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Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 37

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  un cubo de agua, y sus ojos encendidos y aquella grandísima humedad
  igualaban el rostro de Mauricia al de la Magdalena; así al menos lo vio
  Belén. Tantas preguntas le hizo esta y tanto cariño le mostró, que al
  fin obtuvo respuesta de la pobre mujer desolada, que no parecía tener
  consuelo ni hartarse nunca de llorar.
  «¿Qué he de tener, desgraciada de mí?--exclamó al fin bebiéndose sus
  lágrimas--, sino que hoy, sin saber por qué ni por qué no, me veo tal y
  como soy; soy mala, mala, más que mala, y se me vienen al filo del
  pensamiento toditos los pecados que he cometido, desde el primero hasta
  el último...».
  --Pues, hija--arguyó Belén con aquel sonsonete que había aprendido y que
  tan bien se acomodaba a su figura angelical y a sus moditos
  insinuantes--, ten entendido que aunque tus crímenes fueran tantos como
  las arenas de la mar, Dios te los perdonará si te arrepientes de ellos.
  Oír esto Mauricia y dar un gran berrido y soltar otra catarata de
  lágrimas fue todo uno.
  «No, no, no--murmuró luego entre sollozos tales que parecía que se
  ahogaba--. A mí no me puede perdonar, a mí no, porque he sido muy
  arrastrada, pero mucho, y cuanto pecado hay, chica, lo he cometido yo...
  Y si no, di uno, nómbrame el que quieras, y de seguro que lo tengo
  metido aquí...».
  --Qué cosas tienes, mujer--observó Belén muy apurada, acordándose de
  cuando fue corista y representándose con terror el escenario de la
  Zarzuela--; otras han hecho también pecados feos, pero los han llorado
  como tú, y cátalas perdonadas.
  Mauricia tenía un pañuelo en la mano; pero con la humedad del lloro y
  del sudor era ya como una pelota. Amasábalo en la mano y se lo pasaba
  por la angustiada frente.
  «¿Pero cómo te ha dado así... tan de repente?--dijo la otra confusa.
  ¡Ah!, es que Dios toca en el corazón cuando menos lo piensa una. Llora,
  hija, desahógate, y no te asustes... ¿Sabes lo que vas a hacer? Mañana
  te confiesas... Puede que se te haya quedado algo por decir y confesar,
  porque siempre se queda algo sin saber cómo, y esos pozos son lo que más
  atormenta... pues dilo todo, rebaña bien... Así lo hice yo, y hasta que
  lo hice no tuve tranquilidad. Luego el perro de Satanás me atormentaba
  por vengarse, y cuando empezaba la misa, a mí me parecía que alzaban el
  telón, y cuando yo rompía a cantar, se me venía a la boca aquello de _El
  _ _ Siglo_, que dice: _'Somos figurines vivos...'_. Y un día por poco
  no lo suelto... Pillinadas del diablo; pero no podía conmigo ni con mi
  fe, y tanto hice que lo metí en un puño, y ahora, que se atreva, ¿a que
  no se atreve?... Llora, hija, llora todo lo que quieras, que Dios te
  iluminará y te dará su gracia».
  Ni por esas. Mientras más consuelos le daba Belén, más inconsolable
  estaba la otra, y más caudaloso era el río de sus lágrimas. Sor Antonia,
  la madre que gobernaba allí, se despertó, y para disimular su descuido,
  dio una fuerte voz, sin incomodarse mucho con las durmientes y añadiendo
  que hacía un calor horrible. Un instante después, Belén y la monja
  cuchichearon, sin duda a propósito de Mauricia a quien miraban. Tenía
  Belén vara alta con las señoras, por su humildad y devoción y por la
  diligencia con que iba a contarles cuanto hacían y decían sus
  compañeras.
  Era domingo, y a las cuatro toda la comunidad entró en la iglesia donde
  había ejercicio y sermón. Las _Filomenas_ ocuparon su sitio detrás de
  las monjas, unas y otras con los velos por la cabeza. Las _Josefinas_
  permanecían en la habitación que hacía de coro. Belén y las damas
  cantoras entonaban inocentes romanzas, mientras duró el Manifiesto, en
  las cuales se decía que tenían el _pecho ardiendo en llamas de amor_ y
  otras candideces por el estilo. La que tocaba el _harmonium_ hacía en
  los descansos unos ritornellos muy cursis. Pero a pesar de estas
  profanaciones artísticas, la iglesita estaba muy mona, como diría
  Manolita, apacible, misteriosa y relativamente fresca, inundada de la
  fragancia de las flores naturales.
  A Fortunata le tocó al lado Mauricia. Cuenta la que después fue señora
  de Rubín que en una ocasión que miró a su compañera, hubo de observar al
  través del velo suyo y del de ella una expresión tan particular que se
  quedó atónita. Mauricia, al entrar, lloraba; pero al cabo de un rato más
  bien parecía reírse con contenida y satánica risa. Fortunata no pudo
  comprender el motivo de esto, y creyó que la oscuridad del velo le
  desfiguraba la realidad de la cara de su pareja. Volvió a mirar con
  disimulo, haciendo que se volvía para ahuyentar una mosca, y... ello
  podría ser ilusión, pero los ojos de Mauricia parecían dos ascuas. En
  fin, todo sería aprensión.
  Subió D. León Pintado al púlpito y echó un sermonazo lleno de los
  amaneramientos que el tal usaba en su oratoria. Lo que aquella tarde
  dijo habíalo dicho ya otras tardes, y ciertas frases no se le caían de
  la boca. Tronó, como siempre, contra los librepensadores, a quienes
  llamó _apóstoles del error_ unas mil y quinientas veces. Al salir de la
  iglesia, Fortunata echó, como de costumbre, una mirada al público, que
  estaba tras de la verja de madera, y vio a Maximiliano, que no faltaba
  ningún domingo a aquella amorosa cita muda. Le vio con simpatía. Notaba
  gozosa que empezaban a perder valor ante sus ojos los defectos físicos
  del apreciable joven. ¡Si serían aquellos los brotes del amor por la
  hermosura del alma! Lo que más consolaba a Fortunata era la esperanza
  cada día más firme, porque el capellán se lo había dicho no pocas veces
  en el confesonario, de que cuando se casase y viviese santamente con su
  marido a la sombra de las leyes divinas y humanas, le había de amar;
  pero no así de cualquier modo, sino con verdadero calor y arranque del
  alma. También le decía esto la forma, _la idea blanca_ encerrada en la
  custodia.
  
  
  --ix--
  
  Llegada la noche, y recogidas las _Josefinas_ a su dormitorio, las
  madres permitieron que las _Filomenas_ estuvieran en la huerta hasta más
  tarde de lo reglamentario, por ver si salía un poco de fresco. Eran ya
  las nueve, y la tierra abrasaba; el aire no se movía; las estrellas
  parecían más próximas según el fulgor vivísimo con que brillaban, y
  veíase entre las grandes y medianas mayor número, al parecer, de las
  pequeñitas, tantas, tantas que era como un polvo de plata esparcido
  sobre aquel azul intensísimo.
  La luna nueva se puso temprano, bajando al horizonte como una hoz,
  rodeada de aureola blanquecina que anunciaba más calor para el día
  siguiente.
  Las recogidas formaban diferentes grupos sentadas en el suelo y en la
  escalera de madera que comunica el corredor principal con la huerta, y
  se quitaban las tocas para disminuir el calor de la piel. Algunas
  miraban el motor de viento que seguía inmóvil. Al borde del estanque que
  está al pie del aparato, había tres mujeres, Fortunata, Felisa y doña
  Manolita, sentadas sobre el muro de ladrillo, gozando de la frescura del
  agua próxima. Aquel era el mejor sitio; pero no lo decían, porque el
  egoísmo les hacía considerar que si se enracimaban allí todas las
  mujeres, el escaso fresco del agua se repartiría más y tocarían a menos.
  En el opuesto lado de la huerta, que era el sitio más apartado y feo,
  había un tinglado, bajo el cual se veían tiestos vacíos o rotos, un
  montón de mantillo que parecía café molido, dos carretillas, regaderas y
  varios instrumentos de jardinería. En otro tiempo hubo allí un cubil, y
  en el cubil un cerdo que se criaba con los desperdicios; pero el
  Ayuntamiento mandó quitar el animal de San Antón, y el cubil estaba
  vacío.
  Desde el anochecer se puso allí Mauricia la Dura, sola, sobre el montón
  de mantillo; y como era el sitio más caldeado, nadie la quiso
  acompañar.
  Alguna se le aproximó en son de burla; pero no pudo obtener de ella una
  sola palabra. Estaba sentada a lo moro, con los brazos caídos, la cabeza
  derecha, más napoleónica que nunca, la vista fija enfrente de sí con
  dispersión vaga más bien de persona soñadora que meditabunda. Parecía
  lela o quizás tenía semejanza con esos penitentes del Hindostán que se
  están tantísimos días seguidos mirando al cielo sin pestañear, en un
  estado medio entre la modorra y el éxtasis. Ya era tarde cuando se le
  acercó Belén sentándosele al lado. La miró atentamente, preguntándole
  que qué hacía allí y en qué pensaba, y por fin Mauricia desplegó sus
  labios de esfinge, y dijo estas palabras que le produjeron a Belencita
  una corriente fría en el espinazo:
  «He visto a Nuestra Señora».
  --¿Qué dices, mujer, qué te pasa?--le preguntó la ex-corista con
  ansiedad muy viva.
  --He visto a la Virgen--repitió Mauricia con una seguridad y aplomo que
  dejaron a la otra como quien no sabe lo que le pasa.
  --¿Tú estás segura de lo que dices?
  --¡Oh!... Así me muera si no es verdad. Te lo juro por estas
  cruces--dijo la iluminada con voz trémula, besándose las manos--. La he
  visto... bajó por allí, donde está el abanicón de la noria... Bajaba en
  mitad de una luz... ¿cómo te lo diré?... de una luz que no te puedes
  figurar... de una luz que era, verbi gracia como las puras mieles...
  --¡Como las mieles!--repitió Belén no comprendiendo.
  --Pues... tan dulce que... Después vino andando, andando hacia acá y se
  puso allí, delantito. Pasó por entre vosotras y vosotras no la veíais.
  Yo sola la veía... No traía el niño Dios en brazos. Dio dos o tres
  pasitos más y se paró otra vez. Mira, ¿ves aquella piedrecita?, pues
  allí... y me estuvo mirando... Yo no podía respirar.
  --¿Y te dijo algo, te dijo algo?--preguntó Belén toda ojos, pálida como
  una muerta.
  --Nada... pero lloraba mirándome... ¡Se le caían unos lagrimones...! No
  traía nene Dios; _paicía_ que se lo habían quitado. Después dio la
  vuelta para allá y volvió a pasar entre vosotras sin que la vierais,
  hasta llegar _mismamente_ a aquel árbol... Allí vi muchos angelitos que
  subían y bajaban corre que corre del tronco a las ramas y...
  --Y de las ramas al tronco...--Y después... ya no vi nada... Me quedé
  como ciega... quiere decirse, enteramente ciega; estuve un rato sin ver
  gota, sin poder moverme. Sentía aquí, entre mí, una cosa...
  --Como una pena...--Como pena no, un gusto, un consuelo...
  Se acercó entonces Fortunata, y ambas callaron.
  --Si están de secreto, me voy.
  --Yo creo--dijo Belén, después de una grave pausa--, que eso debes
  consultarlo con el confesor.
  Mauricia se levantó y andando lentamente retirose a la habitación donde
  dormía y tenía su ropa. Creyeron las otras dos que se había ido a
  acostar, y quedáronse allí haciendo comentarios sobre el extraño caso,
  que Belén transmitió a Fortunata con todos sus pelos y señales. Belén lo
  creía o afectaba creerlo, Fortunata no. Pero de pronto vieron que la
  Dura volvía y se sentaba de nuevo sobre el montón de mantillo. Miráronla
  con recelo y se alejaron.
  De pronto sonó en la huerta un ¡ah! prolongado y gozoso, como los que
  lanza la multitud en presencia de los fuegos artificiales. Todas las
  recogidas miraban al disco, que se había movido solemnemente, dando dos
  vueltas y parándose otra vez. «Aire, aire» gritaron varias voces. Pero
  el motor no dio después más que media vuelta, y otra vez quieto. El
  vástago de hierro chilló un instante, y las que estaban junto al
  estanque oyeron en lo profundo de la bomba una regurgitación tenue. El
  caño escupió un salivazo de agua, y todo quedó después en la misma
  quietud chicha y desesperante.
  Belén se había puesto a charlar por lo bajo con una monja llamada Sor
  Facunda, que era la marisabidilla de la casa, muy leída y escribida,
  bondadosa e inocente hasta no más, directora de todas las funciones
  extraordinarias, camarera de la Virgen y de todas las imágenes que
  tenían alguna ropa que ponerse, muy querida de las _Filomenas_ y aún más
  de las _Josefinas_, y persona tan candorosa, que cuanto le decían, sobre
  todo si era bueno, se lo creía como el Evangelio. Basta decir en elogio
  de la _sancta simplicitas_ de esta señora, que en sus confesiones jamás
  tenía nada de qué acusarse, pues ni con el pensamiento había pecado
  nunca; mas como creyera que era muy desairado no ofrecer nada
  absolutamente ante el tribunal de la penitencia, revolvía su magín
  buscando algo que pudiera tener siquiera un tufillo de maldad, y se
  rebañaba la conciencia para sacar unas cosas tan sutiles y sin
  sustancia, que el capellán se reía para su sotana. Como el pobre D. León
  Pintado tenía que vivir de aquello, lo oía seriamente, y hacía que
  tomaba muy en consideración aquellos pecados tan superfirolíticos que no
  había cristiano que los comprendiera... Y la monja se ponía muy
  compungida, diciendo que no lo volvería a hacer; y él, que era muy tuno,
  decía que sí, que era preciso tener cuidado para otra vez, y que patatín
  y que patatán... Tal era Sor Facunda, dama ilustre de la más alta
  aristocracia, que dejó riquezas y posición por meterse en aquella vida,
  mujer pequeñita, no bien parecida, afable y cariñosa, muy aficionada a
  hacerse querer de las jóvenes. Llevaba siempre tras sí, en las horas de
  recreo, un hato de niñas precozmente místicas, preguntonas, rezonas y
  cuya conducta, palabras y entusiasmos pertenecían a lo que podría
  llamarse _el pavo_ de la santidad.
  Difícil es averiguar lo que pasó en el cotarro que formaban Sor Facunda
  y sus amiguitas. Ello fue que Belén, temblando de emoción y con la cara
  ansiosa, dijo a la monja: «Mauricia ha visto a la Virgen...». Y poco
  después repetían las otras con indefinible asombro: «¡Ha visto a la
  Virgen!».
  Sor Facunda, seguida de su escolta, se acercó a Mauricia, a quien miró
  un buen rato sin decirle palabra. Estaba la infeliz mujer en la misma
  postura morisca, la cabeza apoyada sobre las rodillas. Parecía llorar.
  «Mauricia--le dijo en tono lacrimoso la monja, con aquella buena fe que
  en ella equivalía a la gracia divina--. Porque hayas sido muy mala no
  vayas a creerte que Dios te niega su perdón».
  Oyose un gran bramido, y la reclusa mostró su cara inundada de llanto.
  Dijo algunas palabras ininteligibles y estropajosas, a las que Sor
  Facunda y compañía no sacaron ninguna sustancia. De repente se levantó.
  Su rostro, a la claridad de la luna, tenía una belleza grandiosa que las
  circunstantes no supieron apreciar. Sus ojos despedían fulgor de
  inspiración. Se apretó el pecho con ambas manos en actitud semejante a
  las que la escultura ha puesto en algunas imágenes, y dijo con acento
  conmovedor estas palabras:
  «¡Oh mi señora!... te lo traeré, te lo traeré...».
  Echando a correr hacia la escalera con gran presteza, pronto
  desapareció. Sor Facunda habló con las otras madres. Cuando toda la
  comunidad, a la voz de la Superiora, se recogía abandonando la huerta y
  subiendo lentamente a las habitaciones (la mayor parte de las mujeres de
  mala gana, porque el calor de la noche convidaba a estar al aire libre),
  corrió la voz de que la visionaria se había acostado.
  Fortunata, que pocos días antes fue trasladada al dormitorio en que
  estaba Mauricia, vio que esta se había acostado vestida y descalza.
  Acercose a ella y por su bronca respiración creyó entender que dormía
  profundamente. Mucho le daba qué pensar el singular estado en que su
  amiga se había puesto, y esperaba que le pasaría pronto, como otros
  _toques_ semejantes aunque de diverso carácter. Largo tiempo estuvo
  desvelada, pensando en aquello y en otras cosas, y a eso de las doce,
  cuando en el dormitorio y en la casa toda reinaban el silencio y la paz,
  notó que Mauricia se levantaba. Pero no se atrevió a hablarle ni a
  detenerla, por no turbar el silencio del dormitorio, iluminado por una
  luz tan débil que le faltaba poco para extinguirse. Mauricia atravesó
  la estancia sin hacer ruido, como sombra, y se fue. Poco después
  Fortunata sentía sueño y se aletargaba; mas en aquel estado indeciso
  entre el dormir y el velar, creyó ver a su compañera entrar otra vez en
  el dormitorio sin que se le sintieran los pasos. Metiose debajo de la
  cama, donde tenía un cofre; revolvió luego entre los colchones...
  Después Fortunata no se hizo cargo de nada, porque se durmió de veras.
  Mauricia salió al corredor, y atravesándolo todo, se sentó en el primer
  peldaño de la escalera.
  «Te digo que me atreveré...».
  ¿Con quién hablaba? Con nadie, porque estaba enteramente sola. No tenía
  más compañía en aquella soledad que las altas estrellas.
  «¿Qué dices?--preguntó después como quien sostiene un diálogo--. Habla
  más alto, que con el ruido del órgano no se oye. ¡Ah!, ya entiendo...
  Estate tranquila, que aunque me maten, yo te lo traeré. Ya sabrán quién
  es Mauricia la Dura, que no teme ni a Dios... Ja ja ja... Mañana, cuando
  venga el capellán y bajen esas tías pasteleras a la iglesia, ¡qué chasco
  se van a llevar!».
  Soltando una risilla insolente, se precipitó por la escalera abajo. ¿Qué
  demonios pasaba en aquel cerebro?... Entró por la puerta pequeña que
  comunica el patio con el largo pasillo interior del edificio, y una vez
  allí pasó sin obstáculo al vestíbulo, tentando la pared porque la
  oscuridad era completa. Se le oía un cierto rechinar de dientes y algún
  monosílabo gutural que lo mismo pudiera ser signo de risa que de cólera.
  Por fin llegó palpando paredes a la puerta de la capilla, y buscando la
  cerradura con las manos, empezó a rasguñar en el hierro. La llave no
  estaba puesta... «¡Peines y peinetas, dónde estará la condenada llave!»
  murmuró con un rugido de hondísimo despecho. Probó a abrir valiéndose de
  la fuerza y de la maña. Pero ni una ni otra valían en aquel caso. La
  puerta del sagrado recinto estaba bien cerrada. Siguió la infeliz mujer
  exhalando gemidos, como los de un perro que se ha quedado fuera de su
  casa y quiere que le abran. Después de media hora de inútiles esfuerzos,
  desplomose en el umbral de la puerta, e inclinando la cabeza se durmió.
  Fue uno de esos sueños que se parecen al morir instantáneo. La cabeza
  dio contra el canto como una piedra que cae, y la torcida postura en que
  quedaba el cuerpo al caer doblándose con violencia, fue causa de que el
  resuello se le dificultara, produciéndose en los conductos de la
  respiración silbidos agudísimos, a los que siguió un estertor como de
  líquidos que hierven.
  Aletargada profundamente, Mauricia hizo lo que no había podido hacer
  despierta, y prosiguió la acción interrumpida por una puerta bien
  cerrada. Faltó el hecho real, pero no la realidad del mismo en la
  voluntad. Entró, pues, la tarasca en la iglesia y allí pudo andar sin
  tropiezo, porque la lámpara del altar daba luz bastante para ver el
  camino. Sin vacilar dirigió sus pasos al altar mayor, diciendo por el
  camino: «Si no te voy a hacer mal ninguno, Diosecito mío; si voy a
  llevarte con tu mamá que está ahí fuera llorando por ti y esperando a
  que yo te saque... ¿Pero qué?... no quieres ir con tu mamaíta... Mira
  que te está esperando... tan guapetona, tan maja, con aquel manto todito
  lleno de estrellas y los pies encima del _biricornio_ de la luna...
  Verás, verás, qué bien te saco yo, monín... Si te quiero mucho; ¿pero no
  me conoces?... Soy Mauricia la Dura, soy tu amiguita».
  Aunque andaba muy aprisa, tardaba mucho tiempo en llegar al altar,
  porque la capilla, que era tan chica, se había vuelto muy grande. Lo
  menos había media legua desde la puerta al altar... Y mientras más
  andaba, más lejos, más lejos... Llegó por fin y subió los dos, tres,
  cuatro escalones, y le causaba tanta extrañeza verse en aquel sitio
  mirando de cerca la mesa aquella cubierta con finísimo y albo lienzo,
  que un rato estuvo sin poder dar el último paso. Le entró una risa
  convulsiva cuando puso su mano sobre el ara sagrada... «¿Quién me había
  de decir?... ¡oh, mi re--Dios de mi alma que yo... ji ji ji!...». Apartó
  el Crucifijo que está delante de la puerta del sagrario, alargó luego el
  brazo; pero como no alcanzaba, alargábalo más y más, hasta que llegó a
  dolerle mucho de tantos estirones... Por fin, gracias a Dios, pudo abrir
  la puerta que sólo tocan las manos ungidas del sacerdote. Levantando la
  cortinilla, buscó un momento en el misterioso, santo y venerado hueco...
  ¡Oh!, no había nada. Busca por aquí, busca por allí y nada... Acordose
  de que no era aquel el sitio donde está la custodia, sino otro más alto.
  Subió al altar, puso los pies en el ara santa... Busca por aquí, por
  allí... ¡Ah!, por fin tropezaron sus dedos con el metálico pie de la
  custodia. Pero qué frío estaba, tan frío que quemaba. El contacto del
  metal llevó por todo lo largo del espinazo de Mauricia una corriente
  glacial... Vaciló. ¿Lo cogería, sí o no? Sí, sí mil veces; aunque
  muriera, era preciso cumplir. Con exquisito cuidado, más con gran
  decisión, empuñó la custodia bajando con ella por una escalera que antes
  no estaba allí. Orgullo y alegría inundaron el alma de la atrevida mujer
  al mirar en su propia mano la representación visible de Dios... ¡Cómo
  brillaban los rayos de oro que circundan el viril, y qué misteriosa y
  plácida majestad la de la hostia purísima, guardada tras el cristal,
  blanca, divina y con todo el aquel de persona, sin ser más que una
  sustancia de delicado pan!
  Con increíble arrogancia Mauricia descendía, sin sentir peso alguno.
  Alzaba la custodia como la alza el sacerdote para que la adoren los
  fieles... «¿Veis cómo me he atrevido?--pensaba--. ¿No decías que no
  podía ser?... Pues pudo ser, ¡qué peine!». Seguía por la iglesia
  adelante. La purísima hostia, con no tener cara, miraba cual si tuviera
  ojos... y la sacrílega, al llegar bajo el coro, empezaba a sentir miedo
  de aquella mirada. «No, no te suelto, ya no vuelves allí... ¡A casa con
  tu mamá...! ¿sí? ¿Verdad que el niño no llora y quiere ir con su
  mamá?...». Diciendo esto, atrevíase a agasajar contra su pecho la
  sagrada forma. Entonces notó que la sagrada forma no sólo tenía ya ojos
  profundos tan luminosos como el cielo, sino también voz, una voz que la
  tarasca oyó resonar en su oído con lastimero son. Había desaparecido
  toda sensación de la materialidad de la custodia; no quedaba más que lo
  esencial, la representación, el símbolo puro, y esto era lo que Mauricia
  apretaba furiosamente contra sí. «Chica--le decía la voz--, no me
  saques, vuelve a ponerme donde estaba. No hagas locuras... Si me sueltas
  te perdonaré tus pecados, que son tantos que no se pueden contar; pero
  si te obstinas en llevarme, te condenarás. Suéltame y no temas, que yo
  no le diré nada a D. León ni a las monjas para que no te riñan...
  Mauricia, chica, ¿qué haces...? ¿Me comes, me comes...?».
  Y nada más... ¡Qué desvarío! Por grande que sea un absurdo siempre tiene
  cabida en el inconmensurable hueco de la mente humana.
  
  
  --x--
  
  Por la mañana tempranito, la Superiora y Sor Facunda se tropezaron al
  salir de sus respectivas celdas.
  «Créame usted--dijo Sor Facunda--, algo hay de extraordinario.
  Consultaré ahora mismo con D. León. El caso de Mauricia debe de
  examinarse detenidamente».
  Sor Natividad, que era mujer de mucho entendimiento y estaba
  acostumbrada a los pueriles entusiasmos de su compañera, no hizo más que
  sonreír con bondad. Hubiera dicho a Sor Facunda: «qué tonta es usted,
  hija»; pero no le dijo nada; y sacando un manojo de llaves se fue hacia
  el guardarropa.
  «¿Pero en dónde está esa loca?» preguntó después.
  --No parece por ninguna parte--dijo Fortunata, que por orden de Sor
  Marcela había bajado en busca de su amiga--. Arriba no está.
  En los dormitorios de las _Filomenas_ había gran tráfago. Todas se
  lavaban la cara y las manos, riñendo por el agua, cuestionando sobre si
  tú me quitaste la toalla o si esa es mi agua. «Que no, que mi agua es
  esta». Otra sacaba de debajo de la cama un zoquete de pan y empezaba a
  comérselo. «¡Ay, qué hambre tengo...!, con estos calores, cuidado que
  suda una; no se puede vivir... ¡Y ponerse ahora la toca!».
  Sor Antonia entraba, imponía silencio y les daba prisa. Oíase el
  esquilón de la capilla. El sacristán se había asomado varias veces por
  la reja de la sacristía que da al vestíbulo diciendo sucesivamente:
  «Todavía no ha venido don León...» «ya está ahí D. León...» «ya se está
  vistiendo». Oíanse en la parte alta los pasos de toda la comunidad que
  iba hacia el templo a oír la primera misa. Delante fueron las
  _Josefinas_, soñolientas aún y dando bostezos, empujándose unas a otras.
  Seguían las _Filomenas_ con cierto orden, las más diligentes dando prisa
  a las perezosas. Donde hay muchas mujeres, tiene que haber ese rumor de
  colegio, que se hace superior a la disciplina más severa. Entre chacota
  y risas se oía el rumorcillo aquel: «Mauricia... ¿no sabéis? Vio anoche
  la propia figura de la Virgen».
  --Mujer, quita allá.--Mi palabra... Pregúntaselo a Belén.
  --¡Bah!, ni que fuéramos tontas...
  --¿La cara de la Virgen?... Vaya... Sería la de Nuestra Señora del
  Aguardiente.
  Pero Sor Facunda y las de su cotarro iban por la escalera abajo
  diciendo que el hecho podía ser falso, y podía también no serlo; y que
  el ser Mauricia muy pecadora no significaba nada, porque de otras
  muchísimo más perversas se había valido Dios para sus fines.
  Dijo la misa D. León, que parecía _el padre fuguilla_ por la presteza
  con que despachaba. Había sido cura de tropa, y a las monjas no les
  acababa de gustar la marcial diligencia de su capellán. Más tarde
  celebraba don Hildebrando, cura francés de los de babero, el cual era lo
  contrario que Pintado, pues estiraba la misa hasta lo increíble.
  Cuando la comunidad salía de la capilla, doña Manolita, que había
  entrado de las últimas, sofocada, se acercó a la Superiora y le dijo que
  Mauricia estaba en la huerta sobre el montón de mantillo.
  --Ya... en la basura--replicó Sor Natividad frunciendo el ceño--; es su
  sitio.
  Bajaron las recogidas al refectorio a tomar el chocolate con rebanada de
  pan. Animación mundana reinaba en el frugal desayuno, y aunque las
  monjas se esforzaban por mantener un orden cuartelesco, no lo podían
  conseguir.
  «Ese plato es el mío. Dame mi servilleta... Te digo que es la mía...
  ¡Vaya! ¡Ay, San Antonio, qué duro está el pan!... Este sí que es de la
  boda de San Isidro.
  --¡A callar!
  Algunas tenían un apetito voraz; se habrían comido triple ración, si se
  la dieran.
  Inmediatamente después empezaba a distribuirse toda aquella tropa
  mujeril, como soldados que se incorporan a sus respectivos regimientos.
  Estas bajaban a la cocina, aquellas subían a la escuela y salón de
  costura, y otras, quitándose las tocas y poniéndose la falda de
  _mecánica_, se dedicaban a la limpieza de la casa.
  Estaba la Superiora hablando con Sor Antonia en la puerta de una celda,
  cuando llegó muy apurada una reclusa, diciendo: «Le he mandado que venga
  y no quiere venir. Me ha querido pegar. ¡Si no echo a correr...! Después
  cogió un montón de aquella basura y me lo tiró. Mire usted...».
  La recogida enseñó a las madres su hombro manchado de mantillo.
  «Tendré que ir yo... ¡Ay, qué mujer!... ¡qué guerra nos da!--dijo la
  Superiora...--. ¿Dónde está Sor Marcela? Que traiga la llave de la
  perrera. Hoy tendremos _chínchirri-máncharras_... Está más tocada que
  nunca. Dios nos dé paciencia.
  --¡Y Sor Facunda que me ha dicho ahora mismo--indicó Sor Antonia con
  franca risa y bizcando más los ojos--, que Mauricia había visto a la
  Virgen!
  La Superiora respondió a aquella risa con otra menos franca. Tres o
  cuatro _Filomenas_ de las más hombrunas bajaron a la huerta con orden
  expresa de traer a la visionaria.
  --¡Pobre mujer y qué perdida se pone!--observó Sor Natividad dentro del
  corrillo de monjas que se iba formando--. Males de nervios, y nada más
  que males de nervios.
  Y al decirlo, sus miradas chocaron con las de Sor Facunda, que se
  acercaba con semblante extraordinariamente afligido.
  «¿Pero no ha consultado usted este caso con el señor capellán?» le dijo.
  --Sí--replicó Sor Natividad con un poco de humorismo--, y el capellán me
  ha dicho que la meta en la perrera.
  --¡Encerrarla porque llora!...--exclamó la otra que en su timidez no se
  atrevía a contradecir a la Superiora--. El caso merecía examinarse.
  --Para preverlo todo--indicó la vizcaína--, avisaremos también al
  médico.
  --¿Y qué tiene que ver el médico...? En fin, yo no sé. Quien manda,
  manda. Pero me parecía... Ello podrá ser cosa física; pero ¿si no lo
  
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