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Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 23
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negocio de pescado, uniéndose a cierto individuo que lo recibía en
comisión para venderlo al por mayor por seretas de fresco y barriles de
escabeche en la misma estación o en la plaza de la Cebada; pero en los
primeros meses surgieron tales desavenencias con el socio, que Juan
Pablo abandonó la pesca y se dedicó a viajante de comercio. Durante un
par de años estuvo rodando por los ferrocarriles con sus cajas de
muestras. De Barcelona hasta Huelva, y desde Pontevedra a Almería no le
quedó rincón que no visitase, deteniéndose en Madrid todo el tiempo que
podía. Trabajó en sombreros de fieltro, en calzado de Soldevilla, y
derramó por toda la Península, como se esparce sobre el papel la
arenilla de una salvadera, diferentes artículos de comercio. En otra
temporada corrió chocolates, pañuelos y chales _galería_, conservas,
devocionarios y hasta palillos de dientes. Por su diligencia, su
honradez y por la puntualidad con que remitía los fondos recaudados, sus
comitentes le apreciaban mucho. Pero no se sabe cómo se las componía,
que siempre estaba _más pobre que las ratas_, y se lamentaba con
amanerado pesimismo de su pícara suerte. Todas sus ganancias se le iban
_por entre los dedos_, frecuentando mucho los cafés en sus ratos de
descanso, convidando sin tasa a los amigos y dándose la mejor vida
posible en las poblaciones que visitaba. A los funestos resultados de
este sistema llamaba él _haber nacido con mala sombra_. La misma
heterogeneidad y muchedumbre de artículos que corría mermó pronto los
resultados de sus viajes y algunas casas empezaron a retirarle su
confianza, y el aburrido viajante, siempre de mal temple y echando
maldiciones y ternos contra los mercachifles, aspiraba a un cambio de
vida y a ocupación más lucrativa y noble.
Día memorable fue para Juan Pablo aquel en que tropezó con un cierto
amigote de la infancia, camarada suyo en San Isidro. El amigo era
diputado de los que llamaban _cimbros_, y Juan Pablo, que era hombre de
mucha labia, le encareció tanto su aburrimiento de la vida comercial y
lo bien dispuesto que estaba para la administrativa, que el otro se lo
creyó, y hágote empleado. Rubín fue al mes siguiente inspector de
policía en no sé qué provincia. Pero su infame estrella se la había
jurado: a los tres meses cambió la situación política, y mi Rubín
cesante. Había tomado el gusto a la carne de nómina, y ya no podía ser
más que empleado o pretendiente. No sé qué hay en ello, pero es lo
cierto que hasta la cesantía parece que es un goce amargo para ciertas
naturalezas, porque las emociones del pretender las vigorizan y entonan,
y por eso hay muchos que el día que les colocan se mueren. La
irritabilidad les ha dado vida y la sedación brusca les mata. Juan Pablo
sentía increíbles deleites en ir al café, hablar mal del Gobierno,
anticipar nombramientos, darse una vuelta por los ministerios, acechar
al protector en las esquinas de Gobernación o a la salida del Congreso,
dar el salto del tigre y caerle encima cuando le veía venir. Por fin
salió la credencial. Pero, ¡qué demonio!, siempre la condenada suerte
persiguiéndole, porque todos los empleos que le daban eran de lo más
antipático que imaginarse puede. Cuando no era algo de la policía
secreta, era cosa de cárceles o presidios.
Entretanto cuidaba de su hermano pequeño, por quien sentía un cariño que
se confundía con la lástima, a causa de las continuas enfermedades que
el pobre chico padecía. Pasados los veinte años, se vigorizó un poco,
aunque siempre tenía sus arrechuchos; y viéndole más entonado, Juan
Pablo determinó darle una carrera para que no se malograse como él se
malogró, por falta de una dirección fija desde la edad en que se plantea
el porvenir de los hombres. Achacaba el mayor de los Rubín su desgracia
a la disparidad entre sus aptitudes innatas y los medios de
exteriorizarse. «¡Oh, si mi padre me hubiera dado una
carrera!---pensaba---, yo sería hoy algo en el mundo...».
No tardó en recibir un nuevo golpe, pues cuando soñaba con un ascenso le
limpiaron otra vez el comedero. Y he aquí a mi hombre paseándose por
Madrid con las manos en los bolsillos, o viendo correr tontamente las
horas en este y el otro café, hablando de la situación ¡siempre de la
situación, de la guerra y de lo infames, indecentes y mamarrachos que
son los políticos españoles! ¡Duro en ellos! Así se desahogan los
espíritus alborotados y tempestuosos. Y por aquella vez no había
esperanzas para Juan Pablo, porque los _suyos_, los que él llamaba con
tanto énfasis los _míos_, estaban por los suelos, y había lo que llaman
_racha_ en las regiones burocráticas. A veces exploraba el mísero
cesante su conciencia, y se asombraba de no encontrar en ella nada en
qué fundar terminantemente su filiación política. Porque ideas fijas...
Dios las diera; había leído muy poco y nutría su entendimiento de lo que
en los cafés escuchaba y de lo que los periódicos le decían. No sabía
fijamente si era liberal o no, y con el mayor desparpajo del mundo
llamaba _doctrinario_ a cualquiera sin saber lo que la palabra
significaba. Tan pronto sentía en su espíritu, sin saber por qué ni por
qué no, frenético entusiasmo por los derechos del hombre; tan pronto se
le inundaba el alma de gozo oyendo decir que el Gobierno iba a dar mucho
estacazo y a pasarse los tales derechos por las narices.
En tal situación, presentose inopinadamente en Madrid Nicolás Rubín, el
curita peludo, que también tenía sus pretensiones de ingresar no sé si
en el clero castrense o en el catedral, y ambos hermanos celebraron unos
coloquios muy reservados, paseando solos por las afueras. De resultas de
esto, Juan Pablo apareció un día en el café con cierta animación, mucho
desenfado en sus juicios políticos, dándolas de profeta y expresando más
altaneramente que nunca su desprecio de la situación dominante. A los
que de esta manera se conducen, se les mira en los cafés con un poquillo
de respeto y aun con cierta envidia, suponiéndoles conocedores de
secretos de Estado o de alguna intriga muy gorda. «El amigo
Rubín--dijo, en ausencia de él D. Basilio Andrés de la Caña, que era
uno de los puntos fijos en la mesa--, me parece a mí que no juega
limpio con nosotros. Si le van a colocar que lo diga de una vez. ¿Qué
tenemos, viene _la federal_ o qué? _¡Misterios! ¡Meditemos!_... ¿O es
que le lleva cuentos a don Práxedes? Bueno, señores, que se los lleve.
No me importa el espionaje».
Esto pasaba a fines de 1872. De pronto Rubín dijo que iba al extranjero
a reanudar sus trabajos de viajante de comercio. Desapareció de Madrid,
y al cabo de meses se susurró en la tertulia del café que estaba en la
facción, y que D. Carlos le había nombrado algo como contador o
intendente en su Cuartel Real. Súpose más tarde que había ido a
Inglaterra a comprar fusiles, que hizo un alijo cerca de Guetaria, que
vino disfrazado a Madrid y pasó a la Mancha y Andalucía en el verano del
73, cuando la Península, ardiendo por los cuatro costados, era una
inmensa pira a la cual cada español había llevado su tea y el Gobierno
soplaba.
--ii--
Juan Pablo, que siempre se había equivocado en lo referente a sí mismo y
andaba por caminos torcidos, acertó al disponer que su hermano pequeño
siguiese la carrera de Farmacia. Muchas personas que no hacen más que
disparates, poseen esta perspicacia del consejo y de la dirección de los
demás, y no dando pie con bola en los destinos propios, ven claro en los
del prójimo. En tal decisión tuvo además bastante parte un grande amigo
del difunto Nicolás Rubín y de toda la familia (el farmacéutico
Samaniego, dueño de la acreditada botica de la calle del Ave María),
prometiendo tomar bajo sus auspicios a Maximiliano, llevársele de
mancebo o practicante con la mira de que, andando el tiempo, se quedase
al frente del establecimiento.
Empezó Maximiliano sus estudios el 69, y su hermano y su tía le
ponderaban lo bonita que era la Farmacia y lo mucho que con ella se
ganaba, por ser muy caros los medicamentos y muy baratas las primeras
materias: agua del pozo, ceniza del fogón, tierra de los tiestos,
etcétera... El pobre chico, que era muy dócil, con todo se mostraba
conforme. Lo que es entusiasmo, hablando en plata, no lo tenía por esta
carrera ni por otra alguna; no se había despertado en él ningún afán
grande ni esa curiosidad sedienta de que sale la sabiduría. Era tan
endeble que la mayor parte del año estaba enfermo, y su entendimiento no
veía nunca claro en los senos de la ciencia, ni se apoderaba de una idea
sino después de echarle muchas lazadas como si la amarrara. Usaba de su
escasa memoria como de un ave de cetrería para cazar las ideas; pero el
halcón se le marchaba a lo mejor, dejándole con la boca abierta y
mirando al cielo.
Fueron penosísimos los primeros pasos en la carrera. La pereza y la
debilidad le retenían en el lecho por las mañanas más tiempo del
regular, y la pobre doña Lupe pasaba la pena negra para sacarle de las
sábanas. Levantábase ella muy temprano, y se ponía a dar golpes con el
almirez junto a la misma cabeza del durmiente, que las más de las veces
no se daba por entendido de tal estruendo. Luego le hacía cosquillas,
acostaba al gato con él, le retiraba las sábanas con la debida
precaución para que no se enfriase. El sueño se cebaba de tal modo en
aquel cuerpo, por las exigencias de la reparación orgánica, que el
despertar del estudiante era obra de romanos y una de las cosas en que
más energía y constancia desplegaba doña Lupe.
El muchacho estudiaba y quería cumplir con su deber; pero no podía ir
más allá de sus alcances. Doña Lupe le ayudaba a estudiar las
lecciones, animábale en sus desfallecimientos, y cuando le veía apurado
y temeroso por la proximidad de los exámenes, se ponía la mantilla y se
iba a hablar con los profesores. Tales cosas les decía, que el chico
pasaba, aunque con malas notas. Como no estuviese enfermo, asistía
puntualmente a clase, y era de los que traían mayor trajín de notas,
apuntes y cuadernos. Entraba en el aula cargado con aquel fardo, y no
perdía sílaba de lo que el profesor decía.
Era de cuerpo pequeño y no bien conformado, tan endeble que parecía que
se lo iba a llevar el viento, la cabeza chata, el pelo lacio y ralo.
Cuando estaban juntos él y su hermano Nicolás, a cualquiera que les
viese se le ocurriría proponer al segundo que otorgase al primero los
pelos que le sobraban. Nicolás se había llevado todo el cabello de la
familia, y por esta usurpación pilosa, la cabeza de Maximiliano
anunciaba que tendría calva antes de los treinta años. Su piel era
lustrosa, fina, cutis de niño con transparencias de mujer desmedrada y
clorótica. Tenía el hueso de la nariz hundido y chafado, como si fuera
de sustancia blanda y hubiese recibido un golpe, resultando de esto no
sólo fealdad sino obstrucciones de respiración nasal, que eran sin duda
la causa de que tuviera siempre la boca abierta. Su dentadura había
salido con tanta desigualdad que cada pieza estaba, como si dijéramos,
donde le daba la gana. Y menos mal si aquellos condenados huesos no le
molestaran nunca; ¡pero si tenía el pobrecito cada dolor de muelas que
le hacía poner el grito más allá del Cielo! Padecía también de corizas y
las empalmaba, de modo que resultaba un coriza crónico, con la
pituitaria echando fuego y destilando sin cesar. Como ya iba aprendiendo
el oficio, se administraba el yoduro de potasio en todas las formas
posibles, y andaba siempre con un canuto en la boca aspirando brea,
demonios o no sé qué.
Dígase lo que se quiera, Rubín no tenía ilusión ninguna con la Farmacia.
Mas no estaba vacía de aspiraciones altas el alma de aquel joven, tan
desfavorecido por la Naturaleza que física y moralmente parecía hecho de
sobras. A los dos o tres años de carrera, aquel molusco empezó a sentir
vibraciones de hombre, y aquel ciego de nacimiento empezó a entrever las
fases grandes y gloriosas del astro de la vida. Vivía doña Lupe en
aquella parte del barrio de Salamanca que llamaban _Pajaritos_.
Maximiliano veía desde la ventana de su tercer piso a los alumnos de
Estado Mayor, cuando la Escuela estaba en el 40 antiguo de la calle de
Serrano; y no hay idea de la admiración que le causaban aquellos
jóvenes, ni del arrobamiento que le producía la franja azul en el
pantalón, el ros, la levita con las hojas de roble bordadas en el
cuello, y la espada... ¡tan chicos algunos y ya con espada! Algunas
noches, Maximiliano soñaba que tenía su tizona, bigote y uniforme, y
hablaba dormido. Despierto deliraba también, figurándose haber crecido
una cuarta, tener las piernas derechas y el cuerpo no tan caído para
adelante, imaginándose que se le arreglaba la nariz, que le brotaba el
pelo y que se le ponía un empaque marcial como el del más pintado. ¡Qué
suerte tan negra! Si él no fuera tan desgarbado de cuerpo y le hubieran
puesto a estudiar aquella carrera, ¡cuánto se habría aplicado!
Seguramente, a fuerza de sobar los libros, le habría salido el talento,
como se saca lumbre a la madera frotándola mucho.
Los sábados por la tarde, cuando los alumnos iban al ejercicio con su
fusil al hombro, Maximiliano se iba tras ellos para verles maniobrar, y
la fascinación de este espectáculo durábale hasta el lunes. En la clase
misma, que por la placidez del local y la monotonía de la lección
convidaba a la somnolencia, se ponía a jugar con la fantasía y a
provocar y encender la ilusión. El resultado era un completo éxtasis, y
al través de la explicación sobre las propiedades terapéuticas de las
tinturas madres, veía a los alumnos militares en su estudio táctico de
campo, como se puede ver un paisaje al través de una vidriera de
colores.
Los chicos de la clase de Botánica se entretenían en ponerse motes
semejantes a las nomenclaturas de Linneo. A un tal Anacleto que se las
tiraba de muy fino y muy señorito, le llamaban _Anacletus
obsequiosissimus_; a Encinas, que era de muy corta estatura, le llamaban
_Quercus gigantea_. Olmedo era muy abandonado y le caía admirablemente
el _Ulmus sylvestris_. Narciso Puerta era feo, sucio y mal oliente.
Pusiéronle _Pseudo-Narcissus odoripherus_. A otro que era muy pobre y
gozaba de un empleíto, le pusieron _Christophorus oficinalis_ y por
último, a Maximiliano Rubín, que era feísimo, desmañado y de muy cortos
alcances, se le llamó durante toda la carrera _Rubinius vulgaris_.
Al entrar el año de 1874, tenía Maximiliano veinticinco y no
representaba aún más de veinte. Carecía de bigote, pero no de granos que
le salían en diferentes puntos de la cara. A los veintitrés años tuvo
una fiebre nerviosa que puso en peligro su vida; pero cuando salió de
ella parecía un poco más fuerte; ya no era su respiración tan fatigosa
ni sus corizas tan tenaces, y hasta los condenados raigones de sus
muelas parecían más civilizados. No usaba ya el ioduro tan a pasto ni el
canuto de brea, y sólo las jaquecas persistían, como esos amigos
machacones cuya visita periódica causa espanto. Juan Pablo estaba
entonces en el Cuartel Real, y doña Lupe dejaba a Maximiliano en
libertad, porque le creía inaccesible a los vicios por razón de su
pobreza física, de su natural apático y de la timidez que era el
resultado de aquellas desventajas. Y además de libertad, dábale su tía
algún dinero para sus placeres de mozo, segura de que no había de
gastarlo sino con mucho pulso. Inclinábase el chico a economizar, y
tenía una hucha de barro en la cual iba metiendo las monedas de plata y
algún centén de oro que le daban sus hermanos cuando venían a Madrid. En
la ropa era muy mirado, y gustaba de hacerse trajes baratos y de moda,
que cuidaba como a las niñas de sus ojos. De esto le sobrevino alguna
presunción, y gracias a ella su figura no parecía tan mala como era
realmente. Tenía su buena capa de embozos colorados; por la noche se
liaba en ella, metíase en el tranvía y se iba a dar una vuelta hasta las
once, rara vez hasta las doce. Por aquel tiempo se mudó doña Lupe a
Chamberí, buscando siempre casas baratas, y Maximiliano fue perdiendo
poco a poco la ilusión de los alumnos de Estado Mayor.
Su timidez, lejos de disminuir con los años, parecía que aumentaba.
Creía que todos se burlaban de él considerándole insignificante y para
poco. Exageraba sin duda su inferioridad, y su desaliento le hacía huir
del trato social. Cuando le era forzoso ir a alguna visita, la casa en
que debía entrar imponíale miedo, aun vista por fuera, y estaba dando
vueltas por la calle antes de decidirse a penetrar en ella. Temía
encontrar a alguien que le mirara con malicia, y pensaba lo que había de
decir, aconteciendo las más de las veces que no decía nada. Ciertas
personas le infundían un respeto que casi casi era pánico, y al verlas
venir por la calle se pasaba a la otra acera. Estas personas no le
habían hecho daño alguno; al contrario, eran amigos de su padre, o de
doña Lupe o de Juan Pablo. Cuando iba al café con los amigos, estaba muy
bien si no había más que dos o tres. En este caso hasta se le soltaba la
lengua y se ponía a hablar sobre cualquier asunto. Pero como se
reunieran seis u ocho personas, enmudecía, incapaz de tener una opinión
sobre nada. Si se veía obligado a expresarse, o porque se querían
_quedar con él_ o porque sin malicia le preguntaban algo, ya estaba mi
hombre como la grana y tartamudeando.
Por esto le gustaba más, cuando el tiempo no era muy frío, vagar por las
calles, embozadito en su pañosa, viendo escaparates y la gente que iba y
venía, parándose en los corros en que cantaba un ciego, y mirando por
las ventanas de los cafés. En estas excursiones podía muy bien emplear
dos horas sin cansarse, y desde que se daba cuerda y cogía impulso, el
cerebro se le iba calentando, calentando hasta llegar a una presión
altísima en que el joven errante se figuraba estar persiguiendo
aventuras y ser muy otro de lo que era. La calle con su bullicio y la
diversidad de cosas que en ella se ven, ofrecía gran incentivo a aquella
imaginación, que al desarrollarse tarde, solía desplegar los bríos de
que dan muestras algunos enfermos graves. Al principio no le llamaban la
atención las mujeres que encontraba; pero al poco tiempo empezó a
distinguir las guapas de las que no lo eran, y se iba en seguimiento de
alguna, por puro éxtasis de aventura, hasta que encontraba otra mejor y
la seguía también. Pronto supo distinguir de _clases_, es decir, llegó a
tener tan buen ojo, que conocía al instante las que eran honradas y las
que no. Su amigo _Ulmus sylvestris_, que a veces le acompañaba, indújole
a romper la reserva que su encogimiento le imponía, y Maximiliano
conoció a algunas que había visto más de una vez y que le habían
parecido muy guapetonas. Pero su alma permanecía serena en medio de sus
tentativas viciosas: las mismas con quienes pasó ratos agradables le
repugnaban después, y como las viera venir por la calle, les huía el
bulto.
Agradábale más vagar solo que en compañía de Olmedo, porque este le
distraía, y el goce de Maximiliano consistía en pensar e imaginar
libremente y a sus anchas, figurándose realidades y volando sin tropiezo
por los espacios de lo posible, aunque fuera improbable. Andar, andar y
soñar al compás de las piernas, como si su alma repitiera una música
cuyo ritmo marcaban los pasos, era lo que a él le deleitaba. Y como
encontrara mujeres bonitas, solas, en parejas o en grupos, bien con
toquilla a la cabeza o con manto, gozaba mucho en afirmarse a sí mismo
que _aquellas eran honradas_, y en seguirlas hasta ver a dónde iban.
«¡Una honrada! ¡Que me quiera una honrada!». Tal era su ilusión... Pero
no había que pensar en tal cosa. Sólo de pensar que le dirigía la
palabra a una honrada, le temblaban las carnes. ¡Si cuando iba a su casa
y estaban en ella Rufinita Torquemada o la señora de Samaniego con su
hija Olimpia, se metía en la cocina por no verse obligado a
saludarlas...!
--iii--
De esta manera aquel misántropo llegó a vivir más con la visión interna
que con la externa. El que antes era como una ostra había venido a ser
algo como un poeta. Vivía dos existencias, la del pan y la de las
quimeras. Esta la hacía a veces tan espléndida y tal alta, que cuando
caía de ella a la del pan, estaba todo molido y maltrecho. Tenía
Maximiliano momentos en que se llegaba a convencer de que era otro, esto
siempre de noche y en la soledad vagabunda de sus paseos. Bien era
oficial de ejército y tenía una cuarta más de alto, nariz aguileña,
mucha fuerza muscular y una cabeza... una cabeza que no le dolía nunca;
o bien un paisano pudiente y muy galán, que hablaba por los codos sin
turbarse nunca, capaz de echarle una flor a la mujer más arisca, y que
estaba en sociedad de mujeres como el pez en el agua. Pues como dije, se
iba calentando de tal modo los sesos, que se lo llegaba a creer. Y si
aquello le durara, sería tan loco como cualquiera de los que están en
Leganés. La suerte suya era que aquello se pasaba, como pasaría una
jaqueca; pero la alucinación recobraba su imperio durante el sueño, y
allí eran los disparates y el teje maneje de unas aventuras generalmente
muy tiernas, muy por lo fino, con abnegaciones, sacrificios, heroísmos y
otros fenómenos sublimes del alma. Al despertar, en ese momento en que
los juicios de la realidad se confunden con las imágenes mentirosas del
sueño y hay en el cerebro un crepúsculo, una discusión vaga entre lo que
es verdad y lo que no lo es, el engaño persistía un rato, y Maximiliano
hacía por retenerlo, volviendo a cerrar los ojos y atrayendo las
imágenes que se dispersaban. «Verdaderamente--decía él--, ¿por qué ha de
ser una cosa más real que la otra? ¿Por qué no ha de ser sueño lo del
día y vida efectiva lo de la noche? Es cuestión de nombres y de que
diéramos en llamar _dormir_ a lo que llamamos _despertar_, y _acostarse_
al _levantarse_... ¿Qué razón hay para que no diga yo ahora mientras me
visto: 'Maximiliano, ahora te estás echando a dormir. Vas a pasar mala
noche, con pesadilla y todo, o sea con clase de _Materia farmacéutica
animal_...?'».
El tal _Ulmus sylvestris_ era un chico simpático, buen mozo, alegre y de
cabeza un tanto ligera. De todos los compañeros de _Rubinius vulgaris_,
aquel era el que más le quería, y Maximiliano le pagaba con un cariño
que tenía algo de respeto. Llevaba Olmedo una vida muy poco ejemplar,
mudando cada mes de casa de huéspedes, pasándose las noches en lugares
pecaminosos, y haciendo todos los disparates estudiantiles, como si
fueran un programa que había que cumplir sin remedio. Últimamente vivía
con una tal Feliciana, graciosa y muy corrida, dándose importancia con
ello, como si el _entretener_ mujeres fuese una carrera en que había que
matricularse para ganar título de hombre hecho y derecho. Dábale él lo
poco que tenía, y ella afanaba por su lado para ir viviendo, un día con
estrecheces, otro con rumbo y siempre con la mayor despreocupación.
Tomaba él en serio este género de vida, y cuando tenía dinero, invitaba
a sus amigos a _tomar un bacalao_ en su _hotel_, dándose unos aires de
hombre de mundo y pillín, con cierta imitación mala del desgaire
parisiense que conocía por las novelas de Paul de Kock. Feliciana era
de Valencia, y ponía muy bien el arroz; pero el servicio de la mesa y
la mesa misma tenían que ver. Y Olmedo lo hacía todo tan al vivo y tan
con arreglo a programa, que se emborrachaba sin gustarle el vino,
cantaba flamenco sin saberlo cantar, destrozaba la guitarra y hacía
todos los desatinos que, a su parecer, constituían el rito de perdido;
pues a él se le antojó ser perdido, como otros son masones o caballeros
cruzados, por el prurito de desempeñar papeles y de tener una
significación. Si existiera el uniforme de perdido, Olmedo se lo hubiera
puesto con verdadero entusiasmo, y sentía que no hubiese un distintivo
cualquiera, cinta, plumacho o galón, para salir con él, diciendo
tácitamente: «Vean ustedes lo perdulario que soy». Y en el fondo era un
infeliz. Aquello no era más que una prolongación viciosa de la _edad del
pavo_.
Maximiliano no iba nunca a las francachelas de su amigo, aunque este le
convidaba siempre. Pero se informaba de la salud de Feliciana, como si
fuera una señora, y Olmedo también tomaba esto en serio, diciendo: «La
tengo un poquillo delicada. Hoy le he dicho a Orfila que se pase por
casa». Este Orfila era un estudiantillo de último año de Medicina, que
se llamaba lo mismo que el célebre doctor, y curaba, es decir, recetaba
a los amigos y a las amigas de los amigos.
Un día, al salir de clase, dijo Olmedo a Rubín: «Vete por casa si
quieres ver una mujer... hasta allí. Es una amiga de Feliciana, que se
ha ido a nuestro _hotel_ unos días mientras encuentra colocación».
--¿Es honrada?--preguntó Rubín, mostrando en su tono la importancia que
daba a la honradez.
--¡Honrada!, ¡qué narices!--exclamó el perdis riendo--. ¿Pero tú crees
que hay alguna mujer que sea... lo que se llama honrada?
Esto lo dijo con aplomo filosófico, el sombrero inclinado sobre la sien
derecha como distintivo de sus ideas acerca de la depravación humana. Ya
no había mujeres honradas: lo decía un conocedor profundo de la sociedad
y del vicio. El escepticismo de Olmedo era signo de infancia, un
desorden de transición fisiológica, algo como una segunda dentición.
Todo se reduce a echar muchas babas, y luego ya viene el hombre con
otras ideas y otra manera de ser.
«¡Con que no es honrada!...» apuntó Maximiliano, que habría deseado que
todas las hembras lo fueran.
--¿Qué ha de ser, hombre?... ¡Buena púa está! Llegó a Madrid no hace
mucho tiempo con un barbián... creo que tratante en fusiles. ¡Traían un
tren, chico!... La vi una noche... Te juro que daba el puro opio.
Parecía del propio París... Pero yo no sé lo que pasó, ¡narices!
Aquel señor no jugaba limpio, y una mañana se largó dejando un pico muy
grande en la casa de huéspedes, y otro pico no sé dónde, y picos y
picos... Total, que la pobre tuvo que empeñar todos sus trapos y se
quedó con lo puesto, nada más que con lo puesto, cuando lo tiene puesto
se entiende. Feliciana se la encontró no sé dónde hecha un mar de
lágrimas, y le dijo: «vente a mi casa». ¡Allí está! Hace sus saliditas,
ojo al Cristo, para lo cual Feliciana le presta su ropa. No te creas; es
una chica muy buena. ¡Tiene un ángel...!
Por la noche fue Maximiliano al _hotel_ de Feliciana, tercer piso en la
calle de Pelayo, y al entrar, lo primero que vio... Es que junto a la
puerta de entrada había un cuartito pequeño, que era donde moraba la
huéspeda, y esta salía de su escondrijo cuando Rubín entraba. Feliciana
había salido a abrir con el quinqué en la mano, porque lo llevaba para
la sala, y a la luz vivísima del petróleo sin pantalla, encaró
Maximiliano con la más extraordinaria hermosura que hasta entonces
habían visto sus ojos. Ella le miró a él como a una cosa rara, y él a
ella como a sobrenatural aparición.
Pasó Rubín a la salita, y dejando su capa, se sentó en un sillón de hule
cuyos muelles asesinaban la parte del cuerpo que sobre ellos caía.
Olmedo quería que su amigo jugase con él a la siete y media; pero como
Maximiliano se negase a ello, empezó a hacer solitarios. Puso Feliciana
sobre la luz una pantalla de figurines vestidos con pegotes de trapo, y
después se echó con indolencia en la butaca, abrigándose con su mantón
alfombrado.
«Fortunata--gritó llamando a su amiga, que daba vueltas por toda la casa
como si buscara alguna cosa--. ¿Qué se te ha perdido?».
--Chica, mi toquilla azul.--¿Vas a salir ya?--Sí: ¿qué hora es?
Rubín se alegró de aquella ocasión que se le presentaba de prestar un
servicio a mujer tan hermosa, y sacando su reloj con mucha solemnidad,
dijo: «Las nueve menos siete minutos... y medio». No podía decirse la
hora con exactitud más escrupulosa.
«Ya ves--dijo Feliciana--. tienes tiempo... Hasta las diez. Con que
salgas de aquí a las diez menos cuarto... ¿Pero esa toquilla?... Mírala,
mírala en esa silla junto a la cómoda».
--¡Ay!, hija... si llega a ser perro me muerde.
Se la puso, envolviéndose la cabeza, echando miradas a un espejo de
marco negro que sobre la cómoda estaba, y después se sentó en una silla
a hacer tiempo. Entonces Maximiliano la miró mejor. No se hartaba de
mirarla, y una obstrucción singular se le fijó en el pecho, cortándole
comisión para venderlo al por mayor por seretas de fresco y barriles de
escabeche en la misma estación o en la plaza de la Cebada; pero en los
primeros meses surgieron tales desavenencias con el socio, que Juan
Pablo abandonó la pesca y se dedicó a viajante de comercio. Durante un
par de años estuvo rodando por los ferrocarriles con sus cajas de
muestras. De Barcelona hasta Huelva, y desde Pontevedra a Almería no le
quedó rincón que no visitase, deteniéndose en Madrid todo el tiempo que
podía. Trabajó en sombreros de fieltro, en calzado de Soldevilla, y
derramó por toda la Península, como se esparce sobre el papel la
arenilla de una salvadera, diferentes artículos de comercio. En otra
temporada corrió chocolates, pañuelos y chales _galería_, conservas,
devocionarios y hasta palillos de dientes. Por su diligencia, su
honradez y por la puntualidad con que remitía los fondos recaudados, sus
comitentes le apreciaban mucho. Pero no se sabe cómo se las componía,
que siempre estaba _más pobre que las ratas_, y se lamentaba con
amanerado pesimismo de su pícara suerte. Todas sus ganancias se le iban
_por entre los dedos_, frecuentando mucho los cafés en sus ratos de
descanso, convidando sin tasa a los amigos y dándose la mejor vida
posible en las poblaciones que visitaba. A los funestos resultados de
este sistema llamaba él _haber nacido con mala sombra_. La misma
heterogeneidad y muchedumbre de artículos que corría mermó pronto los
resultados de sus viajes y algunas casas empezaron a retirarle su
confianza, y el aburrido viajante, siempre de mal temple y echando
maldiciones y ternos contra los mercachifles, aspiraba a un cambio de
vida y a ocupación más lucrativa y noble.
Día memorable fue para Juan Pablo aquel en que tropezó con un cierto
amigote de la infancia, camarada suyo en San Isidro. El amigo era
diputado de los que llamaban _cimbros_, y Juan Pablo, que era hombre de
mucha labia, le encareció tanto su aburrimiento de la vida comercial y
lo bien dispuesto que estaba para la administrativa, que el otro se lo
creyó, y hágote empleado. Rubín fue al mes siguiente inspector de
policía en no sé qué provincia. Pero su infame estrella se la había
jurado: a los tres meses cambió la situación política, y mi Rubín
cesante. Había tomado el gusto a la carne de nómina, y ya no podía ser
más que empleado o pretendiente. No sé qué hay en ello, pero es lo
cierto que hasta la cesantía parece que es un goce amargo para ciertas
naturalezas, porque las emociones del pretender las vigorizan y entonan,
y por eso hay muchos que el día que les colocan se mueren. La
irritabilidad les ha dado vida y la sedación brusca les mata. Juan Pablo
sentía increíbles deleites en ir al café, hablar mal del Gobierno,
anticipar nombramientos, darse una vuelta por los ministerios, acechar
al protector en las esquinas de Gobernación o a la salida del Congreso,
dar el salto del tigre y caerle encima cuando le veía venir. Por fin
salió la credencial. Pero, ¡qué demonio!, siempre la condenada suerte
persiguiéndole, porque todos los empleos que le daban eran de lo más
antipático que imaginarse puede. Cuando no era algo de la policía
secreta, era cosa de cárceles o presidios.
Entretanto cuidaba de su hermano pequeño, por quien sentía un cariño que
se confundía con la lástima, a causa de las continuas enfermedades que
el pobre chico padecía. Pasados los veinte años, se vigorizó un poco,
aunque siempre tenía sus arrechuchos; y viéndole más entonado, Juan
Pablo determinó darle una carrera para que no se malograse como él se
malogró, por falta de una dirección fija desde la edad en que se plantea
el porvenir de los hombres. Achacaba el mayor de los Rubín su desgracia
a la disparidad entre sus aptitudes innatas y los medios de
exteriorizarse. «¡Oh, si mi padre me hubiera dado una
carrera!---pensaba---, yo sería hoy algo en el mundo...».
No tardó en recibir un nuevo golpe, pues cuando soñaba con un ascenso le
limpiaron otra vez el comedero. Y he aquí a mi hombre paseándose por
Madrid con las manos en los bolsillos, o viendo correr tontamente las
horas en este y el otro café, hablando de la situación ¡siempre de la
situación, de la guerra y de lo infames, indecentes y mamarrachos que
son los políticos españoles! ¡Duro en ellos! Así se desahogan los
espíritus alborotados y tempestuosos. Y por aquella vez no había
esperanzas para Juan Pablo, porque los _suyos_, los que él llamaba con
tanto énfasis los _míos_, estaban por los suelos, y había lo que llaman
_racha_ en las regiones burocráticas. A veces exploraba el mísero
cesante su conciencia, y se asombraba de no encontrar en ella nada en
qué fundar terminantemente su filiación política. Porque ideas fijas...
Dios las diera; había leído muy poco y nutría su entendimiento de lo que
en los cafés escuchaba y de lo que los periódicos le decían. No sabía
fijamente si era liberal o no, y con el mayor desparpajo del mundo
llamaba _doctrinario_ a cualquiera sin saber lo que la palabra
significaba. Tan pronto sentía en su espíritu, sin saber por qué ni por
qué no, frenético entusiasmo por los derechos del hombre; tan pronto se
le inundaba el alma de gozo oyendo decir que el Gobierno iba a dar mucho
estacazo y a pasarse los tales derechos por las narices.
En tal situación, presentose inopinadamente en Madrid Nicolás Rubín, el
curita peludo, que también tenía sus pretensiones de ingresar no sé si
en el clero castrense o en el catedral, y ambos hermanos celebraron unos
coloquios muy reservados, paseando solos por las afueras. De resultas de
esto, Juan Pablo apareció un día en el café con cierta animación, mucho
desenfado en sus juicios políticos, dándolas de profeta y expresando más
altaneramente que nunca su desprecio de la situación dominante. A los
que de esta manera se conducen, se les mira en los cafés con un poquillo
de respeto y aun con cierta envidia, suponiéndoles conocedores de
secretos de Estado o de alguna intriga muy gorda. «El amigo
Rubín--dijo, en ausencia de él D. Basilio Andrés de la Caña, que era
uno de los puntos fijos en la mesa--, me parece a mí que no juega
limpio con nosotros. Si le van a colocar que lo diga de una vez. ¿Qué
tenemos, viene _la federal_ o qué? _¡Misterios! ¡Meditemos!_... ¿O es
que le lleva cuentos a don Práxedes? Bueno, señores, que se los lleve.
No me importa el espionaje».
Esto pasaba a fines de 1872. De pronto Rubín dijo que iba al extranjero
a reanudar sus trabajos de viajante de comercio. Desapareció de Madrid,
y al cabo de meses se susurró en la tertulia del café que estaba en la
facción, y que D. Carlos le había nombrado algo como contador o
intendente en su Cuartel Real. Súpose más tarde que había ido a
Inglaterra a comprar fusiles, que hizo un alijo cerca de Guetaria, que
vino disfrazado a Madrid y pasó a la Mancha y Andalucía en el verano del
73, cuando la Península, ardiendo por los cuatro costados, era una
inmensa pira a la cual cada español había llevado su tea y el Gobierno
soplaba.
--ii--
Juan Pablo, que siempre se había equivocado en lo referente a sí mismo y
andaba por caminos torcidos, acertó al disponer que su hermano pequeño
siguiese la carrera de Farmacia. Muchas personas que no hacen más que
disparates, poseen esta perspicacia del consejo y de la dirección de los
demás, y no dando pie con bola en los destinos propios, ven claro en los
del prójimo. En tal decisión tuvo además bastante parte un grande amigo
del difunto Nicolás Rubín y de toda la familia (el farmacéutico
Samaniego, dueño de la acreditada botica de la calle del Ave María),
prometiendo tomar bajo sus auspicios a Maximiliano, llevársele de
mancebo o practicante con la mira de que, andando el tiempo, se quedase
al frente del establecimiento.
Empezó Maximiliano sus estudios el 69, y su hermano y su tía le
ponderaban lo bonita que era la Farmacia y lo mucho que con ella se
ganaba, por ser muy caros los medicamentos y muy baratas las primeras
materias: agua del pozo, ceniza del fogón, tierra de los tiestos,
etcétera... El pobre chico, que era muy dócil, con todo se mostraba
conforme. Lo que es entusiasmo, hablando en plata, no lo tenía por esta
carrera ni por otra alguna; no se había despertado en él ningún afán
grande ni esa curiosidad sedienta de que sale la sabiduría. Era tan
endeble que la mayor parte del año estaba enfermo, y su entendimiento no
veía nunca claro en los senos de la ciencia, ni se apoderaba de una idea
sino después de echarle muchas lazadas como si la amarrara. Usaba de su
escasa memoria como de un ave de cetrería para cazar las ideas; pero el
halcón se le marchaba a lo mejor, dejándole con la boca abierta y
mirando al cielo.
Fueron penosísimos los primeros pasos en la carrera. La pereza y la
debilidad le retenían en el lecho por las mañanas más tiempo del
regular, y la pobre doña Lupe pasaba la pena negra para sacarle de las
sábanas. Levantábase ella muy temprano, y se ponía a dar golpes con el
almirez junto a la misma cabeza del durmiente, que las más de las veces
no se daba por entendido de tal estruendo. Luego le hacía cosquillas,
acostaba al gato con él, le retiraba las sábanas con la debida
precaución para que no se enfriase. El sueño se cebaba de tal modo en
aquel cuerpo, por las exigencias de la reparación orgánica, que el
despertar del estudiante era obra de romanos y una de las cosas en que
más energía y constancia desplegaba doña Lupe.
El muchacho estudiaba y quería cumplir con su deber; pero no podía ir
más allá de sus alcances. Doña Lupe le ayudaba a estudiar las
lecciones, animábale en sus desfallecimientos, y cuando le veía apurado
y temeroso por la proximidad de los exámenes, se ponía la mantilla y se
iba a hablar con los profesores. Tales cosas les decía, que el chico
pasaba, aunque con malas notas. Como no estuviese enfermo, asistía
puntualmente a clase, y era de los que traían mayor trajín de notas,
apuntes y cuadernos. Entraba en el aula cargado con aquel fardo, y no
perdía sílaba de lo que el profesor decía.
Era de cuerpo pequeño y no bien conformado, tan endeble que parecía que
se lo iba a llevar el viento, la cabeza chata, el pelo lacio y ralo.
Cuando estaban juntos él y su hermano Nicolás, a cualquiera que les
viese se le ocurriría proponer al segundo que otorgase al primero los
pelos que le sobraban. Nicolás se había llevado todo el cabello de la
familia, y por esta usurpación pilosa, la cabeza de Maximiliano
anunciaba que tendría calva antes de los treinta años. Su piel era
lustrosa, fina, cutis de niño con transparencias de mujer desmedrada y
clorótica. Tenía el hueso de la nariz hundido y chafado, como si fuera
de sustancia blanda y hubiese recibido un golpe, resultando de esto no
sólo fealdad sino obstrucciones de respiración nasal, que eran sin duda
la causa de que tuviera siempre la boca abierta. Su dentadura había
salido con tanta desigualdad que cada pieza estaba, como si dijéramos,
donde le daba la gana. Y menos mal si aquellos condenados huesos no le
molestaran nunca; ¡pero si tenía el pobrecito cada dolor de muelas que
le hacía poner el grito más allá del Cielo! Padecía también de corizas y
las empalmaba, de modo que resultaba un coriza crónico, con la
pituitaria echando fuego y destilando sin cesar. Como ya iba aprendiendo
el oficio, se administraba el yoduro de potasio en todas las formas
posibles, y andaba siempre con un canuto en la boca aspirando brea,
demonios o no sé qué.
Dígase lo que se quiera, Rubín no tenía ilusión ninguna con la Farmacia.
Mas no estaba vacía de aspiraciones altas el alma de aquel joven, tan
desfavorecido por la Naturaleza que física y moralmente parecía hecho de
sobras. A los dos o tres años de carrera, aquel molusco empezó a sentir
vibraciones de hombre, y aquel ciego de nacimiento empezó a entrever las
fases grandes y gloriosas del astro de la vida. Vivía doña Lupe en
aquella parte del barrio de Salamanca que llamaban _Pajaritos_.
Maximiliano veía desde la ventana de su tercer piso a los alumnos de
Estado Mayor, cuando la Escuela estaba en el 40 antiguo de la calle de
Serrano; y no hay idea de la admiración que le causaban aquellos
jóvenes, ni del arrobamiento que le producía la franja azul en el
pantalón, el ros, la levita con las hojas de roble bordadas en el
cuello, y la espada... ¡tan chicos algunos y ya con espada! Algunas
noches, Maximiliano soñaba que tenía su tizona, bigote y uniforme, y
hablaba dormido. Despierto deliraba también, figurándose haber crecido
una cuarta, tener las piernas derechas y el cuerpo no tan caído para
adelante, imaginándose que se le arreglaba la nariz, que le brotaba el
pelo y que se le ponía un empaque marcial como el del más pintado. ¡Qué
suerte tan negra! Si él no fuera tan desgarbado de cuerpo y le hubieran
puesto a estudiar aquella carrera, ¡cuánto se habría aplicado!
Seguramente, a fuerza de sobar los libros, le habría salido el talento,
como se saca lumbre a la madera frotándola mucho.
Los sábados por la tarde, cuando los alumnos iban al ejercicio con su
fusil al hombro, Maximiliano se iba tras ellos para verles maniobrar, y
la fascinación de este espectáculo durábale hasta el lunes. En la clase
misma, que por la placidez del local y la monotonía de la lección
convidaba a la somnolencia, se ponía a jugar con la fantasía y a
provocar y encender la ilusión. El resultado era un completo éxtasis, y
al través de la explicación sobre las propiedades terapéuticas de las
tinturas madres, veía a los alumnos militares en su estudio táctico de
campo, como se puede ver un paisaje al través de una vidriera de
colores.
Los chicos de la clase de Botánica se entretenían en ponerse motes
semejantes a las nomenclaturas de Linneo. A un tal Anacleto que se las
tiraba de muy fino y muy señorito, le llamaban _Anacletus
obsequiosissimus_; a Encinas, que era de muy corta estatura, le llamaban
_Quercus gigantea_. Olmedo era muy abandonado y le caía admirablemente
el _Ulmus sylvestris_. Narciso Puerta era feo, sucio y mal oliente.
Pusiéronle _Pseudo-Narcissus odoripherus_. A otro que era muy pobre y
gozaba de un empleíto, le pusieron _Christophorus oficinalis_ y por
último, a Maximiliano Rubín, que era feísimo, desmañado y de muy cortos
alcances, se le llamó durante toda la carrera _Rubinius vulgaris_.
Al entrar el año de 1874, tenía Maximiliano veinticinco y no
representaba aún más de veinte. Carecía de bigote, pero no de granos que
le salían en diferentes puntos de la cara. A los veintitrés años tuvo
una fiebre nerviosa que puso en peligro su vida; pero cuando salió de
ella parecía un poco más fuerte; ya no era su respiración tan fatigosa
ni sus corizas tan tenaces, y hasta los condenados raigones de sus
muelas parecían más civilizados. No usaba ya el ioduro tan a pasto ni el
canuto de brea, y sólo las jaquecas persistían, como esos amigos
machacones cuya visita periódica causa espanto. Juan Pablo estaba
entonces en el Cuartel Real, y doña Lupe dejaba a Maximiliano en
libertad, porque le creía inaccesible a los vicios por razón de su
pobreza física, de su natural apático y de la timidez que era el
resultado de aquellas desventajas. Y además de libertad, dábale su tía
algún dinero para sus placeres de mozo, segura de que no había de
gastarlo sino con mucho pulso. Inclinábase el chico a economizar, y
tenía una hucha de barro en la cual iba metiendo las monedas de plata y
algún centén de oro que le daban sus hermanos cuando venían a Madrid. En
la ropa era muy mirado, y gustaba de hacerse trajes baratos y de moda,
que cuidaba como a las niñas de sus ojos. De esto le sobrevino alguna
presunción, y gracias a ella su figura no parecía tan mala como era
realmente. Tenía su buena capa de embozos colorados; por la noche se
liaba en ella, metíase en el tranvía y se iba a dar una vuelta hasta las
once, rara vez hasta las doce. Por aquel tiempo se mudó doña Lupe a
Chamberí, buscando siempre casas baratas, y Maximiliano fue perdiendo
poco a poco la ilusión de los alumnos de Estado Mayor.
Su timidez, lejos de disminuir con los años, parecía que aumentaba.
Creía que todos se burlaban de él considerándole insignificante y para
poco. Exageraba sin duda su inferioridad, y su desaliento le hacía huir
del trato social. Cuando le era forzoso ir a alguna visita, la casa en
que debía entrar imponíale miedo, aun vista por fuera, y estaba dando
vueltas por la calle antes de decidirse a penetrar en ella. Temía
encontrar a alguien que le mirara con malicia, y pensaba lo que había de
decir, aconteciendo las más de las veces que no decía nada. Ciertas
personas le infundían un respeto que casi casi era pánico, y al verlas
venir por la calle se pasaba a la otra acera. Estas personas no le
habían hecho daño alguno; al contrario, eran amigos de su padre, o de
doña Lupe o de Juan Pablo. Cuando iba al café con los amigos, estaba muy
bien si no había más que dos o tres. En este caso hasta se le soltaba la
lengua y se ponía a hablar sobre cualquier asunto. Pero como se
reunieran seis u ocho personas, enmudecía, incapaz de tener una opinión
sobre nada. Si se veía obligado a expresarse, o porque se querían
_quedar con él_ o porque sin malicia le preguntaban algo, ya estaba mi
hombre como la grana y tartamudeando.
Por esto le gustaba más, cuando el tiempo no era muy frío, vagar por las
calles, embozadito en su pañosa, viendo escaparates y la gente que iba y
venía, parándose en los corros en que cantaba un ciego, y mirando por
las ventanas de los cafés. En estas excursiones podía muy bien emplear
dos horas sin cansarse, y desde que se daba cuerda y cogía impulso, el
cerebro se le iba calentando, calentando hasta llegar a una presión
altísima en que el joven errante se figuraba estar persiguiendo
aventuras y ser muy otro de lo que era. La calle con su bullicio y la
diversidad de cosas que en ella se ven, ofrecía gran incentivo a aquella
imaginación, que al desarrollarse tarde, solía desplegar los bríos de
que dan muestras algunos enfermos graves. Al principio no le llamaban la
atención las mujeres que encontraba; pero al poco tiempo empezó a
distinguir las guapas de las que no lo eran, y se iba en seguimiento de
alguna, por puro éxtasis de aventura, hasta que encontraba otra mejor y
la seguía también. Pronto supo distinguir de _clases_, es decir, llegó a
tener tan buen ojo, que conocía al instante las que eran honradas y las
que no. Su amigo _Ulmus sylvestris_, que a veces le acompañaba, indújole
a romper la reserva que su encogimiento le imponía, y Maximiliano
conoció a algunas que había visto más de una vez y que le habían
parecido muy guapetonas. Pero su alma permanecía serena en medio de sus
tentativas viciosas: las mismas con quienes pasó ratos agradables le
repugnaban después, y como las viera venir por la calle, les huía el
bulto.
Agradábale más vagar solo que en compañía de Olmedo, porque este le
distraía, y el goce de Maximiliano consistía en pensar e imaginar
libremente y a sus anchas, figurándose realidades y volando sin tropiezo
por los espacios de lo posible, aunque fuera improbable. Andar, andar y
soñar al compás de las piernas, como si su alma repitiera una música
cuyo ritmo marcaban los pasos, era lo que a él le deleitaba. Y como
encontrara mujeres bonitas, solas, en parejas o en grupos, bien con
toquilla a la cabeza o con manto, gozaba mucho en afirmarse a sí mismo
que _aquellas eran honradas_, y en seguirlas hasta ver a dónde iban.
«¡Una honrada! ¡Que me quiera una honrada!». Tal era su ilusión... Pero
no había que pensar en tal cosa. Sólo de pensar que le dirigía la
palabra a una honrada, le temblaban las carnes. ¡Si cuando iba a su casa
y estaban en ella Rufinita Torquemada o la señora de Samaniego con su
hija Olimpia, se metía en la cocina por no verse obligado a
saludarlas...!
--iii--
De esta manera aquel misántropo llegó a vivir más con la visión interna
que con la externa. El que antes era como una ostra había venido a ser
algo como un poeta. Vivía dos existencias, la del pan y la de las
quimeras. Esta la hacía a veces tan espléndida y tal alta, que cuando
caía de ella a la del pan, estaba todo molido y maltrecho. Tenía
Maximiliano momentos en que se llegaba a convencer de que era otro, esto
siempre de noche y en la soledad vagabunda de sus paseos. Bien era
oficial de ejército y tenía una cuarta más de alto, nariz aguileña,
mucha fuerza muscular y una cabeza... una cabeza que no le dolía nunca;
o bien un paisano pudiente y muy galán, que hablaba por los codos sin
turbarse nunca, capaz de echarle una flor a la mujer más arisca, y que
estaba en sociedad de mujeres como el pez en el agua. Pues como dije, se
iba calentando de tal modo los sesos, que se lo llegaba a creer. Y si
aquello le durara, sería tan loco como cualquiera de los que están en
Leganés. La suerte suya era que aquello se pasaba, como pasaría una
jaqueca; pero la alucinación recobraba su imperio durante el sueño, y
allí eran los disparates y el teje maneje de unas aventuras generalmente
muy tiernas, muy por lo fino, con abnegaciones, sacrificios, heroísmos y
otros fenómenos sublimes del alma. Al despertar, en ese momento en que
los juicios de la realidad se confunden con las imágenes mentirosas del
sueño y hay en el cerebro un crepúsculo, una discusión vaga entre lo que
es verdad y lo que no lo es, el engaño persistía un rato, y Maximiliano
hacía por retenerlo, volviendo a cerrar los ojos y atrayendo las
imágenes que se dispersaban. «Verdaderamente--decía él--, ¿por qué ha de
ser una cosa más real que la otra? ¿Por qué no ha de ser sueño lo del
día y vida efectiva lo de la noche? Es cuestión de nombres y de que
diéramos en llamar _dormir_ a lo que llamamos _despertar_, y _acostarse_
al _levantarse_... ¿Qué razón hay para que no diga yo ahora mientras me
visto: 'Maximiliano, ahora te estás echando a dormir. Vas a pasar mala
noche, con pesadilla y todo, o sea con clase de _Materia farmacéutica
animal_...?'».
El tal _Ulmus sylvestris_ era un chico simpático, buen mozo, alegre y de
cabeza un tanto ligera. De todos los compañeros de _Rubinius vulgaris_,
aquel era el que más le quería, y Maximiliano le pagaba con un cariño
que tenía algo de respeto. Llevaba Olmedo una vida muy poco ejemplar,
mudando cada mes de casa de huéspedes, pasándose las noches en lugares
pecaminosos, y haciendo todos los disparates estudiantiles, como si
fueran un programa que había que cumplir sin remedio. Últimamente vivía
con una tal Feliciana, graciosa y muy corrida, dándose importancia con
ello, como si el _entretener_ mujeres fuese una carrera en que había que
matricularse para ganar título de hombre hecho y derecho. Dábale él lo
poco que tenía, y ella afanaba por su lado para ir viviendo, un día con
estrecheces, otro con rumbo y siempre con la mayor despreocupación.
Tomaba él en serio este género de vida, y cuando tenía dinero, invitaba
a sus amigos a _tomar un bacalao_ en su _hotel_, dándose unos aires de
hombre de mundo y pillín, con cierta imitación mala del desgaire
parisiense que conocía por las novelas de Paul de Kock. Feliciana era
de Valencia, y ponía muy bien el arroz; pero el servicio de la mesa y
la mesa misma tenían que ver. Y Olmedo lo hacía todo tan al vivo y tan
con arreglo a programa, que se emborrachaba sin gustarle el vino,
cantaba flamenco sin saberlo cantar, destrozaba la guitarra y hacía
todos los desatinos que, a su parecer, constituían el rito de perdido;
pues a él se le antojó ser perdido, como otros son masones o caballeros
cruzados, por el prurito de desempeñar papeles y de tener una
significación. Si existiera el uniforme de perdido, Olmedo se lo hubiera
puesto con verdadero entusiasmo, y sentía que no hubiese un distintivo
cualquiera, cinta, plumacho o galón, para salir con él, diciendo
tácitamente: «Vean ustedes lo perdulario que soy». Y en el fondo era un
infeliz. Aquello no era más que una prolongación viciosa de la _edad del
pavo_.
Maximiliano no iba nunca a las francachelas de su amigo, aunque este le
convidaba siempre. Pero se informaba de la salud de Feliciana, como si
fuera una señora, y Olmedo también tomaba esto en serio, diciendo: «La
tengo un poquillo delicada. Hoy le he dicho a Orfila que se pase por
casa». Este Orfila era un estudiantillo de último año de Medicina, que
se llamaba lo mismo que el célebre doctor, y curaba, es decir, recetaba
a los amigos y a las amigas de los amigos.
Un día, al salir de clase, dijo Olmedo a Rubín: «Vete por casa si
quieres ver una mujer... hasta allí. Es una amiga de Feliciana, que se
ha ido a nuestro _hotel_ unos días mientras encuentra colocación».
--¿Es honrada?--preguntó Rubín, mostrando en su tono la importancia que
daba a la honradez.
--¡Honrada!, ¡qué narices!--exclamó el perdis riendo--. ¿Pero tú crees
que hay alguna mujer que sea... lo que se llama honrada?
Esto lo dijo con aplomo filosófico, el sombrero inclinado sobre la sien
derecha como distintivo de sus ideas acerca de la depravación humana. Ya
no había mujeres honradas: lo decía un conocedor profundo de la sociedad
y del vicio. El escepticismo de Olmedo era signo de infancia, un
desorden de transición fisiológica, algo como una segunda dentición.
Todo se reduce a echar muchas babas, y luego ya viene el hombre con
otras ideas y otra manera de ser.
«¡Con que no es honrada!...» apuntó Maximiliano, que habría deseado que
todas las hembras lo fueran.
--¿Qué ha de ser, hombre?... ¡Buena púa está! Llegó a Madrid no hace
mucho tiempo con un barbián... creo que tratante en fusiles. ¡Traían un
tren, chico!... La vi una noche... Te juro que daba el puro opio.
Parecía del propio París... Pero yo no sé lo que pasó, ¡narices!
Aquel señor no jugaba limpio, y una mañana se largó dejando un pico muy
grande en la casa de huéspedes, y otro pico no sé dónde, y picos y
picos... Total, que la pobre tuvo que empeñar todos sus trapos y se
quedó con lo puesto, nada más que con lo puesto, cuando lo tiene puesto
se entiende. Feliciana se la encontró no sé dónde hecha un mar de
lágrimas, y le dijo: «vente a mi casa». ¡Allí está! Hace sus saliditas,
ojo al Cristo, para lo cual Feliciana le presta su ropa. No te creas; es
una chica muy buena. ¡Tiene un ángel...!
Por la noche fue Maximiliano al _hotel_ de Feliciana, tercer piso en la
calle de Pelayo, y al entrar, lo primero que vio... Es que junto a la
puerta de entrada había un cuartito pequeño, que era donde moraba la
huéspeda, y esta salía de su escondrijo cuando Rubín entraba. Feliciana
había salido a abrir con el quinqué en la mano, porque lo llevaba para
la sala, y a la luz vivísima del petróleo sin pantalla, encaró
Maximiliano con la más extraordinaria hermosura que hasta entonces
habían visto sus ojos. Ella le miró a él como a una cosa rara, y él a
ella como a sobrenatural aparición.
Pasó Rubín a la salita, y dejando su capa, se sentó en un sillón de hule
cuyos muelles asesinaban la parte del cuerpo que sobre ellos caía.
Olmedo quería que su amigo jugase con él a la siete y media; pero como
Maximiliano se negase a ello, empezó a hacer solitarios. Puso Feliciana
sobre la luz una pantalla de figurines vestidos con pegotes de trapo, y
después se echó con indolencia en la butaca, abrigándose con su mantón
alfombrado.
«Fortunata--gritó llamando a su amiga, que daba vueltas por toda la casa
como si buscara alguna cosa--. ¿Qué se te ha perdido?».
--Chica, mi toquilla azul.--¿Vas a salir ya?--Sí: ¿qué hora es?
Rubín se alegró de aquella ocasión que se le presentaba de prestar un
servicio a mujer tan hermosa, y sacando su reloj con mucha solemnidad,
dijo: «Las nueve menos siete minutos... y medio». No podía decirse la
hora con exactitud más escrupulosa.
«Ya ves--dijo Feliciana--. tienes tiempo... Hasta las diez. Con que
salgas de aquí a las diez menos cuarto... ¿Pero esa toquilla?... Mírala,
mírala en esa silla junto a la cómoda».
--¡Ay!, hija... si llega a ser perro me muerde.
Se la puso, envolviéndose la cabeza, echando miradas a un espejo de
marco negro que sobre la cómoda estaba, y después se sentó en una silla
a hacer tiempo. Entonces Maximiliano la miró mejor. No se hartaba de
mirarla, y una obstrucción singular se le fijó en el pecho, cortándole
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