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Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 51
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su cara la satisfacción íntima que el simple hecho de entrar en el café
le producía. Era como el tinte de placidez que toma la cara del buen
burgués al penetrar en el hogar doméstico. Saludáronse los dos amigos
con el afecto de siempre. Después de oír, acerca de su salud, todas las
vulgaridades hipocráticas con que el sano trastea al enfermo, como
aquello de _es nervioso... pasee usted... yo también estuve así_, Feijoo
abordó la cuestión, y por zancas y barrancas, soltando lo primero que se
le ocurría, llegó a decir que él se había propuesto, por pura caridad,
negociar la reconciliación.
«¡Probrecilla!--dijo Rubín, echando los terrones de azúcar en el vaso,
con aquella pausa que constituía un verdadero placer--. Dice usted que
pasando miserias y muy arrepentida... ¡Cuánto se habrá desmejorado!».
--Le diré a usted... Precisamente desmejorarse, no; lo que está es así,
muy... ensimismada. Pero sigue tan guapa como antes.
--¿Y Santa Cruz, no...?--Quite usted, hombre. Si hace la mar de tiempo
que tronaron. A poco de las trapisondas de marras... Desde entonces su
cuñada de usted ha vivido apartada del bullicio, llorando sus faltas y
comiéndose los ahorros que tenía, hasta que han venido los apuros. Ha
sido una casualidad que yo me enterara. Verá usted... me la encontré
hace días... contome sus cuitas... Me dio mucha pena. Hágase usted cargo
de lo que sufrirá una criatura con la conciencia alborotada y en esta
situación...
--¡Ah! Sr. D. Evaristo, a mí no me la da usted... Usted es muy tunante y
las mata callando...
Al oír esto, la diplomacia de Feijoo se alarmó, creyendo llegada la
ocasión de sacar, si no todo el Cristo, la cabeza de él.
«Mire usted, compañero--le dijo con reposado acento--; cuando trato las
cosas en serio, ya sabe usted que las bromas me parecen impertinentes,
¿estamos? Es poco delicado en usted suponer que he tenido algún lío con
esa señora, y que lo disimilo con la hipocresía de querer reconciliar el
matrimonio. Vamos, que se pasa usted de pillín...».
--Era un suponer, D. Evaristo--manifestó Rubín desdiciéndose.
--Pues hacía yo bonito papel... Hombre, muchas gracias...
--No, no he dicho nada...--Además, diferentes veces me ha oído usted
decir que hace tiempo que me corté la coleta.
--Sí, sí.--Y si en mis treinta, y en mis cuarenta y aun en mis
cincuenta, he toreado de lo fino, lo que es ahora... ¡Pues estoy yo
bueno para fiestas con mis sesenta y nueve años y estos achaques...!
Hágame usted más favor, y cuando le digo una cosa, créamela, porque para
eso son los buenos amigos, para creerle a uno...
--Tiene usted razón, y lo que siento ¡qué cuña!, es que no viera en mi
reticencia una broma...
--Me parecía a mí que el asunto, por tratarse de una persona de la
familia de usted y por iniciarlo yo, no era para bromear.
Rubín creyó o aparentó creer, y puso la atención más filosófica del
mundo en lo que su amigo siguió diciendo sobre materia tan importante. Y
aquí viene bien un dato: Juan Pablo había recibido de Feijoo algunos
préstamos a plazo indefinido. Este excelente hombre, viendo sus
angustias, halló una manera delicada de suministrarle la cantidad
necesaria para librarse de Cándido Samaniego, que le perseguía con saña
inquisidora. Estas caridades discretas las hacía muy a menudo Feijoo con
los amigos a quienes estimaba, favoreciéndoles sin humillarles. Por
supuesto, ya sabía él que aquello no era prestar, sino hacer limosna,
quizás la más evangélica, la más aceptable a los ojos de Dios. Y no se
dio el caso de que recordase la deuda a ninguno de los deudores, ni aun
a los que luego fueron ingratos y olvidadizos. Juan Pablo no era de
estos, y se ponía gustoso, con respecto a su generoso _inglés_, en ese
estado de subordinación moral, propio del insolvente a quien se le dan
todas las largas que él quiere tomarse. Demasiado sabía que un hombre de
quien se han recibido tales favores hay que creerle siempre todo lo que
dice, y que se contrae con él la obligación tácita de ser de su opinión
en cualquier disputa, y de ponerse serio cuando él recomienda la
seriedad. Allá en su interior pensaría Rubín lo que quisiese; pero de
dientes afuera se mantuvo en el papel que le correspondía.
«Por mi parte, no he de poner inconvenientes... Qué quiere usted que le
diga. No sé lo que pensará Maximiliano. Desde aquellas cosas, no le he
oído mentar a su mujer... Si algo se ha de hacer, crea usted que no se
dará un paso si mi tía no va por delante... Yo estoy un poco torcido con
ella... Lo mejor es que le hable usted».
Después se enteró Feijoo con mucha maña de ciertas particularidades de
la familia. Maxi había tomado el grado y estaba ya practicando en la
botica de Samaniego, a las órdenes de un tal Ballester, encargado del
establecimiento.
Supo además el anciano que doña Lupe no vivía ya en Chamberí, sino en la
calle del Ave María, y que todo el tiempo que le dejaba libre a Maxi la
farmacia, lo empleaba en darse buenos atracones de lectura filosófica.
Le había dado por ahí.
Luego hablaron de otras cosas. El filósofo cafetero dijo a su amigo que
cuando quisiera echar otro párrafo no le buscase más en el Café de
Madrid, porque allí había caído en un círculo de cazadores que le tenían
marcado y aburrido con la _perra pechona, el hurón_, y con _que si la
perdiz venía o no venía al reclamo_. No sabía aún a qué _local_ mudarse;
pero probablemente sería al Suizo Viejo, donde iban Federico Ruiz y
otros chicos atrozmente panteístas. De los antiguos cofrades sólo iban a
_Madrid_ D. Basilio, insufrible con su ministerialismo, Leopoldo Montes
y el _Pater_. Pero este se marcharía aquella misma noche a Cuevas de
Vera, su pueblo, a trabajar las elecciones de Villalonga. También charló
Juan Pablo de política, diciendo con mucho _tupé_ que el Gobierno
_estaba de cuerpo presente_, y que la situación duraría... a todo tirar,
a todo tirar, tres o cuatro meses.
--viii--
La primera vez que D. Evaristo visitó a su dama después de esta
entrevista, abrazola gozoso, y le dijo: «Albricias... vamos bien, vamos
bien».
--¿Pero qué... qué hay? ¿buenas noticias?
--Oro molido; mejor dicho, excelentes impresiones. Tu marido...
--¿Le ha visto usted?--No he tenido esa satisfacción. Pero me han
contado de él una cosa que es en extremo favorable. Te lo diré para que
no caviles. Maximiliano se ha dedicado a la filosofía...
Fortunata se quedó mirando a su amigo, sin saber qué expresión tomar. No
veía la tostada, ni sabía en rigor lo que era la filosofía, aunque
sospechaba que fuese una cosa muy enrevesada, incomprensible y que
vuelve _gilís_ a los hombres.
«No me llama la atención que te quedes con la boca abierta. Ya irás
comprendiendo... ¡Se da unos atracones de filosofía!, y me parece que
dijo Juan Pablo que era filosofía espiritualista...».
--¡Ah!... ¿De esos que hablan con las patas de las mesas? ¡Alabado
sea...!
--No, esos no. Pero estamos de enhorabuena: cualquiera que sea la secta
o escuela que le sorbe el seso a tu marido, tenemos ya noventa y seis
probabilidades contra cuatro de que te reciba con los brazos abiertos.
Tú lo has de ver.
Fortunata dudaba que esto fuera así. La partida que ella le había jugado
a Maxi era demasiado serrana para que este la olvidara por lo que dicen
los libros. Al otro día entró el simpático amigo más alegre y excitado.
Su proyecto llegó a dominarle de tal modo, que no sabía pensar en otra
cosa, y de la mañana a la noche estaba dando vueltas al tema. Había
mejorado mucho su salud y al mismo tiempo no ponía tanto cuidado como
antes en el adorno de su persona. Desde que tomara con tanto cariño las
funciones paternales, se había dejado toda la barba, usaba hongo y una
gran bufanda alrededor del cuello. Salía a sus diligencias en coche
simón por horas. Cuando la prójima le vio entrar aquel día con el
sombrero echado hacia atrás, los ojos chispeantes, los movimientos
ágiles, comprendió que las noticias eran buenas. «Con estos
alegrones--dijo él abrazándola--, se rejuvenece uno. Chulita, otro
abrazo, otro. Vengo de hablar con la mismísima doña Lupe _la de los
Pavos_». Fortunata se asustó sólo de oír el nombre de su tía política.
«Impresiones muy buenas--añadió el diplomático...--. Ha empezado por
ahuecar la voz, y por negarse a proponer la reconciliación. Pero
mientras más cerdea ella, más claro veo yo que hará lo que deseamos.
¡Oh!, entiendo bien a mi gente. También esta tiene sus filosofías
pardas, y a mí no me la da. Conozco las callejuelas de la naturaleza
humana mejor que los rincones de mi casa. Doña Lupe está deseando que
vuelvas; pero deseándolo, para que lo sepas. Se lo he conocido en la
cara y en el modo de decir que no... Yo no sé si te he contado que en un
tiempo, a poco de enviudar, tuvo sus pretensiones respecto a mí...
pretensiones honestas... Decía la muy fatua que yo le paseaba la calle.
¿Creerás que se le descompone la cara siempre que me ve?».
Fortunata soltó la carcajada. «Dime, ¿y cuando te pretendía, ya le
habían cortado el pecho que le falte?».
--Pues no lo sé. Por mí que le cortaran los dos... En fin, chica, que
esto marcha. Yo le dije que si había reconciliación, vivirías con ella,
pues yo estimaba muy conveniente esta vida común. Tan hueca se puso al
oírme decir esto, que aún creo que le nacía un pecho nuevo... Oye lo que
tienes que hacer cuando esto se realice: Yo te daré una cantidad que le
entregarás a ella el primer día, suplicándole que te la coloque. Te
niegas a admitirle recibo. Nada le gusta tanto como que tengan confianza
en ella en asuntos de dinero... ¡Ah!... leo en ella como leo en ti. ¿No
ves que la traté bastante en vida de Jáuregui, que, entre paréntesis,
era un hombre excelente? Ya te daré una lección larga sobre el tole tole
con que debes tratarla, una mezcla hábil de sumisión e independencia,
haciéndole una raya, pero una raya bien clarita, y diciéndole: «de aquí
para allá manda usted; de aquí para acá estoy yo...». Ahora la tecla que
me falta tocar es tu marido. He hablado pocas veces con él, apenas le
trato; pero no importa...
La mejoría se acentuó tanto, que D. Evaristo atreviose a salir de noche,
y lo primero que hizo fue ir en busca de Juan Pablo. No le encontró en
el Suizo Viejo. Allí estaban Villalonga, Juanito Santa Cruz, Zalamero,
Severiano Rodríguez, el médico Moreno Rubio, Sánchez Botín, Joaquín Pez
y otros que tenían constituida la más ingeniosa y regocijada peña que en
los cafés de Madrid ha existido. Habían hecho un reglamento humorístico,
del cual cada uno de los socios tenía su ejemplar en el bolsillo. De
aquellas célebres mesas habían salido ya un ministro, dos subsecretarios
y varios gobernadores. Aunque era amigo de algunos, no quiso Feijoo
acercarse, y se fue a una mesa lejana. Junto a él, los ingenieros de
Caminos hablaban de política europea, y más acá los de Minas disputaban
sobre literatura dramática. No lejos de estos, un grupo de empleados en
la Contaduría central se ocupaba con gran calor de pozos artesianos, y
dos jueces de primera instancia, unidos a un actor retirado, a un
empresario de caballos para la Plaza de Toros y a un oficial de la
Armada, discutían si eran más bonitas las mujeres con _polisón_ o sin
él. Después llamó la atención de D. Evaristo la facha de un hombre que
iba por entre las mesas, el cual sujeto más bien parecía momia animada
por arte de brujería. «Yo conozco esta cara--se dijo Feijoo--. ¡Ah! ya;
es el que llamábamos _Ramsés II_, el pobre Villaamil que sólo necesitaba
dos meses para jubilarse». Acercose tímidamente este desgraciado a
Villalonga, que ya estaba levantado para marcharse; y en actitud
cohibida, echando los ojos fuera del casco, le habló de algo que debía
ser los maldecidos dos meses. Jacinto alzaba los hombros, respondiéndole
con benevolencia quejumbrosa. Parecía decirle: «¡Yo, qué más
quisiera...! He hecho todo lo posible... Veremos... he dado una nota...
Crea usted que por mí no queda... Si, ya sé, dos meses nada más...». Un
instante después _Ramsés II_ pasó junto a D. Evaristo, deslizándose por
entre las mesas y sillas como sombra impalpable. Llamole por su nombre
verdadero Feijoo, y acercose el otro a la mesa, inclinando, para ver
quién le llamaba, su cara amarilla, requemada por el sol de Cuba y
Filipinas. Se reconocieron. Villaamil, invitado por su amigo, dobló su
esqueleto para sentarse, y tomó café... con más leche que café... «¡Ah!,
¿buscaba usted a Juan Pablo? Pues del salto se ha ido al café de
Zaragoza. Dice que le cargan los ingenieros...».
Como le convenía retirarse temprano, no fue D. Evaristo aquella noche al
indicado café.
Las nueve serían de la siguiente, cuando entró en el establecimiento de
la Plaza de Antón Martín, que lleno de gente estaba, con una atmósfera
espesa y sofocante que se podía mascar, y un ensordecedor ruido de
colmena; bulla y ambiente que soportan sin molestia los madrileños, como
los herreros el calor y el estrépito de una fragua. Desembozándose,
avanzó el anciano por la tortuosa calle que dejaran libre las mesas del
centro, y miraba a un lado y otro buscando a su amigo. Ya tropezaba con
un mozo encargado de _servicio_, ya su capa se llevaba la toquilla de
una cursi; aquí se le interponía el brazo del vendedor de
_Correspondencias_ que alargaba ejemplares a los parroquianos, y allá le
hacían barricada dos individuos gordos que salían o cuatro flacos que
entraban. Por fin, distinguió a Juan Pablo en el rincón inmediato a la
escalera de caracol por donde se sube al billar. Acompañábanle en la
misma mesa dos personas: una mujer bastante bonita, aunque estropeada, y
un joven en quien al pronto reconoció D. Evaristo a Maximiliano. Los dos
hermanos sostenían conversación muy animada. La _indivudua_ eran el amor
de Juan Pablo, una tal Refugio, personaje de historia, aunque no
histórico, de cara graciosa y picante, con un diente de menos en la
encía superior. Feijoo no la había visto nunca, ni el filósofo de café
acostumbraba a presentarse en público en compañía de aquella Aspasia,
por cuya razón quedose Rubín un tanto cortado al ver a su amigo.
Maximiliano saludó a D. Evaristo, preguntándole con mucho interés por su
salud, a lo que respondió el anciano con mucha viveza: «Ya ve usted...
_Cinco_ meses llevo así... un día caigo, otro me levanto... ¡_Cinco_
meses!... Nada; que viene un día en que la máquina dice, 'hasta aquí
llegamos, compañero' y no se empeñe usted en remendarla, ni echarle
aceite. Que no anda, y que no anda, y se tiene que parar».
--¿Pero qué es lo que usted tiene?--preguntó Maximiliano con presunción
de médico novel o de boticario incipiente, que unos y otros se desviven
por ser útiles a la humanidad.
--¿Que qué tengo? ¡Ah!, una cosa muy mala. La peor de las enfermedades.
¡Sesenta años!, ¿le parece a usted poco?
Todos se echaron a reír. «Me ha dicho mi hermano--añadió Maxi--, que
digiere usted mal».
--Cinco meses lleva mi estómago de indisciplina--replicó el ladino
viejo, que quería sin duda meterle a Maxi en la cabeza aquello de los
cinco meses--. Ya no le hago caso. Me he rendido, y espero tranquilo el
_cese_.
--Si quiere usted, le haré un preparado de peptona.
--Gracias... Veremos lo que dice mi médico.
--Poco mal y bien quejado--afirmó el otro Rubín, dándole palmadas en el
hombro.
--Pero ustedes estaban hablando de algo que debía de ser
interesante--dijo Feijoo--. Por mí no se interrumpan.
--Estábamos... pásmese usted... en las regiones etéreas.
--Nada, es que me quiere convencer--manifestó Maximiliano con calor--,
de que todo es fuerza y materia. Yo le digo una cosa, «pues a eso que tú
llamas fuerza, lo llamo yo espíritu, el Verbo, el querer universal; y
volvemos a la misma historia, al Dios uno y creador y al alma que de él
emana».
Don Evaristo, en tanto, miraba a Refugio, examinándole el rostro, la
boca, el diente menos. La muchacha sentía vergüenza de verse tan
observada, y no sabía cómo ponerse, ni qué dengues hacer con los labios
al llevarse a ellos la cucharilla con leche merengada.
«Eso, eso... por ahí duele--dijo el ex-coronel, arrimándose al partido
de Maximiliano--. ¡El alma!... Estos señores materialistas creen que con
variar el nombre a las cosas han vuelto el mundo patas arriba».
--Pero si ya te he dicho...--argüía sofocado Juan Pablo.
--Déjame que acabe...--No es eso... ¡qué cuña!
--Volvemos a lo mismo. ¿No me conozco yo en mí, uno, consciente,
responsable?
--¡Otra te pego! Pero ven acá...
--Aguarda. Si yo me reconozco íntimamente en la sustancia de mi yo...
Se expresaba con exaltación sin dejar meter baza a su hermano, y este,
en cambio, no se la dejaba meter a él, y simultáneamente se quitaban la
palabra de la boca.
--Espérate un poco... no es eso.
--Allá voy... yo vivo en mi conciencia, por mí y antes y después de mí.
--¡Ah!, pero lo primero es distinguir... Mira...
--¡Buen par de chiflados estáis los dos!--dijo para sí D. Evaristo
mirando con curiosidad el portillo que en la dentadura tenía Refugio.
--¡Dale, bola!...--replicó Maxi--. Si no es eso... Yo, ¿soy yo?... ¿me
reconozco como tal yo en todos mis actos?
--No, yo no soy más que un accidente del concierto total; yo no me
pertenezco, soy un fenómeno.
--¡Que yo soy un fenómeno!... ¡Ave-María Purísima, qué disparate!
--Estás tú fresco... Lo permanente no soy yo, ¡qué cuña!, es el
conjunto... Yo lo reconozco así en el fenómeno pasajero de mi
conocimiento.
¡Y estas cosas se decían en el rincón de un café, al lado de un
parroquiano que leía _La Correspondencia_ y de otro que hablaba del
precio de la carne! En una de las mesas próximas había un grupo de
individuos que tenían facha de matuteros o cosa tal. A la derecha
veíanse dos cursis acompañadas de una buscona y obsequiadas por un señor
que les decía mil tonterías empalagosas; enfrente una trinca en que se
disputaba acerca de Lagartijo y Frascuelo, con voces destempladas y
manotazos. Y por la escalera de caracol subían y bajaban constantemente
parroquianos, dando patadas que más parecían coces; y por aquella
espiral venían rumores de disputa, el chasquido de las bolas de billar,
y el canto del mozo que apuntaba.
«Si se me permite dar una opinión--dijo Feijoo, que empezaba a marearse
con tanto barullo--, voto con el pollo».
En esto sonó el piano, que se alzaba sobre una tarima en medio del café,
con la tapa triangular levantada para que hiciera más ruido; y empezó la
tocata, que era de piano y violín. La música, los aplausos, las voces y
el murmullo constante del café formaban un run run tan insoportable, que
el buen D. Evaristo creyó que se le iba la cabeza, y que caería redondo
al suelo si permanecía allí un cuarto de hora más. Decidió retirarse,
descontento de no haber encontrado solo a Juan Pablo, pues delante del
farmacéutico no podía hablar del espinoso asunto que entre manos traía.
Su enojo se trocó en alegría cuando Maxi, al verle en pie, dijo que él
también se iba porque era hora de volver a su farmacia. Salieron, pues,
juntos, y antes de llegar a la puerta, vio el anciano que le cortaba el
paso una figura macilenta y sepulcral. Era _Ramsés II_, que venía en
busca suya. «Señor D. Evaristo, por Dios, hable usted de mí al señor de
Villalonga» le dijo la momia, interponiéndose como si no quisiera darle
paso sino a cambio de una promesa.
--Se hará, compañero, se hará; hablaremos a Villalonga--dijo D. Evaristo
embozándose--; pero ahora estoy de prisa... no puedo detenerme... Hijo,
vamos.
Y abriéndose paso, salió con el chico de Rubín.
--ix--
Al cual dijo en la puerta: «¿Hacia dónde va usted con su cuerpo?».
--¿Yo? A la calle del Ave María.
--¡Qué casualidad! Yo llevo esa dirección. Iremos juntos... Deje usted
que me emboce bien... Ahora deme usted el brazo. Las piernas no me
ayudan. Ya se ve... cinco meses... cabalitos... fíjese usted bien... sin
digerir. No sé cómo estoy vivo. Desde Octubre del año pasado no levanto
cabeza... ¡Pero qué ideas las de Juan Pablo! Parece mentira... ¡un
muchacho de entendimiento!... Usted sí que sabe por dónde anda. Sí; no
espere usted a llegar a viejo y a ver de cerca la muerte para creer que
somos algo más que montoncitos de basura animados por fuerza semejante a
la electricidad que hace hablar a un alambre. Eso se deja para los
tontos y perdularios, para la gente que no piensa. Usted está en lo
firme, y será capaz de acciones nobles, de acciones que, por lo mismo
que son tan elevadas, no están al alcance del vulgo.
No comprendía Maximiliano a cuenta de qué era aquello; pero tenía su
espíritu admirablemente dispuesto para recibir toda sutileza que se le
quisiera echar; estaba hambriento de cosas ideales, y la meditación, el
estudio y la soledad habíanle dado una receptividad asombrosa para todo
lo que procediera del pensamiento puro. Por esta causa, sin entender de
qué se trataba, contestó humildemente: «Tiene usted mucha razón... pero
mucha razón».
«El hombre que como usted--prosiguió don Evaristo--, no se deja
engatusar por las sabidurías modernas, está en disposición de hacer el
bien, pero no el bien de cualquier modo, sino sublimemente ¡caramba!,
mirando para el cielo, no para la tierra...».
Tiempo hacía que Maxi se había dedicado a mirar al cielo.
«Mire uste, Sr. D. Evaristo--dijo sintiéndose lleno y ahíto de aquella
espiritual sustancia, acopiada a fuerza de barajar sus tristezas con las
hojas de los libros--. La desgracia me ha hecho a mí volver los ojos a
las cosas que no se ven ni se tocan. Si no lo hubiera hecho así, me
habría muerto ya cien veces. ¡Y si viera usted qué distinto es el mundo
mirado desde arriba a mirado desde abajo! Me parecía a mí mentira que yo
había de ver apagarse en mí la sed de venganza, y el odio que me
embruteció. Y sin embargo, el tiempo, la abstracción, el pensar en el
conjunto de la vida y en lo grande de sus fines me han puesto como estoy
ahora».
--Claro... ¿A qué vienen esos odios y esas venganzas de melodrama?--dijo
gozoso don Evaristo--. Para perderse nada más. ¡Dichoso el que sabe
elevarse sobre las pasiones de momento y atemperar su alma en las
verdades eternas!
Y para su sayo habló de este modo: «Tan metafísico está este chico, que
nos viene como anillo al dedo».
--En este bulle-bulle de las pasiones de los hombres del día--prosiguió
Maxi con cierto énfasis--, llega uno a olvidarse de que vivimos para
perdonar las ofensas y hacer bien a los que nos han hecho mal.
--Tiene usted razón, hijo... y dichoso mil veces el que como usted, así,
tan jovencito, llega a posesionarse de esa idea y a hacerla efectiva en
la vida real.
--La desgracia, un golpe rudo... ahí tiene usted el maestro. Se llega a
este estado padeciendo, después de pasar por todas las angustias de la
cólera, por los pinchazos que le da a uno el amor propio y por mil
amarguras... ¡Ay, señor don Evaristo! Parece mentira que yo esté tan
fresco después de haberme creído con derecho a matar a un hombre,
después de haberme ilusionado con la idea de cometer el crimen,
concluyendo por renunciar a ello. Mi conciencia está hoy tan tranquila
no habiendo matado, como firme y decidida estuvo cuando pensé matar...
Entonces no veía a Dios en mí; ahora sí que le veo. Créalo usted; hay
que anularse para triunfar; decir _no soy nada_ para serlo todo.
Feijoo, en vista de estas buenas disposiciones, se fue derecho al bulto.
«A un espíritu tan bien fortalecido--le dijo--, se le puede hablar sin
rodeos. ¿Doña Lupe no ha tratado con usted de cierto asunto...?».
Maximiliano se puso del color de la grana de su embozo, y contestó
afirmativamente con embarazo y turbación.
«Por mi parte--añadió D. Evaristo--, haré todo lo que pueda para que
esto cuaje. Si ello tiene que suceder. Es lo práctico, amigo mío; y ya
que usted es tan místico, conviene que sea un poquito práctico... Por
una casualidad intervengo yo en esto... Le advierto a usted que ella
desea volver...».
--¡Lo desea!--exclamó Rubín, dejando caer el embozo.
--¡Toma! ¿Ahora salimos con eso? Pues si no lo deseara ¿cómo me había de
meter yo en semejante negocio? ¿No comprende usted...?
--Sí... pero... No hay que confundir. El perdón puramente espiritual o
evangélico, ya lo tiene... Pero el otro perdón, el que llamaríamos
social, porque equivale a reconciliarse, es imposible.
--Vamos, que no será tanto--dijo para sí don Evaristo, subiéndose el
embozo.
--Es imposible--repitió Maxi.
--Piénselo bien, piénselo bien; pregúnteselo a la almohada, compañero...
Yo creo que cuando usted madure la idea...
--Me parece que aunque la estuviera madurando diez años...
--En estas cosas hay que poner algo de caridad; no se puede proceder con
simple criterio de justicia. Convendría que usted hablase con ella...
--¡Yo!... pero D. Evaristo...
--Sí, no me vuelvo atrás. Quien tiene ideas como las que usted tiene,
¡caramba!, y sabe sentir y pensar con esa alteza de miras... eso es, con
esa espiritualidad de la... pues... de... claro...
--¿Y cree usted que ella me podría dar explicaciones claras, pero muy
claras, de todo lo que ha hecho después que se separó de mí?
--Hijo, yo creo que las dará... pero es claro que usted no debe apurar
mucho tampoco... O hay perdón o no hay perdón. La caridad por delante,
detrás la indulgencia, y ver si en efecto hay propósitos sinceros de
enmienda. Por lo que he oído, me parece que los hay; se lo digo a usted
de corazón.
--Yo lo dudo.--Pues yo no. Juzgue usted mi opinión como quiera. Y sepa
que intervengo en esto por pura humanidad, porque se me ha ocurrido no
morirme sin dejar tras de mí una buena acción, ya que en la cuenta de mi
vida tengo tantas malas o insignificantes. No me gusta meterme en vidas
ajenas; pero en este caso, créalo usted... se me ha puesto en la cabeza
que a entrambos les conviene volver a unirse.
Ya en este terreno, D. Evaristo se descubrió más:
«Amigo--dijo parándose en la puerta de la botica--. Su mujer de usted me
ha parecido una mujer defectuosísima. Aunque la he tratado poco puedo
asegurar que tiene buen fondo; pero carece de fuerza moral. Será siempre
lo que quieran hacer de ella los que la traten».
Maximiliano le miraba con ojos atónitos. Lo mismo pensaba él.
«Yo le eché anteayer un largo sermón, recomendándole que se amoldara a
las realidades de la vida, que pusiera un freno a aquella
imaginacioncilla tan desenvuelta. 'Pero, hija mía, es preciso pensar lo
que se hace, y dejarse de tonterías'. Yo muy serio. Creo que algo he
conseguido. Usted lo ha de ver, compañero. Es lástima que teniendo buen
fondo, buen corazón... sólo que algo grande... y careciendo de las
malicias de otras, no posea un poco de juicio. Porque con un poco de
juicio, nada más que con un poco de juicio, no se pueden hacer las
tonterías que ella ha hecho... En fin, hijo, usted dirá que quién me
mete a mí a leñador, pero ¿qué quiere usted?, a los viejecillos nos
gusta arreglar a los jóvenes y marcarles el paso de esta vida para que
eviten los tropezones que hemos dado nosotros».
Dijo esto último sonriendo con tal hombría de bien, que Maximiliano se
llenó de confusiones. No sabía qué contestar, y sentía que se le
apretaba la garganta. Despidiose D. Evaristo, dejando al pobre chico en
tal grado de aturdimiento, que durante muchos días hubo de revolver en
su mente indigestada los dejos de aquel coloquio que tuvo con el
respetable anciano, en una noche fría del mes de Marzo.
Al siguiente día, D. Evaristo fue en coche a ver a Fortunata, a quien
encontró peinándose sola. Sentándose a su lado, y cogiéndola por un
brazo, la llamó a sí y le dio un beso, diciéndole: «El último beso... La
aventura del viejo Feijoo ha pasado a la historia... Entraremos pronto
en vida nueva, y de esto no quedará sino un recuerdo en mí y otro en
ti... Para el público nada. Estas cenizas sólo para nosotros esconden un
poco de calor».
Fortunata, que tenía en cada mano una de las gruesas bandas de sus
cabellos negros, apartándolas como si fueran una cortina, no sabía si
reír o echarse a llorar...
--¿Has hablado con él...?--dijo conmovida y al mismo tiempo sonriente.
le producía. Era como el tinte de placidez que toma la cara del buen
burgués al penetrar en el hogar doméstico. Saludáronse los dos amigos
con el afecto de siempre. Después de oír, acerca de su salud, todas las
vulgaridades hipocráticas con que el sano trastea al enfermo, como
aquello de _es nervioso... pasee usted... yo también estuve así_, Feijoo
abordó la cuestión, y por zancas y barrancas, soltando lo primero que se
le ocurría, llegó a decir que él se había propuesto, por pura caridad,
negociar la reconciliación.
«¡Probrecilla!--dijo Rubín, echando los terrones de azúcar en el vaso,
con aquella pausa que constituía un verdadero placer--. Dice usted que
pasando miserias y muy arrepentida... ¡Cuánto se habrá desmejorado!».
--Le diré a usted... Precisamente desmejorarse, no; lo que está es así,
muy... ensimismada. Pero sigue tan guapa como antes.
--¿Y Santa Cruz, no...?--Quite usted, hombre. Si hace la mar de tiempo
que tronaron. A poco de las trapisondas de marras... Desde entonces su
cuñada de usted ha vivido apartada del bullicio, llorando sus faltas y
comiéndose los ahorros que tenía, hasta que han venido los apuros. Ha
sido una casualidad que yo me enterara. Verá usted... me la encontré
hace días... contome sus cuitas... Me dio mucha pena. Hágase usted cargo
de lo que sufrirá una criatura con la conciencia alborotada y en esta
situación...
--¡Ah! Sr. D. Evaristo, a mí no me la da usted... Usted es muy tunante y
las mata callando...
Al oír esto, la diplomacia de Feijoo se alarmó, creyendo llegada la
ocasión de sacar, si no todo el Cristo, la cabeza de él.
«Mire usted, compañero--le dijo con reposado acento--; cuando trato las
cosas en serio, ya sabe usted que las bromas me parecen impertinentes,
¿estamos? Es poco delicado en usted suponer que he tenido algún lío con
esa señora, y que lo disimilo con la hipocresía de querer reconciliar el
matrimonio. Vamos, que se pasa usted de pillín...».
--Era un suponer, D. Evaristo--manifestó Rubín desdiciéndose.
--Pues hacía yo bonito papel... Hombre, muchas gracias...
--No, no he dicho nada...--Además, diferentes veces me ha oído usted
decir que hace tiempo que me corté la coleta.
--Sí, sí.--Y si en mis treinta, y en mis cuarenta y aun en mis
cincuenta, he toreado de lo fino, lo que es ahora... ¡Pues estoy yo
bueno para fiestas con mis sesenta y nueve años y estos achaques...!
Hágame usted más favor, y cuando le digo una cosa, créamela, porque para
eso son los buenos amigos, para creerle a uno...
--Tiene usted razón, y lo que siento ¡qué cuña!, es que no viera en mi
reticencia una broma...
--Me parecía a mí que el asunto, por tratarse de una persona de la
familia de usted y por iniciarlo yo, no era para bromear.
Rubín creyó o aparentó creer, y puso la atención más filosófica del
mundo en lo que su amigo siguió diciendo sobre materia tan importante. Y
aquí viene bien un dato: Juan Pablo había recibido de Feijoo algunos
préstamos a plazo indefinido. Este excelente hombre, viendo sus
angustias, halló una manera delicada de suministrarle la cantidad
necesaria para librarse de Cándido Samaniego, que le perseguía con saña
inquisidora. Estas caridades discretas las hacía muy a menudo Feijoo con
los amigos a quienes estimaba, favoreciéndoles sin humillarles. Por
supuesto, ya sabía él que aquello no era prestar, sino hacer limosna,
quizás la más evangélica, la más aceptable a los ojos de Dios. Y no se
dio el caso de que recordase la deuda a ninguno de los deudores, ni aun
a los que luego fueron ingratos y olvidadizos. Juan Pablo no era de
estos, y se ponía gustoso, con respecto a su generoso _inglés_, en ese
estado de subordinación moral, propio del insolvente a quien se le dan
todas las largas que él quiere tomarse. Demasiado sabía que un hombre de
quien se han recibido tales favores hay que creerle siempre todo lo que
dice, y que se contrae con él la obligación tácita de ser de su opinión
en cualquier disputa, y de ponerse serio cuando él recomienda la
seriedad. Allá en su interior pensaría Rubín lo que quisiese; pero de
dientes afuera se mantuvo en el papel que le correspondía.
«Por mi parte, no he de poner inconvenientes... Qué quiere usted que le
diga. No sé lo que pensará Maximiliano. Desde aquellas cosas, no le he
oído mentar a su mujer... Si algo se ha de hacer, crea usted que no se
dará un paso si mi tía no va por delante... Yo estoy un poco torcido con
ella... Lo mejor es que le hable usted».
Después se enteró Feijoo con mucha maña de ciertas particularidades de
la familia. Maxi había tomado el grado y estaba ya practicando en la
botica de Samaniego, a las órdenes de un tal Ballester, encargado del
establecimiento.
Supo además el anciano que doña Lupe no vivía ya en Chamberí, sino en la
calle del Ave María, y que todo el tiempo que le dejaba libre a Maxi la
farmacia, lo empleaba en darse buenos atracones de lectura filosófica.
Le había dado por ahí.
Luego hablaron de otras cosas. El filósofo cafetero dijo a su amigo que
cuando quisiera echar otro párrafo no le buscase más en el Café de
Madrid, porque allí había caído en un círculo de cazadores que le tenían
marcado y aburrido con la _perra pechona, el hurón_, y con _que si la
perdiz venía o no venía al reclamo_. No sabía aún a qué _local_ mudarse;
pero probablemente sería al Suizo Viejo, donde iban Federico Ruiz y
otros chicos atrozmente panteístas. De los antiguos cofrades sólo iban a
_Madrid_ D. Basilio, insufrible con su ministerialismo, Leopoldo Montes
y el _Pater_. Pero este se marcharía aquella misma noche a Cuevas de
Vera, su pueblo, a trabajar las elecciones de Villalonga. También charló
Juan Pablo de política, diciendo con mucho _tupé_ que el Gobierno
_estaba de cuerpo presente_, y que la situación duraría... a todo tirar,
a todo tirar, tres o cuatro meses.
--viii--
La primera vez que D. Evaristo visitó a su dama después de esta
entrevista, abrazola gozoso, y le dijo: «Albricias... vamos bien, vamos
bien».
--¿Pero qué... qué hay? ¿buenas noticias?
--Oro molido; mejor dicho, excelentes impresiones. Tu marido...
--¿Le ha visto usted?--No he tenido esa satisfacción. Pero me han
contado de él una cosa que es en extremo favorable. Te lo diré para que
no caviles. Maximiliano se ha dedicado a la filosofía...
Fortunata se quedó mirando a su amigo, sin saber qué expresión tomar. No
veía la tostada, ni sabía en rigor lo que era la filosofía, aunque
sospechaba que fuese una cosa muy enrevesada, incomprensible y que
vuelve _gilís_ a los hombres.
«No me llama la atención que te quedes con la boca abierta. Ya irás
comprendiendo... ¡Se da unos atracones de filosofía!, y me parece que
dijo Juan Pablo que era filosofía espiritualista...».
--¡Ah!... ¿De esos que hablan con las patas de las mesas? ¡Alabado
sea...!
--No, esos no. Pero estamos de enhorabuena: cualquiera que sea la secta
o escuela que le sorbe el seso a tu marido, tenemos ya noventa y seis
probabilidades contra cuatro de que te reciba con los brazos abiertos.
Tú lo has de ver.
Fortunata dudaba que esto fuera así. La partida que ella le había jugado
a Maxi era demasiado serrana para que este la olvidara por lo que dicen
los libros. Al otro día entró el simpático amigo más alegre y excitado.
Su proyecto llegó a dominarle de tal modo, que no sabía pensar en otra
cosa, y de la mañana a la noche estaba dando vueltas al tema. Había
mejorado mucho su salud y al mismo tiempo no ponía tanto cuidado como
antes en el adorno de su persona. Desde que tomara con tanto cariño las
funciones paternales, se había dejado toda la barba, usaba hongo y una
gran bufanda alrededor del cuello. Salía a sus diligencias en coche
simón por horas. Cuando la prójima le vio entrar aquel día con el
sombrero echado hacia atrás, los ojos chispeantes, los movimientos
ágiles, comprendió que las noticias eran buenas. «Con estos
alegrones--dijo él abrazándola--, se rejuvenece uno. Chulita, otro
abrazo, otro. Vengo de hablar con la mismísima doña Lupe _la de los
Pavos_». Fortunata se asustó sólo de oír el nombre de su tía política.
«Impresiones muy buenas--añadió el diplomático...--. Ha empezado por
ahuecar la voz, y por negarse a proponer la reconciliación. Pero
mientras más cerdea ella, más claro veo yo que hará lo que deseamos.
¡Oh!, entiendo bien a mi gente. También esta tiene sus filosofías
pardas, y a mí no me la da. Conozco las callejuelas de la naturaleza
humana mejor que los rincones de mi casa. Doña Lupe está deseando que
vuelvas; pero deseándolo, para que lo sepas. Se lo he conocido en la
cara y en el modo de decir que no... Yo no sé si te he contado que en un
tiempo, a poco de enviudar, tuvo sus pretensiones respecto a mí...
pretensiones honestas... Decía la muy fatua que yo le paseaba la calle.
¿Creerás que se le descompone la cara siempre que me ve?».
Fortunata soltó la carcajada. «Dime, ¿y cuando te pretendía, ya le
habían cortado el pecho que le falte?».
--Pues no lo sé. Por mí que le cortaran los dos... En fin, chica, que
esto marcha. Yo le dije que si había reconciliación, vivirías con ella,
pues yo estimaba muy conveniente esta vida común. Tan hueca se puso al
oírme decir esto, que aún creo que le nacía un pecho nuevo... Oye lo que
tienes que hacer cuando esto se realice: Yo te daré una cantidad que le
entregarás a ella el primer día, suplicándole que te la coloque. Te
niegas a admitirle recibo. Nada le gusta tanto como que tengan confianza
en ella en asuntos de dinero... ¡Ah!... leo en ella como leo en ti. ¿No
ves que la traté bastante en vida de Jáuregui, que, entre paréntesis,
era un hombre excelente? Ya te daré una lección larga sobre el tole tole
con que debes tratarla, una mezcla hábil de sumisión e independencia,
haciéndole una raya, pero una raya bien clarita, y diciéndole: «de aquí
para allá manda usted; de aquí para acá estoy yo...». Ahora la tecla que
me falta tocar es tu marido. He hablado pocas veces con él, apenas le
trato; pero no importa...
La mejoría se acentuó tanto, que D. Evaristo atreviose a salir de noche,
y lo primero que hizo fue ir en busca de Juan Pablo. No le encontró en
el Suizo Viejo. Allí estaban Villalonga, Juanito Santa Cruz, Zalamero,
Severiano Rodríguez, el médico Moreno Rubio, Sánchez Botín, Joaquín Pez
y otros que tenían constituida la más ingeniosa y regocijada peña que en
los cafés de Madrid ha existido. Habían hecho un reglamento humorístico,
del cual cada uno de los socios tenía su ejemplar en el bolsillo. De
aquellas célebres mesas habían salido ya un ministro, dos subsecretarios
y varios gobernadores. Aunque era amigo de algunos, no quiso Feijoo
acercarse, y se fue a una mesa lejana. Junto a él, los ingenieros de
Caminos hablaban de política europea, y más acá los de Minas disputaban
sobre literatura dramática. No lejos de estos, un grupo de empleados en
la Contaduría central se ocupaba con gran calor de pozos artesianos, y
dos jueces de primera instancia, unidos a un actor retirado, a un
empresario de caballos para la Plaza de Toros y a un oficial de la
Armada, discutían si eran más bonitas las mujeres con _polisón_ o sin
él. Después llamó la atención de D. Evaristo la facha de un hombre que
iba por entre las mesas, el cual sujeto más bien parecía momia animada
por arte de brujería. «Yo conozco esta cara--se dijo Feijoo--. ¡Ah! ya;
es el que llamábamos _Ramsés II_, el pobre Villaamil que sólo necesitaba
dos meses para jubilarse». Acercose tímidamente este desgraciado a
Villalonga, que ya estaba levantado para marcharse; y en actitud
cohibida, echando los ojos fuera del casco, le habló de algo que debía
ser los maldecidos dos meses. Jacinto alzaba los hombros, respondiéndole
con benevolencia quejumbrosa. Parecía decirle: «¡Yo, qué más
quisiera...! He hecho todo lo posible... Veremos... he dado una nota...
Crea usted que por mí no queda... Si, ya sé, dos meses nada más...». Un
instante después _Ramsés II_ pasó junto a D. Evaristo, deslizándose por
entre las mesas y sillas como sombra impalpable. Llamole por su nombre
verdadero Feijoo, y acercose el otro a la mesa, inclinando, para ver
quién le llamaba, su cara amarilla, requemada por el sol de Cuba y
Filipinas. Se reconocieron. Villaamil, invitado por su amigo, dobló su
esqueleto para sentarse, y tomó café... con más leche que café... «¡Ah!,
¿buscaba usted a Juan Pablo? Pues del salto se ha ido al café de
Zaragoza. Dice que le cargan los ingenieros...».
Como le convenía retirarse temprano, no fue D. Evaristo aquella noche al
indicado café.
Las nueve serían de la siguiente, cuando entró en el establecimiento de
la Plaza de Antón Martín, que lleno de gente estaba, con una atmósfera
espesa y sofocante que se podía mascar, y un ensordecedor ruido de
colmena; bulla y ambiente que soportan sin molestia los madrileños, como
los herreros el calor y el estrépito de una fragua. Desembozándose,
avanzó el anciano por la tortuosa calle que dejaran libre las mesas del
centro, y miraba a un lado y otro buscando a su amigo. Ya tropezaba con
un mozo encargado de _servicio_, ya su capa se llevaba la toquilla de
una cursi; aquí se le interponía el brazo del vendedor de
_Correspondencias_ que alargaba ejemplares a los parroquianos, y allá le
hacían barricada dos individuos gordos que salían o cuatro flacos que
entraban. Por fin, distinguió a Juan Pablo en el rincón inmediato a la
escalera de caracol por donde se sube al billar. Acompañábanle en la
misma mesa dos personas: una mujer bastante bonita, aunque estropeada, y
un joven en quien al pronto reconoció D. Evaristo a Maximiliano. Los dos
hermanos sostenían conversación muy animada. La _indivudua_ eran el amor
de Juan Pablo, una tal Refugio, personaje de historia, aunque no
histórico, de cara graciosa y picante, con un diente de menos en la
encía superior. Feijoo no la había visto nunca, ni el filósofo de café
acostumbraba a presentarse en público en compañía de aquella Aspasia,
por cuya razón quedose Rubín un tanto cortado al ver a su amigo.
Maximiliano saludó a D. Evaristo, preguntándole con mucho interés por su
salud, a lo que respondió el anciano con mucha viveza: «Ya ve usted...
_Cinco_ meses llevo así... un día caigo, otro me levanto... ¡_Cinco_
meses!... Nada; que viene un día en que la máquina dice, 'hasta aquí
llegamos, compañero' y no se empeñe usted en remendarla, ni echarle
aceite. Que no anda, y que no anda, y se tiene que parar».
--¿Pero qué es lo que usted tiene?--preguntó Maximiliano con presunción
de médico novel o de boticario incipiente, que unos y otros se desviven
por ser útiles a la humanidad.
--¿Que qué tengo? ¡Ah!, una cosa muy mala. La peor de las enfermedades.
¡Sesenta años!, ¿le parece a usted poco?
Todos se echaron a reír. «Me ha dicho mi hermano--añadió Maxi--, que
digiere usted mal».
--Cinco meses lleva mi estómago de indisciplina--replicó el ladino
viejo, que quería sin duda meterle a Maxi en la cabeza aquello de los
cinco meses--. Ya no le hago caso. Me he rendido, y espero tranquilo el
_cese_.
--Si quiere usted, le haré un preparado de peptona.
--Gracias... Veremos lo que dice mi médico.
--Poco mal y bien quejado--afirmó el otro Rubín, dándole palmadas en el
hombro.
--Pero ustedes estaban hablando de algo que debía de ser
interesante--dijo Feijoo--. Por mí no se interrumpan.
--Estábamos... pásmese usted... en las regiones etéreas.
--Nada, es que me quiere convencer--manifestó Maximiliano con calor--,
de que todo es fuerza y materia. Yo le digo una cosa, «pues a eso que tú
llamas fuerza, lo llamo yo espíritu, el Verbo, el querer universal; y
volvemos a la misma historia, al Dios uno y creador y al alma que de él
emana».
Don Evaristo, en tanto, miraba a Refugio, examinándole el rostro, la
boca, el diente menos. La muchacha sentía vergüenza de verse tan
observada, y no sabía cómo ponerse, ni qué dengues hacer con los labios
al llevarse a ellos la cucharilla con leche merengada.
«Eso, eso... por ahí duele--dijo el ex-coronel, arrimándose al partido
de Maximiliano--. ¡El alma!... Estos señores materialistas creen que con
variar el nombre a las cosas han vuelto el mundo patas arriba».
--Pero si ya te he dicho...--argüía sofocado Juan Pablo.
--Déjame que acabe...--No es eso... ¡qué cuña!
--Volvemos a lo mismo. ¿No me conozco yo en mí, uno, consciente,
responsable?
--¡Otra te pego! Pero ven acá...
--Aguarda. Si yo me reconozco íntimamente en la sustancia de mi yo...
Se expresaba con exaltación sin dejar meter baza a su hermano, y este,
en cambio, no se la dejaba meter a él, y simultáneamente se quitaban la
palabra de la boca.
--Espérate un poco... no es eso.
--Allá voy... yo vivo en mi conciencia, por mí y antes y después de mí.
--¡Ah!, pero lo primero es distinguir... Mira...
--¡Buen par de chiflados estáis los dos!--dijo para sí D. Evaristo
mirando con curiosidad el portillo que en la dentadura tenía Refugio.
--¡Dale, bola!...--replicó Maxi--. Si no es eso... Yo, ¿soy yo?... ¿me
reconozco como tal yo en todos mis actos?
--No, yo no soy más que un accidente del concierto total; yo no me
pertenezco, soy un fenómeno.
--¡Que yo soy un fenómeno!... ¡Ave-María Purísima, qué disparate!
--Estás tú fresco... Lo permanente no soy yo, ¡qué cuña!, es el
conjunto... Yo lo reconozco así en el fenómeno pasajero de mi
conocimiento.
¡Y estas cosas se decían en el rincón de un café, al lado de un
parroquiano que leía _La Correspondencia_ y de otro que hablaba del
precio de la carne! En una de las mesas próximas había un grupo de
individuos que tenían facha de matuteros o cosa tal. A la derecha
veíanse dos cursis acompañadas de una buscona y obsequiadas por un señor
que les decía mil tonterías empalagosas; enfrente una trinca en que se
disputaba acerca de Lagartijo y Frascuelo, con voces destempladas y
manotazos. Y por la escalera de caracol subían y bajaban constantemente
parroquianos, dando patadas que más parecían coces; y por aquella
espiral venían rumores de disputa, el chasquido de las bolas de billar,
y el canto del mozo que apuntaba.
«Si se me permite dar una opinión--dijo Feijoo, que empezaba a marearse
con tanto barullo--, voto con el pollo».
En esto sonó el piano, que se alzaba sobre una tarima en medio del café,
con la tapa triangular levantada para que hiciera más ruido; y empezó la
tocata, que era de piano y violín. La música, los aplausos, las voces y
el murmullo constante del café formaban un run run tan insoportable, que
el buen D. Evaristo creyó que se le iba la cabeza, y que caería redondo
al suelo si permanecía allí un cuarto de hora más. Decidió retirarse,
descontento de no haber encontrado solo a Juan Pablo, pues delante del
farmacéutico no podía hablar del espinoso asunto que entre manos traía.
Su enojo se trocó en alegría cuando Maxi, al verle en pie, dijo que él
también se iba porque era hora de volver a su farmacia. Salieron, pues,
juntos, y antes de llegar a la puerta, vio el anciano que le cortaba el
paso una figura macilenta y sepulcral. Era _Ramsés II_, que venía en
busca suya. «Señor D. Evaristo, por Dios, hable usted de mí al señor de
Villalonga» le dijo la momia, interponiéndose como si no quisiera darle
paso sino a cambio de una promesa.
--Se hará, compañero, se hará; hablaremos a Villalonga--dijo D. Evaristo
embozándose--; pero ahora estoy de prisa... no puedo detenerme... Hijo,
vamos.
Y abriéndose paso, salió con el chico de Rubín.
--ix--
Al cual dijo en la puerta: «¿Hacia dónde va usted con su cuerpo?».
--¿Yo? A la calle del Ave María.
--¡Qué casualidad! Yo llevo esa dirección. Iremos juntos... Deje usted
que me emboce bien... Ahora deme usted el brazo. Las piernas no me
ayudan. Ya se ve... cinco meses... cabalitos... fíjese usted bien... sin
digerir. No sé cómo estoy vivo. Desde Octubre del año pasado no levanto
cabeza... ¡Pero qué ideas las de Juan Pablo! Parece mentira... ¡un
muchacho de entendimiento!... Usted sí que sabe por dónde anda. Sí; no
espere usted a llegar a viejo y a ver de cerca la muerte para creer que
somos algo más que montoncitos de basura animados por fuerza semejante a
la electricidad que hace hablar a un alambre. Eso se deja para los
tontos y perdularios, para la gente que no piensa. Usted está en lo
firme, y será capaz de acciones nobles, de acciones que, por lo mismo
que son tan elevadas, no están al alcance del vulgo.
No comprendía Maximiliano a cuenta de qué era aquello; pero tenía su
espíritu admirablemente dispuesto para recibir toda sutileza que se le
quisiera echar; estaba hambriento de cosas ideales, y la meditación, el
estudio y la soledad habíanle dado una receptividad asombrosa para todo
lo que procediera del pensamiento puro. Por esta causa, sin entender de
qué se trataba, contestó humildemente: «Tiene usted mucha razón... pero
mucha razón».
«El hombre que como usted--prosiguió don Evaristo--, no se deja
engatusar por las sabidurías modernas, está en disposición de hacer el
bien, pero no el bien de cualquier modo, sino sublimemente ¡caramba!,
mirando para el cielo, no para la tierra...».
Tiempo hacía que Maxi se había dedicado a mirar al cielo.
«Mire uste, Sr. D. Evaristo--dijo sintiéndose lleno y ahíto de aquella
espiritual sustancia, acopiada a fuerza de barajar sus tristezas con las
hojas de los libros--. La desgracia me ha hecho a mí volver los ojos a
las cosas que no se ven ni se tocan. Si no lo hubiera hecho así, me
habría muerto ya cien veces. ¡Y si viera usted qué distinto es el mundo
mirado desde arriba a mirado desde abajo! Me parecía a mí mentira que yo
había de ver apagarse en mí la sed de venganza, y el odio que me
embruteció. Y sin embargo, el tiempo, la abstracción, el pensar en el
conjunto de la vida y en lo grande de sus fines me han puesto como estoy
ahora».
--Claro... ¿A qué vienen esos odios y esas venganzas de melodrama?--dijo
gozoso don Evaristo--. Para perderse nada más. ¡Dichoso el que sabe
elevarse sobre las pasiones de momento y atemperar su alma en las
verdades eternas!
Y para su sayo habló de este modo: «Tan metafísico está este chico, que
nos viene como anillo al dedo».
--En este bulle-bulle de las pasiones de los hombres del día--prosiguió
Maxi con cierto énfasis--, llega uno a olvidarse de que vivimos para
perdonar las ofensas y hacer bien a los que nos han hecho mal.
--Tiene usted razón, hijo... y dichoso mil veces el que como usted, así,
tan jovencito, llega a posesionarse de esa idea y a hacerla efectiva en
la vida real.
--La desgracia, un golpe rudo... ahí tiene usted el maestro. Se llega a
este estado padeciendo, después de pasar por todas las angustias de la
cólera, por los pinchazos que le da a uno el amor propio y por mil
amarguras... ¡Ay, señor don Evaristo! Parece mentira que yo esté tan
fresco después de haberme creído con derecho a matar a un hombre,
después de haberme ilusionado con la idea de cometer el crimen,
concluyendo por renunciar a ello. Mi conciencia está hoy tan tranquila
no habiendo matado, como firme y decidida estuvo cuando pensé matar...
Entonces no veía a Dios en mí; ahora sí que le veo. Créalo usted; hay
que anularse para triunfar; decir _no soy nada_ para serlo todo.
Feijoo, en vista de estas buenas disposiciones, se fue derecho al bulto.
«A un espíritu tan bien fortalecido--le dijo--, se le puede hablar sin
rodeos. ¿Doña Lupe no ha tratado con usted de cierto asunto...?».
Maximiliano se puso del color de la grana de su embozo, y contestó
afirmativamente con embarazo y turbación.
«Por mi parte--añadió D. Evaristo--, haré todo lo que pueda para que
esto cuaje. Si ello tiene que suceder. Es lo práctico, amigo mío; y ya
que usted es tan místico, conviene que sea un poquito práctico... Por
una casualidad intervengo yo en esto... Le advierto a usted que ella
desea volver...».
--¡Lo desea!--exclamó Rubín, dejando caer el embozo.
--¡Toma! ¿Ahora salimos con eso? Pues si no lo deseara ¿cómo me había de
meter yo en semejante negocio? ¿No comprende usted...?
--Sí... pero... No hay que confundir. El perdón puramente espiritual o
evangélico, ya lo tiene... Pero el otro perdón, el que llamaríamos
social, porque equivale a reconciliarse, es imposible.
--Vamos, que no será tanto--dijo para sí don Evaristo, subiéndose el
embozo.
--Es imposible--repitió Maxi.
--Piénselo bien, piénselo bien; pregúnteselo a la almohada, compañero...
Yo creo que cuando usted madure la idea...
--Me parece que aunque la estuviera madurando diez años...
--En estas cosas hay que poner algo de caridad; no se puede proceder con
simple criterio de justicia. Convendría que usted hablase con ella...
--¡Yo!... pero D. Evaristo...
--Sí, no me vuelvo atrás. Quien tiene ideas como las que usted tiene,
¡caramba!, y sabe sentir y pensar con esa alteza de miras... eso es, con
esa espiritualidad de la... pues... de... claro...
--¿Y cree usted que ella me podría dar explicaciones claras, pero muy
claras, de todo lo que ha hecho después que se separó de mí?
--Hijo, yo creo que las dará... pero es claro que usted no debe apurar
mucho tampoco... O hay perdón o no hay perdón. La caridad por delante,
detrás la indulgencia, y ver si en efecto hay propósitos sinceros de
enmienda. Por lo que he oído, me parece que los hay; se lo digo a usted
de corazón.
--Yo lo dudo.--Pues yo no. Juzgue usted mi opinión como quiera. Y sepa
que intervengo en esto por pura humanidad, porque se me ha ocurrido no
morirme sin dejar tras de mí una buena acción, ya que en la cuenta de mi
vida tengo tantas malas o insignificantes. No me gusta meterme en vidas
ajenas; pero en este caso, créalo usted... se me ha puesto en la cabeza
que a entrambos les conviene volver a unirse.
Ya en este terreno, D. Evaristo se descubrió más:
«Amigo--dijo parándose en la puerta de la botica--. Su mujer de usted me
ha parecido una mujer defectuosísima. Aunque la he tratado poco puedo
asegurar que tiene buen fondo; pero carece de fuerza moral. Será siempre
lo que quieran hacer de ella los que la traten».
Maximiliano le miraba con ojos atónitos. Lo mismo pensaba él.
«Yo le eché anteayer un largo sermón, recomendándole que se amoldara a
las realidades de la vida, que pusiera un freno a aquella
imaginacioncilla tan desenvuelta. 'Pero, hija mía, es preciso pensar lo
que se hace, y dejarse de tonterías'. Yo muy serio. Creo que algo he
conseguido. Usted lo ha de ver, compañero. Es lástima que teniendo buen
fondo, buen corazón... sólo que algo grande... y careciendo de las
malicias de otras, no posea un poco de juicio. Porque con un poco de
juicio, nada más que con un poco de juicio, no se pueden hacer las
tonterías que ella ha hecho... En fin, hijo, usted dirá que quién me
mete a mí a leñador, pero ¿qué quiere usted?, a los viejecillos nos
gusta arreglar a los jóvenes y marcarles el paso de esta vida para que
eviten los tropezones que hemos dado nosotros».
Dijo esto último sonriendo con tal hombría de bien, que Maximiliano se
llenó de confusiones. No sabía qué contestar, y sentía que se le
apretaba la garganta. Despidiose D. Evaristo, dejando al pobre chico en
tal grado de aturdimiento, que durante muchos días hubo de revolver en
su mente indigestada los dejos de aquel coloquio que tuvo con el
respetable anciano, en una noche fría del mes de Marzo.
Al siguiente día, D. Evaristo fue en coche a ver a Fortunata, a quien
encontró peinándose sola. Sentándose a su lado, y cogiéndola por un
brazo, la llamó a sí y le dio un beso, diciéndole: «El último beso... La
aventura del viejo Feijoo ha pasado a la historia... Entraremos pronto
en vida nueva, y de esto no quedará sino un recuerdo en mí y otro en
ti... Para el público nada. Estas cenizas sólo para nosotros esconden un
poco de calor».
Fortunata, que tenía en cada mano una de las gruesas bandas de sus
cabellos negros, apartándolas como si fueran una cortina, no sabía si
reír o echarse a llorar...
--¿Has hablado con él...?--dijo conmovida y al mismo tiempo sonriente.
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