🕥 38-minute read
Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 69
Total number of words is 4978
Total number of unique words is 1597
36.2 of words are in the 2000 most common words
49.0 of words are in the 5000 most common words
55.2 of words are in the 8000 most common words
si es calumnia, figúrate, ¡qué barbaridad ir con esa historia!
--Calumnia no--dijo la de Fenelón, atendiendo más a su corte--. Podrá
ser equivocación.
¿Quién demonios sabe lo que pasa en el interior de la _mona_? Que el
difunto Moreno andaba loco por ella, no tiene duda. Falta saber, _por
ejemplo_, si ella le correspondía o no.
--Tú me dijiste que sí, y que tenían citas...
--Sí; pero te lo dije como una suposición nada más--replicó la astuta
mujer con cierto despego, como si deseara mudar de conversación--. Tú te
precipitaste al llevarle ese cuento. Se habrá volado. Hay que tener
tacto, amiga mía, y no herir el amor propio de los hombres. Ya debías
suponer que le sabría mal.
--¿Y tú qué crees?, hablando ahora como si estuviéramos delante de un
confesor. ¿Tú qué crees?, ¿es, como quien dice, ángel o qué?
Aurora dejó las tijeras, y se clavó en el pecho la aguja enhebrada.
Después de calcular su respuesta, la soltó en esta forma:
«Pues hablando con verdad, y sin asegurar nada terminantemente, te diré
que la tengo por virtuosa. Si mi primo hubiera vivido, no sé a dónde
habrían llegado las cosas. Él hacía el trovador de la manera más
infantil del mundo. ¡Quién lo diría...!, ¡un hombre tan corrido!...
Ella... no sé... creo que se reía de él... Y bien merecido le estaba,
por pillo. Quizás le miraba con alguna simpatía... pero lo que es citas,
amiga mía, me parece que no las hubo, digo, me parece; y si algo de esto
dije, fue como un _tal vez_, y me vuelvo atrás».
Tornó a su faena dejando a la otra en la mayor confusión.
«Y en último resultado--le dijo después--, ¿a ti qué más te da que sea
honrada o deje de serlo? Lo que te importa es que él te quiera a ti más
que a ella».
--¡Oh!, no...--exclamó Fortunata con toda su alma--, es que si no fuera
honrada esa mujer, a mí me parecería que no hay honradez en el mundo y
que cada cual puede hacer lo que le da la gana... Paréceme que se rompe
todo lo que la ata a una; no sé si me explico; y que ya lo mismo da
blanco que negro. Créetelo; esa duda no se me va de la cabeza a ninguna
hora; siempre estoy pensando en lo mismo, y tan pronto me alegro de que
sea mala como de que no lo sea. ¡Ah!, no sabes tú lo que yo cavilo al
cabo del día. Las cosas que me pasan a mí no tienen nombre.
--Pues para que te tranquilices de una vez--dijo la otra sin mirarla--.
Tenla por honrada, y cuando hables de esto con _él_, hazle entender que
lo crees así, y no aspires a que _él_ te dé su respeto; conténtate con
el amor.
--Quítate de ahí, mujer--saltó Fortunata muy nerviosa--. Si esto se
acaba... ¡Si me está faltando ese perro! Si en quince días no le he
visto más que dos veces. Siempre llega tarde, y como de mala gana. ¡Oh!,
yo le conozco bien las mañas: me le sé de memoria. Nada, que quiere
echarme al agua otra vez, lo veo, lo estoy viendo. Hoy se lo dije
claro, y no me contestó nada.
--Entonces tenemos a _la mona del Cielo_ de enhorabuena.
--¡Ah!, no... Me parece que ahora la veleta marca para otro lado. Me
está faltando con alguna que ni su mujer ni yo conocemos. Más claro, a
las dos nos está dando el plantón _hache_, y yo estoy que no sé lo que
me pasa, más muerta que viva... llena de rabia, llena de celos. No he de
parar hasta cogerle, y de veras te digo que si le cojo, y si cojo a la
otra, me pierdo. Yo vengaré a _la mona del Cielo_, y me vengaré a mí. No
quisiera morirme sin este gusto.
--Dime una cosa... ¿Te has fijado en determinada mujer?--le preguntó su
amiga mirándola de hito en hito.
--No sé; esta noche se me ocurrió si será Sofía la Ferrolana, o la Peri,
o Antonia, esa que estaba con Villalonga.
--Es natural, piensas en las que conoces. ¿Qué me das, querida mía, si
te lo averiguo? Al decir esto, Aurora abandonó todo trabajo y se puso
delante de su amiga en la actitud más complaciente.
«¿Que qué te doy? Lo que tú quieras. Todo lo que tengo... Te lo
agradeceré eternamente».
--Bueno; pues déjame a mí, que como yo coja el cabo del hilo, hemos de
llegar a la otra punta. Verás por qué lo digo; en mi taller hay una
chiquilla, muy graciosa por cierto, que me parece, me parece...
--¡En tu taller...!--Sí; pero no te precipites... No es ella tal vez...
Quiero decir, que por ella he de coger el cabo del hilo, y verás... iré
tirando, tirando hasta dar con lo que queremos saber. Tú confíate en mí,
y no hagas nada por tu parte. Prométeme que no te has de meter en nada.
Sin esa condición, no cuentes conmigo.
--Pues bien, yo te lo prometo. Pero me has de decir todo lo que vayas
averiguando. Te digo que si la cojo... No me importa ir al Modelo; te
juro que no me importa. Si ya me parece que la tengo entre mis uñas...
Doña Casta entró, abriendo la puerta con su llavín. Era tarde, y
Fortunata tuvo que retirarse. Aurora se quedó trabajando un momento más,
y decía para sí: «Estas tontas son terribles, cuando les entra la rabia.
Pero ya se aplacará. Pues no faltaría más... Estaría bueno...».
--iii--
Una tarde, doña Lupe vio entrar a su sobrina tan desolada, que no
pudo menos de írsele encima, llena de irascibilidad, no pudiendo sufrir
ya que no le confiase sus penas, cualquiera que fuese la causa de ellas.
«¿Te parece que estas son horas de venir? Y haz el favor, para otra
vez, de dejarte en la calle tus agonías y no ponérteme delante con esa
cara de viernes, pues bastantes espectáculos tristes tenemos en casa».
Fortunata tenía su interior tan tempestuoso que no pudo contenerse, y
estalló con esa ira pueril que ocasiona las reyertas de mujeres en las
casas de vecindad. «Señora, déjeme usted en paz, que yo no me meto con
usted, ni me importa la cara que usted tenga o deje de tener. Pues
estamos bien... Que no pueda una ni siquiera estar triste, porque a la
señora esta le incomodan las caras afligidas... Me pondré a bailar, si
le parece».
No estaba acostumbrada doña Lupe a contestaciones de este temple, y al
pronto se desconcertó. Por fin hubo de salir por este registro: «Eso de
que me ocupe o no me ocupe, no eres tú quien lo ha de decidir. ¿Pues
qué? ¿Han tocado ya a emanciparse? Estás fresca. ¿Crees que se te va a
tolerar ese cantonalismo en que vives? ¡Me gustan los humos de la loca
esta!... Ya te arreglaré, ya te arreglaré yo».
Estaba la otra tan violenta y tenía los nervios tan tirantes, que al
apartar una silla la tiró al suelo, y al poner su manguito sobre la
cómoda, dio contra un vaso de agua que en ella había.
«Eso es, rómpeme la sillita... Mira cómo has derramado el agua».
--Mejor.--¿Sí?... Ya te mejoraré yo, ya te arreglaré.
--Usted, señora, se arreglará sus narices, que a mí no me arregla
nadie...
«No quiero incomodarme, no quiero alzar tampoco la voz--dijo doña Lupe
levantándose de su asiento--, porque no se entere ese desventurado».
Salió un momento con objeto de cerrar puertas para que no se oyera la
gresca, y a poco volvió al gabinete, diciendo: «Se ha quedado dormido.
Si te parece, haz bulla para que no descanse el pobrecito. Te estás
portando... ¡Silencio!».
--Si es usted la que chilla... Yo bien callada entré. Pero se empeña en
buscarme el genio.
--Mete ruido, mete ruido. Ni siquiera has de dejar dormir al pobre
chico.
--Por mi parte, que duerma todo lo que quiera.
--Y lo que más me subleva es tu terquedad--dijo doña Lupe bajando la
voz--, y ese empeño de gobernarte sola, sí, esa independencia
estúpida... Tú te lo guisas y tú te lo comes. Así te sabe a demonios.
Bien empleado te está todo lo que te pasa, muy bien empleado.
Tanta turbación había en el alma de la esposa de Rubín, que la ira
estaba en ella como prendida con alfileres, y el menor accidente, una
nada, determinaba la transición de la rabia al dolor, y de la energía
convulsiva a la pasividad más desconsoladora. Algo se derrumbaba dentro
de ella, y perdiendo toda entereza, rompió a llorar como un niño a quien
le descubren una travesura gorda. Doña Lupe se vanaglorió mucho de aquel
cambio de tono, que consideraba obra de sus facultades persuasivas.
Fortunata se dejó caer en una silla, y más de un cuarto de hora estuvo
sin articular palabra, oprimiendo el pañuelo contra su cara.
«Pues sí, tía... es verdad que debiera yo... contarle a usted... No lo
hice porque me parecía impropio. ¡Qué barbaridad! Traer a esta casa
cuentos de... Soy una miserable; yo no debo estar aquí... Hasta llorar
aquí por lo que lloro es una canallada. Pero no lo puedo remediar. El
alma se me deshace. Yo tengo que decirle a alguien que me muero de pena,
que no puedo vivir. Si no lo digo, reviento... Usted crea lo que
quiera... pero soy muy desgraciada. Yo sé que me lo merezco, que soy
mala, mala de encargo... pero soy muy desgraciada».
--Ahí tienes--le dijo doña Lupe moviendo la mano derecha, con dos dedos
de ella muy tiesos, en ademán enteramente episcopal--; ahí tienes lo que
pasa por no hacer lo que yo te digo... Si hubieras seguido los consejos
que te di este verano, no te verías como te ves.
La otra estaba tan sofocada, que su tía tuvo que traerle un vaso de
agua.
--Serénate--le decía--, que ahora no te he de reñir, aunque bien lo
mereces. No, no necesitas explicarme lo que te pasa; justo castigo de
Dios. ¿Crees que no tengo yo pesquis? Me basta verte la cara. Ello tenía
que suceder, porque los malos pasos conducen siempre a malos fines... El
resultado es que sale todo lo que yo digo. El pecado trae la penitencia.
Otra vez te da carpetazo ese hombre, ¿acerté?
--Sí, sí... ¡Pero qué infame!...
--Anda, que los dos estáis buenos. Tal para cual. Las relaciones
criminales siempre acaban así. Uno se encarga de castigar al otro, y el
que castiga ya encontrará también su trancazo en alguna parte. Pues
estás lucida... Tras de cornuda, aporreada, y después sacada a bailar.
--¡Pero qué infame!--volvió a decir Fortunata, mirando a su tía con los
ojos llenos de lágrimas--. ¿Pues no ha tenido el atrevimiento de
decirme, entre bromas y veras, que yo estaba enredada con Ballester?
Pretextos, _tiologías_ y nada más. De seguro que no lo cree.
--Aguanta, que todo te lo tienes bien merecido. Ni vengas a que yo te
consuele... Acudiendo con tiempo, no digo que no. Abres ahora los ojos y
te encuentras horriblemente sola, sin familia, sin marido, sin mí.
Fortunata, con un pánico semejante al de quien se está ahogando,
agarrose a la falda de doña Lupe, y vuelta a soltar un raudal de
lágrimas.
«No, no, no... yo no quiero estar sola, triste de mí. Dígame usted algo,
siquiera que tenga paciencia, siquiera que me porte ahora bien... Sí, me
portaré bien; ahora sí, ahora sí».
--Ahora sí. Vaya, hija, no madrugues tanto. Tú no te acuerdas de Santa
Bárbara sino cuando truena. ¿Qué sacaría yo de consolarte ahora y
corregirte, si el mejor día volvías a las andadas?
--Ahora no... ahora no...--Quien no te conoce que te compre... Al
extremo a que han llegado las cosas, me parece que no debo intervenir
ya, ni tomar vela en ese entierro. Sería hasta indecoroso para mí.
Resultaría... así como cierta complicidad en tus crímenes. No, hija, has
acudido tarde... ¡Te he estado metiendo la indulgencia por los ojos, sin
que tú la quisieras ver, y ahora que te ahogas, vienes a mí...! ¡Ay!, no
puedo, no puedo.
Y sin decir más, se fue a la cocina, pensando que toda severidad era
poco contra aquella mujer, y que convenía aterrorizarla, a ver si se
sometía al fin de una manera absoluta.
Pronto se hizo de noche. Los días menguaban, entristeciendo el ánimo de
los que ya, por otros motivos, estaban tristes. A las seis y media la
casa estaba a oscuras, y doña Lupe retardaba el encender luces todo lo
posible. Fortunata, en el cuarto de su marido, y casi a tientas, llegó
al sofá donde él estaba echado, y le preguntó si tenía ganas de comer,
sin obtener respuesta. Oía los suspiros que daba el infeliz, y en una de
aquellas aproximaciones, Maxi cogiéndole las manos, se las apretó con
afecto. Algo había en el alma de Fortunata que respondía a tal
demostración de ternura. Sentía hacia él cariño semejante al que inspira
un niño enfermo, efusión de lástima que protege y que no pide nada.
Doña Lupe trajo luz, y mirando a los esposos con sus ojos encandilados
por el vivo resplandor de la llama de petróleo, dijo, sin duda por
animar a Maxi con una broma: «¿Ya estáis haciendo los tortolitos?... Más
cuenta te tiene comer. ¿Quieres que esta coma aquí contigo?».
--Sí, sí, yo comeré aquí--dijo la esposa prontamente--. Y él comerá
también, ¿verdad, hijo? ¿Verdad que comerás con tu mujer? Ella te
cortará los pedacitos de carne y te los irá dando.
--Pues yo os mandaré la comida--indicó doña Lupe, poniendo la pantalla
al quinqué y acortando la llama--. Tengo hoy un arroz con menudillos que
es lo que hay que comer.
En el rato que estuvieron solos, antes de que entrara Papitos con el
servicio y la sopa, Maxi endilgó a su mujer algunas frases enteramente
ceñidas al endiablado asunto que constituía su demencia. Fortunata le
apoyó en todo, mostrándose muy penetrada de la urgencia de establecer,
como realidad social, el principio de solidaridad de la sustancia
divina. A todo decía que sí, y mientras comían, notó que el enfermo se
animaba extraordinariamente, llegando hasta mostrarse alegre, locuaz y
poniendo un singular calor en sus proyectos de apostolado. En un momento
que salió afuera, preguntole Fortunata a su tía: «¿Y le dio usted al fin
esas píldoras?».
«Sí por cierto. Esta mañana en ayunas se tomó una, y a las cuatro le di
otra. ¿No lo dispuso así Ballester...?».
--Sí... Vea usted por qué está tan avispado. ¡Vaya con el cáñamo ese!
Pero los disparates son los mismos; sólo que ahora no ve las cosas de un
modo tan negro sino que las toma por lo risueño.
Volvió al lado de él, y le fue dando los menudillos con el tenedor, y él
se los comía con gana, sin cesar de hablar y aun de reír. Su risa
plácida no parecía la de un demente.
Fortunata sentía leve consuelo en su alma, y se decía: «¡Si Dios
quisiera que se pusiera bueno...! Pero cómo va Dios a hacer nada que yo
le pida... ¡Si soy lo más malo que Él ha echado al mundo! Para mí esta
casa se tiene que acabar. ¿A dónde me retiraré? ¿Qué será de mí? Pero a
donde quiera que vaya, me gustará saber de este pobrecito, el único que
me ha querido de verdad, el que me ha perdonado dos veces y me
perdonaría la tercera... y la cuarta... Yo creo que me perdonaría
también la quinta, si no tuviera esa cabeza como un campanario. Y esto
es por culpa mía. ¡Ay, Cristo, qué remordimiento tan grande! Iré con
este peso a todas partes, y no podré ni respirar».
Después de comer, estaba él animadísimo, cual no lo había estado en
mucho tiempo, pero sus conceptos eran de lo más estrafalario que
imaginarse puede. Como entraran doña Silvia y Rufinita, de visita, doña
Lupe se fue con ellas a la sala, y los esposos se quedaron solos. Maxi
se levantó, y estiró todo el cuerpo, elevando los brazos. Los huesos
crujieron, hizo diferentes contorsiones que parecían un trabajo de
gimnasia, y luego volvió a sentarse, abrazando a su mujer y quedándose
ante ella (pues estaba sentado en una banqueta junto al sofá) en actitud
semejante a la que toman los amantes de teatro cuando van a decirse algo
muy bonito en décimas o quintillas.
--iv--
«Vida mía--le dijo en el tono más dulce del mundo--, gracias mil
por el consuelo que me has dado con tus palabras».
Fortunata no sabía qué palabras eran aquellas que le habían consolado;
pero lo mismo daba. Hizo un signo afirmativo, y adelante.
«Porque estando tú conforme conmigo, no deseo más. Mis aspiraciones
están cumplidas. ¡Viva el gran principio de la liberación por el
desprendimiento, por la anulación!...».
--¡Vivaaa...!--Así lo dirán las multitudes, cuando esta doctrina se
propague; pero esto no nos toca a nosotros, sino al que vendrá después.
Cumplamos tú y yo la ley de morir cuando nos creamos llegados al punto
de caramelo de la pureza. Matemos a la bestia cuando de ella esté
completamente desligada su prisionera, la sustancia espiritual, como del
erizo se desprende la castaña bien madura.
--Nada, hijo, que la mataremos.--Me gusta verte así. ¿Hay nada más
hermoso que la muerte? ¡Morir, acabar de penar, desprenderse de todas
estas miserias, de tantos dolores y de toda la inmundicia terrenal! ¿Hay
nada que pueda compararse a este bien supremo?... ¿Concibe el alma nada
más sublime?
--¿Y después?--dijo Fortunata, que aun sabiendo con quién hablaba, oía
con mucho gusto aquella manera de considerar la muerte.
--¡Oh!, después, sentirse uno absolutamente puro, perteneciente a la
sustancia divina; reconocerse uno parte de ella, y todito con aquel gran
todo... ¡Qué dicha tan grande!
--¡No padecer...!--murmuró la prójima inclinando su cabeza sobre el
pecho de él--. ¡No temer si le hacen a uno esta o la otra perrería...!,
no verse en agonías nunca y gozar, gozar, gozar...
Su mente se dejó ir en alas de aquella sublime idea, perdiéndose en los
espacios invisibles y sin confines.
«¡Sentir luego la irradiación del bien en sí, y contemplarse uno en
aquel todo etéreo y sustancial, infinitamente perfecto y sano, hermoso,
transparente y placentero...!».
Esto era ya un poco metafísico, y Fortunata no lo comprendía bien. Lo
accesible para ella era la idea primera: morirse, desprenderse de las
lacerias de este mundo, y sentirse luego persona idéntica a la persona
viva, gozando todo lo que hay que gozar y amando y siendo amada con
arrobamientos que no se acaban nunca.
«Querida mía--le dijo Maxi moviendo mucho la cabeza y los músculos de la
cara, señal de una fuerte excitación nerviosa--; los dos moriremos
después que hayamos cumplido nuestra misión. Y para que te penetres bien
de la tuya, te voy a decir lo que he sabido por revelación celestial».
Fortunata se preparó a oír el gran disparate que su marido anunciaba, y
puso una carita muy gravemente atenta.
«Pues yo sé una cosa que tú no sabes, aunque quizás lo presientes, y que
seguramente sabrás muy pronto. Quizás hayas empezado a notar algún
síntoma; pero aún tu espíritu no tendrá más presentimientos de este
gran suceso».
La miraba de tal modo, que ella empezó a asustarse. ¿Qué sería, Dios,
qué sería? Maxi estuvo un rato en silencio, clavados en ella sus ojos
como saetas, y por fin le dijo estas palabras que la hicieron
estremecer: «Tú estás en cinta».
Quedose un rato la infeliz mujer como petrificada. Trataba de tomarlo a
broma, trataba de negarlo; pero para ninguna de estas determinaciones
tenía valor. Terror inmenso llenaba su alma al ver que Maxi decía lo que
decía con expresión de la más grande seguridad. Pero lo último que a
Fortunata le quedaba que oír fue esto, dicho con exaltación de
iluminado, y con atroz recrudecimiento de las sacudidas nerviosas de la
cabeza: «Ha sido una revelación. El espíritu que me instruye me ha
traído anoche esta idea... Misterio bonitísimo, ¿verdad? Tú estás
embarazada... Y tú lo presumes; mejor dicho, lo sabes, te lo estoy
conociendo en la cara; lo ocultas porque ignoras que esto no ha de
arrojar ninguna deshonra sobre ti. El hijo que llevas en tus entrañas es
el hijo del Pensamiento Puro, que ha querido encarnarse para traer al
mundo su salvación. Fuiste escogida para este prodigio, porque has
padecido mucho, porque has amado mucho, porque has pecado mucho.
Padecer, amar y pecar... ve ahí los tres infinitivos del verbo de la
existencia. Nacerá de ti el verdadero Mesías. Nosotros somos nada más
que precursores, ¿te vas enterando?, nada más que precursores, y cuanto
des a luz, tú y yo habremos cumplido nuestra misión, y nos liberaremos
matando nuestras bestias».
Del salto se puso Fortunata al otro extremo de la habitación. Habíale
entrado tal pánico, que por poco sale al pasillo pidiendo socorro. Maxi
tenía la cara descompuesta y transfigurada, y sus ojos parecían carbones
encendidos. Ni siquiera reparó que su mujer se había alejado de él, y
continuó hablando como si aún la tuviera al lado. La infeliz, turbada y
muerta de miedo, se acurrucó en el rincón opuesto, y cruzadas las manos,
miraba al desgraciado demente, diciendo para sí: «¿En qué lo habrá
conocido?... Dios, ¡qué hombre! ¿Será farsa todo esto de la locura?
¿Será que se finge así para poder matarme, sin que la justicia le
persiga...? ¡Pero cómo habrá descubierto...! ¡Si no lo he dicho a nadie!
¡Si no se me conoce nada todavía...! ¡Ah!, lo que este hombre tiene es
mucha picardía. Eso de la revelación lo dice para engañar a la gente...
Sin duda se lo figura, se lo teme, o me lo ha conocido no sé en qué...
¿Lo habré dicho yo en sueños?... Aunque no; podrá haberlo adivinado por
su propia locura. ¿No dicen que las grandes verdades las saben los niños
y los locos...? ¡Ay, qué miedo me ha entrado! Dios mío, líbrame de esta
tribulación. Este hombre me quiere matar y hace todas estas comedias
para vengarse en mí y asesinarme a lo bóbilis bóbilis...».
El iluminado fue hacia su mujer, cogiéndola por un brazo. Tal temor
sentía ella, que hasta se encontró con fuerzas inferiores a las de su
marido, que era tan débil. «Moñuca mía--le dijo apretándole el brazo con
nerviosa energía, y mirándola con una expresión en que la desdichada
veía confundidos al amante y al asesino--. Nos liberaremos, por medio de
una sangría suelta, desde que hayas cumplido tu misión. ¿Cuándo será?
Allá por Febrero o Marzo».
--Debe ser por Marzo--pensó Fortunata--; pero para ti estaba... Ya me
pondré yo en salvo. Mátate tú, si quieres, que yo tengo que vivir para
criarlo, ¡y voy a ser tan feliz con él...! Va a ser el consuelo de mi
vida. Para eso lo tengo, y para eso me lo ha dado Dios... ¿Ves cómo me
salí con mi idea?... Mi hijo es una nueva vida para mí. Y entonces no
habrá quien me tosa... ¡Oh!, si no lo sintiera aquí dentro, yo y tú
seríamos iguales, tan loco el uno como el otro, y entonces sí que
debíamos matarnos.
Oíase el run run de las despedidas de doña Silvia y Rufinita en el
pasillo. A poco entró la de Jáuregui, y viéndola su sobrino, se volvió
al sofá, dejando a su mujer en pie en medio del cuarto.
«¿Qué tal?--dijo doña Lupe--. ¿Hay sueño? Son las once».
--Ha venido usted a turbar nuestra felicidad--replicó Maxi sentado, y
moviendo las piernas en el aire--. Mi elegida y yo deseamos estar solos,
enteramente solos. Los misterios inefables que a ella y a mí...
--¿Pero qué volteretas son esas que das? (no sabiendo si reír o ponerse
seria). Pareces un saltimbanquis.
--Que a ella y a mí se nos han revelado... los misterios inefables,
digo... nos llevan a un éxtasis delicioso, de que no pueden participar
las personas vulgares.
--¡Llamarme a mí persona vulgar!...
--La vulgaridad consiste en estar muy apegada a los bienes terrenos...
es decir, en hacerle mimos a la bestia.
--¿Pero qué?, ¿también vas a dar vueltas de carnero?--dijo asustada doña
Lupe, viéndole apoyar las manos en el sofá y doblar luego la cabeza
hasta tocar con ella la gutapercha.
--Lo que yo dé, a usted no le importa, mujer de poca fe... La noche está
fría y necesito que las extremidades entren en calor. Dentro del cráneo
me han encendido un hornillo.
--¿Ve usted... ve usted...?--indicó Fortunata, no recatándose de decirlo
en alta voz--. El efecto de esas condenadas píldoras. Creo que no deben
dársele más. Ya ve usted cómo se pone: se le trastorna más el cerebro y
adivina los secretos.
--¿Cómo que adivina los secretos...? Pero, niño, ¿qué haces?
Rubín se sentaba y se levantaba, dando botes en el asiento, como un
jinete que monta a la inglesa.
«Allá por Marzo será el gran suceso, la admiración del mundo--gruñía el
infeliz, dando vueltas sobre sí mismo--. Lo anunciará una estrella que
ha de aparecer por Occidente, y los Cielos y la tierra resonarán con
himnos de alegría».
--¿Pero qué estás diciendo? Vamos, hijo de mi alma, estate tranquilo.
--Lo que yo quisiera saber ahora es dónde está mi sombrero--dijo él,
mirando debajo de la mesa y del sofá.
--¿Y para qué quieres el sombrero?
--Quiero salir, tengo que ir a la calle. Pero lo mismo da salir con la
cabeza descubierta. Hace un calor horrible.
--Sí, vámonos al Retiro. Fortunata, coge la vela; y tú por delante.
Y agarrándose al brazo del joven sin ventura, le llevaron a la alcoba.
Del salto se plantó Maxi en la cama, quedándose un instante con los
brazos y las piernas en alto. Después dejaba caer pesadamente las
extremidades para volver a levantarlas.
«¡Bonita noche nos va a hacer pasar!» exclamó doña Lupe cruzando las
manos. Fortunata, desalentada y meditabunda, se dejó caer en el sofá.
«¿A que no me aciertan ustedes en dónde estoy?--dijo el pobre demente--.
Me he caído del Cielo sobre un tejado. ¿Qué hace mi mujer ahí que no
viene en mi socorro?».
--Pues sí señor, ¡bonita noche!--repetía doña Lupe, echando un suspiro
por cada palabra.
Intentaron acostarle. Pero no fue posible. Se les escapaba de las manos,
con viveza de niño, que a veces parecía agilidad de mono. Su risa
causaba espanto a las dos señoras, y últimamente no se le entendía una
palabra de las muchas que de su boca soltaba atropelladamente,
pronunciándolas de un modo primitivo, como los chiquillos que empiezan a
hablar. Por fin el desgaste nervioso hubo de rendirle, y se quedó quieto
en el sofá, con una pierna sobre la mesa, la otra en una silla, la
cabeza debajo de un cojín, y los brazos extendidos en cruz. Una mano
daba contra el suelo, y tenía la otra metida debajo del cuerpo, dando al
brazo una vuelta que parecía inverosímil. No quisieron ellas variarle la
difícil postura, temiendo que si le tocaban, se alborotaría de nuevo y
les daría otra jaqueca. Doña Lupe dormitaba, sentada en una silla junto
a la cama del matrimonio; pero Fortunata no pegó los ojos en toda la
noche.
Ya amanecía cuando le acostaron. Apenas daba acuerdo de sí, y gemía, al
moverse, como si tuviera molido a palos su ruin y desdichado cuerpo.
--v--
Creo que fue el día de la Concepción cuando Rubín salió de su
cuarto con un cuchillo en la mano detrás de Papitos, diciendo que la
había de matar. El susto de la tía y de Fortunata fue muy grande, y les
costó trabajo quitarle el arma homicida, que era un cuchillo de la mesa,
con el cual no era fácil quitar la vida a nadie. Pero el paso fue
terrible, y los chillidos de Papitos se oyeron en toda la vecindad.
Salió despavorida del cuarto del señorito, y él detrás, frío y resuelto,
como si fuera a hacer la cosa más natural del mundo. La mona se refugió
entre las faldas de su ama, gritando: «¡Que me mata, que me quiere
matar!» y Fortunata corrió a sujetarle, lo que no hubiera conseguido a
pesar de su superioridad muscular, sin la ayuda de doña Lupe. La
resistencia de él era puramente espasmódica, y mientras se defendía de
los cuatro brazos que querían contenerle y arrancarle el cuchillo, decía
con voz ronca: «Le siego el pescuezo y la...». Después se supo que
Papitos tenía la culpa, porque le había irritado, contradiciéndole
estúpidamente. Doña Lupe lo sospechó así, y mientras Fortunata se le
llevaba otra vez a su cuarto, procurando calmarle, la señora cogió a la
chiquilla por su cuenta, y con la persuasión de tres o cuatro pellizcos,
hízole confesar que ella era culpable de lo ocurrido. «Mire,
señora--replicaba ella bebiéndose las lágrimas--; él fue quien empezó,
porque yo no chisté. Estaba recogiendo el servicio, y él saltó contra
mí, diciéndome que para arriba y que para abajo... Yo no lo entendía y
me eché a reír... Pero _dimpués_ salió con unos disparates muy gordos.
¿Sabe, señora, lo que dijo? Que la señorita Fortunata iba a tener un
niño, y qué sé yo qué más. No pude _por menos_ de soltar la carcajada, y
entonces fue cuando _garró_ el cuchillo y salió tras de mí. Si no doy un
_blinco_, me divide».
--Bueno; vete a la cocina, y aprende para otra vez. A todo lo que él
diga, por disparatado que sea, dices tú _amén_, y siempre _amén_.
Aquel hecho era quizás síntoma de un nuevo aspecto de locura, y las dos
señoras no cabían ya en su pellejo, de temor y zozobra. No pasaron ocho
--Calumnia no--dijo la de Fenelón, atendiendo más a su corte--. Podrá
ser equivocación.
¿Quién demonios sabe lo que pasa en el interior de la _mona_? Que el
difunto Moreno andaba loco por ella, no tiene duda. Falta saber, _por
ejemplo_, si ella le correspondía o no.
--Tú me dijiste que sí, y que tenían citas...
--Sí; pero te lo dije como una suposición nada más--replicó la astuta
mujer con cierto despego, como si deseara mudar de conversación--. Tú te
precipitaste al llevarle ese cuento. Se habrá volado. Hay que tener
tacto, amiga mía, y no herir el amor propio de los hombres. Ya debías
suponer que le sabría mal.
--¿Y tú qué crees?, hablando ahora como si estuviéramos delante de un
confesor. ¿Tú qué crees?, ¿es, como quien dice, ángel o qué?
Aurora dejó las tijeras, y se clavó en el pecho la aguja enhebrada.
Después de calcular su respuesta, la soltó en esta forma:
«Pues hablando con verdad, y sin asegurar nada terminantemente, te diré
que la tengo por virtuosa. Si mi primo hubiera vivido, no sé a dónde
habrían llegado las cosas. Él hacía el trovador de la manera más
infantil del mundo. ¡Quién lo diría...!, ¡un hombre tan corrido!...
Ella... no sé... creo que se reía de él... Y bien merecido le estaba,
por pillo. Quizás le miraba con alguna simpatía... pero lo que es citas,
amiga mía, me parece que no las hubo, digo, me parece; y si algo de esto
dije, fue como un _tal vez_, y me vuelvo atrás».
Tornó a su faena dejando a la otra en la mayor confusión.
«Y en último resultado--le dijo después--, ¿a ti qué más te da que sea
honrada o deje de serlo? Lo que te importa es que él te quiera a ti más
que a ella».
--¡Oh!, no...--exclamó Fortunata con toda su alma--, es que si no fuera
honrada esa mujer, a mí me parecería que no hay honradez en el mundo y
que cada cual puede hacer lo que le da la gana... Paréceme que se rompe
todo lo que la ata a una; no sé si me explico; y que ya lo mismo da
blanco que negro. Créetelo; esa duda no se me va de la cabeza a ninguna
hora; siempre estoy pensando en lo mismo, y tan pronto me alegro de que
sea mala como de que no lo sea. ¡Ah!, no sabes tú lo que yo cavilo al
cabo del día. Las cosas que me pasan a mí no tienen nombre.
--Pues para que te tranquilices de una vez--dijo la otra sin mirarla--.
Tenla por honrada, y cuando hables de esto con _él_, hazle entender que
lo crees así, y no aspires a que _él_ te dé su respeto; conténtate con
el amor.
--Quítate de ahí, mujer--saltó Fortunata muy nerviosa--. Si esto se
acaba... ¡Si me está faltando ese perro! Si en quince días no le he
visto más que dos veces. Siempre llega tarde, y como de mala gana. ¡Oh!,
yo le conozco bien las mañas: me le sé de memoria. Nada, que quiere
echarme al agua otra vez, lo veo, lo estoy viendo. Hoy se lo dije
claro, y no me contestó nada.
--Entonces tenemos a _la mona del Cielo_ de enhorabuena.
--¡Ah!, no... Me parece que ahora la veleta marca para otro lado. Me
está faltando con alguna que ni su mujer ni yo conocemos. Más claro, a
las dos nos está dando el plantón _hache_, y yo estoy que no sé lo que
me pasa, más muerta que viva... llena de rabia, llena de celos. No he de
parar hasta cogerle, y de veras te digo que si le cojo, y si cojo a la
otra, me pierdo. Yo vengaré a _la mona del Cielo_, y me vengaré a mí. No
quisiera morirme sin este gusto.
--Dime una cosa... ¿Te has fijado en determinada mujer?--le preguntó su
amiga mirándola de hito en hito.
--No sé; esta noche se me ocurrió si será Sofía la Ferrolana, o la Peri,
o Antonia, esa que estaba con Villalonga.
--Es natural, piensas en las que conoces. ¿Qué me das, querida mía, si
te lo averiguo? Al decir esto, Aurora abandonó todo trabajo y se puso
delante de su amiga en la actitud más complaciente.
«¿Que qué te doy? Lo que tú quieras. Todo lo que tengo... Te lo
agradeceré eternamente».
--Bueno; pues déjame a mí, que como yo coja el cabo del hilo, hemos de
llegar a la otra punta. Verás por qué lo digo; en mi taller hay una
chiquilla, muy graciosa por cierto, que me parece, me parece...
--¡En tu taller...!--Sí; pero no te precipites... No es ella tal vez...
Quiero decir, que por ella he de coger el cabo del hilo, y verás... iré
tirando, tirando hasta dar con lo que queremos saber. Tú confíate en mí,
y no hagas nada por tu parte. Prométeme que no te has de meter en nada.
Sin esa condición, no cuentes conmigo.
--Pues bien, yo te lo prometo. Pero me has de decir todo lo que vayas
averiguando. Te digo que si la cojo... No me importa ir al Modelo; te
juro que no me importa. Si ya me parece que la tengo entre mis uñas...
Doña Casta entró, abriendo la puerta con su llavín. Era tarde, y
Fortunata tuvo que retirarse. Aurora se quedó trabajando un momento más,
y decía para sí: «Estas tontas son terribles, cuando les entra la rabia.
Pero ya se aplacará. Pues no faltaría más... Estaría bueno...».
--iii--
Una tarde, doña Lupe vio entrar a su sobrina tan desolada, que no
pudo menos de írsele encima, llena de irascibilidad, no pudiendo sufrir
ya que no le confiase sus penas, cualquiera que fuese la causa de ellas.
«¿Te parece que estas son horas de venir? Y haz el favor, para otra
vez, de dejarte en la calle tus agonías y no ponérteme delante con esa
cara de viernes, pues bastantes espectáculos tristes tenemos en casa».
Fortunata tenía su interior tan tempestuoso que no pudo contenerse, y
estalló con esa ira pueril que ocasiona las reyertas de mujeres en las
casas de vecindad. «Señora, déjeme usted en paz, que yo no me meto con
usted, ni me importa la cara que usted tenga o deje de tener. Pues
estamos bien... Que no pueda una ni siquiera estar triste, porque a la
señora esta le incomodan las caras afligidas... Me pondré a bailar, si
le parece».
No estaba acostumbrada doña Lupe a contestaciones de este temple, y al
pronto se desconcertó. Por fin hubo de salir por este registro: «Eso de
que me ocupe o no me ocupe, no eres tú quien lo ha de decidir. ¿Pues
qué? ¿Han tocado ya a emanciparse? Estás fresca. ¿Crees que se te va a
tolerar ese cantonalismo en que vives? ¡Me gustan los humos de la loca
esta!... Ya te arreglaré, ya te arreglaré yo».
Estaba la otra tan violenta y tenía los nervios tan tirantes, que al
apartar una silla la tiró al suelo, y al poner su manguito sobre la
cómoda, dio contra un vaso de agua que en ella había.
«Eso es, rómpeme la sillita... Mira cómo has derramado el agua».
--Mejor.--¿Sí?... Ya te mejoraré yo, ya te arreglaré.
--Usted, señora, se arreglará sus narices, que a mí no me arregla
nadie...
«No quiero incomodarme, no quiero alzar tampoco la voz--dijo doña Lupe
levantándose de su asiento--, porque no se entere ese desventurado».
Salió un momento con objeto de cerrar puertas para que no se oyera la
gresca, y a poco volvió al gabinete, diciendo: «Se ha quedado dormido.
Si te parece, haz bulla para que no descanse el pobrecito. Te estás
portando... ¡Silencio!».
--Si es usted la que chilla... Yo bien callada entré. Pero se empeña en
buscarme el genio.
--Mete ruido, mete ruido. Ni siquiera has de dejar dormir al pobre
chico.
--Por mi parte, que duerma todo lo que quiera.
--Y lo que más me subleva es tu terquedad--dijo doña Lupe bajando la
voz--, y ese empeño de gobernarte sola, sí, esa independencia
estúpida... Tú te lo guisas y tú te lo comes. Así te sabe a demonios.
Bien empleado te está todo lo que te pasa, muy bien empleado.
Tanta turbación había en el alma de la esposa de Rubín, que la ira
estaba en ella como prendida con alfileres, y el menor accidente, una
nada, determinaba la transición de la rabia al dolor, y de la energía
convulsiva a la pasividad más desconsoladora. Algo se derrumbaba dentro
de ella, y perdiendo toda entereza, rompió a llorar como un niño a quien
le descubren una travesura gorda. Doña Lupe se vanaglorió mucho de aquel
cambio de tono, que consideraba obra de sus facultades persuasivas.
Fortunata se dejó caer en una silla, y más de un cuarto de hora estuvo
sin articular palabra, oprimiendo el pañuelo contra su cara.
«Pues sí, tía... es verdad que debiera yo... contarle a usted... No lo
hice porque me parecía impropio. ¡Qué barbaridad! Traer a esta casa
cuentos de... Soy una miserable; yo no debo estar aquí... Hasta llorar
aquí por lo que lloro es una canallada. Pero no lo puedo remediar. El
alma se me deshace. Yo tengo que decirle a alguien que me muero de pena,
que no puedo vivir. Si no lo digo, reviento... Usted crea lo que
quiera... pero soy muy desgraciada. Yo sé que me lo merezco, que soy
mala, mala de encargo... pero soy muy desgraciada».
--Ahí tienes--le dijo doña Lupe moviendo la mano derecha, con dos dedos
de ella muy tiesos, en ademán enteramente episcopal--; ahí tienes lo que
pasa por no hacer lo que yo te digo... Si hubieras seguido los consejos
que te di este verano, no te verías como te ves.
La otra estaba tan sofocada, que su tía tuvo que traerle un vaso de
agua.
--Serénate--le decía--, que ahora no te he de reñir, aunque bien lo
mereces. No, no necesitas explicarme lo que te pasa; justo castigo de
Dios. ¿Crees que no tengo yo pesquis? Me basta verte la cara. Ello tenía
que suceder, porque los malos pasos conducen siempre a malos fines... El
resultado es que sale todo lo que yo digo. El pecado trae la penitencia.
Otra vez te da carpetazo ese hombre, ¿acerté?
--Sí, sí... ¡Pero qué infame!...
--Anda, que los dos estáis buenos. Tal para cual. Las relaciones
criminales siempre acaban así. Uno se encarga de castigar al otro, y el
que castiga ya encontrará también su trancazo en alguna parte. Pues
estás lucida... Tras de cornuda, aporreada, y después sacada a bailar.
--¡Pero qué infame!--volvió a decir Fortunata, mirando a su tía con los
ojos llenos de lágrimas--. ¿Pues no ha tenido el atrevimiento de
decirme, entre bromas y veras, que yo estaba enredada con Ballester?
Pretextos, _tiologías_ y nada más. De seguro que no lo cree.
--Aguanta, que todo te lo tienes bien merecido. Ni vengas a que yo te
consuele... Acudiendo con tiempo, no digo que no. Abres ahora los ojos y
te encuentras horriblemente sola, sin familia, sin marido, sin mí.
Fortunata, con un pánico semejante al de quien se está ahogando,
agarrose a la falda de doña Lupe, y vuelta a soltar un raudal de
lágrimas.
«No, no, no... yo no quiero estar sola, triste de mí. Dígame usted algo,
siquiera que tenga paciencia, siquiera que me porte ahora bien... Sí, me
portaré bien; ahora sí, ahora sí».
--Ahora sí. Vaya, hija, no madrugues tanto. Tú no te acuerdas de Santa
Bárbara sino cuando truena. ¿Qué sacaría yo de consolarte ahora y
corregirte, si el mejor día volvías a las andadas?
--Ahora no... ahora no...--Quien no te conoce que te compre... Al
extremo a que han llegado las cosas, me parece que no debo intervenir
ya, ni tomar vela en ese entierro. Sería hasta indecoroso para mí.
Resultaría... así como cierta complicidad en tus crímenes. No, hija, has
acudido tarde... ¡Te he estado metiendo la indulgencia por los ojos, sin
que tú la quisieras ver, y ahora que te ahogas, vienes a mí...! ¡Ay!, no
puedo, no puedo.
Y sin decir más, se fue a la cocina, pensando que toda severidad era
poco contra aquella mujer, y que convenía aterrorizarla, a ver si se
sometía al fin de una manera absoluta.
Pronto se hizo de noche. Los días menguaban, entristeciendo el ánimo de
los que ya, por otros motivos, estaban tristes. A las seis y media la
casa estaba a oscuras, y doña Lupe retardaba el encender luces todo lo
posible. Fortunata, en el cuarto de su marido, y casi a tientas, llegó
al sofá donde él estaba echado, y le preguntó si tenía ganas de comer,
sin obtener respuesta. Oía los suspiros que daba el infeliz, y en una de
aquellas aproximaciones, Maxi cogiéndole las manos, se las apretó con
afecto. Algo había en el alma de Fortunata que respondía a tal
demostración de ternura. Sentía hacia él cariño semejante al que inspira
un niño enfermo, efusión de lástima que protege y que no pide nada.
Doña Lupe trajo luz, y mirando a los esposos con sus ojos encandilados
por el vivo resplandor de la llama de petróleo, dijo, sin duda por
animar a Maxi con una broma: «¿Ya estáis haciendo los tortolitos?... Más
cuenta te tiene comer. ¿Quieres que esta coma aquí contigo?».
--Sí, sí, yo comeré aquí--dijo la esposa prontamente--. Y él comerá
también, ¿verdad, hijo? ¿Verdad que comerás con tu mujer? Ella te
cortará los pedacitos de carne y te los irá dando.
--Pues yo os mandaré la comida--indicó doña Lupe, poniendo la pantalla
al quinqué y acortando la llama--. Tengo hoy un arroz con menudillos que
es lo que hay que comer.
En el rato que estuvieron solos, antes de que entrara Papitos con el
servicio y la sopa, Maxi endilgó a su mujer algunas frases enteramente
ceñidas al endiablado asunto que constituía su demencia. Fortunata le
apoyó en todo, mostrándose muy penetrada de la urgencia de establecer,
como realidad social, el principio de solidaridad de la sustancia
divina. A todo decía que sí, y mientras comían, notó que el enfermo se
animaba extraordinariamente, llegando hasta mostrarse alegre, locuaz y
poniendo un singular calor en sus proyectos de apostolado. En un momento
que salió afuera, preguntole Fortunata a su tía: «¿Y le dio usted al fin
esas píldoras?».
«Sí por cierto. Esta mañana en ayunas se tomó una, y a las cuatro le di
otra. ¿No lo dispuso así Ballester...?».
--Sí... Vea usted por qué está tan avispado. ¡Vaya con el cáñamo ese!
Pero los disparates son los mismos; sólo que ahora no ve las cosas de un
modo tan negro sino que las toma por lo risueño.
Volvió al lado de él, y le fue dando los menudillos con el tenedor, y él
se los comía con gana, sin cesar de hablar y aun de reír. Su risa
plácida no parecía la de un demente.
Fortunata sentía leve consuelo en su alma, y se decía: «¡Si Dios
quisiera que se pusiera bueno...! Pero cómo va Dios a hacer nada que yo
le pida... ¡Si soy lo más malo que Él ha echado al mundo! Para mí esta
casa se tiene que acabar. ¿A dónde me retiraré? ¿Qué será de mí? Pero a
donde quiera que vaya, me gustará saber de este pobrecito, el único que
me ha querido de verdad, el que me ha perdonado dos veces y me
perdonaría la tercera... y la cuarta... Yo creo que me perdonaría
también la quinta, si no tuviera esa cabeza como un campanario. Y esto
es por culpa mía. ¡Ay, Cristo, qué remordimiento tan grande! Iré con
este peso a todas partes, y no podré ni respirar».
Después de comer, estaba él animadísimo, cual no lo había estado en
mucho tiempo, pero sus conceptos eran de lo más estrafalario que
imaginarse puede. Como entraran doña Silvia y Rufinita, de visita, doña
Lupe se fue con ellas a la sala, y los esposos se quedaron solos. Maxi
se levantó, y estiró todo el cuerpo, elevando los brazos. Los huesos
crujieron, hizo diferentes contorsiones que parecían un trabajo de
gimnasia, y luego volvió a sentarse, abrazando a su mujer y quedándose
ante ella (pues estaba sentado en una banqueta junto al sofá) en actitud
semejante a la que toman los amantes de teatro cuando van a decirse algo
muy bonito en décimas o quintillas.
--iv--
«Vida mía--le dijo en el tono más dulce del mundo--, gracias mil
por el consuelo que me has dado con tus palabras».
Fortunata no sabía qué palabras eran aquellas que le habían consolado;
pero lo mismo daba. Hizo un signo afirmativo, y adelante.
«Porque estando tú conforme conmigo, no deseo más. Mis aspiraciones
están cumplidas. ¡Viva el gran principio de la liberación por el
desprendimiento, por la anulación!...».
--¡Vivaaa...!--Así lo dirán las multitudes, cuando esta doctrina se
propague; pero esto no nos toca a nosotros, sino al que vendrá después.
Cumplamos tú y yo la ley de morir cuando nos creamos llegados al punto
de caramelo de la pureza. Matemos a la bestia cuando de ella esté
completamente desligada su prisionera, la sustancia espiritual, como del
erizo se desprende la castaña bien madura.
--Nada, hijo, que la mataremos.--Me gusta verte así. ¿Hay nada más
hermoso que la muerte? ¡Morir, acabar de penar, desprenderse de todas
estas miserias, de tantos dolores y de toda la inmundicia terrenal! ¿Hay
nada que pueda compararse a este bien supremo?... ¿Concibe el alma nada
más sublime?
--¿Y después?--dijo Fortunata, que aun sabiendo con quién hablaba, oía
con mucho gusto aquella manera de considerar la muerte.
--¡Oh!, después, sentirse uno absolutamente puro, perteneciente a la
sustancia divina; reconocerse uno parte de ella, y todito con aquel gran
todo... ¡Qué dicha tan grande!
--¡No padecer...!--murmuró la prójima inclinando su cabeza sobre el
pecho de él--. ¡No temer si le hacen a uno esta o la otra perrería...!,
no verse en agonías nunca y gozar, gozar, gozar...
Su mente se dejó ir en alas de aquella sublime idea, perdiéndose en los
espacios invisibles y sin confines.
«¡Sentir luego la irradiación del bien en sí, y contemplarse uno en
aquel todo etéreo y sustancial, infinitamente perfecto y sano, hermoso,
transparente y placentero...!».
Esto era ya un poco metafísico, y Fortunata no lo comprendía bien. Lo
accesible para ella era la idea primera: morirse, desprenderse de las
lacerias de este mundo, y sentirse luego persona idéntica a la persona
viva, gozando todo lo que hay que gozar y amando y siendo amada con
arrobamientos que no se acaban nunca.
«Querida mía--le dijo Maxi moviendo mucho la cabeza y los músculos de la
cara, señal de una fuerte excitación nerviosa--; los dos moriremos
después que hayamos cumplido nuestra misión. Y para que te penetres bien
de la tuya, te voy a decir lo que he sabido por revelación celestial».
Fortunata se preparó a oír el gran disparate que su marido anunciaba, y
puso una carita muy gravemente atenta.
«Pues yo sé una cosa que tú no sabes, aunque quizás lo presientes, y que
seguramente sabrás muy pronto. Quizás hayas empezado a notar algún
síntoma; pero aún tu espíritu no tendrá más presentimientos de este
gran suceso».
La miraba de tal modo, que ella empezó a asustarse. ¿Qué sería, Dios,
qué sería? Maxi estuvo un rato en silencio, clavados en ella sus ojos
como saetas, y por fin le dijo estas palabras que la hicieron
estremecer: «Tú estás en cinta».
Quedose un rato la infeliz mujer como petrificada. Trataba de tomarlo a
broma, trataba de negarlo; pero para ninguna de estas determinaciones
tenía valor. Terror inmenso llenaba su alma al ver que Maxi decía lo que
decía con expresión de la más grande seguridad. Pero lo último que a
Fortunata le quedaba que oír fue esto, dicho con exaltación de
iluminado, y con atroz recrudecimiento de las sacudidas nerviosas de la
cabeza: «Ha sido una revelación. El espíritu que me instruye me ha
traído anoche esta idea... Misterio bonitísimo, ¿verdad? Tú estás
embarazada... Y tú lo presumes; mejor dicho, lo sabes, te lo estoy
conociendo en la cara; lo ocultas porque ignoras que esto no ha de
arrojar ninguna deshonra sobre ti. El hijo que llevas en tus entrañas es
el hijo del Pensamiento Puro, que ha querido encarnarse para traer al
mundo su salvación. Fuiste escogida para este prodigio, porque has
padecido mucho, porque has amado mucho, porque has pecado mucho.
Padecer, amar y pecar... ve ahí los tres infinitivos del verbo de la
existencia. Nacerá de ti el verdadero Mesías. Nosotros somos nada más
que precursores, ¿te vas enterando?, nada más que precursores, y cuanto
des a luz, tú y yo habremos cumplido nuestra misión, y nos liberaremos
matando nuestras bestias».
Del salto se puso Fortunata al otro extremo de la habitación. Habíale
entrado tal pánico, que por poco sale al pasillo pidiendo socorro. Maxi
tenía la cara descompuesta y transfigurada, y sus ojos parecían carbones
encendidos. Ni siquiera reparó que su mujer se había alejado de él, y
continuó hablando como si aún la tuviera al lado. La infeliz, turbada y
muerta de miedo, se acurrucó en el rincón opuesto, y cruzadas las manos,
miraba al desgraciado demente, diciendo para sí: «¿En qué lo habrá
conocido?... Dios, ¡qué hombre! ¿Será farsa todo esto de la locura?
¿Será que se finge así para poder matarme, sin que la justicia le
persiga...? ¡Pero cómo habrá descubierto...! ¡Si no lo he dicho a nadie!
¡Si no se me conoce nada todavía...! ¡Ah!, lo que este hombre tiene es
mucha picardía. Eso de la revelación lo dice para engañar a la gente...
Sin duda se lo figura, se lo teme, o me lo ha conocido no sé en qué...
¿Lo habré dicho yo en sueños?... Aunque no; podrá haberlo adivinado por
su propia locura. ¿No dicen que las grandes verdades las saben los niños
y los locos...? ¡Ay, qué miedo me ha entrado! Dios mío, líbrame de esta
tribulación. Este hombre me quiere matar y hace todas estas comedias
para vengarse en mí y asesinarme a lo bóbilis bóbilis...».
El iluminado fue hacia su mujer, cogiéndola por un brazo. Tal temor
sentía ella, que hasta se encontró con fuerzas inferiores a las de su
marido, que era tan débil. «Moñuca mía--le dijo apretándole el brazo con
nerviosa energía, y mirándola con una expresión en que la desdichada
veía confundidos al amante y al asesino--. Nos liberaremos, por medio de
una sangría suelta, desde que hayas cumplido tu misión. ¿Cuándo será?
Allá por Febrero o Marzo».
--Debe ser por Marzo--pensó Fortunata--; pero para ti estaba... Ya me
pondré yo en salvo. Mátate tú, si quieres, que yo tengo que vivir para
criarlo, ¡y voy a ser tan feliz con él...! Va a ser el consuelo de mi
vida. Para eso lo tengo, y para eso me lo ha dado Dios... ¿Ves cómo me
salí con mi idea?... Mi hijo es una nueva vida para mí. Y entonces no
habrá quien me tosa... ¡Oh!, si no lo sintiera aquí dentro, yo y tú
seríamos iguales, tan loco el uno como el otro, y entonces sí que
debíamos matarnos.
Oíase el run run de las despedidas de doña Silvia y Rufinita en el
pasillo. A poco entró la de Jáuregui, y viéndola su sobrino, se volvió
al sofá, dejando a su mujer en pie en medio del cuarto.
«¿Qué tal?--dijo doña Lupe--. ¿Hay sueño? Son las once».
--Ha venido usted a turbar nuestra felicidad--replicó Maxi sentado, y
moviendo las piernas en el aire--. Mi elegida y yo deseamos estar solos,
enteramente solos. Los misterios inefables que a ella y a mí...
--¿Pero qué volteretas son esas que das? (no sabiendo si reír o ponerse
seria). Pareces un saltimbanquis.
--Que a ella y a mí se nos han revelado... los misterios inefables,
digo... nos llevan a un éxtasis delicioso, de que no pueden participar
las personas vulgares.
--¡Llamarme a mí persona vulgar!...
--La vulgaridad consiste en estar muy apegada a los bienes terrenos...
es decir, en hacerle mimos a la bestia.
--¿Pero qué?, ¿también vas a dar vueltas de carnero?--dijo asustada doña
Lupe, viéndole apoyar las manos en el sofá y doblar luego la cabeza
hasta tocar con ella la gutapercha.
--Lo que yo dé, a usted no le importa, mujer de poca fe... La noche está
fría y necesito que las extremidades entren en calor. Dentro del cráneo
me han encendido un hornillo.
--¿Ve usted... ve usted...?--indicó Fortunata, no recatándose de decirlo
en alta voz--. El efecto de esas condenadas píldoras. Creo que no deben
dársele más. Ya ve usted cómo se pone: se le trastorna más el cerebro y
adivina los secretos.
--¿Cómo que adivina los secretos...? Pero, niño, ¿qué haces?
Rubín se sentaba y se levantaba, dando botes en el asiento, como un
jinete que monta a la inglesa.
«Allá por Marzo será el gran suceso, la admiración del mundo--gruñía el
infeliz, dando vueltas sobre sí mismo--. Lo anunciará una estrella que
ha de aparecer por Occidente, y los Cielos y la tierra resonarán con
himnos de alegría».
--¿Pero qué estás diciendo? Vamos, hijo de mi alma, estate tranquilo.
--Lo que yo quisiera saber ahora es dónde está mi sombrero--dijo él,
mirando debajo de la mesa y del sofá.
--¿Y para qué quieres el sombrero?
--Quiero salir, tengo que ir a la calle. Pero lo mismo da salir con la
cabeza descubierta. Hace un calor horrible.
--Sí, vámonos al Retiro. Fortunata, coge la vela; y tú por delante.
Y agarrándose al brazo del joven sin ventura, le llevaron a la alcoba.
Del salto se plantó Maxi en la cama, quedándose un instante con los
brazos y las piernas en alto. Después dejaba caer pesadamente las
extremidades para volver a levantarlas.
«¡Bonita noche nos va a hacer pasar!» exclamó doña Lupe cruzando las
manos. Fortunata, desalentada y meditabunda, se dejó caer en el sofá.
«¿A que no me aciertan ustedes en dónde estoy?--dijo el pobre demente--.
Me he caído del Cielo sobre un tejado. ¿Qué hace mi mujer ahí que no
viene en mi socorro?».
--Pues sí señor, ¡bonita noche!--repetía doña Lupe, echando un suspiro
por cada palabra.
Intentaron acostarle. Pero no fue posible. Se les escapaba de las manos,
con viveza de niño, que a veces parecía agilidad de mono. Su risa
causaba espanto a las dos señoras, y últimamente no se le entendía una
palabra de las muchas que de su boca soltaba atropelladamente,
pronunciándolas de un modo primitivo, como los chiquillos que empiezan a
hablar. Por fin el desgaste nervioso hubo de rendirle, y se quedó quieto
en el sofá, con una pierna sobre la mesa, la otra en una silla, la
cabeza debajo de un cojín, y los brazos extendidos en cruz. Una mano
daba contra el suelo, y tenía la otra metida debajo del cuerpo, dando al
brazo una vuelta que parecía inverosímil. No quisieron ellas variarle la
difícil postura, temiendo que si le tocaban, se alborotaría de nuevo y
les daría otra jaqueca. Doña Lupe dormitaba, sentada en una silla junto
a la cama del matrimonio; pero Fortunata no pegó los ojos en toda la
noche.
Ya amanecía cuando le acostaron. Apenas daba acuerdo de sí, y gemía, al
moverse, como si tuviera molido a palos su ruin y desdichado cuerpo.
--v--
Creo que fue el día de la Concepción cuando Rubín salió de su
cuarto con un cuchillo en la mano detrás de Papitos, diciendo que la
había de matar. El susto de la tía y de Fortunata fue muy grande, y les
costó trabajo quitarle el arma homicida, que era un cuchillo de la mesa,
con el cual no era fácil quitar la vida a nadie. Pero el paso fue
terrible, y los chillidos de Papitos se oyeron en toda la vecindad.
Salió despavorida del cuarto del señorito, y él detrás, frío y resuelto,
como si fuera a hacer la cosa más natural del mundo. La mona se refugió
entre las faldas de su ama, gritando: «¡Que me mata, que me quiere
matar!» y Fortunata corrió a sujetarle, lo que no hubiera conseguido a
pesar de su superioridad muscular, sin la ayuda de doña Lupe. La
resistencia de él era puramente espasmódica, y mientras se defendía de
los cuatro brazos que querían contenerle y arrancarle el cuchillo, decía
con voz ronca: «Le siego el pescuezo y la...». Después se supo que
Papitos tenía la culpa, porque le había irritado, contradiciéndole
estúpidamente. Doña Lupe lo sospechó así, y mientras Fortunata se le
llevaba otra vez a su cuarto, procurando calmarle, la señora cogió a la
chiquilla por su cuenta, y con la persuasión de tres o cuatro pellizcos,
hízole confesar que ella era culpable de lo ocurrido. «Mire,
señora--replicaba ella bebiéndose las lágrimas--; él fue quien empezó,
porque yo no chisté. Estaba recogiendo el servicio, y él saltó contra
mí, diciéndome que para arriba y que para abajo... Yo no lo entendía y
me eché a reír... Pero _dimpués_ salió con unos disparates muy gordos.
¿Sabe, señora, lo que dijo? Que la señorita Fortunata iba a tener un
niño, y qué sé yo qué más. No pude _por menos_ de soltar la carcajada, y
entonces fue cuando _garró_ el cuchillo y salió tras de mí. Si no doy un
_blinco_, me divide».
--Bueno; vete a la cocina, y aprende para otra vez. A todo lo que él
diga, por disparatado que sea, dices tú _amén_, y siempre _amén_.
Aquel hecho era quizás síntoma de un nuevo aspecto de locura, y las dos
señoras no cabían ya en su pellejo, de temor y zozobra. No pasaron ocho
You have read 1 text from Spanish literature.
Next - Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 70
- Parts
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 01
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 02
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 03
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 04
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 05
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 06
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 07
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 08
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 09
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 10
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 11
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 12
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 13
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 14
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 15
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 16
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 17
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 18
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 19
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 20
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 21
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 22
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 23
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 24
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 25
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 26
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 27
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 28
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 29
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 30
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 31
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 32
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 33
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 34
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 35
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 36
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 37
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 38
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 39
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 40
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 41
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 42
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 43
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 44
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 45
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 46
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 47
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 48
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 49
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 50
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 51
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 52
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 53
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 54
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 55
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 56
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 57
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 58
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 59
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 60
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 61
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 62
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 63
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 64
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 65
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 66
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 67
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 68
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 69
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 70
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 71
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 72
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 73
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 74
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 75
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 76
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 77
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 78
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 79
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 80
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 81