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Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 63

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  «¿Ustedes gustan?... Pues decía que en las cajas que están ahora en la
  Aduana de Irún, vienen unos trajecitos de niño, de punto, que han de
  hacer sensación. El modelo llegó ayer en gran velocidad, y también vino
  un fichú del cual estamos haciendo imitaciones de clase inferior, con
  puntilla ordinaria. Verán, verán ustedes... Pues el faldón de bautizo,
  _por ejemplo_, que estamos arreglando con encaje _valenciennes_, no se
  podrá poner menos de quinientos francos. (Aurora tenía la costumbre de
  contar siempre por francos). Es verdaderamente encantador. Lo traeré
  aquí cuando esté acabado para que lo vean ustedes».
  --Mejor será que vayamos nosotras allá--dijo doña Lupe--, y así veremos
  y hociquearemos todo antes de que se abra al público.
  Fortunata decía también algo, aunque no mucho, porque lo de la tienda no
  despertaba en ella gran interés. Después que apuró el platillo de la
  compota, volvió Aurora para adentro, y trajo unas yemas en un papel.
  ¡Qué golosa era! Ofreció una a Fortunata, que la tomó, y doña Casta se
  dispuso a obsequiar a sus amigos con vasos de agua. Ponía esta señora
  sus cinco sentidos en los botijos para enfriar el agua, y tenía a gala
  el que en ninguna parte la hubiese tan fresca y rica como en su casa.
  Después de traer un plato con azucarillos, fue a escanciar el precioso
  contenido de los botijos, pues eran varios, y en ellos graduaba la
  temperatura, poniéndolos o no en el balcón, Doña Lupe la ayudaba en la
  traída de aguas, y en tanto Aurora le pasó a Fortunata el brazo por la
  cintura y ambas salieron al balcón de la sala.
  Cada cual se comía una yema de chocolate, y después tomaron otra de
  coco.
  Lejos del oído impertinente de doña Lupe y doña Casta, Aurora se
  secreteó con Fortunata: «Se han ido todos esta tarde... El primo Manolo
  va también con ellos».
  
  
  --v--
  
  Aquí cuadra bien decir que Fortunata y la viuda de Fenelón se
  habían hecho muy amigas. Esta mostraba a la de Rubín una gran simpatía,
  y con esta simpatía, la dulce confianza que de ella emanaba, y por fin,
  con el verdadero derroche de indulgencia que en favor de sus faltas
  hacía, apoderose poco a poco de todos sus secretos. Por de contado,
  estas intimidades sólo tenían lugar a espaldas de doña Lupe y muy lejos
  de doña Casta, pues ni una ni otra habrían consentido que tales temas se
  trajesen a las honestas y decorosas conversaciones de aquella casa.
  Enlazadas por la cintura, brazo con brazo, estuvieron un rato las dos
  mujeres sin decirse nada, comiéndose las yemas y mirando a la calle. De
  pronto se echó a reír Aurora.
  «Mira el tonto de Ponce, haciéndole cucamonas a Olimpia. Yo creo que mi
  hermana es la única mujer que en el mundo existe capaz de querer a un
  crítico. Merecería en castigo casarse con él. _Solamente_, que como es
  mi hermana, no le deseo esta catástrofe».
  «Vaya, que está apurado el hombre--decía Fortunata, riendo también--. Le
  hace señas para que baje... Sí, ahora va a bajar. Estás tú fresco...
  Será que quiere darle uno de esos artículos que escribe y en los cuales
  cuenta el argumento de los dramas para que nos enteremos. Vaya, hombre,
  no te apures, que ya le hablarás otra noche. Ahora no puede ser... ¡Qué
  pesados son estos novios!, ¿verdad?».
  Pasado otro rato, y cuando los brazos soltaron las cinturas y ambas
  estaban limpiándose los dedos en sus respectivos pañuelos, Aurora volvió
  a decir: «Pues sí, todos partieron esta tarde y el primo Moreno con
  ellos. Creo que van a San Juan de Luz».
  Fortunata volvió la cara para el balcón del gabinete, donde estaba
  Olimpia. Después miró a su amiga, diciéndole en tono muy seco: «Van a
  San Sebastián y a Biarritz, y a principios de Setiembre irán todos a
  París».
  --Niñas--dijo doña Casta, tocándoles en los hombros--. ¿De qué agua
  quieren ustedes?... ¿_Progreso_ o Lozoya?
  --Lo mismo me da--replicó Fortunata.
  --Toma Lozoya, y créeme--insinuó doña Lupe, con su vaso en la mano--.
  Por más que diga esta, _Progreso_ es un poquito salobre.
  --Eso va en gustos... Y también influye el hábito--arguyó Casta con la
  suficiencia y formalidad de un catador de vinos--. Como yo me he criado
  bebiendo el agua de _Pontejos_, que es la misma que la de la Merced, que
  hoy llaman _Progreso_, toda otra agua me parece que sabe a fango.
  No insistiré en lo mucho que se dijo sobre este tratado de las aguas de
  Madrid. Mientras las dos señoras mayores cotorreaban dentro, Fortunata y
  Aurora lo hacían en el balcón. Las once y media serían cuando sintieron
  la voz de Ballester. Este y Maxi las miraban desde la acera de enfrente.
  «Si bajan ustedes--dijo Rubín--, las espero aquí».
  --Olimpia--gritó Ballester--. Venimos de ver la obra que se estrenó
  anteanoche. ¡Qué mala es! ¿Tiene usted ya noticias de ella?
  --¿Yo?... ¿Qué está usted diciendo?
  --Como usted se trata con autoridades...
  Al decir esto pasaba el crítico junto a él.
  «Oiga usted, Olimpa... La obra es una ferocidad; pero ciertos amigos del
  autor la pondrán en las nubes. Quisiera yo verles para que me dijeran a
  mí por qué engañan de este modo al público».
  --Déjeme usted en paz... ¡Qué tonto es usted!--replicó Olimpia, y se
  metió para adentro.
  --¿Bajáis o no?--dijo Maxi; y su mujer le contestó que esperase en la
  botica, que ellas bajarían. Aurora y Fortunata se reían mirando a
  Ponce, que iba escapado por la calle arriba, como alma que lleva el
  diablo.
  Retiráronse las de Rubín a su domicilio, teniendo ambas señoras la
  satisfacción de ver a Maxi tan mejorado de los desórdenes cerebrales de
  aquella mañana, que no parecía el mismo hombre. Síntomas favorables eran
  la obediencia a cuanto se le mandaba, y lo juicioso y sosegado de sus
  respuestas. Aquella noche durmió con tranquilidad, y nada ocurrió que
  saliera del canon ordinario. A la tarde siguiente convinieron marido y
  mujer en dar un paseo a prima noche. Fue ella a buscarle a la botica a
  la hora concertada, y no le encontró. «Ha ido a cortarse el pelo--le
  dijo Ballester, ofreciéndole una silla--. Con las murrias de estos
  últimos tiempos, el pobre chico no caía en la cuenta de que se iba
  pareciendo a los poetas melenudos... Le he mandado que se trasquilase
  esta misma tarde. Tenga usted presente una cosa: hay que imponérsele,
  combatirle el abandono, las lecturas y no consentir que se ensimisme.
  Antes que dejarle caer en las melancolías, vale más darle un disgusto.
  Yo siempre le hablo gordo, y crea usted... me ha cogido miedo. Es lo que
  hace falta».
  --¡Pobrecito!...--exclamó Fortunata--. ¿Pero ve usted por dónde le ha
  dado?... Yo no he visto un desatinar semejante.
  Segismundo, que en aquel momento tenía poco que hacer, dejolo todo por
  atender cortésmente a la señora de su amigo y serle grato en lo que de
  él dependiera. Era hombre que tenía que contenerse mucho para no ser
  galante y aun atrevido con cualquier mujer en cuya presencia estuviese.
  Con Fortunata se había permitido alguna vez tal cual broma; aquel día se
  corrió más. Llevándose los dedos a su rebelde cabellera para hacer con
  ellos púas de peine, se la atusó, y arqueando el cuerpo, inclinose hacia
  la señora para decirle con retintín:
  «Muy triste está usted desde ayer... No, no me lo niegue... ¿Pues yo no
  veo lo que pasa? Leo en las caras».
  --Pues en la mía poco habrá leído usted.
  --Más de lo que se piensa... Leo pasajes tiernísimos... estrofas de
  despedida... ayes de soledad...
  --¡Ay, qué majadero!--¡Oh!, a mí no se me escapa nada. Convengo en que
  no hay motivos para que usted esté tan patética... Pero hay otra cosa...
  a mí me gusta remontarme a los orígenes, me gusta buscar el por qué, y
  francamente, cuando miro ese por qué, no puedo menos que lamentar la
  equivocación de que usted viene padeciendo desde tiempos remotos.
  Fortunata le miraba sonriendo, pues no creía que debía enojarse.
  «Sí, no puedo menos de deplorar--prosiguió el regente inflándose--, que
  usted sea tan consecuente con personas que no lo merecen... Habiendo en
  el mundo tanto corazón leal, ir a buscar precisamente el más inconstante
  y...».
  --¿Qué disparates está usted diciendo?
  --¡Oh!, no son disparates--replicó el farmacéutico, dando algunos pasos
  delante de ella y procurando que dichos pasos fueran todo lo airosos
  posible--. Perdóneme usted mi atrevimiento. Yo las gasto así; siempre he
  sido Juan Claridades, y cuando una idea quiere salir de mí, le abro la
  puerta para que salga, porque si la dejo dentro, estallo... Pues
  decía... ¿Se va usted a enfadar?
  --No, hombre, ¿qué me voy a enfadar yo? Suéltela, suéltela.
  --Pues decía... (Ballester tomaba una actitud que a él le parecía
  aristocrática), decía que a quien debiera usted querer es a mí... Ya ve
  usted que no me muerdo la lengua.
  --¡Ay, qué gracia! Me gusta usted por lo corto de genio.
  --Al pan pan y al vino vino. Queriéndome a mí, verá lo que es corazón
  amante, consecuente y tropical. Pero le advierto una cosa...
  --¿Qué?--Que si se decide a quererme... usted no se decidirá, pero si se
  decide, tenga cuidado de no decírmelo de sopetón... porque me moriré de
  gusto... Sería como una descarga eléctrica.
  --Estese tranquilo... Sí, se lo iré diciendo poco a poco...
  preparándole, como cuando se dan malas noticias...
  --No tanto, no tanto...--Vaya que es usted malo... Aquí, entre tanta
  medicina, ¿no hay nada que le cure la cabeza?
  --¡Pues si lo hubiera, amiga mía, si lo hubiera...! Y creen muchos que
  la peor cabeza de esta casa es la del pobre Maxi, cuando la mía es una
  pajarera. Verdad que dos palabras de quien yo me sé me harían la persona
  más cuerda y más feliz de la tierra...
  Viendo en esto que entraba Rubín, dio otro giro a su charla. «Aquí le
  estaba diciendo a su cara mitad, que le voy a dar unas píldoras...
  ¡Dios, qué píldoras!».
  --¿Para ella?--No hombre, para usted.--¿Y de qué son?--Bueno va; ya
  quiere saber de qué son. Carambita, cuando uno discurre algo nuevo, debe
  reservarse el secreto. Es un específico.
  --Este Segismundo está ido--dijo Fortunata--. Vámonos.
  --Yo no tomo píldoras sin saber la composición--indicó Maxi con la mayor
  buena fe.
  --Estos hombres felices son muy impertinentes. Todo lo quieren
  averiguar... ¡Y ahora se va de paseíto con su tórtola! ¡Qué babosos...
  _semos_! ¡Luego se queja el nene!... (tirándole de una oreja), se queja
  de vicio... el niño mimado de la Providencia... Abur, divertirse.
  Salió a despedirles a la puerta de la botica, se puso muy tieso, y
  estirándose todo lo posible sobre la base de sus zapatillas, les siguió
  con la vista hasta que desaparecieron en lo alto de la calle.
  
  
  --vi--
  
  Iban pasando los cansados días del verano, que es en Madrid la
  estación de las tristezas, porque el sueño y el apetito escasean, la
  sociedad disminuye, y los que aquí se quedan parece que comen el pan de
  la emigración. En la familia de Rubín nada ocurría de particular, pues
  Maxi no empeoraba, aunque todas las mañanas tenía su excitación
  correspondiente, más o menos aparatosa; pero mientras no llegase a un
  grado de furor como el de la célebre mañanita del arsénico, las dos
  mujeres podían llevarlo con paciencia. De noche, las depresiones se
  manifestaban levemente, y a veces no se conocían. Ballester había
  conseguido, combinando la persuasión con la severidad, apartarle en
  absoluto de toda lectura favorable a la concentración del ánimo.
  Entre Fortunata y doña Lupe no era todo concordia, como se puede haber
  comprendido, pues la señora de Jáuregui, observadora sagaz, había
  comprendido que desde principios de Junio su sobrina andaba en malos
  pasos. Todas las personas relacionadas con la familia de Rubín sabían la
  historia de la mujer de Maxi, y el dramático papel que desempeñaba en
  ella el señorito de Santa Cruz. Algunas, quizás, tenían conocimiento de
  aquella tercera salida de la aventurera al campo de su loca ilusión;
  pero nadie se atrevió a llevar el cuento a _la de los Pavos_. Esta, no
  obstante, lo sabía por obra del puro cálculo y de sus facultades
  olfatorias. Arrancose una vez a _armar la gorda_ «para que no
  crea--pensaba--que me trago sus mentiras y que estoy aquí haciendo el
  papamoscas». Pero Fortunata, recordando al instante las lecciones de su
  amigo Feijoo, trazó la raya divisoria que este le recomendara, y vino a
  decir en sustancia: «de aquí para allá, señora, gobierna usted; de aquí
  para acá, están _mis cosas_ y en ellas no tiene usted que meterse».
  No se dio por vencida la orgullosa viuda del alabardero, y volvió a la
  carga dos o tres veces en esta forma: «Si el pobre Maxi estuviera bueno,
  él te arreglara como cumple a todo hombre que se estima; pero no lo
  está, y tengo que tomar yo a mi cargo el decoro de la familia. Me he
  dicho mil veces: '¿daré el estallido o no daré el estallido?'. En la
  situación de ese pobrecito, mi estallido sería su muerte. Por eso me
  contengo y me trago todo el veneno. ¿Ves?, mi cabeza se está llenando
  de canas desde que veo estas ignominias sin poderlas remediar...».
  Fortunata volvió el rostro para ocultar sus lágrimas. Esta escena
  ocurría en el gabinete, hallándose las dos cosiendo sus trajes de
  verano.
  «Después de lo que pasó en Noviembre del año pasado--prosiguió la viuda
  con serenidad que espantaba--, después de tu enmienda verdadera o falsa;
  después que se te perdonó (y por mi voto no se te habría perdonado);
  después que echamos tierra al horrible crimen, me parece que estabas
  obligada a portarte de otra manera. No vengas ahora con lagrimitas que
  han de parecer de hipocresía. Porque yo digo una cosa. Óyeme
  atentamente».
  Doña Lupe dejó la costura y se preparó a hablar, como los oradores de
  profesión. «Yo me pongo en el caso de una mujer que siente una pasión
  antigua, con raigones muy hondos y que no se pueden arrancar. Hay casos,
  y verdaderamente, esto es para mirarlo despacio. Pues si tú hubieras
  venido a mí y me hubieras dicho: 'Tía, esto me pasa. Me persiguen; yo no
  sé si podré defenderme; soy débil; ayúdeme usted...'. ¡Oh!, la cosa
  variaba mucho. Porque yo te habría dirigido, yo te habría dado
  fortaleza, consuelo... Pero no; se te antoja campar por tus respetos, y
  hacer y acontecer, como una mozuela sin juicio... Eso es un disparate:
  ahí tienes, ahí tienes el motivo de todas tus desgracias al no contar
  para nada con las personas que deben guiarte. Total; que cuando acudas
  pidiendo socorro ya será tarde, y esas personas te dirán: 'Entiéndete
  ahora, húndete, y cúbrete de vergüenza y date a los demonios'».
  Pronunciada esta elocuente filípica, continuó la señora un buen espacio
  de tiempo dando resoplidos, y Fortunata no levantaba los ojos de su
  costura. Discurría sobre la extrañeza de aquellos conceptos de la viuda,
  que parecía dispuesta a ciertos temperamentos indulgentes en caso de que
  se la consultara, y de que se la tuviera por dispensadora infalible de
  protección y por sancionadora de las acciones. «Esta mujer quiere ser el
  Papa--pensaba--, y con tal que la hagan Papa, se aviene a todo. Pero lo
  que es por mí...». A Fortunata le repugnaba la moral despótica de doña
  Lupe, en la cual entrevía más soberbia que rectitud, o una rectitud
  adaptada jesuíticamente a la soberbia. No se conformaba esto con las
  ideas absolutas de la joven criminal. Ella quería para sus actos la
  absolución completa o la completa condenación. Infierno o Cielo, y nada
  más. Tenía _su idea_ y para nada necesitaba de consejos ni de la
  protección de nadie. Se las componía sola mucho mejor, y cualquiera que
  fuese su cruz, no le hacía falta Cirineo. Sus acciones eran decisivas,
  rectilíneas, iba a ellas disparada como proyectil que sale del cañón.
  Enterada doña Lupe, en aquellos secreteos que con su amiga Casta tenía,
  de que los de Santa Cruz se habían marchado a veranear, tomó pie de esta
  circunstancia para endilgarle a su sobrina otro discurso, aunque en tono
  menos catilinario que los anteriores.
  Era aquella señora esencialmente gubernamental y edificaba siempre sobre
  la base sólida de los hechos consumados todos sus planes y raciocinios.
  «Mira tú por dónde podríamos llegar a entendernos--le dijo una tarde que
  la volvió a coger a mano para el caso--. He sabido que la persona que te
  trae dislocada no está ya en Madrid. ¿Qué mejor ocasión quieres para
  emprender la reforma de tu estado interior, que está como una casa en
  ruinas? Yo estoy dispuesta a ayudarte todo lo que pueda. No debiera
  hacerlo; pero tengo caridad y me hago cargo de las flaquezas humanas.
  Otra tomaría por la calle de en medio; yo creo que en cosas tan
  delicadas se debe proceder con cierto ten con ten. Habrías de empezar
  por ponerme en antecedentes, por confiarme hasta los menores detalles,
  entiéndelo bien, hasta los menores detalles; por ponerme al tanto de lo
  que piensas, de lo que sientes, de las tentaciones que te dan por la
  mañana, por la tarde y por la noche; en fin, habías de declarar todos,
  toditos los síntomas de esa maldita enfermedad, y darme palabra de hacer
  cuanto yo te mandare». Hablaba, pues, la viuda como si tuviera en el
  bolsillo las recetas para todos los casos patológicos del alma.
  Por cumplir, más que por gusto, Fortunata tuvo la condescendencia de
  decir algo, reservando, como es natural lo más delicado. Doña Lupe se
  entusiasmó tanto con aquella muestra de sumisión, que hizo gala de sus
  facultades profesionales, y terminó así: «Te aseguro que si me obedeces,
  te quitaré eso de la cabeza y serás lo que no eres, un modelo de mujeres
  casadas. Por de pronto, me comprometo a que no vuelvas a caer, aun en el
  caso de que se te tendiera el lazo otra vez. ¡Vaya, con el caballerito!
  Es cosa de dar parte a la policía. Tú déjate llevar; pon el pleito en
  mis manos, déjame a mí... y verás. ¿Apuestas a que me planto un día en
  casa de doña Bárbara y le canto clarito? Tú no sabes quién soy, tú no me
  conoces. ¡Y has sido tan tonta que no has querido valerte de mí...! Bien
  merecido tienes lo que te pasa. Pues lo que es ahora, que quieras que
  no, tomo cartas en el asunto... Has de concluir por adorarme como se
  adora a una madre».
  Y al finalizar estaba doña Lupe radiante. Casi casi se aventuró a hacer
  a su sobrina una maternal caricia; tales eran su gozo y satisfacción. Un
  pensamiento se le salía del magín a cada instante; pero lo reservaba en
  la hoja más escondida de su gramática parda. Ni la sombra de este
  pensamiento dejaba entrever a Fortunata.
  Guardábalo para sí y se recreaba con él a solas. «¿Le habrá dado
  dinero?». Siempre que se hacía esta pregunta, se contestaba
  afirmativamente. «Tiene que haberle dado algo, quizás grandes
  cantidades. ¿Pero dónde demonios las tiene? ¿Qué hace que no me las da
  para que se las coloque?... Como si lo viera: es que tiene vergüenza de
  poner en mis manos dinero adquirido por tales medios. Esta delicadeza la
  honra... Y no es otra cosa; le da vergüenza de decírmelo. Pero al fin
  ello saldrá».
  Y una tarde que el matrimonio había ido a paseo, la gran capitalista, no
  pudiendo enfrenar por más tiempo su curiosidad, mandó a Papitos a un
  recado, por quedarse sola, y con determinación admirable hizo un
  registro en la cómoda y baúl de Fortunata. Valiéndose del sin fin de
  llaves que tenía, abrió todos los cajones y revolvió en ellos
  cuidadosamente, esmerándose en dejar las cosas, después de bien
  examinadas, en la misma disposición que antes tenían. Este proceder
  jesuítico lo practicaba siempre que metía sus manos escudriñadoras en
  donde no debían estar. Busca por allí, busca por allá, y nada. Los
  billetes se esconden tan fácilmente, que no hay manera de encontrarlos.
  Pero tenía doña Lupe tan fino olfato para descubrir dinero, que estaba
  segura de dar con los billetes si los había. «¿Tendralos cosidos en la
  ropa?--pensó--. Puede ser. Esa socarrona parece que no sabe jota, ¡y
  sabe más...!». En la cómoda no había nada que a dinero se pareciese, ni
  tampoco cartas. Algunas joyas y chucherías vio, que le parecieron
  recuerdo o prenda de amores; pero lo que es _guano_, ni el olor.
  «Es muy particular--gruñía la viuda, registrando el baúl, después del
  reconocimiento minucioso que en la cómoda hizo--. ¡Y no se comprende que
  siendo él tan rico y ella una pobre...!». El baúl, que sólo contenía
  ropas viejas, no dio tampoco nada de sí. «Pues tiene que haber
  algo...--rezongó la señora--, tiene que haber algo. En alguna parte está
  el escondrijo. Dinero hay, o no hay dinero en el mundo».
  Cansada de su inútil escrutinio y guardando las llaves, que formaban
  apretado racimo, digno del arsenal de una compañía de ladrones, doña
  Lupe se sentó a meditar, y poniéndose una mano sobre el pecho de algodón
  y acariciándoselo, se rascó con los dedos de la otra la frente, allí
  donde principia el cabello, como quien estimula la generación de una
  idea, y dijo: «Pues si efectivamente no le ha dado nada, hay que
  reconocer que ese hombre es el mayor de los indecentes».
  
  
  --vii--
  
  Apretaba el calor, y las escenas que he descrito se repetían,
  reproduciéndose con ese amaneramiento que suele tomar la vida humana en
  ciertos periodos, cual fatigado artista que descuida la renovación de la
  forma. Los paseítos por la noche para tomar el tranvía del _barrio_; las
  excursiones a algún teatro de verano; las tertulias en casa de Samaniego
  o de Rubín; las garatusas del crítico en la calle; la romántica figura
  de Olimpia colgada en el balcón como una muestra o insignia que dijera:
  «aquí se ama por lo fino»; las extravagancias de Ballester; los espasmos
  de Maxi, todo continuaba repitiéndose de día en día con regularidad de
  programa.
  En Agosto ocurrió algo que no estaba en los papeles, y fue del modo
  siguiente. Una mañana fue Torquemada a ver a doña Lupe para tratar de
  negocios. Con su traje de verano, tenía el buen D. Francisco aspecto
  semejante al de los militares que vienen de Cuba, pues a más del
  trajecito azul, se había encasquetado un sombrero de paja de ala ancha.
  Su camisa, de rayas coloradas, parecía la bandera de los Estados Unidos;
  y para recalcar más su facha americana, llevaba una joya en la corbata y
  una cadena de reloj interminable, que le daba muchas vueltas de una
  parte a otra del pecho. Los pantalones eran tan cortos, que al sentarse
  se le veía media pierna. Allí venía bien decir que el _difunto era más
  chico_. Todo ello parecía prendas heredadas, o venidas a su poder por
  embargo judicial, o cogidas a algún filibustero. Servíale el sombrero
  de abanico, cuando estaba en visita, con la ventaja de que las personas
  circunstantes participaban de la ventilación que daba aquella prenda
  tropical tan bien manejada.
  Un rato llevaban de interesante conferencia, cuando sonó la campanilla,
  y a poco entró Maxi en el gabinete, que era donde su tía y don Francisco
  estaban. Fortunata estaba planchando. En cuanto vio llegar a su marido,
  fue a ver qué se le ofrecía, pues algo desusado debía de ser. A tal
  hora, las diez de la mañana, no venía jamás a casa el pobre chico.
  Echándose un pañuelo por los hombros, porque el calor de la plancha la
  obligaba a estar al fresco, pasó al gabinete. Lo mismo ella que su tía
  se pasmaron de ver en el semblante del joven una alegría inusitada, Los
  ojos le brillaban, y hasta en la manera de saludar a D. Francisco
  advirtieron algo extraño, que las llenó de alarma. «Hola, D. Paco; yo
  bien, ¿y usted?... Y doña Silvia y Rufinita, ¿siguen tomando los baños
  del Manzanares?». Este lenguaje tan confianzudo, era lo más contrario al
  temperamento y a la timidez de Maxi.
  «¿Qué traes por aquí a esta hora?» le preguntó su tía, disimulando su
  sorpresa.
  Fortunata le examinaba atentamente, sentada lejos del grupo principal,
  en una silla próxima a la puerta de la alcoba de doña Lupe. Él no se
  sentó, y después de aquel saludo tan campechano que le echó al usurero,
  se puso de espaldas al balcón con las manos en los bolsillos, mirando a
  todos como quien espera recibir felicitaciones. «Pues nada--dijo--, que
  estoy de enhorabuena».
  --Qué, ¿te ha caído la lotería?
  --No es eso... ¿Para qué quiero yo loterías? Ni falta... Es mucho más
  que eso, porque he encontrado lo que buscaba. Ya le dije a usted que
  estaba pensando, que sólo me faltaba una fórmula para completar...
  --¡La combinación!... Pues qué, ¿has encontrado la _panacea_?--expresó
  la tía con incredulidad.
  --No es mal nombre si usted se lo quiere dar--dijo el pobre chico,
  exaltándose más a cada palabra--. De _pan_, que significa todo... y
  _akos_ que es lo mismo que decir _remedio_. Que lo sana y purifica todo,
  vamos...
  --¡Gracias a Dios que haces algo de provecho!--declaró doña Lupe,
  recelosa, observando las miradas de Maxi, cuyo resplandor de júbilo era
  enteramente febril.
  --Anoche estuve toda la noche discurriendo muy intranquilo, los sesos
  como ascuas, porque al plan, mejor dicho, al sistema no le faltaba más
  que una fórmula para estar completo... ¡La maldita fórmula...! Por fin,
  ahora, hace un ratito, se me ocurrió; di un brinco de alegría.
  Ballester, que no comprende esto, ni lo comprenderá nunca, se enfadó
  conmigo y no me quería dar papel y tinta para escribir la fórmula y
  dejarla consignada... Temo que se me escape, que se me vaya de la
  cabeza... Mi memoria es una jaula abierta, y los pájaros... pif...
  Doña Lupe y Fortunata se miraron con tristeza. «Bueno--dijo la tía,
  viendo que le venía encima una nube--. Tranquilízate, escribirás la
  fórmula, harás tu _panacea_, tendrá un gran éxito y ganaremos mucho
  dinero».
  --¡Ah!...--exclamó él con la expresión que se da a toda idea de un
  trabajo abrumador--. No crea usted... para exponer el sistema completo
  con claridad bastante para que todos lo comprendan, se necesita quemarse
  las cejas... ¡digo! Tendré que pasar las noches de claro en claro. No
  importa; cuando esto empiece a correr, verán ustedes; adquiriré una
  reputación y una gloria tan grandes, pero tan grandes que...
  --Adiós mi dinero--murmuró doña Lupe, y Fortunata dijo para sí algo
  parecido.
  --El problema que quedaba por resolver--dijo Maxi acercándose a su tía y
  dando castañetazos con los dedos--, era el de la emanación de las almas.
  ¿De dónde emana el alma? ¿Es parte de la sustancia divina, que se
  encarna con la vida y se desencarna con la muerte para volver a su
  origen?... ¿o es una creación accidental hecha por Dios, subsistiendo
  siempre impersonal? Aquí estaba el intríngulis.
  Doña Lupe dio un gran suspiro, mirando a D. Francisco que guiñaba los
  ojos de una manera entre burlesca y compasiva.
  «¡Hijo, por Dios!--dijo Fortunata acercándose--, no discurras esas cosas
  que dan dolor de cabeza... Sí, está muy bien; pero todo lo que hay que
  averiguar sobre esto, está ya averiguado... No te calientes la cabeza».
  --Querida mía (rechazándola con dulzura y tomando un tonillo enfático),
  si en este _via crucis _ de trabajos y persecuciones que me espera; si
  en el camino doloroso y glorioso de este apostolado, no me quieres
  acompañar tú, lo sentiré por ti más que por mí; pero tú al fin vendrás.
  ¿Cómo no, si eres pecadora, y para los pecadores, para su redención y
  para su salvación es para lo que yo pienso lo que pienso y propongo lo
  que propongo?
  Fortunata volvió a la apartada silla en que antes estuvo, y doña Lupe,
  después de llevarse las manos a la cabeza, hizo un gesto de conformidad
  cristiana. Le faltaba poco para echarse a llorar. En este punto creyó
  oportuno Torquemada intervenir, con esperanza de que sus discretas
  razones enderezaran el torcido _intellectus_ del desdichado joven. «Mire
  usted, amigo Maximiliano, yo creo que todo lo que debemos saber sobre
  eso, ya nos lo han enseñado. Y lo que no, más vale que no lo sepamos...
  porque el mucho apurar las cosas le quita a uno la fe. Esta vida no es
  más que un mediano pasar: así lo encontramos y así lo hemos de dejar; y
  por mucho que miremos para el Cielo no ha de caer el maná... «Ganarás el
  pan con el sudor de tu frente», dijo quien dijo, y no hay más. ¿Qué saca
  usted de ponerse a cavilar sobre si el alma es esto o aquello? Si al fin
  nos hemos de morir... Tengamos la conciencia tranquila; no hagamos cosas
  malas, y ruede la bola... y no temamos el materialismo de la muerte; que
  al fin polvo somos, y...».
  --Basta, no siga usted--dijo Maxi, ceñudo, cortándole el discurso--. Si
  usted es materialista, nunca nos entenderemos.
  
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