lógica no puede ser
doña Casta, porque la señora de Samaniego no gusta de tales papeles. En
todo rigor de lógica tiene que ser Torquemada. Pero Torquemada,
anteayer, entró en el gabinete de mi tía, y yo, desde el pasillo, le oí
preguntarle claramente si había sabido de la señorita... Luego,
Torquemada no es. Luego, no siendo Torquemada, no hay intermediario de
cartas; y no habiendo intermediario de cartas, no puede haber
correspondencia; luego está en Madrid».
Quedose muy satisfecho, y después de detenerse un rato a ver un
escaparate de estampas, volvió a pegar la hebra: «Podría ponerse en duda
que entre ella y mi tía haya comunicación, y en caso de que no la
hubiera, el problema de su residencia seguiría como boca de lobo; pero
yo sostengo que hay comunicación. Si no, ¿qué significa el papelito de
apuntes que sorprendí el otro día sobre la cómoda de mi tía, y en el
cual, pasando al descuido la vista, distinguí este renglón que decía:
_Corresponden a F. 1.252 reales_? _F._ quiere decir _ella_. Luego hay
comunicación entre mi tía y ella, y como esta comunicación no es postal,
resulta claro, como la luz del día, que reside en Madrid».
Largos ratos se pasaba en este ejercicio de la razón. A veces se decía:
«Rechacemos todo lo fantástico. No admitamos nada que no se apoye en la
lógica. ¿De qué vive? ¿Vivirá honradamente? No aventuremos ningún juicio
temerario. Podrá vivir honradamente y podrá vivir de mala manera. Yo
llegaré a descubrir la verdad enterita, sin preguntar una palabra a
nadie. Pues todos callan ante mí, yo callo ante todos. Veo, oigo y
pienso. Así sabré todo lo que quiero. ¡Qué hermosa es la verdad, mejor
dicho, estos bordes del manto de la verdad que alcanzamos a ver en la
tierra, porque el cuerpo del manto y el de la verdad misma no se ven
desde estos barrios!... Dios mío, me asombro de lo cuerdo que estoy. La
gente me mira con lástima, como a un enfermo; pero yo, en mí, me recreo
en lo sano de mis juicios. Dichoso el que piensa bien, porque él está en
grande».
Entró en el café del Siglo, donde creía encontrar a su hermano; pero
Leopoldo Montes le dijo que habiendo aceptado Villalonga la Dirección de
Beneficencia y Sanidad, había encargado a Juan Pablo un trabajo
delicadísimo y muy enojoso... cosa de poner en claro unas cuentas de
lazaretos; y me le tenía en la oficina de sol a sol. Allí le llevaban el
café. No le venía mal a Juan Pablo que el director le encargase trabajos
extraordinarios, pues esto significaba confianza, y tras la confianza
vendría un ascenso. Hablaron de empleos y de política, diciendo
Maximiliano cosas muy buenas.
Refugio, la querida de Juan Pablo, estaba aquel invierno muy mal de
ropa, y no iba al café del Siglo, sino al de Gallo, porque le cogía
cerca (la pareja moraba en la Concepción Jerónima), y además porque la
sociedad modesta que frecuentaba aquel establecimiento, permitía
presentarse en él de trapillo o con mantón y pañuelo a la cabeza.
Agregábansele a Refugio algunas personas con quienes tenía amistad fácil
y adventicia, de esas que se contraen por vecindad de casa o de mesa de
café. Eran un portero de la Academia de la Historia con su esposa, y un
cobrador municipal de puestos del mercado, con la suya o lo que fuese.
Este matrimonio solía ir los domingos acompañado de toda la familia, a
saber: una abuela que había sido _víctima_ del 2 de Mayo, y siete
menores. El café se compone de dos crujías, separadas por gruesa pared y
comunicadas por un arco de fábrica; mas a pesar de esta rareza de
construcción, que le asemeja algo a una logia masónica, el local no
tiene aspecto lúgubre. En la segunda sala, donde se instalaba Refugio,
había siempre animación campechana y confianzuda, y como el espacio es
allí tan reducido, toda la parroquia venía a formar una sola tertulia.
En ella imperaba Refugio como en un salón elegante en el cual fuera
estrella de la moda, Dábase mucho lustre, tomando aires de señora,
alardeando de expresarse con agudeza y de decir gracias que los demás
estaban en la obligación de reír. Poníase siempre en un ángulo, que
tenía, por la disposición del local, honores de presidencia. Cuando Maxi
iba, su cuñada le hacía sentar a su lado, y le mimaba y atendía mucho,
con sentimientos compasivos y de protección familiar, permitiéndose
también tutearle y darle consejos higiénicos. Él se dejaba querer, y
apenas tomaba parte en la tertulia, como no fuera con los silogismos que
mentalmente hacía sobre todo lo que allí se charlaba. Una noche estaba
el pobre chico tomándose su café, muy callado, en la misma mesa de
Refugio, cuando se fijó en dos hombres que en la próxima estaban, uno de
los cuales no le era desconocido. Pensando, pensando, acertó al fin. Era
Pepe Izquierdo, tío de su mujer, a quien sólo había visto una vez, yendo
de paseo con Fortunata por las Rondas, y ella se lo presentó. Como en
Gallo había tanta confianza, pronto se comunicaron los de una y otra
mesa. Primero se hablaba de política, después de que la guerra se
acabaría a fuerza de dinero, y como la política y las guerras vienen a
ser las fibras con que se teje la Historia, hablose de la Revolución
francesa, época funesta en que, según el cobrador municipal, habían sido
guillotinadas _muchas almas_. Oír que se hablaba de Historia y no meter
baza, era imposible para Izquierdo; pues desde que se puso a _modelo_
sabía que Nabucodonosor era un Rey que comía hierba; que D. Jaime entró
en Valencia a caballo, y que Hernán-Cortés era un _endivido_ muy
templado que se entretenía en quemar barcos. Los disparates que aquel
hombre dijo acerca del _Pronunciamiento_ de Francia, hicieron reír mucho
a todos, particularmente al portero de la Academia de la Historia, que
echaba al concurso miradas desdeñosas, no queriendo aventurar una
opinión, que habría sido lo mismo que arrojar margaritas a cerdos. Mas
el compañero de _Platón_, persona enteramente desconocida para Maxi,
debía de ser uno de los sujetos más eruditos que en aquel local se
habían visto nunca, y cuando rompió a hablar, se ganó la atención del
auditorio. Tenía la cara granulosa y el pescuezo como el de un pavo, con
una nuez muy grande, el pelo escobillón, y se expresaba en términos muy
distintos del gárrulo lenguaje de su amigo: «Al Rey Luis XVI--dijo--, y
a la Reina Doña María Antonieta les cortaron la cabeza, naturalmente,
porque no querían darle libertad al pueblo. Por eso hubo, naturalmente,
aquel gran pronunciamiento, y todo lo variaron, hasta los nombres de los
meses, señores, y hasta abolieron la vara de medir y pusieron el metro,
y la religión también fue abolida, celebrándose las misas, naturalmente,
a la diosa Razón».
Tanta sabiduría impresionó a Maxi, que al punto se desató a charlar con
Ido del Sagrario, pues no era otro el docto amigo de Izquierdo, y
estuvieron poniendo comentarios a los trágicos sucesos del 93. «Porque
mire usted, cuando el pueblo se desmanda, los ciudadanos se ven
indefensos, y francamente, naturalmente, buena es la libertad; pero
primero es vivir. ¿Qué sucede? Que todos piden orden. Por consiguiente,
salta el dictador, un hombre que trae una macana muy grande, y cuando
empieza a funcionar la macana, todos la bendicen. O hay lógica o no hay
lógica. Vino, pues, Napoleón Bonaparte, y empezó a meter en cintura a
aquella gente. Y que lo hizo muy bien, y yo le aplaudo, sí señor, yo le
aplaudo».
--Y yo también--dijo Maxi, con la mayor buena fe, observando que aquel
hombre razonaba discretamente.
--¿Quiere esto decir que yo sea partidario de la tiranía?...--prosiguió
Ido--. No señor. Me gusta la libertad; pero respetando... respetando a
Juan, Pedro y Diego... y que cada uno piense como quiera, pero sin
desmandarse, sin desmandarse, mirando siempre para la ley. Muchos creen
que el ser liberal consiste en pegar gritos, insultar a los curas, no
trabajar, pedir aboliciones y decir que mueran las autoridades. No
señor. ¿Qué se desprende de esto? Que cuando hay libertad mal entendida
y muchas aboliciones, los ricos se asustan, se van al extranjero, y no
se ve una peseta por ninguna parte. No corriendo el dinero, la plaza
está mal, no se vende nada, y el bracero que tanto chillaba dando vivas
a la Constitución, no tiene qué comer. Total, que yo digo siempre:
«Lógica, liberales» y de aquí no me saca nadie.
«Este hombre tiene mucho talento» pensaba Rubín, apoyando con
movimientos de cabeza la aseveración de aquel sujeto.
Y cuando, al despedirse, Ido le dio su nombre, agregando que era
profesor de primeras letras en las escuelas católicas, Maximiliano
discurrió que no estaba en armonía la humildad del empleo con el saber y
la destreza dialéctica que aquel individuo mostraba.
Al siguiente día por la tarde, Maxi fue a Gallo y no estaban, de las
personas conocidas, más que el cobrador municipal y José Izquierdo. Este
había dejado en la silla próxima un envoltorio. Mirolo el joven con
disimulo y vio que era algo como ropa o calzado, cubierto con un
pañuelo. Tan mal hecho estaba el atadijo, que al mover la silla se
descubrió una bota elegante con caña color de café. Al verla Rubín,
sintió como si le cayera una gota fría en el corazón. «Esa bota es de
ella... ¡ay, de ella es!... La conozco, como conozco las mías. No la
lleva a componer porque está casi nueva. La lleva de muestra para que le
hagan otro par. Es muy presumida en cuestiones de calzado. Le gusta
tener siempre tres o cuatro pares en buen uso. ¿Y por qué no las lleva
ella? Porque no sale. Luego está enferma... Enferma, ¿de qué?».
--ii--
_Platón_ se despidió de su amigo, y cogió el lío diciendo que
tenía que ir a la calle del Arenal.
«Justo--discurrió Maxi sin decir una palabra--.
Allí está su zapatero. Arenal, 22... Lo que me falta saber, podría
averiguarlo siguiendo a ese bárbaro. Pero no... Con la lógica y sólo con
la lógica lo averiguaré. ¿Para qué quiero esta gran cordura que ahora
tengo? Con mi cabeza me gobierno yo solo».
Después, cuando entraron Ido, Refugio y otras personas, estuvo muy
comunicativo, discurriendo admirablemente sobre todo lo que se trató,
que fue la insurrección de Cuba, el alza de la carne, lo que se debe
hacer para escoger un bonito número en la lotería, la frecuencia con que
se tiraba gente por el Viaducto de la calle de Segovia, el tranvía nuevo
que se iba a poner y otras menudencias.
Un día de los primeros de Marzo, Maxi, al dirigirse al café, vio a
Izquierdo en los soportales de la Casa-Panadería, y a punto que le
saludaba, pasó y se detuvo el cobrador municipal. Este y José cambiaron
unas palabras.
«En seguida voy al café--dijo el _modelo_, mostrando varios paquetes a
su amigo, que los miraba con curiosidad--. Subo a largar esto: Varas de
cinta... jabón... demonios, dátiles. Voy cargado como un santísimo
burro».
Maximiliano siguió hacia el café, y observando que Platón tomaba hacia
la calle de Ciudad Rodrigo, miró su reloj.
--¡Dátiles!... ¡Cuántos le he comprado yo! Las golosinas la venden. Se
despepita por ellas...--pensó el razonador, penetrando en el establecimiento,
sin ver nada de lo que en él había--. Come dátiles... luego no está mala;
los dátiles son muy indigestos. Y puesto que ella los come, la causa del no
salir, no es enfermedad... Luego, es otra cosa...
Y viendo entrar a Izquierdo, volvió a mirar su reloj. «Ha tardado doce
minutos. Luego la casa está cerca... Doce minutos: pongamos cuatro para
subir la escalera, dos para bajarla... Y está cansado el hombre; debe de
ser alta la escalera... La casa está cerca. La descubriremos por la
lógica. Nada de preguntas, porque no me lo dirían; ni seguir a este
animal, porque eso no tendría mérito. Cálculo, puro cálculo...».
Izquierdo y el cobrador municipal le convidaron a unas copas; pero él no
quiso aceptar, porque le repugnaba el aguardiente. Oyoles la
conversación sin aparentar oírla, aunque nada interesante tenía para él,
pues versó sobre si la Villa iba a suprimir tantas y tantas mulas del
ramo de jardines y paseos para repartirse la cebada entre los
concejales. Después el recaudador sacó a relucir no sé qué asunto de
familia, quejándose de las continuas enfermedades de su esposa, de lo
que Izquierdo tomó pie para decir unas cuantas barbaridades sobre las
ventajas de no tener familia que mantener. «Musotros los viudos estamos
como queremos» dijo volviéndose a Maxi y dándole un palmetazo en el
hombro. El pobre muchacho hizo como que aprobaba la idea, sonriendo, y
para sí dio unas cuantas vueltas al manubrio de la lógica: «Se te ha
encargado que no descubras nada; se te ha dicho que tengas cuidado con
lo que hablas delante de mí, dromedario, y tú, como todos, te empeñas en
meterme en la cabeza la idea de que estoy viudo. No cuentas con que mi
cabeza es un prodigio de claridad y raciocinio. A buena parte vienes.
Verás cómo destruyo tus sofismas y mentiras. Verás lo que puede el
cálculo de un cerebro lleno de luz... ¡Con que yo viudo! Lo mismo que mi
tía, que me dijo ayer: «desde que _enviudaste_, pareces otro...». Me
conviene hacerles creer que me lo trago. Con mi lógica me las arreglo
admirablemente y me río del mundo. ¡Qué bonita es la lógica; pero qué
bonita! ¡Y qué hermosura tener la cabeza como la tengo ahora, libre de
toda apreciación fantasmagórica, atenta a los hechos, nada más que a los
hechos, para fundar en ellos un raciocinio sólido!... Pero vámonos a mi
casa, que mi tía me espera».
Tres días después de esto, al entrar en la botica, notó que Ballester y
Quevedo hablaban, y que al verle llegar a él, se callaron súbitamente.
Como había adquirido facilidad para la apreciación de los hechos, aquel
se le reveló claramente. Segismundo y el comadrón trataban de algo que
no querían oyese Maximiliano.
Para disimular le preguntaron a él por su salud, y a poco dijo Quevedo
al farmacéutico en tono muy misterioso: «¿Ha preparado usted el
cornezuelo de centeno? Basta con eso por ahora».
«Qué tal, ¿paseamos mucho, joven?--agregó en alta voz, volviendo hacia
Maxi su cara de caimán, en la cual la sonrisa venía a ser como una
expresión de ferocidad--. Vamos bien, vamos bien. Al fin podrá usted
volver a sus ocupaciones ordinarias. Ya decía yo que en cuanto estuviera
usted libre... por aquello de _muerto el perro se acabó la rabia_».
Rubín contestó afirmativamente y con amabilidad. Después observó que
Ballester sacaba de un cajón un paquetito de medicamento y se lo daba al
Sr. de Quevedo, diciéndole: «Lléveselo usted; lo he pulverizado yo mismo
con el mayor esmero. La antiespasmódica la llevaré yo». El comadrón tomó
el paquete y se fue.
A poco entró _doña Desdémona_ preguntando por su marido, y pudo observar
el joven que Ballester le hizo señas, llamándole la atención sobre la
presencia de Maxi, pues la señora empezó diciendo: «¿Ha ido otra vez a
la Cava?». Aquello se arregló y _doña Desdémona_ invitole a que la
acompañase a su casa, lo que él hizo de bonísima gana, remolcándola del
brazo por la escalera arriba. Conversando estuvieron largo rato, y la
señora de Quevedo le enseñaba sus jaulas de pájaros, canarias en cría,
un jilguero que sacaba agua del pozo, y comía extrayendo el alpiste de
una caja, con otras curiosidades ornitológicas de que tenía llena la
casa. A la hora de comer entró Quevedo muy fatigado, diciendo: «No hay
nada todavía...». Y como vio allí al sobrino de doña Lupe, no dijo más.
Cuando Maximiliano se retiró, iba desarrollando en su mente la más
prodigiosa cadena de razonamientos que en aquellas cavilaciones se había
visto. «¿Ves como salió? Lo que fulminó en mi cabeza como un resplandor
siniestro del delirio, ahora clarea como luz cenital que ilumina todas
las cosas. Vaya, hasta poeta me estoy volviendo. Pero dejémonos de
poesías; la inspiración poética es un estado insano. Lógica, lógica, y
nada más que lógica. ¿Cómo es que lo averiguado hoy por procedimientos
lógicos, fundados en datos e indicios reales, existió antes en mi mente
como los rastros que deja el sueño o como las ideas extravagantes de un
delirio alcohólico? Porque esto no es nuevo para mí. Yo lo pensé, yo lo
concebí envuelto en impresiones disparatadas y confundido con ideas
enteramente absurdas. ¡Misterios del cerebro, desórdenes de la ideación!
Es que la inspiración poética precede siempre a la verdad, y antes de
que la verdad aparezca, traída por la sana lógica, es revelada por la
poesía, estado morboso... En fin, que yo lo adiviné, y ahora lo sé. El
calor se transforma en fuerza. La poesía se convierte en razón. ¡Qué
claro lo veo ahora! Vive en la Cava, en la Cava, en la misma casa tal
vez donde vivió antes. Se esconde para que no la vea nadie. El suceso se
aproxima. La asiste Quevedo. Para ella son el cornezuelo de centeno y la
antiespasmódica. ¡Ah!, ¡cómo me río yo de estos imbéciles que creen que
me engañan!... ¡Engañarme a mí, que estoy ahora más cuerdo que la misma
cordura! ¡Dios mío, qué talento tengo! ¡Qué manera de discurrir!...
¡Estoy asombrado de mí mismo, y compadezco a mi tía, a Ballester, a
todos los que hacen delante de mí esta comedia! 'Todavía no hay nada',
fue lo que dijo Quevedo al volver a la Cava. Presunción equivocada,
falsos síntomas. Luego la cosa está próxima. Estamos en Marzo. Bien, no
me falta más que averiguar la casa. Si me dejara llevar de la
inspiración, aseguraría que es la misma casa aquella, la de los
escalones de piedra. Pero no; procedamos con estricta lógica, y no
aseguremos nada que no esté fundado en un dato real».
Al día siguiente estuvo con su hermano en el café del Siglo, y después
en el de Gallo con Refugio. Era el 19 de Marzo, y los que se llamaban
José convidaban a toda la tertulia. Ido del Sagrario se negaba a tomar
copas y su amigo Izquierdo, que bebía aguardiente como si fuera agua, se
burlaba de la sobriedad del profesor de instrucción primaria, el cual
aseguró haber comido _fuerte_ y no hallarse muy bien del estómago. Poco
a poco se iba desprendiendo el buen Ido de la masa de gente que formaba
la tertulia, retirándose de silla en silla, hasta que Maxi le vio en la
mesa más lejana, ensimismado, los codos sobre el mármol y la cabeza en
las palmas de las manos. Fuese hacia él, movido de lástima, y le
preguntó lo que tenía. «Amigo--le dijo Ido con voz cavernosa, mostrando
su cara descompuesta--, ¿ve usted cómo me tiembla el párpado derecho?
Pues es señal de que me estoy poniendo malo... pero no tiene usted idea
de lo malo que me pongo».
--Vamos, D. José, eso no es más que aprensión (tratando de llevarle al
grupo principal).
--Déjeme usted... Se ríen de mí, porque desbarro mucho... Tiempo hacía
que no me daba esto; pero lo veo venir, lo veo venir... Ya, ya me entra,
y no lo puedo remediar. Tendré que ausentarme, para que no se burlen de
mí. Porque me pongo perdido... Me pongo como si bebiera mucho
aguardiente, y ya ve usted que no lo cato... no lo cato, créamelo usted,
caballero. Usted es el único que no se reirá de mí; usted comprende mi
desgracia y me compadece.
--D. José... que se le quiten esas cosas de la cabeza--le dijo el otro,
oficiando de hombre sesudo y razonable.
--¡Ah!... pues quíteme del campo de mi vida los hechos... (tocándole
amigablemente el brazo). Porque somos esclavos de las acciones ajenas, y
las nuestras no son la norma de nuestra vida. Así es el mundo. De nada
le vale a usted ser honrado, si la maldad de los demás le obliga a hacer
una barbaridad.
--Eso está muy bien discurrido.
--¡Oh!, la desgracia vuelve sabios a los tontos... No, no somos dueños
de nuestra vida. Estamos engranados en una maquinaria, y andamos
conforme nos lleva la rueda de al lado. El hombre que hace el disparate
de casarse, se engrana, se engrana, ¿me entiende usted?, y ya no es
dueño de su movimiento.
--Entiendo, sí...--Pues no me acuse usted si oye que he cometido un
crimen (hablándole al oído), porque los que tenemos la desgracia de ser
esposos de una adúltera... Los que tenemos esa desgracia, no podemos
responder de aquel mandamiento que dice: _no matar_. Creo que es el
quinto.
--Sí, el quinto es--dijo Maxi, que sentía una corriente fría pasándole
por el espinazo.
--Y aquí donde usted me ve... (echándose para atrás y expresándose
siempre en voz muy baja), hoy mato yo...
Esto, aunque dicho muy quedamente, fue oído de Izquierdo, que rompiendo
a reír, soltó esta andanada: «¡Pues no dice este judío _Dio_ que hoy
mata él!... ¿En qué plaza, camaraíta?».
Las carcajadas atronaban el café, y Rubín se acercó al grupo principal,
diciendo con la mayor serenidad del mundo y en tono de benevolencia y
compasión: «Señores, no burlarse de este pobre señor que no tiene la
cabeza buena. Un trastorno mental es el mayor de los males, y no es
cristiano tomar estas cosas a broma. Denle un poco de agua con
aguardiente».
Se la ofrecieron; pero Ido no la quiso tomar. Amorraba la cabeza entre
los brazos cruzados sobre el mármol, y el dueño del establecimiento,
mirándole con sorna, le decía: «Aquí no se duermen monas. A dormirlas a
la calle». Maxi trató de hacerle levantar la cabeza. «D. José, a usted
le convendría tomar duchas y también unas pildoritas de bromuro de
sodio. ¿Quiere que se las prepare? Es el tratamiento más eficaz para
combatir eso... Dígamelo usted a mí, que durante una temporada he estado
como usted... muchísimo peor. Yo inventaba religiones; yo quería que
todo el género humano se matara; yo esperaba el Mesías... Pues aquí me
tiene tan sano y tan bueno».
Y volviendo al grupo principal: «Nada, hay que dejarle. Eso le pasará.
¡Pobrecito!, me da mucha lástima».
De repente, D. José se levantó de su asiento y salió de estampía, entre
la risa y chacota de toda la partida. Maxi quiso salir detrás; pero
Refugio le tiró de los faldones y le hizo sentar a su lado: «Déjalo tú,
¿qué te importa?». Y apareció el tumulto, por la entrada de otros Pepes;
y el amo del café, que también era algo José, repartió puros y ron con
marrasquino. Algunos se empeñaron en que Maximiliano bebiese; pero ni él
quería, ni Refugio se lo hubiera permitido, atenta siempre a cuidar de
su preciosa salud. Lo que hacía el excelente muchacho era reír con la
mayor buena fe todas las gracias que allí se decían, hasta las más
zafias y groseras, aunque sin participar mucho de la estrepitosa alegría
de aquella gente.
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