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Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 24

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  la respiración. ¿Y qué decir? Porque había que decir algo. El pobre
  joven se sentía delante de aquella hermosura más cortado que en la
  visita de más campanillas.
  «Bien puedes abrigarte» indicó Feliciana a su amiga; y Rubín vio el
  cielo abierto, porque pudo decir en tono de sentencia filosófica:
  --Sí, está la noche fresquecita.
  --Llévate el llavín...--añadió Feliciana--. Ya sabes que el sereno se
  llama Paco. Suele estar en la taberna.
  La otra no desplegaba sus labios. Parecía que estaba de muy mal humor.
  Maximiliano contemplaba como un bobo aquellos ojos, aquel entrecejo
  incomparable y aquella nariz perfecta, y habría dado algo de mucho
  precio porque ella se hubiese dignado mirarle de otra manera que como se
  mira a los bichos raros. «¡Qué lástima que no sea honrada!--pensaba--. Y
  quién sabe si lo será, quiero decir que conserve la honradez del alma en
  medio de...».
  Estaba muy fija en él la idea aquella de las dos honradeces, en algunos
  casos armonizadas, en otros no. Habló Fortunata poco y vulgar; todo lo
  que dijo fue de lo menos digno de pasar a la historia: que hacía mucho
  frío, que se le había descosido un mitón, que aquel llavín parecía la
  _maza de Fraga_, que al volver a casa entraría en la botica a comprar
  unas pastillas para la tos.
  Maximiliano estaba encantado, y no atreviéndose a desplegar los labios,
  daba su asentimiento con una sonrisa, sin quitar los extáticos ojos de
  aquel semblante que le parecía angelical. Y cuanto ella dijo lo oyó como
  si fuera una sarta de conceptos ingeniosísimos. «¡Si es un ángel!... No
  ha dicho ni una palabra malsonante... ¡Y qué metal de voz! No he oído en
  mi vida música tan grata... ¿Cómo será el decir esta mujer un _te
  quiero_, diciéndolo con verdad y con alma?». Esta idea produjo en la
  mente de Rubín sacudidas que le duraron mediano rato. Le corrió un frío
  por el espinazo y vínole cierto picor a la nariz como cuando se ha
  bebido gaseosa.
  Cansado de hacer solitarios, Olmedo se puso a contar cuentos indecentes,
  lo que a Maximiliano le pareció muy mal. Otras noches había oído
  anécdotas parecidas y se había reído; pero aquella noche se ponía de
  todos colores deseando que a su condenado amigo se le secara la boca.
  «¡Qué desvergüenza contar aquellas marranadas delante de personas... de
  personas decentes, sí señor!». Estaba Rubín tan desconcertado como si
  las dos mujeres allí presentes fuesen remilgadas damas o alumnas de un
  colegio monjil; pero su timidez le impedía mandar callar a Olmedo.
  Fortunata no se reía tampoco de aquellos estúpidos chistes; pero más
  bien parecía indiferente que indignada de oírlos. Estaba distraída
  pensando en sus cosas. ¿Qué cosas serían aquellas? Diera Maximiliano
  por saberlas... su hucha con todo lo que contenía. Al acordarse de su
  tesoro tuvo otra sacudida, y se removió en el asiento lastimándose mucho
  con el duro contacto de aquellos mal llamados muelles.
  «Pero el cuento más salado ¡narices!--dijo Olmedo--, es el del panadero.
  ¿Lo sabes tú? Cuando aquel obispo fue a la visita pastoral y se acostó
  en la cama del cura... Veréis...».
  Fortunata se levantó para marcharse. Ocurriole a Maximiliano salir
  detrás de ella para ver dónde iba. Era la manera especial suya de hacer
  la corte. En su espíritu soñador existía la vaga creencia de que
  aquellos seguimientos entrañaban una comunicación misteriosa, quizás
  magnética. Seguir, mirando de lejos, era un lenguaje o telegrafía _sui
  generis_, y la persona seguida, aunque no volviese la vista atrás, debía
  de conocer en sí los efectos del fluido de atracción. Salió Fortunata
  despidiéndose muy fríamente, y a los dos minutos se despidió también
  Maximiliano con ánimo de alcanzarla todavía en el portal. Pero aquel
  condenado _Ulmus sylvestris_ le entretuvo a la fuerza, cogiéndole una
  mano y apretándosela con bárbaros alardes de vigor muscular, para reírse
  con los chillidos de dolor que daba el pobre _Rubinius vulgaris_. «¡Qué
  asno eres!--exclamaba este, retirando al fin su mano magullada, con los
  dedos pegados unos a otros--. ¡Vaya unas gracias!..
  Esto y contar porquerías es tu fuerte. Mejor te pusieras a estudiar».
  --_Niño del mérito, papos-castos_, ¿quieres hacer el favor de tocarme
  las narices?
  --No te hagas ordinario--dijo Rubín con bondad--. Si no lo eres, si
  aunque quieras parecerlo no lo puedes conseguir.
  Esto lastimó el amor propio de Olmedo más que si su amigo le hubiera
  llenado de insultos, porque todo lo llevaba con paciencia menos que se
  le rebajase un pelo de la graduación de perdis que se había dado. Le
  supo tan mal la indulgencia de Rubín, que salió tras él hasta la puerta,
  diciéndole entre otras tonterías: «¡Valiente hipócrita estás tú...
  narices! Estos silfidones, a lo mejor la pegan».
  
  
  --iv--
  
  Maximiliano bajó la escalera como la baja uno cuando tiene ocho años y
  se le ha caído el juguete de la ventana al patio. Llegó sin aliento al
  portal, y allí dudó si debía tomar a la derecha o a la izquierda de la
  calle. El corazón le dijo que fuera hacia la calle de San Marcos. Apretó
  el paso pensando que Fortunata no debía de andar muy a prisa y que la
  alcanzaría pronto. «¿Será aquella?». Creyó ver la toquilla azul; pero al
  acercarse notó que no era la nube de su cielo. Cuando veía una mujer
  _que _ _ pudiera ser ella_, acortaba el paso por no aproximarse
  demasiado, pues acercándose mucho no eran tan misteriosos los encantos
  del seguimiento. Anduvo calles y más calles, retrocedió, dio vueltas a
  esta y la otra manzana, y la _dama nocturna_ no parecía. Mayor
  desconsuelo no sintió en su vida. Si la encontrara era capaz hasta de
  hablarle y decirle algún amoroso atrevimiento. Se agitó tanto en aquel
  paseo vagabundo, que a las once ya no se podía tener en pie, y se
  arrimaba a las paredes para descansar un rato. Irse a su casa sin
  encontrarla y darse un buen trote con ella... a distancia de treinta
  pasos, dábale mucha tristeza. Pero al fin se hizo tan tarde y estaba tan
  fatigado, que no tuvo más remedio que coger el tranvía de Chamberí y
  retirarse. Llegó y se acostó, deseando apagar la luz para pensar sobre
  la almohada. Su espíritu estaba abatidísimo. Asaltáronle pensamientos
  tristes, y sintió ganas de llorar. Apenas durmió aquella noche, y por la
  mañana hizo propósito de ir al _hotel_ de Feliciana en cuanto saliera de
  clase.
  Hízolo como lo pensó, y aquel día pudo vencer un poco su timidez.
  Feliciana le ayudaba, estimulándole con maña, y así logró Rubín decir a
  la otra algunas cosas que por disimulo de sus sentimientos quiso que
  fueran maliciosas. «Tardecillo vino usted anoche. A las once no había
  vuelto usted todavía». Y por este estilo otras frases vulgares que
  Fortunata oía con indiferencia y que contestaba de un modo desdeñoso.
  Maximiliano reservaba las purezas de su alma para ocasión más oportuna,
  y con feliz instinto había determinado iniciarse como uno de tantos,
  como un cualquiera que no quería más que divertirse un rato. Dejoles
  solos la tunanta de Feliciana, y Rubín se acobardó al principio; pero de
  repente se rehízo. No era ya el mismo hombre. La fe que llenaba su alma,
  aquella pasión nacida en la inocencia y que se desarrolló en una noche
  como árbol milagroso que surge de la tierra cargado de fruto, le removía
  y le transfiguraba. Hasta la maldita timidez quedaba reducida a un
  fenómeno puramente externo. Miró sin pestañear a Fortunata, y cogiéndole
  una mano, le dijo con voz temblorosa: «Si usted me quiere querer, yo...
  la querré más que a mi vida».
  Fortunata le miró también a él, sorprendida. Le parecía imposible que el
  _bicho raro_ se expresase así... Vio en sus ojos una lealtad y una
  honradez que la dejaron pasmada. Después reflexionó un instante,
  tratando de apoyarse en un juicio pesimista. Se habían burlado tanto de
  ella, que lo que estaba viendo no podía ser sino una nueva burla. Aquel
  era, sin duda, más pillo y más embustero que los demás. Consecuencia de
  tales ideas fue la sonora carcajada que soltó la mujer aquella ante la
  faz compungida de un hombre que era todo espíritu. Pero él no se
  desconcertó, y la circunstancia de verse escuchado con atención, dábale
  un valor desconocido. ¡Ánimo! «Si usted me quiere, yo la adoraré, yo la
  idolatraré a usted...».
  Revelaba la tal mujer un gran escepticismo, y lo que hacía la muy pícara
  era tomar a risa la pasión del joven.
  «¿Y si lo probara?--dijo Maximiliano con seriedad que le dio, ¡parece
  mentira!, un tornasol de hermosura--; ¿si le probara a usted de un modo
  que no dejase lugar a dudas...?».
  --¿Qué?--¡Que la idolatraré!... no, que ya la estoy idolatrando.
  --¡_Tie_ gracia!... ¡idolatrando!, ¡ja, ja!--repitió la otra, y devolvía
  la palabra como se devuelve una pelota en el juego.
  Maximiliano no insistió en emplear vocablos muy expresivos. Comprendió
  que lo ridículo se le venía encima. No dijo más que: «Bueno, seremos
  amigos... Me contento con eso por hoy. Yo soy un infeliz, quiero decir,
  soy bueno. Hasta ahora no he querido a ninguna mujer».
  Fortunata le miraba y, francamente, no podía acostumbrarse a aquella
  nariz chafada, a aquella boca tan sin gracia, al endeble cuerpo que
  parecía se iba a deshacer de un soplo. ¡Que siempre se enamoraran de
  ella tipos así! Obligada a disimular y a hacer ciertos papeles, aunque
  en verdad no los hacía muy bien, siguió la conversación en aquel
  terreno.
  «Esta noche quiero hablar con usted--dijo Rubín categóricarnente--.
  Vendré a las ocho y media. ¿Me da usted palabra de no salir... o de
  esperarme para salir conmigo?».
  Diole ella la palabra que con tanta necesidad le pedía el joven, y así
  concluyó la entrevista. Rubín se fue corriendo a su casa.
  ¡Qué chico! Si parecía otro. Él mismo notaba que algo se había abierto
  dentro de sí, como arca sellada que se rompe, soltando un mundo de
  cosas, antes comprimidas y ahogadas. Era la crisis, que en otros es
  larga o poco acentuada, y allí fue violenta y explosiva. ¡Si hasta le
  parecía que tenía talento...! Como que aquella tarde se le ocurrieron
  pensamientos magníficos y juicios de una originalidad sorprendente.
  Había formado de sí mismo un concepto poco favorable como hombre de
  inteligencia; pero ya, por efecto del súbito amor, creíase capaz de dar
  quince y raya a más de cuatro. La modestia cedió el puesto a un cierto
  orgullo que tomaba posesión de su alma... «Pero ¿y si no me
  quiere?--pensaba desanimándose y cayendo a tierra con las alas rotas--.
  Es que me tendrá que querer... No es el primer caso... Cuando me
  conozca...».
  Al mismo tiempo la apatía y la pereza quedaban vencidas... Andábanle por
  dentro comezones y pruritos nuevos, un deseo de hacer algo, y de probar
  su voluntad en actos grandes y difíciles... Iba por la calle sin ver a
  nadie, tropezando con los transeúntes, y a poco se estrella contra un
  árbol del paseo de Luchana. Al entrar en la calle de Raimundo Lulio vio
  a su tía en el balcón tomando el sol. Verla y sentir un miedo muy
  grande, pero muy grande, fue todo uno. «¡Si mi tía lo sabe...!». Pero
  del miedo salió al instante la reacción de valor, y apretó los puños
  debajo de la capa, los apretó tanto que le dolieron los dedos. «Si mi
  tía se opone, que se oponga y que se vaya a los demonios». Nunca, ni aun
  con el pensamiento, había hablado Maximiliano de doña Lupe con tan poco
  respeto. Pero los antiguos moldes estaban rotos. Todo el mundo y toda la
  existencia anteriores a aquel estado novísimo se hundían o se disipaban
  como las tinieblas al salir el sol. Ya no había tía, ni hermanos, ni
  familia, ni nada, y quien quiera que se le atravesase en su camino era
  declarado enemigo. Maximiliano tuvo tal acceso de coraje, que hasta se
  ofreció a su mente con caracteres odiosos la imagen de doña Lupe, de su
  segunda madre. Al subir las escaleras de la casa se serenó, pensando que
  su tía no sabía nada, y si lo sabía, que lo supiera, ¡ea!... «¡Qué
  carácter estoy echando!» se dijo al meterse en su cuarto.
  Cerró cuidadosamente la puerta y cogió la hucha. Su primer impulso fue
  estrellarla contra el suelo y romperla para sacar el dinero; y ya la
  tenía en la mano para consumar tan antieconómico propósito, cuando le
  asaltaron temores de que su tía oyera el ruido y entrase y le armara un
  cisco. Acordose de lo orgullosa que estaba doña Lupe de la hucha de su
  sobrino. Cuando iban visitas a la casa la enseñaba como una cosa rara,
  sonándola y dando a probar el peso, para que todos se pasmaran de lo
  arregladito y previsor que era el niño. «Esto se llama formalidad. Hay
  pocos chicos que sean así...».
  Maximiliano discurrió que para realizar su deseo, necesitaba comprar
  otra hucha de barro exactamente igual a aquella y llenarla de cuartos
  para que sonara y pesara... Se estuvo riendo a solas un rato, pensando
  en el chasco que le iba a dar a su tía... ¡él, que no había cometido
  nunca una travesura...!, lo único que había hecho, años atrás, era
  robarle a su tía botones para coleccionarlos. ¡Instintos de
  coleccionista, que son variantes de la avaricia! Alguna vez llegó hasta
  cortarle los botones de los vestidos; pero con un solfeo que le dieron
  no le quedaron ganas de repetirlo. Fuera de esto, nada; siempre había
  sido la misma mansedumbre, y tan económico que su tía le amaba más quizá
  por la virtud del ahorro que por las otras.
  «Pues señor; manos a la obra. En la cacharrería del paseo de Santa
  Engracia hay huchas exactamente iguales. Compraré una; miraré bien esta
  para tomarle bien las medidas».
  Estaba Maximiliano con la hucha en la mano mirándola por arriba y por
  abajo, como si la fuera a retratar, cuando se abrió la puerta y entró
  una chiquilla como de doce años, delgada y espigadita, los brazos
  arremangados, muy atusada de flequillo y sortijillas, con un delantal
  que le llegaba a los pies. Lo mismo fue verla Maximiliano, que se turbó
  cual si le hubieran sorprendido en un acto vergonzoso.
  «¿Qué buscas tú aquí, chiquilla sin vergüenza?».
  Por toda contestación, la rapaza le enseñó medio palmo de lengua,
  plegando los ojos y haciendo unas muecas de careta fea de lo más
  estrafalario y grotesco que se puede imaginar.
  --Sí, bonita te pones... Lárgate de aquí, o verás...
  Era la criada de la casa. Doña Lupe odiaba a las mujeronas, y siempre
  tomaba a su servicio niñas para educarlas y amoldarlas a su gusto y
  costumbres. Llamábanla Papitos no sé por qué. Era más viva que la
  pólvora, activa y trabajadora cuando quería, holgazana y mañosa algunos
  días. Tenía el cuerpo esbelto, las manos ásperas del trabajo y el agua
  fría, la cara diablesca, con unos ojos reventones de que sacaba mucho
  partido para hacer reír a la gente, la boca hocicuda y graciosa, con un
  juego de labios y unos dientes blanquísimos que eran como de encargo
  para producir las muecas más extravagantes. Los dos dientes centrales
  superiores eran enormes, y se le veían siempre, porque ni cuando estaba
  de morros cerraba completamente la boca.
  Oída la conminación que le hizo Maximiliano, Papitos se desvergonzó más.
  Ella las gastaba así. Cuanto más la amenazaban más pesadita se ponía.
  Volvió a echar fuera una cantidad increíble de lengua, y luego se puso a
  decir en voz baja: «Feo, feo...» hasta treinta o cuarenta veces. Esta
  apreciación, que no era contraria a la verdad ni mucho menos, nunca
  había inspirado a Rubín más que desprecio; pero en aquella ocasión le
  indignó tanto, vamos... que de buena gana le hubiera cortado a Papitos
  toda aquella lenguaza que sacaba.
  «¡Si no te largas, de la patada que te doy...!».
  Fue tras ella; pero Papitos se puso a salvo. Parecía que volaba. Desde
  el fondo del pasillo, en la puerta de la cocina, repetía sus burlas,
  haciendo con las manos gestos de mico. Volvió él a su cuarto muy
  incomodado y a poco entró ella otra vez.
  «¿Qué buscas aquí?».
  --Vengo _a por_ la lámpara para aviarla...
  El motivo de haber dicho esto la chiquilla con relativo juicio y
  serenidad, fue que se oyeron los pasos de doña Lupe, y su voz temerosa:
  «Mira, Papitos, que voy allá...».
  --Tía, venga usted... Está de jarana...
  --¡Acusón!--le dijo por lo bajo la chicuela al coger la lámpara--, feón.
  --La culpa la tienes tú--añadió severamente doña Lupe, en la puerta--,
  porque te pones a jugar con ella, le ríes las gracias, y ya ves. Cuando
  quieres que te respete, no puede ser. Es muy mal criada.
  La tía y el sobrino hablaron un instante.
  «¿También vendrás tarde esta noche? Mira que las noches están muy frías.
  Estas heladas son crueles. Tú no estás para valentías».
  --No, si no siento nada. Nunca he estado mejor--dijo Rubín, sintiendo
  que la timidez le ganaba otra vez.
  --No hagamos simplezas... Hace un frío horrible. ¡Qué año tan malo!
  ¿Creerás que anoche no pude entrar en calor hasta la madrugada? Y eso
  que me eché encima cuatro mantas. ¡Qué atrocidad! Como que estamos entre
  las _Cátedras de Roma y Antioquía_, que es, según decía mi Jáuregui, el
  peor tiempo de Madrid.
  
  
  --v--
  
  ¿Va usted esta noche a casa de doña Silvia?--preguntole Rubín.
  --Eso pienso. Si tú sales me dejarás allá, y luego irás a buscarme a las
  once en punto.
  Esto contrariaba a Maximiliano, porque le tasaba el tiempo; pero no dijo
  nada.
  --Y esta tarde, ¿sale usted?--preguntó luego deseando que su tía saliese
  antes de comer, para verificar, mientras ella estuviese fuera, la
  sustitución de las huchas.
  --Puede que me llegue un ratito a casa de Paca Morejón.
  «Yo la acompañaré a usted... Tengo que ir a ver a Narciso para que me
  preste unos apuntes. La dejaré a usted en la calle de la Habana».
  Doña Lupe fue a la cocina y le armó una gran chillería a Papitos porque
  había dejado quemar el principio. Pero la chica estaba muy acostumbrada
  a todo, y se quedaba tan fresca. Como que acabadita de oírse llamar con
  las denominaciones más injuriosas y de recibir un pellizco que le
  atenazaba la carne, poníase detrás de su ama a hacer visajes y a sacar
  la lengua, mientras se rascaba el brazo dolorido.
  «Si creerás tú que no te estoy viendo, bribona» decía doña Lupe sin
  volverse, entre risueña y enojada. Y no se podía pasar sin ella.
  Necesitaba tener una criatura a quien reprender y enseñar por los
  procedimientos suyos.
  Púsose la mantilla doña Lupe, y tía y sobrino salieron. La primera se
  quedó en la calle de Arango, y el segundo se fue a comprar la hucha y
  tornó a su casa. Había llegado la ocasión de consumar el atentado, y el
  que durante la premeditación se mostraba tan valeroso, cuando se
  aproximaba el instante crítico sentía vivísima inquietud. Empezó por
  asegurarse de la curiosidad de Papitos, echando la llave a la puerta
  después de encender la luz; pero ¿cómo asegurarse de su propia
  conciencia que se le alborotaba, pintándole la falta proyectada como
  nefando delito? Comparó las dos huchas, observando con satisfacción que
  eran exactamente iguales en volumen y en el color del barro. No era
  posible que nadie adviniese la sustitución. Manos a la obra. Lo primero
  era romper la primitiva para coger el oro y la plata, pasando a la nueva
  la calderilla, con más de dos pesetas en _perros_ que al objeto había
  cambiado en la tienda de comestibles. Romper la olla sin hacer ruido era
  cosa imposible. Permaneció un rato sentado en una silla junto a la cama,
  con las dos huchas sobre esta, acariciando suavemente la que iba a ser
  víctima. Su mirada vagaba alrededor de la luz, cazando una idea. La luz
  iluminaba la mesilla cubierta de hule negro, sobre el cual estaban los
  libros de estudio, forrados con periódicos y muy bien ordenados por doña
  Lupe; dos o tres frascos de sustancias medicinales, el tintero y varios
  números de _La Correspondencia_. La mirada del joven revoloteó por la
  estrecha cavidad del cuarto, como si siguiera las curvas del vuelo de
  una mosca, y fue de la mesa a la percha en que pendían aquellos moldes
  de sí mismo, su ropa, el chaqué que reproducía su cuerpo y los
  pantalones que eran sus propias piernas colgadas como para que se
  estiraran. Miró después la cómoda, el baúl y las botas que sobre él
  estaban, sus propios pies cortados, pero dispuestos a andar. Un
  movimiento de alegría y la animación de la cara indicaron que
  Maximiliano había atrapado la idea. Bien lo decía él: con aquellas cosas
  se había vuelto de repente hombre de talento. Levantose, y cogiendo una
  bota salió y fue a la cocina, donde estaba Papitos cantando.
  «Chiquilla, ¿me das la mano del almirez? Esta bota tiene un clavo
  tremendo, pero tremendo, que me ha dejado cojo».
  Papitos cogió la mano del almirez, haciendo el ademán de machacar al
  señorito la cabeza.
  «Vamos, niña, estate quieta. Mira que le cuento todo a la tía. Me
  encargó que tuviera cuidado contigo, y que si te movías de la cocina, te
  diera dos coscorrones».
  Papitos se puso a picar la escarola, sin dejar de hacer visajes.
  «Y yo le diré--replicó--, yo le diré lo que hace... el muy
  trapisondista...».
  Maximiliano se estremeció. «Tonta, ¿qué es lo que yo hago?...» dijo
  sorteando su turbación.
  --Encerrarse en su cuarto, _¡ay olé! ¡ay olé!_... para que nadie le
  vea; pero yo le he visto por el agujero de la llave... _¡ay olé! ¡ay
  olé!_...
  --¿Qué?--Escribiéndole cartas a la novia.
  --Mentira... ¿yo...? Quita allá, enredadora...
  Volvió a su cuarto, llevando la mano del almirez, y echada otra vez la
  llave, tapó el agujero con un pañuelo.
  «Ella no mirará; pero por si se le ocurre...».
  El tiempo apremiaba y doña Lupe podía venir. Cuando cogió la hucha
  llena, el corazón le palpitaba y su respiración era difícil. Dábale
  compasión de la víctima, y para evitar su enternecimiento, que podría
  frustrar el acto, hizo lo que los criminales que se arrojan frenéticos a
  dar el primer golpe para perder el miedo y acallar la conciencia,
  impidiéndose el volver atrás. Cogió la hucha y con febril mano le atizó
  un porrazo. La víctima exhaló un gemido seco. Se había cascado, pero no
  estaba rota aún. Como este primer golpe fue dado sobre el suelo, le
  pareció a Maximiliano que había retumbado mucho, y entonces puso sobre
  la cama el cacharro herido. Su azoramiento era tal que casi le pega a la
  hucha vacía en vez de hacerlo a la llena; pero se serenó, diciendo:
  «¡Qué tonto soy! Si esto es mío, ¿por qué no he de disponer de ello
  cuando me dé la gana?». Y leña, más leña... La infeliz víctima, aquel
  antiguo y leal amigo, modelo de honradez y fidelidad, gimió a los
  fieros golpes, abriéndose al fin en tres o cuatro pedazos. Sobre la cama
  se esparcieron las tripas de oro, plata y cobre. Entre la plata, que era
  lo que más abundaba, brillaban los centenes como las pepitas amarillas
  de un melón entre la pulpa blanca. Con mano trémula, el asesino lo
  recogió todo menos la calderilla, y se lo guardó en el bolsillo del
  pantalón. Los cascos esparcidos semejaban pedazos de un cráneo, y el
  polvillo rojo del barro cocido que ensuciaba la colcha blanca pareciole
  al criminal manchas de sangre. Antes de pensar en borrar las huellas del
  estropicio, pensó en poner los cuartos en la hucha nueva, operación
  verificada con tanta precipitación que las piezas se atragantaban en la
  boca y algunas no querían pasar. Como que la boca era un poquitín más
  estrecha que la de la muerta. Después metió el cobre de las dos pesetas
  que había cambiado.
  No había tiempo que perder. Sentía pasos. ¿Subiría ya doña Lupe? No, no
  era ella; pero pronto vendría y era forzoso despachar. Aquellos cascos,
  ¿dónde los echaría? He aquí un problema que le puso los pelos de punta
  al asesino. Lo mejor era envolver aquellos despojos sangrientos en un
  pañuelo y tirarlos en medio de la calle cuando saliera. ¿Y la sangre?
  Limpió la colcha como pudo, soplando el polvo. Después advirtió que su
  mano derecha y el puño de la camisa conservaban algunas señales, y se
  ocupó en borrarlas cuidadosamente. También la mano del almirez necesitó
  de un buen limpión. ¿Tendría algo en la ropa? Se miró bien de pies a
  cabeza. No había nada, absolutamente nada. Como todos los matadores en
  igual caso, fue escrupuloso en el examen; pero a estos desgraciados se
  les olvida siempre algo, y donde menos lo piensan se conserva el dato
  acusador que ilumina a la justicia.
  Lo que desconcertó a Rubín cuando creyó concluida su faena, fue la
  aprensión de advertir que la hucha nueva no se parecía nada a la
  sacrificada. ¿Cómo antes del crimen las vio tan iguales que parecían una
  misma? Error de los sentidos. También podía ser error la diferencia que
  después del crimen notaba. ¿Se equivocó antes o se equivocaba después?
  En la enorme turbación de su ánimo no podía decidir nada. «Pero si,
  basta tener ojos--decía--, para conocer que esta hucha no es aquella...
  En esta el barro es más recocho, de color más oscuro, y tiene por aquí
  una mancha negra... A la simple vista se ve que no es la misma... Dios
  nos asista. ¿A ver el peso?... Pues el peso me parece que es menor en
  esta... No, más bien mayor, mucho mayor... ¡Fatalidad!».
  Quedose parado un largo rato mirando a la luz y viendo en ella a doña
  Lupe en el acto de coger la hucha falsa y decir: «Pero esta hucha... no
  sé... me parece... no es la misma». Dando un gran suspiro, envolvió
  rápidamente en un pañuelo los destrozados restos de la víctima, y los
  guardó en la cómoda hasta el momento de salir. Puso la nueva hucha en el
  sitio de costumbre, que era el cajón alto de la cómoda, abrió la puerta,
  quitando el pañuelo que tapaba el agujero de la llave, y después de
  llevar a la cocina el instrumento alevoso, volvió a su cuarto con idea
  de contar el dinero... Pero si era suyo, ¿a qué tanto miedo y zozobra?
  Él no había robado nada a nadie, y sin embargo, estaba como los
  ladrones. Más derecho era referir a su tía lo que le pasaba, que no
  andar con tapujos. ¡Sí, pues buena se pondría doña Lupe si él le contara
  su aventura y el empleo que daba a sus ahorros! Valía más callar, y
  adelante.
  No pudo entretenerse en contar su tesoro, porque entró doña Lupe,
  dirigiéndose inmediatamente a la cocina. Maximiliano se paseaba en su
  cuarto esperando que le llamasen a comer, y hacía cálculos mentales
  sobre aquella desconocida suma que tanto le pesaba. «Mucho debe de ser,
  pero mucho--calculaba--; porque en tal tiempo eché un dobloncito de
  cuatro, y en cual tiempo otro. Y cuando tomé la medicina aquella que
  sabía tan mal, me dio mi tía dos duritos, y cada vez que había que tomar
  purga un durito o medio durito. Lo que es en monedas de a cinco, puede
  que pasen de quince».
  Sintió que le renacía el valor. Pero cuando le llamaron a comer, y fue
  al comedor y se encaró con su tía, pensó que esta le iba a conocer en la
  cara lo que había hecho. Mirábale ella lo mismo que el día infausto en
  que le robara los botones arrancándolos de la ropa... Y al sobrinito se
  le alborotó la conciencia, haciéndole ver peligros donde no los había.
  «Me parece--cavilaba, tragando la sopa--, que la colcha no ha quedado
  muy limpia... Caspitina, se me olvidó una cosa; pero una cosa muy
  importante... ver si habían caído pedacitos de barro en alguna parte.
  Ahora recuerdo que oí el _tin_, como si un casquillo saltara en el
  momento del golpe y fuera a chocar disparado con el frasco de ioduro. En
  el suelo quizás... ¡y mi tía barre todos los días!... ¡Cómo me mira! Si
  sospechará algo... Lo que ahora me faltaba era que mi tía hubiese pasado
  por la tienda al volver de casa de las de Morejón, y le hubiera dicho el
  tendero: «Aquí estuvo su sobrino a cambiar dos pesetas en calderilla».
  El mirar escrutador de doña Lupe no tenía nada de particular.
  Acostumbrada ella a estudiarle la cara, para ver cómo andaba de salud, y
  el tal semblante era un libro en que la buena señora había aprendido más
  Medicina que Farmacia su sobrino en los textos impresos.
  «Me parece que tú no andas bien...--le dijo--. Cuando entré te sentí
  toser... Estas heladas...
  Por Dios, ten mucho cuidado; no tengamos aquí otra como la del año
  pasado, que empalmaste cuatro catarros y por poco pierdes el curso. No
  olvides de liarte un pañuelo de seda en la cabeza, de noche, cuando te
  acuestes; y yo que tú empezaría a tomar el agua de brea... No hagas
  ascos. Es bueno curarse en salud. Por sí o por no, mañana te traigo las
  pastillas de Tolú».
  Con esto se tranquilizó el joven comprendiendo que las miradas no eran
  
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