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Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 57
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la ofensa con desdén soberano y aun con el perdón mismo. La otra sintió,
por el contrario, tremendo peso dentro de sí. ¡Ay, su acción
descompuesta y brutal le gravitó en el alma como si la casa se le
hubiera desplomado encima! No tuvo ánimo para entrar también; tembló de
pensar lo que diría Severiana si se enteraba; pues ¿y doña
Guillermina?... Refugiose en el cuarto de la comandanta, donde había
dejado velo y manguito. La cobardía que sintió impulsábala a correr
hacia la calle. Huir, sí, y no volver a poner los pies en aquella casa
ni en parte alguna donde pudiera tener tales encuentros... Salió sin
hacer ruido, deslizándose, y al pasar frente a la puerta, miró y la vio
allá dentro, al extremo del largo pasillo, que parecía un anteojo. La
veía de perfil, la mano en la mejilla, muy pensativa, y Jacinta no la
veía a ella. Bajó y se puso en la calle, acordándose de una de las
principales recomendaciones que le había hecho Feijoo: «No descomponerse
nunca». Pues bien se había descompuesto aquel día... «Pero
verdaderamente--discurrió tratando de serenarse--. Yo ¿qué le he hecho?,
nada... Únicamente decirle quién soy, para que me conozca...».
¡Cosa extraña!, le entraron ganas de esperar para verla salir. Púsose de
centinela en la calle del Bastero, y cinco minutos después vio a la
fundadora entrar en la casa. «Han de subir por la calle de
Toledo--pensó--; desde allí las veré sin que me vean. Siguió a la calle
de Toledo, poniéndose en acecho en la acera de enfrente, junto a la
puerta de una taberna. Al cabo de un cuarto de hora, apareció por la
boca-calle la berlina con las dos damas. «Hablan de mí, y le está
contando cómo pasó el lance... me imita, remedando mi movimiento, cuando
la cogí por los brazos... ¿Qué dirán, Dios mío, qué dirán? Me parece
oírlas... Que soy un trasto y que me debían mandar a presidio».
--vi--
Cuando subía la escalera de su casa, se iniciaba en la conciencia
de la joven una reprobación clara de lo que había hecho. «...Hubiera
sido mucho mejor--pensó deteniendo el paso y tardando un minuto de
escalón a escalón--, decirle aquello de _yo soy Fortunata_, con calma,
reparando bien qué cara ponía ella al oírlo, y luego quedarme tan
fresca, esperando a ver por qué registro salía, o echarle tres o cuatro
chinitas, diciéndole que yo también soy honrada, claro, y que su marido
es un tunante... a ver por dónde la tomaba».
Al entrar en la casa, halló a doña Lupe muy incomodada con Papitos,
sobre cuya inocente cabeza descargaba el mal humor que la noche en vela
le produjo. Cuanto se había hecho en su ausencia le parecía mal,
dejándose decir que ni tan siquiera para una obra de caridad podía salir
de casa, pues en cuanto volvía la espalda, era todo un desbarajuste.
Fortunata comprendió que también quería meterse con ella; mas no
teniendo ganas de reñir, dejaba sin contestación sus refunfuños. «Mira
que es pifia mandar traer esta babilla y esta falda que no sirve ni para
el gato. Tienes la cabeza llena de viento. Nada, en cuanto yo me
descuido, ya no das pie con bola».
Fortunata empezaba a sentirse mal. Tenía escalofríos, dolor de cabeza y
ganas de bostezar a cada momento. Conociole doña Lupe en la cara la
desazón, y le preguntó con gran interés: «¿Tienes ascos, mareos...?».
--No sé lo que tengo; pero me acostaría de buena gana.
Doña Lupe, al irse a la cocina, iba pensando que aquellos síntomas
podrían anunciar tal vez la probable reproducción del tipo de Rubín en
la especie humana; pero bien sabía la otra que no era nada de esto, y
sin más explicaciones echose, bien envuelta en una manta, en el sofá de
su cuarto. Después que se le aplacara el frío, sintió somnolencia, que
la llevó a un delirio tranquilo, reproduciendo en su mente la escena
aquella con varias adiciones de importancia. ¿Eran estas algo que con la
prisa no pudo decir, pero que debió haber dicho, o eran simplemente
desvaríos de su cerebro encendido por la calentura?... «¡Si creerá esta
señora que no hay en el mundo más mujeres honradas que ella!... Que se
le quite a usted eso de la cabeza. ¡Vaya con el modelo!... ¡A buena
parte viene usted...! ¿Sabe usted, niña, que como a mí se me meta en la
cabeza, le doy a usted honradez y virtudes por los hocicos hasta que no
quiera más? Porque eso es cuestión de decir: '¡Ea!'... Sí, y si me atufo
no hay quien me tosa. ¿Pues qué cree usted, que a mí me costaría trabajo
cuidar enfermos y dármelas de muy católica? Pues si a mano viene me
pondré el mejor día a cuidar y limpiar y revolver los enfermos más
podridos, y me vestiré una saya, y recogeré niños que no tengan padres,
que de eso y de mucho más soy yo capaz... ¡Vaya con la _mona del Cielo_!
Ea... no venga acá vendiendo mérito... ¡Y ángel me soy! Pues para que lo
sepa, también yo, si me da la gana de ser ángel, lo seré, y más que
usted, mucho más. Todas tenemos nuestro ángel en el cuerpo...».
Después de esto, tornó a ver con claridad las cosas, y dejando vagar sus
miradas por la habitación solitaria y semioscura, pensaba en lo mismo,
pero apreciando mejor la realidad de las cosas. En aquella meditación,
lo que descollaba, después de vueltas mil, era un vivo deseo de ser no
sólo igual, sino superior a la otra. El cómo era lo difícil. «Porque lo
primero que tengo que hacer es querer a mi marido, y portarme bien para
que se olviden las maldades que he hecho...».
El pensamiento, recorriendo todas las caras del tema, iba de las cosas
más sutiles a las más triviales. «Me tengo que hacer una falda
enteramente igual a la que llevaba ella... lo mismito, con aquel
tableado; y si encontrara tela igual... La verdad es que tiene la mona
un aire de señorío y de... de... ¿de qué?, de majestad, sí... ¡Bah!,
esto es idea, idea nada más de los que la miran, porque con aquello de
que es ángel... A saber si lo es realmente, que las apariencias
engañan...».
Sacola de esta cavilación doña Lupe, que entró con pisadas de gato, y le
dijo que era preciso tomara algo. Negose Fortunata a comer cosa alguna,
y dijo que lo único que apetecía era una naranja para chuparla.
«¿Antojitos ya?» murmuró la tía sonriendo, y mandó a Papitos por la
naranja.
Mientras la chupaba, haciéndole un agujerito y apretándola como aprietan
los chicos la teta, a la señora de Rubín le pasó por el cerebro otra
ráfaga de aquel furor que determinó el acto de la mañana: «Tu marido es
mío y te lo tengo que quitar... Pinturera... santurrona... ya te diré yo
si eres ángel o lo que eres... Tu marido es mío; me lo has robado...
como se puede robar un pañuelo. Dios es testigo, y si no, pregúntale...
Ahora mismo lo sueltas o verás, verás quién soy...».
Quedose dormida, dejando caer al suelo la naranja. Despertó al sentir
sobre su frente la mano de su amante esposo, que había subido a comer, y
enterado de que estaba indispuesta, se asustó mucho, Doña Lupe quiso
hacerle concebir esperanzas de sucesión; pero él, moviendo la cabeza con
expresión escéptica y desconsolada, entró en la alcoba y le palpó la
frente a su mujer.
«Hija de mi vida, ¿qué tienes?».
Al oír esta terneza y al ver delante la figura de Maxi, Fortunata sintió
fuerte sacudida en su interior. Como una neurosis constitutiva de esas
que se manifiestan de repente, cuando menos se las espera, así se
presentó en el alma de la joven, a golpe, y a manera de explosión de
pólvora, la aversión que su marido le había inspirado en otro tiempo. Lo
primero que pensó fue cómo había retoñado tan de repente la infame
planta del odio que ella creía seca y muerta, o al menos moribunda. Le
miraba, y mientras más le miraba, peor... Se volvió del otro lado
respondiendo con sequedad: «Nada».
--¿Sabes lo que dice la tía?... oye...
La opinión de la tía aumentaba la malquerencia de la sobrina y el vivo
deseo de perder de vista a su marido. Cerrando los ojos, invocó a Dios y
a la Virgen, de quien esperaba auxilio para poder curarse de aquella
insana antipatía; pero ni por esas... «Si no le puedo ver; ¡si me iría
al fin del mundo por no verle...! ¡Y yo creí que le iba tomando cariño!
¡Buen cariño nos dé Dios! Ni sé yo en qué estaba pensando Feijoo...
Tonto él, y yo más tonta en hacerle caso».
Maxi, al tomarle el pulso, echó por aquella boca una retahíla de frases
de medicina, concluyendo por decir: «Subiré esta noche un
antiespasmódico, jarabe de azahar con bromuro, y quizás, quizás unas
pildoritas de sulfato de quinina. Hay fiebre, aunque poca. Principio de
un fuerte catarro. Tú te has enfriado en aquella maldita casa de
corredor... o te habrás atufado con algún brasero».
Fortunata pensó que, en efecto, se había atufado, pero no con brasero.
Cediendo a los ruegos de su marido y de doña Lupe, se acostó, y a prima
noche estaba más tranquila, desvelada, sin ningún apetito, oyendo con
desagrado el ruido de los platos y cucharas que del comedor venía a la
hora de cenar. Nicolás hablaba por los codos. «Mejor es que no tomes
nada, si no tienes gana--le dijo Maxi, que entró mascando el postre y
con un higo pasado en la mano--. Por si acaso, no bajaré esta noche a la
botica, y te acompañaré». La peor de las medicinas era esta, pues
gustaba la joven de estar sola, entretenida con sus pensamientos. Hizo
por dormirse; su marido le ató fuertemente un pañuelo a la cabeza, y
después se puso junto a la cama. Después de un breve sueño, vio ella la
escueta figura de Maxi dando paseos en la habitación. Tan pronto miraba
su persona como su sombra corriendo por la pared, larga, angulosa,
doblándose en las esquinas del muro. «¡Ah!... Jacinta, yo te quisiera
ver casada con este... Entonces me reiría, me estaría riendo tres años
seguidos».
Maximiliano se desnudaba para acostarse. Al quitarse el chaleco, salían
de las boca-mangas los hombros, como alones de un ave flaca que no tiene
nada que comer. Luego, los pantalones echaron de sí aquellas piernas
como bastones que se desenfundan. Todas sus coyunturas funcionaban con
trabajo, cual si estuvieran mohosas, y el pelo se le había hecho tan
ralo, que su cabeza ofrecía una de esas calvas sin dignidad que suelen
verse en jóvenes de poca y mala sangre. Al meterse en la cama y estirar
los huesos, exhalaba un _¡ah!_ que no se sabía si era de dolor o de
gusto. Fortunata, fingiendo dormir, se volvió para el otro lado y a
media noche dormía de veras.
A la madrugada abrió los ojos. La alcoba estaba en completa oscuridad.
Oyó la respiración de su marido, áspera a ratos, a ratos silbante y con
diversos flauteados, como si el aire encontrase en aquel pecho
obstrucciones gelatinosas y lengüetas metálicas. Incorporose Fortunata,
cediendo a un movimiento interior cuyo impulso inicial se determinó
cuando estaba dormida. Lo que pensaba entonces era por demás peregrino.
El disparate que se le había ocurrido, porque disparate era y de los
gordos, fue que debía echarse del lecho muy callandito, buscar a tientas
su ropa, vestirse... ir hacia la percha, coger su bata y ponérsela. El
mantón, ¿dónde estaba? No pudo recordarlo; pero lo buscaría, a tientas
también; y una vez hallado, saldría de la alcoba, cogería el llavín que
estaba colgado de un clavo en el recibimiento, y ¡aire!... ¡a la calle!
La idea de la evasión estuvo flameando un rato sobre sus sesos, como una
luz de alcohol, sin que pudiera entender cómo se había encendido
semejante idea. En el bolsillo de la bata tenía medio duro, una peseta,
y algunos cuartos, la vuelta del duro que dio a Papitos para que le
trajera... no recordaba qué. Pues con aquel dinero tenía bastante. ¿Para
qué más? ¿Y a dónde iría? A una casa de huéspedes. No... a casa de D.
Evaristo... No, porque D. Evaristo la reñiría. Esta idea de que la
reñiría su _padrino_ fue el golpe que le aclaró el sentido, porque la
idea de la fuga era un rastro del sueño. «¿Estoy despierta o dormida?»
se preguntaba al reconocer su desatino; y quedose un rato sentada en la
cama, con la mano en la mejilla. El pañuelo se le había desatado de la
cabeza, y deshecho el peinado, sus espesas guedejas le caían sobre los
hombros. «¡Qué marido este!--pensaba, recogiéndose el cabello--, ¡ni
atar un pañuelo sabe!». Después creyó ver ojos, que en aquella profunda
oscuridad la miraban. «Debo de estar soñando todavía. ¿Qué me miras tú?
¿Qué dices? ¿Que estoy guapa? Ya lo creo. Más que tu mujer».
Y se volvió a acostar. Maximiliano, al revolverse, le dio un
encontronazo con un omoplato. «¡Ay!, me ha hecho ver las estrellas» dijo
para sí Fortunata, recogiéndose más en su lado.
«¿Duermes, vidita?» murmuró el otro despertándose, y rechupando luego
como si tuviera una pastilla en la boca.
Pero sin oír la respuesta, se volvió a dormir.
--vii--
Al día siguiente Fortunata se sentía mejor; pero aún estaba en la
cama cuando su marido, después de dar una vuelta por la botica, subió a
verla. «¿Qué tal?--le dijo inclinándose sobre ella y besándola en
frente--. Te puedes levantar.
El día está bueno. ¡Ay!, yo tengo menos salud que tú, y no me quejo
tanto. Siento tal debilidad que a veces me cuesta trabajo mover un dedo.
Todos los huesos me duelen, y la cabeza la siento a ratos como si
estuviera vacía, sin sesos... Pero no me duele, y esto es mala señal,
porque las jaquecas son un puntal de la vida. Yo no sé lo que me pasa. A
ratos me distraigo, me entra como un olvido, me quedo lelo sin saber
dónde estoy ni lo que hago... Pues digo, ¿y cuándo pierdo la memoria y
se me va de ella lo que más sé?... Tú estarás buena mañana; pero yo no
sé a dónde voy a parar con estas cosas. Dice Ballester que tome mucho
hierro, pero mucho hierro, y que esto es falta de glóbulos en la sangre,
y así debe de ser... Esta máquina mía nunca ha sido muy famosa, y ahora
está que no vale dos cuartos...».
Fortunata le miraba y sentía una lástima profunda. Quizás esta lástima
refrescaba el cariño fraternal que había empezado a marchitarse. Pero no
estaba muy segura de esto, y cuando le vio salir, pensaba que si aquella
planta raquítica del cariño se agostaba, debía hacer ella esfuerzos
colosales por impedirlo.
Poco después, hallándose en el gabinete sentada junto al balcón, por
donde entraba el sol, sintió en los pasillos ruidos de voces que al
pronto no se podía saber si eran de gozo o de ira. Pero ni tuvo tiempo
de asustarse porque vio entrar a Nicolás haciendo aspavientos de júbilo,
el rostro encendido, los ojos chispos, y llegándose a su cuñada le dio
un fuerte abrazo:
«Denme todos la enhorabuena... Ya... al fin... No ha sido favor, sino
justicia. Pero estoy muy agradecido a las personas que...».
--¡Gracias a Dios! Ya tenemos a Periquito hecho fraile--dijo doña Lupe,
que después de haber recibido el estrujón en el pasillo, entraba tras
él, radiante de dicha, porque se le quitaba de encima aquella fiera
boca--. ¿Y de dónde?
--De Orihuela, tía--replicó el clérigo frotándose las manos--. Mala
catedral; pero ya veremos si sale una permuta.
--Canónigo te vean mis ojos, que Papa como tenerlo en la mano.
--¡Cuánto me alegro!--dijo Fortunata por decir algo, y miró a la calle
al través de los cristales, temiendo que le leyeran en la cara los
pensamientos que la canonjía de su cuñado le sugería.
«¡Lo que es el mundo!--pensaba--. Razón tenía D. Evaristo. Hay dos
sociedades, la que se ve y la que está escondida. Si no hubiera sido por
mi maldad, ¡cuándo habría sido canónigo este tonto de capirote,
ordinario y hediondo! ¡Y él tan satisfecho!».
--Me voy mañana mismo a que me den la colación... Pero antes convido a
todo el mundo. Juan Pablo no lo sabe todavía. ¡Que rabie!...
Ayer me apostaba que no me la darían. Ese Villalonga es una gran
persona, y Feijoo lo que se llama un caballero, y el Ministro también...
¿Sabéis quién me dio la noticia? Pues Leopoldo Montes, que está ahora en
Gracia y Justicia. Corrí allá, y cuando el jefe del personal de
catedrales me dijo que eran ciertos los toros, creí que me daba un
desmayo. La credencial estaba allí, y no me la habían mandado por no
saber mis señas... Lo repito, convido a todo Cristo... a lo que
quieran... y convido a las de Torquemada, a Ballester... a doña Casta y
sus simpáticas hijas...
--Para, hijo, para--dijo doña Lupe amoscándose--, que para esas
convidadas no te va a bastar el sueldo de un año; y si piensas que yo
cargo con el mochuelo de los gastos, te equivocas...
Nicolás se calmó luego, tomando el tono que cuadra a un sacerdote y con
el cual sabía él muy bien rectificar la descompostura que le producían
la ira o el contento. «Nada, yo estoy satisfecho, y aunque creo que me
lo merezco por mis estudios y por los servicios que he prestado en el
confesonario, no he de tener orgullo; y desde ahora lo digo, me he de
llevar bien con mis compañeros de cabildo... esta es la cosa. A mí me
gusta la paz y concordia entre príncipes cristianos. Una vida
descansada, mi misita por las mañanas con la fresca, mi corito mañana y
tarde, mi altar mayor cuando me toque, mi paseíto por las tardes, y
vengan penas».
Cuando estaban almorzando, Fortunata no podía alejar de sí este
comentario: «Si fue un bien que me adecentaras, estúpido, ya te lo he
pagado y no te debo nada».
«Yo tengo que ir al Monte--le dijo más tarde doña Lupe--, que hoy
empiezan las subastas. Ten cuidado con Papitos, que estos días anda muy
salida. Tú la echas a perder con tus benevolencias. Date una vuelta por
la cocina y no le quites ojo. Hazle que ponga el bacalao de remojo o
ponlo tú. Y que cuando yo venga esté lavada toda la ropa».
Quedose sola Fortunata con la chiquilla; pero no pudo vigilarla, porque
toda la tarde estuvieron entrando visitas. Primero fue doña Casta
Moreno, viuda de Samaniego, con sus hijas, dos jóvenes muy bien educadas
o que se lo creían ellas. La mamá pertenecía a la familia de los
Morenos, que en el primer tercio del siglo se dividieron en dos grandes
ramas, los _Morenos ricos_ y los _Morenos pobres_; pero habiendo nacido
en la primera de estas ramas, vino a parar a la segunda. Casó con
Samaniego, hombre de bien y muy entendido en Farmacia, pero que no supo
hacerse rico. Por los Trujillos, tenía doña Casta parentesco remoto con
Barbarita; pero habiendo sido muy amigas en la niñez, apenas se trataban
ya, porque la fortuna y las vicisitudes de la vida las habían alejado
considerablemente una de otra. Sus relaciones eran intermitentes. A
veces se veían y se saludaban; a veces no. Les pasaba lo que a muchas
personas que se han tratado en la infancia y que después están años y
más años sin verse. Resulta que cuando se encuentran dudan si hablarse o
no, y al fin no se hablan, porque ninguna se decide a ser la primera.
Más cercano y claro era el parentesco de Casta con Moreno-Isla, el
cual, a pesar de ser _Moreno rico_, mantenía cierta comunicación de
familia con aquella _Moreno pobre_, visitándola alguna vez. Se tuteaban
por resabio de la niñez; pero sus relaciones eran frías, lo
absolutamente preciso para salvar el principio del linaje. La rama de
los Moreno-Isla establecía además un enlace remoto entre doña Casta y
Guillermina Pacheco; pero este parentesco era ya de los que no coge un
galgo. Guillermina y la viuda de Samaniego no se habían tratado nunca.
Jactábase doña Casta de haber educado muy bien a sus dos hijas. La
mayor, Aurora, guapetona, viuda de un francés, era mujer de mucha
disposición para el trabajo. Había vivido algún tiempo en Francia,
dirigiendo un gran establecimiento de ropa blanca, y tenía hábitos
independientes y mucho tino mercantil. La segunda, Olimpia, había estado
asistiendo al Conservatorio siete años seguidos, y obtenido muchos
premios de piano. Su mamá quería que fuese profesora consumada, y para
demostrarlo en los exámenes y obtener buena nota, la hacía estudiar una
pieza, con la cual mortificaba a la vecindad día y noche, durante meses
y aun años. Contaba esta niña la serie de sus novios por los dedos de
las manos; pero lo que es a casarse no habían tocado todavía.
Fortunata simpatizaba mucho con Aurora y muy poco con la mamá y con
Olimpia. Temía que se burlasen de ella, por su falta de educación, y que
la estimaran en poco, sabedoras de su pasado. Reconociendo que le eran
las tres muy superiores por la crianza y el acertado empleo de palabras
finas, a veces quedábase a oscuras de lo que hablaban, y sólo asentía
con movimientos de cabeza. Siempre era de la opinión de ellas, pues
aunque pensara de distinta manera, no se atrevía a expresar su
disentimiento. Aquella tarde, por causa de su situación de espíritu,
estaba la de Rubín más cohibida que nunca y deseando que se marchasen.
Pero desgraciadamente nunca estuvo doña Casta más habladora. Sentía
mucho no encontrar a Lupe, pues deseaba comunicarle noticias de la mayor
trascendencia. Aurora iba a ponerse al frente de un establecimiento de
ropa blanca, montado a estilo de los mejores que hay en París y Londres.
¿Qué tal?
Esforzábase la mujer de Maxi en disimular el aburrimiento que esto le
causaba, y a la hipérbole de doña Casta respondía con exclamaciones de
pasmo y asentimiento. «Mi hija--añadió la viuda de Samaniego--, estará
encargada de la dirección de los _trousseaux_, canastillas de bautizo y
demás género elegante, y tendrá sueldo y participación en los
beneficios. El dueño de este gran establecimiento, que tanto ha de
llamar la atención, es Pepe Samaniego, a quien ha facilitado el dinero
para montarlo mi _primo_ D. Manuel Moreno-Isla, el hombre más bueno y
más generoso del mundo, y con un capital... ¡qué capital! Y vea usted,
es soltero... y se pasa la vida en Londres aburriéndose... Lo que yo
digo; podría haber hecho feliz a una joven, de las muchas que hay en la
familia... Siempre que viene a verme, le largo un _espich_ como él dice,
él se ríe, se ríe...».
--¡Pero qué me importarán a mí todas estas cosas!--pensaba Fortunata,
que ya no podía sostener más tiempo el papel, ni sabía de dónde sacar
los monosílabos y las sonrisas.
Por fin quiso Dios misericordioso que _las Samaniegas_ se marcharan;
pero no habían pasado diez minutos cuando entró D. Evaristo, con su
criado, que le sostenía por el brazo derecho, y Fortunata le condujo
hasta la sala en una de cuyas butacas se sentó el anciano pesadamente.
«¿Doña Lupe...?».
--No hay nadie--dijo ella, lo que significaba: estoy sola, puede usted
hablar con libertad.
--¡Ah!, sola... ¿y qué tal...? Me dijeron que estabas... que estaba
usted algo mala...
Después de decirle que su enfermedad no había sido nada, la chulita se
sentó junto a él, haciendo propósito de contarle la verdadera dolencia
que sufría, que era puramente moral, y con los más graves caracteres.
Pensaba preguntar a su sabio amigo y maestro, por qué todo aquel
desorden se había manifestado a consecuencia de las breves palabras que
cruzó con Jacinta. ¿Qué relación tenía aquella mujer con su conducta y
con sus sentimientos? Sobre esto le diría algo sustancioso aquel sagaz
conocedor del corazón humano y del mundo, porque ella se devanaba los
sesos y no podía dar con la razón de que _la mona_ le trastornase su
espíritu. Si era ángel, ¿por qué la hacía mala? ¿Por qué era con ella lo
que es el demonio con las criaturas, que las tienta y les inspira el
mal? Luego no era ángel. Otro punto oscuro quería consultarle, y era que
sentía deseos vivísimos de parecerse a aquella mujer, y ser, si no
mejor, lo mismo que ella. Luego Jacinta no era demonio.
Lo difícil era explicar esto de modo que el amigo Feijoo lo entendiese,
porque ya se sabe que no se daba buena mano para encontrar las palabras
que en el lenguaje corriente expresan las cosas espirituales y
enrevesadas.
--viii--
Lo peor del caso fue que aún no había empezado la consulta
cuando entró doña Lupe, quien invitó al Sr. de Feijoo a tomar chocolate.
No se hizo de rogar el buen caballero, y la misma viuda de Jáuregui se
lo sirvió. Mientras lo tomaba, hablaron de las visitas que tía y sobrina
hacían a la calle de Mira el Río. «Yo--declaraba doña Lupe--, reconozco
que no tengo valor ni estómago para practicar la caridad en ese grado.
Admiro mucho a _la amiga_ Guillermina; pero no la puedo imitar». Feijoo
expuso sobre aquel tema de la filantropía algunas consideraciones muy
sesudas, y despidiose, dando a cada una de las señoras un fuerte apretón
de manos.
Aquella noche notó Fortunata en su marido algo que la puso en cuidado.
Durante la comida no había dicho una palabra; tenía el color arrebatado,
estaba muy inquieto, dando a cada instante suspiros hondísimos. Cuando
subió a acostarse no tenía ya el rostro encendido, sino de color de
cola. «¿Tienes jaqueca?» le preguntó su mujer, viéndole desplomarse en
una silla y apoyar la cabeza en las manos. Contestó Maxi que no, que la
cabeza no le dolía nada, y que lo que le aterraba era sentir el cráneo
vacío, _desalquilado_, como una casa _con papeles_.
«Hace poco--dijo con desaliento amargo--, perdí la memoria de tal
modo... que... no sabía cómo te llamas tú. Venía subiendo la escalera, y
me entró tal rabia, que me pregunté a gritos: '¿Pero cómo se llama, cómo
se llama?...'. Me acordé al entrar en la casa. Hoy estaba haciendo una
medicina para un enfermo de los ojos, y en vez del sulfato de _atropina_
puse el de _eserina_, que es la indicación contraria. Si no lo advierte
Ballester... ¡qué atrocidad!, dejo ciego al enfermo... No puedo
trabajar. Esta cabeza se me ha trastornado. Figúrate que a ratos...».
Diciendo esto la miraba de hito en hito, y Fortunata no sabía disimular
bien el terror que aquellos ojos le causaban.
«Figúrate que a ratos me siento tan estúpido, pero tan estúpido, que
creo tener por cabeza un pedazo de granito. No salta aquí una idea
aunque me dé con un martillo. Y otros ratos parece que me vuelvo el
hombre de más seso del mundo, ¡y se me ocurren unas cosas...! De tan
sublimes que son no las puedo expresar; me tiembla la lengua, me la
muerdo y escupo sangre... Después me quedo como el que sale de un
desmayo».
--Acuéstate y descansa--le propuso su mujer compadecida y asustada--.
Eso no es más que cansancio de tanto discurrir.
Maximiliano empezó a desnudarse, deteniéndose a cada momento.
«En cuanto muevo un brazo--decía con terror--, me aumentan de tal modo
las palpitaciones que no puedo respirar. Ballester dice que es nervioso,
una hiperquinesia del corazón, producida por la dispepsia... gases...
Pero yo digo que no, que no, que esto es más grave. Es la aorta... Yo
tengo una aneurisma, y el mejor día, plaf... revienta...».
--No seas aprensivo... Si no leyeras librotes de Medicina no se te
ocurrirían esos disparates--opinó ella sacándole los pantalones.
Quedose con las piernas tiesas, en calzoncillos, esperando a que su
mujer le quitara también las botas. «Dios te lo pague, hija de mi vida.
Ayúdame, que bien lo necesita tu pobre marido. Estoy lucido, como hay
Dios».
Fortunata le cogió gallardamente en brazos y le metió en la cama. Aún
podía ella más. Ambos se reían; pero después de la risa, Maximiliano dio
un suspiro, diciendo con la tristeza mayor del mundo:
«¡Qué fuerza tienes!... ¡Y yo qué débil! ¡Y a este llaman sexo fuerte!
¡Valiente sexo el mío!».
«Duérmete y no pienses en tonterías» indicó ella que, movida de piedad,
creyó oportuno y caritativo hacerle algunas caricias.
--Si no fuera por ti--dijo él, como un niño mimoso--, no se me
importaría que la vida se me acabara... El mundo no vale nada sino por
el amor. Es lo único efectivo y real; lo demás es figurado.
Acostose también ella, y estuvo dándole conversación hasta que le entró
sueño. ¡Pobre chico! La lástima que Fortunata sentía, apagaba en su
espíritu la aversión, o al menos la escondía, como en un repliegue, no
permitiéndole manifestarse. Y la compasión hacía que brotaran en su
voluntad aquellos deseos de virtud sublime que a ratos surgían como flor
de un minuto, criada por la emulación. La emulación o la manía imitativa
eran lo que determinaba la idea de que si su marido se ponía muy malo,
muy malo, ella sería la maravilla del mundo por el esmero en asistirle y
cuidarle. Mas para que el triunfo fuese completo era menester que a Maxi
le entrase una enfermedad asquerosa, repugnante y pestífera, de esas que
ahuyentan hasta a los más allegados. Ella, entonces, daría pruebas de
por el contrario, tremendo peso dentro de sí. ¡Ay, su acción
descompuesta y brutal le gravitó en el alma como si la casa se le
hubiera desplomado encima! No tuvo ánimo para entrar también; tembló de
pensar lo que diría Severiana si se enteraba; pues ¿y doña
Guillermina?... Refugiose en el cuarto de la comandanta, donde había
dejado velo y manguito. La cobardía que sintió impulsábala a correr
hacia la calle. Huir, sí, y no volver a poner los pies en aquella casa
ni en parte alguna donde pudiera tener tales encuentros... Salió sin
hacer ruido, deslizándose, y al pasar frente a la puerta, miró y la vio
allá dentro, al extremo del largo pasillo, que parecía un anteojo. La
veía de perfil, la mano en la mejilla, muy pensativa, y Jacinta no la
veía a ella. Bajó y se puso en la calle, acordándose de una de las
principales recomendaciones que le había hecho Feijoo: «No descomponerse
nunca». Pues bien se había descompuesto aquel día... «Pero
verdaderamente--discurrió tratando de serenarse--. Yo ¿qué le he hecho?,
nada... Únicamente decirle quién soy, para que me conozca...».
¡Cosa extraña!, le entraron ganas de esperar para verla salir. Púsose de
centinela en la calle del Bastero, y cinco minutos después vio a la
fundadora entrar en la casa. «Han de subir por la calle de
Toledo--pensó--; desde allí las veré sin que me vean. Siguió a la calle
de Toledo, poniéndose en acecho en la acera de enfrente, junto a la
puerta de una taberna. Al cabo de un cuarto de hora, apareció por la
boca-calle la berlina con las dos damas. «Hablan de mí, y le está
contando cómo pasó el lance... me imita, remedando mi movimiento, cuando
la cogí por los brazos... ¿Qué dirán, Dios mío, qué dirán? Me parece
oírlas... Que soy un trasto y que me debían mandar a presidio».
--vi--
Cuando subía la escalera de su casa, se iniciaba en la conciencia
de la joven una reprobación clara de lo que había hecho. «...Hubiera
sido mucho mejor--pensó deteniendo el paso y tardando un minuto de
escalón a escalón--, decirle aquello de _yo soy Fortunata_, con calma,
reparando bien qué cara ponía ella al oírlo, y luego quedarme tan
fresca, esperando a ver por qué registro salía, o echarle tres o cuatro
chinitas, diciéndole que yo también soy honrada, claro, y que su marido
es un tunante... a ver por dónde la tomaba».
Al entrar en la casa, halló a doña Lupe muy incomodada con Papitos,
sobre cuya inocente cabeza descargaba el mal humor que la noche en vela
le produjo. Cuanto se había hecho en su ausencia le parecía mal,
dejándose decir que ni tan siquiera para una obra de caridad podía salir
de casa, pues en cuanto volvía la espalda, era todo un desbarajuste.
Fortunata comprendió que también quería meterse con ella; mas no
teniendo ganas de reñir, dejaba sin contestación sus refunfuños. «Mira
que es pifia mandar traer esta babilla y esta falda que no sirve ni para
el gato. Tienes la cabeza llena de viento. Nada, en cuanto yo me
descuido, ya no das pie con bola».
Fortunata empezaba a sentirse mal. Tenía escalofríos, dolor de cabeza y
ganas de bostezar a cada momento. Conociole doña Lupe en la cara la
desazón, y le preguntó con gran interés: «¿Tienes ascos, mareos...?».
--No sé lo que tengo; pero me acostaría de buena gana.
Doña Lupe, al irse a la cocina, iba pensando que aquellos síntomas
podrían anunciar tal vez la probable reproducción del tipo de Rubín en
la especie humana; pero bien sabía la otra que no era nada de esto, y
sin más explicaciones echose, bien envuelta en una manta, en el sofá de
su cuarto. Después que se le aplacara el frío, sintió somnolencia, que
la llevó a un delirio tranquilo, reproduciendo en su mente la escena
aquella con varias adiciones de importancia. ¿Eran estas algo que con la
prisa no pudo decir, pero que debió haber dicho, o eran simplemente
desvaríos de su cerebro encendido por la calentura?... «¡Si creerá esta
señora que no hay en el mundo más mujeres honradas que ella!... Que se
le quite a usted eso de la cabeza. ¡Vaya con el modelo!... ¡A buena
parte viene usted...! ¿Sabe usted, niña, que como a mí se me meta en la
cabeza, le doy a usted honradez y virtudes por los hocicos hasta que no
quiera más? Porque eso es cuestión de decir: '¡Ea!'... Sí, y si me atufo
no hay quien me tosa. ¿Pues qué cree usted, que a mí me costaría trabajo
cuidar enfermos y dármelas de muy católica? Pues si a mano viene me
pondré el mejor día a cuidar y limpiar y revolver los enfermos más
podridos, y me vestiré una saya, y recogeré niños que no tengan padres,
que de eso y de mucho más soy yo capaz... ¡Vaya con la _mona del Cielo_!
Ea... no venga acá vendiendo mérito... ¡Y ángel me soy! Pues para que lo
sepa, también yo, si me da la gana de ser ángel, lo seré, y más que
usted, mucho más. Todas tenemos nuestro ángel en el cuerpo...».
Después de esto, tornó a ver con claridad las cosas, y dejando vagar sus
miradas por la habitación solitaria y semioscura, pensaba en lo mismo,
pero apreciando mejor la realidad de las cosas. En aquella meditación,
lo que descollaba, después de vueltas mil, era un vivo deseo de ser no
sólo igual, sino superior a la otra. El cómo era lo difícil. «Porque lo
primero que tengo que hacer es querer a mi marido, y portarme bien para
que se olviden las maldades que he hecho...».
El pensamiento, recorriendo todas las caras del tema, iba de las cosas
más sutiles a las más triviales. «Me tengo que hacer una falda
enteramente igual a la que llevaba ella... lo mismito, con aquel
tableado; y si encontrara tela igual... La verdad es que tiene la mona
un aire de señorío y de... de... ¿de qué?, de majestad, sí... ¡Bah!,
esto es idea, idea nada más de los que la miran, porque con aquello de
que es ángel... A saber si lo es realmente, que las apariencias
engañan...».
Sacola de esta cavilación doña Lupe, que entró con pisadas de gato, y le
dijo que era preciso tomara algo. Negose Fortunata a comer cosa alguna,
y dijo que lo único que apetecía era una naranja para chuparla.
«¿Antojitos ya?» murmuró la tía sonriendo, y mandó a Papitos por la
naranja.
Mientras la chupaba, haciéndole un agujerito y apretándola como aprietan
los chicos la teta, a la señora de Rubín le pasó por el cerebro otra
ráfaga de aquel furor que determinó el acto de la mañana: «Tu marido es
mío y te lo tengo que quitar... Pinturera... santurrona... ya te diré yo
si eres ángel o lo que eres... Tu marido es mío; me lo has robado...
como se puede robar un pañuelo. Dios es testigo, y si no, pregúntale...
Ahora mismo lo sueltas o verás, verás quién soy...».
Quedose dormida, dejando caer al suelo la naranja. Despertó al sentir
sobre su frente la mano de su amante esposo, que había subido a comer, y
enterado de que estaba indispuesta, se asustó mucho, Doña Lupe quiso
hacerle concebir esperanzas de sucesión; pero él, moviendo la cabeza con
expresión escéptica y desconsolada, entró en la alcoba y le palpó la
frente a su mujer.
«Hija de mi vida, ¿qué tienes?».
Al oír esta terneza y al ver delante la figura de Maxi, Fortunata sintió
fuerte sacudida en su interior. Como una neurosis constitutiva de esas
que se manifiestan de repente, cuando menos se las espera, así se
presentó en el alma de la joven, a golpe, y a manera de explosión de
pólvora, la aversión que su marido le había inspirado en otro tiempo. Lo
primero que pensó fue cómo había retoñado tan de repente la infame
planta del odio que ella creía seca y muerta, o al menos moribunda. Le
miraba, y mientras más le miraba, peor... Se volvió del otro lado
respondiendo con sequedad: «Nada».
--¿Sabes lo que dice la tía?... oye...
La opinión de la tía aumentaba la malquerencia de la sobrina y el vivo
deseo de perder de vista a su marido. Cerrando los ojos, invocó a Dios y
a la Virgen, de quien esperaba auxilio para poder curarse de aquella
insana antipatía; pero ni por esas... «Si no le puedo ver; ¡si me iría
al fin del mundo por no verle...! ¡Y yo creí que le iba tomando cariño!
¡Buen cariño nos dé Dios! Ni sé yo en qué estaba pensando Feijoo...
Tonto él, y yo más tonta en hacerle caso».
Maxi, al tomarle el pulso, echó por aquella boca una retahíla de frases
de medicina, concluyendo por decir: «Subiré esta noche un
antiespasmódico, jarabe de azahar con bromuro, y quizás, quizás unas
pildoritas de sulfato de quinina. Hay fiebre, aunque poca. Principio de
un fuerte catarro. Tú te has enfriado en aquella maldita casa de
corredor... o te habrás atufado con algún brasero».
Fortunata pensó que, en efecto, se había atufado, pero no con brasero.
Cediendo a los ruegos de su marido y de doña Lupe, se acostó, y a prima
noche estaba más tranquila, desvelada, sin ningún apetito, oyendo con
desagrado el ruido de los platos y cucharas que del comedor venía a la
hora de cenar. Nicolás hablaba por los codos. «Mejor es que no tomes
nada, si no tienes gana--le dijo Maxi, que entró mascando el postre y
con un higo pasado en la mano--. Por si acaso, no bajaré esta noche a la
botica, y te acompañaré». La peor de las medicinas era esta, pues
gustaba la joven de estar sola, entretenida con sus pensamientos. Hizo
por dormirse; su marido le ató fuertemente un pañuelo a la cabeza, y
después se puso junto a la cama. Después de un breve sueño, vio ella la
escueta figura de Maxi dando paseos en la habitación. Tan pronto miraba
su persona como su sombra corriendo por la pared, larga, angulosa,
doblándose en las esquinas del muro. «¡Ah!... Jacinta, yo te quisiera
ver casada con este... Entonces me reiría, me estaría riendo tres años
seguidos».
Maximiliano se desnudaba para acostarse. Al quitarse el chaleco, salían
de las boca-mangas los hombros, como alones de un ave flaca que no tiene
nada que comer. Luego, los pantalones echaron de sí aquellas piernas
como bastones que se desenfundan. Todas sus coyunturas funcionaban con
trabajo, cual si estuvieran mohosas, y el pelo se le había hecho tan
ralo, que su cabeza ofrecía una de esas calvas sin dignidad que suelen
verse en jóvenes de poca y mala sangre. Al meterse en la cama y estirar
los huesos, exhalaba un _¡ah!_ que no se sabía si era de dolor o de
gusto. Fortunata, fingiendo dormir, se volvió para el otro lado y a
media noche dormía de veras.
A la madrugada abrió los ojos. La alcoba estaba en completa oscuridad.
Oyó la respiración de su marido, áspera a ratos, a ratos silbante y con
diversos flauteados, como si el aire encontrase en aquel pecho
obstrucciones gelatinosas y lengüetas metálicas. Incorporose Fortunata,
cediendo a un movimiento interior cuyo impulso inicial se determinó
cuando estaba dormida. Lo que pensaba entonces era por demás peregrino.
El disparate que se le había ocurrido, porque disparate era y de los
gordos, fue que debía echarse del lecho muy callandito, buscar a tientas
su ropa, vestirse... ir hacia la percha, coger su bata y ponérsela. El
mantón, ¿dónde estaba? No pudo recordarlo; pero lo buscaría, a tientas
también; y una vez hallado, saldría de la alcoba, cogería el llavín que
estaba colgado de un clavo en el recibimiento, y ¡aire!... ¡a la calle!
La idea de la evasión estuvo flameando un rato sobre sus sesos, como una
luz de alcohol, sin que pudiera entender cómo se había encendido
semejante idea. En el bolsillo de la bata tenía medio duro, una peseta,
y algunos cuartos, la vuelta del duro que dio a Papitos para que le
trajera... no recordaba qué. Pues con aquel dinero tenía bastante. ¿Para
qué más? ¿Y a dónde iría? A una casa de huéspedes. No... a casa de D.
Evaristo... No, porque D. Evaristo la reñiría. Esta idea de que la
reñiría su _padrino_ fue el golpe que le aclaró el sentido, porque la
idea de la fuga era un rastro del sueño. «¿Estoy despierta o dormida?»
se preguntaba al reconocer su desatino; y quedose un rato sentada en la
cama, con la mano en la mejilla. El pañuelo se le había desatado de la
cabeza, y deshecho el peinado, sus espesas guedejas le caían sobre los
hombros. «¡Qué marido este!--pensaba, recogiéndose el cabello--, ¡ni
atar un pañuelo sabe!». Después creyó ver ojos, que en aquella profunda
oscuridad la miraban. «Debo de estar soñando todavía. ¿Qué me miras tú?
¿Qué dices? ¿Que estoy guapa? Ya lo creo. Más que tu mujer».
Y se volvió a acostar. Maximiliano, al revolverse, le dio un
encontronazo con un omoplato. «¡Ay!, me ha hecho ver las estrellas» dijo
para sí Fortunata, recogiéndose más en su lado.
«¿Duermes, vidita?» murmuró el otro despertándose, y rechupando luego
como si tuviera una pastilla en la boca.
Pero sin oír la respuesta, se volvió a dormir.
--vii--
Al día siguiente Fortunata se sentía mejor; pero aún estaba en la
cama cuando su marido, después de dar una vuelta por la botica, subió a
verla. «¿Qué tal?--le dijo inclinándose sobre ella y besándola en
frente--. Te puedes levantar.
El día está bueno. ¡Ay!, yo tengo menos salud que tú, y no me quejo
tanto. Siento tal debilidad que a veces me cuesta trabajo mover un dedo.
Todos los huesos me duelen, y la cabeza la siento a ratos como si
estuviera vacía, sin sesos... Pero no me duele, y esto es mala señal,
porque las jaquecas son un puntal de la vida. Yo no sé lo que me pasa. A
ratos me distraigo, me entra como un olvido, me quedo lelo sin saber
dónde estoy ni lo que hago... Pues digo, ¿y cuándo pierdo la memoria y
se me va de ella lo que más sé?... Tú estarás buena mañana; pero yo no
sé a dónde voy a parar con estas cosas. Dice Ballester que tome mucho
hierro, pero mucho hierro, y que esto es falta de glóbulos en la sangre,
y así debe de ser... Esta máquina mía nunca ha sido muy famosa, y ahora
está que no vale dos cuartos...».
Fortunata le miraba y sentía una lástima profunda. Quizás esta lástima
refrescaba el cariño fraternal que había empezado a marchitarse. Pero no
estaba muy segura de esto, y cuando le vio salir, pensaba que si aquella
planta raquítica del cariño se agostaba, debía hacer ella esfuerzos
colosales por impedirlo.
Poco después, hallándose en el gabinete sentada junto al balcón, por
donde entraba el sol, sintió en los pasillos ruidos de voces que al
pronto no se podía saber si eran de gozo o de ira. Pero ni tuvo tiempo
de asustarse porque vio entrar a Nicolás haciendo aspavientos de júbilo,
el rostro encendido, los ojos chispos, y llegándose a su cuñada le dio
un fuerte abrazo:
«Denme todos la enhorabuena... Ya... al fin... No ha sido favor, sino
justicia. Pero estoy muy agradecido a las personas que...».
--¡Gracias a Dios! Ya tenemos a Periquito hecho fraile--dijo doña Lupe,
que después de haber recibido el estrujón en el pasillo, entraba tras
él, radiante de dicha, porque se le quitaba de encima aquella fiera
boca--. ¿Y de dónde?
--De Orihuela, tía--replicó el clérigo frotándose las manos--. Mala
catedral; pero ya veremos si sale una permuta.
--Canónigo te vean mis ojos, que Papa como tenerlo en la mano.
--¡Cuánto me alegro!--dijo Fortunata por decir algo, y miró a la calle
al través de los cristales, temiendo que le leyeran en la cara los
pensamientos que la canonjía de su cuñado le sugería.
«¡Lo que es el mundo!--pensaba--. Razón tenía D. Evaristo. Hay dos
sociedades, la que se ve y la que está escondida. Si no hubiera sido por
mi maldad, ¡cuándo habría sido canónigo este tonto de capirote,
ordinario y hediondo! ¡Y él tan satisfecho!».
--Me voy mañana mismo a que me den la colación... Pero antes convido a
todo el mundo. Juan Pablo no lo sabe todavía. ¡Que rabie!...
Ayer me apostaba que no me la darían. Ese Villalonga es una gran
persona, y Feijoo lo que se llama un caballero, y el Ministro también...
¿Sabéis quién me dio la noticia? Pues Leopoldo Montes, que está ahora en
Gracia y Justicia. Corrí allá, y cuando el jefe del personal de
catedrales me dijo que eran ciertos los toros, creí que me daba un
desmayo. La credencial estaba allí, y no me la habían mandado por no
saber mis señas... Lo repito, convido a todo Cristo... a lo que
quieran... y convido a las de Torquemada, a Ballester... a doña Casta y
sus simpáticas hijas...
--Para, hijo, para--dijo doña Lupe amoscándose--, que para esas
convidadas no te va a bastar el sueldo de un año; y si piensas que yo
cargo con el mochuelo de los gastos, te equivocas...
Nicolás se calmó luego, tomando el tono que cuadra a un sacerdote y con
el cual sabía él muy bien rectificar la descompostura que le producían
la ira o el contento. «Nada, yo estoy satisfecho, y aunque creo que me
lo merezco por mis estudios y por los servicios que he prestado en el
confesonario, no he de tener orgullo; y desde ahora lo digo, me he de
llevar bien con mis compañeros de cabildo... esta es la cosa. A mí me
gusta la paz y concordia entre príncipes cristianos. Una vida
descansada, mi misita por las mañanas con la fresca, mi corito mañana y
tarde, mi altar mayor cuando me toque, mi paseíto por las tardes, y
vengan penas».
Cuando estaban almorzando, Fortunata no podía alejar de sí este
comentario: «Si fue un bien que me adecentaras, estúpido, ya te lo he
pagado y no te debo nada».
«Yo tengo que ir al Monte--le dijo más tarde doña Lupe--, que hoy
empiezan las subastas. Ten cuidado con Papitos, que estos días anda muy
salida. Tú la echas a perder con tus benevolencias. Date una vuelta por
la cocina y no le quites ojo. Hazle que ponga el bacalao de remojo o
ponlo tú. Y que cuando yo venga esté lavada toda la ropa».
Quedose sola Fortunata con la chiquilla; pero no pudo vigilarla, porque
toda la tarde estuvieron entrando visitas. Primero fue doña Casta
Moreno, viuda de Samaniego, con sus hijas, dos jóvenes muy bien educadas
o que se lo creían ellas. La mamá pertenecía a la familia de los
Morenos, que en el primer tercio del siglo se dividieron en dos grandes
ramas, los _Morenos ricos_ y los _Morenos pobres_; pero habiendo nacido
en la primera de estas ramas, vino a parar a la segunda. Casó con
Samaniego, hombre de bien y muy entendido en Farmacia, pero que no supo
hacerse rico. Por los Trujillos, tenía doña Casta parentesco remoto con
Barbarita; pero habiendo sido muy amigas en la niñez, apenas se trataban
ya, porque la fortuna y las vicisitudes de la vida las habían alejado
considerablemente una de otra. Sus relaciones eran intermitentes. A
veces se veían y se saludaban; a veces no. Les pasaba lo que a muchas
personas que se han tratado en la infancia y que después están años y
más años sin verse. Resulta que cuando se encuentran dudan si hablarse o
no, y al fin no se hablan, porque ninguna se decide a ser la primera.
Más cercano y claro era el parentesco de Casta con Moreno-Isla, el
cual, a pesar de ser _Moreno rico_, mantenía cierta comunicación de
familia con aquella _Moreno pobre_, visitándola alguna vez. Se tuteaban
por resabio de la niñez; pero sus relaciones eran frías, lo
absolutamente preciso para salvar el principio del linaje. La rama de
los Moreno-Isla establecía además un enlace remoto entre doña Casta y
Guillermina Pacheco; pero este parentesco era ya de los que no coge un
galgo. Guillermina y la viuda de Samaniego no se habían tratado nunca.
Jactábase doña Casta de haber educado muy bien a sus dos hijas. La
mayor, Aurora, guapetona, viuda de un francés, era mujer de mucha
disposición para el trabajo. Había vivido algún tiempo en Francia,
dirigiendo un gran establecimiento de ropa blanca, y tenía hábitos
independientes y mucho tino mercantil. La segunda, Olimpia, había estado
asistiendo al Conservatorio siete años seguidos, y obtenido muchos
premios de piano. Su mamá quería que fuese profesora consumada, y para
demostrarlo en los exámenes y obtener buena nota, la hacía estudiar una
pieza, con la cual mortificaba a la vecindad día y noche, durante meses
y aun años. Contaba esta niña la serie de sus novios por los dedos de
las manos; pero lo que es a casarse no habían tocado todavía.
Fortunata simpatizaba mucho con Aurora y muy poco con la mamá y con
Olimpia. Temía que se burlasen de ella, por su falta de educación, y que
la estimaran en poco, sabedoras de su pasado. Reconociendo que le eran
las tres muy superiores por la crianza y el acertado empleo de palabras
finas, a veces quedábase a oscuras de lo que hablaban, y sólo asentía
con movimientos de cabeza. Siempre era de la opinión de ellas, pues
aunque pensara de distinta manera, no se atrevía a expresar su
disentimiento. Aquella tarde, por causa de su situación de espíritu,
estaba la de Rubín más cohibida que nunca y deseando que se marchasen.
Pero desgraciadamente nunca estuvo doña Casta más habladora. Sentía
mucho no encontrar a Lupe, pues deseaba comunicarle noticias de la mayor
trascendencia. Aurora iba a ponerse al frente de un establecimiento de
ropa blanca, montado a estilo de los mejores que hay en París y Londres.
¿Qué tal?
Esforzábase la mujer de Maxi en disimular el aburrimiento que esto le
causaba, y a la hipérbole de doña Casta respondía con exclamaciones de
pasmo y asentimiento. «Mi hija--añadió la viuda de Samaniego--, estará
encargada de la dirección de los _trousseaux_, canastillas de bautizo y
demás género elegante, y tendrá sueldo y participación en los
beneficios. El dueño de este gran establecimiento, que tanto ha de
llamar la atención, es Pepe Samaniego, a quien ha facilitado el dinero
para montarlo mi _primo_ D. Manuel Moreno-Isla, el hombre más bueno y
más generoso del mundo, y con un capital... ¡qué capital! Y vea usted,
es soltero... y se pasa la vida en Londres aburriéndose... Lo que yo
digo; podría haber hecho feliz a una joven, de las muchas que hay en la
familia... Siempre que viene a verme, le largo un _espich_ como él dice,
él se ríe, se ríe...».
--¡Pero qué me importarán a mí todas estas cosas!--pensaba Fortunata,
que ya no podía sostener más tiempo el papel, ni sabía de dónde sacar
los monosílabos y las sonrisas.
Por fin quiso Dios misericordioso que _las Samaniegas_ se marcharan;
pero no habían pasado diez minutos cuando entró D. Evaristo, con su
criado, que le sostenía por el brazo derecho, y Fortunata le condujo
hasta la sala en una de cuyas butacas se sentó el anciano pesadamente.
«¿Doña Lupe...?».
--No hay nadie--dijo ella, lo que significaba: estoy sola, puede usted
hablar con libertad.
--¡Ah!, sola... ¿y qué tal...? Me dijeron que estabas... que estaba
usted algo mala...
Después de decirle que su enfermedad no había sido nada, la chulita se
sentó junto a él, haciendo propósito de contarle la verdadera dolencia
que sufría, que era puramente moral, y con los más graves caracteres.
Pensaba preguntar a su sabio amigo y maestro, por qué todo aquel
desorden se había manifestado a consecuencia de las breves palabras que
cruzó con Jacinta. ¿Qué relación tenía aquella mujer con su conducta y
con sus sentimientos? Sobre esto le diría algo sustancioso aquel sagaz
conocedor del corazón humano y del mundo, porque ella se devanaba los
sesos y no podía dar con la razón de que _la mona_ le trastornase su
espíritu. Si era ángel, ¿por qué la hacía mala? ¿Por qué era con ella lo
que es el demonio con las criaturas, que las tienta y les inspira el
mal? Luego no era ángel. Otro punto oscuro quería consultarle, y era que
sentía deseos vivísimos de parecerse a aquella mujer, y ser, si no
mejor, lo mismo que ella. Luego Jacinta no era demonio.
Lo difícil era explicar esto de modo que el amigo Feijoo lo entendiese,
porque ya se sabe que no se daba buena mano para encontrar las palabras
que en el lenguaje corriente expresan las cosas espirituales y
enrevesadas.
--viii--
Lo peor del caso fue que aún no había empezado la consulta
cuando entró doña Lupe, quien invitó al Sr. de Feijoo a tomar chocolate.
No se hizo de rogar el buen caballero, y la misma viuda de Jáuregui se
lo sirvió. Mientras lo tomaba, hablaron de las visitas que tía y sobrina
hacían a la calle de Mira el Río. «Yo--declaraba doña Lupe--, reconozco
que no tengo valor ni estómago para practicar la caridad en ese grado.
Admiro mucho a _la amiga_ Guillermina; pero no la puedo imitar». Feijoo
expuso sobre aquel tema de la filantropía algunas consideraciones muy
sesudas, y despidiose, dando a cada una de las señoras un fuerte apretón
de manos.
Aquella noche notó Fortunata en su marido algo que la puso en cuidado.
Durante la comida no había dicho una palabra; tenía el color arrebatado,
estaba muy inquieto, dando a cada instante suspiros hondísimos. Cuando
subió a acostarse no tenía ya el rostro encendido, sino de color de
cola. «¿Tienes jaqueca?» le preguntó su mujer, viéndole desplomarse en
una silla y apoyar la cabeza en las manos. Contestó Maxi que no, que la
cabeza no le dolía nada, y que lo que le aterraba era sentir el cráneo
vacío, _desalquilado_, como una casa _con papeles_.
«Hace poco--dijo con desaliento amargo--, perdí la memoria de tal
modo... que... no sabía cómo te llamas tú. Venía subiendo la escalera, y
me entró tal rabia, que me pregunté a gritos: '¿Pero cómo se llama, cómo
se llama?...'. Me acordé al entrar en la casa. Hoy estaba haciendo una
medicina para un enfermo de los ojos, y en vez del sulfato de _atropina_
puse el de _eserina_, que es la indicación contraria. Si no lo advierte
Ballester... ¡qué atrocidad!, dejo ciego al enfermo... No puedo
trabajar. Esta cabeza se me ha trastornado. Figúrate que a ratos...».
Diciendo esto la miraba de hito en hito, y Fortunata no sabía disimular
bien el terror que aquellos ojos le causaban.
«Figúrate que a ratos me siento tan estúpido, pero tan estúpido, que
creo tener por cabeza un pedazo de granito. No salta aquí una idea
aunque me dé con un martillo. Y otros ratos parece que me vuelvo el
hombre de más seso del mundo, ¡y se me ocurren unas cosas...! De tan
sublimes que son no las puedo expresar; me tiembla la lengua, me la
muerdo y escupo sangre... Después me quedo como el que sale de un
desmayo».
--Acuéstate y descansa--le propuso su mujer compadecida y asustada--.
Eso no es más que cansancio de tanto discurrir.
Maximiliano empezó a desnudarse, deteniéndose a cada momento.
«En cuanto muevo un brazo--decía con terror--, me aumentan de tal modo
las palpitaciones que no puedo respirar. Ballester dice que es nervioso,
una hiperquinesia del corazón, producida por la dispepsia... gases...
Pero yo digo que no, que no, que esto es más grave. Es la aorta... Yo
tengo una aneurisma, y el mejor día, plaf... revienta...».
--No seas aprensivo... Si no leyeras librotes de Medicina no se te
ocurrirían esos disparates--opinó ella sacándole los pantalones.
Quedose con las piernas tiesas, en calzoncillos, esperando a que su
mujer le quitara también las botas. «Dios te lo pague, hija de mi vida.
Ayúdame, que bien lo necesita tu pobre marido. Estoy lucido, como hay
Dios».
Fortunata le cogió gallardamente en brazos y le metió en la cama. Aún
podía ella más. Ambos se reían; pero después de la risa, Maximiliano dio
un suspiro, diciendo con la tristeza mayor del mundo:
«¡Qué fuerza tienes!... ¡Y yo qué débil! ¡Y a este llaman sexo fuerte!
¡Valiente sexo el mío!».
«Duérmete y no pienses en tonterías» indicó ella que, movida de piedad,
creyó oportuno y caritativo hacerle algunas caricias.
--Si no fuera por ti--dijo él, como un niño mimoso--, no se me
importaría que la vida se me acabara... El mundo no vale nada sino por
el amor. Es lo único efectivo y real; lo demás es figurado.
Acostose también ella, y estuvo dándole conversación hasta que le entró
sueño. ¡Pobre chico! La lástima que Fortunata sentía, apagaba en su
espíritu la aversión, o al menos la escondía, como en un repliegue, no
permitiéndole manifestarse. Y la compasión hacía que brotaran en su
voluntad aquellos deseos de virtud sublime que a ratos surgían como flor
de un minuto, criada por la emulación. La emulación o la manía imitativa
eran lo que determinaba la idea de que si su marido se ponía muy malo,
muy malo, ella sería la maravilla del mundo por el esmero en asistirle y
cuidarle. Mas para que el triunfo fuese completo era menester que a Maxi
le entrase una enfermedad asquerosa, repugnante y pestífera, de esas que
ahuyentan hasta a los más allegados. Ella, entonces, daría pruebas de
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