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Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 24
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la respiración. ¿Y qué decir? Porque había que decir algo. El pobre
joven se sentía delante de aquella hermosura más cortado que en la
visita de más campanillas.
«Bien puedes abrigarte» indicó Feliciana a su amiga; y Rubín vio el
cielo abierto, porque pudo decir en tono de sentencia filosófica:
--Sí, está la noche fresquecita.
--Llévate el llavín...--añadió Feliciana--. Ya sabes que el sereno se
llama Paco. Suele estar en la taberna.
La otra no desplegaba sus labios. Parecía que estaba de muy mal humor.
Maximiliano contemplaba como un bobo aquellos ojos, aquel entrecejo
incomparable y aquella nariz perfecta, y habría dado algo de mucho
precio porque ella se hubiese dignado mirarle de otra manera que como se
mira a los bichos raros. «¡Qué lástima que no sea honrada!--pensaba--. Y
quién sabe si lo será, quiero decir que conserve la honradez del alma en
medio de...».
Estaba muy fija en él la idea aquella de las dos honradeces, en algunos
casos armonizadas, en otros no. Habló Fortunata poco y vulgar; todo lo
que dijo fue de lo menos digno de pasar a la historia: que hacía mucho
frío, que se le había descosido un mitón, que aquel llavín parecía la
_maza de Fraga_, que al volver a casa entraría en la botica a comprar
unas pastillas para la tos.
Maximiliano estaba encantado, y no atreviéndose a desplegar los labios,
daba su asentimiento con una sonrisa, sin quitar los extáticos ojos de
aquel semblante que le parecía angelical. Y cuanto ella dijo lo oyó como
si fuera una sarta de conceptos ingeniosísimos. «¡Si es un ángel!... No
ha dicho ni una palabra malsonante... ¡Y qué metal de voz! No he oído en
mi vida música tan grata... ¿Cómo será el decir esta mujer un _te
quiero_, diciéndolo con verdad y con alma?». Esta idea produjo en la
mente de Rubín sacudidas que le duraron mediano rato. Le corrió un frío
por el espinazo y vínole cierto picor a la nariz como cuando se ha
bebido gaseosa.
Cansado de hacer solitarios, Olmedo se puso a contar cuentos indecentes,
lo que a Maximiliano le pareció muy mal. Otras noches había oído
anécdotas parecidas y se había reído; pero aquella noche se ponía de
todos colores deseando que a su condenado amigo se le secara la boca.
«¡Qué desvergüenza contar aquellas marranadas delante de personas... de
personas decentes, sí señor!». Estaba Rubín tan desconcertado como si
las dos mujeres allí presentes fuesen remilgadas damas o alumnas de un
colegio monjil; pero su timidez le impedía mandar callar a Olmedo.
Fortunata no se reía tampoco de aquellos estúpidos chistes; pero más
bien parecía indiferente que indignada de oírlos. Estaba distraída
pensando en sus cosas. ¿Qué cosas serían aquellas? Diera Maximiliano
por saberlas... su hucha con todo lo que contenía. Al acordarse de su
tesoro tuvo otra sacudida, y se removió en el asiento lastimándose mucho
con el duro contacto de aquellos mal llamados muelles.
«Pero el cuento más salado ¡narices!--dijo Olmedo--, es el del panadero.
¿Lo sabes tú? Cuando aquel obispo fue a la visita pastoral y se acostó
en la cama del cura... Veréis...».
Fortunata se levantó para marcharse. Ocurriole a Maximiliano salir
detrás de ella para ver dónde iba. Era la manera especial suya de hacer
la corte. En su espíritu soñador existía la vaga creencia de que
aquellos seguimientos entrañaban una comunicación misteriosa, quizás
magnética. Seguir, mirando de lejos, era un lenguaje o telegrafía _sui
generis_, y la persona seguida, aunque no volviese la vista atrás, debía
de conocer en sí los efectos del fluido de atracción. Salió Fortunata
despidiéndose muy fríamente, y a los dos minutos se despidió también
Maximiliano con ánimo de alcanzarla todavía en el portal. Pero aquel
condenado _Ulmus sylvestris_ le entretuvo a la fuerza, cogiéndole una
mano y apretándosela con bárbaros alardes de vigor muscular, para reírse
con los chillidos de dolor que daba el pobre _Rubinius vulgaris_. «¡Qué
asno eres!--exclamaba este, retirando al fin su mano magullada, con los
dedos pegados unos a otros--. ¡Vaya unas gracias!..
Esto y contar porquerías es tu fuerte. Mejor te pusieras a estudiar».
--_Niño del mérito, papos-castos_, ¿quieres hacer el favor de tocarme
las narices?
--No te hagas ordinario--dijo Rubín con bondad--. Si no lo eres, si
aunque quieras parecerlo no lo puedes conseguir.
Esto lastimó el amor propio de Olmedo más que si su amigo le hubiera
llenado de insultos, porque todo lo llevaba con paciencia menos que se
le rebajase un pelo de la graduación de perdis que se había dado. Le
supo tan mal la indulgencia de Rubín, que salió tras él hasta la puerta,
diciéndole entre otras tonterías: «¡Valiente hipócrita estás tú...
narices! Estos silfidones, a lo mejor la pegan».
--iv--
Maximiliano bajó la escalera como la baja uno cuando tiene ocho años y
se le ha caído el juguete de la ventana al patio. Llegó sin aliento al
portal, y allí dudó si debía tomar a la derecha o a la izquierda de la
calle. El corazón le dijo que fuera hacia la calle de San Marcos. Apretó
el paso pensando que Fortunata no debía de andar muy a prisa y que la
alcanzaría pronto. «¿Será aquella?». Creyó ver la toquilla azul; pero al
acercarse notó que no era la nube de su cielo. Cuando veía una mujer
_que _ _ pudiera ser ella_, acortaba el paso por no aproximarse
demasiado, pues acercándose mucho no eran tan misteriosos los encantos
del seguimiento. Anduvo calles y más calles, retrocedió, dio vueltas a
esta y la otra manzana, y la _dama nocturna_ no parecía. Mayor
desconsuelo no sintió en su vida. Si la encontrara era capaz hasta de
hablarle y decirle algún amoroso atrevimiento. Se agitó tanto en aquel
paseo vagabundo, que a las once ya no se podía tener en pie, y se
arrimaba a las paredes para descansar un rato. Irse a su casa sin
encontrarla y darse un buen trote con ella... a distancia de treinta
pasos, dábale mucha tristeza. Pero al fin se hizo tan tarde y estaba tan
fatigado, que no tuvo más remedio que coger el tranvía de Chamberí y
retirarse. Llegó y se acostó, deseando apagar la luz para pensar sobre
la almohada. Su espíritu estaba abatidísimo. Asaltáronle pensamientos
tristes, y sintió ganas de llorar. Apenas durmió aquella noche, y por la
mañana hizo propósito de ir al _hotel_ de Feliciana en cuanto saliera de
clase.
Hízolo como lo pensó, y aquel día pudo vencer un poco su timidez.
Feliciana le ayudaba, estimulándole con maña, y así logró Rubín decir a
la otra algunas cosas que por disimulo de sus sentimientos quiso que
fueran maliciosas. «Tardecillo vino usted anoche. A las once no había
vuelto usted todavía». Y por este estilo otras frases vulgares que
Fortunata oía con indiferencia y que contestaba de un modo desdeñoso.
Maximiliano reservaba las purezas de su alma para ocasión más oportuna,
y con feliz instinto había determinado iniciarse como uno de tantos,
como un cualquiera que no quería más que divertirse un rato. Dejoles
solos la tunanta de Feliciana, y Rubín se acobardó al principio; pero de
repente se rehízo. No era ya el mismo hombre. La fe que llenaba su alma,
aquella pasión nacida en la inocencia y que se desarrolló en una noche
como árbol milagroso que surge de la tierra cargado de fruto, le removía
y le transfiguraba. Hasta la maldita timidez quedaba reducida a un
fenómeno puramente externo. Miró sin pestañear a Fortunata, y cogiéndole
una mano, le dijo con voz temblorosa: «Si usted me quiere querer, yo...
la querré más que a mi vida».
Fortunata le miró también a él, sorprendida. Le parecía imposible que el
_bicho raro_ se expresase así... Vio en sus ojos una lealtad y una
honradez que la dejaron pasmada. Después reflexionó un instante,
tratando de apoyarse en un juicio pesimista. Se habían burlado tanto de
ella, que lo que estaba viendo no podía ser sino una nueva burla. Aquel
era, sin duda, más pillo y más embustero que los demás. Consecuencia de
tales ideas fue la sonora carcajada que soltó la mujer aquella ante la
faz compungida de un hombre que era todo espíritu. Pero él no se
desconcertó, y la circunstancia de verse escuchado con atención, dábale
un valor desconocido. ¡Ánimo! «Si usted me quiere, yo la adoraré, yo la
idolatraré a usted...».
Revelaba la tal mujer un gran escepticismo, y lo que hacía la muy pícara
era tomar a risa la pasión del joven.
«¿Y si lo probara?--dijo Maximiliano con seriedad que le dio, ¡parece
mentira!, un tornasol de hermosura--; ¿si le probara a usted de un modo
que no dejase lugar a dudas...?».
--¿Qué?--¡Que la idolatraré!... no, que ya la estoy idolatrando.
--¡_Tie_ gracia!... ¡idolatrando!, ¡ja, ja!--repitió la otra, y devolvía
la palabra como se devuelve una pelota en el juego.
Maximiliano no insistió en emplear vocablos muy expresivos. Comprendió
que lo ridículo se le venía encima. No dijo más que: «Bueno, seremos
amigos... Me contento con eso por hoy. Yo soy un infeliz, quiero decir,
soy bueno. Hasta ahora no he querido a ninguna mujer».
Fortunata le miraba y, francamente, no podía acostumbrarse a aquella
nariz chafada, a aquella boca tan sin gracia, al endeble cuerpo que
parecía se iba a deshacer de un soplo. ¡Que siempre se enamoraran de
ella tipos así! Obligada a disimular y a hacer ciertos papeles, aunque
en verdad no los hacía muy bien, siguió la conversación en aquel
terreno.
«Esta noche quiero hablar con usted--dijo Rubín categóricarnente--.
Vendré a las ocho y media. ¿Me da usted palabra de no salir... o de
esperarme para salir conmigo?».
Diole ella la palabra que con tanta necesidad le pedía el joven, y así
concluyó la entrevista. Rubín se fue corriendo a su casa.
¡Qué chico! Si parecía otro. Él mismo notaba que algo se había abierto
dentro de sí, como arca sellada que se rompe, soltando un mundo de
cosas, antes comprimidas y ahogadas. Era la crisis, que en otros es
larga o poco acentuada, y allí fue violenta y explosiva. ¡Si hasta le
parecía que tenía talento...! Como que aquella tarde se le ocurrieron
pensamientos magníficos y juicios de una originalidad sorprendente.
Había formado de sí mismo un concepto poco favorable como hombre de
inteligencia; pero ya, por efecto del súbito amor, creíase capaz de dar
quince y raya a más de cuatro. La modestia cedió el puesto a un cierto
orgullo que tomaba posesión de su alma... «Pero ¿y si no me
quiere?--pensaba desanimándose y cayendo a tierra con las alas rotas--.
Es que me tendrá que querer... No es el primer caso... Cuando me
conozca...».
Al mismo tiempo la apatía y la pereza quedaban vencidas... Andábanle por
dentro comezones y pruritos nuevos, un deseo de hacer algo, y de probar
su voluntad en actos grandes y difíciles... Iba por la calle sin ver a
nadie, tropezando con los transeúntes, y a poco se estrella contra un
árbol del paseo de Luchana. Al entrar en la calle de Raimundo Lulio vio
a su tía en el balcón tomando el sol. Verla y sentir un miedo muy
grande, pero muy grande, fue todo uno. «¡Si mi tía lo sabe...!». Pero
del miedo salió al instante la reacción de valor, y apretó los puños
debajo de la capa, los apretó tanto que le dolieron los dedos. «Si mi
tía se opone, que se oponga y que se vaya a los demonios». Nunca, ni aun
con el pensamiento, había hablado Maximiliano de doña Lupe con tan poco
respeto. Pero los antiguos moldes estaban rotos. Todo el mundo y toda la
existencia anteriores a aquel estado novísimo se hundían o se disipaban
como las tinieblas al salir el sol. Ya no había tía, ni hermanos, ni
familia, ni nada, y quien quiera que se le atravesase en su camino era
declarado enemigo. Maximiliano tuvo tal acceso de coraje, que hasta se
ofreció a su mente con caracteres odiosos la imagen de doña Lupe, de su
segunda madre. Al subir las escaleras de la casa se serenó, pensando que
su tía no sabía nada, y si lo sabía, que lo supiera, ¡ea!... «¡Qué
carácter estoy echando!» se dijo al meterse en su cuarto.
Cerró cuidadosamente la puerta y cogió la hucha. Su primer impulso fue
estrellarla contra el suelo y romperla para sacar el dinero; y ya la
tenía en la mano para consumar tan antieconómico propósito, cuando le
asaltaron temores de que su tía oyera el ruido y entrase y le armara un
cisco. Acordose de lo orgullosa que estaba doña Lupe de la hucha de su
sobrino. Cuando iban visitas a la casa la enseñaba como una cosa rara,
sonándola y dando a probar el peso, para que todos se pasmaran de lo
arregladito y previsor que era el niño. «Esto se llama formalidad. Hay
pocos chicos que sean así...».
Maximiliano discurrió que para realizar su deseo, necesitaba comprar
otra hucha de barro exactamente igual a aquella y llenarla de cuartos
para que sonara y pesara... Se estuvo riendo a solas un rato, pensando
en el chasco que le iba a dar a su tía... ¡él, que no había cometido
nunca una travesura...!, lo único que había hecho, años atrás, era
robarle a su tía botones para coleccionarlos. ¡Instintos de
coleccionista, que son variantes de la avaricia! Alguna vez llegó hasta
cortarle los botones de los vestidos; pero con un solfeo que le dieron
no le quedaron ganas de repetirlo. Fuera de esto, nada; siempre había
sido la misma mansedumbre, y tan económico que su tía le amaba más quizá
por la virtud del ahorro que por las otras.
«Pues señor; manos a la obra. En la cacharrería del paseo de Santa
Engracia hay huchas exactamente iguales. Compraré una; miraré bien esta
para tomarle bien las medidas».
Estaba Maximiliano con la hucha en la mano mirándola por arriba y por
abajo, como si la fuera a retratar, cuando se abrió la puerta y entró
una chiquilla como de doce años, delgada y espigadita, los brazos
arremangados, muy atusada de flequillo y sortijillas, con un delantal
que le llegaba a los pies. Lo mismo fue verla Maximiliano, que se turbó
cual si le hubieran sorprendido en un acto vergonzoso.
«¿Qué buscas tú aquí, chiquilla sin vergüenza?».
Por toda contestación, la rapaza le enseñó medio palmo de lengua,
plegando los ojos y haciendo unas muecas de careta fea de lo más
estrafalario y grotesco que se puede imaginar.
--Sí, bonita te pones... Lárgate de aquí, o verás...
Era la criada de la casa. Doña Lupe odiaba a las mujeronas, y siempre
tomaba a su servicio niñas para educarlas y amoldarlas a su gusto y
costumbres. Llamábanla Papitos no sé por qué. Era más viva que la
pólvora, activa y trabajadora cuando quería, holgazana y mañosa algunos
días. Tenía el cuerpo esbelto, las manos ásperas del trabajo y el agua
fría, la cara diablesca, con unos ojos reventones de que sacaba mucho
partido para hacer reír a la gente, la boca hocicuda y graciosa, con un
juego de labios y unos dientes blanquísimos que eran como de encargo
para producir las muecas más extravagantes. Los dos dientes centrales
superiores eran enormes, y se le veían siempre, porque ni cuando estaba
de morros cerraba completamente la boca.
Oída la conminación que le hizo Maximiliano, Papitos se desvergonzó más.
Ella las gastaba así. Cuanto más la amenazaban más pesadita se ponía.
Volvió a echar fuera una cantidad increíble de lengua, y luego se puso a
decir en voz baja: «Feo, feo...» hasta treinta o cuarenta veces. Esta
apreciación, que no era contraria a la verdad ni mucho menos, nunca
había inspirado a Rubín más que desprecio; pero en aquella ocasión le
indignó tanto, vamos... que de buena gana le hubiera cortado a Papitos
toda aquella lenguaza que sacaba.
«¡Si no te largas, de la patada que te doy...!».
Fue tras ella; pero Papitos se puso a salvo. Parecía que volaba. Desde
el fondo del pasillo, en la puerta de la cocina, repetía sus burlas,
haciendo con las manos gestos de mico. Volvió él a su cuarto muy
incomodado y a poco entró ella otra vez.
«¿Qué buscas aquí?».
--Vengo _a por_ la lámpara para aviarla...
El motivo de haber dicho esto la chiquilla con relativo juicio y
serenidad, fue que se oyeron los pasos de doña Lupe, y su voz temerosa:
«Mira, Papitos, que voy allá...».
--Tía, venga usted... Está de jarana...
--¡Acusón!--le dijo por lo bajo la chicuela al coger la lámpara--, feón.
--La culpa la tienes tú--añadió severamente doña Lupe, en la puerta--,
porque te pones a jugar con ella, le ríes las gracias, y ya ves. Cuando
quieres que te respete, no puede ser. Es muy mal criada.
La tía y el sobrino hablaron un instante.
«¿También vendrás tarde esta noche? Mira que las noches están muy frías.
Estas heladas son crueles. Tú no estás para valentías».
--No, si no siento nada. Nunca he estado mejor--dijo Rubín, sintiendo
que la timidez le ganaba otra vez.
--No hagamos simplezas... Hace un frío horrible. ¡Qué año tan malo!
¿Creerás que anoche no pude entrar en calor hasta la madrugada? Y eso
que me eché encima cuatro mantas. ¡Qué atrocidad! Como que estamos entre
las _Cátedras de Roma y Antioquía_, que es, según decía mi Jáuregui, el
peor tiempo de Madrid.
--v--
¿Va usted esta noche a casa de doña Silvia?--preguntole Rubín.
--Eso pienso. Si tú sales me dejarás allá, y luego irás a buscarme a las
once en punto.
Esto contrariaba a Maximiliano, porque le tasaba el tiempo; pero no dijo
nada.
--Y esta tarde, ¿sale usted?--preguntó luego deseando que su tía saliese
antes de comer, para verificar, mientras ella estuviese fuera, la
sustitución de las huchas.
--Puede que me llegue un ratito a casa de Paca Morejón.
«Yo la acompañaré a usted... Tengo que ir a ver a Narciso para que me
preste unos apuntes. La dejaré a usted en la calle de la Habana».
Doña Lupe fue a la cocina y le armó una gran chillería a Papitos porque
había dejado quemar el principio. Pero la chica estaba muy acostumbrada
a todo, y se quedaba tan fresca. Como que acabadita de oírse llamar con
las denominaciones más injuriosas y de recibir un pellizco que le
atenazaba la carne, poníase detrás de su ama a hacer visajes y a sacar
la lengua, mientras se rascaba el brazo dolorido.
«Si creerás tú que no te estoy viendo, bribona» decía doña Lupe sin
volverse, entre risueña y enojada. Y no se podía pasar sin ella.
Necesitaba tener una criatura a quien reprender y enseñar por los
procedimientos suyos.
Púsose la mantilla doña Lupe, y tía y sobrino salieron. La primera se
quedó en la calle de Arango, y el segundo se fue a comprar la hucha y
tornó a su casa. Había llegado la ocasión de consumar el atentado, y el
que durante la premeditación se mostraba tan valeroso, cuando se
aproximaba el instante crítico sentía vivísima inquietud. Empezó por
asegurarse de la curiosidad de Papitos, echando la llave a la puerta
después de encender la luz; pero ¿cómo asegurarse de su propia
conciencia que se le alborotaba, pintándole la falta proyectada como
nefando delito? Comparó las dos huchas, observando con satisfacción que
eran exactamente iguales en volumen y en el color del barro. No era
posible que nadie adviniese la sustitución. Manos a la obra. Lo primero
era romper la primitiva para coger el oro y la plata, pasando a la nueva
la calderilla, con más de dos pesetas en _perros_ que al objeto había
cambiado en la tienda de comestibles. Romper la olla sin hacer ruido era
cosa imposible. Permaneció un rato sentado en una silla junto a la cama,
con las dos huchas sobre esta, acariciando suavemente la que iba a ser
víctima. Su mirada vagaba alrededor de la luz, cazando una idea. La luz
iluminaba la mesilla cubierta de hule negro, sobre el cual estaban los
libros de estudio, forrados con periódicos y muy bien ordenados por doña
Lupe; dos o tres frascos de sustancias medicinales, el tintero y varios
números de _La Correspondencia_. La mirada del joven revoloteó por la
estrecha cavidad del cuarto, como si siguiera las curvas del vuelo de
una mosca, y fue de la mesa a la percha en que pendían aquellos moldes
de sí mismo, su ropa, el chaqué que reproducía su cuerpo y los
pantalones que eran sus propias piernas colgadas como para que se
estiraran. Miró después la cómoda, el baúl y las botas que sobre él
estaban, sus propios pies cortados, pero dispuestos a andar. Un
movimiento de alegría y la animación de la cara indicaron que
Maximiliano había atrapado la idea. Bien lo decía él: con aquellas cosas
se había vuelto de repente hombre de talento. Levantose, y cogiendo una
bota salió y fue a la cocina, donde estaba Papitos cantando.
«Chiquilla, ¿me das la mano del almirez? Esta bota tiene un clavo
tremendo, pero tremendo, que me ha dejado cojo».
Papitos cogió la mano del almirez, haciendo el ademán de machacar al
señorito la cabeza.
«Vamos, niña, estate quieta. Mira que le cuento todo a la tía. Me
encargó que tuviera cuidado contigo, y que si te movías de la cocina, te
diera dos coscorrones».
Papitos se puso a picar la escarola, sin dejar de hacer visajes.
«Y yo le diré--replicó--, yo le diré lo que hace... el muy
trapisondista...».
Maximiliano se estremeció. «Tonta, ¿qué es lo que yo hago?...» dijo
sorteando su turbación.
--Encerrarse en su cuarto, _¡ay olé! ¡ay olé!_... para que nadie le
vea; pero yo le he visto por el agujero de la llave... _¡ay olé! ¡ay
olé!_...
--¿Qué?--Escribiéndole cartas a la novia.
--Mentira... ¿yo...? Quita allá, enredadora...
Volvió a su cuarto, llevando la mano del almirez, y echada otra vez la
llave, tapó el agujero con un pañuelo.
«Ella no mirará; pero por si se le ocurre...».
El tiempo apremiaba y doña Lupe podía venir. Cuando cogió la hucha
llena, el corazón le palpitaba y su respiración era difícil. Dábale
compasión de la víctima, y para evitar su enternecimiento, que podría
frustrar el acto, hizo lo que los criminales que se arrojan frenéticos a
dar el primer golpe para perder el miedo y acallar la conciencia,
impidiéndose el volver atrás. Cogió la hucha y con febril mano le atizó
un porrazo. La víctima exhaló un gemido seco. Se había cascado, pero no
estaba rota aún. Como este primer golpe fue dado sobre el suelo, le
pareció a Maximiliano que había retumbado mucho, y entonces puso sobre
la cama el cacharro herido. Su azoramiento era tal que casi le pega a la
hucha vacía en vez de hacerlo a la llena; pero se serenó, diciendo:
«¡Qué tonto soy! Si esto es mío, ¿por qué no he de disponer de ello
cuando me dé la gana?». Y leña, más leña... La infeliz víctima, aquel
antiguo y leal amigo, modelo de honradez y fidelidad, gimió a los
fieros golpes, abriéndose al fin en tres o cuatro pedazos. Sobre la cama
se esparcieron las tripas de oro, plata y cobre. Entre la plata, que era
lo que más abundaba, brillaban los centenes como las pepitas amarillas
de un melón entre la pulpa blanca. Con mano trémula, el asesino lo
recogió todo menos la calderilla, y se lo guardó en el bolsillo del
pantalón. Los cascos esparcidos semejaban pedazos de un cráneo, y el
polvillo rojo del barro cocido que ensuciaba la colcha blanca pareciole
al criminal manchas de sangre. Antes de pensar en borrar las huellas del
estropicio, pensó en poner los cuartos en la hucha nueva, operación
verificada con tanta precipitación que las piezas se atragantaban en la
boca y algunas no querían pasar. Como que la boca era un poquitín más
estrecha que la de la muerta. Después metió el cobre de las dos pesetas
que había cambiado.
No había tiempo que perder. Sentía pasos. ¿Subiría ya doña Lupe? No, no
era ella; pero pronto vendría y era forzoso despachar. Aquellos cascos,
¿dónde los echaría? He aquí un problema que le puso los pelos de punta
al asesino. Lo mejor era envolver aquellos despojos sangrientos en un
pañuelo y tirarlos en medio de la calle cuando saliera. ¿Y la sangre?
Limpió la colcha como pudo, soplando el polvo. Después advirtió que su
mano derecha y el puño de la camisa conservaban algunas señales, y se
ocupó en borrarlas cuidadosamente. También la mano del almirez necesitó
de un buen limpión. ¿Tendría algo en la ropa? Se miró bien de pies a
cabeza. No había nada, absolutamente nada. Como todos los matadores en
igual caso, fue escrupuloso en el examen; pero a estos desgraciados se
les olvida siempre algo, y donde menos lo piensan se conserva el dato
acusador que ilumina a la justicia.
Lo que desconcertó a Rubín cuando creyó concluida su faena, fue la
aprensión de advertir que la hucha nueva no se parecía nada a la
sacrificada. ¿Cómo antes del crimen las vio tan iguales que parecían una
misma? Error de los sentidos. También podía ser error la diferencia que
después del crimen notaba. ¿Se equivocó antes o se equivocaba después?
En la enorme turbación de su ánimo no podía decidir nada. «Pero si,
basta tener ojos--decía--, para conocer que esta hucha no es aquella...
En esta el barro es más recocho, de color más oscuro, y tiene por aquí
una mancha negra... A la simple vista se ve que no es la misma... Dios
nos asista. ¿A ver el peso?... Pues el peso me parece que es menor en
esta... No, más bien mayor, mucho mayor... ¡Fatalidad!».
Quedose parado un largo rato mirando a la luz y viendo en ella a doña
Lupe en el acto de coger la hucha falsa y decir: «Pero esta hucha... no
sé... me parece... no es la misma». Dando un gran suspiro, envolvió
rápidamente en un pañuelo los destrozados restos de la víctima, y los
guardó en la cómoda hasta el momento de salir. Puso la nueva hucha en el
sitio de costumbre, que era el cajón alto de la cómoda, abrió la puerta,
quitando el pañuelo que tapaba el agujero de la llave, y después de
llevar a la cocina el instrumento alevoso, volvió a su cuarto con idea
de contar el dinero... Pero si era suyo, ¿a qué tanto miedo y zozobra?
Él no había robado nada a nadie, y sin embargo, estaba como los
ladrones. Más derecho era referir a su tía lo que le pasaba, que no
andar con tapujos. ¡Sí, pues buena se pondría doña Lupe si él le contara
su aventura y el empleo que daba a sus ahorros! Valía más callar, y
adelante.
No pudo entretenerse en contar su tesoro, porque entró doña Lupe,
dirigiéndose inmediatamente a la cocina. Maximiliano se paseaba en su
cuarto esperando que le llamasen a comer, y hacía cálculos mentales
sobre aquella desconocida suma que tanto le pesaba. «Mucho debe de ser,
pero mucho--calculaba--; porque en tal tiempo eché un dobloncito de
cuatro, y en cual tiempo otro. Y cuando tomé la medicina aquella que
sabía tan mal, me dio mi tía dos duritos, y cada vez que había que tomar
purga un durito o medio durito. Lo que es en monedas de a cinco, puede
que pasen de quince».
Sintió que le renacía el valor. Pero cuando le llamaron a comer, y fue
al comedor y se encaró con su tía, pensó que esta le iba a conocer en la
cara lo que había hecho. Mirábale ella lo mismo que el día infausto en
que le robara los botones arrancándolos de la ropa... Y al sobrinito se
le alborotó la conciencia, haciéndole ver peligros donde no los había.
«Me parece--cavilaba, tragando la sopa--, que la colcha no ha quedado
muy limpia... Caspitina, se me olvidó una cosa; pero una cosa muy
importante... ver si habían caído pedacitos de barro en alguna parte.
Ahora recuerdo que oí el _tin_, como si un casquillo saltara en el
momento del golpe y fuera a chocar disparado con el frasco de ioduro. En
el suelo quizás... ¡y mi tía barre todos los días!... ¡Cómo me mira! Si
sospechará algo... Lo que ahora me faltaba era que mi tía hubiese pasado
por la tienda al volver de casa de las de Morejón, y le hubiera dicho el
tendero: «Aquí estuvo su sobrino a cambiar dos pesetas en calderilla».
El mirar escrutador de doña Lupe no tenía nada de particular.
Acostumbrada ella a estudiarle la cara, para ver cómo andaba de salud, y
el tal semblante era un libro en que la buena señora había aprendido más
Medicina que Farmacia su sobrino en los textos impresos.
«Me parece que tú no andas bien...--le dijo--. Cuando entré te sentí
toser... Estas heladas...
Por Dios, ten mucho cuidado; no tengamos aquí otra como la del año
pasado, que empalmaste cuatro catarros y por poco pierdes el curso. No
olvides de liarte un pañuelo de seda en la cabeza, de noche, cuando te
acuestes; y yo que tú empezaría a tomar el agua de brea... No hagas
ascos. Es bueno curarse en salud. Por sí o por no, mañana te traigo las
pastillas de Tolú».
Con esto se tranquilizó el joven comprendiendo que las miradas no eran
joven se sentía delante de aquella hermosura más cortado que en la
visita de más campanillas.
«Bien puedes abrigarte» indicó Feliciana a su amiga; y Rubín vio el
cielo abierto, porque pudo decir en tono de sentencia filosófica:
--Sí, está la noche fresquecita.
--Llévate el llavín...--añadió Feliciana--. Ya sabes que el sereno se
llama Paco. Suele estar en la taberna.
La otra no desplegaba sus labios. Parecía que estaba de muy mal humor.
Maximiliano contemplaba como un bobo aquellos ojos, aquel entrecejo
incomparable y aquella nariz perfecta, y habría dado algo de mucho
precio porque ella se hubiese dignado mirarle de otra manera que como se
mira a los bichos raros. «¡Qué lástima que no sea honrada!--pensaba--. Y
quién sabe si lo será, quiero decir que conserve la honradez del alma en
medio de...».
Estaba muy fija en él la idea aquella de las dos honradeces, en algunos
casos armonizadas, en otros no. Habló Fortunata poco y vulgar; todo lo
que dijo fue de lo menos digno de pasar a la historia: que hacía mucho
frío, que se le había descosido un mitón, que aquel llavín parecía la
_maza de Fraga_, que al volver a casa entraría en la botica a comprar
unas pastillas para la tos.
Maximiliano estaba encantado, y no atreviéndose a desplegar los labios,
daba su asentimiento con una sonrisa, sin quitar los extáticos ojos de
aquel semblante que le parecía angelical. Y cuanto ella dijo lo oyó como
si fuera una sarta de conceptos ingeniosísimos. «¡Si es un ángel!... No
ha dicho ni una palabra malsonante... ¡Y qué metal de voz! No he oído en
mi vida música tan grata... ¿Cómo será el decir esta mujer un _te
quiero_, diciéndolo con verdad y con alma?». Esta idea produjo en la
mente de Rubín sacudidas que le duraron mediano rato. Le corrió un frío
por el espinazo y vínole cierto picor a la nariz como cuando se ha
bebido gaseosa.
Cansado de hacer solitarios, Olmedo se puso a contar cuentos indecentes,
lo que a Maximiliano le pareció muy mal. Otras noches había oído
anécdotas parecidas y se había reído; pero aquella noche se ponía de
todos colores deseando que a su condenado amigo se le secara la boca.
«¡Qué desvergüenza contar aquellas marranadas delante de personas... de
personas decentes, sí señor!». Estaba Rubín tan desconcertado como si
las dos mujeres allí presentes fuesen remilgadas damas o alumnas de un
colegio monjil; pero su timidez le impedía mandar callar a Olmedo.
Fortunata no se reía tampoco de aquellos estúpidos chistes; pero más
bien parecía indiferente que indignada de oírlos. Estaba distraída
pensando en sus cosas. ¿Qué cosas serían aquellas? Diera Maximiliano
por saberlas... su hucha con todo lo que contenía. Al acordarse de su
tesoro tuvo otra sacudida, y se removió en el asiento lastimándose mucho
con el duro contacto de aquellos mal llamados muelles.
«Pero el cuento más salado ¡narices!--dijo Olmedo--, es el del panadero.
¿Lo sabes tú? Cuando aquel obispo fue a la visita pastoral y se acostó
en la cama del cura... Veréis...».
Fortunata se levantó para marcharse. Ocurriole a Maximiliano salir
detrás de ella para ver dónde iba. Era la manera especial suya de hacer
la corte. En su espíritu soñador existía la vaga creencia de que
aquellos seguimientos entrañaban una comunicación misteriosa, quizás
magnética. Seguir, mirando de lejos, era un lenguaje o telegrafía _sui
generis_, y la persona seguida, aunque no volviese la vista atrás, debía
de conocer en sí los efectos del fluido de atracción. Salió Fortunata
despidiéndose muy fríamente, y a los dos minutos se despidió también
Maximiliano con ánimo de alcanzarla todavía en el portal. Pero aquel
condenado _Ulmus sylvestris_ le entretuvo a la fuerza, cogiéndole una
mano y apretándosela con bárbaros alardes de vigor muscular, para reírse
con los chillidos de dolor que daba el pobre _Rubinius vulgaris_. «¡Qué
asno eres!--exclamaba este, retirando al fin su mano magullada, con los
dedos pegados unos a otros--. ¡Vaya unas gracias!..
Esto y contar porquerías es tu fuerte. Mejor te pusieras a estudiar».
--_Niño del mérito, papos-castos_, ¿quieres hacer el favor de tocarme
las narices?
--No te hagas ordinario--dijo Rubín con bondad--. Si no lo eres, si
aunque quieras parecerlo no lo puedes conseguir.
Esto lastimó el amor propio de Olmedo más que si su amigo le hubiera
llenado de insultos, porque todo lo llevaba con paciencia menos que se
le rebajase un pelo de la graduación de perdis que se había dado. Le
supo tan mal la indulgencia de Rubín, que salió tras él hasta la puerta,
diciéndole entre otras tonterías: «¡Valiente hipócrita estás tú...
narices! Estos silfidones, a lo mejor la pegan».
--iv--
Maximiliano bajó la escalera como la baja uno cuando tiene ocho años y
se le ha caído el juguete de la ventana al patio. Llegó sin aliento al
portal, y allí dudó si debía tomar a la derecha o a la izquierda de la
calle. El corazón le dijo que fuera hacia la calle de San Marcos. Apretó
el paso pensando que Fortunata no debía de andar muy a prisa y que la
alcanzaría pronto. «¿Será aquella?». Creyó ver la toquilla azul; pero al
acercarse notó que no era la nube de su cielo. Cuando veía una mujer
_que _ _ pudiera ser ella_, acortaba el paso por no aproximarse
demasiado, pues acercándose mucho no eran tan misteriosos los encantos
del seguimiento. Anduvo calles y más calles, retrocedió, dio vueltas a
esta y la otra manzana, y la _dama nocturna_ no parecía. Mayor
desconsuelo no sintió en su vida. Si la encontrara era capaz hasta de
hablarle y decirle algún amoroso atrevimiento. Se agitó tanto en aquel
paseo vagabundo, que a las once ya no se podía tener en pie, y se
arrimaba a las paredes para descansar un rato. Irse a su casa sin
encontrarla y darse un buen trote con ella... a distancia de treinta
pasos, dábale mucha tristeza. Pero al fin se hizo tan tarde y estaba tan
fatigado, que no tuvo más remedio que coger el tranvía de Chamberí y
retirarse. Llegó y se acostó, deseando apagar la luz para pensar sobre
la almohada. Su espíritu estaba abatidísimo. Asaltáronle pensamientos
tristes, y sintió ganas de llorar. Apenas durmió aquella noche, y por la
mañana hizo propósito de ir al _hotel_ de Feliciana en cuanto saliera de
clase.
Hízolo como lo pensó, y aquel día pudo vencer un poco su timidez.
Feliciana le ayudaba, estimulándole con maña, y así logró Rubín decir a
la otra algunas cosas que por disimulo de sus sentimientos quiso que
fueran maliciosas. «Tardecillo vino usted anoche. A las once no había
vuelto usted todavía». Y por este estilo otras frases vulgares que
Fortunata oía con indiferencia y que contestaba de un modo desdeñoso.
Maximiliano reservaba las purezas de su alma para ocasión más oportuna,
y con feliz instinto había determinado iniciarse como uno de tantos,
como un cualquiera que no quería más que divertirse un rato. Dejoles
solos la tunanta de Feliciana, y Rubín se acobardó al principio; pero de
repente se rehízo. No era ya el mismo hombre. La fe que llenaba su alma,
aquella pasión nacida en la inocencia y que se desarrolló en una noche
como árbol milagroso que surge de la tierra cargado de fruto, le removía
y le transfiguraba. Hasta la maldita timidez quedaba reducida a un
fenómeno puramente externo. Miró sin pestañear a Fortunata, y cogiéndole
una mano, le dijo con voz temblorosa: «Si usted me quiere querer, yo...
la querré más que a mi vida».
Fortunata le miró también a él, sorprendida. Le parecía imposible que el
_bicho raro_ se expresase así... Vio en sus ojos una lealtad y una
honradez que la dejaron pasmada. Después reflexionó un instante,
tratando de apoyarse en un juicio pesimista. Se habían burlado tanto de
ella, que lo que estaba viendo no podía ser sino una nueva burla. Aquel
era, sin duda, más pillo y más embustero que los demás. Consecuencia de
tales ideas fue la sonora carcajada que soltó la mujer aquella ante la
faz compungida de un hombre que era todo espíritu. Pero él no se
desconcertó, y la circunstancia de verse escuchado con atención, dábale
un valor desconocido. ¡Ánimo! «Si usted me quiere, yo la adoraré, yo la
idolatraré a usted...».
Revelaba la tal mujer un gran escepticismo, y lo que hacía la muy pícara
era tomar a risa la pasión del joven.
«¿Y si lo probara?--dijo Maximiliano con seriedad que le dio, ¡parece
mentira!, un tornasol de hermosura--; ¿si le probara a usted de un modo
que no dejase lugar a dudas...?».
--¿Qué?--¡Que la idolatraré!... no, que ya la estoy idolatrando.
--¡_Tie_ gracia!... ¡idolatrando!, ¡ja, ja!--repitió la otra, y devolvía
la palabra como se devuelve una pelota en el juego.
Maximiliano no insistió en emplear vocablos muy expresivos. Comprendió
que lo ridículo se le venía encima. No dijo más que: «Bueno, seremos
amigos... Me contento con eso por hoy. Yo soy un infeliz, quiero decir,
soy bueno. Hasta ahora no he querido a ninguna mujer».
Fortunata le miraba y, francamente, no podía acostumbrarse a aquella
nariz chafada, a aquella boca tan sin gracia, al endeble cuerpo que
parecía se iba a deshacer de un soplo. ¡Que siempre se enamoraran de
ella tipos así! Obligada a disimular y a hacer ciertos papeles, aunque
en verdad no los hacía muy bien, siguió la conversación en aquel
terreno.
«Esta noche quiero hablar con usted--dijo Rubín categóricarnente--.
Vendré a las ocho y media. ¿Me da usted palabra de no salir... o de
esperarme para salir conmigo?».
Diole ella la palabra que con tanta necesidad le pedía el joven, y así
concluyó la entrevista. Rubín se fue corriendo a su casa.
¡Qué chico! Si parecía otro. Él mismo notaba que algo se había abierto
dentro de sí, como arca sellada que se rompe, soltando un mundo de
cosas, antes comprimidas y ahogadas. Era la crisis, que en otros es
larga o poco acentuada, y allí fue violenta y explosiva. ¡Si hasta le
parecía que tenía talento...! Como que aquella tarde se le ocurrieron
pensamientos magníficos y juicios de una originalidad sorprendente.
Había formado de sí mismo un concepto poco favorable como hombre de
inteligencia; pero ya, por efecto del súbito amor, creíase capaz de dar
quince y raya a más de cuatro. La modestia cedió el puesto a un cierto
orgullo que tomaba posesión de su alma... «Pero ¿y si no me
quiere?--pensaba desanimándose y cayendo a tierra con las alas rotas--.
Es que me tendrá que querer... No es el primer caso... Cuando me
conozca...».
Al mismo tiempo la apatía y la pereza quedaban vencidas... Andábanle por
dentro comezones y pruritos nuevos, un deseo de hacer algo, y de probar
su voluntad en actos grandes y difíciles... Iba por la calle sin ver a
nadie, tropezando con los transeúntes, y a poco se estrella contra un
árbol del paseo de Luchana. Al entrar en la calle de Raimundo Lulio vio
a su tía en el balcón tomando el sol. Verla y sentir un miedo muy
grande, pero muy grande, fue todo uno. «¡Si mi tía lo sabe...!». Pero
del miedo salió al instante la reacción de valor, y apretó los puños
debajo de la capa, los apretó tanto que le dolieron los dedos. «Si mi
tía se opone, que se oponga y que se vaya a los demonios». Nunca, ni aun
con el pensamiento, había hablado Maximiliano de doña Lupe con tan poco
respeto. Pero los antiguos moldes estaban rotos. Todo el mundo y toda la
existencia anteriores a aquel estado novísimo se hundían o se disipaban
como las tinieblas al salir el sol. Ya no había tía, ni hermanos, ni
familia, ni nada, y quien quiera que se le atravesase en su camino era
declarado enemigo. Maximiliano tuvo tal acceso de coraje, que hasta se
ofreció a su mente con caracteres odiosos la imagen de doña Lupe, de su
segunda madre. Al subir las escaleras de la casa se serenó, pensando que
su tía no sabía nada, y si lo sabía, que lo supiera, ¡ea!... «¡Qué
carácter estoy echando!» se dijo al meterse en su cuarto.
Cerró cuidadosamente la puerta y cogió la hucha. Su primer impulso fue
estrellarla contra el suelo y romperla para sacar el dinero; y ya la
tenía en la mano para consumar tan antieconómico propósito, cuando le
asaltaron temores de que su tía oyera el ruido y entrase y le armara un
cisco. Acordose de lo orgullosa que estaba doña Lupe de la hucha de su
sobrino. Cuando iban visitas a la casa la enseñaba como una cosa rara,
sonándola y dando a probar el peso, para que todos se pasmaran de lo
arregladito y previsor que era el niño. «Esto se llama formalidad. Hay
pocos chicos que sean así...».
Maximiliano discurrió que para realizar su deseo, necesitaba comprar
otra hucha de barro exactamente igual a aquella y llenarla de cuartos
para que sonara y pesara... Se estuvo riendo a solas un rato, pensando
en el chasco que le iba a dar a su tía... ¡él, que no había cometido
nunca una travesura...!, lo único que había hecho, años atrás, era
robarle a su tía botones para coleccionarlos. ¡Instintos de
coleccionista, que son variantes de la avaricia! Alguna vez llegó hasta
cortarle los botones de los vestidos; pero con un solfeo que le dieron
no le quedaron ganas de repetirlo. Fuera de esto, nada; siempre había
sido la misma mansedumbre, y tan económico que su tía le amaba más quizá
por la virtud del ahorro que por las otras.
«Pues señor; manos a la obra. En la cacharrería del paseo de Santa
Engracia hay huchas exactamente iguales. Compraré una; miraré bien esta
para tomarle bien las medidas».
Estaba Maximiliano con la hucha en la mano mirándola por arriba y por
abajo, como si la fuera a retratar, cuando se abrió la puerta y entró
una chiquilla como de doce años, delgada y espigadita, los brazos
arremangados, muy atusada de flequillo y sortijillas, con un delantal
que le llegaba a los pies. Lo mismo fue verla Maximiliano, que se turbó
cual si le hubieran sorprendido en un acto vergonzoso.
«¿Qué buscas tú aquí, chiquilla sin vergüenza?».
Por toda contestación, la rapaza le enseñó medio palmo de lengua,
plegando los ojos y haciendo unas muecas de careta fea de lo más
estrafalario y grotesco que se puede imaginar.
--Sí, bonita te pones... Lárgate de aquí, o verás...
Era la criada de la casa. Doña Lupe odiaba a las mujeronas, y siempre
tomaba a su servicio niñas para educarlas y amoldarlas a su gusto y
costumbres. Llamábanla Papitos no sé por qué. Era más viva que la
pólvora, activa y trabajadora cuando quería, holgazana y mañosa algunos
días. Tenía el cuerpo esbelto, las manos ásperas del trabajo y el agua
fría, la cara diablesca, con unos ojos reventones de que sacaba mucho
partido para hacer reír a la gente, la boca hocicuda y graciosa, con un
juego de labios y unos dientes blanquísimos que eran como de encargo
para producir las muecas más extravagantes. Los dos dientes centrales
superiores eran enormes, y se le veían siempre, porque ni cuando estaba
de morros cerraba completamente la boca.
Oída la conminación que le hizo Maximiliano, Papitos se desvergonzó más.
Ella las gastaba así. Cuanto más la amenazaban más pesadita se ponía.
Volvió a echar fuera una cantidad increíble de lengua, y luego se puso a
decir en voz baja: «Feo, feo...» hasta treinta o cuarenta veces. Esta
apreciación, que no era contraria a la verdad ni mucho menos, nunca
había inspirado a Rubín más que desprecio; pero en aquella ocasión le
indignó tanto, vamos... que de buena gana le hubiera cortado a Papitos
toda aquella lenguaza que sacaba.
«¡Si no te largas, de la patada que te doy...!».
Fue tras ella; pero Papitos se puso a salvo. Parecía que volaba. Desde
el fondo del pasillo, en la puerta de la cocina, repetía sus burlas,
haciendo con las manos gestos de mico. Volvió él a su cuarto muy
incomodado y a poco entró ella otra vez.
«¿Qué buscas aquí?».
--Vengo _a por_ la lámpara para aviarla...
El motivo de haber dicho esto la chiquilla con relativo juicio y
serenidad, fue que se oyeron los pasos de doña Lupe, y su voz temerosa:
«Mira, Papitos, que voy allá...».
--Tía, venga usted... Está de jarana...
--¡Acusón!--le dijo por lo bajo la chicuela al coger la lámpara--, feón.
--La culpa la tienes tú--añadió severamente doña Lupe, en la puerta--,
porque te pones a jugar con ella, le ríes las gracias, y ya ves. Cuando
quieres que te respete, no puede ser. Es muy mal criada.
La tía y el sobrino hablaron un instante.
«¿También vendrás tarde esta noche? Mira que las noches están muy frías.
Estas heladas son crueles. Tú no estás para valentías».
--No, si no siento nada. Nunca he estado mejor--dijo Rubín, sintiendo
que la timidez le ganaba otra vez.
--No hagamos simplezas... Hace un frío horrible. ¡Qué año tan malo!
¿Creerás que anoche no pude entrar en calor hasta la madrugada? Y eso
que me eché encima cuatro mantas. ¡Qué atrocidad! Como que estamos entre
las _Cátedras de Roma y Antioquía_, que es, según decía mi Jáuregui, el
peor tiempo de Madrid.
--v--
¿Va usted esta noche a casa de doña Silvia?--preguntole Rubín.
--Eso pienso. Si tú sales me dejarás allá, y luego irás a buscarme a las
once en punto.
Esto contrariaba a Maximiliano, porque le tasaba el tiempo; pero no dijo
nada.
--Y esta tarde, ¿sale usted?--preguntó luego deseando que su tía saliese
antes de comer, para verificar, mientras ella estuviese fuera, la
sustitución de las huchas.
--Puede que me llegue un ratito a casa de Paca Morejón.
«Yo la acompañaré a usted... Tengo que ir a ver a Narciso para que me
preste unos apuntes. La dejaré a usted en la calle de la Habana».
Doña Lupe fue a la cocina y le armó una gran chillería a Papitos porque
había dejado quemar el principio. Pero la chica estaba muy acostumbrada
a todo, y se quedaba tan fresca. Como que acabadita de oírse llamar con
las denominaciones más injuriosas y de recibir un pellizco que le
atenazaba la carne, poníase detrás de su ama a hacer visajes y a sacar
la lengua, mientras se rascaba el brazo dolorido.
«Si creerás tú que no te estoy viendo, bribona» decía doña Lupe sin
volverse, entre risueña y enojada. Y no se podía pasar sin ella.
Necesitaba tener una criatura a quien reprender y enseñar por los
procedimientos suyos.
Púsose la mantilla doña Lupe, y tía y sobrino salieron. La primera se
quedó en la calle de Arango, y el segundo se fue a comprar la hucha y
tornó a su casa. Había llegado la ocasión de consumar el atentado, y el
que durante la premeditación se mostraba tan valeroso, cuando se
aproximaba el instante crítico sentía vivísima inquietud. Empezó por
asegurarse de la curiosidad de Papitos, echando la llave a la puerta
después de encender la luz; pero ¿cómo asegurarse de su propia
conciencia que se le alborotaba, pintándole la falta proyectada como
nefando delito? Comparó las dos huchas, observando con satisfacción que
eran exactamente iguales en volumen y en el color del barro. No era
posible que nadie adviniese la sustitución. Manos a la obra. Lo primero
era romper la primitiva para coger el oro y la plata, pasando a la nueva
la calderilla, con más de dos pesetas en _perros_ que al objeto había
cambiado en la tienda de comestibles. Romper la olla sin hacer ruido era
cosa imposible. Permaneció un rato sentado en una silla junto a la cama,
con las dos huchas sobre esta, acariciando suavemente la que iba a ser
víctima. Su mirada vagaba alrededor de la luz, cazando una idea. La luz
iluminaba la mesilla cubierta de hule negro, sobre el cual estaban los
libros de estudio, forrados con periódicos y muy bien ordenados por doña
Lupe; dos o tres frascos de sustancias medicinales, el tintero y varios
números de _La Correspondencia_. La mirada del joven revoloteó por la
estrecha cavidad del cuarto, como si siguiera las curvas del vuelo de
una mosca, y fue de la mesa a la percha en que pendían aquellos moldes
de sí mismo, su ropa, el chaqué que reproducía su cuerpo y los
pantalones que eran sus propias piernas colgadas como para que se
estiraran. Miró después la cómoda, el baúl y las botas que sobre él
estaban, sus propios pies cortados, pero dispuestos a andar. Un
movimiento de alegría y la animación de la cara indicaron que
Maximiliano había atrapado la idea. Bien lo decía él: con aquellas cosas
se había vuelto de repente hombre de talento. Levantose, y cogiendo una
bota salió y fue a la cocina, donde estaba Papitos cantando.
«Chiquilla, ¿me das la mano del almirez? Esta bota tiene un clavo
tremendo, pero tremendo, que me ha dejado cojo».
Papitos cogió la mano del almirez, haciendo el ademán de machacar al
señorito la cabeza.
«Vamos, niña, estate quieta. Mira que le cuento todo a la tía. Me
encargó que tuviera cuidado contigo, y que si te movías de la cocina, te
diera dos coscorrones».
Papitos se puso a picar la escarola, sin dejar de hacer visajes.
«Y yo le diré--replicó--, yo le diré lo que hace... el muy
trapisondista...».
Maximiliano se estremeció. «Tonta, ¿qué es lo que yo hago?...» dijo
sorteando su turbación.
--Encerrarse en su cuarto, _¡ay olé! ¡ay olé!_... para que nadie le
vea; pero yo le he visto por el agujero de la llave... _¡ay olé! ¡ay
olé!_...
--¿Qué?--Escribiéndole cartas a la novia.
--Mentira... ¿yo...? Quita allá, enredadora...
Volvió a su cuarto, llevando la mano del almirez, y echada otra vez la
llave, tapó el agujero con un pañuelo.
«Ella no mirará; pero por si se le ocurre...».
El tiempo apremiaba y doña Lupe podía venir. Cuando cogió la hucha
llena, el corazón le palpitaba y su respiración era difícil. Dábale
compasión de la víctima, y para evitar su enternecimiento, que podría
frustrar el acto, hizo lo que los criminales que se arrojan frenéticos a
dar el primer golpe para perder el miedo y acallar la conciencia,
impidiéndose el volver atrás. Cogió la hucha y con febril mano le atizó
un porrazo. La víctima exhaló un gemido seco. Se había cascado, pero no
estaba rota aún. Como este primer golpe fue dado sobre el suelo, le
pareció a Maximiliano que había retumbado mucho, y entonces puso sobre
la cama el cacharro herido. Su azoramiento era tal que casi le pega a la
hucha vacía en vez de hacerlo a la llena; pero se serenó, diciendo:
«¡Qué tonto soy! Si esto es mío, ¿por qué no he de disponer de ello
cuando me dé la gana?». Y leña, más leña... La infeliz víctima, aquel
antiguo y leal amigo, modelo de honradez y fidelidad, gimió a los
fieros golpes, abriéndose al fin en tres o cuatro pedazos. Sobre la cama
se esparcieron las tripas de oro, plata y cobre. Entre la plata, que era
lo que más abundaba, brillaban los centenes como las pepitas amarillas
de un melón entre la pulpa blanca. Con mano trémula, el asesino lo
recogió todo menos la calderilla, y se lo guardó en el bolsillo del
pantalón. Los cascos esparcidos semejaban pedazos de un cráneo, y el
polvillo rojo del barro cocido que ensuciaba la colcha blanca pareciole
al criminal manchas de sangre. Antes de pensar en borrar las huellas del
estropicio, pensó en poner los cuartos en la hucha nueva, operación
verificada con tanta precipitación que las piezas se atragantaban en la
boca y algunas no querían pasar. Como que la boca era un poquitín más
estrecha que la de la muerta. Después metió el cobre de las dos pesetas
que había cambiado.
No había tiempo que perder. Sentía pasos. ¿Subiría ya doña Lupe? No, no
era ella; pero pronto vendría y era forzoso despachar. Aquellos cascos,
¿dónde los echaría? He aquí un problema que le puso los pelos de punta
al asesino. Lo mejor era envolver aquellos despojos sangrientos en un
pañuelo y tirarlos en medio de la calle cuando saliera. ¿Y la sangre?
Limpió la colcha como pudo, soplando el polvo. Después advirtió que su
mano derecha y el puño de la camisa conservaban algunas señales, y se
ocupó en borrarlas cuidadosamente. También la mano del almirez necesitó
de un buen limpión. ¿Tendría algo en la ropa? Se miró bien de pies a
cabeza. No había nada, absolutamente nada. Como todos los matadores en
igual caso, fue escrupuloso en el examen; pero a estos desgraciados se
les olvida siempre algo, y donde menos lo piensan se conserva el dato
acusador que ilumina a la justicia.
Lo que desconcertó a Rubín cuando creyó concluida su faena, fue la
aprensión de advertir que la hucha nueva no se parecía nada a la
sacrificada. ¿Cómo antes del crimen las vio tan iguales que parecían una
misma? Error de los sentidos. También podía ser error la diferencia que
después del crimen notaba. ¿Se equivocó antes o se equivocaba después?
En la enorme turbación de su ánimo no podía decidir nada. «Pero si,
basta tener ojos--decía--, para conocer que esta hucha no es aquella...
En esta el barro es más recocho, de color más oscuro, y tiene por aquí
una mancha negra... A la simple vista se ve que no es la misma... Dios
nos asista. ¿A ver el peso?... Pues el peso me parece que es menor en
esta... No, más bien mayor, mucho mayor... ¡Fatalidad!».
Quedose parado un largo rato mirando a la luz y viendo en ella a doña
Lupe en el acto de coger la hucha falsa y decir: «Pero esta hucha... no
sé... me parece... no es la misma». Dando un gran suspiro, envolvió
rápidamente en un pañuelo los destrozados restos de la víctima, y los
guardó en la cómoda hasta el momento de salir. Puso la nueva hucha en el
sitio de costumbre, que era el cajón alto de la cómoda, abrió la puerta,
quitando el pañuelo que tapaba el agujero de la llave, y después de
llevar a la cocina el instrumento alevoso, volvió a su cuarto con idea
de contar el dinero... Pero si era suyo, ¿a qué tanto miedo y zozobra?
Él no había robado nada a nadie, y sin embargo, estaba como los
ladrones. Más derecho era referir a su tía lo que le pasaba, que no
andar con tapujos. ¡Sí, pues buena se pondría doña Lupe si él le contara
su aventura y el empleo que daba a sus ahorros! Valía más callar, y
adelante.
No pudo entretenerse en contar su tesoro, porque entró doña Lupe,
dirigiéndose inmediatamente a la cocina. Maximiliano se paseaba en su
cuarto esperando que le llamasen a comer, y hacía cálculos mentales
sobre aquella desconocida suma que tanto le pesaba. «Mucho debe de ser,
pero mucho--calculaba--; porque en tal tiempo eché un dobloncito de
cuatro, y en cual tiempo otro. Y cuando tomé la medicina aquella que
sabía tan mal, me dio mi tía dos duritos, y cada vez que había que tomar
purga un durito o medio durito. Lo que es en monedas de a cinco, puede
que pasen de quince».
Sintió que le renacía el valor. Pero cuando le llamaron a comer, y fue
al comedor y se encaró con su tía, pensó que esta le iba a conocer en la
cara lo que había hecho. Mirábale ella lo mismo que el día infausto en
que le robara los botones arrancándolos de la ropa... Y al sobrinito se
le alborotó la conciencia, haciéndole ver peligros donde no los había.
«Me parece--cavilaba, tragando la sopa--, que la colcha no ha quedado
muy limpia... Caspitina, se me olvidó una cosa; pero una cosa muy
importante... ver si habían caído pedacitos de barro en alguna parte.
Ahora recuerdo que oí el _tin_, como si un casquillo saltara en el
momento del golpe y fuera a chocar disparado con el frasco de ioduro. En
el suelo quizás... ¡y mi tía barre todos los días!... ¡Cómo me mira! Si
sospechará algo... Lo que ahora me faltaba era que mi tía hubiese pasado
por la tienda al volver de casa de las de Morejón, y le hubiera dicho el
tendero: «Aquí estuvo su sobrino a cambiar dos pesetas en calderilla».
El mirar escrutador de doña Lupe no tenía nada de particular.
Acostumbrada ella a estudiarle la cara, para ver cómo andaba de salud, y
el tal semblante era un libro en que la buena señora había aprendido más
Medicina que Farmacia su sobrino en los textos impresos.
«Me parece que tú no andas bien...--le dijo--. Cuando entré te sentí
toser... Estas heladas...
Por Dios, ten mucho cuidado; no tengamos aquí otra como la del año
pasado, que empalmaste cuatro catarros y por poco pierdes el curso. No
olvides de liarte un pañuelo de seda en la cabeza, de noche, cuando te
acuestes; y yo que tú empezaría a tomar el agua de brea... No hagas
ascos. Es bueno curarse en salud. Por sí o por no, mañana te traigo las
pastillas de Tolú».
Con esto se tranquilizó el joven comprendiendo que las miradas no eran
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