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Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 54
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visto días, los menos, eso sí, en que brillaba echando chispas el sol
del alma, seguidos de otros en que se apagaba casi por completo; pero
nunca vio una tan inalterable y mansa corriente de días tibios, iguales,
de penumbra dulce y reparadora. Llevábase muy bien con doña Lupe, y con
su marido le pasaba lo más extraño que imaginar pudiera. No digamos que
le quería, según su concepto y definición del querer; pero le había
tomado un cierto cariño como de hermana o hermano. No era ni podía ser
el hombre por quien la mujer da su vida, encontrando espiritual goce en
este sacrificio; era simplemente un ser cuya conservación y bienestar
deseaba. Y así como se supone y casi se entrevé una tierra lejana cuando
se va navegando a la aventura, así entreveía ella la contingencia de
quererle con amor más firme, y de pasar a su lado toda la vida, llegando
a no desear nunca otra mejor. En vez de rehuir las obligaciones de su
casa, Fortunata hacía por extenderlas y aumentarlas, conociendo que el
trabajo le ayudaba a sostenerse en aquel equilibrio, sin balances de
dicha, pero también sin penas, el corazón adormecido y aplanado, como
bajó la acción de un bálsamo emoliente. Acordábase de los dos casos que
le había presentado el bueno de Feijoo, y pensaba si ocurriría lo que
ella tuvo por más inverosímil, esto es, que se realizara el primero.
¿Llegaría a conformarse con tal vida, y a contenerse con aquel fruto
desabrido del amor sin apetecer otro más dulzón y menos sano?...
Maximiliano, en cambio, no podía vencer su inquietud. Ningún motivo
tenía para sospechar de su mujer, cuya conducta era absolutamente
correcta. Doña Lupe y él convinieron en que jamás Fortunata saldría sola
a la calle, y esto se cumplía al pie de la letra. Pero ni con tales
seguridades acababa de tranquilizarse. Deseaba ardientemente tener
hijos, por dos motivos: primero, para echarle a su cara mitad un lazo
más y ligaduras nuevas; segundo, para que la maternidad desgastase un
poco aquella hermosura espléndida que cada día deslumbraba más. La
desproporción entre las estaturas de uno y otro, y entre el conjunto de
su apariencia personal, mortificaba tanto al pobre chico, que hacía
esfuerzos imposibles y a veces ridículos para amenguar aquella falta de
armonía. Encargábase calzado con tacones altos, y se esmeraba en vestir
bien y en atender a ciertos perfiles de que sólo se ocupan los _dandys_.
Desgraciadamente, aunque Fortunata apenas se componía, la desproporción
era siempre muy visible. Pero Maxi veía con gozo que su esposa se
cuidaba poco de hacer resaltar su belleza, mirando con desdén las modas,
y se alegraba por dos razones también: porque así se igualarían algo los
dos consortes _o harían más juego_, y porque así la mirarían menos los
extraños.
Desde la restauración de su legalidad doméstica había abandonalo por
completo las lecturas filosóficas, reverdeciendo en su alma el mal
curado dolor de su afrenta y los odios vengativos. Aquel ascetismo y
aquel _ver a Dios en sí_ fueron nada más que obra fugaz de la tristeza,
o quizás de las circunstancias, y existían en su mente como esas
lecciones, pegadas con saliva, que los estudiantes aprenden en los
apuros del examen. Sus nuevas obligaciones en la botica le llamaban del
lado de la química y de la farmacia, y se dedicó a esto con verdadero
ardor, deseando aprender. Decíale doña Lupe que inventase algún
específico, alguna papa cualquiera o antigualla que con nombre peregrino
y nuevo pasase por prodigioso hallazgo; pero él se resistía porque lo
consideraba impropio de la ciencia. Tía y sobrino tenían sobre esto
altercados muy vivos... «¡Como si fuera un crimen idear cualquier clase
de píldoras, cápsulas o grajeas, y allá te va un nombre!...». «Cápsulas
_hipoquitropíticas vegetales_... o _animales_, lo mismo da... del Doctor
Rubín... _infalibles_... contra cualquier cosa... contra la tisis... o
el moquillo de los perros... Lo que importa es _descubrir_ algo y
plantarle unas etiquetas muy chillonas con tu retrato... Eres un
mandria. Si no inventas tú un específico, al fin tendré que inventarlo
yo... Fortunata, dile que invente, hija, convéncele... Podéis ganar ríos
de oro».
Pocas veces veía Fortunata al señor de Feijoo, que iba a la casa de
visita, ceremoniosamente, y se estaba allí como una hora, charlando más
con la señora de Jáuregui que con la de Rubín. El simpático viejo
parecía contento; pero los achaques le pesaban cada día más, y ya en
Abril no salía a la calle sino acompañado de un criado. En una de sus
visitas habló a solas con su amiga, en términos tan paternales que a
ella le faltó poco para llorar. Todo iba bien, perfectamente bien, y ya
se habría convencido la chulita del valor de sus lecciones y consejos. A
Maxi le agradaba poco la amistad de Feijoo, sin que a punto fijo supiera
por qué. Pero lo más particular era que a la misma Fortunata, al mes de
aquella vida, empezaron a serle menos gratas las visitas de D. Evaristo.
Su gratitud y afecto hacia él eran siempre los mismos; pero no podía
menos de considerar la presencia de su antiguo protector en la casa como
una monstruosidad. «¿Será verdad--pensaba--, como me ha dicho él, que de
estas barbaridades increíbles está llena la vida humana?... ¡Qué cosas
hay, pero qué cosas!... Un mundo que se ve, y otro que está debajo,
escondido... Y lo de dentro gobierna a lo de fuera... pues... claro...
no anda la muestra del reloj, sino la máquina que no se ve».
Al anochecer entró doña Lupe, después de haberse limpiado el lodo de las
suelas en el felpudo del vecino. «Oye una cosa--dijo a Fortunata,
quitándose el manto--. He sabido esta tarde que Mauricia se está
muriendo. ¡Pobre mujer! Tenemos que ir a verla. No es lejos: calle de
Mira el Río». Diole esta noticia su amiga Casta Moreno, que la supo por
Cándido Samaniego. Doña Guillermina había sacado del Hospital a
Mauricia, trasladándola a casa de la hermana de esta, y la asistía el
médico de la Beneficencia Domiciliaria y de la Junta de señoras. La
infeliz tarasca viciosa, con estos cuidados y las ternezas de doña
Guillermina, y más aún, con la proximidad de la muerte, estaba que
parecía otra, curada de sus maldades y arrepentida _en toda la extensión
de la palabra_, diciendo que se quería morir lo más católicamente
posible, y pidiendo perdón a todos con unos ayes y una religiosidad tan
fervientes que partían el corazón. «Te digo que si esto es verdad, habrá
que alquilar balcones para verla morir. Mañana nos vamos allá».
Doña Lupe no iba a ver a Mauricia por pura caridad. Tiempo hacía que
Guillermina la fascinaba, más por el señorío que por la virtud, y ya que
la gran fundadora iba a hacer patente su santidad, teniendo por corte a
las damas más encopetadas, en lugar accesible a doña Lupe, ¿por qué no
había esta de intentar meter la jeta? Pues qué, ¿no era ella también
_dama_? Sobre estos particulares habló largamente con Casta Moreno, que
algunas noches iba de tertulia con sus dos hijas a casa de Rubín, y la
viuda de Samaniego se hacía lenguas de Guillermina, conceptuándola
sobrenatural. ¡Y era pariente suya, lejana, por los Morenos! El amor
propio y el orgullo inflaban a doña Lupe cuando se consideraba
mangoneando en cosas de beneficencia elegante a las órdenes de la
ilustre fundadora. Una contra tendría esto si llegaba a realizarse, y
era que no había más remedio que dar algo de _guano_.
A la mañana siguiente, vistiéndose para salir, pensó mi doña Lupe si
debería ponerse el abrigo de terciopelo. Pero pronto cayó en la cuenta
de que era un disparate. Sobre que se le mojaría, porque el día estaba
lluvioso, no era propio aquel regio atavío del lugar, personas y ocasión
de la visita. Tiempo tenía de darse pisto con el abrigo, la capota y
otras prendas. Encargó a Fortunata que se vistiese con sencillez, y ella
se puso algo más apañadita, de modo que resultase siempre la conveniente
distancia.
-VI-
Naturalismo espiritual
--i--
Al entrar en la calle de Mira el Río, encontraron a Severiana, a
quien doña Lupe había visto algunas veces. Llevaba un vaso con medicina,
tapado con un papel a estilo de botica antigua. Doña Lupe la interrogó,
y enterada la otra de que iban a ver a su hermana, hizo gustosamente de
introductora, guiándolas por el sucio portal, la menos sucia y tortuosa
escalera, hasta llegar al corredor. Ya se sabe que la vivienda de
Severiana era una de las mejores de aquel falansterio, y que por su
capacidad y arreglo bien podía pasar por lujosa en semejante vecindad.
Vivía en compañía con aquélla una tal doña Fuensanta, viuda de un
comandante, y la casa respondía a esta situación comanditaria, pues
constaba de dos salitas enteramente iguales, cada una con ventana a la
calle. Entre la puerta y la sala primera había un pasillo, en el cual se
veía la artesa de lavar y la entrada de la cocina, cuya reja daba al
corredor. Dos piezas interiores completaban el cuarto. Cuando
Guillermina, comprendiendo el fin próximo de Mauricia, indujo a
Severiana a sacarla del hospital por tercera vez y llevarla a su casa,
la señora viuda del comandante cedió su cuarto para tan benéfico objeto,
trasladando sus muebles al cuarto de otra vecina. Mauricia fue, pues,
instalada en la segunda de las dos salitas. Severiana tenía su cama en
la alcoba interior, y la sala primera estaba destinada a recibir
visitas, como lo declaraban el relativo lujo de la cómoda, las sillas de
Vitoria nuevecitas, el sofá de lo mismo, la mesa con cubierta de hule,
el cuadrito de los _dos corazones amantes_, el de la _Numancia_ en mar
de musgo, los retratos de militares cuñados de Severiana, la estera de
esparto flamante y sin ningún agujero, de empleitas rojas y amarillas, y
en fin, las laminotas que recientemente habían sido adquiridas en el
Rastro por una bicoca. Eran excelentes grabados ya pasados de moda, el
papel viejo y con manchas de humedad, los marcos de caoba, y
representaban asuntos que nada tenían de español, por cierto, las
batallas de Napoleón I, reproducidas de los un tiempo célebres retratos
de Horacio Vernet y el barón Gros. ¿Quién no ha visto el _Napoleón en
Eylau_, y _en Jena_, el _Bonaparte en Arcola_, la _apoteosis de
Austerlitz_ y la _Despedida de Fontainebleau_?
Doña Lupe y Fortunata entraron, precedidas de Severiana, en el aposento
de la enferma, que estaba incorporada en la cama. Le habían cortado el
pelo días antes para poderle curar la herida de la cabeza; su perfil
romano se había acentuado; era más fina la nariz, la quijada inferior
abultaba más, y la extenuación le agrandaba los ojos. Las curvas airosas
de la boca eran más rasgueadas, y la decomisura de los labios, que
parecía obra de un agudo punzón, dábale cierto aspecto de grandeza caída
o de humillación sublimemente resignada. Las cárdenas ojeras le cogían
media cara; el superciliar salía como una visera; los ojos, hermosos y
ardientes, quedábanse allá dentro, y rodeados de aquella piel morada
relumbraban más, como si acecharan el acaso que iba a pasar. Las cejas
negras formaban una sola línea recta. La frente era espaciosa, con un
mechón de pelo negro... En fin, que la Dura completaba la historia
aquella expuesta en las paredes: era el _Napoleón en Santa Helena_.
Cuando doña Lupe y Fortunata la saludaron, las estuvo mirando un rato,
como si tardara en reconocerlas. Después las nombró. ¡Qué voz! Siempre
fue ronca la voz de Mauricia; pero había bajado ya a lo más grave del
diapasón. «¡Dios mío!--se dijo Fortunata, oyéndola después de mirarla--,
¡si parece un hombre...!». Doña Lupe, en tanto, sentándose en una de las
sillas de paja, pronunciaba las frases de consuelo propias de la
ocasión, añadiendo: «Eso para que aprendas... y tengas formalidad.
A ver si cuando salgas de esta, te sirve de escarmiento».
Mauricia se volvió para Fortunata, que se había sentado junto a la
cabecera; la miró mucho, sin decir nada; después clavó sus ojos en el
techo, rezongando: «Sí... bien mala he sido, bien re-mala...». Y vuelta
otra vez hacia su amiga, le dirigió estas palabras:
«Oye tú, arrepiéntete... pero con tiempo, con tiempo. No lo dejes para
última hora, porque... eso no vale. Tú tampoco eres trigo limpio, y el
día que hagas sábado en tu conciencia, vas a necesitar mucha agua y
jabón, mucha escoba y mucho estropajo...».
Con tan buena fe lo dijo, que Fortunata no podía ofenderse. A doña Lupe
le pareció la amonestación muy impertinente y descortés, porque ¿a santo
de qué venía el hablar de pecados ajenos, teniendo tantos propios de qué
ocuparse? Verdad que su sobrina política no había sido un modelo; pero
ya estaba corregida y no había que volver sobre lo pasado. «Ya sabemos
que te tratan muy bien» dijo, para variar la conversación.
--Gracias a la madre de los pobres--declaró Severiana, que estaba en pie
arreglando la cama--, no le falta nada. ¡Qué señora esa!
--¡Una santa!--exclamó doña Lupe en el tono más encomiástico--. No le dé
usted otro nombre, porque ese es el que le cae bien...
--Pero esta se ha cerrado a no comer--dijo la hermana mirándola--, y sin
comer no viven más que los camaleones.
--Pero ayunas, ¿de verdad?....
--Para pasar el caldo tenemos que dárselo con Jerez... y por la mañana,
para que pase una tostadita, hay que darle un dedito de la horchata de
cepa, y por la noche otro dedito...
--¿Pero de veras le dais... esa perdición?--preguntó alarmadísima doña
Lupe.
--Lo ha mandado el médico. Dice que es medicina. Parece aquello de _al
revés te lo digo_.
--¡Qué cosas!... ¿Y no te comerías tú--le propuso Fortunata--, un
muslito de gallina, una ruedita de merluza, una croquetita?
Sólo de oír hablar de comida se ponía peor Mauricia. Le temblaban mucho
las manos, y de rato en rato le daban como ataques de asfixia, siendo su
respiración muy difícil, y quejándose de irresistible calor. Hallándose
presentes la de Jáuregui y su sobrina, estuvo la Dura un ratito como
quien desea romper a toser y no puede. Las tres mujeres la miraban con
pena, lamentándose de no saber aliviarle aquel ahogo... «Bebe un poco de
agua» le dijo Fortunata incorporándose. Pero aquello pasó, y la infeliz
volvió a hablar, cortando mucho las frases y tomando aire a cada
palabra.
«Ayer me trajeron a la niña... ¡qué guapa y qué señorita está!...».
--¿Pero no la tienes contigo?--preguntó la de Rubín.
--No, señora. Si está en el colegio...--replicó Severiana--; interna en
el colegio de señoritas de doña Visitación.
--Sí... más vale que esté... allá... _desapartada_ de mí. Ayer... ¡qué
pena!... no me conoció... ¡Tanto tiempo sin verme!... me tenía miedo...
¡pobrecita de mi alma!... miedo, así como se dice... Ni que su madre
fuera el coco...
En esto oyeron pasos, y miraron todas a la puerta. Era doña Guillermina,
que entró, como siempre, muy apresurada, encendidas las mejillas, con su
perdurable mantón oscuro, sus zapatones, su falda de merino. Doña Lupe y
Fortunata se levantaron, y la fundadora saludó con aquella gracia y
amabilidad que eran iguales para el Rey y para el último de los
mendigos. Doña Lupe creyó que no la reconocería, pues sólo se habían
hablado una vez en la función del Asilo; pero sí la reconoció, y aun la
nombró, porque Guillermina era como los grandes capitanes, que tienen
memoria felicísima de nombres y fisonomías, y soldado con quien hablan
una vez, no se les despinta. «Mi sobrina» dijo la viuda presentándola, y
Guillermina la miró sonriendo. «No me es desconocida su cara... la he
visto en las Micaelas... Por muchos años». En seguida dirigiose a
Mauricia, apoyando ambas manos en la cama. «¿Y qué tal te encuentras
hoy? ¿Comerías algo?... Nada, este chubasco te pasará pronto. Mañana
recibirás a Dios. ¿Cómo va esa conciencia? Buen limpión te vamos a dar.
Eso te conviene más que nada. Yo te quería coger por mi cuenta y hacerte
confesar, porque diciéndole tú misma al Señor lo buena pieza que eres,
el Señor te daría su gracia... Con que prepararse. Esta tarde volverá el
padre Nones. Me ha dicho que te confesaste bien. Se me figura que aún
tendrás algunas heces que sacar, ¿eh?».
Mauricia se sonreía, cortada y confusa. Con la cabeza dijo que sí.
--Pues estos pozos endurecidos hay que echarlos fuera, porque el demonio
se agarra de cualquier cosa--dijo la santa, acariciándole la barba--.
Con que ya sabes... mañana tenemos aquí gran fiesta... ¿Te parece? Viene
a visitarte el que hizo los Cielos y la Tierra... Te parecerá a ti que
no lo mereces... Pues aunque no lo merezcas, él viene, y sabido se
tendrá por qué.
La vivacidad, la gracia y el fervor con que Guillermina decía estas
cosas, impresionaron a las cuatro mujeres que las oían. Severiana
soltaba dos lagrimones. Fortunata sentía en su alma tanta admiración por
aquella mujer, que le habría besado la orla del vestido. «Luego dicen
que ya no hay gente buena en el mundo--pensaba--. ¿Pues y esta?...
¡Cuidado que mandar todo a paseo, casa, parientes, fortuna, querer, y
sacrificar su juventud para andar toda la vida entre miserias...!».
Asustábase de medir con el pensamiento la distancia que había entre ella
y la ilustre señora; distancia infinita sin duda, y que en manera alguna
podía acortarse, pues aunque la gente santa pecara, y ella hiciera
muchas obras de caridad, las dos almas no llegarían jamás a verse
próximas.
La fundadora, con aquella actividad vivaracha que en todo ponía, dictó a
Severiana algunas disposiciones para la ceremonia que se preparaba.
«Aquí pondrás la mesilla que está en la otra sala, y se hará el altar.
Yo te mandaré un crucifijo, y buscaremos flores... La ropa de la cama
hay que ponerla limpia, y adornar todo el cuarto lo mejor que se
pueda...».
Luego pasó a la sala, seguida de doña Lupe, que quería meter baza a todo
trance: «Tendremos sumo gusto en venir mañana. Aprecio mucho a Mauricia,
que a no ser por el maldito vicio, sería una buena mujer, trabajadora,
fiel... Y dígame usted: de noche habrá que velarla. Yo no tendría
inconveniente en quedarme alguna noche; y si no, mi sobrina...».
--Dios se lo pague a usted... Se acepta, se acepta. Póngase usted de
acuerdo con Severiana. La comandanta y yo nos hemos quedado anoche. Se
necesitan dos personas, porque cuando le dan convulsiones, cuesta Dios y
ayuda sujetarla.
--Verdaderamente--manifestó doña Lupe con adulación--; los ejemplos que
usted da, señora, hacen que todas las demás seamos mejores de lo que
seríamos si usted no existiera.
La flor estaba bien ideada; pero Guillermina se echó a reír,
agradeciendo la flor, pero no queriéndola tomar.
«¡Ejemplos yo! Eso quisiera. Me vendría bien que alguien me los diese a
mí. ¡Ay, hija! Estoy para que me enseñen, no para enseñar».
--¿Usted qué ha de decir? Ni aun le gusta que le saquen la cuenta de
todo lo que vale... Pues, amiga, no sea usted tan buena y rebajaremos.
--Quite usted, quite usted... Eso lo dice por disimular. ¡Sabe Dios las
misericordias que usted, a la calladita, habrá hecho en este mundo, con
esta misma Mauricia tal vez...! Y ahora me las quiere colgar a mí.
--¡Yo!... ¡Jesús! No digo que no tenga yo también algunas buenas obras
en mi cuentecita del cielo; ¡pero compararme con usted...! Calle por
Dios, señora.
--En fin, no es cosa de que nos pongamos a reñir por quién peca menos...
¿le parece a usted?--dijo la fundadora, uniendo la cortesía a la
modestia, y permitiéndose el característico guiñar de ojos, un tanto
picaresco--. Mi lema es este: «haga cada uno lo que pueda y lo que sepa,
y Dios verá».
--Eso mismo pienso yo...--Conque, usted me dispensará... tengo mucho que
hacer. Hasta mañana; no faltar...
Entre tanto, la de Rubín estaba sola con la enferma, porque Severiana se
fue a la cocina. Le arregló las almohadas, y después ambas se estuvieron
mirando. Fortunata pensaba en la simpatía inexplicable que aquella mujer
le había inspirado siempre, a pesar de ser tan loca y tan mala. ¿Sería
tal simpatía un parentesco de perversidad? Ejercía sobre ella una
atracción querenciosa, y como le dijera algún concepto lisonjero a su
corazón, sentíalo retumbar en su mente cual si fuera verdad pronunciada
por sobrenatural labio. Mil veces analizó la joven este poder fascinador
de su amiga, sin lograr encontrarle nunca el sentido. ¡Cosas del
espíritu, que no las entiende más que Dios!
Mauricia parecía melancólica y sosegada. «¡Qué señora esa!--exclamó
Fortunata--. ¿Habrá nacido de madre como nosotras?».
--Apuesto a que no--replicó la Dura--. ¡Qué mujer!... El día que me
quiso sacar de esos indinos protestantes, me entró el toque y la
insulté... ¡Qué mala fui!... (Iba a soltar un terno; pero se contuvo,
porque le estaba absolutamente prohibido pronunciar palabras feas,
siendo esto para ella un gran martirio, a causa de la poca variedad de
términos de su habitual lenguaje)... Y ella, como si le dijeran niña
bonita...
No has visto otra. ¡_Mia _ que traerme aquí y cuidarme como me cuida!,
¡re...! No sé cómo hablar... ¡_Mia_ que esto que hace conmigo!... Es
prima hermana del Nazareno; no hay quien me lo quite de la cabeza...
Figúrate lo que suponemos nosotras al compás de ella... ¡nosotras que
hemos sido unos peines...! Es que ni arrepentidas valemos para
descalzarle el zapato. Pues déjate que venga la otra... también aquella
es de la piel de Cristo...
--¿Quién?--La amiguita, la que protege a mi niña...
Fortunata vio delante de sí, súbitamente, una oscura niebla que se le
iba encima... El corazón le dio un salto... «Jacinta--dijo--; pues qué,
¿también viene aquí esa?».
--Ayer estuvo... Ella misma traía mi niña. Mira; créetelo porque te lo
digo yo: cuando entró _paicía_ que entraba una luz en el cuarto.
Fortunata sentía ganas de echar a correr.
«¿Pero todavía le tienes tirria?... ¡Ay, qué mala eres! Perdónala, que
bien lo merece. Te quitó tu hombre; pero ella no tenía culpa. ¡Qué
roña!... ¡ay!, se me escapó. Palabra fea, vuélvete para adentro; no,
quédate fuera... Pues chica, no seas pava... ¿crees tú, que el mejor día
no te vuelve a querer tu D. Juan?... Como si lo viera. Cuando una se va
a morir, ve las cosas claras, muy claritas; la muerte la alumbra a una,
y yo te digo que tu señor volverá contigo.
Es ley, hija, es ley, que no puede faltar... Y si me apuras, te diré que
a Jacinta no se le importa un pito. A cuenta que no le quiere nada...
Estas casadas ricas, como viven con _tantismo_ regalo, no quieren a sus
maridos... quieren a otros. No lo digo por ella, Dios me oiga, aunque
sabe Dios lo que hará, lo cual no quita que sea mayormente un ángel y
que reparta muchas caridades».
Fortunata no decía nada. La enferma se inclinó hacia ella, y dándose
unos aires evangélicos, en el tono que podría emplear un pastor de
almas, le amonestó así: «Arrepiéntete, chica, y no lo dejes para luego.
Vete arrepintiendo de todo, menos de querer a quien te sale de _entre
ti_, que esto no es, como quien dice, pecado. No robar, no _ajumarse_,
no decir mentiras; pero en el querer, ¡aire, aire!, y caiga el que
caiga. Siempre y cuando lo hagas así, tu miajita de cielo no te la quita
nadie».
Algo iba a contestarle su amiga; pero no pudo porque entró doña Lupe
dándole prisa para marcharse. Era un poco tarde y tenían que ir a otra
parte antes de regresar a casa. Despidiéronse con promesa de volver al
día siguiente, y salieron. Por la calle hablaban de Guillermina, de
quien dijo la de Jáuregui: «Es una mujer esa que electriza; y cuando se
la trata, sin querer se vuelve una también algo santa... Cincuenta y
tres reales me debía Mauricia.
Yo, de todas maneras, se los había perdonado; pero ahora, créelo, me
alegraría de que me debiera lo menos doscientos, para perdonárselos
también».
--ii--
Dos horas antes de la señalada para que Mauricia recibiera a Dios,
ya estaba allí la fundadora. «Pero Severiana, ¿en qué estás
pensando?--fue lo primero que dijo al entrar por el pasillo--. Quita de
aquí esta artesa. ¡Vaya un adorno! Ropa sucia y agua de jabón...».
--Señorita, lo iba a quitar... Pase usted. Me han dicho las vecinas que
las dos láminas de Napoleón que caen al lado del altar deben quitarse,
porque era muy protestante, _masónico_ y...
--Déjate de tonterías... ¿Y cómo está esta pájara hoy? ¿Qué tal, hija?
Aquel día estaba bastante aplanada, las manos más temblorosas,
respirando lentamente, aunque sin gran fatiga, con invencible tendencia
a permanecer muda y quieta, los ojos vagando por el techo o por la pared
de enfrente, cual si siguiera el vuelo de una mosca.
Enterose la dama minuciosamente de cómo había pasado la noche, de
quiénes se quedaron a velarla, de lo que había dicho el médico en la
visita de la mañana. A todo contestó Severiana: el doctor había mandado
que se le diera doble dosis de _la nuez cómica_, seguir con las
cucharadas por la noche, las papeletitas por el día, y a sus horas el
Jerez o Pajarete. Guillermina, sin dejar de oír esto, empezaba a poner
su atención en otra cosa. Frente a la ventana y formando ángulo recto
con la cama habían puesto la mesa, que debía ser altar, y en ella estaba
de rodillas Juan Antonio, el marido de Severiana, fijando en la pared
todos los clavos que creía necesarios para suspender la decoración
proyectada.
«No clavetee usted más, por Dios... Parece que va a derribar la casa...
Y que el ruido la molestará... ¿Pero qué van a poner ustedes ahí?».
La comandanta entró con unos pedazos de damasco rojo y amarillo, que
habían sido cortinas cuarenta años antes, pasando después por distintos
usos. Con aquella tela se forraría la pared, formando la bandera
española, y en el centro se pondría una lámina del Cristo del Gran
Poder, propiedad de la portera. «No me parece mal--dijo Guillermina,
sacando del estuche sus anteojos y calándoselos--. A ver, Juan Antonio,
si se luce usted. ¿Y flores, no tenemos?».
«De trapo... verá usted--replicó Severiana llevando a la señora a su
alcoba y mostrándole un montón de flores de papel dorado, tul y talco
extendidas sobre la cama. Había también allí cintas de cigarros, y esas
rosas con hojas plateadas que sirven para decorar los pitos de San
Isidro. «Esto es muy feo--opinó la santa--, ¿pero no hay naturales, o
siquiera ramaje?».
--Sí señora... El vecino del 6, que es no sé qué de la Villa, me ha
prometido traer rama de pino y carrasca. Esto lo pondrá Juan Antonio por
arriba haciendo cenefas...
--Buscar algún bonito tiesto de _bonibus_, hija; no se os ocurre
nada--dijo Guillermina, volviendo a la sala--, y en las ramas verdes
atáis flores de trapo, y resulta muy bonito--. Vaya, Juan Antonio, no
más clavazón; ya están bien sujetas las cortinas. Ahora, cuélgueme usted
la Virgen de las Angustias debajo del Señor, y a los lados...
La comandanta entró trayendo un cuadrote que representaba a Pío IX
echando la bendición a las tropas españolas en Gaeta. Para hacer juego,
propuso Juan Antonio poner al otro lado la _Numancia_. Guillermina
vaciló en dar su asentimiento; pero al fin... una risita y un guiño
resolvieron la duda. «Poner el barquito, ponerlo, que todo lo de la mar
es de Dios».
Salió luego al corredor, y habiendo notado que la escalera no estaba
barrida aún, llamó a la portera. «¿Pero usted en qué está pensando? ¿No
le han dicho que hoy viene el Señor a esta casa? ¡Y está ese portal que
da asco mirarlo! Coja usted la escoba mujer. Si no, la cogeré yo. Qué,
¿se cree usted que no lo hago como lo digo?».
La portera vio que doña Guillermina se quitaba el manto... «No,
señorita, no sea tan viva de genio. Barreremos... pero ya verá lo que
tarda esta granujería en volver a ensuciarlo».
--Pues lo vuelve usted a barrer. Bajó la señora al patio, donde había
entrado un ciego tocando la guitarra y estaban algunos chiquillos
jugando a los toros. «Eh, niños, hoy es preciso que tengamos mucha
formalidad. Y cuidadito con echarme basura en el portal y en la
escalera. Estas eneas y juncos que habéis esparcido en el patio, me los
vais a recoger y entregárselos a su dueño».
Los chicos oyeron esto sin chistar. En el fondo del patio se había
establecido un sillero que hacía fondos de junco y tenía montones de
ellos arrimados a la pared, los unos teñidos de rojo y puestos a secar,
del alma, seguidos de otros en que se apagaba casi por completo; pero
nunca vio una tan inalterable y mansa corriente de días tibios, iguales,
de penumbra dulce y reparadora. Llevábase muy bien con doña Lupe, y con
su marido le pasaba lo más extraño que imaginar pudiera. No digamos que
le quería, según su concepto y definición del querer; pero le había
tomado un cierto cariño como de hermana o hermano. No era ni podía ser
el hombre por quien la mujer da su vida, encontrando espiritual goce en
este sacrificio; era simplemente un ser cuya conservación y bienestar
deseaba. Y así como se supone y casi se entrevé una tierra lejana cuando
se va navegando a la aventura, así entreveía ella la contingencia de
quererle con amor más firme, y de pasar a su lado toda la vida, llegando
a no desear nunca otra mejor. En vez de rehuir las obligaciones de su
casa, Fortunata hacía por extenderlas y aumentarlas, conociendo que el
trabajo le ayudaba a sostenerse en aquel equilibrio, sin balances de
dicha, pero también sin penas, el corazón adormecido y aplanado, como
bajó la acción de un bálsamo emoliente. Acordábase de los dos casos que
le había presentado el bueno de Feijoo, y pensaba si ocurriría lo que
ella tuvo por más inverosímil, esto es, que se realizara el primero.
¿Llegaría a conformarse con tal vida, y a contenerse con aquel fruto
desabrido del amor sin apetecer otro más dulzón y menos sano?...
Maximiliano, en cambio, no podía vencer su inquietud. Ningún motivo
tenía para sospechar de su mujer, cuya conducta era absolutamente
correcta. Doña Lupe y él convinieron en que jamás Fortunata saldría sola
a la calle, y esto se cumplía al pie de la letra. Pero ni con tales
seguridades acababa de tranquilizarse. Deseaba ardientemente tener
hijos, por dos motivos: primero, para echarle a su cara mitad un lazo
más y ligaduras nuevas; segundo, para que la maternidad desgastase un
poco aquella hermosura espléndida que cada día deslumbraba más. La
desproporción entre las estaturas de uno y otro, y entre el conjunto de
su apariencia personal, mortificaba tanto al pobre chico, que hacía
esfuerzos imposibles y a veces ridículos para amenguar aquella falta de
armonía. Encargábase calzado con tacones altos, y se esmeraba en vestir
bien y en atender a ciertos perfiles de que sólo se ocupan los _dandys_.
Desgraciadamente, aunque Fortunata apenas se componía, la desproporción
era siempre muy visible. Pero Maxi veía con gozo que su esposa se
cuidaba poco de hacer resaltar su belleza, mirando con desdén las modas,
y se alegraba por dos razones también: porque así se igualarían algo los
dos consortes _o harían más juego_, y porque así la mirarían menos los
extraños.
Desde la restauración de su legalidad doméstica había abandonalo por
completo las lecturas filosóficas, reverdeciendo en su alma el mal
curado dolor de su afrenta y los odios vengativos. Aquel ascetismo y
aquel _ver a Dios en sí_ fueron nada más que obra fugaz de la tristeza,
o quizás de las circunstancias, y existían en su mente como esas
lecciones, pegadas con saliva, que los estudiantes aprenden en los
apuros del examen. Sus nuevas obligaciones en la botica le llamaban del
lado de la química y de la farmacia, y se dedicó a esto con verdadero
ardor, deseando aprender. Decíale doña Lupe que inventase algún
específico, alguna papa cualquiera o antigualla que con nombre peregrino
y nuevo pasase por prodigioso hallazgo; pero él se resistía porque lo
consideraba impropio de la ciencia. Tía y sobrino tenían sobre esto
altercados muy vivos... «¡Como si fuera un crimen idear cualquier clase
de píldoras, cápsulas o grajeas, y allá te va un nombre!...». «Cápsulas
_hipoquitropíticas vegetales_... o _animales_, lo mismo da... del Doctor
Rubín... _infalibles_... contra cualquier cosa... contra la tisis... o
el moquillo de los perros... Lo que importa es _descubrir_ algo y
plantarle unas etiquetas muy chillonas con tu retrato... Eres un
mandria. Si no inventas tú un específico, al fin tendré que inventarlo
yo... Fortunata, dile que invente, hija, convéncele... Podéis ganar ríos
de oro».
Pocas veces veía Fortunata al señor de Feijoo, que iba a la casa de
visita, ceremoniosamente, y se estaba allí como una hora, charlando más
con la señora de Jáuregui que con la de Rubín. El simpático viejo
parecía contento; pero los achaques le pesaban cada día más, y ya en
Abril no salía a la calle sino acompañado de un criado. En una de sus
visitas habló a solas con su amiga, en términos tan paternales que a
ella le faltó poco para llorar. Todo iba bien, perfectamente bien, y ya
se habría convencido la chulita del valor de sus lecciones y consejos. A
Maxi le agradaba poco la amistad de Feijoo, sin que a punto fijo supiera
por qué. Pero lo más particular era que a la misma Fortunata, al mes de
aquella vida, empezaron a serle menos gratas las visitas de D. Evaristo.
Su gratitud y afecto hacia él eran siempre los mismos; pero no podía
menos de considerar la presencia de su antiguo protector en la casa como
una monstruosidad. «¿Será verdad--pensaba--, como me ha dicho él, que de
estas barbaridades increíbles está llena la vida humana?... ¡Qué cosas
hay, pero qué cosas!... Un mundo que se ve, y otro que está debajo,
escondido... Y lo de dentro gobierna a lo de fuera... pues... claro...
no anda la muestra del reloj, sino la máquina que no se ve».
Al anochecer entró doña Lupe, después de haberse limpiado el lodo de las
suelas en el felpudo del vecino. «Oye una cosa--dijo a Fortunata,
quitándose el manto--. He sabido esta tarde que Mauricia se está
muriendo. ¡Pobre mujer! Tenemos que ir a verla. No es lejos: calle de
Mira el Río». Diole esta noticia su amiga Casta Moreno, que la supo por
Cándido Samaniego. Doña Guillermina había sacado del Hospital a
Mauricia, trasladándola a casa de la hermana de esta, y la asistía el
médico de la Beneficencia Domiciliaria y de la Junta de señoras. La
infeliz tarasca viciosa, con estos cuidados y las ternezas de doña
Guillermina, y más aún, con la proximidad de la muerte, estaba que
parecía otra, curada de sus maldades y arrepentida _en toda la extensión
de la palabra_, diciendo que se quería morir lo más católicamente
posible, y pidiendo perdón a todos con unos ayes y una religiosidad tan
fervientes que partían el corazón. «Te digo que si esto es verdad, habrá
que alquilar balcones para verla morir. Mañana nos vamos allá».
Doña Lupe no iba a ver a Mauricia por pura caridad. Tiempo hacía que
Guillermina la fascinaba, más por el señorío que por la virtud, y ya que
la gran fundadora iba a hacer patente su santidad, teniendo por corte a
las damas más encopetadas, en lugar accesible a doña Lupe, ¿por qué no
había esta de intentar meter la jeta? Pues qué, ¿no era ella también
_dama_? Sobre estos particulares habló largamente con Casta Moreno, que
algunas noches iba de tertulia con sus dos hijas a casa de Rubín, y la
viuda de Samaniego se hacía lenguas de Guillermina, conceptuándola
sobrenatural. ¡Y era pariente suya, lejana, por los Morenos! El amor
propio y el orgullo inflaban a doña Lupe cuando se consideraba
mangoneando en cosas de beneficencia elegante a las órdenes de la
ilustre fundadora. Una contra tendría esto si llegaba a realizarse, y
era que no había más remedio que dar algo de _guano_.
A la mañana siguiente, vistiéndose para salir, pensó mi doña Lupe si
debería ponerse el abrigo de terciopelo. Pero pronto cayó en la cuenta
de que era un disparate. Sobre que se le mojaría, porque el día estaba
lluvioso, no era propio aquel regio atavío del lugar, personas y ocasión
de la visita. Tiempo tenía de darse pisto con el abrigo, la capota y
otras prendas. Encargó a Fortunata que se vistiese con sencillez, y ella
se puso algo más apañadita, de modo que resultase siempre la conveniente
distancia.
-VI-
Naturalismo espiritual
--i--
Al entrar en la calle de Mira el Río, encontraron a Severiana, a
quien doña Lupe había visto algunas veces. Llevaba un vaso con medicina,
tapado con un papel a estilo de botica antigua. Doña Lupe la interrogó,
y enterada la otra de que iban a ver a su hermana, hizo gustosamente de
introductora, guiándolas por el sucio portal, la menos sucia y tortuosa
escalera, hasta llegar al corredor. Ya se sabe que la vivienda de
Severiana era una de las mejores de aquel falansterio, y que por su
capacidad y arreglo bien podía pasar por lujosa en semejante vecindad.
Vivía en compañía con aquélla una tal doña Fuensanta, viuda de un
comandante, y la casa respondía a esta situación comanditaria, pues
constaba de dos salitas enteramente iguales, cada una con ventana a la
calle. Entre la puerta y la sala primera había un pasillo, en el cual se
veía la artesa de lavar y la entrada de la cocina, cuya reja daba al
corredor. Dos piezas interiores completaban el cuarto. Cuando
Guillermina, comprendiendo el fin próximo de Mauricia, indujo a
Severiana a sacarla del hospital por tercera vez y llevarla a su casa,
la señora viuda del comandante cedió su cuarto para tan benéfico objeto,
trasladando sus muebles al cuarto de otra vecina. Mauricia fue, pues,
instalada en la segunda de las dos salitas. Severiana tenía su cama en
la alcoba interior, y la sala primera estaba destinada a recibir
visitas, como lo declaraban el relativo lujo de la cómoda, las sillas de
Vitoria nuevecitas, el sofá de lo mismo, la mesa con cubierta de hule,
el cuadrito de los _dos corazones amantes_, el de la _Numancia_ en mar
de musgo, los retratos de militares cuñados de Severiana, la estera de
esparto flamante y sin ningún agujero, de empleitas rojas y amarillas, y
en fin, las laminotas que recientemente habían sido adquiridas en el
Rastro por una bicoca. Eran excelentes grabados ya pasados de moda, el
papel viejo y con manchas de humedad, los marcos de caoba, y
representaban asuntos que nada tenían de español, por cierto, las
batallas de Napoleón I, reproducidas de los un tiempo célebres retratos
de Horacio Vernet y el barón Gros. ¿Quién no ha visto el _Napoleón en
Eylau_, y _en Jena_, el _Bonaparte en Arcola_, la _apoteosis de
Austerlitz_ y la _Despedida de Fontainebleau_?
Doña Lupe y Fortunata entraron, precedidas de Severiana, en el aposento
de la enferma, que estaba incorporada en la cama. Le habían cortado el
pelo días antes para poderle curar la herida de la cabeza; su perfil
romano se había acentuado; era más fina la nariz, la quijada inferior
abultaba más, y la extenuación le agrandaba los ojos. Las curvas airosas
de la boca eran más rasgueadas, y la decomisura de los labios, que
parecía obra de un agudo punzón, dábale cierto aspecto de grandeza caída
o de humillación sublimemente resignada. Las cárdenas ojeras le cogían
media cara; el superciliar salía como una visera; los ojos, hermosos y
ardientes, quedábanse allá dentro, y rodeados de aquella piel morada
relumbraban más, como si acecharan el acaso que iba a pasar. Las cejas
negras formaban una sola línea recta. La frente era espaciosa, con un
mechón de pelo negro... En fin, que la Dura completaba la historia
aquella expuesta en las paredes: era el _Napoleón en Santa Helena_.
Cuando doña Lupe y Fortunata la saludaron, las estuvo mirando un rato,
como si tardara en reconocerlas. Después las nombró. ¡Qué voz! Siempre
fue ronca la voz de Mauricia; pero había bajado ya a lo más grave del
diapasón. «¡Dios mío!--se dijo Fortunata, oyéndola después de mirarla--,
¡si parece un hombre...!». Doña Lupe, en tanto, sentándose en una de las
sillas de paja, pronunciaba las frases de consuelo propias de la
ocasión, añadiendo: «Eso para que aprendas... y tengas formalidad.
A ver si cuando salgas de esta, te sirve de escarmiento».
Mauricia se volvió para Fortunata, que se había sentado junto a la
cabecera; la miró mucho, sin decir nada; después clavó sus ojos en el
techo, rezongando: «Sí... bien mala he sido, bien re-mala...». Y vuelta
otra vez hacia su amiga, le dirigió estas palabras:
«Oye tú, arrepiéntete... pero con tiempo, con tiempo. No lo dejes para
última hora, porque... eso no vale. Tú tampoco eres trigo limpio, y el
día que hagas sábado en tu conciencia, vas a necesitar mucha agua y
jabón, mucha escoba y mucho estropajo...».
Con tan buena fe lo dijo, que Fortunata no podía ofenderse. A doña Lupe
le pareció la amonestación muy impertinente y descortés, porque ¿a santo
de qué venía el hablar de pecados ajenos, teniendo tantos propios de qué
ocuparse? Verdad que su sobrina política no había sido un modelo; pero
ya estaba corregida y no había que volver sobre lo pasado. «Ya sabemos
que te tratan muy bien» dijo, para variar la conversación.
--Gracias a la madre de los pobres--declaró Severiana, que estaba en pie
arreglando la cama--, no le falta nada. ¡Qué señora esa!
--¡Una santa!--exclamó doña Lupe en el tono más encomiástico--. No le dé
usted otro nombre, porque ese es el que le cae bien...
--Pero esta se ha cerrado a no comer--dijo la hermana mirándola--, y sin
comer no viven más que los camaleones.
--Pero ayunas, ¿de verdad?....
--Para pasar el caldo tenemos que dárselo con Jerez... y por la mañana,
para que pase una tostadita, hay que darle un dedito de la horchata de
cepa, y por la noche otro dedito...
--¿Pero de veras le dais... esa perdición?--preguntó alarmadísima doña
Lupe.
--Lo ha mandado el médico. Dice que es medicina. Parece aquello de _al
revés te lo digo_.
--¡Qué cosas!... ¿Y no te comerías tú--le propuso Fortunata--, un
muslito de gallina, una ruedita de merluza, una croquetita?
Sólo de oír hablar de comida se ponía peor Mauricia. Le temblaban mucho
las manos, y de rato en rato le daban como ataques de asfixia, siendo su
respiración muy difícil, y quejándose de irresistible calor. Hallándose
presentes la de Jáuregui y su sobrina, estuvo la Dura un ratito como
quien desea romper a toser y no puede. Las tres mujeres la miraban con
pena, lamentándose de no saber aliviarle aquel ahogo... «Bebe un poco de
agua» le dijo Fortunata incorporándose. Pero aquello pasó, y la infeliz
volvió a hablar, cortando mucho las frases y tomando aire a cada
palabra.
«Ayer me trajeron a la niña... ¡qué guapa y qué señorita está!...».
--¿Pero no la tienes contigo?--preguntó la de Rubín.
--No, señora. Si está en el colegio...--replicó Severiana--; interna en
el colegio de señoritas de doña Visitación.
--Sí... más vale que esté... allá... _desapartada_ de mí. Ayer... ¡qué
pena!... no me conoció... ¡Tanto tiempo sin verme!... me tenía miedo...
¡pobrecita de mi alma!... miedo, así como se dice... Ni que su madre
fuera el coco...
En esto oyeron pasos, y miraron todas a la puerta. Era doña Guillermina,
que entró, como siempre, muy apresurada, encendidas las mejillas, con su
perdurable mantón oscuro, sus zapatones, su falda de merino. Doña Lupe y
Fortunata se levantaron, y la fundadora saludó con aquella gracia y
amabilidad que eran iguales para el Rey y para el último de los
mendigos. Doña Lupe creyó que no la reconocería, pues sólo se habían
hablado una vez en la función del Asilo; pero sí la reconoció, y aun la
nombró, porque Guillermina era como los grandes capitanes, que tienen
memoria felicísima de nombres y fisonomías, y soldado con quien hablan
una vez, no se les despinta. «Mi sobrina» dijo la viuda presentándola, y
Guillermina la miró sonriendo. «No me es desconocida su cara... la he
visto en las Micaelas... Por muchos años». En seguida dirigiose a
Mauricia, apoyando ambas manos en la cama. «¿Y qué tal te encuentras
hoy? ¿Comerías algo?... Nada, este chubasco te pasará pronto. Mañana
recibirás a Dios. ¿Cómo va esa conciencia? Buen limpión te vamos a dar.
Eso te conviene más que nada. Yo te quería coger por mi cuenta y hacerte
confesar, porque diciéndole tú misma al Señor lo buena pieza que eres,
el Señor te daría su gracia... Con que prepararse. Esta tarde volverá el
padre Nones. Me ha dicho que te confesaste bien. Se me figura que aún
tendrás algunas heces que sacar, ¿eh?».
Mauricia se sonreía, cortada y confusa. Con la cabeza dijo que sí.
--Pues estos pozos endurecidos hay que echarlos fuera, porque el demonio
se agarra de cualquier cosa--dijo la santa, acariciándole la barba--.
Con que ya sabes... mañana tenemos aquí gran fiesta... ¿Te parece? Viene
a visitarte el que hizo los Cielos y la Tierra... Te parecerá a ti que
no lo mereces... Pues aunque no lo merezcas, él viene, y sabido se
tendrá por qué.
La vivacidad, la gracia y el fervor con que Guillermina decía estas
cosas, impresionaron a las cuatro mujeres que las oían. Severiana
soltaba dos lagrimones. Fortunata sentía en su alma tanta admiración por
aquella mujer, que le habría besado la orla del vestido. «Luego dicen
que ya no hay gente buena en el mundo--pensaba--. ¿Pues y esta?...
¡Cuidado que mandar todo a paseo, casa, parientes, fortuna, querer, y
sacrificar su juventud para andar toda la vida entre miserias...!».
Asustábase de medir con el pensamiento la distancia que había entre ella
y la ilustre señora; distancia infinita sin duda, y que en manera alguna
podía acortarse, pues aunque la gente santa pecara, y ella hiciera
muchas obras de caridad, las dos almas no llegarían jamás a verse
próximas.
La fundadora, con aquella actividad vivaracha que en todo ponía, dictó a
Severiana algunas disposiciones para la ceremonia que se preparaba.
«Aquí pondrás la mesilla que está en la otra sala, y se hará el altar.
Yo te mandaré un crucifijo, y buscaremos flores... La ropa de la cama
hay que ponerla limpia, y adornar todo el cuarto lo mejor que se
pueda...».
Luego pasó a la sala, seguida de doña Lupe, que quería meter baza a todo
trance: «Tendremos sumo gusto en venir mañana. Aprecio mucho a Mauricia,
que a no ser por el maldito vicio, sería una buena mujer, trabajadora,
fiel... Y dígame usted: de noche habrá que velarla. Yo no tendría
inconveniente en quedarme alguna noche; y si no, mi sobrina...».
--Dios se lo pague a usted... Se acepta, se acepta. Póngase usted de
acuerdo con Severiana. La comandanta y yo nos hemos quedado anoche. Se
necesitan dos personas, porque cuando le dan convulsiones, cuesta Dios y
ayuda sujetarla.
--Verdaderamente--manifestó doña Lupe con adulación--; los ejemplos que
usted da, señora, hacen que todas las demás seamos mejores de lo que
seríamos si usted no existiera.
La flor estaba bien ideada; pero Guillermina se echó a reír,
agradeciendo la flor, pero no queriéndola tomar.
«¡Ejemplos yo! Eso quisiera. Me vendría bien que alguien me los diese a
mí. ¡Ay, hija! Estoy para que me enseñen, no para enseñar».
--¿Usted qué ha de decir? Ni aun le gusta que le saquen la cuenta de
todo lo que vale... Pues, amiga, no sea usted tan buena y rebajaremos.
--Quite usted, quite usted... Eso lo dice por disimular. ¡Sabe Dios las
misericordias que usted, a la calladita, habrá hecho en este mundo, con
esta misma Mauricia tal vez...! Y ahora me las quiere colgar a mí.
--¡Yo!... ¡Jesús! No digo que no tenga yo también algunas buenas obras
en mi cuentecita del cielo; ¡pero compararme con usted...! Calle por
Dios, señora.
--En fin, no es cosa de que nos pongamos a reñir por quién peca menos...
¿le parece a usted?--dijo la fundadora, uniendo la cortesía a la
modestia, y permitiéndose el característico guiñar de ojos, un tanto
picaresco--. Mi lema es este: «haga cada uno lo que pueda y lo que sepa,
y Dios verá».
--Eso mismo pienso yo...--Conque, usted me dispensará... tengo mucho que
hacer. Hasta mañana; no faltar...
Entre tanto, la de Rubín estaba sola con la enferma, porque Severiana se
fue a la cocina. Le arregló las almohadas, y después ambas se estuvieron
mirando. Fortunata pensaba en la simpatía inexplicable que aquella mujer
le había inspirado siempre, a pesar de ser tan loca y tan mala. ¿Sería
tal simpatía un parentesco de perversidad? Ejercía sobre ella una
atracción querenciosa, y como le dijera algún concepto lisonjero a su
corazón, sentíalo retumbar en su mente cual si fuera verdad pronunciada
por sobrenatural labio. Mil veces analizó la joven este poder fascinador
de su amiga, sin lograr encontrarle nunca el sentido. ¡Cosas del
espíritu, que no las entiende más que Dios!
Mauricia parecía melancólica y sosegada. «¡Qué señora esa!--exclamó
Fortunata--. ¿Habrá nacido de madre como nosotras?».
--Apuesto a que no--replicó la Dura--. ¡Qué mujer!... El día que me
quiso sacar de esos indinos protestantes, me entró el toque y la
insulté... ¡Qué mala fui!... (Iba a soltar un terno; pero se contuvo,
porque le estaba absolutamente prohibido pronunciar palabras feas,
siendo esto para ella un gran martirio, a causa de la poca variedad de
términos de su habitual lenguaje)... Y ella, como si le dijeran niña
bonita...
No has visto otra. ¡_Mia _ que traerme aquí y cuidarme como me cuida!,
¡re...! No sé cómo hablar... ¡_Mia_ que esto que hace conmigo!... Es
prima hermana del Nazareno; no hay quien me lo quite de la cabeza...
Figúrate lo que suponemos nosotras al compás de ella... ¡nosotras que
hemos sido unos peines...! Es que ni arrepentidas valemos para
descalzarle el zapato. Pues déjate que venga la otra... también aquella
es de la piel de Cristo...
--¿Quién?--La amiguita, la que protege a mi niña...
Fortunata vio delante de sí, súbitamente, una oscura niebla que se le
iba encima... El corazón le dio un salto... «Jacinta--dijo--; pues qué,
¿también viene aquí esa?».
--Ayer estuvo... Ella misma traía mi niña. Mira; créetelo porque te lo
digo yo: cuando entró _paicía_ que entraba una luz en el cuarto.
Fortunata sentía ganas de echar a correr.
«¿Pero todavía le tienes tirria?... ¡Ay, qué mala eres! Perdónala, que
bien lo merece. Te quitó tu hombre; pero ella no tenía culpa. ¡Qué
roña!... ¡ay!, se me escapó. Palabra fea, vuélvete para adentro; no,
quédate fuera... Pues chica, no seas pava... ¿crees tú, que el mejor día
no te vuelve a querer tu D. Juan?... Como si lo viera. Cuando una se va
a morir, ve las cosas claras, muy claritas; la muerte la alumbra a una,
y yo te digo que tu señor volverá contigo.
Es ley, hija, es ley, que no puede faltar... Y si me apuras, te diré que
a Jacinta no se le importa un pito. A cuenta que no le quiere nada...
Estas casadas ricas, como viven con _tantismo_ regalo, no quieren a sus
maridos... quieren a otros. No lo digo por ella, Dios me oiga, aunque
sabe Dios lo que hará, lo cual no quita que sea mayormente un ángel y
que reparta muchas caridades».
Fortunata no decía nada. La enferma se inclinó hacia ella, y dándose
unos aires evangélicos, en el tono que podría emplear un pastor de
almas, le amonestó así: «Arrepiéntete, chica, y no lo dejes para luego.
Vete arrepintiendo de todo, menos de querer a quien te sale de _entre
ti_, que esto no es, como quien dice, pecado. No robar, no _ajumarse_,
no decir mentiras; pero en el querer, ¡aire, aire!, y caiga el que
caiga. Siempre y cuando lo hagas así, tu miajita de cielo no te la quita
nadie».
Algo iba a contestarle su amiga; pero no pudo porque entró doña Lupe
dándole prisa para marcharse. Era un poco tarde y tenían que ir a otra
parte antes de regresar a casa. Despidiéronse con promesa de volver al
día siguiente, y salieron. Por la calle hablaban de Guillermina, de
quien dijo la de Jáuregui: «Es una mujer esa que electriza; y cuando se
la trata, sin querer se vuelve una también algo santa... Cincuenta y
tres reales me debía Mauricia.
Yo, de todas maneras, se los había perdonado; pero ahora, créelo, me
alegraría de que me debiera lo menos doscientos, para perdonárselos
también».
--ii--
Dos horas antes de la señalada para que Mauricia recibiera a Dios,
ya estaba allí la fundadora. «Pero Severiana, ¿en qué estás
pensando?--fue lo primero que dijo al entrar por el pasillo--. Quita de
aquí esta artesa. ¡Vaya un adorno! Ropa sucia y agua de jabón...».
--Señorita, lo iba a quitar... Pase usted. Me han dicho las vecinas que
las dos láminas de Napoleón que caen al lado del altar deben quitarse,
porque era muy protestante, _masónico_ y...
--Déjate de tonterías... ¿Y cómo está esta pájara hoy? ¿Qué tal, hija?
Aquel día estaba bastante aplanada, las manos más temblorosas,
respirando lentamente, aunque sin gran fatiga, con invencible tendencia
a permanecer muda y quieta, los ojos vagando por el techo o por la pared
de enfrente, cual si siguiera el vuelo de una mosca.
Enterose la dama minuciosamente de cómo había pasado la noche, de
quiénes se quedaron a velarla, de lo que había dicho el médico en la
visita de la mañana. A todo contestó Severiana: el doctor había mandado
que se le diera doble dosis de _la nuez cómica_, seguir con las
cucharadas por la noche, las papeletitas por el día, y a sus horas el
Jerez o Pajarete. Guillermina, sin dejar de oír esto, empezaba a poner
su atención en otra cosa. Frente a la ventana y formando ángulo recto
con la cama habían puesto la mesa, que debía ser altar, y en ella estaba
de rodillas Juan Antonio, el marido de Severiana, fijando en la pared
todos los clavos que creía necesarios para suspender la decoración
proyectada.
«No clavetee usted más, por Dios... Parece que va a derribar la casa...
Y que el ruido la molestará... ¿Pero qué van a poner ustedes ahí?».
La comandanta entró con unos pedazos de damasco rojo y amarillo, que
habían sido cortinas cuarenta años antes, pasando después por distintos
usos. Con aquella tela se forraría la pared, formando la bandera
española, y en el centro se pondría una lámina del Cristo del Gran
Poder, propiedad de la portera. «No me parece mal--dijo Guillermina,
sacando del estuche sus anteojos y calándoselos--. A ver, Juan Antonio,
si se luce usted. ¿Y flores, no tenemos?».
«De trapo... verá usted--replicó Severiana llevando a la señora a su
alcoba y mostrándole un montón de flores de papel dorado, tul y talco
extendidas sobre la cama. Había también allí cintas de cigarros, y esas
rosas con hojas plateadas que sirven para decorar los pitos de San
Isidro. «Esto es muy feo--opinó la santa--, ¿pero no hay naturales, o
siquiera ramaje?».
--Sí señora... El vecino del 6, que es no sé qué de la Villa, me ha
prometido traer rama de pino y carrasca. Esto lo pondrá Juan Antonio por
arriba haciendo cenefas...
--Buscar algún bonito tiesto de _bonibus_, hija; no se os ocurre
nada--dijo Guillermina, volviendo a la sala--, y en las ramas verdes
atáis flores de trapo, y resulta muy bonito--. Vaya, Juan Antonio, no
más clavazón; ya están bien sujetas las cortinas. Ahora, cuélgueme usted
la Virgen de las Angustias debajo del Señor, y a los lados...
La comandanta entró trayendo un cuadrote que representaba a Pío IX
echando la bendición a las tropas españolas en Gaeta. Para hacer juego,
propuso Juan Antonio poner al otro lado la _Numancia_. Guillermina
vaciló en dar su asentimiento; pero al fin... una risita y un guiño
resolvieron la duda. «Poner el barquito, ponerlo, que todo lo de la mar
es de Dios».
Salió luego al corredor, y habiendo notado que la escalera no estaba
barrida aún, llamó a la portera. «¿Pero usted en qué está pensando? ¿No
le han dicho que hoy viene el Señor a esta casa? ¡Y está ese portal que
da asco mirarlo! Coja usted la escoba mujer. Si no, la cogeré yo. Qué,
¿se cree usted que no lo hago como lo digo?».
La portera vio que doña Guillermina se quitaba el manto... «No,
señorita, no sea tan viva de genio. Barreremos... pero ya verá lo que
tarda esta granujería en volver a ensuciarlo».
--Pues lo vuelve usted a barrer. Bajó la señora al patio, donde había
entrado un ciego tocando la guitarra y estaban algunos chiquillos
jugando a los toros. «Eh, niños, hoy es preciso que tengamos mucha
formalidad. Y cuidadito con echarme basura en el portal y en la
escalera. Estas eneas y juncos que habéis esparcido en el patio, me los
vais a recoger y entregárselos a su dueño».
Los chicos oyeron esto sin chistar. En el fondo del patio se había
establecido un sillero que hacía fondos de junco y tenía montones de
ellos arrimados a la pared, los unos teñidos de rojo y puestos a secar,
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