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Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 58
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ser tan ángel como otra cualquiera, y tendría alma, paciencia, valor y
estómago para todo. «Y entonces vería _esa_ si aquí hay perfecciones o
no hay perfecciones, y que cada una es cada una... Lo malo sería que no
lo viese, porque acá no ha de venir...».
Maximiliano la distrajo de esta meditación, dando quejidos profundos. Ya
conocía aquello su mujer y sabía el remedio, que era volverlo suavemente
del otro lado...
«¡Qué sueño!--murmuró Maxi medio despierto--. Soñaba que te habías
marchado... y yo te había cogido de un pie, y tú tirabas, y yo tiraba
más, y tirando se me rompía la bolsa del aneurisma, y todo el cuarto se
llenaba de sangre, todo el cuarto, hasta el techo...».
Le arrulló para que se durmiera, y ella se durmió también. Levantose
temprano porque tenía que trabajar. Después de las nueve, cuando entró
en la alcoba a ver si a su marido se le ofrecía alguna cosa, este se
estaba vistiendo, y en una disposición de ánimo muy distinta de la que
tuviera la noche anterior. No sólo parecía recobrado de su debilidad,
sino que estaba inquieto, ágil y como si acabara de tomar un excitante
muy enérgico. En cuanto entró su mujer, se fue derecho a ella,
abotonándose el cuello de la camisa, y en tono de acritud le dijo:
«Oye... estaba deseando que vinieras para decirte que esas visitas del
señor de Feijoo me cargan. Anoche te lo iba a decir y se me olvidó... Ya
lo sabes... Sé que ayer tarde estuvo aquí otra vez y le dieron chocolate
con mojicón. Me lo contó mi hermano Juan, que pasaba por la calle cuando
él salía, y hablaron».
Fortunata estaba pasmada de aquel exabrupto, y más aún del tono. Por las
mañanas, solía estar Maximiliano algo regañón y displicente; pero nunca
como aquel día. Volviéndose hacia el espejo para ponerse la corbata,
prosiguió diciendo: «Es que parece que hacen las cosas a propósito para
molestarme, para que rabie... Y no eres tú sola... mi tía también. Se
han propuesto sin duda hacerme perder la salud».
En el espejo pudo ver Fortunata la cara pálida y contraída de Maxi, cuya
susceptibilidad nerviosa se manifestaba en un movimiento vibratorio de
cabeza, la cual parecía querer arrancarse por sí misma del tronco.
Disculpose ella como pudo; pero él, en vez de calmarse, siguió
quejándose de que le mortificaban adrede, de que se proponían acabar con
él. La esposa callaba, sospechando que su marido no tenía la cabeza
buena, y que sería peor llevarle la contraria. Desde entonces pudo
observar que por las mañanas se repetía en Maxi la misma excitación, y
la terquedad de que todas las personas de la familia se confabulaban
contra él para atormentarle. Unas veces tomaba pie de alguna falta
advertida en la ropa, botón caído, ojal roto, o cosa semejante. Otras,
era que le ponían un chocolate muy malo para que reventara... ¡como que
le quedan envenenar...!, o bien que dejaban los balcones y las puertas
abiertas para que entrase un aire colado y le partiese. Estas manías
iban de mal en peor, poniendo a doña Lupe de un humor acerbísimo y
haciéndole presagiar alguna desgracia. Llegó día en que Maxi se
expresaba con una violencia muy opuesta a su carácter pacífico, y cuando
no le contradecían, se contestaba él, echando leña por sí propio en la
hoguera de su ira; y por fin se iba refunfuñando, cerraba con golpe
formidable la puerta, y bajaba la escalera de cuatro en cuatro peldaños.
Por las noches el lobo se trocaba en cordero. Creeríase que la fuerte
inervación de la mañana se iba gastando con los actos y movimientos de
la persona en el curso del día, y que esta llegaba a la noche en el
estado contrario, exhausta como el que ha trabajado mucho. Ya Fortunata
se había acostumbrado a este tira y afloja, y ninguna de las
extravagancias de su marido la cogía por sorpresa. Por las mañanas lo
mejor era no hacerle caso, aparentando sumisión a sus exigencias; por
las noches no había más remedio que halagarle y mimarle un poco; que
otra cosa habría sido cruel.
Diferentes veces, en las intimidades con su cara mitad, Maximiliano
había expresado esas tristezas tan comunes en los matrimonios que no
tienen hijos. Fortunata no gustaba de este tópico; pero no tenía más
remedio que aceptarlo. Una noche lo acogió con verdadero entusiasmo,
porque llevaba a él una felicísima idea que aquel día había tenido.
«Mira tú--dijo a su esposo--; si Dios no quiere darnos una criatura, él
se sabrá por qué lo hace. Pero podemos adoptar uno, buscar un huerfanito
y traérnosle a casa. A mí me gustaría mucho, y a los dos nos
distraería. ¿Por qué no he de hacer yo, aunque soy pobre, lo que hacen
las señoras ricas, que no tienen hijos? Es muy soso un matrimonio sin
chiquitín».
A Maximiliano le pareció bien la idea; pero doña Lupe, aunque no la
contradijo abiertamente, no pareció entusiasmarse con ella. Los
chiquillos ensucian la casa, todo lo revuelven y enredan, y dan enormes
disgustos con sus enfermedades y travesuras. Aunque expuso estas ideas
con mucha discreción, Fortunata se entristeció, porque se le había
metido en la cabeza desde la noche antes aquel tema de recoger un niño
huérfano, y encariñada con ella, le costaba mucho trabajo desecharla.
¡Manía de imitación!
--ix--
Doña Lupe la invitó, dos días después de la tarde del choque con
Jacinta, a volver a visitar a Mauricia. ¡Qué diría doña Guillermina si
no volvían! Negose Fortunata no sé con qué pretexto, a ir allá, y fue
sola doña Lupe. Era el día de San Isidro y no había ventas en el Monte
de Piedad. A eso de las diez regresó muy afectada, y entrando en el
gabinete donde su sobrina estaba cosiendo, le dijo: «Hija, rézale un
Padre nuestro a la pobre Mauricia».
--¡Se ha muerto!--exclamó Fortunata sintiendo una fuerte sacudida en su
alma.
--Sí, a las diez y media. Parecía que estaba esperando a que llegara yo
para morirse... ¡pobrecilla! Vengo horrorizada. Si yo lo sé, no parezco
por allá. Estos cuadros no son para mí. Cuando llegué estaba en su sano
juicio. ¡Preguntome por ti con un interés...! Dijo que te quería más que
a nadie, y que en cuantito que entrara en el Cielo, le iba a pedir al
Señor que te hiciera feliz. Yo, francamente, al oír esto, vi que estaba
fatal, y Severiana me dijo que anoche creyeron por dos o tres veces que
se les quedaba en las manos. Le dieron congojas tan fuertes, que se le
acababa la respiración... Noté también que su voz parecía salir del
hueco de un cántaro muy hondo, y sonaba como lejos... La cara la tenía
muy arrebatada, y los ojos hundidos, pero muy brillantes. Guillermina
estaba sentada a su cabecera, y a cada rato le daba abrazos y besos,
diciéndole que pensara en Dios, que padeció tanto por salvarnos a
nosotros... De repente, se descompuso, hija; ¡pero de qué manera...! se
quedó amoratada, empezó a dar manotazos y a echar por aquella boca unas
flores, ¡unas berzas...! Era un horror. En esto llegó el Padre Nones, a
quien Guillermina había mandado llamar para que la auxiliase; pero todo
inútil. Ni la pobre enferma podía oír lo que le decían, ni estaba su
cabeza para cosas de religión. La santa tuvo una idea feliz. Le dio a
beber una copa de Jerez, llena hasta los bordes. Mauricia apretaba los
dientes; pero al fin, debió darle en la nariz el olorcillo, porque
abriendo la bocaza, se lo atizó de un trago. ¡Cómo se relamía la
infeliz! Se calmó y ¡pum!, la cabeza en la almohada. Entonces
Guillermina, poniéndole una cruz entre las manos, le preguntaba si creía
en Dios, si se encomendaba a Dios y a la Santísima Virgen, y a tales y
cuales santos del Cielo, y contestaba ella que sí moviendo la cabeza...
El Padre Nones estaba de rodillas, reza que te reza. Encendieron una
vela, y te aseguro que el tufillo de la cera, los rezos y aquel
espectáculo me levantaron el estómago y me han puesto los nervios como
cuerdas de guitarra. Yo no quería mirar; pero la curiosidad... eso es lo
que tiene... me hacía mirar. Los ojos de Mauricia se le habían hundido
hasta ponérsele en la nunca, y la nariz, aquella nariz tan bonita, se le
afiló como un cuchillo. Guillermina, alzando la voz, decíale que se
abrazara a la cruz, que Dios la perdonaba, que ella la envidiaba por
irse derechita a la gloria, y otras muchas cosas que la hacían a una
llorar. La cabeza de Mauricia se iba quedando quieta, quieta... Luego la
vimos mover los labios, y sacar la punta de la lengua como si quisiera
relamerse... Dejó oír una voz que parecía venir, por un tubo, del sótano
de la casa. A mí me pareció que dijo: _más, más_... Otras personas
que allí había aseguran que dijo: _ya_. Como quien dice: «Ya veo
la gloria y los ángeles». Bobería; no dijo sino _más_... a saber,
_más Jerez_. Guillermina y Severiana le acercaron un espejo a la
cara y lo tuvieron un ratito... Después todos empezaron a hablar en
alta voz. Ya estaba Mauricia en el otro mundo; se había quedado de un
color violado tirando a azul. A los diez minutos su fisonomía estaba
tan variada, que si la ves no la conoces.
«Pero Guillermina... ¡Qué mujer esa!--prosiguió la de Jáuregui, después
de una triste pausa, poniendo los ojos en blanco--. ¿Creerás que la
amortajó con sus propias manos? No haría más si fuera su hija. Ella la
lavó... ella la vistió... ella le puso el hábito... y tan tranquila. Yo
habría querido ayudar; pero, francamente, no sirvo para esas cosas. Me
parecía natural el ofrecerme. Bien sabía yo que la santa no había de
ceder a nadie el llevar la batuta en aquella operación: lo ha tomado por
oficio. Pero me ofrecí, me ofrecí. Hay que estar en todo y quedar
siempre en buen lugar. Y créete que lo poco que hice tiene mérito,
porque en mí es un sacrificio cualquier niñería de este género, mientras
que en esa señora no lo es, por estar muy acostumbrada a revolverse
entre enfermos y difuntos, como las hermanas de la caridad. Habías de
verla. Y siempre con su carita tan sonrosada, y aquel pasito ligero y
vivaracho. Cuando concluyó, echamos las dos un largo párrafo en la
salita; hablamos de Mauricia, de la mucha miseria que hay en este
Madrid, y de que gracias a las buenas almas 'como usted' me dijo, se
remediaban muchos males. «¿Y la sobrinita, no ha venido?--me preguntó--.
El otro día me prometió unos pantalones de su marido».
--¡Ah!, sí--recordó Fortunata--. No crea usted que lo he olvidado. Ya
los aparté. Son para un hombre que toca la corneta, el trombón o qué sé
yo qué. Se los mandaremos a Severiana.
--Yo me encargo de eso--replicó doña Lupe, dando a entender que pensaba
volver allá.
--No, los llevaré yo, bien envueltitos en un pañuelo--dijo la sobrina, a
quien de súbito entraron ganas de ir a la casa mortuoria--. Llevaremos
cada una nuestro duro, por si piden para el entierro.
--Eso no está mal pensado. Pero a quien hay que darlos es a Guillermina
que es la que sabe agradecer. ¡Ah! Se me olvidaba decirte otra cosa. Me
invitó a ir a visitar su asilo, mejor dicho, nos invitó a las dos.
Iremos. Ese día estrenaré mi abrigo nuevo y tú la falda que te piensas
hacer. Habrá que echarle algo en el cepillo; pero no importa. Otros
petitorios me enfadan a mí; que a los cepillos no les temo.
Papitos entró, y su ama le dijo que hiciera una taza de té, porque tenía
el estómago revuelto. La señora no se había quitado el manto ni los
guantes; pero cuando se aligeraba, charlando, de la carga que en su
espíritu tenía, pensó en mudarse de ropa. En la mano traía un lío. Eran
varias cosillas que de paso compró para engolosinar a Maxi. Ballester
había recomendado que se le diera carne cruda; pero como él se negaba a
comerla, doña Lupe discurrió el darle menudillos, corazones de aves, y
suprimir para él el cocido y los feculentos. Para postre le trajo
_bruños_ de Portugal.
A nada de esto atendía Fortunata, por tener el pensamiento enteramente
ocupado con aquella idea de visitar el asilo de doña Guillermina. De
allí sacaría el huerfanito que quería prohijar. Pues digo... si estaba
todavía en el establecimiento aquel mismo nene que su tío Pepe Izquierdo
quiso venderle a Jacinta, ¡qué ocasión, Cristo!, ¡qué golpe! Que vieran,
sí, que vieran cómo también ella...
Pero pronto había de ocurrir algo que desconcertó por completo el plan
de adoptar un huerfanito. Al día siguiente, resistiendo al empeño de
Maxi que quería llevarlas a San Isidro, fueron, como estaba concertado,
a la calle de Mira el Río. Temía Fortunata aquella visita por diferentes
motivos, no siendo el menor la pena que le causaría, ver los restos de
Mauricia. Temerosa y sobresaltada, quedose en la salita, donde estaba
doña Fuensanta con un pañuelo negro por los hombros. Severiana entraba y
salía. Sus ojos revelaban que había llorado, y también tenía un mantón
negro por los hombros. Por un resquicio de la puerta que comunicaba la
sala primera con la cámara mortuoria, vio Fortunata los pies de la Dura
en el ataúd, y no tuvo ánimo para acercarse a ver más. Dábale pena y
terror, y no podía olvidar las últimas palabras que le dijo su infeliz
amiga: «Lo primerito que le he de pedir al Señor es que te mueras tú
también, y estaremos juntas en el Cielo». Aunque se tenía por
desgraciada, la de Rubín se agarraba con el pensamiento a la vida. Lo
que dijo Mauricia era un disparate. Cada uno se muere cuando le toca, y
nada más. Doña Lupe, que pasó a ver a la difunta, se afectó tanto, que
no pudo permanecer allí. «Hija mía--dijo a su sobrina secreteándose--,
yo no puedo ver estas cosas fúnebres. Creo que me va a dar algo. La
muerte me aterra, y no es que yo sea aprensiva. No me causa espanto
ninguna enfermedad, como no sea el mal de miserere. Es lo que temo... En
fin, que yo me voy de aquí al Monte. Necesito que me dé el aire. Quédate
tú por el buen parecer; ahí dentro está la santa. Toma mi duro, por si
hay la consabida suscricioncita. En cuanto se lleven el cuerpo te vas a
casa. Abur».
Cuando se fue la de Jáuregui, dejando sola a su sobrina, esta mudó de
sitio por no ver los pies de Mauricia, calzados con bonitas botas de
caña clara; pies preciosísimos que no darían ya un solo paso, Doña
Fuensanta salió y le dijo algunas palabras. Un ratito después, abriose
la puerta de la estancia mortuoria, y Fortunata tuvo un estremecimiento
nervioso, creyendo al pronto que era la propia Mauricia que aparecía...
Pero no, era Guillermina. Desde que dio esta el primer paso en la sala,
fijáronse sus ojos en la joven, quien otra vez tuvo miedo. La santa iba
derecha a ella, mirándola como no la había mirado nunca.
Tocándole suavemente un brazo, le dijo: «Tengo que hablar con usted».
«¡Conmigo!...».--Sí, con usted--y al decir esto le volvió a tocar. La
impresión de este contacto corríale por el brazo arriba hasta llegar al
corazón.
«Dos palabritas--añadió la santa; y luego se corrigió así--: Algunas más
serán».
Advertía Fortunata en aquella cara cierta severidad: iba a decir algo;
pero la otra no le dio tiempo, y tomándole el brazo, como se toma el de
los hombres, le dijo:
«Venga usted por aquí. ¿Tiene prisa?».
--No señora...--Yo no me había marchado por esperar a ver si usted
venía. Anoche también la esperé a usted, y no quiso venir.
Condújola a la casa próxima, donde doña Fuensanta vivía, y entraron en
una salita bastante desordenada, en la cual había más baúles que sillas,
y dos cómodas. Guillermina cerró la puerta, e invitando a Fortunata a
ocupar una silla, sentose ella en un cofre.
--x--
Fortunata no sabía qué decir, ni qué cara poner, ni para dónde
mirar; tanto la asustaba y sobrecogía la presencia de la respetable dama
y la presunción del grave negocio que en aquella conferencia se iba a
tratar. Guillermina, que no gustaba de perder el tiempo, abordó al
instante la cuestión de esta manera: «Yo tengo una amiga a quien quiero
mucho... la quiero tanto que daría mi vida por ella; y esta amiga tiene
un marido que... En una palabra, mi amiga ha padecido horriblemente con
ciertas... tonterías de su esposo... el cual es una excelente persona
también... entendámonos, y yo le quiero mucho... Pero en fin, los
hombres...».
La señora de Rubín miraba los trastos que obstruían el cuarto. Sin duda
buscaba algún mueble debajo del cual se pudiera meter.
«Vamos al caso--prosiguió la otra, dando un castañetazo con los
labios--. Yo soy muy clara en todas mis cosas; no me gustan comedias. Me
he comprometido a hablar con usted.
Primero se convino en acudir a la señora de Jáuregui; pero luego creí
mejor embestirla a usted directamente, y apelar a su conciencia, porque
me parecía a mí que llamando a esa puerta, alguien me respondería desde
dentro. Yo no creo que haya nadie malo, malo de todas veras. ¡Me he
llevado tantos chascos!... tantas veces me ha pasado ver que una persona
con fama de perversa salía de buenas a primeras con un acto de los más
cristianos, que ya no me sorprendo de ver saltar el bien en donde menos
se piensa. Que usted ha tenido sus extravíos, todo el mundo lo sabe.
¿Para qué hemos de decir otra cosa?».
--¡Claro!...--murmuró Fortunata sin enterarse del verdadero sentido de
las palabras.
--Yo no tenía el gusto de conocer a usted... Le confieso que me quedé
pasmada cuando mi amiguita me dijo ayer quién era usted. Ni remota
sospecha tenía yo... ¡Si esto parece comedia! ¡Encontrarse aquí, en un
acto de caridad dos personas tan... no se me ofenda si digo tan opuestas
por sus antecedentes, por su manera de ser...! Y no quiero rebajar a
nadie. Todo lo contrario: se me figura, no sé por qué... esto es cosa de
presentimiento, de adivinación, de corazonada... se me figura que usted,
si la sacuden bien, así como otros cuando los apalean sueltan bellotas,
si la sacuden bien, digo, ha de dejar caer alguna flor.
Fortunata dijo que sí con la cabeza, y el dogal que en el cuello sentía
empezó a aflojarse.
«Por esto apelo a su conciencia, y le pido que me declare, la mano
puesta en el corazón, si esta temporada, en estos días, tiene algún
trato con el esposo de mi amiga... Porque esta es la idea que se le ha
metido ahora en la cabeza. Con que a ver, dígame usted si...».
--¡Yo!--exclamó Fortunata, que casi perdió el miedo con el empuje de la
verdad que quería salir--. Yo... ¿ahora? ¿Está usted soñando? ¡Si hace
un siglo que ni siquiera le he visto...!
--¿De veras?--preguntó la santa, guiñando los ojos. Aquel modo de mirar
extraía la verdad como con tenazas; y ciertamente, la pecadora sentía
que la mirada aquella la penetraba hasta lo más profundo, trincando todo
lo que encontraba.
--¿Pero no lo cree?... ¿Pero lo duda?--añadió; y olvidándose de los
buenos modales, iba a hacer la cruz con los dedos y a besárselos jurando
_por esta_.
El deseo de ser creída resplandecía de tal modo en sus ojos, que
Guillermina no pudo menos de ver asomada en ellos la conciencia. Pero
como disimulaba esto, permaneciendo fría y observadora, la otra se
impacientaba y enardecía, no sabiendo ya qué decir para convencerla.
«¿Por qué quiere usted que se lo jure?...
¡Vamos, que dudar esto!... Ni verle, ni saber de él tan siquiera...».
--No diga usted más--manifestó Guillermina con cierta solemnidad--. Me
basta. Lo creo. Si usted me hubiera dicho lo contrario, yo le habría
pedido que hiciese todo lo posible por devolver a esa pobrecilla la
tranquilidad, eso es. Pero si no hay nada, me guardo mi súplica por
ahora; únicamente me permito hacerla de un modo condicional, ¿qué le
parece a usted?, mirando a lo futuro, y para el caso de que lo que ahora
no sucede, sucediera mañana o pasado.
La señora de Rubín miraba al suelo. Tenía el pañuelo metido en el puño y
este en la barba.
«Pero ahora--agregó la santa mujer--, se me ocurre hacer otra
preguntita... Usted tenga mucha paciencia; buena jaqueca le ha caído
encima. Vamos a ver: si ya no hay nada absolutamente entre usted y el
marido de mi amiga, si todo pasó, ¿por qué guardamos ese rencor a una
persona que no nos hace ningún daño?... ¿Por qué el otro día, ahí en ese
pasillo, la trató usted de una manera tan descompuesta y le dijo... no
sé qué? Francamente, hija, esto nos ha parecido muy extraño, porque
usted es casada, y vive en paz con su marido, al menos así lo parece. Si
aquellas diabluras se acabaron, ¿a qué venía maltratar de palabra y
hasta de obra a la pobre Jacinta, cuando lo que procedía era pedirle
perdón?».
--Eso fue que...--murmuró Fortunata, haciendo del pañuelo una perfecta
pelota--, eso fue... pues fue que...
Y no había medio de pasar de aquí. Las lágrimas salían a sus ojos, y el
nudo de la garganta volvió a apretársele de un modo horrible. En toda su
vida, en tiempo alguno, habíase visto la infeliz en trance semejante. La
persona que familiar y cariñosamente llamaban algunos la _rata
eclesiástica_, infundíale más respeto que un confesor, más que un
obispo, más que el Papa. Y la _rata_ guiñaba más los ojos, y en su
bondad quiso abrir camino a la confesión.
«Es que usted, como si lo viera, conserva resentimientos y quizá
pretensiones que son un gran pecado; es que usted no está curada de su
enfermedad del ánimo; es que usted, si no tiene ahora trato con aquel
sujeto, se halla dispuesta a volverlo a tener. Las cosas claritas».
Fortunata no contestó. «¿He acertado? ¿He puesto el dedo en la parte más
sensible de la llaga? Franqueza, señora mía; que esto no ha de salir de
aquí. Yo me tomo estas libertades, porque sé que usted no se ha de
enfadar. Bien sé que abuso y que me pongo insoportable y machacona; pero
aguánteme usted por un momento; no hay más remedio... Con que a ver...».
Tampoco dijo nada. Por fin, desliando el pañuelo y expresándose a
tropezones, quiso escapar por la tangente en esta forma: «Aquel día...
cuando le dije a esa señora... aquello... después me pesó».
--¿Y por qué no le pidió usted perdón?
--Digo que me pesó mucho.--Estamos en ello... corriente... pero conteste
claro, ¿por qué no le dio excusas?
--Porque me marché a mi casa.
--Bueno. ¿Y si ahora la viera usted?
Silencio completo. Guillermina no tuvo paciencia para esperar más la
respuesta, y acalorándose expresó lo que sigue: «¿Pero usted no sabe que
esa señora es mujer legítima... mujer legítima de aquel caballero?
¿Usted no sabe que Dios les casó y su unión es sagrada? ¿No sabe que es
pecado, y pecado horrible, desear el hombre ajeno, y que la esposa
ofendida tiene derecho a ponerle a usted las peras al cuarto, mientras
que usted, con dos adulterios nada menos sobre su conciencia, la ofende
con sólo mirarla? Pero vamos a ver, ¿usted qué se ha llegado a figurar,
que estamos aquí entre salvajes y que cada cual puede hacer lo que le da
la gana, y que no hay ley, ni religión, ni nada? Pues estaríamos lucidos
con esas ideítas, sí señor... No extrañe usted que me enfade un poco, y
dispense».
Fortunata estaba como si le hubieran vaciado sobre el cráneo una cesta
de piedras. Cada palabra de Guillermina fue como un guijarro.
En aquel momento, cogido el pañuelo por las dos puntas hacía con él una
soga. No se puede saber si fueron espontaneidad aturdida o bien
reflexión deliberada estas palabras suyas:
«Es que yo soy muy mala; no sabe usted lo mala que soy».
--Sí, sí; ya voy viendo que no somos una perfección--indicó la santa
irguiéndose en el asiento como para mirarla más de lejos--. Cuando hay
arrepentimiento el Señor perdona. ¡Pero usted, por lo visto, tiene una
frescura para mirar estas cosas de la moral...!, frescura que no le
envidio. Usted está casada: ya que la conciencia no le remuerde por un
lado, ¿cómo no le escuece por el otro?
--Me casé sin saber lo que hacía.
--¡Qué angelito!... ¡sin saber lo que hacía! Pues qué, ¿casarse es un
acto insignificante y maquinal como beber un buche de agua? ¿Puede
alguien casarse sin saber que se casa?... Hija mía, ese argumento
guárdelo usted para cuando hable con tontas, que conmigo no vale.
--Me casaron--agregó Fortunata, volviendo a hacer una pelota con el
pañuelo--me casaron sin que pueda decir cómo. Creí que me convenía y que
podría querer a mi marido.
--¡Ay, qué gracioso!... ¡Qué monísima es la criatura!--exclamó la
fundadora con amable ironía y gracejo--. Estas... hartas de pecados son
muy saladas cuando se hacen las inocentes. ¡Creyó que le podría querer!
¿Y qué hizo usted para conseguirlo?... ¡Ah! Lo que usted quería, digamos
las cosas claras, lo que usted quería era casarse para tener un nombre,
independencia y poder corretear libremente. ¿Más clarito todavía? Pues
lo que usted deseaba era una bandera para poder ejercer la piratería con
apariencias de legalidad. ¡Desdichado hombre el que cargó con usted! De
veras que le cayó la lotería. Y dígame, ¿al fin no saltó por alguna
parte ese cariño que usted quería tener?
--No señora--replicó Fortunata, rompiendo a llorar--. Pero si me habla
usted de esa manera, no podré seguir; tendré que retirarme.
La santa se corrió en el cofre que le servía de asiento para aproximarse
a la silla en que estaba la otra.
«Vamos, no llore usted--le dijo con bondad, poniéndole la mano en el
hombro--. No se ofenda por lo que he dicho. Ya le recomendé a usted que
me llevara con paciencia. Hay que tomarme o dejarme. Cuando me pongo a
sacar pecados no se me puede aguantar... Pues es claro, les duele; pero
luego sienten alivio. Y hasta ahora, nada me ha dicho usted en su
descargo».
--¿Pero qué culpa tengo yo de no querer a mi marido?--manifestó la
pecadora de la manera sofocada e intermitente que el llanto le
permitía--. Yo no lo puedo remediar. Yo no me casé por lo que la señora
dice, sino porque estaba equivocada, porque veía las cosas de otro modo
que como son. A mi marido no le quiero, ni le querré nunca, aunque me lo
manden todos los santos de la Corte celestial. Por eso digo que soy muy
mala, muy mala.
Guillermina dio un gran suspiro. En presencia de aquel terrible
antagonismo entre el corazón y las leyes divinas y humanas, problema
insoluble, su gran piedad inspirole una idea sublime. «Bien sé que es
difícil mandar al corazón. Pero eso mismo le da a usted motivo para
dejar de ser mala, como dice, y adquirir méritos inmensos. Pero, hija,
¿en qué ha estado pensando que no se le ha ocurrido esto? Cumplir
ciertos deberes, cuando el amor no facilita el cumplimiento, es la mayor
hermosura del alma. Hacer esto bastaría para que todas las culpas de
usted fueran lavadas. ¿Cuál es la mayor de las virtudes? La abnegación,
la renuncia de la felicidad. ¿Qué es lo que más purifica a la criatura?,
el sacrificio. Pues no le digo a usted más. Abra esos ojos, por amor de
Dios; abra ese corazón de par en par. Llénese usted de paciencia, cumpla
todos sus deberes, confórmese, sacrifíquese, y Dios la tendrá por suya,
pero por muy suya. Haga usted eso, pero claro, que se vea, que se palpe,
y el día en que usted sea como le propongo, yo... yo...».
Al decir _yo_, Guillermina se ponía la mano en el pecho y daba a sus
ojos la expresión más hermosa.
«Yo, yo... ese día, iré a confesarme con usted como usted se confiesa
ahora conmigo».
Esto dejó a Fortunata tan desconcertada, que sus lágrimas se secaron de
improviso. Miraba con verdadero espanto a la _rata eclesiástica_.
«No se asombre usted ni ponga esos ojazos--prosiguió esta--. Yo no he
tenido ocasión de tirar por el balcón a la calle una felicidad, ni una
ilusión, ni nada. Yo no he tenido lucha. Entré en este terreno en que
estoy como se pasa de una habitación a otra. No ha habido sacrificio, o
es tan insignificante, que no merece se hable de él. Ríase usted de mí,
si quiere; pero sepa que cuando veo a alguna persona que tiene la
posibilidad de sacrificar algo, de arrancarse algo que duele, le tengo
envidia... Sí; yo envidio a los malos, porque envidio la ocasión, que me
falta, de romper y tirar un mundo, y les miro y les digo: 'Necios,
tenéis en la mano la facultad del sacrificio y no la aprovecháis...'».
Esta idea, a pesar de ser tan alta, fue muy inteligible para Fortunata,
a quien se acercó Guillermina, y echándole el brazo por los hombros, la
apretó suavemente contra sí. Nunca, en tiempo alguno, ni en el
confesionario, había sentido la prójima su corazón con tantas ganas de
desbordarse, arrojando fuera cuanto en él existía. La mirada sola de la
virgen y fundadora parecía extraerle la representación ideal que de sus
estómago para todo. «Y entonces vería _esa_ si aquí hay perfecciones o
no hay perfecciones, y que cada una es cada una... Lo malo sería que no
lo viese, porque acá no ha de venir...».
Maximiliano la distrajo de esta meditación, dando quejidos profundos. Ya
conocía aquello su mujer y sabía el remedio, que era volverlo suavemente
del otro lado...
«¡Qué sueño!--murmuró Maxi medio despierto--. Soñaba que te habías
marchado... y yo te había cogido de un pie, y tú tirabas, y yo tiraba
más, y tirando se me rompía la bolsa del aneurisma, y todo el cuarto se
llenaba de sangre, todo el cuarto, hasta el techo...».
Le arrulló para que se durmiera, y ella se durmió también. Levantose
temprano porque tenía que trabajar. Después de las nueve, cuando entró
en la alcoba a ver si a su marido se le ofrecía alguna cosa, este se
estaba vistiendo, y en una disposición de ánimo muy distinta de la que
tuviera la noche anterior. No sólo parecía recobrado de su debilidad,
sino que estaba inquieto, ágil y como si acabara de tomar un excitante
muy enérgico. En cuanto entró su mujer, se fue derecho a ella,
abotonándose el cuello de la camisa, y en tono de acritud le dijo:
«Oye... estaba deseando que vinieras para decirte que esas visitas del
señor de Feijoo me cargan. Anoche te lo iba a decir y se me olvidó... Ya
lo sabes... Sé que ayer tarde estuvo aquí otra vez y le dieron chocolate
con mojicón. Me lo contó mi hermano Juan, que pasaba por la calle cuando
él salía, y hablaron».
Fortunata estaba pasmada de aquel exabrupto, y más aún del tono. Por las
mañanas, solía estar Maximiliano algo regañón y displicente; pero nunca
como aquel día. Volviéndose hacia el espejo para ponerse la corbata,
prosiguió diciendo: «Es que parece que hacen las cosas a propósito para
molestarme, para que rabie... Y no eres tú sola... mi tía también. Se
han propuesto sin duda hacerme perder la salud».
En el espejo pudo ver Fortunata la cara pálida y contraída de Maxi, cuya
susceptibilidad nerviosa se manifestaba en un movimiento vibratorio de
cabeza, la cual parecía querer arrancarse por sí misma del tronco.
Disculpose ella como pudo; pero él, en vez de calmarse, siguió
quejándose de que le mortificaban adrede, de que se proponían acabar con
él. La esposa callaba, sospechando que su marido no tenía la cabeza
buena, y que sería peor llevarle la contraria. Desde entonces pudo
observar que por las mañanas se repetía en Maxi la misma excitación, y
la terquedad de que todas las personas de la familia se confabulaban
contra él para atormentarle. Unas veces tomaba pie de alguna falta
advertida en la ropa, botón caído, ojal roto, o cosa semejante. Otras,
era que le ponían un chocolate muy malo para que reventara... ¡como que
le quedan envenenar...!, o bien que dejaban los balcones y las puertas
abiertas para que entrase un aire colado y le partiese. Estas manías
iban de mal en peor, poniendo a doña Lupe de un humor acerbísimo y
haciéndole presagiar alguna desgracia. Llegó día en que Maxi se
expresaba con una violencia muy opuesta a su carácter pacífico, y cuando
no le contradecían, se contestaba él, echando leña por sí propio en la
hoguera de su ira; y por fin se iba refunfuñando, cerraba con golpe
formidable la puerta, y bajaba la escalera de cuatro en cuatro peldaños.
Por las noches el lobo se trocaba en cordero. Creeríase que la fuerte
inervación de la mañana se iba gastando con los actos y movimientos de
la persona en el curso del día, y que esta llegaba a la noche en el
estado contrario, exhausta como el que ha trabajado mucho. Ya Fortunata
se había acostumbrado a este tira y afloja, y ninguna de las
extravagancias de su marido la cogía por sorpresa. Por las mañanas lo
mejor era no hacerle caso, aparentando sumisión a sus exigencias; por
las noches no había más remedio que halagarle y mimarle un poco; que
otra cosa habría sido cruel.
Diferentes veces, en las intimidades con su cara mitad, Maximiliano
había expresado esas tristezas tan comunes en los matrimonios que no
tienen hijos. Fortunata no gustaba de este tópico; pero no tenía más
remedio que aceptarlo. Una noche lo acogió con verdadero entusiasmo,
porque llevaba a él una felicísima idea que aquel día había tenido.
«Mira tú--dijo a su esposo--; si Dios no quiere darnos una criatura, él
se sabrá por qué lo hace. Pero podemos adoptar uno, buscar un huerfanito
y traérnosle a casa. A mí me gustaría mucho, y a los dos nos
distraería. ¿Por qué no he de hacer yo, aunque soy pobre, lo que hacen
las señoras ricas, que no tienen hijos? Es muy soso un matrimonio sin
chiquitín».
A Maximiliano le pareció bien la idea; pero doña Lupe, aunque no la
contradijo abiertamente, no pareció entusiasmarse con ella. Los
chiquillos ensucian la casa, todo lo revuelven y enredan, y dan enormes
disgustos con sus enfermedades y travesuras. Aunque expuso estas ideas
con mucha discreción, Fortunata se entristeció, porque se le había
metido en la cabeza desde la noche antes aquel tema de recoger un niño
huérfano, y encariñada con ella, le costaba mucho trabajo desecharla.
¡Manía de imitación!
--ix--
Doña Lupe la invitó, dos días después de la tarde del choque con
Jacinta, a volver a visitar a Mauricia. ¡Qué diría doña Guillermina si
no volvían! Negose Fortunata no sé con qué pretexto, a ir allá, y fue
sola doña Lupe. Era el día de San Isidro y no había ventas en el Monte
de Piedad. A eso de las diez regresó muy afectada, y entrando en el
gabinete donde su sobrina estaba cosiendo, le dijo: «Hija, rézale un
Padre nuestro a la pobre Mauricia».
--¡Se ha muerto!--exclamó Fortunata sintiendo una fuerte sacudida en su
alma.
--Sí, a las diez y media. Parecía que estaba esperando a que llegara yo
para morirse... ¡pobrecilla! Vengo horrorizada. Si yo lo sé, no parezco
por allá. Estos cuadros no son para mí. Cuando llegué estaba en su sano
juicio. ¡Preguntome por ti con un interés...! Dijo que te quería más que
a nadie, y que en cuantito que entrara en el Cielo, le iba a pedir al
Señor que te hiciera feliz. Yo, francamente, al oír esto, vi que estaba
fatal, y Severiana me dijo que anoche creyeron por dos o tres veces que
se les quedaba en las manos. Le dieron congojas tan fuertes, que se le
acababa la respiración... Noté también que su voz parecía salir del
hueco de un cántaro muy hondo, y sonaba como lejos... La cara la tenía
muy arrebatada, y los ojos hundidos, pero muy brillantes. Guillermina
estaba sentada a su cabecera, y a cada rato le daba abrazos y besos,
diciéndole que pensara en Dios, que padeció tanto por salvarnos a
nosotros... De repente, se descompuso, hija; ¡pero de qué manera...! se
quedó amoratada, empezó a dar manotazos y a echar por aquella boca unas
flores, ¡unas berzas...! Era un horror. En esto llegó el Padre Nones, a
quien Guillermina había mandado llamar para que la auxiliase; pero todo
inútil. Ni la pobre enferma podía oír lo que le decían, ni estaba su
cabeza para cosas de religión. La santa tuvo una idea feliz. Le dio a
beber una copa de Jerez, llena hasta los bordes. Mauricia apretaba los
dientes; pero al fin, debió darle en la nariz el olorcillo, porque
abriendo la bocaza, se lo atizó de un trago. ¡Cómo se relamía la
infeliz! Se calmó y ¡pum!, la cabeza en la almohada. Entonces
Guillermina, poniéndole una cruz entre las manos, le preguntaba si creía
en Dios, si se encomendaba a Dios y a la Santísima Virgen, y a tales y
cuales santos del Cielo, y contestaba ella que sí moviendo la cabeza...
El Padre Nones estaba de rodillas, reza que te reza. Encendieron una
vela, y te aseguro que el tufillo de la cera, los rezos y aquel
espectáculo me levantaron el estómago y me han puesto los nervios como
cuerdas de guitarra. Yo no quería mirar; pero la curiosidad... eso es lo
que tiene... me hacía mirar. Los ojos de Mauricia se le habían hundido
hasta ponérsele en la nunca, y la nariz, aquella nariz tan bonita, se le
afiló como un cuchillo. Guillermina, alzando la voz, decíale que se
abrazara a la cruz, que Dios la perdonaba, que ella la envidiaba por
irse derechita a la gloria, y otras muchas cosas que la hacían a una
llorar. La cabeza de Mauricia se iba quedando quieta, quieta... Luego la
vimos mover los labios, y sacar la punta de la lengua como si quisiera
relamerse... Dejó oír una voz que parecía venir, por un tubo, del sótano
de la casa. A mí me pareció que dijo: _más, más_... Otras personas
que allí había aseguran que dijo: _ya_. Como quien dice: «Ya veo
la gloria y los ángeles». Bobería; no dijo sino _más_... a saber,
_más Jerez_. Guillermina y Severiana le acercaron un espejo a la
cara y lo tuvieron un ratito... Después todos empezaron a hablar en
alta voz. Ya estaba Mauricia en el otro mundo; se había quedado de un
color violado tirando a azul. A los diez minutos su fisonomía estaba
tan variada, que si la ves no la conoces.
«Pero Guillermina... ¡Qué mujer esa!--prosiguió la de Jáuregui, después
de una triste pausa, poniendo los ojos en blanco--. ¿Creerás que la
amortajó con sus propias manos? No haría más si fuera su hija. Ella la
lavó... ella la vistió... ella le puso el hábito... y tan tranquila. Yo
habría querido ayudar; pero, francamente, no sirvo para esas cosas. Me
parecía natural el ofrecerme. Bien sabía yo que la santa no había de
ceder a nadie el llevar la batuta en aquella operación: lo ha tomado por
oficio. Pero me ofrecí, me ofrecí. Hay que estar en todo y quedar
siempre en buen lugar. Y créete que lo poco que hice tiene mérito,
porque en mí es un sacrificio cualquier niñería de este género, mientras
que en esa señora no lo es, por estar muy acostumbrada a revolverse
entre enfermos y difuntos, como las hermanas de la caridad. Habías de
verla. Y siempre con su carita tan sonrosada, y aquel pasito ligero y
vivaracho. Cuando concluyó, echamos las dos un largo párrafo en la
salita; hablamos de Mauricia, de la mucha miseria que hay en este
Madrid, y de que gracias a las buenas almas 'como usted' me dijo, se
remediaban muchos males. «¿Y la sobrinita, no ha venido?--me preguntó--.
El otro día me prometió unos pantalones de su marido».
--¡Ah!, sí--recordó Fortunata--. No crea usted que lo he olvidado. Ya
los aparté. Son para un hombre que toca la corneta, el trombón o qué sé
yo qué. Se los mandaremos a Severiana.
--Yo me encargo de eso--replicó doña Lupe, dando a entender que pensaba
volver allá.
--No, los llevaré yo, bien envueltitos en un pañuelo--dijo la sobrina, a
quien de súbito entraron ganas de ir a la casa mortuoria--. Llevaremos
cada una nuestro duro, por si piden para el entierro.
--Eso no está mal pensado. Pero a quien hay que darlos es a Guillermina
que es la que sabe agradecer. ¡Ah! Se me olvidaba decirte otra cosa. Me
invitó a ir a visitar su asilo, mejor dicho, nos invitó a las dos.
Iremos. Ese día estrenaré mi abrigo nuevo y tú la falda que te piensas
hacer. Habrá que echarle algo en el cepillo; pero no importa. Otros
petitorios me enfadan a mí; que a los cepillos no les temo.
Papitos entró, y su ama le dijo que hiciera una taza de té, porque tenía
el estómago revuelto. La señora no se había quitado el manto ni los
guantes; pero cuando se aligeraba, charlando, de la carga que en su
espíritu tenía, pensó en mudarse de ropa. En la mano traía un lío. Eran
varias cosillas que de paso compró para engolosinar a Maxi. Ballester
había recomendado que se le diera carne cruda; pero como él se negaba a
comerla, doña Lupe discurrió el darle menudillos, corazones de aves, y
suprimir para él el cocido y los feculentos. Para postre le trajo
_bruños_ de Portugal.
A nada de esto atendía Fortunata, por tener el pensamiento enteramente
ocupado con aquella idea de visitar el asilo de doña Guillermina. De
allí sacaría el huerfanito que quería prohijar. Pues digo... si estaba
todavía en el establecimiento aquel mismo nene que su tío Pepe Izquierdo
quiso venderle a Jacinta, ¡qué ocasión, Cristo!, ¡qué golpe! Que vieran,
sí, que vieran cómo también ella...
Pero pronto había de ocurrir algo que desconcertó por completo el plan
de adoptar un huerfanito. Al día siguiente, resistiendo al empeño de
Maxi que quería llevarlas a San Isidro, fueron, como estaba concertado,
a la calle de Mira el Río. Temía Fortunata aquella visita por diferentes
motivos, no siendo el menor la pena que le causaría, ver los restos de
Mauricia. Temerosa y sobresaltada, quedose en la salita, donde estaba
doña Fuensanta con un pañuelo negro por los hombros. Severiana entraba y
salía. Sus ojos revelaban que había llorado, y también tenía un mantón
negro por los hombros. Por un resquicio de la puerta que comunicaba la
sala primera con la cámara mortuoria, vio Fortunata los pies de la Dura
en el ataúd, y no tuvo ánimo para acercarse a ver más. Dábale pena y
terror, y no podía olvidar las últimas palabras que le dijo su infeliz
amiga: «Lo primerito que le he de pedir al Señor es que te mueras tú
también, y estaremos juntas en el Cielo». Aunque se tenía por
desgraciada, la de Rubín se agarraba con el pensamiento a la vida. Lo
que dijo Mauricia era un disparate. Cada uno se muere cuando le toca, y
nada más. Doña Lupe, que pasó a ver a la difunta, se afectó tanto, que
no pudo permanecer allí. «Hija mía--dijo a su sobrina secreteándose--,
yo no puedo ver estas cosas fúnebres. Creo que me va a dar algo. La
muerte me aterra, y no es que yo sea aprensiva. No me causa espanto
ninguna enfermedad, como no sea el mal de miserere. Es lo que temo... En
fin, que yo me voy de aquí al Monte. Necesito que me dé el aire. Quédate
tú por el buen parecer; ahí dentro está la santa. Toma mi duro, por si
hay la consabida suscricioncita. En cuanto se lleven el cuerpo te vas a
casa. Abur».
Cuando se fue la de Jáuregui, dejando sola a su sobrina, esta mudó de
sitio por no ver los pies de Mauricia, calzados con bonitas botas de
caña clara; pies preciosísimos que no darían ya un solo paso, Doña
Fuensanta salió y le dijo algunas palabras. Un ratito después, abriose
la puerta de la estancia mortuoria, y Fortunata tuvo un estremecimiento
nervioso, creyendo al pronto que era la propia Mauricia que aparecía...
Pero no, era Guillermina. Desde que dio esta el primer paso en la sala,
fijáronse sus ojos en la joven, quien otra vez tuvo miedo. La santa iba
derecha a ella, mirándola como no la había mirado nunca.
Tocándole suavemente un brazo, le dijo: «Tengo que hablar con usted».
«¡Conmigo!...».--Sí, con usted--y al decir esto le volvió a tocar. La
impresión de este contacto corríale por el brazo arriba hasta llegar al
corazón.
«Dos palabritas--añadió la santa; y luego se corrigió así--: Algunas más
serán».
Advertía Fortunata en aquella cara cierta severidad: iba a decir algo;
pero la otra no le dio tiempo, y tomándole el brazo, como se toma el de
los hombres, le dijo:
«Venga usted por aquí. ¿Tiene prisa?».
--No señora...--Yo no me había marchado por esperar a ver si usted
venía. Anoche también la esperé a usted, y no quiso venir.
Condújola a la casa próxima, donde doña Fuensanta vivía, y entraron en
una salita bastante desordenada, en la cual había más baúles que sillas,
y dos cómodas. Guillermina cerró la puerta, e invitando a Fortunata a
ocupar una silla, sentose ella en un cofre.
--x--
Fortunata no sabía qué decir, ni qué cara poner, ni para dónde
mirar; tanto la asustaba y sobrecogía la presencia de la respetable dama
y la presunción del grave negocio que en aquella conferencia se iba a
tratar. Guillermina, que no gustaba de perder el tiempo, abordó al
instante la cuestión de esta manera: «Yo tengo una amiga a quien quiero
mucho... la quiero tanto que daría mi vida por ella; y esta amiga tiene
un marido que... En una palabra, mi amiga ha padecido horriblemente con
ciertas... tonterías de su esposo... el cual es una excelente persona
también... entendámonos, y yo le quiero mucho... Pero en fin, los
hombres...».
La señora de Rubín miraba los trastos que obstruían el cuarto. Sin duda
buscaba algún mueble debajo del cual se pudiera meter.
«Vamos al caso--prosiguió la otra, dando un castañetazo con los
labios--. Yo soy muy clara en todas mis cosas; no me gustan comedias. Me
he comprometido a hablar con usted.
Primero se convino en acudir a la señora de Jáuregui; pero luego creí
mejor embestirla a usted directamente, y apelar a su conciencia, porque
me parecía a mí que llamando a esa puerta, alguien me respondería desde
dentro. Yo no creo que haya nadie malo, malo de todas veras. ¡Me he
llevado tantos chascos!... tantas veces me ha pasado ver que una persona
con fama de perversa salía de buenas a primeras con un acto de los más
cristianos, que ya no me sorprendo de ver saltar el bien en donde menos
se piensa. Que usted ha tenido sus extravíos, todo el mundo lo sabe.
¿Para qué hemos de decir otra cosa?».
--¡Claro!...--murmuró Fortunata sin enterarse del verdadero sentido de
las palabras.
--Yo no tenía el gusto de conocer a usted... Le confieso que me quedé
pasmada cuando mi amiguita me dijo ayer quién era usted. Ni remota
sospecha tenía yo... ¡Si esto parece comedia! ¡Encontrarse aquí, en un
acto de caridad dos personas tan... no se me ofenda si digo tan opuestas
por sus antecedentes, por su manera de ser...! Y no quiero rebajar a
nadie. Todo lo contrario: se me figura, no sé por qué... esto es cosa de
presentimiento, de adivinación, de corazonada... se me figura que usted,
si la sacuden bien, así como otros cuando los apalean sueltan bellotas,
si la sacuden bien, digo, ha de dejar caer alguna flor.
Fortunata dijo que sí con la cabeza, y el dogal que en el cuello sentía
empezó a aflojarse.
«Por esto apelo a su conciencia, y le pido que me declare, la mano
puesta en el corazón, si esta temporada, en estos días, tiene algún
trato con el esposo de mi amiga... Porque esta es la idea que se le ha
metido ahora en la cabeza. Con que a ver, dígame usted si...».
--¡Yo!--exclamó Fortunata, que casi perdió el miedo con el empuje de la
verdad que quería salir--. Yo... ¿ahora? ¿Está usted soñando? ¡Si hace
un siglo que ni siquiera le he visto...!
--¿De veras?--preguntó la santa, guiñando los ojos. Aquel modo de mirar
extraía la verdad como con tenazas; y ciertamente, la pecadora sentía
que la mirada aquella la penetraba hasta lo más profundo, trincando todo
lo que encontraba.
--¿Pero no lo cree?... ¿Pero lo duda?--añadió; y olvidándose de los
buenos modales, iba a hacer la cruz con los dedos y a besárselos jurando
_por esta_.
El deseo de ser creída resplandecía de tal modo en sus ojos, que
Guillermina no pudo menos de ver asomada en ellos la conciencia. Pero
como disimulaba esto, permaneciendo fría y observadora, la otra se
impacientaba y enardecía, no sabiendo ya qué decir para convencerla.
«¿Por qué quiere usted que se lo jure?...
¡Vamos, que dudar esto!... Ni verle, ni saber de él tan siquiera...».
--No diga usted más--manifestó Guillermina con cierta solemnidad--. Me
basta. Lo creo. Si usted me hubiera dicho lo contrario, yo le habría
pedido que hiciese todo lo posible por devolver a esa pobrecilla la
tranquilidad, eso es. Pero si no hay nada, me guardo mi súplica por
ahora; únicamente me permito hacerla de un modo condicional, ¿qué le
parece a usted?, mirando a lo futuro, y para el caso de que lo que ahora
no sucede, sucediera mañana o pasado.
La señora de Rubín miraba al suelo. Tenía el pañuelo metido en el puño y
este en la barba.
«Pero ahora--agregó la santa mujer--, se me ocurre hacer otra
preguntita... Usted tenga mucha paciencia; buena jaqueca le ha caído
encima. Vamos a ver: si ya no hay nada absolutamente entre usted y el
marido de mi amiga, si todo pasó, ¿por qué guardamos ese rencor a una
persona que no nos hace ningún daño?... ¿Por qué el otro día, ahí en ese
pasillo, la trató usted de una manera tan descompuesta y le dijo... no
sé qué? Francamente, hija, esto nos ha parecido muy extraño, porque
usted es casada, y vive en paz con su marido, al menos así lo parece. Si
aquellas diabluras se acabaron, ¿a qué venía maltratar de palabra y
hasta de obra a la pobre Jacinta, cuando lo que procedía era pedirle
perdón?».
--Eso fue que...--murmuró Fortunata, haciendo del pañuelo una perfecta
pelota--, eso fue... pues fue que...
Y no había medio de pasar de aquí. Las lágrimas salían a sus ojos, y el
nudo de la garganta volvió a apretársele de un modo horrible. En toda su
vida, en tiempo alguno, habíase visto la infeliz en trance semejante. La
persona que familiar y cariñosamente llamaban algunos la _rata
eclesiástica_, infundíale más respeto que un confesor, más que un
obispo, más que el Papa. Y la _rata_ guiñaba más los ojos, y en su
bondad quiso abrir camino a la confesión.
«Es que usted, como si lo viera, conserva resentimientos y quizá
pretensiones que son un gran pecado; es que usted no está curada de su
enfermedad del ánimo; es que usted, si no tiene ahora trato con aquel
sujeto, se halla dispuesta a volverlo a tener. Las cosas claritas».
Fortunata no contestó. «¿He acertado? ¿He puesto el dedo en la parte más
sensible de la llaga? Franqueza, señora mía; que esto no ha de salir de
aquí. Yo me tomo estas libertades, porque sé que usted no se ha de
enfadar. Bien sé que abuso y que me pongo insoportable y machacona; pero
aguánteme usted por un momento; no hay más remedio... Con que a ver...».
Tampoco dijo nada. Por fin, desliando el pañuelo y expresándose a
tropezones, quiso escapar por la tangente en esta forma: «Aquel día...
cuando le dije a esa señora... aquello... después me pesó».
--¿Y por qué no le pidió usted perdón?
--Digo que me pesó mucho.--Estamos en ello... corriente... pero conteste
claro, ¿por qué no le dio excusas?
--Porque me marché a mi casa.
--Bueno. ¿Y si ahora la viera usted?
Silencio completo. Guillermina no tuvo paciencia para esperar más la
respuesta, y acalorándose expresó lo que sigue: «¿Pero usted no sabe que
esa señora es mujer legítima... mujer legítima de aquel caballero?
¿Usted no sabe que Dios les casó y su unión es sagrada? ¿No sabe que es
pecado, y pecado horrible, desear el hombre ajeno, y que la esposa
ofendida tiene derecho a ponerle a usted las peras al cuarto, mientras
que usted, con dos adulterios nada menos sobre su conciencia, la ofende
con sólo mirarla? Pero vamos a ver, ¿usted qué se ha llegado a figurar,
que estamos aquí entre salvajes y que cada cual puede hacer lo que le da
la gana, y que no hay ley, ni religión, ni nada? Pues estaríamos lucidos
con esas ideítas, sí señor... No extrañe usted que me enfade un poco, y
dispense».
Fortunata estaba como si le hubieran vaciado sobre el cráneo una cesta
de piedras. Cada palabra de Guillermina fue como un guijarro.
En aquel momento, cogido el pañuelo por las dos puntas hacía con él una
soga. No se puede saber si fueron espontaneidad aturdida o bien
reflexión deliberada estas palabras suyas:
«Es que yo soy muy mala; no sabe usted lo mala que soy».
--Sí, sí; ya voy viendo que no somos una perfección--indicó la santa
irguiéndose en el asiento como para mirarla más de lejos--. Cuando hay
arrepentimiento el Señor perdona. ¡Pero usted, por lo visto, tiene una
frescura para mirar estas cosas de la moral...!, frescura que no le
envidio. Usted está casada: ya que la conciencia no le remuerde por un
lado, ¿cómo no le escuece por el otro?
--Me casé sin saber lo que hacía.
--¡Qué angelito!... ¡sin saber lo que hacía! Pues qué, ¿casarse es un
acto insignificante y maquinal como beber un buche de agua? ¿Puede
alguien casarse sin saber que se casa?... Hija mía, ese argumento
guárdelo usted para cuando hable con tontas, que conmigo no vale.
--Me casaron--agregó Fortunata, volviendo a hacer una pelota con el
pañuelo--me casaron sin que pueda decir cómo. Creí que me convenía y que
podría querer a mi marido.
--¡Ay, qué gracioso!... ¡Qué monísima es la criatura!--exclamó la
fundadora con amable ironía y gracejo--. Estas... hartas de pecados son
muy saladas cuando se hacen las inocentes. ¡Creyó que le podría querer!
¿Y qué hizo usted para conseguirlo?... ¡Ah! Lo que usted quería, digamos
las cosas claras, lo que usted quería era casarse para tener un nombre,
independencia y poder corretear libremente. ¿Más clarito todavía? Pues
lo que usted deseaba era una bandera para poder ejercer la piratería con
apariencias de legalidad. ¡Desdichado hombre el que cargó con usted! De
veras que le cayó la lotería. Y dígame, ¿al fin no saltó por alguna
parte ese cariño que usted quería tener?
--No señora--replicó Fortunata, rompiendo a llorar--. Pero si me habla
usted de esa manera, no podré seguir; tendré que retirarme.
La santa se corrió en el cofre que le servía de asiento para aproximarse
a la silla en que estaba la otra.
«Vamos, no llore usted--le dijo con bondad, poniéndole la mano en el
hombro--. No se ofenda por lo que he dicho. Ya le recomendé a usted que
me llevara con paciencia. Hay que tomarme o dejarme. Cuando me pongo a
sacar pecados no se me puede aguantar... Pues es claro, les duele; pero
luego sienten alivio. Y hasta ahora, nada me ha dicho usted en su
descargo».
--¿Pero qué culpa tengo yo de no querer a mi marido?--manifestó la
pecadora de la manera sofocada e intermitente que el llanto le
permitía--. Yo no lo puedo remediar. Yo no me casé por lo que la señora
dice, sino porque estaba equivocada, porque veía las cosas de otro modo
que como son. A mi marido no le quiero, ni le querré nunca, aunque me lo
manden todos los santos de la Corte celestial. Por eso digo que soy muy
mala, muy mala.
Guillermina dio un gran suspiro. En presencia de aquel terrible
antagonismo entre el corazón y las leyes divinas y humanas, problema
insoluble, su gran piedad inspirole una idea sublime. «Bien sé que es
difícil mandar al corazón. Pero eso mismo le da a usted motivo para
dejar de ser mala, como dice, y adquirir méritos inmensos. Pero, hija,
¿en qué ha estado pensando que no se le ha ocurrido esto? Cumplir
ciertos deberes, cuando el amor no facilita el cumplimiento, es la mayor
hermosura del alma. Hacer esto bastaría para que todas las culpas de
usted fueran lavadas. ¿Cuál es la mayor de las virtudes? La abnegación,
la renuncia de la felicidad. ¿Qué es lo que más purifica a la criatura?,
el sacrificio. Pues no le digo a usted más. Abra esos ojos, por amor de
Dios; abra ese corazón de par en par. Llénese usted de paciencia, cumpla
todos sus deberes, confórmese, sacrifíquese, y Dios la tendrá por suya,
pero por muy suya. Haga usted eso, pero claro, que se vea, que se palpe,
y el día en que usted sea como le propongo, yo... yo...».
Al decir _yo_, Guillermina se ponía la mano en el pecho y daba a sus
ojos la expresión más hermosa.
«Yo, yo... ese día, iré a confesarme con usted como usted se confiesa
ahora conmigo».
Esto dejó a Fortunata tan desconcertada, que sus lágrimas se secaron de
improviso. Miraba con verdadero espanto a la _rata eclesiástica_.
«No se asombre usted ni ponga esos ojazos--prosiguió esta--. Yo no he
tenido ocasión de tirar por el balcón a la calle una felicidad, ni una
ilusión, ni nada. Yo no he tenido lucha. Entré en este terreno en que
estoy como se pasa de una habitación a otra. No ha habido sacrificio, o
es tan insignificante, que no merece se hable de él. Ríase usted de mí,
si quiere; pero sepa que cuando veo a alguna persona que tiene la
posibilidad de sacrificar algo, de arrancarse algo que duele, le tengo
envidia... Sí; yo envidio a los malos, porque envidio la ocasión, que me
falta, de romper y tirar un mundo, y les miro y les digo: 'Necios,
tenéis en la mano la facultad del sacrificio y no la aprovecháis...'».
Esta idea, a pesar de ser tan alta, fue muy inteligible para Fortunata,
a quien se acercó Guillermina, y echándole el brazo por los hombros, la
apretó suavemente contra sí. Nunca, en tiempo alguno, ni en el
confesionario, había sentido la prójima su corazón con tantas ganas de
desbordarse, arrojando fuera cuanto en él existía. La mirada sola de la
virgen y fundadora parecía extraerle la representación ideal que de sus
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- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 20
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