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Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 57

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  la ofensa con desdén soberano y aun con el perdón mismo. La otra sintió,
  por el contrario, tremendo peso dentro de sí. ¡Ay, su acción
  descompuesta y brutal le gravitó en el alma como si la casa se le
  hubiera desplomado encima! No tuvo ánimo para entrar también; tembló de
  pensar lo que diría Severiana si se enteraba; pues ¿y doña
  Guillermina?... Refugiose en el cuarto de la comandanta, donde había
  dejado velo y manguito. La cobardía que sintió impulsábala a correr
  hacia la calle. Huir, sí, y no volver a poner los pies en aquella casa
  ni en parte alguna donde pudiera tener tales encuentros... Salió sin
  hacer ruido, deslizándose, y al pasar frente a la puerta, miró y la vio
  allá dentro, al extremo del largo pasillo, que parecía un anteojo. La
  veía de perfil, la mano en la mejilla, muy pensativa, y Jacinta no la
  veía a ella. Bajó y se puso en la calle, acordándose de una de las
  principales recomendaciones que le había hecho Feijoo: «No descomponerse
  nunca». Pues bien se había descompuesto aquel día... «Pero
  verdaderamente--discurrió tratando de serenarse--. Yo ¿qué le he hecho?,
  nada... Únicamente decirle quién soy, para que me conozca...».
  ¡Cosa extraña!, le entraron ganas de esperar para verla salir. Púsose de
  centinela en la calle del Bastero, y cinco minutos después vio a la
  fundadora entrar en la casa. «Han de subir por la calle de
  Toledo--pensó--; desde allí las veré sin que me vean. Siguió a la calle
  de Toledo, poniéndose en acecho en la acera de enfrente, junto a la
  puerta de una taberna. Al cabo de un cuarto de hora, apareció por la
  boca-calle la berlina con las dos damas. «Hablan de mí, y le está
  contando cómo pasó el lance... me imita, remedando mi movimiento, cuando
  la cogí por los brazos... ¿Qué dirán, Dios mío, qué dirán? Me parece
  oírlas... Que soy un trasto y que me debían mandar a presidio».
  
  
  --vi--
  
  Cuando subía la escalera de su casa, se iniciaba en la conciencia
  de la joven una reprobación clara de lo que había hecho. «...Hubiera
  sido mucho mejor--pensó deteniendo el paso y tardando un minuto de
  escalón a escalón--, decirle aquello de _yo soy Fortunata_, con calma,
  reparando bien qué cara ponía ella al oírlo, y luego quedarme tan
  fresca, esperando a ver por qué registro salía, o echarle tres o cuatro
  chinitas, diciéndole que yo también soy honrada, claro, y que su marido
  es un tunante... a ver por dónde la tomaba».
  Al entrar en la casa, halló a doña Lupe muy incomodada con Papitos,
  sobre cuya inocente cabeza descargaba el mal humor que la noche en vela
  le produjo. Cuanto se había hecho en su ausencia le parecía mal,
  dejándose decir que ni tan siquiera para una obra de caridad podía salir
  de casa, pues en cuanto volvía la espalda, era todo un desbarajuste.
  Fortunata comprendió que también quería meterse con ella; mas no
  teniendo ganas de reñir, dejaba sin contestación sus refunfuños. «Mira
  que es pifia mandar traer esta babilla y esta falda que no sirve ni para
  el gato. Tienes la cabeza llena de viento. Nada, en cuanto yo me
  descuido, ya no das pie con bola».
  Fortunata empezaba a sentirse mal. Tenía escalofríos, dolor de cabeza y
  ganas de bostezar a cada momento. Conociole doña Lupe en la cara la
  desazón, y le preguntó con gran interés: «¿Tienes ascos, mareos...?».
  --No sé lo que tengo; pero me acostaría de buena gana.
  Doña Lupe, al irse a la cocina, iba pensando que aquellos síntomas
  podrían anunciar tal vez la probable reproducción del tipo de Rubín en
  la especie humana; pero bien sabía la otra que no era nada de esto, y
  sin más explicaciones echose, bien envuelta en una manta, en el sofá de
  su cuarto. Después que se le aplacara el frío, sintió somnolencia, que
  la llevó a un delirio tranquilo, reproduciendo en su mente la escena
  aquella con varias adiciones de importancia. ¿Eran estas algo que con la
  prisa no pudo decir, pero que debió haber dicho, o eran simplemente
  desvaríos de su cerebro encendido por la calentura?... «¡Si creerá esta
  señora que no hay en el mundo más mujeres honradas que ella!... Que se
  le quite a usted eso de la cabeza. ¡Vaya con el modelo!... ¡A buena
  parte viene usted...! ¿Sabe usted, niña, que como a mí se me meta en la
  cabeza, le doy a usted honradez y virtudes por los hocicos hasta que no
  quiera más? Porque eso es cuestión de decir: '¡Ea!'... Sí, y si me atufo
  no hay quien me tosa. ¿Pues qué cree usted, que a mí me costaría trabajo
  cuidar enfermos y dármelas de muy católica? Pues si a mano viene me
  pondré el mejor día a cuidar y limpiar y revolver los enfermos más
  podridos, y me vestiré una saya, y recogeré niños que no tengan padres,
  que de eso y de mucho más soy yo capaz... ¡Vaya con la _mona del Cielo_!
  Ea... no venga acá vendiendo mérito... ¡Y ángel me soy! Pues para que lo
  sepa, también yo, si me da la gana de ser ángel, lo seré, y más que
  usted, mucho más. Todas tenemos nuestro ángel en el cuerpo...».
  Después de esto, tornó a ver con claridad las cosas, y dejando vagar sus
  miradas por la habitación solitaria y semioscura, pensaba en lo mismo,
  pero apreciando mejor la realidad de las cosas. En aquella meditación,
  lo que descollaba, después de vueltas mil, era un vivo deseo de ser no
  sólo igual, sino superior a la otra. El cómo era lo difícil. «Porque lo
  primero que tengo que hacer es querer a mi marido, y portarme bien para
  que se olviden las maldades que he hecho...».
  El pensamiento, recorriendo todas las caras del tema, iba de las cosas
  más sutiles a las más triviales. «Me tengo que hacer una falda
  enteramente igual a la que llevaba ella... lo mismito, con aquel
  tableado; y si encontrara tela igual... La verdad es que tiene la mona
  un aire de señorío y de... de... ¿de qué?, de majestad, sí... ¡Bah!,
  esto es idea, idea nada más de los que la miran, porque con aquello de
  que es ángel... A saber si lo es realmente, que las apariencias
  engañan...».
  Sacola de esta cavilación doña Lupe, que entró con pisadas de gato, y le
  dijo que era preciso tomara algo. Negose Fortunata a comer cosa alguna,
  y dijo que lo único que apetecía era una naranja para chuparla.
  «¿Antojitos ya?» murmuró la tía sonriendo, y mandó a Papitos por la
  naranja.
  Mientras la chupaba, haciéndole un agujerito y apretándola como aprietan
  los chicos la teta, a la señora de Rubín le pasó por el cerebro otra
  ráfaga de aquel furor que determinó el acto de la mañana: «Tu marido es
  mío y te lo tengo que quitar... Pinturera... santurrona... ya te diré yo
  si eres ángel o lo que eres... Tu marido es mío; me lo has robado...
  como se puede robar un pañuelo. Dios es testigo, y si no, pregúntale...
  Ahora mismo lo sueltas o verás, verás quién soy...».
  Quedose dormida, dejando caer al suelo la naranja. Despertó al sentir
  sobre su frente la mano de su amante esposo, que había subido a comer, y
  enterado de que estaba indispuesta, se asustó mucho, Doña Lupe quiso
  hacerle concebir esperanzas de sucesión; pero él, moviendo la cabeza con
  expresión escéptica y desconsolada, entró en la alcoba y le palpó la
  frente a su mujer.
  «Hija de mi vida, ¿qué tienes?».
  Al oír esta terneza y al ver delante la figura de Maxi, Fortunata sintió
  fuerte sacudida en su interior. Como una neurosis constitutiva de esas
  que se manifiestan de repente, cuando menos se las espera, así se
  presentó en el alma de la joven, a golpe, y a manera de explosión de
  pólvora, la aversión que su marido le había inspirado en otro tiempo. Lo
  primero que pensó fue cómo había retoñado tan de repente la infame
  planta del odio que ella creía seca y muerta, o al menos moribunda. Le
  miraba, y mientras más le miraba, peor... Se volvió del otro lado
  respondiendo con sequedad: «Nada».
  --¿Sabes lo que dice la tía?... oye...
  La opinión de la tía aumentaba la malquerencia de la sobrina y el vivo
  deseo de perder de vista a su marido. Cerrando los ojos, invocó a Dios y
  a la Virgen, de quien esperaba auxilio para poder curarse de aquella
  insana antipatía; pero ni por esas... «Si no le puedo ver; ¡si me iría
  al fin del mundo por no verle...! ¡Y yo creí que le iba tomando cariño!
  ¡Buen cariño nos dé Dios! Ni sé yo en qué estaba pensando Feijoo...
  Tonto él, y yo más tonta en hacerle caso».
  Maxi, al tomarle el pulso, echó por aquella boca una retahíla de frases
  de medicina, concluyendo por decir: «Subiré esta noche un
  antiespasmódico, jarabe de azahar con bromuro, y quizás, quizás unas
  pildoritas de sulfato de quinina. Hay fiebre, aunque poca. Principio de
  un fuerte catarro. Tú te has enfriado en aquella maldita casa de
  corredor... o te habrás atufado con algún brasero».
  Fortunata pensó que, en efecto, se había atufado, pero no con brasero.
  Cediendo a los ruegos de su marido y de doña Lupe, se acostó, y a prima
  noche estaba más tranquila, desvelada, sin ningún apetito, oyendo con
  desagrado el ruido de los platos y cucharas que del comedor venía a la
  hora de cenar. Nicolás hablaba por los codos. «Mejor es que no tomes
  nada, si no tienes gana--le dijo Maxi, que entró mascando el postre y
  con un higo pasado en la mano--. Por si acaso, no bajaré esta noche a la
  botica, y te acompañaré». La peor de las medicinas era esta, pues
  gustaba la joven de estar sola, entretenida con sus pensamientos. Hizo
  por dormirse; su marido le ató fuertemente un pañuelo a la cabeza, y
  después se puso junto a la cama. Después de un breve sueño, vio ella la
  escueta figura de Maxi dando paseos en la habitación. Tan pronto miraba
  su persona como su sombra corriendo por la pared, larga, angulosa,
  doblándose en las esquinas del muro. «¡Ah!... Jacinta, yo te quisiera
  ver casada con este... Entonces me reiría, me estaría riendo tres años
  seguidos».
  Maximiliano se desnudaba para acostarse. Al quitarse el chaleco, salían
  de las boca-mangas los hombros, como alones de un ave flaca que no tiene
  nada que comer. Luego, los pantalones echaron de sí aquellas piernas
  como bastones que se desenfundan. Todas sus coyunturas funcionaban con
  trabajo, cual si estuvieran mohosas, y el pelo se le había hecho tan
  ralo, que su cabeza ofrecía una de esas calvas sin dignidad que suelen
  verse en jóvenes de poca y mala sangre. Al meterse en la cama y estirar
  los huesos, exhalaba un _¡ah!_ que no se sabía si era de dolor o de
  gusto. Fortunata, fingiendo dormir, se volvió para el otro lado y a
  media noche dormía de veras.
  A la madrugada abrió los ojos. La alcoba estaba en completa oscuridad.
  Oyó la respiración de su marido, áspera a ratos, a ratos silbante y con
  diversos flauteados, como si el aire encontrase en aquel pecho
  obstrucciones gelatinosas y lengüetas metálicas. Incorporose Fortunata,
  cediendo a un movimiento interior cuyo impulso inicial se determinó
  cuando estaba dormida. Lo que pensaba entonces era por demás peregrino.
  El disparate que se le había ocurrido, porque disparate era y de los
  gordos, fue que debía echarse del lecho muy callandito, buscar a tientas
  su ropa, vestirse... ir hacia la percha, coger su bata y ponérsela. El
  mantón, ¿dónde estaba? No pudo recordarlo; pero lo buscaría, a tientas
  también; y una vez hallado, saldría de la alcoba, cogería el llavín que
  estaba colgado de un clavo en el recibimiento, y ¡aire!... ¡a la calle!
  La idea de la evasión estuvo flameando un rato sobre sus sesos, como una
  luz de alcohol, sin que pudiera entender cómo se había encendido
  semejante idea. En el bolsillo de la bata tenía medio duro, una peseta,
  y algunos cuartos, la vuelta del duro que dio a Papitos para que le
  trajera... no recordaba qué. Pues con aquel dinero tenía bastante. ¿Para
  qué más? ¿Y a dónde iría? A una casa de huéspedes. No... a casa de D.
  Evaristo... No, porque D. Evaristo la reñiría. Esta idea de que la
  reñiría su _padrino_ fue el golpe que le aclaró el sentido, porque la
  idea de la fuga era un rastro del sueño. «¿Estoy despierta o dormida?»
  se preguntaba al reconocer su desatino; y quedose un rato sentada en la
  cama, con la mano en la mejilla. El pañuelo se le había desatado de la
  cabeza, y deshecho el peinado, sus espesas guedejas le caían sobre los
  hombros. «¡Qué marido este!--pensaba, recogiéndose el cabello--, ¡ni
  atar un pañuelo sabe!». Después creyó ver ojos, que en aquella profunda
  oscuridad la miraban. «Debo de estar soñando todavía. ¿Qué me miras tú?
  ¿Qué dices? ¿Que estoy guapa? Ya lo creo. Más que tu mujer».
  Y se volvió a acostar. Maximiliano, al revolverse, le dio un
  encontronazo con un omoplato. «¡Ay!, me ha hecho ver las estrellas» dijo
  para sí Fortunata, recogiéndose más en su lado.
  «¿Duermes, vidita?» murmuró el otro despertándose, y rechupando luego
  como si tuviera una pastilla en la boca.
  Pero sin oír la respuesta, se volvió a dormir.
  
  
  --vii--
  
  Al día siguiente Fortunata se sentía mejor; pero aún estaba en la
  cama cuando su marido, después de dar una vuelta por la botica, subió a
  verla. «¿Qué tal?--le dijo inclinándose sobre ella y besándola en
  frente--. Te puedes levantar.
  El día está bueno. ¡Ay!, yo tengo menos salud que tú, y no me quejo
  tanto. Siento tal debilidad que a veces me cuesta trabajo mover un dedo.
  Todos los huesos me duelen, y la cabeza la siento a ratos como si
  estuviera vacía, sin sesos... Pero no me duele, y esto es mala señal,
  porque las jaquecas son un puntal de la vida. Yo no sé lo que me pasa. A
  ratos me distraigo, me entra como un olvido, me quedo lelo sin saber
  dónde estoy ni lo que hago... Pues digo, ¿y cuándo pierdo la memoria y
  se me va de ella lo que más sé?... Tú estarás buena mañana; pero yo no
  sé a dónde voy a parar con estas cosas. Dice Ballester que tome mucho
  hierro, pero mucho hierro, y que esto es falta de glóbulos en la sangre,
  y así debe de ser... Esta máquina mía nunca ha sido muy famosa, y ahora
  está que no vale dos cuartos...».
  Fortunata le miraba y sentía una lástima profunda. Quizás esta lástima
  refrescaba el cariño fraternal que había empezado a marchitarse. Pero no
  estaba muy segura de esto, y cuando le vio salir, pensaba que si aquella
  planta raquítica del cariño se agostaba, debía hacer ella esfuerzos
  colosales por impedirlo.
  Poco después, hallándose en el gabinete sentada junto al balcón, por
  donde entraba el sol, sintió en los pasillos ruidos de voces que al
  pronto no se podía saber si eran de gozo o de ira. Pero ni tuvo tiempo
  de asustarse porque vio entrar a Nicolás haciendo aspavientos de júbilo,
  el rostro encendido, los ojos chispos, y llegándose a su cuñada le dio
  un fuerte abrazo:
  «Denme todos la enhorabuena... Ya... al fin... No ha sido favor, sino
  justicia. Pero estoy muy agradecido a las personas que...».
  --¡Gracias a Dios! Ya tenemos a Periquito hecho fraile--dijo doña Lupe,
  que después de haber recibido el estrujón en el pasillo, entraba tras
  él, radiante de dicha, porque se le quitaba de encima aquella fiera
  boca--. ¿Y de dónde?
  --De Orihuela, tía--replicó el clérigo frotándose las manos--. Mala
  catedral; pero ya veremos si sale una permuta.
  --Canónigo te vean mis ojos, que Papa como tenerlo en la mano.
  --¡Cuánto me alegro!--dijo Fortunata por decir algo, y miró a la calle
  al través de los cristales, temiendo que le leyeran en la cara los
  pensamientos que la canonjía de su cuñado le sugería.
  «¡Lo que es el mundo!--pensaba--. Razón tenía D. Evaristo. Hay dos
  sociedades, la que se ve y la que está escondida. Si no hubiera sido por
  mi maldad, ¡cuándo habría sido canónigo este tonto de capirote,
  ordinario y hediondo! ¡Y él tan satisfecho!».
  --Me voy mañana mismo a que me den la colación... Pero antes convido a
  todo el mundo. Juan Pablo no lo sabe todavía. ¡Que rabie!...
  Ayer me apostaba que no me la darían. Ese Villalonga es una gran
  persona, y Feijoo lo que se llama un caballero, y el Ministro también...
  ¿Sabéis quién me dio la noticia? Pues Leopoldo Montes, que está ahora en
  Gracia y Justicia. Corrí allá, y cuando el jefe del personal de
  catedrales me dijo que eran ciertos los toros, creí que me daba un
  desmayo. La credencial estaba allí, y no me la habían mandado por no
  saber mis señas... Lo repito, convido a todo Cristo... a lo que
  quieran... y convido a las de Torquemada, a Ballester... a doña Casta y
  sus simpáticas hijas...
  --Para, hijo, para--dijo doña Lupe amoscándose--, que para esas
  convidadas no te va a bastar el sueldo de un año; y si piensas que yo
  cargo con el mochuelo de los gastos, te equivocas...
  Nicolás se calmó luego, tomando el tono que cuadra a un sacerdote y con
  el cual sabía él muy bien rectificar la descompostura que le producían
  la ira o el contento. «Nada, yo estoy satisfecho, y aunque creo que me
  lo merezco por mis estudios y por los servicios que he prestado en el
  confesonario, no he de tener orgullo; y desde ahora lo digo, me he de
  llevar bien con mis compañeros de cabildo... esta es la cosa. A mí me
  gusta la paz y concordia entre príncipes cristianos. Una vida
  descansada, mi misita por las mañanas con la fresca, mi corito mañana y
  tarde, mi altar mayor cuando me toque, mi paseíto por las tardes, y
  vengan penas».
  Cuando estaban almorzando, Fortunata no podía alejar de sí este
  comentario: «Si fue un bien que me adecentaras, estúpido, ya te lo he
  pagado y no te debo nada».
  «Yo tengo que ir al Monte--le dijo más tarde doña Lupe--, que hoy
  empiezan las subastas. Ten cuidado con Papitos, que estos días anda muy
  salida. Tú la echas a perder con tus benevolencias. Date una vuelta por
  la cocina y no le quites ojo. Hazle que ponga el bacalao de remojo o
  ponlo tú. Y que cuando yo venga esté lavada toda la ropa».
  Quedose sola Fortunata con la chiquilla; pero no pudo vigilarla, porque
  toda la tarde estuvieron entrando visitas. Primero fue doña Casta
  Moreno, viuda de Samaniego, con sus hijas, dos jóvenes muy bien educadas
  o que se lo creían ellas. La mamá pertenecía a la familia de los
  Morenos, que en el primer tercio del siglo se dividieron en dos grandes
  ramas, los _Morenos ricos_ y los _Morenos pobres_; pero habiendo nacido
  en la primera de estas ramas, vino a parar a la segunda. Casó con
  Samaniego, hombre de bien y muy entendido en Farmacia, pero que no supo
  hacerse rico. Por los Trujillos, tenía doña Casta parentesco remoto con
  Barbarita; pero habiendo sido muy amigas en la niñez, apenas se trataban
  ya, porque la fortuna y las vicisitudes de la vida las habían alejado
  considerablemente una de otra. Sus relaciones eran intermitentes. A
  veces se veían y se saludaban; a veces no. Les pasaba lo que a muchas
  personas que se han tratado en la infancia y que después están años y
  más años sin verse. Resulta que cuando se encuentran dudan si hablarse o
  no, y al fin no se hablan, porque ninguna se decide a ser la primera.
  Más cercano y claro era el parentesco de Casta con Moreno-Isla, el
  cual, a pesar de ser _Moreno rico_, mantenía cierta comunicación de
  familia con aquella _Moreno pobre_, visitándola alguna vez. Se tuteaban
  por resabio de la niñez; pero sus relaciones eran frías, lo
  absolutamente preciso para salvar el principio del linaje. La rama de
  los Moreno-Isla establecía además un enlace remoto entre doña Casta y
  Guillermina Pacheco; pero este parentesco era ya de los que no coge un
  galgo. Guillermina y la viuda de Samaniego no se habían tratado nunca.
  Jactábase doña Casta de haber educado muy bien a sus dos hijas. La
  mayor, Aurora, guapetona, viuda de un francés, era mujer de mucha
  disposición para el trabajo. Había vivido algún tiempo en Francia,
  dirigiendo un gran establecimiento de ropa blanca, y tenía hábitos
  independientes y mucho tino mercantil. La segunda, Olimpia, había estado
  asistiendo al Conservatorio siete años seguidos, y obtenido muchos
  premios de piano. Su mamá quería que fuese profesora consumada, y para
  demostrarlo en los exámenes y obtener buena nota, la hacía estudiar una
  pieza, con la cual mortificaba a la vecindad día y noche, durante meses
  y aun años. Contaba esta niña la serie de sus novios por los dedos de
  las manos; pero lo que es a casarse no habían tocado todavía.
  Fortunata simpatizaba mucho con Aurora y muy poco con la mamá y con
  Olimpia. Temía que se burlasen de ella, por su falta de educación, y que
  la estimaran en poco, sabedoras de su pasado. Reconociendo que le eran
  las tres muy superiores por la crianza y el acertado empleo de palabras
  finas, a veces quedábase a oscuras de lo que hablaban, y sólo asentía
  con movimientos de cabeza. Siempre era de la opinión de ellas, pues
  aunque pensara de distinta manera, no se atrevía a expresar su
  disentimiento. Aquella tarde, por causa de su situación de espíritu,
  estaba la de Rubín más cohibida que nunca y deseando que se marchasen.
  Pero desgraciadamente nunca estuvo doña Casta más habladora. Sentía
  mucho no encontrar a Lupe, pues deseaba comunicarle noticias de la mayor
  trascendencia. Aurora iba a ponerse al frente de un establecimiento de
  ropa blanca, montado a estilo de los mejores que hay en París y Londres.
  ¿Qué tal?
  Esforzábase la mujer de Maxi en disimular el aburrimiento que esto le
  causaba, y a la hipérbole de doña Casta respondía con exclamaciones de
  pasmo y asentimiento. «Mi hija--añadió la viuda de Samaniego--, estará
  encargada de la dirección de los _trousseaux_, canastillas de bautizo y
  demás género elegante, y tendrá sueldo y participación en los
  beneficios. El dueño de este gran establecimiento, que tanto ha de
  llamar la atención, es Pepe Samaniego, a quien ha facilitado el dinero
  para montarlo mi _primo_ D. Manuel Moreno-Isla, el hombre más bueno y
  más generoso del mundo, y con un capital... ¡qué capital! Y vea usted,
  es soltero... y se pasa la vida en Londres aburriéndose... Lo que yo
  digo; podría haber hecho feliz a una joven, de las muchas que hay en la
  familia... Siempre que viene a verme, le largo un _espich_ como él dice,
  él se ríe, se ríe...».
  --¡Pero qué me importarán a mí todas estas cosas!--pensaba Fortunata,
  que ya no podía sostener más tiempo el papel, ni sabía de dónde sacar
  los monosílabos y las sonrisas.
  Por fin quiso Dios misericordioso que _las Samaniegas_ se marcharan;
  pero no habían pasado diez minutos cuando entró D. Evaristo, con su
  criado, que le sostenía por el brazo derecho, y Fortunata le condujo
  hasta la sala en una de cuyas butacas se sentó el anciano pesadamente.
  «¿Doña Lupe...?».
  --No hay nadie--dijo ella, lo que significaba: estoy sola, puede usted
  hablar con libertad.
  --¡Ah!, sola... ¿y qué tal...? Me dijeron que estabas... que estaba
  usted algo mala...
  Después de decirle que su enfermedad no había sido nada, la chulita se
  sentó junto a él, haciendo propósito de contarle la verdadera dolencia
  que sufría, que era puramente moral, y con los más graves caracteres.
  Pensaba preguntar a su sabio amigo y maestro, por qué todo aquel
  desorden se había manifestado a consecuencia de las breves palabras que
  cruzó con Jacinta. ¿Qué relación tenía aquella mujer con su conducta y
  con sus sentimientos? Sobre esto le diría algo sustancioso aquel sagaz
  conocedor del corazón humano y del mundo, porque ella se devanaba los
  sesos y no podía dar con la razón de que _la mona_ le trastornase su
  espíritu. Si era ángel, ¿por qué la hacía mala? ¿Por qué era con ella lo
  que es el demonio con las criaturas, que las tienta y les inspira el
  mal? Luego no era ángel. Otro punto oscuro quería consultarle, y era que
  sentía deseos vivísimos de parecerse a aquella mujer, y ser, si no
  mejor, lo mismo que ella. Luego Jacinta no era demonio.
  Lo difícil era explicar esto de modo que el amigo Feijoo lo entendiese,
  porque ya se sabe que no se daba buena mano para encontrar las palabras
  que en el lenguaje corriente expresan las cosas espirituales y
  enrevesadas.
  
  
  --viii--
  
  Lo peor del caso fue que aún no había empezado la consulta
  cuando entró doña Lupe, quien invitó al Sr. de Feijoo a tomar chocolate.
  No se hizo de rogar el buen caballero, y la misma viuda de Jáuregui se
  lo sirvió. Mientras lo tomaba, hablaron de las visitas que tía y sobrina
  hacían a la calle de Mira el Río. «Yo--declaraba doña Lupe--, reconozco
  que no tengo valor ni estómago para practicar la caridad en ese grado.
  Admiro mucho a _la amiga_ Guillermina; pero no la puedo imitar». Feijoo
  expuso sobre aquel tema de la filantropía algunas consideraciones muy
  sesudas, y despidiose, dando a cada una de las señoras un fuerte apretón
  de manos.
  Aquella noche notó Fortunata en su marido algo que la puso en cuidado.
  Durante la comida no había dicho una palabra; tenía el color arrebatado,
  estaba muy inquieto, dando a cada instante suspiros hondísimos. Cuando
  subió a acostarse no tenía ya el rostro encendido, sino de color de
  cola. «¿Tienes jaqueca?» le preguntó su mujer, viéndole desplomarse en
  una silla y apoyar la cabeza en las manos. Contestó Maxi que no, que la
  cabeza no le dolía nada, y que lo que le aterraba era sentir el cráneo
  vacío, _desalquilado_, como una casa _con papeles_.
  «Hace poco--dijo con desaliento amargo--, perdí la memoria de tal
  modo... que... no sabía cómo te llamas tú. Venía subiendo la escalera, y
  me entró tal rabia, que me pregunté a gritos: '¿Pero cómo se llama, cómo
  se llama?...'. Me acordé al entrar en la casa. Hoy estaba haciendo una
  medicina para un enfermo de los ojos, y en vez del sulfato de _atropina_
  puse el de _eserina_, que es la indicación contraria. Si no lo advierte
  Ballester... ¡qué atrocidad!, dejo ciego al enfermo... No puedo
  trabajar. Esta cabeza se me ha trastornado. Figúrate que a ratos...».
  Diciendo esto la miraba de hito en hito, y Fortunata no sabía disimular
  bien el terror que aquellos ojos le causaban.
  «Figúrate que a ratos me siento tan estúpido, pero tan estúpido, que
  creo tener por cabeza un pedazo de granito. No salta aquí una idea
  aunque me dé con un martillo. Y otros ratos parece que me vuelvo el
  hombre de más seso del mundo, ¡y se me ocurren unas cosas...! De tan
  sublimes que son no las puedo expresar; me tiembla la lengua, me la
  muerdo y escupo sangre... Después me quedo como el que sale de un
  desmayo».
  --Acuéstate y descansa--le propuso su mujer compadecida y asustada--.
  Eso no es más que cansancio de tanto discurrir.
  Maximiliano empezó a desnudarse, deteniéndose a cada momento.
  «En cuanto muevo un brazo--decía con terror--, me aumentan de tal modo
  las palpitaciones que no puedo respirar. Ballester dice que es nervioso,
  una hiperquinesia del corazón, producida por la dispepsia... gases...
  Pero yo digo que no, que no, que esto es más grave. Es la aorta... Yo
  tengo una aneurisma, y el mejor día, plaf... revienta...».
  --No seas aprensivo... Si no leyeras librotes de Medicina no se te
  ocurrirían esos disparates--opinó ella sacándole los pantalones.
  Quedose con las piernas tiesas, en calzoncillos, esperando a que su
  mujer le quitara también las botas. «Dios te lo pague, hija de mi vida.
  Ayúdame, que bien lo necesita tu pobre marido. Estoy lucido, como hay
  Dios».
  Fortunata le cogió gallardamente en brazos y le metió en la cama. Aún
  podía ella más. Ambos se reían; pero después de la risa, Maximiliano dio
  un suspiro, diciendo con la tristeza mayor del mundo:
  «¡Qué fuerza tienes!... ¡Y yo qué débil! ¡Y a este llaman sexo fuerte!
  ¡Valiente sexo el mío!».
  «Duérmete y no pienses en tonterías» indicó ella que, movida de piedad,
  creyó oportuno y caritativo hacerle algunas caricias.
  --Si no fuera por ti--dijo él, como un niño mimoso--, no se me
  importaría que la vida se me acabara... El mundo no vale nada sino por
  el amor. Es lo único efectivo y real; lo demás es figurado.
  Acostose también ella, y estuvo dándole conversación hasta que le entró
  sueño. ¡Pobre chico! La lástima que Fortunata sentía, apagaba en su
  espíritu la aversión, o al menos la escondía, como en un repliegue, no
  permitiéndole manifestarse. Y la compasión hacía que brotaran en su
  voluntad aquellos deseos de virtud sublime que a ratos surgían como flor
  de un minuto, criada por la emulación. La emulación o la manía imitativa
  eran lo que determinaba la idea de que si su marido se ponía muy malo,
  muy malo, ella sería la maravilla del mundo por el esmero en asistirle y
  cuidarle. Mas para que el triunfo fuese completo era menester que a Maxi
  le entrase una enfermedad asquerosa, repugnante y pestífera, de esas que
  ahuyentan hasta a los más allegados. Ella, entonces, daría pruebas de
  
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