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Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 41

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  «Esto de alquilar la casa próxima a la tuya--dijo Santa Cruz--, es una
  calaverada que no puede disculparse sino por la demencia en que yo
  estaba, niña mía, y por mi furor de verte y hablarte. Cuando supe que
  habías venido a Madrid, ¡me entró un delirio...! Yo tenía contigo una
  deuda del corazón, y el cariño que te debía me pesaba en la conciencia.
  Me volví loco, te busqué como se busca lo que más queremos en el mundo.
  No te encontré; a la vuelta de una esquina me acechaba una pulmonía para
  darme el estacazo... caí».
  --¡Pobrecito mío!... Lo supe, sí. También supe que me buscaste. ¡Dios te
  lo pague! Si lo hubiera sabido antes, me habrías encontrado.
  Esparció sus miradas por la sala; pero la relativa elegancia con que
  estaba puesta no la afectó. En miserable bodegón, en un sótano lleno de
  telarañas, en cualquier lugar subterráneo y fétido habría estado
  contenta con tal de tener al lado a quien entonces tenía. No se hartaba
  de mirarle.
  «¡Qué guapo estás!».
  --¿Pues y tú? ¡Estás preciosísima!... Estás ahora mucho mejor que antes.
  --¡Ah!, no--repuso ella con cierta coquetería--. ¿Lo dices porque me he
  civilizado algo? ¡Quia!, no lo creas: yo no me civilizo, ni quiero; soy
  siempre pueblo; quiero ser como antes, como cuando tú me echaste el
  lazo y me cogiste.
  --¡Pueblo!, eso es--observó Juan con un poquito de pedantería--; en
  otros términos: lo esencial de la humanidad, la materia prima, porque
  cuando la civilización deja perder los grandes sentimientos, las ideas
  matrices, hay que ir a buscarlos al bloque, a la cantera del pueblo.
  Fortunata no entendía bien los conceptos; pero alguna idea vaga tenía de
  aquello.
  «Me parece mentira--dijo él--, que te tengo aquí, cogida otra vez con
  lazo, fierecita mía, y que puedo pedirte perdón por todo el mal que te
  he hecho...».
  --Quita allá... ¡perdón!--exclamó la joven anegándose en su propia
  generosidad--. Si me quieres, ¿qué importa lo pasado?
  En el mismo instante alzó la frente, y con satánica convicción, que
  tenía cierta hermosura por ser convicción y por ser satánica, se dejó
  decir estas arrogantes palabras:
  «Mi marido eres tú... todo lo demás... ¡papas!».
  Elástica era la conciencia de Santa Cruz, mas no tanto que no sintiera
  cierto terror al oír expresión tan atrevida. Por corresponder, iba él a
  decir _mi mujer eres tú_; pero envainó su mentira, como el hombre
  prudente que reserva para los casos graves el uso de las armas.
  
  
  --vii--
  
  Ya de noche pasó Fortunata a su casa. Su marido no había llegado aún.
  Mientras le esperaba, la pecadora volvió a ver el espectro aquel de su
  perversidad; pero entonces le vio más claro, y no pudo tan fácilmente
  hacerle huir de su espíritu. «Me han engañado--pensaba--, me han llevado
  al casorio, como llevan una res al matadero, y cuando quise recordar, ya
  estaba degollada... ¿Qué culpa tengo yo?». La casa estaba a oscuras y
  encendió luz. Al arrojar la cerilla en el suelo, esta cayó encendida, y
  Fortunata la miró con vivo interés, recordando una de las supersticiones
  que le habían enseñado en su juventud. «Cuando la cerilla cae
  prendida--se dijo--y con la llama vuelta para una, buena suerte».
  Maxi entró cansado y meditabundo; pero al ver a su mujer se puso alegre.
  ¡Todo un día sin verla! Le había traído un paquete de rosquillas. ¿Y
  Juan Pablo? Al fin se arreglaría todo. Seguramente no iba a las islas
  Marianas, pero quizás le tendrían en el Saladero quince o veinte días.
  «Y merecido, hija. ¿Para qué se mete a buscarle el pelo al huevo?».
  Mientras comieron, Fortunata contemplaba a su marido, más que en la
  realidad, en sí misma, y de este examen surgía un tedio abrumador, y la
  antipatía de marras, pero tan agrandada, tanto, que ya no cabía más. Y
  la perversa no trató de combatir aquel sentimiento; se recreaba en él
  como en una monstruosidad que tiene algo de seductora.
  «Alma mía--le dijo su marido cuando acababan de comer--, veo con gusto
  que no te falta apetito. ¿Quieres que nos vayamos ahora a un café?».
  --No--replicó ella secamente--. Estoy rendidísima. ¿No ves que se me
  cierran los párpados? Lo que quiero es dormir.
  --Bueno, mejor; yo también lo deseo.
  Acostáronse, y el tiempo que aún estuvo despierta empleolo Fortunata en
  hacer comparaciones. El cuerpo desmedrado de Maxi le producía, al tocar
  el suyo, crispamientos nerviosos. Y también se dio a pensar en lo
  molesto y difícil que era para ella tener que vivir dos vidas
  diferentes, una verdadera, otra falsa, como las vidas de los que
  trabajan en el teatro. A ella le era muy difícil representar y fingir,
  por lo que su tormento se crecía considerablemente. «No podré, no
  podré--pensaba al dormirse--hacer esta comedia mucho tiempo». A la
  madrugada despertó después de un profundísimo y reparador sueño, y
  entonces le dio por llorar, haciendo cálculos, representándose con gran
  poder de la mente escenas probables, y condoliéndose de no poder ver a
  su amante a todas horas.
  En los siguientes días, las escapadas al cuarto vecino tenían lugar a
  horas varias, cuando Maxi salía. Iba a estudiar con un amigo para tomar
  el grado, y además solía ir a la farmacia de Samaniego. Ya estaba
  acordado que tendría plaza en el establecimiento. Aunque sus ausencias
  eran seguras, ambos criminales determinaron poner el nido más lejos. En
  tanto, Patricia hacía lo que le daba la gana. Las disposiciones de
  Fortunata y aun de la misma doña Lupe eran letra muerta. Robaba
  descaradamente, y su ama no se atrevía a reprenderla. Santa Cruz, que
  era el autor de todo aquel fregado, no sabía cómo arreglarlo, cuando su
  amiga le consultaba. El plan más prudente era tomar otro cuarto y
  despedir luego a Patricia, dándole una buena propina para que se
  callara.
  Algunos días el Delfín ofrecía regalos y dinero a su amante; pero esta
  no quería tomar nada. Se le había encajado en la cabeza una manía
  estrambótica, de que ambos se reían mucho, cuando ella la contaba. Pues
  la manía era que Juanito _no debía_ ser rico. Para que las cosas fueran
  en regla, _debía_ ser pobre, y entonces ella trabajaría _como una negra_
  para mantenerle. «Si tú hubieras sido albañil, carpintero o, pongo por
  caso, celador del resguardo, otro gallo me cantara».--«Vaya por dónde te
  ha dado ahora».--«Y nada más». No había medio de quitarle de la cabeza
  aquella corrección de las obras de la Providencia.
  «En resumidas cuentas--le decía él--, eres una inocentona. Pero, di, ¿no
  te gusta el lujo?».
  --Cuando no estoy contigo, me gusta algo, no mucho. Nunca me he chiflado
  por los trapos. Pero cuando te tengo, lo mismo me da oro que cobre; seda
  y percal todo es lo mismo.
  --Háblame con franqueza. ¿No necesitas nada?
  --«Nada; me lo puedes creer».--«¿Ese alma de Dios te da todo lo que
  necesitas?».--«Todo; me lo puedes creer».--«Quiero regalarte un
  vestido».--«No me lo pondré».--«Y un sombrero».--«Lo convertiré en
  espuerta».--«¿Has hecho voto de pobreza?».--«Yo no he hecho voto de
  nada. Te quiero porque te quiero, y no sé más».
  «Nada, enteramente primitiva» pensaba el Delfín, el bloque del pueblo,
  al cual se han de ir a buscar los sentimientos que la civilización deja
  perder por refinarlos demasiado.
  Un día hablaban de Maximiliano. «¡Infeliz chico!--decía Fortunata--, el
  odio que le he tomado, no es odio verdadero sino lástima. Siempre me fue
  muy antipático. Me dejé meter en las Micaelas y me dejé casar... ¿Sabes
  tú cómo fue todo eso?, pues como lo que cuentan de que _manetizan_ a una
  persona y hacen de ella lo que quieren; lo mismito. Yo, cuando no se
  trata de querer, no tengo voluntad. Me traen y me llevan como una
  muñeca... Y ahora, créete que me entran remordimientos de engañar a ese
  pobre chico. Es un angelón sin pena ni gloria. Danme ganas a veces de
  desengañarle, y la verdad... Porque lo que es acariciarle, no puedo, se
  me resiste, no está en mi natural. Le pido a la Virgen que me dé fuerzas
  para cantar claro».
  --¡A la Virgen!... ¿pero tú crees?...--dijo Santa Cruz pasmado, pues
  tenía a Fortunata por heterodoxa.
  --¿Pues no he de creer? Lo que me aconseja la Virgen siempre que le rezo
  con los ojos cerrados, es que te quiera mucho y me deje querer de ti...
  La tienes de tu parte, chiquillo... ¿De qué te espantas? Pues digo; yo
  le rezo a la Virgen y ella me protege, aunque yo sea mala. ¡Quién sabe
  lo que resultará de aquí, y si las cosas se volverán algún día lo que
  _deben_ ser! Y si te hablo con franqueza, a veces dudo que yo sea
  mala... sí, tengo mis dudas. Puede que no lo sea. La conciencia se me
  vuelve ahora para aquí, después para allá; estoy dudando siempre, y al
  fin me hago este cargo: _querer a quien se quiere no puede ser cosa
  mala_.
  --Oye una cosa--dijo el Delfín, que se recreaba en las singularísimas
  nociones de aquel espíritu--. ¿Y si tu marido descubriera esto y me
  quisiera matar?
  --¡Ay!, no me lo digas... ni en broma me lo digas. Me tiraba a él como
  una leona y le destrozaba... ¿Ves cómo se coge un langostino y se le
  arrancan las patas, y se le retuerce el corpacho y se le saca lo que
  tiene dentro?, pues así.
  --Pero vamos a ver, nena: ¿No me guardas rencor por haberte abandonado,
  dejándote en la miseria, con tus _vísperas_ de chiquillo y en poder de
  _Juárez el Negro_?
  --Ningún rencor te guardo: Entonces estaba rabiosa. La rabia y la
  miseria me llevaron con _Juárez el Negro_. ¿Creerás lo que te voy a
  decir? Pues me fui con él por lo mucho que le aborrecía. Cosa rara,
  ¿verdad?... Y como no tenía un triste pedazo de pan que llevar a la
  boca, y él me lo daba, ahí tienes... Yo dije: «me vengaré yéndome con
  este animal». Cuando tuve a mi niño, me consolaba con él; pero luego se
  me murió; y cuando reventó Juárez, como yo me pensé que ya no me
  querías, dije: «pues ahora me vengaré siendo todo lo mala que pueda».
  --¿Pero qué ideas tienes tú de las maneras de tomar venganza?
  --No me preguntes nada... no sé... Vengarse es hacer lo que no se
  debe... lo más feo, lo más...
  --¿Y de quién te vengas así, criatura?
  --Pues de Dios, de... de qué sé yo... no me preguntes, porque para
  explicártelo, tendría que ser sabia como tú, y yo no sé jota, ni aprendo
  nada, aunque doña Lupe y las monjas, frota que frota, me hayan sacado
  algún lustre... enseñándome a no decir tanto disparate.
  Santa Cruz estuvo un gran rato pensativo.
  Un día hablaron también de Jacinta... No gustaba Juan que la
  conversación fuese llevada a este terreno; pero Fortunata, siempre que
  tenía ocasión, íbase a él derecha. A sus preguntas, contestaba el otro
  evasivamente.
  «Mira, nena; deja a mi mujer en su casa».
  --Pues asegúrame que no la quieres.
  --La quiero, sí... ¿a qué engañarte?... pero de una manera muy distinta
  que a ti. Le guardo todas las consideraciones que ella se merece,
  porque... no puedes figurarte lo buena que es.
  Fortunata siguió inquiriendo con molesta curiosidad todo lo que quería
  saber respecto a la intimidad de los esposos; pero el otro se escurría
  gallardamente, dejando a salvo, hasta donde era posible en aquel
  criminal coloquio, la personalidad sagrada de su mujer.
  «La pobrecilla--dijo al fin--, tiene una pasión que la domina, mejor
  dicho, una manía que la trae trastornada».
  --¿Qué es?--La manía de los hijos. Dios no quiere y ella se empeña en
  que sí. De la pena que le causa su esterilidad, se ha desmejorado, ha
  enflaquecido, y hace algún tiempo que se está llenando de canas. Es ya
  pasión de ánimo. ¿Te enteraste de lo que pasó? Pues le dieron el gran
  timo. Tu tío José Izquierdo, de compinche con otro loco, le hizo creer
  que un chiquillo de tres años que consigo tenía, era nuestro Juanín. Mi
  mujer perdió la chaveta, quiso adoptarlo y nada menos que llevárnoslo a
  casa. Por pronto que se descubrió el enredo, no se pudo evitar que tu
  tío le estafase seis mil reales.
  --_Tie_ gracia. Ya sabía yo esa historia. El niño ese debe de ser el de
  Nicolasa, la entenada del tío Pepe. Nació seis días después que el
  nuestro, y era hijo de uno que encendía los faroles del gas... Pero no
  comprendo una cosa. A mí me parece que tu mujer debía de querer a ese
  nene por creerlo tuyo y aborrecerlo por ser de otra madre. Yo juzgo por
  mí.
  --Calla, tonta, mi mujer se vuelve loca por todos los niños del
  universo, sean de quien fueren. Y al supuesto Juanín, bastara que le
  tuviera por mío, para que le adorara. Ella es así; si no tienes tú idea
  de lo buena que es. ¡Pues si pariera...! Santo Cristo, no quiero
  pensarlo. De seguro perdía el juicio, y nos lo hacía perder a todos.
  Querría a mi hijo más que a mí y más que al mundo entero.
  Quedose Fortunata, al oír esto, risueña y pensativa. ¿Qué estaba
  tramando aquella cabeza llena de extravagancias? Pues esto:
  «Escucha, nenito de mi vida, lo que se me ha ocurrido. Una gran idea;
  verás. Le voy a proponer un trato a tu mujer. ¿Dirá que sí?».
  --Veamos lo que es.--Muy sencillo. A ver qué te parece. Yo le cedo a
  ella un hijo tuyo y ella me cede a mí su marido. Total, cambiar un nene
  chico por el nene grande.
  El Delfín se rió de aquel singular convenio, expresado con cierto
  donaire.
  --¿Dirá que sí?... ¿Qué crees tú?--preguntó Fortunata con la mayor buena
  fe, pasando luego de la candidez al entusiasmo para decir:
  --Pues mira, tú te reirás todo lo que quieras; pero esto es una gran
  idea.
  El ilustrado joven se zambulló en un mar de meditaciones.
  
  
  --viii--
  
  Las visitas a la casa de Cirila prosiguieron durante dos semanas; pero
  bien se demostró en la práctica que aquello no podía seguir, y tomaron
  otro cuarto. Patricia se había hecho insoportable, y doña Lupe,
  descolgándose en la casa a horas intempestivas, llevada de su afán de
  mangonear, dificultaba las escapatorias de su sobrina. En tanto,
  Fortunata no trataba a Maximiliano desconsideradamente; pero su frialdad
  sería capaz de helar el fuego mismo. Habría preferido él mil veces que
  su mujer le tirase los trastos a la cabeza, a que le tratara con aquella
  cortesía desdeñosa y glacial. Rarísima vez se daba el caso de que ella
  le hiciese una caricia; para obtenerla, tenía Maxi que echarle
  memoriales, y lo que lograba era como limosna. Es que Fortunata no
  servía para cortesana, y sus fingimientos eran tan torpes que daba
  lástima verla fingir.
  El joven farmacéutico tenía momentos de horrible tristeza, y cavilaba
  mucho. De tal estado pasó a la observación, desarrollándosele esta
  facultad de un modo pasmoso. Siempre que estaba en casa, no quitaba los
  ojos de su mujer, estudiándole los movimientos, las miradas, los pasos y
  hasta el respirar. Cuando comían, le examinaba la manera de comer;
  cuando estaban en el lecho, la manera de dormir.
  Fortunata no le miraba nunca. Este hecho, cuidadosamente observado,
  produjo en el infeliz muchacho indecible melancolía. ¡Haber comprado
  aquellos ojos con su mano, su honra y su nombre para que se empleasen en
  mirar a una silla antes que en mirarle a él! Esto era tremendo, pero
  tremendo, y cierto día agitó su alma un furor insano; mas no quiso
  manifestarlo, y lo desahogó a solas mordiéndose los puños.
  «¿Por qué no me miras?» le preguntó una noche, con semblante ceñudo.
  --Porque... No dijo más; se comió el resto de la frase. Dios sabe lo que
  iba a decir.
  Bebía los vientos el desgraciado chico por hacerse querer, inventando
  cuantas sutilezas da de sí la manía o enfermedad de amor. Indagaba con
  febril examen las causas recónditas del agradar, y no pudiendo conseguir
  cosa de provecho en el terreno físico, escudriñaba el mundo moral para
  pedirle su remedio. Imaginó enamorar a su esposa por medios
  espirituales. Hallábase dispuesto, él que ya era bueno, a ser santo, y
  hacía estudio de lo que a su mujer le era grato en el orden del
  sentimiento para realizarlo como pudiera. Gustaba ella de dar limosna a
  cuantos pobres encontrase; pues él daría más, mucho más. Ella solía
  admirar los casos de abnegación; pues él se buscaría una coyuntura de
  ser heroico. A ella le agradaba el trabajo; pues él se mataría a
  trabajar. De este modo devastaba el infeliz su alma, arrancando todo lo
  bueno, noble y hermoso para ofrecérselo a la ingrata, como quien tala un
  jardín para ofrecer en un solo ramo todas las flores posibles.
  «Ya no me quieres--le dijo un día con inmensa tristeza--, ya tu corazón
  voló, como el pajarito a quien le dejan abierta la jaula. Ya no me
  quieres».
  Y ella le respondía que sí; ¡pero de qué manera! Más valía que dijese
  terminantemente que no. «¿Por qué te vas tan lejos de mí? Parece que te
  causo horror. Cuando entro, te pones seria; cuando crees que no me fijo
  en ti, estás ensimismada y te sonríes como si en espíritu hablaras con
  alguien».
  Otra cosa le mortificaba. Cuando salían juntos a paseo, todo el mundo se
  fijaba en Fortunata, admirando su hermosura; luego le miraban a él.
  Suponía Maxi que todos hacían la observación de que no era él hombre
  para tal hembra. Algunos se permitían examinarle de una manera
  insolente. Si iban al café, estaban poco tiempo, porque los amigos se
  enracimaban alrededor de Fortunata sin hacer maldito caso de su marido,
  y este tragaba mucha bilis. Lo que desorientaba más a Maxi era que ella
  no _tomaba varas_ con nadie, y siempre que él decía _vámonos_, estaba
  dispuesta a retirarse.
  Buscaba el farmacéutico algo en qué fundar las conjeturas que empezaban
  a devorarle, y no lo encontraba. Ideó consultar el caso con su tía; pero
  no quiso dar su brazo a torcer, y temblaba de que doña Lupe le dijese:
  «¿Ves?, ¡por no hacer caso de mí!». ¡Celos! ¿Y de quién? Fortunata
  mostrábase con todos tan fría como con él. Solía esparcir
  melancólicamente sus miradas por la calle, entre el gentío, sin fijarse
  en nadie, cual si buscaran a alguien que no quería dejarse ver. Y
  después las miradas volvían a sí misma con mayor tristeza.
  También atormentaban al joven los elogios que sus amigos le hacían de
  ella. «¡Qué mujer te tienes!» le decía _Pseudo-Narcissus odoripherus_.
  Y _Quercus gigantea_ le silbaba en el oído estas fúnebres palabras: «Es
  mucha hembra para ti, barbián. Ándate con mucho ojo».
  Pero doña Lupe le infundía ideas optimistas. ¡Parecía mentira! La
  perspicaz, la sabia y experimentada señora de Jáuregui dijo más de una
  vez a su sobrino: «¡Qué trabajadora es tu mujer! Siempre que vengo aquí
  me la encuentro planchando o lavando. Francamente, no creí... Te
  ayudará, te ayudará. Y luego tan calladita... Hay días que no le oigo el
  metal de voz».
  Con unas cosas y otras, el pobre chico apenas podía estudiar, y con
  mucho trabajo se preparaba para la licenciatura. El asunto de su
  colocación se había resuelto ya, porque habiendo fallecido Samaniego a
  fines de Octubre, su viuda organizó el personal de la botica, dando una
  plaza a Maximiliano. Se convino entre doña Casta Moreno y doña Lupe que
  cuando el chico tomara el grado, se le fijaría sueldo, y que pasado un
  año de práctica, tendría participación en las ganancias. Por el lado
  económico todo iba a pedir de boca, porque mientras llegaba el día de
  ganar con su profesión, podía vivir bien con la corta renta de la
  herencia. Lo malo era que desde que ingresara en la botica, seríale
  preciso ausentarse de su casa días enteros, y esto le ponía en ascuas.
  Ocurriósele entonces lo que se le ocurre a cualquier celoso, salir un
  día, diciendo que iba a la farmacia, y volver en seguida. Hízolo una
  vez, y no sorprendió nada: Fortunata estaba en la cocina. Repitió la
  treta, y lo mismo: estaba cosiendo. A la tercera, Fortunata había
  salido. Dos horas después entró, trayendo un paquete en la mano. «¿Que
  de dónde vengo? Pues de comprar unas cosillas. ¿No me dijiste que
  querías una corbata? Mírala».
  Una noche entró Maximiliano bastante excitado. Le tomó la mano a su
  mujer, y haciéndola sentar a su lado, le dijo a boca de jarro: «Hoy he
  conocido a ese pillo que te deshonró».
  Fortunata se quedó como muerta.
  «Pues qué... ¿no está enfermo?».
  Se le escapó esta espontaneidad, y cuando quiso contenerla ya era tarde.
  Hacía una semana que Santa Cruz no iba a las citas, y le había enviado,
  por medio de Cirila, un recadito. Se había caído del caballo en la Casa
  de Campo, estropeándose ligeramente un brazo.
  «¿Enfermo?--dijo Maxi, clavando en ella sus ojos de iluminado--. En
  efecto, tenía un brazo en cabestrillo. ¿Pero tú por dónde sabes...?».
  --No, no, yo no sabía nada--replicó Fortunata enteramente aturdida.
  --¡Tú lo has dicho!--exclamó Rubín con la mirada terrorífica--. ¿Por
  dónde lo sabes?
  La prójima se puso como la grana; después volvió a palidecer. Buscaba
  una salida de aquel compromiso, y al fin la encontró: «¡Ah!».
  --¿Qué?--¿Dices que cómo lo sé, tontín?... Pues muy sencillo. Si lo
  traía el periódico... Tu tía lo leyó anoche. Mira, aquí está: que se
  cayó del caballo paseando por la Casa de Campo.
  Y recobrando su serenidad, revolvió en la mesa y cogió _El Imparcial_
  que, en efecto, traía la noticia: «Mira... ¿lo ves?... convéncete».
  Maxi, después de leer, siguió diciendo: «Le vi en el Saladero; allí
  debiera estar ese canalla toda su vida. Olmedo, que iba conmigo, me le
  enseñó. Fue a ver a mi hermano; él iba a visitar a un tal Moreno Vallejo
  que también está preso por conspirar. ¡Y el tal Santa Cruz es de lo más
  cargante...!».
  Fortunata se tapaba la cara con el periódico, fingiendo que leía. Maxi
  le arrebató el papel de un manotazo.
  «Te has quedado así como... estupefacta».
  --Déjame en paz--replicó ella con un despego que a su marido le llegó al
  alma.
  --¡Qué modales, hija! Ya ni consideración.
  Fortunata parecía que tenía sellada la boca. Comieron sin chistar; él se
  puso luego a estudiar y ella a coser, sin que el fúnebre silencio se
  rompiera. Acostáronse, y lo mismo. Ella volvió la espalda a su marido,
  insensible a los suspiros que daba. Desvelados estuvieron ambos largo
  rato, cada cual por su lado, muy cerca materialmente uno de otro, pero
  en espíritu Fortunata se había ido a los antípodas.
  Dos o tres días después, volviendo del Saladero, a donde fue para decir
  a su hermano que pronto le soltarían, vio Maximiliano a Santa Cruz
  guiando un faetón por la calle de Santa Engracia arriba. Ya tenía el
  brazo bueno. Miró a Maxi, y este le miró a él. Desde lejos, porque el
  coche iba bastante a prisa, observó Rubín que este entraba por la calle
  de Raimundo Lulio. ¿Pasaría luego a la de Sagunto? Nunca como en aquel
  momento sintió el exaltado chico ganas de tener alas. Apresuró el paso
  todo lo que pudo, y al llegar a su calle... ¡Dios!... lo que se temía...
  Fortunata en el balcón, mirando por la calle del Castillo hacia el paseo
  de la Habana, por donde seguramente había seguido el coche. Subió el
  joven farmacéutico tan rápidamente la escalera, que al llegar arriba no
  podía respirar. Es que para ser celoso se necesitan buenos pulmones.
  Cayose más bien que se sentó en una silla, y su mujer y Patricia
  acudieron a él creyendo que le daba algún accidente. No podía hablar y
  se golpeaba la cabeza con los puños. Cuando su mujer se quedó sola con
  él sintió Rubín que aquella furibunda cólera se trocaba en un dolor
  cobarde. El alma se le desgajaba y sacudía resistiéndose a albergar en
  su seno la ira. Los ojos se le llenaron de lágrimas, las rodillas se le
  doblaron. Cayendo a los pies de su mujer, le besuqueó las manos. «Ten
  piedad de mí--le dijo con aflicción más de niño que de hombre--. Por tu
  vida... la verdad, la verdad. Ese señor... tú esperándole... él pasaba
  por verte. Tú no me quieres, tú me estás engañando... le quieres otra
  vez... le has visto en alguna parte. La verdad... Más quiero morirme de
  pena que de vergüenza. Fortunata, yo te saqué de las barreduras de la
  calle, y tú me cubres a mí de fango. Yo te di mi honor limpio, y me lo
  devuelves sucio. Yo te di mi nombre, y haces de él una caricatura. El
  último favor te pido... la verdad, dime la verdad».
  
  
  --ix--
  
  Fortunata movió la lengua y agitó los labios. En la punta de aquella
  tenía la verdad, y por instantes dudó si soltarla o meterla para
  adentro. La verdad quería salir. Las palabras se alinearon mudas y
  decían: «Sí, es cierto que te aborrezco. Vivir contigo es la muerte. Y a
  él le quiero más que a mi vida». La batalla fue breve, y Fortunata
  volvió la terrible verdad a los senos de su espíritu. La aflicción de
  Maxi exigía la mentira, y su mujer tuvo que decírsela... mentiras de
  esas que inspiran viva compasión al que las dice y consuelan poco al que
  las oye. Echábalas de sí como enfermera que administra la inútil
  medicina al agonizante.
  «Dímelo de otra manera y te creeré--manifestó Rubín--. Dilo con un
  poquito de calor, siquiera como me lo decías antes. Tú no sabes el daño
  que me haces. Me estás haciendo creer que no hay Dios, que portarse bien
  y portarse mal todo es lo mismo».
  La compasión venció a la delincuente y se mostró tan afable aquella
  tarde y noche, que Maximiliano hubo de tranquilizarse. El pobrecito
  estaba destinado a no tener rato bueno, pues a punto que su espíritu
  recibía algún alivio, se le inició la jaqueca. La noche fue cruel, y
  Fortunata esmerose en cuidarle. En medio de sus dolores cefalálgicos, el
  infortunado joven se caldeaba más la mente arbitrando remedios o
  paliativos de la ansiedad que le dominaba. A poco de vomitar, dijo a su
  mujer: «Se me ocurre una idea que resolverá las dificultades... Nos
  iremos a Molina de Aragón, donde tengo mis fincas. Abandono la carrera y
  me dedico a labrador... Quieres, ¿sí o no? Allí viviré con
  tranquilidad». Fortunata se mostró conforme, si bien recordaba lo que
  Mauricia le había dicho de la vida de los pueblos. Sólo descuartizada
  iría ella a vivir al campo; pero aquella noche no tenía más remedio que
  decir _sí_ a todo.
  En los siguientes días notaba el pobre Maxi que su descaecimiento
  aumentaba de una manera alarmante como si le sangraran, y asustadísimo
  fue a consultar con Augusto Miquis, el cual le dijo que hubiera sido
  mejor consultara antes de casarse, pues en tal caso le habría ordenado
  terminantemente el celibato. Esto redobló sus tristezas; mas cuando
  Miquis le propuso como único remedio de su mal la rusticación, cobró
  esperanzas, confirmándose en la idea de abandonar la corte y sepultarse
  para siempre en sus estados de Molina.
  La segunda vez que habló de esto a su mujer, no la encontró tan bien
  dispuesta. «¿Y tus estudios, y tu carrera? Aconséjate con tu tía, y ella
  te dirá que lo que estás pensando es un disparate». Maxi estaba muy
  caviloso por ciertas cosas que en su mujer notaba. Hacía días que apenas
  levantaba ella los ojos del suelo y su mirar revelaba una gran
  pesadumbre. De repente, una tarde que volvía Rubín de la botica, al
  subir la escalera la oyó cantar. Entró, y la cara de Fortunata
  resplandecía de contento y animación. ¿Qué había pasado? Maxi no lo pudo
  penetrar, aunque sus celos, aguzadores de la inteligencia, le apuntaban
  presunciones que bien podrían contener la verdad. Esta era que la
  prójima había recibido, por conducto de Patria, una esquelita en que se
  le anunciaba la reapertura del curso amoroso, interrumpido durante una
  quincena. «Esta alegría--pensaba Maxi--, ¿por qué será?». Y
  comprendiendo por instinto de celoso que echaba un jarro de agua fría
  sobre aquel contento, dijo a Fortunata: «Ya está decidido que nos iremos
  al pueblo. Lo he consultado con mi tía y ella lo aprueba».
  No era verdad que había consultado con doña Lupe, mas lo decía para dar
  a su proposición autoridad indiscutible.
  «Te irás tú...» dijo ella sonriendo.
  --No--agregó él conteniendo la amargura que de su alma se desbordaba--,
  los dos.
  --Tú te has vuelto loco--observó Fortunata riendo con cierto descaro--.
  Yo creí... ¿Pero lo dices con formalidad?
  --¡Toma!... ¿Y tú no me dijiste que irías también y que querías ser
  paleta?
  --Sí; pero fue porque me pensé que era conversación. ¡Encerrarme yo en
  un pueblo! ¡Qué talento tienes!
  De tal modo se demudó el rostro del joven, que Fortunata, que ya
  empezaba a decir algunas bromas sobre aquel asunto, se recogió en sí.
  Maxi no dijo una palabra, y de pronto salió disparado de la casa, cerró
  con estruendo la puerta y bajó la escalera de cuatro en cuatro peldaños.
  
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