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Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 37
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un cubo de agua, y sus ojos encendidos y aquella grandísima humedad
igualaban el rostro de Mauricia al de la Magdalena; así al menos lo vio
Belén. Tantas preguntas le hizo esta y tanto cariño le mostró, que al
fin obtuvo respuesta de la pobre mujer desolada, que no parecía tener
consuelo ni hartarse nunca de llorar.
«¿Qué he de tener, desgraciada de mí?--exclamó al fin bebiéndose sus
lágrimas--, sino que hoy, sin saber por qué ni por qué no, me veo tal y
como soy; soy mala, mala, más que mala, y se me vienen al filo del
pensamiento toditos los pecados que he cometido, desde el primero hasta
el último...».
--Pues, hija--arguyó Belén con aquel sonsonete que había aprendido y que
tan bien se acomodaba a su figura angelical y a sus moditos
insinuantes--, ten entendido que aunque tus crímenes fueran tantos como
las arenas de la mar, Dios te los perdonará si te arrepientes de ellos.
Oír esto Mauricia y dar un gran berrido y soltar otra catarata de
lágrimas fue todo uno.
«No, no, no--murmuró luego entre sollozos tales que parecía que se
ahogaba--. A mí no me puede perdonar, a mí no, porque he sido muy
arrastrada, pero mucho, y cuanto pecado hay, chica, lo he cometido yo...
Y si no, di uno, nómbrame el que quieras, y de seguro que lo tengo
metido aquí...».
--Qué cosas tienes, mujer--observó Belén muy apurada, acordándose de
cuando fue corista y representándose con terror el escenario de la
Zarzuela--; otras han hecho también pecados feos, pero los han llorado
como tú, y cátalas perdonadas.
Mauricia tenía un pañuelo en la mano; pero con la humedad del lloro y
del sudor era ya como una pelota. Amasábalo en la mano y se lo pasaba
por la angustiada frente.
«¿Pero cómo te ha dado así... tan de repente?--dijo la otra confusa.
¡Ah!, es que Dios toca en el corazón cuando menos lo piensa una. Llora,
hija, desahógate, y no te asustes... ¿Sabes lo que vas a hacer? Mañana
te confiesas... Puede que se te haya quedado algo por decir y confesar,
porque siempre se queda algo sin saber cómo, y esos pozos son lo que más
atormenta... pues dilo todo, rebaña bien... Así lo hice yo, y hasta que
lo hice no tuve tranquilidad. Luego el perro de Satanás me atormentaba
por vengarse, y cuando empezaba la misa, a mí me parecía que alzaban el
telón, y cuando yo rompía a cantar, se me venía a la boca aquello de _El
_ _ Siglo_, que dice: _'Somos figurines vivos...'_. Y un día por poco
no lo suelto... Pillinadas del diablo; pero no podía conmigo ni con mi
fe, y tanto hice que lo metí en un puño, y ahora, que se atreva, ¿a que
no se atreve?... Llora, hija, llora todo lo que quieras, que Dios te
iluminará y te dará su gracia».
Ni por esas. Mientras más consuelos le daba Belén, más inconsolable
estaba la otra, y más caudaloso era el río de sus lágrimas. Sor Antonia,
la madre que gobernaba allí, se despertó, y para disimular su descuido,
dio una fuerte voz, sin incomodarse mucho con las durmientes y añadiendo
que hacía un calor horrible. Un instante después, Belén y la monja
cuchichearon, sin duda a propósito de Mauricia a quien miraban. Tenía
Belén vara alta con las señoras, por su humildad y devoción y por la
diligencia con que iba a contarles cuanto hacían y decían sus
compañeras.
Era domingo, y a las cuatro toda la comunidad entró en la iglesia donde
había ejercicio y sermón. Las _Filomenas_ ocuparon su sitio detrás de
las monjas, unas y otras con los velos por la cabeza. Las _Josefinas_
permanecían en la habitación que hacía de coro. Belén y las damas
cantoras entonaban inocentes romanzas, mientras duró el Manifiesto, en
las cuales se decía que tenían el _pecho ardiendo en llamas de amor_ y
otras candideces por el estilo. La que tocaba el _harmonium_ hacía en
los descansos unos ritornellos muy cursis. Pero a pesar de estas
profanaciones artísticas, la iglesita estaba muy mona, como diría
Manolita, apacible, misteriosa y relativamente fresca, inundada de la
fragancia de las flores naturales.
A Fortunata le tocó al lado Mauricia. Cuenta la que después fue señora
de Rubín que en una ocasión que miró a su compañera, hubo de observar al
través del velo suyo y del de ella una expresión tan particular que se
quedó atónita. Mauricia, al entrar, lloraba; pero al cabo de un rato más
bien parecía reírse con contenida y satánica risa. Fortunata no pudo
comprender el motivo de esto, y creyó que la oscuridad del velo le
desfiguraba la realidad de la cara de su pareja. Volvió a mirar con
disimulo, haciendo que se volvía para ahuyentar una mosca, y... ello
podría ser ilusión, pero los ojos de Mauricia parecían dos ascuas. En
fin, todo sería aprensión.
Subió D. León Pintado al púlpito y echó un sermonazo lleno de los
amaneramientos que el tal usaba en su oratoria. Lo que aquella tarde
dijo habíalo dicho ya otras tardes, y ciertas frases no se le caían de
la boca. Tronó, como siempre, contra los librepensadores, a quienes
llamó _apóstoles del error_ unas mil y quinientas veces. Al salir de la
iglesia, Fortunata echó, como de costumbre, una mirada al público, que
estaba tras de la verja de madera, y vio a Maximiliano, que no faltaba
ningún domingo a aquella amorosa cita muda. Le vio con simpatía. Notaba
gozosa que empezaban a perder valor ante sus ojos los defectos físicos
del apreciable joven. ¡Si serían aquellos los brotes del amor por la
hermosura del alma! Lo que más consolaba a Fortunata era la esperanza
cada día más firme, porque el capellán se lo había dicho no pocas veces
en el confesonario, de que cuando se casase y viviese santamente con su
marido a la sombra de las leyes divinas y humanas, le había de amar;
pero no así de cualquier modo, sino con verdadero calor y arranque del
alma. También le decía esto la forma, _la idea blanca_ encerrada en la
custodia.
--ix--
Llegada la noche, y recogidas las _Josefinas_ a su dormitorio, las
madres permitieron que las _Filomenas_ estuvieran en la huerta hasta más
tarde de lo reglamentario, por ver si salía un poco de fresco. Eran ya
las nueve, y la tierra abrasaba; el aire no se movía; las estrellas
parecían más próximas según el fulgor vivísimo con que brillaban, y
veíase entre las grandes y medianas mayor número, al parecer, de las
pequeñitas, tantas, tantas que era como un polvo de plata esparcido
sobre aquel azul intensísimo.
La luna nueva se puso temprano, bajando al horizonte como una hoz,
rodeada de aureola blanquecina que anunciaba más calor para el día
siguiente.
Las recogidas formaban diferentes grupos sentadas en el suelo y en la
escalera de madera que comunica el corredor principal con la huerta, y
se quitaban las tocas para disminuir el calor de la piel. Algunas
miraban el motor de viento que seguía inmóvil. Al borde del estanque que
está al pie del aparato, había tres mujeres, Fortunata, Felisa y doña
Manolita, sentadas sobre el muro de ladrillo, gozando de la frescura del
agua próxima. Aquel era el mejor sitio; pero no lo decían, porque el
egoísmo les hacía considerar que si se enracimaban allí todas las
mujeres, el escaso fresco del agua se repartiría más y tocarían a menos.
En el opuesto lado de la huerta, que era el sitio más apartado y feo,
había un tinglado, bajo el cual se veían tiestos vacíos o rotos, un
montón de mantillo que parecía café molido, dos carretillas, regaderas y
varios instrumentos de jardinería. En otro tiempo hubo allí un cubil, y
en el cubil un cerdo que se criaba con los desperdicios; pero el
Ayuntamiento mandó quitar el animal de San Antón, y el cubil estaba
vacío.
Desde el anochecer se puso allí Mauricia la Dura, sola, sobre el montón
de mantillo; y como era el sitio más caldeado, nadie la quiso
acompañar.
Alguna se le aproximó en son de burla; pero no pudo obtener de ella una
sola palabra. Estaba sentada a lo moro, con los brazos caídos, la cabeza
derecha, más napoleónica que nunca, la vista fija enfrente de sí con
dispersión vaga más bien de persona soñadora que meditabunda. Parecía
lela o quizás tenía semejanza con esos penitentes del Hindostán que se
están tantísimos días seguidos mirando al cielo sin pestañear, en un
estado medio entre la modorra y el éxtasis. Ya era tarde cuando se le
acercó Belén sentándosele al lado. La miró atentamente, preguntándole
que qué hacía allí y en qué pensaba, y por fin Mauricia desplegó sus
labios de esfinge, y dijo estas palabras que le produjeron a Belencita
una corriente fría en el espinazo:
«He visto a Nuestra Señora».
--¿Qué dices, mujer, qué te pasa?--le preguntó la ex-corista con
ansiedad muy viva.
--He visto a la Virgen--repitió Mauricia con una seguridad y aplomo que
dejaron a la otra como quien no sabe lo que le pasa.
--¿Tú estás segura de lo que dices?
--¡Oh!... Así me muera si no es verdad. Te lo juro por estas
cruces--dijo la iluminada con voz trémula, besándose las manos--. La he
visto... bajó por allí, donde está el abanicón de la noria... Bajaba en
mitad de una luz... ¿cómo te lo diré?... de una luz que no te puedes
figurar... de una luz que era, verbi gracia como las puras mieles...
--¡Como las mieles!--repitió Belén no comprendiendo.
--Pues... tan dulce que... Después vino andando, andando hacia acá y se
puso allí, delantito. Pasó por entre vosotras y vosotras no la veíais.
Yo sola la veía... No traía el niño Dios en brazos. Dio dos o tres
pasitos más y se paró otra vez. Mira, ¿ves aquella piedrecita?, pues
allí... y me estuvo mirando... Yo no podía respirar.
--¿Y te dijo algo, te dijo algo?--preguntó Belén toda ojos, pálida como
una muerta.
--Nada... pero lloraba mirándome... ¡Se le caían unos lagrimones...! No
traía nene Dios; _paicía_ que se lo habían quitado. Después dio la
vuelta para allá y volvió a pasar entre vosotras sin que la vierais,
hasta llegar _mismamente_ a aquel árbol... Allí vi muchos angelitos que
subían y bajaban corre que corre del tronco a las ramas y...
--Y de las ramas al tronco...--Y después... ya no vi nada... Me quedé
como ciega... quiere decirse, enteramente ciega; estuve un rato sin ver
gota, sin poder moverme. Sentía aquí, entre mí, una cosa...
--Como una pena...--Como pena no, un gusto, un consuelo...
Se acercó entonces Fortunata, y ambas callaron.
--Si están de secreto, me voy.
--Yo creo--dijo Belén, después de una grave pausa--, que eso debes
consultarlo con el confesor.
Mauricia se levantó y andando lentamente retirose a la habitación donde
dormía y tenía su ropa. Creyeron las otras dos que se había ido a
acostar, y quedáronse allí haciendo comentarios sobre el extraño caso,
que Belén transmitió a Fortunata con todos sus pelos y señales. Belén lo
creía o afectaba creerlo, Fortunata no. Pero de pronto vieron que la
Dura volvía y se sentaba de nuevo sobre el montón de mantillo. Miráronla
con recelo y se alejaron.
De pronto sonó en la huerta un ¡ah! prolongado y gozoso, como los que
lanza la multitud en presencia de los fuegos artificiales. Todas las
recogidas miraban al disco, que se había movido solemnemente, dando dos
vueltas y parándose otra vez. «Aire, aire» gritaron varias voces. Pero
el motor no dio después más que media vuelta, y otra vez quieto. El
vástago de hierro chilló un instante, y las que estaban junto al
estanque oyeron en lo profundo de la bomba una regurgitación tenue. El
caño escupió un salivazo de agua, y todo quedó después en la misma
quietud chicha y desesperante.
Belén se había puesto a charlar por lo bajo con una monja llamada Sor
Facunda, que era la marisabidilla de la casa, muy leída y escribida,
bondadosa e inocente hasta no más, directora de todas las funciones
extraordinarias, camarera de la Virgen y de todas las imágenes que
tenían alguna ropa que ponerse, muy querida de las _Filomenas_ y aún más
de las _Josefinas_, y persona tan candorosa, que cuanto le decían, sobre
todo si era bueno, se lo creía como el Evangelio. Basta decir en elogio
de la _sancta simplicitas_ de esta señora, que en sus confesiones jamás
tenía nada de qué acusarse, pues ni con el pensamiento había pecado
nunca; mas como creyera que era muy desairado no ofrecer nada
absolutamente ante el tribunal de la penitencia, revolvía su magín
buscando algo que pudiera tener siquiera un tufillo de maldad, y se
rebañaba la conciencia para sacar unas cosas tan sutiles y sin
sustancia, que el capellán se reía para su sotana. Como el pobre D. León
Pintado tenía que vivir de aquello, lo oía seriamente, y hacía que
tomaba muy en consideración aquellos pecados tan superfirolíticos que no
había cristiano que los comprendiera... Y la monja se ponía muy
compungida, diciendo que no lo volvería a hacer; y él, que era muy tuno,
decía que sí, que era preciso tener cuidado para otra vez, y que patatín
y que patatán... Tal era Sor Facunda, dama ilustre de la más alta
aristocracia, que dejó riquezas y posición por meterse en aquella vida,
mujer pequeñita, no bien parecida, afable y cariñosa, muy aficionada a
hacerse querer de las jóvenes. Llevaba siempre tras sí, en las horas de
recreo, un hato de niñas precozmente místicas, preguntonas, rezonas y
cuya conducta, palabras y entusiasmos pertenecían a lo que podría
llamarse _el pavo_ de la santidad.
Difícil es averiguar lo que pasó en el cotarro que formaban Sor Facunda
y sus amiguitas. Ello fue que Belén, temblando de emoción y con la cara
ansiosa, dijo a la monja: «Mauricia ha visto a la Virgen...». Y poco
después repetían las otras con indefinible asombro: «¡Ha visto a la
Virgen!».
Sor Facunda, seguida de su escolta, se acercó a Mauricia, a quien miró
un buen rato sin decirle palabra. Estaba la infeliz mujer en la misma
postura morisca, la cabeza apoyada sobre las rodillas. Parecía llorar.
«Mauricia--le dijo en tono lacrimoso la monja, con aquella buena fe que
en ella equivalía a la gracia divina--. Porque hayas sido muy mala no
vayas a creerte que Dios te niega su perdón».
Oyose un gran bramido, y la reclusa mostró su cara inundada de llanto.
Dijo algunas palabras ininteligibles y estropajosas, a las que Sor
Facunda y compañía no sacaron ninguna sustancia. De repente se levantó.
Su rostro, a la claridad de la luna, tenía una belleza grandiosa que las
circunstantes no supieron apreciar. Sus ojos despedían fulgor de
inspiración. Se apretó el pecho con ambas manos en actitud semejante a
las que la escultura ha puesto en algunas imágenes, y dijo con acento
conmovedor estas palabras:
«¡Oh mi señora!... te lo traeré, te lo traeré...».
Echando a correr hacia la escalera con gran presteza, pronto
desapareció. Sor Facunda habló con las otras madres. Cuando toda la
comunidad, a la voz de la Superiora, se recogía abandonando la huerta y
subiendo lentamente a las habitaciones (la mayor parte de las mujeres de
mala gana, porque el calor de la noche convidaba a estar al aire libre),
corrió la voz de que la visionaria se había acostado.
Fortunata, que pocos días antes fue trasladada al dormitorio en que
estaba Mauricia, vio que esta se había acostado vestida y descalza.
Acercose a ella y por su bronca respiración creyó entender que dormía
profundamente. Mucho le daba qué pensar el singular estado en que su
amiga se había puesto, y esperaba que le pasaría pronto, como otros
_toques_ semejantes aunque de diverso carácter. Largo tiempo estuvo
desvelada, pensando en aquello y en otras cosas, y a eso de las doce,
cuando en el dormitorio y en la casa toda reinaban el silencio y la paz,
notó que Mauricia se levantaba. Pero no se atrevió a hablarle ni a
detenerla, por no turbar el silencio del dormitorio, iluminado por una
luz tan débil que le faltaba poco para extinguirse. Mauricia atravesó
la estancia sin hacer ruido, como sombra, y se fue. Poco después
Fortunata sentía sueño y se aletargaba; mas en aquel estado indeciso
entre el dormir y el velar, creyó ver a su compañera entrar otra vez en
el dormitorio sin que se le sintieran los pasos. Metiose debajo de la
cama, donde tenía un cofre; revolvió luego entre los colchones...
Después Fortunata no se hizo cargo de nada, porque se durmió de veras.
Mauricia salió al corredor, y atravesándolo todo, se sentó en el primer
peldaño de la escalera.
«Te digo que me atreveré...».
¿Con quién hablaba? Con nadie, porque estaba enteramente sola. No tenía
más compañía en aquella soledad que las altas estrellas.
«¿Qué dices?--preguntó después como quien sostiene un diálogo--. Habla
más alto, que con el ruido del órgano no se oye. ¡Ah!, ya entiendo...
Estate tranquila, que aunque me maten, yo te lo traeré. Ya sabrán quién
es Mauricia la Dura, que no teme ni a Dios... Ja ja ja... Mañana, cuando
venga el capellán y bajen esas tías pasteleras a la iglesia, ¡qué chasco
se van a llevar!».
Soltando una risilla insolente, se precipitó por la escalera abajo. ¿Qué
demonios pasaba en aquel cerebro?... Entró por la puerta pequeña que
comunica el patio con el largo pasillo interior del edificio, y una vez
allí pasó sin obstáculo al vestíbulo, tentando la pared porque la
oscuridad era completa. Se le oía un cierto rechinar de dientes y algún
monosílabo gutural que lo mismo pudiera ser signo de risa que de cólera.
Por fin llegó palpando paredes a la puerta de la capilla, y buscando la
cerradura con las manos, empezó a rasguñar en el hierro. La llave no
estaba puesta... «¡Peines y peinetas, dónde estará la condenada llave!»
murmuró con un rugido de hondísimo despecho. Probó a abrir valiéndose de
la fuerza y de la maña. Pero ni una ni otra valían en aquel caso. La
puerta del sagrado recinto estaba bien cerrada. Siguió la infeliz mujer
exhalando gemidos, como los de un perro que se ha quedado fuera de su
casa y quiere que le abran. Después de media hora de inútiles esfuerzos,
desplomose en el umbral de la puerta, e inclinando la cabeza se durmió.
Fue uno de esos sueños que se parecen al morir instantáneo. La cabeza
dio contra el canto como una piedra que cae, y la torcida postura en que
quedaba el cuerpo al caer doblándose con violencia, fue causa de que el
resuello se le dificultara, produciéndose en los conductos de la
respiración silbidos agudísimos, a los que siguió un estertor como de
líquidos que hierven.
Aletargada profundamente, Mauricia hizo lo que no había podido hacer
despierta, y prosiguió la acción interrumpida por una puerta bien
cerrada. Faltó el hecho real, pero no la realidad del mismo en la
voluntad. Entró, pues, la tarasca en la iglesia y allí pudo andar sin
tropiezo, porque la lámpara del altar daba luz bastante para ver el
camino. Sin vacilar dirigió sus pasos al altar mayor, diciendo por el
camino: «Si no te voy a hacer mal ninguno, Diosecito mío; si voy a
llevarte con tu mamá que está ahí fuera llorando por ti y esperando a
que yo te saque... ¿Pero qué?... no quieres ir con tu mamaíta... Mira
que te está esperando... tan guapetona, tan maja, con aquel manto todito
lleno de estrellas y los pies encima del _biricornio_ de la luna...
Verás, verás, qué bien te saco yo, monín... Si te quiero mucho; ¿pero no
me conoces?... Soy Mauricia la Dura, soy tu amiguita».
Aunque andaba muy aprisa, tardaba mucho tiempo en llegar al altar,
porque la capilla, que era tan chica, se había vuelto muy grande. Lo
menos había media legua desde la puerta al altar... Y mientras más
andaba, más lejos, más lejos... Llegó por fin y subió los dos, tres,
cuatro escalones, y le causaba tanta extrañeza verse en aquel sitio
mirando de cerca la mesa aquella cubierta con finísimo y albo lienzo,
que un rato estuvo sin poder dar el último paso. Le entró una risa
convulsiva cuando puso su mano sobre el ara sagrada... «¿Quién me había
de decir?... ¡oh, mi re--Dios de mi alma que yo... ji ji ji!...». Apartó
el Crucifijo que está delante de la puerta del sagrario, alargó luego el
brazo; pero como no alcanzaba, alargábalo más y más, hasta que llegó a
dolerle mucho de tantos estirones... Por fin, gracias a Dios, pudo abrir
la puerta que sólo tocan las manos ungidas del sacerdote. Levantando la
cortinilla, buscó un momento en el misterioso, santo y venerado hueco...
¡Oh!, no había nada. Busca por aquí, busca por allí y nada... Acordose
de que no era aquel el sitio donde está la custodia, sino otro más alto.
Subió al altar, puso los pies en el ara santa... Busca por aquí, por
allí... ¡Ah!, por fin tropezaron sus dedos con el metálico pie de la
custodia. Pero qué frío estaba, tan frío que quemaba. El contacto del
metal llevó por todo lo largo del espinazo de Mauricia una corriente
glacial... Vaciló. ¿Lo cogería, sí o no? Sí, sí mil veces; aunque
muriera, era preciso cumplir. Con exquisito cuidado, más con gran
decisión, empuñó la custodia bajando con ella por una escalera que antes
no estaba allí. Orgullo y alegría inundaron el alma de la atrevida mujer
al mirar en su propia mano la representación visible de Dios... ¡Cómo
brillaban los rayos de oro que circundan el viril, y qué misteriosa y
plácida majestad la de la hostia purísima, guardada tras el cristal,
blanca, divina y con todo el aquel de persona, sin ser más que una
sustancia de delicado pan!
Con increíble arrogancia Mauricia descendía, sin sentir peso alguno.
Alzaba la custodia como la alza el sacerdote para que la adoren los
fieles... «¿Veis cómo me he atrevido?--pensaba--. ¿No decías que no
podía ser?... Pues pudo ser, ¡qué peine!». Seguía por la iglesia
adelante. La purísima hostia, con no tener cara, miraba cual si tuviera
ojos... y la sacrílega, al llegar bajo el coro, empezaba a sentir miedo
de aquella mirada. «No, no te suelto, ya no vuelves allí... ¡A casa con
tu mamá...! ¿sí? ¿Verdad que el niño no llora y quiere ir con su
mamá?...». Diciendo esto, atrevíase a agasajar contra su pecho la
sagrada forma. Entonces notó que la sagrada forma no sólo tenía ya ojos
profundos tan luminosos como el cielo, sino también voz, una voz que la
tarasca oyó resonar en su oído con lastimero son. Había desaparecido
toda sensación de la materialidad de la custodia; no quedaba más que lo
esencial, la representación, el símbolo puro, y esto era lo que Mauricia
apretaba furiosamente contra sí. «Chica--le decía la voz--, no me
saques, vuelve a ponerme donde estaba. No hagas locuras... Si me sueltas
te perdonaré tus pecados, que son tantos que no se pueden contar; pero
si te obstinas en llevarme, te condenarás. Suéltame y no temas, que yo
no le diré nada a D. León ni a las monjas para que no te riñan...
Mauricia, chica, ¿qué haces...? ¿Me comes, me comes...?».
Y nada más... ¡Qué desvarío! Por grande que sea un absurdo siempre tiene
cabida en el inconmensurable hueco de la mente humana.
--x--
Por la mañana tempranito, la Superiora y Sor Facunda se tropezaron al
salir de sus respectivas celdas.
«Créame usted--dijo Sor Facunda--, algo hay de extraordinario.
Consultaré ahora mismo con D. León. El caso de Mauricia debe de
examinarse detenidamente».
Sor Natividad, que era mujer de mucho entendimiento y estaba
acostumbrada a los pueriles entusiasmos de su compañera, no hizo más que
sonreír con bondad. Hubiera dicho a Sor Facunda: «qué tonta es usted,
hija»; pero no le dijo nada; y sacando un manojo de llaves se fue hacia
el guardarropa.
«¿Pero en dónde está esa loca?» preguntó después.
--No parece por ninguna parte--dijo Fortunata, que por orden de Sor
Marcela había bajado en busca de su amiga--. Arriba no está.
En los dormitorios de las _Filomenas_ había gran tráfago. Todas se
lavaban la cara y las manos, riñendo por el agua, cuestionando sobre si
tú me quitaste la toalla o si esa es mi agua. «Que no, que mi agua es
esta». Otra sacaba de debajo de la cama un zoquete de pan y empezaba a
comérselo. «¡Ay, qué hambre tengo...!, con estos calores, cuidado que
suda una; no se puede vivir... ¡Y ponerse ahora la toca!».
Sor Antonia entraba, imponía silencio y les daba prisa. Oíase el
esquilón de la capilla. El sacristán se había asomado varias veces por
la reja de la sacristía que da al vestíbulo diciendo sucesivamente:
«Todavía no ha venido don León...» «ya está ahí D. León...» «ya se está
vistiendo». Oíanse en la parte alta los pasos de toda la comunidad que
iba hacia el templo a oír la primera misa. Delante fueron las
_Josefinas_, soñolientas aún y dando bostezos, empujándose unas a otras.
Seguían las _Filomenas_ con cierto orden, las más diligentes dando prisa
a las perezosas. Donde hay muchas mujeres, tiene que haber ese rumor de
colegio, que se hace superior a la disciplina más severa. Entre chacota
y risas se oía el rumorcillo aquel: «Mauricia... ¿no sabéis? Vio anoche
la propia figura de la Virgen».
--Mujer, quita allá.--Mi palabra... Pregúntaselo a Belén.
--¡Bah!, ni que fuéramos tontas...
--¿La cara de la Virgen?... Vaya... Sería la de Nuestra Señora del
Aguardiente.
Pero Sor Facunda y las de su cotarro iban por la escalera abajo
diciendo que el hecho podía ser falso, y podía también no serlo; y que
el ser Mauricia muy pecadora no significaba nada, porque de otras
muchísimo más perversas se había valido Dios para sus fines.
Dijo la misa D. León, que parecía _el padre fuguilla_ por la presteza
con que despachaba. Había sido cura de tropa, y a las monjas no les
acababa de gustar la marcial diligencia de su capellán. Más tarde
celebraba don Hildebrando, cura francés de los de babero, el cual era lo
contrario que Pintado, pues estiraba la misa hasta lo increíble.
Cuando la comunidad salía de la capilla, doña Manolita, que había
entrado de las últimas, sofocada, se acercó a la Superiora y le dijo que
Mauricia estaba en la huerta sobre el montón de mantillo.
--Ya... en la basura--replicó Sor Natividad frunciendo el ceño--; es su
sitio.
Bajaron las recogidas al refectorio a tomar el chocolate con rebanada de
pan. Animación mundana reinaba en el frugal desayuno, y aunque las
monjas se esforzaban por mantener un orden cuartelesco, no lo podían
conseguir.
«Ese plato es el mío. Dame mi servilleta... Te digo que es la mía...
¡Vaya! ¡Ay, San Antonio, qué duro está el pan!... Este sí que es de la
boda de San Isidro.
--¡A callar!
Algunas tenían un apetito voraz; se habrían comido triple ración, si se
la dieran.
Inmediatamente después empezaba a distribuirse toda aquella tropa
mujeril, como soldados que se incorporan a sus respectivos regimientos.
Estas bajaban a la cocina, aquellas subían a la escuela y salón de
costura, y otras, quitándose las tocas y poniéndose la falda de
_mecánica_, se dedicaban a la limpieza de la casa.
Estaba la Superiora hablando con Sor Antonia en la puerta de una celda,
cuando llegó muy apurada una reclusa, diciendo: «Le he mandado que venga
y no quiere venir. Me ha querido pegar. ¡Si no echo a correr...! Después
cogió un montón de aquella basura y me lo tiró. Mire usted...».
La recogida enseñó a las madres su hombro manchado de mantillo.
«Tendré que ir yo... ¡Ay, qué mujer!... ¡qué guerra nos da!--dijo la
Superiora...--. ¿Dónde está Sor Marcela? Que traiga la llave de la
perrera. Hoy tendremos _chínchirri-máncharras_... Está más tocada que
nunca. Dios nos dé paciencia.
--¡Y Sor Facunda que me ha dicho ahora mismo--indicó Sor Antonia con
franca risa y bizcando más los ojos--, que Mauricia había visto a la
Virgen!
La Superiora respondió a aquella risa con otra menos franca. Tres o
cuatro _Filomenas_ de las más hombrunas bajaron a la huerta con orden
expresa de traer a la visionaria.
--¡Pobre mujer y qué perdida se pone!--observó Sor Natividad dentro del
corrillo de monjas que se iba formando--. Males de nervios, y nada más
que males de nervios.
Y al decirlo, sus miradas chocaron con las de Sor Facunda, que se
acercaba con semblante extraordinariamente afligido.
«¿Pero no ha consultado usted este caso con el señor capellán?» le dijo.
--Sí--replicó Sor Natividad con un poco de humorismo--, y el capellán me
ha dicho que la meta en la perrera.
--¡Encerrarla porque llora!...--exclamó la otra que en su timidez no se
atrevía a contradecir a la Superiora--. El caso merecía examinarse.
--Para preverlo todo--indicó la vizcaína--, avisaremos también al
médico.
--¿Y qué tiene que ver el médico...? En fin, yo no sé. Quien manda,
manda. Pero me parecía... Ello podrá ser cosa física; pero ¿si no lo
igualaban el rostro de Mauricia al de la Magdalena; así al menos lo vio
Belén. Tantas preguntas le hizo esta y tanto cariño le mostró, que al
fin obtuvo respuesta de la pobre mujer desolada, que no parecía tener
consuelo ni hartarse nunca de llorar.
«¿Qué he de tener, desgraciada de mí?--exclamó al fin bebiéndose sus
lágrimas--, sino que hoy, sin saber por qué ni por qué no, me veo tal y
como soy; soy mala, mala, más que mala, y se me vienen al filo del
pensamiento toditos los pecados que he cometido, desde el primero hasta
el último...».
--Pues, hija--arguyó Belén con aquel sonsonete que había aprendido y que
tan bien se acomodaba a su figura angelical y a sus moditos
insinuantes--, ten entendido que aunque tus crímenes fueran tantos como
las arenas de la mar, Dios te los perdonará si te arrepientes de ellos.
Oír esto Mauricia y dar un gran berrido y soltar otra catarata de
lágrimas fue todo uno.
«No, no, no--murmuró luego entre sollozos tales que parecía que se
ahogaba--. A mí no me puede perdonar, a mí no, porque he sido muy
arrastrada, pero mucho, y cuanto pecado hay, chica, lo he cometido yo...
Y si no, di uno, nómbrame el que quieras, y de seguro que lo tengo
metido aquí...».
--Qué cosas tienes, mujer--observó Belén muy apurada, acordándose de
cuando fue corista y representándose con terror el escenario de la
Zarzuela--; otras han hecho también pecados feos, pero los han llorado
como tú, y cátalas perdonadas.
Mauricia tenía un pañuelo en la mano; pero con la humedad del lloro y
del sudor era ya como una pelota. Amasábalo en la mano y se lo pasaba
por la angustiada frente.
«¿Pero cómo te ha dado así... tan de repente?--dijo la otra confusa.
¡Ah!, es que Dios toca en el corazón cuando menos lo piensa una. Llora,
hija, desahógate, y no te asustes... ¿Sabes lo que vas a hacer? Mañana
te confiesas... Puede que se te haya quedado algo por decir y confesar,
porque siempre se queda algo sin saber cómo, y esos pozos son lo que más
atormenta... pues dilo todo, rebaña bien... Así lo hice yo, y hasta que
lo hice no tuve tranquilidad. Luego el perro de Satanás me atormentaba
por vengarse, y cuando empezaba la misa, a mí me parecía que alzaban el
telón, y cuando yo rompía a cantar, se me venía a la boca aquello de _El
_ _ Siglo_, que dice: _'Somos figurines vivos...'_. Y un día por poco
no lo suelto... Pillinadas del diablo; pero no podía conmigo ni con mi
fe, y tanto hice que lo metí en un puño, y ahora, que se atreva, ¿a que
no se atreve?... Llora, hija, llora todo lo que quieras, que Dios te
iluminará y te dará su gracia».
Ni por esas. Mientras más consuelos le daba Belén, más inconsolable
estaba la otra, y más caudaloso era el río de sus lágrimas. Sor Antonia,
la madre que gobernaba allí, se despertó, y para disimular su descuido,
dio una fuerte voz, sin incomodarse mucho con las durmientes y añadiendo
que hacía un calor horrible. Un instante después, Belén y la monja
cuchichearon, sin duda a propósito de Mauricia a quien miraban. Tenía
Belén vara alta con las señoras, por su humildad y devoción y por la
diligencia con que iba a contarles cuanto hacían y decían sus
compañeras.
Era domingo, y a las cuatro toda la comunidad entró en la iglesia donde
había ejercicio y sermón. Las _Filomenas_ ocuparon su sitio detrás de
las monjas, unas y otras con los velos por la cabeza. Las _Josefinas_
permanecían en la habitación que hacía de coro. Belén y las damas
cantoras entonaban inocentes romanzas, mientras duró el Manifiesto, en
las cuales se decía que tenían el _pecho ardiendo en llamas de amor_ y
otras candideces por el estilo. La que tocaba el _harmonium_ hacía en
los descansos unos ritornellos muy cursis. Pero a pesar de estas
profanaciones artísticas, la iglesita estaba muy mona, como diría
Manolita, apacible, misteriosa y relativamente fresca, inundada de la
fragancia de las flores naturales.
A Fortunata le tocó al lado Mauricia. Cuenta la que después fue señora
de Rubín que en una ocasión que miró a su compañera, hubo de observar al
través del velo suyo y del de ella una expresión tan particular que se
quedó atónita. Mauricia, al entrar, lloraba; pero al cabo de un rato más
bien parecía reírse con contenida y satánica risa. Fortunata no pudo
comprender el motivo de esto, y creyó que la oscuridad del velo le
desfiguraba la realidad de la cara de su pareja. Volvió a mirar con
disimulo, haciendo que se volvía para ahuyentar una mosca, y... ello
podría ser ilusión, pero los ojos de Mauricia parecían dos ascuas. En
fin, todo sería aprensión.
Subió D. León Pintado al púlpito y echó un sermonazo lleno de los
amaneramientos que el tal usaba en su oratoria. Lo que aquella tarde
dijo habíalo dicho ya otras tardes, y ciertas frases no se le caían de
la boca. Tronó, como siempre, contra los librepensadores, a quienes
llamó _apóstoles del error_ unas mil y quinientas veces. Al salir de la
iglesia, Fortunata echó, como de costumbre, una mirada al público, que
estaba tras de la verja de madera, y vio a Maximiliano, que no faltaba
ningún domingo a aquella amorosa cita muda. Le vio con simpatía. Notaba
gozosa que empezaban a perder valor ante sus ojos los defectos físicos
del apreciable joven. ¡Si serían aquellos los brotes del amor por la
hermosura del alma! Lo que más consolaba a Fortunata era la esperanza
cada día más firme, porque el capellán se lo había dicho no pocas veces
en el confesonario, de que cuando se casase y viviese santamente con su
marido a la sombra de las leyes divinas y humanas, le había de amar;
pero no así de cualquier modo, sino con verdadero calor y arranque del
alma. También le decía esto la forma, _la idea blanca_ encerrada en la
custodia.
--ix--
Llegada la noche, y recogidas las _Josefinas_ a su dormitorio, las
madres permitieron que las _Filomenas_ estuvieran en la huerta hasta más
tarde de lo reglamentario, por ver si salía un poco de fresco. Eran ya
las nueve, y la tierra abrasaba; el aire no se movía; las estrellas
parecían más próximas según el fulgor vivísimo con que brillaban, y
veíase entre las grandes y medianas mayor número, al parecer, de las
pequeñitas, tantas, tantas que era como un polvo de plata esparcido
sobre aquel azul intensísimo.
La luna nueva se puso temprano, bajando al horizonte como una hoz,
rodeada de aureola blanquecina que anunciaba más calor para el día
siguiente.
Las recogidas formaban diferentes grupos sentadas en el suelo y en la
escalera de madera que comunica el corredor principal con la huerta, y
se quitaban las tocas para disminuir el calor de la piel. Algunas
miraban el motor de viento que seguía inmóvil. Al borde del estanque que
está al pie del aparato, había tres mujeres, Fortunata, Felisa y doña
Manolita, sentadas sobre el muro de ladrillo, gozando de la frescura del
agua próxima. Aquel era el mejor sitio; pero no lo decían, porque el
egoísmo les hacía considerar que si se enracimaban allí todas las
mujeres, el escaso fresco del agua se repartiría más y tocarían a menos.
En el opuesto lado de la huerta, que era el sitio más apartado y feo,
había un tinglado, bajo el cual se veían tiestos vacíos o rotos, un
montón de mantillo que parecía café molido, dos carretillas, regaderas y
varios instrumentos de jardinería. En otro tiempo hubo allí un cubil, y
en el cubil un cerdo que se criaba con los desperdicios; pero el
Ayuntamiento mandó quitar el animal de San Antón, y el cubil estaba
vacío.
Desde el anochecer se puso allí Mauricia la Dura, sola, sobre el montón
de mantillo; y como era el sitio más caldeado, nadie la quiso
acompañar.
Alguna se le aproximó en son de burla; pero no pudo obtener de ella una
sola palabra. Estaba sentada a lo moro, con los brazos caídos, la cabeza
derecha, más napoleónica que nunca, la vista fija enfrente de sí con
dispersión vaga más bien de persona soñadora que meditabunda. Parecía
lela o quizás tenía semejanza con esos penitentes del Hindostán que se
están tantísimos días seguidos mirando al cielo sin pestañear, en un
estado medio entre la modorra y el éxtasis. Ya era tarde cuando se le
acercó Belén sentándosele al lado. La miró atentamente, preguntándole
que qué hacía allí y en qué pensaba, y por fin Mauricia desplegó sus
labios de esfinge, y dijo estas palabras que le produjeron a Belencita
una corriente fría en el espinazo:
«He visto a Nuestra Señora».
--¿Qué dices, mujer, qué te pasa?--le preguntó la ex-corista con
ansiedad muy viva.
--He visto a la Virgen--repitió Mauricia con una seguridad y aplomo que
dejaron a la otra como quien no sabe lo que le pasa.
--¿Tú estás segura de lo que dices?
--¡Oh!... Así me muera si no es verdad. Te lo juro por estas
cruces--dijo la iluminada con voz trémula, besándose las manos--. La he
visto... bajó por allí, donde está el abanicón de la noria... Bajaba en
mitad de una luz... ¿cómo te lo diré?... de una luz que no te puedes
figurar... de una luz que era, verbi gracia como las puras mieles...
--¡Como las mieles!--repitió Belén no comprendiendo.
--Pues... tan dulce que... Después vino andando, andando hacia acá y se
puso allí, delantito. Pasó por entre vosotras y vosotras no la veíais.
Yo sola la veía... No traía el niño Dios en brazos. Dio dos o tres
pasitos más y se paró otra vez. Mira, ¿ves aquella piedrecita?, pues
allí... y me estuvo mirando... Yo no podía respirar.
--¿Y te dijo algo, te dijo algo?--preguntó Belén toda ojos, pálida como
una muerta.
--Nada... pero lloraba mirándome... ¡Se le caían unos lagrimones...! No
traía nene Dios; _paicía_ que se lo habían quitado. Después dio la
vuelta para allá y volvió a pasar entre vosotras sin que la vierais,
hasta llegar _mismamente_ a aquel árbol... Allí vi muchos angelitos que
subían y bajaban corre que corre del tronco a las ramas y...
--Y de las ramas al tronco...--Y después... ya no vi nada... Me quedé
como ciega... quiere decirse, enteramente ciega; estuve un rato sin ver
gota, sin poder moverme. Sentía aquí, entre mí, una cosa...
--Como una pena...--Como pena no, un gusto, un consuelo...
Se acercó entonces Fortunata, y ambas callaron.
--Si están de secreto, me voy.
--Yo creo--dijo Belén, después de una grave pausa--, que eso debes
consultarlo con el confesor.
Mauricia se levantó y andando lentamente retirose a la habitación donde
dormía y tenía su ropa. Creyeron las otras dos que se había ido a
acostar, y quedáronse allí haciendo comentarios sobre el extraño caso,
que Belén transmitió a Fortunata con todos sus pelos y señales. Belén lo
creía o afectaba creerlo, Fortunata no. Pero de pronto vieron que la
Dura volvía y se sentaba de nuevo sobre el montón de mantillo. Miráronla
con recelo y se alejaron.
De pronto sonó en la huerta un ¡ah! prolongado y gozoso, como los que
lanza la multitud en presencia de los fuegos artificiales. Todas las
recogidas miraban al disco, que se había movido solemnemente, dando dos
vueltas y parándose otra vez. «Aire, aire» gritaron varias voces. Pero
el motor no dio después más que media vuelta, y otra vez quieto. El
vástago de hierro chilló un instante, y las que estaban junto al
estanque oyeron en lo profundo de la bomba una regurgitación tenue. El
caño escupió un salivazo de agua, y todo quedó después en la misma
quietud chicha y desesperante.
Belén se había puesto a charlar por lo bajo con una monja llamada Sor
Facunda, que era la marisabidilla de la casa, muy leída y escribida,
bondadosa e inocente hasta no más, directora de todas las funciones
extraordinarias, camarera de la Virgen y de todas las imágenes que
tenían alguna ropa que ponerse, muy querida de las _Filomenas_ y aún más
de las _Josefinas_, y persona tan candorosa, que cuanto le decían, sobre
todo si era bueno, se lo creía como el Evangelio. Basta decir en elogio
de la _sancta simplicitas_ de esta señora, que en sus confesiones jamás
tenía nada de qué acusarse, pues ni con el pensamiento había pecado
nunca; mas como creyera que era muy desairado no ofrecer nada
absolutamente ante el tribunal de la penitencia, revolvía su magín
buscando algo que pudiera tener siquiera un tufillo de maldad, y se
rebañaba la conciencia para sacar unas cosas tan sutiles y sin
sustancia, que el capellán se reía para su sotana. Como el pobre D. León
Pintado tenía que vivir de aquello, lo oía seriamente, y hacía que
tomaba muy en consideración aquellos pecados tan superfirolíticos que no
había cristiano que los comprendiera... Y la monja se ponía muy
compungida, diciendo que no lo volvería a hacer; y él, que era muy tuno,
decía que sí, que era preciso tener cuidado para otra vez, y que patatín
y que patatán... Tal era Sor Facunda, dama ilustre de la más alta
aristocracia, que dejó riquezas y posición por meterse en aquella vida,
mujer pequeñita, no bien parecida, afable y cariñosa, muy aficionada a
hacerse querer de las jóvenes. Llevaba siempre tras sí, en las horas de
recreo, un hato de niñas precozmente místicas, preguntonas, rezonas y
cuya conducta, palabras y entusiasmos pertenecían a lo que podría
llamarse _el pavo_ de la santidad.
Difícil es averiguar lo que pasó en el cotarro que formaban Sor Facunda
y sus amiguitas. Ello fue que Belén, temblando de emoción y con la cara
ansiosa, dijo a la monja: «Mauricia ha visto a la Virgen...». Y poco
después repetían las otras con indefinible asombro: «¡Ha visto a la
Virgen!».
Sor Facunda, seguida de su escolta, se acercó a Mauricia, a quien miró
un buen rato sin decirle palabra. Estaba la infeliz mujer en la misma
postura morisca, la cabeza apoyada sobre las rodillas. Parecía llorar.
«Mauricia--le dijo en tono lacrimoso la monja, con aquella buena fe que
en ella equivalía a la gracia divina--. Porque hayas sido muy mala no
vayas a creerte que Dios te niega su perdón».
Oyose un gran bramido, y la reclusa mostró su cara inundada de llanto.
Dijo algunas palabras ininteligibles y estropajosas, a las que Sor
Facunda y compañía no sacaron ninguna sustancia. De repente se levantó.
Su rostro, a la claridad de la luna, tenía una belleza grandiosa que las
circunstantes no supieron apreciar. Sus ojos despedían fulgor de
inspiración. Se apretó el pecho con ambas manos en actitud semejante a
las que la escultura ha puesto en algunas imágenes, y dijo con acento
conmovedor estas palabras:
«¡Oh mi señora!... te lo traeré, te lo traeré...».
Echando a correr hacia la escalera con gran presteza, pronto
desapareció. Sor Facunda habló con las otras madres. Cuando toda la
comunidad, a la voz de la Superiora, se recogía abandonando la huerta y
subiendo lentamente a las habitaciones (la mayor parte de las mujeres de
mala gana, porque el calor de la noche convidaba a estar al aire libre),
corrió la voz de que la visionaria se había acostado.
Fortunata, que pocos días antes fue trasladada al dormitorio en que
estaba Mauricia, vio que esta se había acostado vestida y descalza.
Acercose a ella y por su bronca respiración creyó entender que dormía
profundamente. Mucho le daba qué pensar el singular estado en que su
amiga se había puesto, y esperaba que le pasaría pronto, como otros
_toques_ semejantes aunque de diverso carácter. Largo tiempo estuvo
desvelada, pensando en aquello y en otras cosas, y a eso de las doce,
cuando en el dormitorio y en la casa toda reinaban el silencio y la paz,
notó que Mauricia se levantaba. Pero no se atrevió a hablarle ni a
detenerla, por no turbar el silencio del dormitorio, iluminado por una
luz tan débil que le faltaba poco para extinguirse. Mauricia atravesó
la estancia sin hacer ruido, como sombra, y se fue. Poco después
Fortunata sentía sueño y se aletargaba; mas en aquel estado indeciso
entre el dormir y el velar, creyó ver a su compañera entrar otra vez en
el dormitorio sin que se le sintieran los pasos. Metiose debajo de la
cama, donde tenía un cofre; revolvió luego entre los colchones...
Después Fortunata no se hizo cargo de nada, porque se durmió de veras.
Mauricia salió al corredor, y atravesándolo todo, se sentó en el primer
peldaño de la escalera.
«Te digo que me atreveré...».
¿Con quién hablaba? Con nadie, porque estaba enteramente sola. No tenía
más compañía en aquella soledad que las altas estrellas.
«¿Qué dices?--preguntó después como quien sostiene un diálogo--. Habla
más alto, que con el ruido del órgano no se oye. ¡Ah!, ya entiendo...
Estate tranquila, que aunque me maten, yo te lo traeré. Ya sabrán quién
es Mauricia la Dura, que no teme ni a Dios... Ja ja ja... Mañana, cuando
venga el capellán y bajen esas tías pasteleras a la iglesia, ¡qué chasco
se van a llevar!».
Soltando una risilla insolente, se precipitó por la escalera abajo. ¿Qué
demonios pasaba en aquel cerebro?... Entró por la puerta pequeña que
comunica el patio con el largo pasillo interior del edificio, y una vez
allí pasó sin obstáculo al vestíbulo, tentando la pared porque la
oscuridad era completa. Se le oía un cierto rechinar de dientes y algún
monosílabo gutural que lo mismo pudiera ser signo de risa que de cólera.
Por fin llegó palpando paredes a la puerta de la capilla, y buscando la
cerradura con las manos, empezó a rasguñar en el hierro. La llave no
estaba puesta... «¡Peines y peinetas, dónde estará la condenada llave!»
murmuró con un rugido de hondísimo despecho. Probó a abrir valiéndose de
la fuerza y de la maña. Pero ni una ni otra valían en aquel caso. La
puerta del sagrado recinto estaba bien cerrada. Siguió la infeliz mujer
exhalando gemidos, como los de un perro que se ha quedado fuera de su
casa y quiere que le abran. Después de media hora de inútiles esfuerzos,
desplomose en el umbral de la puerta, e inclinando la cabeza se durmió.
Fue uno de esos sueños que se parecen al morir instantáneo. La cabeza
dio contra el canto como una piedra que cae, y la torcida postura en que
quedaba el cuerpo al caer doblándose con violencia, fue causa de que el
resuello se le dificultara, produciéndose en los conductos de la
respiración silbidos agudísimos, a los que siguió un estertor como de
líquidos que hierven.
Aletargada profundamente, Mauricia hizo lo que no había podido hacer
despierta, y prosiguió la acción interrumpida por una puerta bien
cerrada. Faltó el hecho real, pero no la realidad del mismo en la
voluntad. Entró, pues, la tarasca en la iglesia y allí pudo andar sin
tropiezo, porque la lámpara del altar daba luz bastante para ver el
camino. Sin vacilar dirigió sus pasos al altar mayor, diciendo por el
camino: «Si no te voy a hacer mal ninguno, Diosecito mío; si voy a
llevarte con tu mamá que está ahí fuera llorando por ti y esperando a
que yo te saque... ¿Pero qué?... no quieres ir con tu mamaíta... Mira
que te está esperando... tan guapetona, tan maja, con aquel manto todito
lleno de estrellas y los pies encima del _biricornio_ de la luna...
Verás, verás, qué bien te saco yo, monín... Si te quiero mucho; ¿pero no
me conoces?... Soy Mauricia la Dura, soy tu amiguita».
Aunque andaba muy aprisa, tardaba mucho tiempo en llegar al altar,
porque la capilla, que era tan chica, se había vuelto muy grande. Lo
menos había media legua desde la puerta al altar... Y mientras más
andaba, más lejos, más lejos... Llegó por fin y subió los dos, tres,
cuatro escalones, y le causaba tanta extrañeza verse en aquel sitio
mirando de cerca la mesa aquella cubierta con finísimo y albo lienzo,
que un rato estuvo sin poder dar el último paso. Le entró una risa
convulsiva cuando puso su mano sobre el ara sagrada... «¿Quién me había
de decir?... ¡oh, mi re--Dios de mi alma que yo... ji ji ji!...». Apartó
el Crucifijo que está delante de la puerta del sagrario, alargó luego el
brazo; pero como no alcanzaba, alargábalo más y más, hasta que llegó a
dolerle mucho de tantos estirones... Por fin, gracias a Dios, pudo abrir
la puerta que sólo tocan las manos ungidas del sacerdote. Levantando la
cortinilla, buscó un momento en el misterioso, santo y venerado hueco...
¡Oh!, no había nada. Busca por aquí, busca por allí y nada... Acordose
de que no era aquel el sitio donde está la custodia, sino otro más alto.
Subió al altar, puso los pies en el ara santa... Busca por aquí, por
allí... ¡Ah!, por fin tropezaron sus dedos con el metálico pie de la
custodia. Pero qué frío estaba, tan frío que quemaba. El contacto del
metal llevó por todo lo largo del espinazo de Mauricia una corriente
glacial... Vaciló. ¿Lo cogería, sí o no? Sí, sí mil veces; aunque
muriera, era preciso cumplir. Con exquisito cuidado, más con gran
decisión, empuñó la custodia bajando con ella por una escalera que antes
no estaba allí. Orgullo y alegría inundaron el alma de la atrevida mujer
al mirar en su propia mano la representación visible de Dios... ¡Cómo
brillaban los rayos de oro que circundan el viril, y qué misteriosa y
plácida majestad la de la hostia purísima, guardada tras el cristal,
blanca, divina y con todo el aquel de persona, sin ser más que una
sustancia de delicado pan!
Con increíble arrogancia Mauricia descendía, sin sentir peso alguno.
Alzaba la custodia como la alza el sacerdote para que la adoren los
fieles... «¿Veis cómo me he atrevido?--pensaba--. ¿No decías que no
podía ser?... Pues pudo ser, ¡qué peine!». Seguía por la iglesia
adelante. La purísima hostia, con no tener cara, miraba cual si tuviera
ojos... y la sacrílega, al llegar bajo el coro, empezaba a sentir miedo
de aquella mirada. «No, no te suelto, ya no vuelves allí... ¡A casa con
tu mamá...! ¿sí? ¿Verdad que el niño no llora y quiere ir con su
mamá?...». Diciendo esto, atrevíase a agasajar contra su pecho la
sagrada forma. Entonces notó que la sagrada forma no sólo tenía ya ojos
profundos tan luminosos como el cielo, sino también voz, una voz que la
tarasca oyó resonar en su oído con lastimero son. Había desaparecido
toda sensación de la materialidad de la custodia; no quedaba más que lo
esencial, la representación, el símbolo puro, y esto era lo que Mauricia
apretaba furiosamente contra sí. «Chica--le decía la voz--, no me
saques, vuelve a ponerme donde estaba. No hagas locuras... Si me sueltas
te perdonaré tus pecados, que son tantos que no se pueden contar; pero
si te obstinas en llevarme, te condenarás. Suéltame y no temas, que yo
no le diré nada a D. León ni a las monjas para que no te riñan...
Mauricia, chica, ¿qué haces...? ¿Me comes, me comes...?».
Y nada más... ¡Qué desvarío! Por grande que sea un absurdo siempre tiene
cabida en el inconmensurable hueco de la mente humana.
--x--
Por la mañana tempranito, la Superiora y Sor Facunda se tropezaron al
salir de sus respectivas celdas.
«Créame usted--dijo Sor Facunda--, algo hay de extraordinario.
Consultaré ahora mismo con D. León. El caso de Mauricia debe de
examinarse detenidamente».
Sor Natividad, que era mujer de mucho entendimiento y estaba
acostumbrada a los pueriles entusiasmos de su compañera, no hizo más que
sonreír con bondad. Hubiera dicho a Sor Facunda: «qué tonta es usted,
hija»; pero no le dijo nada; y sacando un manojo de llaves se fue hacia
el guardarropa.
«¿Pero en dónde está esa loca?» preguntó después.
--No parece por ninguna parte--dijo Fortunata, que por orden de Sor
Marcela había bajado en busca de su amiga--. Arriba no está.
En los dormitorios de las _Filomenas_ había gran tráfago. Todas se
lavaban la cara y las manos, riñendo por el agua, cuestionando sobre si
tú me quitaste la toalla o si esa es mi agua. «Que no, que mi agua es
esta». Otra sacaba de debajo de la cama un zoquete de pan y empezaba a
comérselo. «¡Ay, qué hambre tengo...!, con estos calores, cuidado que
suda una; no se puede vivir... ¡Y ponerse ahora la toca!».
Sor Antonia entraba, imponía silencio y les daba prisa. Oíase el
esquilón de la capilla. El sacristán se había asomado varias veces por
la reja de la sacristía que da al vestíbulo diciendo sucesivamente:
«Todavía no ha venido don León...» «ya está ahí D. León...» «ya se está
vistiendo». Oíanse en la parte alta los pasos de toda la comunidad que
iba hacia el templo a oír la primera misa. Delante fueron las
_Josefinas_, soñolientas aún y dando bostezos, empujándose unas a otras.
Seguían las _Filomenas_ con cierto orden, las más diligentes dando prisa
a las perezosas. Donde hay muchas mujeres, tiene que haber ese rumor de
colegio, que se hace superior a la disciplina más severa. Entre chacota
y risas se oía el rumorcillo aquel: «Mauricia... ¿no sabéis? Vio anoche
la propia figura de la Virgen».
--Mujer, quita allá.--Mi palabra... Pregúntaselo a Belén.
--¡Bah!, ni que fuéramos tontas...
--¿La cara de la Virgen?... Vaya... Sería la de Nuestra Señora del
Aguardiente.
Pero Sor Facunda y las de su cotarro iban por la escalera abajo
diciendo que el hecho podía ser falso, y podía también no serlo; y que
el ser Mauricia muy pecadora no significaba nada, porque de otras
muchísimo más perversas se había valido Dios para sus fines.
Dijo la misa D. León, que parecía _el padre fuguilla_ por la presteza
con que despachaba. Había sido cura de tropa, y a las monjas no les
acababa de gustar la marcial diligencia de su capellán. Más tarde
celebraba don Hildebrando, cura francés de los de babero, el cual era lo
contrario que Pintado, pues estiraba la misa hasta lo increíble.
Cuando la comunidad salía de la capilla, doña Manolita, que había
entrado de las últimas, sofocada, se acercó a la Superiora y le dijo que
Mauricia estaba en la huerta sobre el montón de mantillo.
--Ya... en la basura--replicó Sor Natividad frunciendo el ceño--; es su
sitio.
Bajaron las recogidas al refectorio a tomar el chocolate con rebanada de
pan. Animación mundana reinaba en el frugal desayuno, y aunque las
monjas se esforzaban por mantener un orden cuartelesco, no lo podían
conseguir.
«Ese plato es el mío. Dame mi servilleta... Te digo que es la mía...
¡Vaya! ¡Ay, San Antonio, qué duro está el pan!... Este sí que es de la
boda de San Isidro.
--¡A callar!
Algunas tenían un apetito voraz; se habrían comido triple ración, si se
la dieran.
Inmediatamente después empezaba a distribuirse toda aquella tropa
mujeril, como soldados que se incorporan a sus respectivos regimientos.
Estas bajaban a la cocina, aquellas subían a la escuela y salón de
costura, y otras, quitándose las tocas y poniéndose la falda de
_mecánica_, se dedicaban a la limpieza de la casa.
Estaba la Superiora hablando con Sor Antonia en la puerta de una celda,
cuando llegó muy apurada una reclusa, diciendo: «Le he mandado que venga
y no quiere venir. Me ha querido pegar. ¡Si no echo a correr...! Después
cogió un montón de aquella basura y me lo tiró. Mire usted...».
La recogida enseñó a las madres su hombro manchado de mantillo.
«Tendré que ir yo... ¡Ay, qué mujer!... ¡qué guerra nos da!--dijo la
Superiora...--. ¿Dónde está Sor Marcela? Que traiga la llave de la
perrera. Hoy tendremos _chínchirri-máncharras_... Está más tocada que
nunca. Dios nos dé paciencia.
--¡Y Sor Facunda que me ha dicho ahora mismo--indicó Sor Antonia con
franca risa y bizcando más los ojos--, que Mauricia había visto a la
Virgen!
La Superiora respondió a aquella risa con otra menos franca. Tres o
cuatro _Filomenas_ de las más hombrunas bajaron a la huerta con orden
expresa de traer a la visionaria.
--¡Pobre mujer y qué perdida se pone!--observó Sor Natividad dentro del
corrillo de monjas que se iba formando--. Males de nervios, y nada más
que males de nervios.
Y al decirlo, sus miradas chocaron con las de Sor Facunda, que se
acercaba con semblante extraordinariamente afligido.
«¿Pero no ha consultado usted este caso con el señor capellán?» le dijo.
--Sí--replicó Sor Natividad con un poco de humorismo--, y el capellán me
ha dicho que la meta en la perrera.
--¡Encerrarla porque llora!...--exclamó la otra que en su timidez no se
atrevía a contradecir a la Superiora--. El caso merecía examinarse.
--Para preverlo todo--indicó la vizcaína--, avisaremos también al
médico.
--¿Y qué tiene que ver el médico...? En fin, yo no sé. Quien manda,
manda. Pero me parecía... Ello podrá ser cosa física; pero ¿si no lo
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