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Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 20
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tan respingados, que se creería que Churruca y Méndez Núñez eran sus
papás y que olían muy mal. A Ruiz también le daba por el patriotismo y
por los héroes; pero inclinándose a lo terrestre y empleando un cierto
tono de fiereza. Allí sacó a Tetuán y a Zaragoza poniendo al extranjero
como chupa de dómine, diciendo, en fin, que _nuestro porvenir está en
África_, y que el Estrecho es un arroyo español. De repente levantose
Estupiñá el grande, copa en mano, y no puede formarse idea de la
expectación y solemnísimo silencio que precedieron a su breve discurso.
Conmovido y casi llorando, aunque no estaba _ajumao_, brindó por la
noble compañía, por los nobles señores de la casa y por... aquí una
pausa de emoción y una cariñosa mirada a Jacinta... y porque la noble
familia tuviera pronto sucesión, como él esperaba... y sospechaba... y
creía.
Jacinta se puso muy colorada, y todos, todos los presentes, incluso el
Delfín, celebraron mucho la gracia. Después hubo gran tertulia en el
salón; pero poco después de las doce se habían retirado todos. Durmió
Jacinta sin sosiego, y a la mañana siguiente, cuando su marido no había
despertado aún, salió para ir a misa. Oyola en San Ginés, y después fue
a casa de Benigna, donde encontró escenas de desolación. Todos los
sobrinitos estaban alborotados, inconsolables, y en cuanto la vieron
entrar corrieron hacia ella pidiendo justicia. ¡Vaya con lo que había
hecho Juanín!... ¡Ahí era nada en gracia de Dios! Empezó por arrancarles
la cabeza a las figuras del nacimiento... y lo peor era que se reía al
hacerlo, como si fuera una gracia. ¡Vaya una gracia! Era un
sinvergüenza, un desalmado, un asesino. Así lo atestiguaban Isabel,
Paquito y los demás, hablando confusa y atropelladamente, porque la
indignación no les permitía expresarse con claridad. Disputábanse la
palabra y se cogían a la tiita, empinándose sobre las puntas de los
pies. Pero ¿dónde estaba el muy bribón? Jacinta vio aparecer su cara
inteligente y socarrona. Cuando él la vio, quedose algo turbado, y se
arrimó a la pared. Acercósele Jacinta, mostrándole severidad y
conteniendo la risa... pidiole cuentas de sus horribles crímenes.
¡Arrancar la cabeza a las figuras!... Escondía el
_Pituso_ la cara muy avergonzado, y se metía el dedo en la nariz... La
mamá adoptiva no había podido obtener de él una respuesta, y las
acusaciones rayaban en frenesí. Se le echaban en cara los delitos más
execrables, y se hacía burla de él y de sus hábitos groseros.
«Tiita, ¿no sabes? --decía Ramona riendo--. Se come las cáscaras de
naranja...».
--¡Cochino! Otra voz infantil atestiguó con la mayor solemnidad que
había visto más. Aquella mañana, Juanín estaba en la cocina royendo
cáscaras de patata. Esto sí que era marranada.
Jacinta besó al delincuente, con gran estupefacción de los otros chicos.
«Pues tienes bonito el delantal». Juanín tenía el delantal como si
hubiera estado fregando los suelos con él. Toda la ropa estaba
igualmente sucia.
--Tiita--le dijo Isabelita haciéndose la ofendida--.
Si vieras... No hace más que arrastrarse por los suelos y dar coces
como los burros. Se va a la basura y coge los puñados de ceniza para
echárnosla por la cara...
Entró Benigna, que venía de misa, y corroboró todas aquellas denuncias,
aunque con tono indulgente.
«Hija, no he visto un salvaje igual. El pobrecito... bien se ve entre
qué gentes se ha criado».
--Mejor... Así le domesticaremos.
--¡Qué palabrotas dice!... ¡Ramón se ha reído más...! No sabes la gracia
que le hace su lengua de arriero. Anoche nos dio malos ratos, porque
llamaba a su _Pae Pepe_ y se acordaba de la pocilga en que ha vivido...
¡Pobrecito! Esta mañana se me orinó en la sala. Llegué yo y me lo
encontré con las enaguas levantadas... Gracias que no se le antojó
hacerlo sobre el _puff_... lo hizo en la coquera... He tenido que cerrar
la sala, porque me destrozaba todo. ¿Has visto cómo ha puesto el
nacimiento? A Ramón le hizo muchísima gracia... y salió a comprar más
figuras; porque si no, ¿quién aguanta a esta patulea? No puedes
figurarte la que se armó aquí anoche. Todos llorando en coro, y el otro
cogiendo figuras y estrellándolas contra el suelo.
--¡Pobrecillo!--exclamó Jacinta prodigando caricias a su hijo adoptivo y
a todos los demás, para evitar una tempestad de celos--. ¿Pero no veis
que él se ha criado de otra manera que vosotros? Ya irá aprendiendo a
ser fino. ¿Verdad, hijo mío? (Juan decía que sí con la cabeza y
examinaba un pendiente de Jacinta)... Sí; pero no me arranques la
oreja... Es preciso que todos seáis buenos amiguitos, y que os llevéis
como hermanos. ¿Verdad, Juan, que tú no vuelves a romper las figuras?...
¿Verdad que no? Vaya, él es formal. Ramoncita, tú que eres la mayor,
enséñale en vez de reñirle.
--Es muy fresco: también se quería comer una vela--dijo Ramoncita
implacable.
--Las velas no se comen, no. Son para encenderlas... Veréis qué pronto
aprende él todas las cosas... Si creeréis que no tiene talento.
--No hay medio de hacerle comer más que con las manos--apuntó Benigna
riendo.
--Pero mujer, ¿cómo quieres que sepa...? Si en su vida ha visto él un
tenedor... Pero ya aprenderá... ¿No observas lo listo que es?
Villuendas entró con las figuras.
«Vaya, a ver si estas se salvan de la guillotina».
Mirábalas el _Pituso_ sonriendo con malicia, y los demás niños se
apoderaron de ellas, tomando todo género de precauciones para librarlas
de las manos destructoras del salvaje, que no se apartaba de su madre
adoptiva. El instinto, fuerte y precoz en las criaturas como en los
animalitos, le impulsaba a pegarse a Jacinta y a no apartarse de ella
mientras en la casa estaba...
Era como un perrillo que prontamente distingue a su amo entre todas las
personas que le rodean, y se adhiere a él y le mima y acaricia.
Creíase Jacinta madre, y sintiendo un placer indecible en sus entrañas,
estaba dispuesta a amar a aquel pobre niño con toda su alma. Verdad que
era hijo de otra. Pero esta idea, que se interponía entre su dicha y
Juanín, iba perdiendo gradualmente su valor. ¿Qué le importaba que fuera
hijo de otra? Esa otra quizá había muerto, y si vivía lo mismo daba,
porque le había abandonado. Bastábale a Jacinta que fuera hijo de su
marido para quererle ciegamente. ¿No quería Benigna a los hijos de la
primera mujer de su marido como si fueran hijos suyos? Pues ella quería
a Juanín como si le hubiera llevado en sus entrañas. ¡Y no había más que
hablar! Olvido de todo, y nada de celos retrospectivos. En la excitación
de su cariño, la dama acariciaba en su mente un plan algo atrevido. «Con
ayuda de Guillermina--pensaba--, voy a hacer la pamema de que he sacado
este niño de la Inclusa, para que en ningún tiempo me lo puedan quitar.
Ella lo arreglará, y se hará un documento en toda regla... Seremos
falsarias y Dios bendecirá nuestro fraude».
Le dio muchos besos, recomendándole que fuera bueno, y no hiciese
porquerías. Apenas se vio Juanín en el suelo, agarró el bastón de
Villuendas y se fue derecho hacia el nacimiento en la actitud más
alarmante. Villuendas se reía sin atajarle, gritando: «¡Adiós, mi
dinero!, ¡eh!... ¡socorro!, ¡guardias...!».
Chillido unánime de espanto y desolación llenó la casa. Ramoncita
pensaba seriamente en que debía llamarse a la Guardia Civil.
«Pillo, ven acá; eso no se hace» gritó Jacinta corriendo a sujetarle.
Una cosa agradaba mucho a la joven. Juanín no obedecía a nadie más que a
ella. Pero la obedecía a medias, mirándola con malicia, y suspendiendo
su movimiento de ataque.
«Ya me conoce--pensaba ella--. Ya sabe que soy su mamá, que lo seré de
veras... Ya, ya le educaré yo como es debido».
Lo más particular fue que cuando se despidió, el _Pituso_ quería irse
con ella. «Volveré, hijo de mi alma, volveré... ¿Veis cómo me quiere?,
¿lo veis?... Con que portarse bien todos, y no regañar. Al que sea malo,
no le quiero yo...».
--vi--
No se le cocía el pan a Barbarita hasta no aplacar su curiosidad viendo
aquella alhaja que su hija le había comprado, un nieto. Fuera este
apócrifo o verdadero, la señora quería conocerle y examinarle; y en
cuanto tuvo Juan compañía, buscaron suegra y nuera un pretexto para
salir, y se encaminaron a la morada de Benigna. Por el camino, Jacinta
exploró otra vez el ánimo de su tía, esperando que se hubieran disipado
sus prevenciones; pero vio con mucho disgusto que Barbarita continuaba
tan severa y suspicaz como el día precedente. «A Baldomero le ha sabido
esto muy mal. Dice que es preciso garantías... y, francamente, yo creo
que has obrado muy de ligero...».
Cuando entró en la casa y vio al _Pituso_, la severidad, lejos de
disminuir, parecía más acentuada. Contempló Barbarita sin decir palabra
al que le presentaban como nieto, y después miró a su nuera, que estaba
en ascuas, con un nudo muy fuerte en la garganta. Mas de repente, y
cuando Jacinta se disponía a oír denegaciones categóricas, la abuela
lanzó una fuerte exclamación de alegría, diciendo así:
«¡Hijo de mi alma!... ¡amor mío!, ven, ven a mis brazos».
Y lo apretó contra sí tan enérgicamente, que el _Pituso_ no pudo menos
de protestar con un chillido.
«¡Hijo mío!... corazón... gloria, ¡qué guapo eres!... Rico, tesoro; un
beso a tu abuelita».
--¿Se parece?--preguntó Jacinta no pudiendo expresarse bien, porque se
le caía la baba, como vulgarmente se dice.
--¡Que si se parece! --observó Barbarita tragándole con los ojos--.
Clavado, hija, clavado... ¿Pero qué duda tiene? Me parece que estoy
mirando a Juan cuando tenía cuatro años.
Jacinta se echó a llorar. «Y por lo que hace a esa fantasmona...--agregó
la señora examinando más las facciones del chico--, bien se le conoce en
este espejo que es guapa... Es una perfección este niño».
Y vuelta a abrazarle y a darle besos.
«Pues nada, hija --añadió después con resolución--, a casa con él».
Jacinta no deseaba otra cosa. Pero Barbarita corrigió al instante su
propia espontaneidad, diciendo: «No... no nos precipitemos. Hay que
hablar antes a tu marido. Esta noche sin falta se lo dices tú, y yo me
encargo de volver a tantear a Baldomero... Si es clavado, pero
clavado...».
--¡Y usted que dudaba! --Qué quieres... Era preciso dudar, porque estas
cosas son muy delicadas. Pero la procesión me andaba por dentro.
¿Creerás que anoche he soñado con este muñeco? Ayer, sin saber lo que
hacía compré un nacimiento. Lo compré maquinalmente, por efecto de un no
sé qué... mi resabio de compras movido del pensamiento que me dominaba.
--Bien sabía yo que usted cuando le viera...
--¡Dios mío! ¡Y las tiendas cerradas hoy!--exclamó Barbarita en tono de
consternación--. Si estuvieran abiertas, ahora mismo le compraba un
vestidito de marinero con su gorra en que diga: _Numancia_. ¡Qué bien le
estará! Hijo de mi corazón, ven acá... No te me escapes; si te quiero
mucho, ¡si soy tu abuelita...! Me dicen estos tontainas que has roto el
camello del Rey negro. Bien, vida mía, bien roto está. Ya le compraré yo
a mi niño una gruesa de camellos y de reyes negros, blancos y de todos
los colores.
Jacinta tenía ya celos. Pero consolábase de ellos viendo que Juanín no
quería estar en el regazo de su abuela y se deslizaba de los brazos de
esta para buscar los de su mamá verdadera. En aquel punto de la escena
que se describe, empezaron de nuevo las acusaciones y una serie de
informes sobre los distintos actos de barbarie consumados por Juanín.
Los cinco fiscales se enracimaban en torno a las dos damas, formulando
cada cual su queja en los términos más difamatorios. ¡Válganos Dios lo
que había hecho! Había cogido una bota de Isabelita y tirádola dentro de
la jofaina llena de agua para que nadase como un pato. «¡Ay, qué rico!»
clamaba Barbarita comiéndosele a besos. Después se había quitado su
propio calzado, porque era un marrano que gustaba de andar descalzo con
las patas sobre el suelo. «¡Ay, qué rico!...». Quitose también las
medias y echó a correr detrás del gato, cogiéndolo por el rabo y dándole
muchas vueltas... Por eso estaba tan mal humorado el pobre animalito...
Luego se había subido a la mesa del comedor para pegarle un palo a la
lámpara... «¡Ay, qué rico!».
«¡Cuidado que es desgracia!--repitió la señora de Santa Cruz dando un
gran suspiro--, ¡las tiendas cerradas hoy!... Porque es preciso
comprarle ropita, mucha ropita... Hay en casa de Sobrino unas medidas de
colores y unos trajecitos de punto que son una preciosidad... Ángel,
ven, ven con tu abuelita... ¡Ah!, ya conoce el muy pillo lo que has
hecho por él, y no quiere estar con nadie más que contigo».
--Ya lo creo...--indicó Jacinta con orgullo--. Pero no; él es bueno
¿sí?, y quiere también a su abuelita, ¿verdad?
Al retirarse, iban por la calle tan desatinadas la una como la otra. Lo
dicho dicho: aquella misma noche hablarían las dos a sus respectivos
maridos.
Aquel día, que fue el 25, hubo gran comida, y Juanito se retiró temprano
de la mesa muy fatigado y con dolor de cabeza. Su mujer no se atrevió a
decirle nada, reservándose para el día siguiente. Tenía bien preparado
todo el discurso, que confiaba en pronunciarlo entero sin el menor
tropiezo y sin turbarse. El 26 por la mañana entró D. Baldomero en el
cuarto de su hijo cuando este se acababa de levantar, y ambos estuvieron
allí encerrados como una media hora. Las dos damas esperaban ansiosas en
el gabinete el resultado de la conferencia, y las impresiones de
Barbarita no tenían nada de lisonjeras: «Hija, Baldomero no se nos
presenta muy favorable. Dice que es necesario probarlo... ya ves tú,
probarlo; y que eso del parecido será ilusión nuestra... Veremos lo que
dice Juan».
Tan anhelantes estaban las dos, que se acercaron a la puerta de la
alcoba por ver si pescaban alguna sílaba de lo que el padre y el hijo
hablaban. Pero no se percibía nada. La conversación era sosegada, y a
veces parecía que Juan se reía. Pero estaba de Dios que no pudieran
salir de aquella cruel duda tan pronto como deseaban. Pareció que el
mismo demonio lo hizo, porque en el momento de salir D. Baldomero del
cuarto de su hijo, he aquí que se presentan en el despacho Villalonga y
Federico Ruiz. El primero cayó sobre Santa Cruz para hablarle de los
préstamos al Tesoro que hacía con dinero suyo y ajeno, ganándose el
ciento por ciento en pocos meses, y el segundo se metió de rondón en el
cuarto del Delfín. Jacinta no pudo hablar con este; pero se sorprendió
mucho de verle risueño y de la mirada maliciosa y un tanto burlona que
su marido le echó.
Fueron todos a almorzar y el misterio continuaba. Cuenta Jacinta que
nunca como en aquella ocasión sintió ganas de dar a una persona de
bofetadas y machacarla contra el suelo. Hubiera destrozado a Federico
Ruiz, cuya charla insustancial y mareante, como zumbido de abejón, se
interponía entre ella y su marido. El maldito tenía en aquella época la
demencia de _los castillos_; estaba haciendo averiguaciones sobre todos
los que en España existen más o menos ruinosos, para escribir una gran
obra heráldica, arqueológica y de castrametación sentimental, que aunque
estuviese bien hecha no había de servir para nada. Mareaba a Cristo con
sus aspavientos por si tales o cuales ruinas eran bizantinas, mudéjares
o lombardas con influencia mozárabe y perfiles románicos. «¡Oh!, ¡el
castillo de Coca!, ¿pues y el de Turégano?... Pero ninguno llegaba a los
del Bierzo... ¡Ah!, ¡el Bierzo!... la riqueza que hay en ese país es un
asombro». Luego resultaba que la tal _riqueza_ era de muros
despedazados, de aleros podridos y de bastiones que se caían piedra a
piedra. Ponía los ojos en blanco, las manos en cruz y los hombros a la
altura de las orejas para decir: «hay una ventana en el Castillo de
Ponferrada que... vamos... no puedo expresar lo que es aquello...».
Creeríase que por la tal ventana se veía al Padre Eterno y a toda la
Corte Celestial. «Caramba con la ventana--pensaba Jacinta, a quien le
estaba haciendo daño el almuerzo--. Me gustaría de veras si sirviera
para tirarte por ella a la calle con todos tus condenados castillos».
Villalonga y D. Baldomero no prestaban ni pizca de atención a los
entusiasmos de su insufrible amigo, y se ocupaban en cosas de más
sustancia.
«Porque, figúrese usted... el Director del Tesoro acepta el préstamo en
consolidado que está a 13... y extiende el pagaré por todo el valor
nominal... al interés del 12 por 100. Usted vaya atando cabos...».
--Es escandaloso... ¡Pobre país!...
Un instante se vieron solos Juanito y su mujer, y pudieron decirse
cuatro palabras. Jacinta quiso hacerle una pregunta que tenía preparada;
pero él se anticipó dejándola yerta con esta cruelísima frase, dicha en
tono cariñoso: «Nena, ven acá, ¿con que hijitos tenemos?».
Y no era posible explicarse más, porque la tertulia se enzarzó y
vinieron otros amigos que empezaron a reír y a bromear, tomándole el
pelo a Federico Ruiz con aquello de los castillos y preguntándole con
seriedad si los había estudiado todos sin que se le escapase alguno en
la cuenta. Después la conversación recayó en la política. Jacinta estaba
desesperada, y en los ratos que podía cambiar una palabrita con su
suegra, esta poníale una cara muy desconsolada, diciéndole: «Mal
negocio, hija, mal negocio».
Por la noche, comensales otra vez, y luego tertulia y mucha gente. Hasta
las doce duró aquel martirio. Se marcharon al fin uno a uno.
Jacinta les hubiera echado, abriendo todas las ventanas y sacudiéndoles
con una servilleta, como se hace con las moscas. Cuando su marido y
ella se quedaron solos, parecíale la casa un paraíso; pero sus
ansiedades eran tan grandes que no podía saborear el dulce aislamiento.
¡Solos en la alcoba! Al fin...
Juan cogió a su mujer cual si fuera una muñeca, y le dijo:
«Alma mía, tus sentimientos son de ángel; pero tu razón, allá por esas
nubes, se deja alucinar. Te han engañado; te han dado un soberbio timo».
--Por Dios, no me digas eso --murmuró Jacinta, después de una pausa en
que quiso hablar y no pudo.
--Si desde el principio hubieras hablado conmigo...--añadió el Delfín
muy cariñoso--. Pero aquí tienes el resultado de tus tapujos... ¡Ah, las
mujeres!, todas ellas tienen una novela en la cabeza, y cuando lo que
imaginan no aparece en la vida, que es lo más común, sacan su
composicioncita.
Estaba la infeliz tan turbada que no sabía qué decir: «Ese José
Izquierdo...».
--Es un tunante. Te ha engañado de la manera más chusca... Sólo tú, que
eres la misma inocencia puedes caer en redes tan mal urdidas... Lo que
me espanta es que Izquierdo haya podido tener ideas... Es tan bruto;
pero tan bruto, que en aquella cabeza no cabe una invención de esta
clase. Por lo bestia que es, parece honrado sin serlo. No, no discurrió
él tan gracioso timo. O mucho me engaño, o esto salió de la cabeza de un
novelista que se alimenta con judías.
--El pobre Ido es incapaz... --De engañar a sabiendas, eso sí. Pero no
te quepa duda. La primitiva idea de que ese niño es mi hijo debió ser
suya. La concebiría como sospecha, como inspiración
artístico-flatulenta, y el otro se dijo: «Pues toma, aquí hay un
negocio». Lo que es a _Platón_ no se le ocurre; de eso estoy seguro.
Jacinta, anonadada, quería defender su tema a todo trance. «Juanín es tu
hijo, no me lo niegues» replicó llorando.
--Te juro que no... ¿Cómo quieres que te lo jure?... ¡Ay Dios mío!,
ahora se me está ocurriendo que ese pobre niño es el hijo de la hijastra
de Izquierdo. ¡Pobre Nicolasa! Se murió de sobreparto. Era una excelente
chica. Su niño tiene, con diferencia de tres meses, la misma edad que
tendría el mío si viviese.
--¡Si viviese! --Si viviese... sí... Ya ves cómo te canto claro. Esto
quiere decir que no vive.
--No me has hablado nunca de eso --declaró severamente Jacinta--. Lo
último que me contaste fue... qué sé yo... No me gusta recordar esas
cosas. Pero se me vienen al pensamiento sin querer. «No la vi más, no
supe más de ella; intenté socorrerla y no la pude encontrar». A ver,
¿fue esto lo que me dijiste?
--Sí, y era la verdad, la pura verdad. Pero más adelante hay otro
episodio, del cual no te he hablado nunca, porque no había para qué.
Cuando ocurrió, hacía ya un año que estábamos casados; vivíamos en la
mejor armonía... Hay ciertas cosas que no se deben decir a una esposa.
Por discreta y prudente que sea una mujer, y tú lo eres mucho, siempre
alborota algo en tales casos; no se hace cargo de las circunstancias, ni
se fija en los móviles de las acciones. Entonces callé, y creo
firmemente que hice bien en callar. Lo que pasó no es desfavorable para
mí. Podía habértelo dicho; pero ¿y si lo interpretabas mal? Ahora ha
llegado la ocasión de contártelo, y veremos qué juicio formas. Lo que sí
puedo asegurarte es que ya no hay más. Esto que te voy a decir es el
último párrafo de una historia que te he referido por entregas. Y se
acabó. Asunto agotado... Pero es tarde, hija mía, nos acostaremos,
dormiremos y mañana...
--vii--
«No, no, no--gritó Jacinta más bien airada que impaciente--. Ahora
mismo... ¿Crees que yo puedo dormir en esta ansiedad?».
--Pues lo que es yo, chiquilla, me acuesto--dijo el Delfín,
disponiéndose a hacerlo--. Si creerás tú que te voy a revelar algo que
pone los pelos de punta. ¡Si no es nada...!, te lo cuento porque es la
prueba de que te han engañado. Veo que pones una cara muy tétrica. Pues
si no fuera porque el lance es bastante triste, te diría que te
rieras... ¡Te has de quedar más convencida...! Y no te apures por la
_plancha_, hija. Ahí tienes lo que las personas sacan de ser demasiado
buenas. Los ángeles, como que están acostumbrados a volar, no andan por
la tierra sin dar un traspié a cada paso.
Se había acostumbrado de tal modo Jacinta a la idea de hacer suyo a
Juanín, de criarle y educarle como hijo, que le lastimaba al sentirlo
arrancado de sí por una prueba, por un argumento en que intervenía la
aborrecida mujer aquella cuyo nombre quería olvidar. Lo más particular
era que seguía queriendo al _Pituso_, y que su cariño y su amor propio
se sublevaban contra la idea de arrojarle a la calle. No le abandonaría
ya, aunque su marido, su suegra y el mundo entero se rieran de ella y la
tuvieran por loca y ridícula.
«Y ahora--siguió Santa Cruz, muy bien empaquetado entre sus sábanas--,
despídete de tu novela, de esa grande invención de dos ingenios, Ido del
Sagrario y José Izquierdo... Vamos allá... Lo último que te dije
fue...».
--Fue que se había marchado de Madrid y que no pudiste averiguar a
dónde. Esto me lo contaste en Sevilla.
--¡Qué memoria tienes! Pues pasó tiempo, y al año de casados, un día, de
repente, plaf... entras tú en mi cuarto y me das una carta.
--¿Yo? --Sí, una cartita que trajeron para mí. La abro, me quedo así un
poco atontado... Me preguntas qué es, y te digo: «Nada, es la madre del
pobre Valledor que me pide una recomendación para el alcalde...». Cojo
mi sombrero y a la calle.
--¡Volvía a Madrid, te llamaba, te escribía!...--observó Jacinta,
sentándose al borde del lecho, la mirada fija, apagada la voz.
--Es decir, hacía que me escribieran, porque la pobrecilla no sabe...
«Pues señor, no hay más remedio que ir allá». Cree que tu pobre marido
iba de muy mal humor. No puedes figurarte lo que le molestaba la
resurrección de una cosa que creía muerta y desaparecida para siempre.
«¿Por dónde saldrá ahora?... ¿Para qué me llamará?». Yo decía también:
«De fijo que hay muchacho por en medio». Esta sucesión me cargaba. «Pero
en fin, ¡qué remedio!...» pensaba al subir por aquellas oscuras
escaleras. Era una casa de la calle de Hortaleza, al parecer de
huéspedes. En el bajo hay tienda de ataúdes. ¿Y qué era?, que la infeliz
había venido a Madrid con su hijo, con el mío: ¿por qué no decirlo
claro?, y con un hombre, el cual estaba muy mal de fondos, lo que no
tiene nada de particular... Llegar y ponerse malo el pobre niño fue todo
uno. Viose la pobre en un trance muy apurado. ¿A quién acudir? Era
natural: a mí. Yo se lo dije. «Has hecho perfectamente...». La más negra
era que el garrotillo le cogió al pobrecillo nene tan de filo, que
cuando yo llegué... te va a dar mucha pena, como me la dio a mí... pues
sí, cuando llegué, el pobre niño estaba expirando. Lo que yo le decía al
verla hecha un mar de lágrimas: «¿Por qué no me avisaste antes?». Claro,
yo habría llevado uno o dos buenos médicos y quién sabe, quién sabe si
le hubiéramos salvado.
Jacinta callaba. El terror no la dejaba articular palabra.
«¿Y tú no lloraste?» fue lo primero que se le ocurrió decir.
--Te aseguro que pasé un rato... ¡ay qué rato! ¡Y tener que disimular en
casa delante de ti! Aquella noche ibas tú al Real. Yo fui también; pero
te juro que en mi vida he sentido, como en aquella noche, la tristeza
agarrada a mi alma. Tú no te acordarás... No sabías nada.
--Y... --Y nada más. Le compré la cajita azul más bonita que había en la
tienda de abajo, y se le llevó al cementerio en un carro de lujo con dos
caballos empenachados, sin más compañía que la del hombre de Fortunata y
el marido, o lo que fuera, de la patrona. En la Red de San Luis, mira lo
que son las casualidades, me encontré a mamá... Díjome: «¡Qué pálido
estás!». «Es que vengo de casa de Moreno Vallejo a quien le han cortado
hoy la pierna». En efecto, le habían cortado la pierna, a consecuencia
de la caída del caballo. Diciéndolo, miré desaparecer por la calle de
la Montera abajo el carro con la cajita azul... ¡Cosas del mundo! Vamos
a ver: si yo te hubiera contado esto, ¿no habrían sobrevenido mil
disgustos, celos y cuestiones?
--Quizás no--dijo la esposa dando un gran suspiro--. Según lo que venga
detrás. ¿Qué pasó después?
--Todo lo que sigue es muy soso. Desde que se dio tierra al pequeñuelo,
yo no tenía otro deseo que ver a la madre tomando el portante. Puedes
creérmelo: no me interesaba nada. Lo único que sentía era compasión por
sus desgracias, y no era floja la de vivir con aquel bárbaro, un tiote
grosero que la trataba muy mal y no la dejaba ni respirar. ¡Pobre mujer!
Yo le dije, mientras él estaba en el cementerio: «¿Cómo es que vives con
este animal y le aguantas?». Y respondiome: «No tengo más amparo que
esta fiera. No le puedo ver; pero el agradecimiento...». Es triste cosa
vivir de esta manera, aborreciendo y agradeciendo. Ya ves cuánta
desgracia, cuánta miseria hay en este mundo, niña mía... Bueno, pues
sigo diciéndote que aquella infeliz pareja me dio la gran jaqueca. El
tal, que era mercachifle de estos que ponen puestos en las ferias,
pretendía una plaza de contador de la depositaría de un pueblo.
¡Valiente animal! Me atosigaba con sus exigencias, y aun con amenazas, y
no tardé en comprender que lo que quería era sacarme dinero. La pobre
Fortunata no me decía nada. Aquel bestia no le permitía que me viera y
hablara sin estar él presente, y ella, delante de él, apenas alzaba del
suelo los ojos; tan aterrorizada la tenía. Una noche, según me contó la
patrona, la quiso matar el muy bruto. ¿Sabes por qué?, porque me había
mirado. Así lo decía él... Me puedes creer, como esta es noche, que
Fortunata no me inspiraba sino lástima. Se había desmejorado mucho de
físico, y en lo espiritual no había ganado nada. Estaba flaca, sucia,
vestía de pingos que olían mal, y la pobreza, la vida de perros y la
compañía de aquel salvaje habíanle quitado gran parte de sus atractivos.
A los tres días se me hicieron insoportables las exigencias de la fiera,
y me avine a todo. No tuve más remedio que decir: «Al enemigo que huye,
puente de plata»; y con tal de verles marchar, no me importaba el
sablazo que me dieron. Aflojé los cuartos a condición de que se habían
de ir inmediatamente. Y aquí paz y después gloria. Y se acabó mi cuento,
niña de mi vida, porque no he vuelto a saber una palabra de aquel
respetable tronco, lo que me llena de contento.
Jacinta tenía su mirada engarzada en los dibujos de la colcha. Su marido
le tomó una mano y se la apretó mucho. Ella no decía más que «¡Pobre
_Pituso_, pobre Juanín!». De repente una idea hirió su mente como un
latigazo, sacándola de aquel abatimiento en que estaba. Era la
papás y que olían muy mal. A Ruiz también le daba por el patriotismo y
por los héroes; pero inclinándose a lo terrestre y empleando un cierto
tono de fiereza. Allí sacó a Tetuán y a Zaragoza poniendo al extranjero
como chupa de dómine, diciendo, en fin, que _nuestro porvenir está en
África_, y que el Estrecho es un arroyo español. De repente levantose
Estupiñá el grande, copa en mano, y no puede formarse idea de la
expectación y solemnísimo silencio que precedieron a su breve discurso.
Conmovido y casi llorando, aunque no estaba _ajumao_, brindó por la
noble compañía, por los nobles señores de la casa y por... aquí una
pausa de emoción y una cariñosa mirada a Jacinta... y porque la noble
familia tuviera pronto sucesión, como él esperaba... y sospechaba... y
creía.
Jacinta se puso muy colorada, y todos, todos los presentes, incluso el
Delfín, celebraron mucho la gracia. Después hubo gran tertulia en el
salón; pero poco después de las doce se habían retirado todos. Durmió
Jacinta sin sosiego, y a la mañana siguiente, cuando su marido no había
despertado aún, salió para ir a misa. Oyola en San Ginés, y después fue
a casa de Benigna, donde encontró escenas de desolación. Todos los
sobrinitos estaban alborotados, inconsolables, y en cuanto la vieron
entrar corrieron hacia ella pidiendo justicia. ¡Vaya con lo que había
hecho Juanín!... ¡Ahí era nada en gracia de Dios! Empezó por arrancarles
la cabeza a las figuras del nacimiento... y lo peor era que se reía al
hacerlo, como si fuera una gracia. ¡Vaya una gracia! Era un
sinvergüenza, un desalmado, un asesino. Así lo atestiguaban Isabel,
Paquito y los demás, hablando confusa y atropelladamente, porque la
indignación no les permitía expresarse con claridad. Disputábanse la
palabra y se cogían a la tiita, empinándose sobre las puntas de los
pies. Pero ¿dónde estaba el muy bribón? Jacinta vio aparecer su cara
inteligente y socarrona. Cuando él la vio, quedose algo turbado, y se
arrimó a la pared. Acercósele Jacinta, mostrándole severidad y
conteniendo la risa... pidiole cuentas de sus horribles crímenes.
¡Arrancar la cabeza a las figuras!... Escondía el
_Pituso_ la cara muy avergonzado, y se metía el dedo en la nariz... La
mamá adoptiva no había podido obtener de él una respuesta, y las
acusaciones rayaban en frenesí. Se le echaban en cara los delitos más
execrables, y se hacía burla de él y de sus hábitos groseros.
«Tiita, ¿no sabes? --decía Ramona riendo--. Se come las cáscaras de
naranja...».
--¡Cochino! Otra voz infantil atestiguó con la mayor solemnidad que
había visto más. Aquella mañana, Juanín estaba en la cocina royendo
cáscaras de patata. Esto sí que era marranada.
Jacinta besó al delincuente, con gran estupefacción de los otros chicos.
«Pues tienes bonito el delantal». Juanín tenía el delantal como si
hubiera estado fregando los suelos con él. Toda la ropa estaba
igualmente sucia.
--Tiita--le dijo Isabelita haciéndose la ofendida--.
Si vieras... No hace más que arrastrarse por los suelos y dar coces
como los burros. Se va a la basura y coge los puñados de ceniza para
echárnosla por la cara...
Entró Benigna, que venía de misa, y corroboró todas aquellas denuncias,
aunque con tono indulgente.
«Hija, no he visto un salvaje igual. El pobrecito... bien se ve entre
qué gentes se ha criado».
--Mejor... Así le domesticaremos.
--¡Qué palabrotas dice!... ¡Ramón se ha reído más...! No sabes la gracia
que le hace su lengua de arriero. Anoche nos dio malos ratos, porque
llamaba a su _Pae Pepe_ y se acordaba de la pocilga en que ha vivido...
¡Pobrecito! Esta mañana se me orinó en la sala. Llegué yo y me lo
encontré con las enaguas levantadas... Gracias que no se le antojó
hacerlo sobre el _puff_... lo hizo en la coquera... He tenido que cerrar
la sala, porque me destrozaba todo. ¿Has visto cómo ha puesto el
nacimiento? A Ramón le hizo muchísima gracia... y salió a comprar más
figuras; porque si no, ¿quién aguanta a esta patulea? No puedes
figurarte la que se armó aquí anoche. Todos llorando en coro, y el otro
cogiendo figuras y estrellándolas contra el suelo.
--¡Pobrecillo!--exclamó Jacinta prodigando caricias a su hijo adoptivo y
a todos los demás, para evitar una tempestad de celos--. ¿Pero no veis
que él se ha criado de otra manera que vosotros? Ya irá aprendiendo a
ser fino. ¿Verdad, hijo mío? (Juan decía que sí con la cabeza y
examinaba un pendiente de Jacinta)... Sí; pero no me arranques la
oreja... Es preciso que todos seáis buenos amiguitos, y que os llevéis
como hermanos. ¿Verdad, Juan, que tú no vuelves a romper las figuras?...
¿Verdad que no? Vaya, él es formal. Ramoncita, tú que eres la mayor,
enséñale en vez de reñirle.
--Es muy fresco: también se quería comer una vela--dijo Ramoncita
implacable.
--Las velas no se comen, no. Son para encenderlas... Veréis qué pronto
aprende él todas las cosas... Si creeréis que no tiene talento.
--No hay medio de hacerle comer más que con las manos--apuntó Benigna
riendo.
--Pero mujer, ¿cómo quieres que sepa...? Si en su vida ha visto él un
tenedor... Pero ya aprenderá... ¿No observas lo listo que es?
Villuendas entró con las figuras.
«Vaya, a ver si estas se salvan de la guillotina».
Mirábalas el _Pituso_ sonriendo con malicia, y los demás niños se
apoderaron de ellas, tomando todo género de precauciones para librarlas
de las manos destructoras del salvaje, que no se apartaba de su madre
adoptiva. El instinto, fuerte y precoz en las criaturas como en los
animalitos, le impulsaba a pegarse a Jacinta y a no apartarse de ella
mientras en la casa estaba...
Era como un perrillo que prontamente distingue a su amo entre todas las
personas que le rodean, y se adhiere a él y le mima y acaricia.
Creíase Jacinta madre, y sintiendo un placer indecible en sus entrañas,
estaba dispuesta a amar a aquel pobre niño con toda su alma. Verdad que
era hijo de otra. Pero esta idea, que se interponía entre su dicha y
Juanín, iba perdiendo gradualmente su valor. ¿Qué le importaba que fuera
hijo de otra? Esa otra quizá había muerto, y si vivía lo mismo daba,
porque le había abandonado. Bastábale a Jacinta que fuera hijo de su
marido para quererle ciegamente. ¿No quería Benigna a los hijos de la
primera mujer de su marido como si fueran hijos suyos? Pues ella quería
a Juanín como si le hubiera llevado en sus entrañas. ¡Y no había más que
hablar! Olvido de todo, y nada de celos retrospectivos. En la excitación
de su cariño, la dama acariciaba en su mente un plan algo atrevido. «Con
ayuda de Guillermina--pensaba--, voy a hacer la pamema de que he sacado
este niño de la Inclusa, para que en ningún tiempo me lo puedan quitar.
Ella lo arreglará, y se hará un documento en toda regla... Seremos
falsarias y Dios bendecirá nuestro fraude».
Le dio muchos besos, recomendándole que fuera bueno, y no hiciese
porquerías. Apenas se vio Juanín en el suelo, agarró el bastón de
Villuendas y se fue derecho hacia el nacimiento en la actitud más
alarmante. Villuendas se reía sin atajarle, gritando: «¡Adiós, mi
dinero!, ¡eh!... ¡socorro!, ¡guardias...!».
Chillido unánime de espanto y desolación llenó la casa. Ramoncita
pensaba seriamente en que debía llamarse a la Guardia Civil.
«Pillo, ven acá; eso no se hace» gritó Jacinta corriendo a sujetarle.
Una cosa agradaba mucho a la joven. Juanín no obedecía a nadie más que a
ella. Pero la obedecía a medias, mirándola con malicia, y suspendiendo
su movimiento de ataque.
«Ya me conoce--pensaba ella--. Ya sabe que soy su mamá, que lo seré de
veras... Ya, ya le educaré yo como es debido».
Lo más particular fue que cuando se despidió, el _Pituso_ quería irse
con ella. «Volveré, hijo de mi alma, volveré... ¿Veis cómo me quiere?,
¿lo veis?... Con que portarse bien todos, y no regañar. Al que sea malo,
no le quiero yo...».
--vi--
No se le cocía el pan a Barbarita hasta no aplacar su curiosidad viendo
aquella alhaja que su hija le había comprado, un nieto. Fuera este
apócrifo o verdadero, la señora quería conocerle y examinarle; y en
cuanto tuvo Juan compañía, buscaron suegra y nuera un pretexto para
salir, y se encaminaron a la morada de Benigna. Por el camino, Jacinta
exploró otra vez el ánimo de su tía, esperando que se hubieran disipado
sus prevenciones; pero vio con mucho disgusto que Barbarita continuaba
tan severa y suspicaz como el día precedente. «A Baldomero le ha sabido
esto muy mal. Dice que es preciso garantías... y, francamente, yo creo
que has obrado muy de ligero...».
Cuando entró en la casa y vio al _Pituso_, la severidad, lejos de
disminuir, parecía más acentuada. Contempló Barbarita sin decir palabra
al que le presentaban como nieto, y después miró a su nuera, que estaba
en ascuas, con un nudo muy fuerte en la garganta. Mas de repente, y
cuando Jacinta se disponía a oír denegaciones categóricas, la abuela
lanzó una fuerte exclamación de alegría, diciendo así:
«¡Hijo de mi alma!... ¡amor mío!, ven, ven a mis brazos».
Y lo apretó contra sí tan enérgicamente, que el _Pituso_ no pudo menos
de protestar con un chillido.
«¡Hijo mío!... corazón... gloria, ¡qué guapo eres!... Rico, tesoro; un
beso a tu abuelita».
--¿Se parece?--preguntó Jacinta no pudiendo expresarse bien, porque se
le caía la baba, como vulgarmente se dice.
--¡Que si se parece! --observó Barbarita tragándole con los ojos--.
Clavado, hija, clavado... ¿Pero qué duda tiene? Me parece que estoy
mirando a Juan cuando tenía cuatro años.
Jacinta se echó a llorar. «Y por lo que hace a esa fantasmona...--agregó
la señora examinando más las facciones del chico--, bien se le conoce en
este espejo que es guapa... Es una perfección este niño».
Y vuelta a abrazarle y a darle besos.
«Pues nada, hija --añadió después con resolución--, a casa con él».
Jacinta no deseaba otra cosa. Pero Barbarita corrigió al instante su
propia espontaneidad, diciendo: «No... no nos precipitemos. Hay que
hablar antes a tu marido. Esta noche sin falta se lo dices tú, y yo me
encargo de volver a tantear a Baldomero... Si es clavado, pero
clavado...».
--¡Y usted que dudaba! --Qué quieres... Era preciso dudar, porque estas
cosas son muy delicadas. Pero la procesión me andaba por dentro.
¿Creerás que anoche he soñado con este muñeco? Ayer, sin saber lo que
hacía compré un nacimiento. Lo compré maquinalmente, por efecto de un no
sé qué... mi resabio de compras movido del pensamiento que me dominaba.
--Bien sabía yo que usted cuando le viera...
--¡Dios mío! ¡Y las tiendas cerradas hoy!--exclamó Barbarita en tono de
consternación--. Si estuvieran abiertas, ahora mismo le compraba un
vestidito de marinero con su gorra en que diga: _Numancia_. ¡Qué bien le
estará! Hijo de mi corazón, ven acá... No te me escapes; si te quiero
mucho, ¡si soy tu abuelita...! Me dicen estos tontainas que has roto el
camello del Rey negro. Bien, vida mía, bien roto está. Ya le compraré yo
a mi niño una gruesa de camellos y de reyes negros, blancos y de todos
los colores.
Jacinta tenía ya celos. Pero consolábase de ellos viendo que Juanín no
quería estar en el regazo de su abuela y se deslizaba de los brazos de
esta para buscar los de su mamá verdadera. En aquel punto de la escena
que se describe, empezaron de nuevo las acusaciones y una serie de
informes sobre los distintos actos de barbarie consumados por Juanín.
Los cinco fiscales se enracimaban en torno a las dos damas, formulando
cada cual su queja en los términos más difamatorios. ¡Válganos Dios lo
que había hecho! Había cogido una bota de Isabelita y tirádola dentro de
la jofaina llena de agua para que nadase como un pato. «¡Ay, qué rico!»
clamaba Barbarita comiéndosele a besos. Después se había quitado su
propio calzado, porque era un marrano que gustaba de andar descalzo con
las patas sobre el suelo. «¡Ay, qué rico!...». Quitose también las
medias y echó a correr detrás del gato, cogiéndolo por el rabo y dándole
muchas vueltas... Por eso estaba tan mal humorado el pobre animalito...
Luego se había subido a la mesa del comedor para pegarle un palo a la
lámpara... «¡Ay, qué rico!».
«¡Cuidado que es desgracia!--repitió la señora de Santa Cruz dando un
gran suspiro--, ¡las tiendas cerradas hoy!... Porque es preciso
comprarle ropita, mucha ropita... Hay en casa de Sobrino unas medidas de
colores y unos trajecitos de punto que son una preciosidad... Ángel,
ven, ven con tu abuelita... ¡Ah!, ya conoce el muy pillo lo que has
hecho por él, y no quiere estar con nadie más que contigo».
--Ya lo creo...--indicó Jacinta con orgullo--. Pero no; él es bueno
¿sí?, y quiere también a su abuelita, ¿verdad?
Al retirarse, iban por la calle tan desatinadas la una como la otra. Lo
dicho dicho: aquella misma noche hablarían las dos a sus respectivos
maridos.
Aquel día, que fue el 25, hubo gran comida, y Juanito se retiró temprano
de la mesa muy fatigado y con dolor de cabeza. Su mujer no se atrevió a
decirle nada, reservándose para el día siguiente. Tenía bien preparado
todo el discurso, que confiaba en pronunciarlo entero sin el menor
tropiezo y sin turbarse. El 26 por la mañana entró D. Baldomero en el
cuarto de su hijo cuando este se acababa de levantar, y ambos estuvieron
allí encerrados como una media hora. Las dos damas esperaban ansiosas en
el gabinete el resultado de la conferencia, y las impresiones de
Barbarita no tenían nada de lisonjeras: «Hija, Baldomero no se nos
presenta muy favorable. Dice que es necesario probarlo... ya ves tú,
probarlo; y que eso del parecido será ilusión nuestra... Veremos lo que
dice Juan».
Tan anhelantes estaban las dos, que se acercaron a la puerta de la
alcoba por ver si pescaban alguna sílaba de lo que el padre y el hijo
hablaban. Pero no se percibía nada. La conversación era sosegada, y a
veces parecía que Juan se reía. Pero estaba de Dios que no pudieran
salir de aquella cruel duda tan pronto como deseaban. Pareció que el
mismo demonio lo hizo, porque en el momento de salir D. Baldomero del
cuarto de su hijo, he aquí que se presentan en el despacho Villalonga y
Federico Ruiz. El primero cayó sobre Santa Cruz para hablarle de los
préstamos al Tesoro que hacía con dinero suyo y ajeno, ganándose el
ciento por ciento en pocos meses, y el segundo se metió de rondón en el
cuarto del Delfín. Jacinta no pudo hablar con este; pero se sorprendió
mucho de verle risueño y de la mirada maliciosa y un tanto burlona que
su marido le echó.
Fueron todos a almorzar y el misterio continuaba. Cuenta Jacinta que
nunca como en aquella ocasión sintió ganas de dar a una persona de
bofetadas y machacarla contra el suelo. Hubiera destrozado a Federico
Ruiz, cuya charla insustancial y mareante, como zumbido de abejón, se
interponía entre ella y su marido. El maldito tenía en aquella época la
demencia de _los castillos_; estaba haciendo averiguaciones sobre todos
los que en España existen más o menos ruinosos, para escribir una gran
obra heráldica, arqueológica y de castrametación sentimental, que aunque
estuviese bien hecha no había de servir para nada. Mareaba a Cristo con
sus aspavientos por si tales o cuales ruinas eran bizantinas, mudéjares
o lombardas con influencia mozárabe y perfiles románicos. «¡Oh!, ¡el
castillo de Coca!, ¿pues y el de Turégano?... Pero ninguno llegaba a los
del Bierzo... ¡Ah!, ¡el Bierzo!... la riqueza que hay en ese país es un
asombro». Luego resultaba que la tal _riqueza_ era de muros
despedazados, de aleros podridos y de bastiones que se caían piedra a
piedra. Ponía los ojos en blanco, las manos en cruz y los hombros a la
altura de las orejas para decir: «hay una ventana en el Castillo de
Ponferrada que... vamos... no puedo expresar lo que es aquello...».
Creeríase que por la tal ventana se veía al Padre Eterno y a toda la
Corte Celestial. «Caramba con la ventana--pensaba Jacinta, a quien le
estaba haciendo daño el almuerzo--. Me gustaría de veras si sirviera
para tirarte por ella a la calle con todos tus condenados castillos».
Villalonga y D. Baldomero no prestaban ni pizca de atención a los
entusiasmos de su insufrible amigo, y se ocupaban en cosas de más
sustancia.
«Porque, figúrese usted... el Director del Tesoro acepta el préstamo en
consolidado que está a 13... y extiende el pagaré por todo el valor
nominal... al interés del 12 por 100. Usted vaya atando cabos...».
--Es escandaloso... ¡Pobre país!...
Un instante se vieron solos Juanito y su mujer, y pudieron decirse
cuatro palabras. Jacinta quiso hacerle una pregunta que tenía preparada;
pero él se anticipó dejándola yerta con esta cruelísima frase, dicha en
tono cariñoso: «Nena, ven acá, ¿con que hijitos tenemos?».
Y no era posible explicarse más, porque la tertulia se enzarzó y
vinieron otros amigos que empezaron a reír y a bromear, tomándole el
pelo a Federico Ruiz con aquello de los castillos y preguntándole con
seriedad si los había estudiado todos sin que se le escapase alguno en
la cuenta. Después la conversación recayó en la política. Jacinta estaba
desesperada, y en los ratos que podía cambiar una palabrita con su
suegra, esta poníale una cara muy desconsolada, diciéndole: «Mal
negocio, hija, mal negocio».
Por la noche, comensales otra vez, y luego tertulia y mucha gente. Hasta
las doce duró aquel martirio. Se marcharon al fin uno a uno.
Jacinta les hubiera echado, abriendo todas las ventanas y sacudiéndoles
con una servilleta, como se hace con las moscas. Cuando su marido y
ella se quedaron solos, parecíale la casa un paraíso; pero sus
ansiedades eran tan grandes que no podía saborear el dulce aislamiento.
¡Solos en la alcoba! Al fin...
Juan cogió a su mujer cual si fuera una muñeca, y le dijo:
«Alma mía, tus sentimientos son de ángel; pero tu razón, allá por esas
nubes, se deja alucinar. Te han engañado; te han dado un soberbio timo».
--Por Dios, no me digas eso --murmuró Jacinta, después de una pausa en
que quiso hablar y no pudo.
--Si desde el principio hubieras hablado conmigo...--añadió el Delfín
muy cariñoso--. Pero aquí tienes el resultado de tus tapujos... ¡Ah, las
mujeres!, todas ellas tienen una novela en la cabeza, y cuando lo que
imaginan no aparece en la vida, que es lo más común, sacan su
composicioncita.
Estaba la infeliz tan turbada que no sabía qué decir: «Ese José
Izquierdo...».
--Es un tunante. Te ha engañado de la manera más chusca... Sólo tú, que
eres la misma inocencia puedes caer en redes tan mal urdidas... Lo que
me espanta es que Izquierdo haya podido tener ideas... Es tan bruto;
pero tan bruto, que en aquella cabeza no cabe una invención de esta
clase. Por lo bestia que es, parece honrado sin serlo. No, no discurrió
él tan gracioso timo. O mucho me engaño, o esto salió de la cabeza de un
novelista que se alimenta con judías.
--El pobre Ido es incapaz... --De engañar a sabiendas, eso sí. Pero no
te quepa duda. La primitiva idea de que ese niño es mi hijo debió ser
suya. La concebiría como sospecha, como inspiración
artístico-flatulenta, y el otro se dijo: «Pues toma, aquí hay un
negocio». Lo que es a _Platón_ no se le ocurre; de eso estoy seguro.
Jacinta, anonadada, quería defender su tema a todo trance. «Juanín es tu
hijo, no me lo niegues» replicó llorando.
--Te juro que no... ¿Cómo quieres que te lo jure?... ¡Ay Dios mío!,
ahora se me está ocurriendo que ese pobre niño es el hijo de la hijastra
de Izquierdo. ¡Pobre Nicolasa! Se murió de sobreparto. Era una excelente
chica. Su niño tiene, con diferencia de tres meses, la misma edad que
tendría el mío si viviese.
--¡Si viviese! --Si viviese... sí... Ya ves cómo te canto claro. Esto
quiere decir que no vive.
--No me has hablado nunca de eso --declaró severamente Jacinta--. Lo
último que me contaste fue... qué sé yo... No me gusta recordar esas
cosas. Pero se me vienen al pensamiento sin querer. «No la vi más, no
supe más de ella; intenté socorrerla y no la pude encontrar». A ver,
¿fue esto lo que me dijiste?
--Sí, y era la verdad, la pura verdad. Pero más adelante hay otro
episodio, del cual no te he hablado nunca, porque no había para qué.
Cuando ocurrió, hacía ya un año que estábamos casados; vivíamos en la
mejor armonía... Hay ciertas cosas que no se deben decir a una esposa.
Por discreta y prudente que sea una mujer, y tú lo eres mucho, siempre
alborota algo en tales casos; no se hace cargo de las circunstancias, ni
se fija en los móviles de las acciones. Entonces callé, y creo
firmemente que hice bien en callar. Lo que pasó no es desfavorable para
mí. Podía habértelo dicho; pero ¿y si lo interpretabas mal? Ahora ha
llegado la ocasión de contártelo, y veremos qué juicio formas. Lo que sí
puedo asegurarte es que ya no hay más. Esto que te voy a decir es el
último párrafo de una historia que te he referido por entregas. Y se
acabó. Asunto agotado... Pero es tarde, hija mía, nos acostaremos,
dormiremos y mañana...
--vii--
«No, no, no--gritó Jacinta más bien airada que impaciente--. Ahora
mismo... ¿Crees que yo puedo dormir en esta ansiedad?».
--Pues lo que es yo, chiquilla, me acuesto--dijo el Delfín,
disponiéndose a hacerlo--. Si creerás tú que te voy a revelar algo que
pone los pelos de punta. ¡Si no es nada...!, te lo cuento porque es la
prueba de que te han engañado. Veo que pones una cara muy tétrica. Pues
si no fuera porque el lance es bastante triste, te diría que te
rieras... ¡Te has de quedar más convencida...! Y no te apures por la
_plancha_, hija. Ahí tienes lo que las personas sacan de ser demasiado
buenas. Los ángeles, como que están acostumbrados a volar, no andan por
la tierra sin dar un traspié a cada paso.
Se había acostumbrado de tal modo Jacinta a la idea de hacer suyo a
Juanín, de criarle y educarle como hijo, que le lastimaba al sentirlo
arrancado de sí por una prueba, por un argumento en que intervenía la
aborrecida mujer aquella cuyo nombre quería olvidar. Lo más particular
era que seguía queriendo al _Pituso_, y que su cariño y su amor propio
se sublevaban contra la idea de arrojarle a la calle. No le abandonaría
ya, aunque su marido, su suegra y el mundo entero se rieran de ella y la
tuvieran por loca y ridícula.
«Y ahora--siguió Santa Cruz, muy bien empaquetado entre sus sábanas--,
despídete de tu novela, de esa grande invención de dos ingenios, Ido del
Sagrario y José Izquierdo... Vamos allá... Lo último que te dije
fue...».
--Fue que se había marchado de Madrid y que no pudiste averiguar a
dónde. Esto me lo contaste en Sevilla.
--¡Qué memoria tienes! Pues pasó tiempo, y al año de casados, un día, de
repente, plaf... entras tú en mi cuarto y me das una carta.
--¿Yo? --Sí, una cartita que trajeron para mí. La abro, me quedo así un
poco atontado... Me preguntas qué es, y te digo: «Nada, es la madre del
pobre Valledor que me pide una recomendación para el alcalde...». Cojo
mi sombrero y a la calle.
--¡Volvía a Madrid, te llamaba, te escribía!...--observó Jacinta,
sentándose al borde del lecho, la mirada fija, apagada la voz.
--Es decir, hacía que me escribieran, porque la pobrecilla no sabe...
«Pues señor, no hay más remedio que ir allá». Cree que tu pobre marido
iba de muy mal humor. No puedes figurarte lo que le molestaba la
resurrección de una cosa que creía muerta y desaparecida para siempre.
«¿Por dónde saldrá ahora?... ¿Para qué me llamará?». Yo decía también:
«De fijo que hay muchacho por en medio». Esta sucesión me cargaba. «Pero
en fin, ¡qué remedio!...» pensaba al subir por aquellas oscuras
escaleras. Era una casa de la calle de Hortaleza, al parecer de
huéspedes. En el bajo hay tienda de ataúdes. ¿Y qué era?, que la infeliz
había venido a Madrid con su hijo, con el mío: ¿por qué no decirlo
claro?, y con un hombre, el cual estaba muy mal de fondos, lo que no
tiene nada de particular... Llegar y ponerse malo el pobre niño fue todo
uno. Viose la pobre en un trance muy apurado. ¿A quién acudir? Era
natural: a mí. Yo se lo dije. «Has hecho perfectamente...». La más negra
era que el garrotillo le cogió al pobrecillo nene tan de filo, que
cuando yo llegué... te va a dar mucha pena, como me la dio a mí... pues
sí, cuando llegué, el pobre niño estaba expirando. Lo que yo le decía al
verla hecha un mar de lágrimas: «¿Por qué no me avisaste antes?». Claro,
yo habría llevado uno o dos buenos médicos y quién sabe, quién sabe si
le hubiéramos salvado.
Jacinta callaba. El terror no la dejaba articular palabra.
«¿Y tú no lloraste?» fue lo primero que se le ocurrió decir.
--Te aseguro que pasé un rato... ¡ay qué rato! ¡Y tener que disimular en
casa delante de ti! Aquella noche ibas tú al Real. Yo fui también; pero
te juro que en mi vida he sentido, como en aquella noche, la tristeza
agarrada a mi alma. Tú no te acordarás... No sabías nada.
--Y... --Y nada más. Le compré la cajita azul más bonita que había en la
tienda de abajo, y se le llevó al cementerio en un carro de lujo con dos
caballos empenachados, sin más compañía que la del hombre de Fortunata y
el marido, o lo que fuera, de la patrona. En la Red de San Luis, mira lo
que son las casualidades, me encontré a mamá... Díjome: «¡Qué pálido
estás!». «Es que vengo de casa de Moreno Vallejo a quien le han cortado
hoy la pierna». En efecto, le habían cortado la pierna, a consecuencia
de la caída del caballo. Diciéndolo, miré desaparecer por la calle de
la Montera abajo el carro con la cajita azul... ¡Cosas del mundo! Vamos
a ver: si yo te hubiera contado esto, ¿no habrían sobrevenido mil
disgustos, celos y cuestiones?
--Quizás no--dijo la esposa dando un gran suspiro--. Según lo que venga
detrás. ¿Qué pasó después?
--Todo lo que sigue es muy soso. Desde que se dio tierra al pequeñuelo,
yo no tenía otro deseo que ver a la madre tomando el portante. Puedes
creérmelo: no me interesaba nada. Lo único que sentía era compasión por
sus desgracias, y no era floja la de vivir con aquel bárbaro, un tiote
grosero que la trataba muy mal y no la dejaba ni respirar. ¡Pobre mujer!
Yo le dije, mientras él estaba en el cementerio: «¿Cómo es que vives con
este animal y le aguantas?». Y respondiome: «No tengo más amparo que
esta fiera. No le puedo ver; pero el agradecimiento...». Es triste cosa
vivir de esta manera, aborreciendo y agradeciendo. Ya ves cuánta
desgracia, cuánta miseria hay en este mundo, niña mía... Bueno, pues
sigo diciéndote que aquella infeliz pareja me dio la gran jaqueca. El
tal, que era mercachifle de estos que ponen puestos en las ferias,
pretendía una plaza de contador de la depositaría de un pueblo.
¡Valiente animal! Me atosigaba con sus exigencias, y aun con amenazas, y
no tardé en comprender que lo que quería era sacarme dinero. La pobre
Fortunata no me decía nada. Aquel bestia no le permitía que me viera y
hablara sin estar él presente, y ella, delante de él, apenas alzaba del
suelo los ojos; tan aterrorizada la tenía. Una noche, según me contó la
patrona, la quiso matar el muy bruto. ¿Sabes por qué?, porque me había
mirado. Así lo decía él... Me puedes creer, como esta es noche, que
Fortunata no me inspiraba sino lástima. Se había desmejorado mucho de
físico, y en lo espiritual no había ganado nada. Estaba flaca, sucia,
vestía de pingos que olían mal, y la pobreza, la vida de perros y la
compañía de aquel salvaje habíanle quitado gran parte de sus atractivos.
A los tres días se me hicieron insoportables las exigencias de la fiera,
y me avine a todo. No tuve más remedio que decir: «Al enemigo que huye,
puente de plata»; y con tal de verles marchar, no me importaba el
sablazo que me dieron. Aflojé los cuartos a condición de que se habían
de ir inmediatamente. Y aquí paz y después gloria. Y se acabó mi cuento,
niña de mi vida, porque no he vuelto a saber una palabra de aquel
respetable tronco, lo que me llena de contento.
Jacinta tenía su mirada engarzada en los dibujos de la colcha. Su marido
le tomó una mano y se la apretó mucho. Ella no decía más que «¡Pobre
_Pituso_, pobre Juanín!». De repente una idea hirió su mente como un
latigazo, sacándola de aquel abatimiento en que estaba. Era la
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