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Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 18

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  ti noble y hermoso; llevas en tu persona un tesoro, un verdadero tesoro
  de líneas... Vamos, apuesto a que no lo entiendes».
  La vanidad aumentó la turbación en que el bueno de Izquierdo estaba.
  Presunciones de gloria le pasaron con ráfagas de hoguera por la
  frente... Entrevió un porvenir brillante... ¡Él, retratado por los
  pintores!... ¡Y eso se pagaba! Y se ganaban cuartos por vestirse,
  ponerse y ¡ah!... _Platón_ se miró en el vidrio del cuadro de las
  trenzas; pero no se veía bien...
  «Con que no lo olvides... Preséntate en cualquier estudio, y eres un
  hombre. Con tu piojín a cuestas, serías el San Cristóbal más hermoso que
  se podría ver. Adiós, adiós...».
  
  
  -X-
  
  Más escenas de la vida íntima
  
  
  --i--
  
  Saliendo por los corredores, decía Guillermina a su amiga:
  «Eres una inocentona... tú no sabes tratar con esta gente. Déjame a mí,
  y estate tranquila, que el _Pituso_ es tuyo. Yo me entiendo. Si ese
  bribón te coge por su cuenta, te saca más de lo que valen todos los
  chicos de la Inclusa juntos con sus padres respectivos. ¿Qué pensabas tú
  ofrecerle? ¿Diez mil reales? Pues me los das, y si lo saco por menos, la
  diferencia es para mi obra».
  Después de platicar un rato con Severiana en la salita de esta, salieron
  escoltadas por diferentes cuerpos y secciones de la granujería de los
  dos patios. A Juanín, por más que Jacinta y Rafaela se desojaban
  buscándole, no le vieron por ninguna parte.
  Aquel día, que era el 22, empeoró el Delfín a causa de su impaciencia y
  por aquel afán de querer anticiparse a la naturaleza, quitándole a esta
  los medios de su propia reparación. A poco de levantarse tuvo que
  volverse a la cama, quejándose de molestias y dolores puramente
  ilusorios. Su familia, que ya conocía bien sus mañas, no se alarmaba, y
  Barbarita recetábale sin cesar sábanas y resignación. Pasó la noche
  intranquilo; pero se estuvo durmiendo toda la mañana del 23, por lo que
  pudo Jacinta dar otro salto, acompañada de Rafaela, a la calle de Mira
  el Río. Esta visita fue de tan poca sustancia, que la dama volvió muy
  triste a su casa. No vio al _Pituso_ ni al Sr. Izquierdo. Díjole
  Severiana que Guillermina había estado antes y echado un largo
  parlamento con el _endivido_, quien tenía al chico montado en el hombro,
  ensayándose sin duda para _hacer_ el San Cristóbal. Lo único que sacó
  Jacinta en limpio de la excursión de aquel día fue un nuevo testimonio
  de la popularidad que empezaba a alcanzar en aquellas casas. Hombres y
  mujeres la rodeaban y poco faltó para que la llevaran en volandas. Oyose
  una voz que gritaba: «¡viva la simpatía!» y le echaron coplas de gusto
  dudoso, pero de muy buena intención. Los de Ido llevaban la voz cantante
  en este concierto de alabanzas, y daba gozo ver a D. José tan elegante,
  con las prendas en buen uso que Jacinta le había dado, y su hongo casi
  nuevo de color café. El primogénito de los _claques_ fue objeto de una
  serie de transacciones y reventas chalanescas, hasta que lo adquirió por
  dos cuartos un cierto vecino de la casa, que tenía la especialidad de
  hacer el _higuí_ en los Carnavales.
  Adoración se pegaba a doña Jacinta desde que la veía entrar. Era como
  una idolatría el cariño de aquella chicuela. Quedábase estática y lela
  delante de la señorita, devorándola con sus ojos, y si esta le cogía la
  cara o le daba un beso, la pobre niña temblaba de emoción y parecía que
  le entraba fiebre. Su manera de expresar lo que sentía era dar de
  cabezadas contra el cuerpo de su ídolo, metiendo la cabeza entre los
  pliegues del mantón y apretando como si quisiera abrir con ella un
  hueco. Ver partir a _doña_ Jacinta era quedarse Adoración sin alma, y
  Severiana tenía que ponerse seria para hacerla entrar en razón. Aquel
  día le llevó la dama unas botitas muy lindas, y prometió llevarle otras
  prendas, pendientes y una sortija con un diamante fino del tamaño de un
  garbanzo; más grande todavía, del tamaño de una avellana.
  Al volver a su casa, tenía la Delfina vivos deseos de saber si
  Guillermina había hecho algo. Llamola por el balcón; pero la fundadora
  no estaba. Probablemente, según dijo la criada, no regresaría hasta la
  noche porque había tenido que ir por tercera vez a la estación de las
  Pulgas, a la obra y al asilo de la calle de Alburquerque.
  Aquel día ocurrió en casa de Santa Cruz un suceso feliz. Entró D.
  Baldomero de la calle cuando ya se iban a sentar a la mesa, y dijo con
  la mayor naturalidad del mundo que le había caído la lotería. Oyó
  Barbarita la noticia con calma, casi con tristeza, pues el capricho de
  la suerte loca no le hacía mucha gracia. La Providencia no había andado
  en aquello muy lista que digamos, porque ellos no necesitaban de la
  lotería para nada, y aun parecía que les estorbaba un premio que, en
  buena lógica, debía de ser para los infelices que juegan por mejorar de
  fortuna. ¡Y había tantas personas aquel día dadas a Barrabás por no
  haber sacado ni un triste reintegro! El 23, a la hora de la lista
  grande, Madrid parecía el país de las desilusiones, porque... ¡cosa más
  particular!, a nadie le tocaba. Es preciso que a uno le toque para creer
  que hay agraciados.
  Don Baldomero estaba muy sereno, y el golpe de suerte no le daba calor
  ni frío. Todos los años compraba un billete entero, por rutina o vicio,
  quizás por obligación, como se toma la cédula de vecindad u otro
  documento que acredite la condición de español neto, sin que nunca
  sacase más que fruslerías, algún reintegro o premios muy pequeños. Aquel
  año le tocaron doscientos cincuenta mil reales. Había dado, como
  siempre, muchas participaciones, por lo cual los doce mil quinientos
  duros se repartían entre la multitud de personas de diferente posición y
  fortuna; pues si algunos ricos cogían buena breva, también muchos pobres
  pellizcaban algo. Santa Cruz llevó la lista al comedor, y la iba leyendo
  mientras comía, haciendo la cuenta de lo que a cada cual tocaba. Se le
  oía como se oye a los niños del Colegio de San Ildefonso que sacan y
  cantan los números en el acto de la extracción.
  «_Los Chicos_ jugaron dos décimos y se calzan cincuenta mil reales.
  Villalonga un décimo: veinticinco mil. Samaniego la mitad».
  Pepe Samaniego apareció en la puerta a punto que D. Baldomero pregonaba
  su nombre y su premio, y el favorecido no pudo contener su alegría y
  empezó a dar abrazos a todos los presentes, incluso a los criados.
  «Eulalia Muñoz, un décimo: veinticinco mil reales. Benignita, medio
  décimo: doce mil quinientos reales. Federico Ruiz, dos duros: cinco mil
  reales. Ahora viene toda la morralla. Deogracias, Rafaela y Blas han
  jugado diez reales cada uno. Les tocan mil doscientos cincuenta».
  «El carbonero, ¿a ver el carbonero?» dijo Barbarita que se interesaba
  por los jugadores de la última escala lotérica.
  --El carbonero echó diez reales; Juana, nuestra insigne cocinera,
  veinte, el carnicero quince... A ver, a ver: Pepa la pincha cinco
  reales, y su hermana otros cinco. A estas les tocan seiscientos
  cincuenta reales.
  --¡Qué miseria! --Hija, no lo digo yo, lo dice la aritmética.
  Los partícipes iban llegando a la casa atraídos por el olor de la
  noticia, que se extendió rápidamente; y la cocinera, las pinchas y otras
  personas de la servidumbre se atrevían a quebrantar la etiqueta,
  llegándose a la puerta del comedor y asomando sus caras regocijadas para
  oír cantar al señor la cifra de aquellos dineros que les caían. La
  señorita Jacinta fue quien primero llevó los parabienes a la cocina, y
  la pincha perdió el conocimiento por figurarse que con los tristes cinco
  reales le habían caído lo menos tres millones. Estupiñá, en cuanto supo
  lo que pasaba, salió como un rayo por esas calles en busca de los
  agraciados para darles la noticia. Él fue quien dio las albricias a
  Samaniego, y cuando ya no halló ningún interesado, daba la gran jaqueca
  a todos los conocidos que encontraba. ¡Y él no se había sacado nada!
  Sobre esto habló Barbarita a su marido con toda la gravedad discreta que
  el caso requería.
  «Hijo, el pobre Plácido está muy desconsolado. No puede disimular su
  pena, y eso de salir a dar la noticia es para que no le conozcamos en la
  cara la hiel que está tragando».
  --Pues hija, yo no tengo la culpa... Te acordarás que estuvo con el
  medio duro en la mano, ofreciéndolo y retirándolo, hasta que al fin su
  avaricia pudo más que la ambición, y dijo: «Para lo que yo me he de
  sacar, más vale que emplee mi escudito en anises...». ¡Toma anises!
  --¡Pobrecillo!... ponlo en la lista.
  Don Baldomero miró a su esposa con cierta severidad. Aquella infracción
  de la aritmética parecíale una cosa muy grave.
  «Ponlo, hombre, ¿qué más te da? Que estén todos contentos...».
  Don Baldomero II se sonrió con aquella bondad patriarcal tan suya, y
  sacando otra vez lista y lápiz, dijo en alta voz: «Rossini, diez reales:
  le tocan mil doscientos cincuenta».
  Todos los presentes se apresuraron a felicitar al favorecido, quedándose
  él tan parado y suspenso, que creyó que le tomaban el pelo.
  «No, si yo no...». Pero Barbarita le echó unas miradas que le cortaron
  el hilo de su discurso. Cuando la señora miraba de aquel modo no había
  más remedio que callarse.
  «¡Si habrá nacido de pie este bendito Plácido--dijo D. Baldomero a su
  nuera--, que hasta se saca la lotería sin jugar!».
  --Plácido--gritó Jacinta riéndose con mucha gana--, es el que nos ha
  traído la suerte.
  --Pero si yo...--murmuró otra vez Estupiñá, en cuyo espíritu las
  nociones de la justicia eran siempre muy claras, como no se tratara de
  contrabando.
  --Pero tonto... cómo tendrás esa cabeza--dijo Barbarita con mucho
  fuego--, que ni siquiera te acuerdas de que me diste medio duro para la
  lotería.
  --Yo... cuando usted lo dice... En fin... la verdad, mi cabeza anda,
  _talmente_, así un poco ida...
  Se me figura que Estupiñá llegó a creer a pie juntillas que había dado
  el escudo.
  «¡Cuando yo decía que el número era de los más bonitos...!--manifestó D.
  Baldomero con orgullo--. En cuanto el lotero me lo entregó, sentí la
  corazonada».
  --Como bonito...--agregó Estupiñá--, no hay duda que lo es.
  --Si tenía que salir, eso bien lo veía yo--afirmó Samaniego con esa
  convicción que es resultado del gozo--. ¡Tres _cuatros_ seguidos,
  después un _cero_, y acabar con un _ocho_...! Tenía que salir.
  El mismo Samaniego fue quien discurrió celebrar con panderetazos y
  villancicos el fausto suceso, y Estupiñá propuso que fueran todos los
  agraciados a la cocina para hacer ruido con las cacerolas. Mas Barbarita
  prohibió todo lo que fuera barullo, y viendo entrar a Federico Ruiz, a
  Eulalia Muñoz y a uno de los _Chicos_, Ricardo Santa Cruz mandó destapar
  media docena de botellas de _champagne_.
  Toda esta algazara llegaba a la alcoba de Juan, que se entretenía oyendo
  contar a su mujer y a su criado lo que pasaba, y singularmente el
  milagro del premio de Estupiñá. Lo que se rió con esto no hay para qué
  decirlo. La prisión en que tan a disgusto estaba volvíale pronto a su
  mal humor y poniéndose muy regañón decía a su mujer: «Eso, eso, déjame
  solo otra vez para ir a divertirte con la bullanga de esos idiotas. ¡La
  lotería!, ¡qué atraso tan grande! Es de las cosas que debieran
  suprimirse; mata el ahorro; es la Providencia de las haraganes. Con la
  lotería no puede haber prosperidad pública... ¿Qué?, te marchas otra
  vez. ¡Bonita manera de cuidar a un enfermo! Y vamos a ver, ¿qué demonios
  tienes tú que hacer por esas calles toda la mañana? A ver, explícame,
  quiero saberlo; porque es ya lo de todos los días».
  Jacinta daba sus excusas risueña y sosegada. Pero le fue preciso soltar
  una mentirijilla. Había salido por la mañana a comprar nacimientos,
  velitas de color y otras chucherías para los niños de Candelaria.
  «Pues entonces--replicó Juanito revolviéndose entre las sábanas--, yo
  quiero que me digan para qué sirven mamá y Estupiñá, que se pasan la
  vida mareando a los tenderos y se saben de memoria los puestos de Santa
  Cruz... A ver, que me expliquen esto...».
  La algazara de los premiados, que iba cediendo algo, se aumentó con la
  llegada de Guillermina, la cual supo en su casa la nueva y entró
  diciendo a voces: «Cada uno me tiene que dar el veinticinco por ciento
  para mi obra... Si no, Dios y San José les amargarán el premio».
  --El veinticinco por ciento es mucho para la gente menuda--dijo D.
  Baldomero--. Consúltalo con San José y verás cómo me da la razón.
  --¡Hereje!...--replicó la dama haciéndose la enfadada--, herejote...
  después que chupas el dinero de la Nación, que es el dinero de la
  Iglesia, ahora quieres negar tu auxilio a mi obra, a los pobres... El
  veinticinco por ciento y tú el cincuenta por ciento... Y punto en boca.
  Si no, lo gastarás en botica. Con que elige.
  --No, hija mía; por mí te lo daré todo...
  --Pues no harás nada de más, avariento. Se están poniendo bien las
  cosas, a fe mía... El ciento de _pintón_, que estaba la semana pasada a
  diez reales, ahora me lo quieren cobrar a once y medio, y el _pardo_ a
  diez y medio. Estoy volada. Los materiales por las nubes...
  Samaniego se empeñó en que la santa había de tomar una copa de
  _Champagne_.
  «¿Pero tú qué has creído de mí, viciosote? ¡Yo beber esas porquerías!...
  ¿Cuándo cobras, mañana? Pues prepárate. Allí me tendrás como la maza de
  Fraga. No te dejaré vivir».
  Poco después Guillermina y Jacinta hablaban a solas, lejos de todo oído
  indiscreto.
  «Ya puedes vivir tranquila--le dijo la Pacheco--. El _Pituso_ es tuyo.
  He cerrado el trato esta tarde. No puedes figurarte lo que bregué con
  aquel Iscariote. Perdí la cuenta de las hostias que me echó el muy
  blasfemo. Allá me sacó del cofre la partida de bautismo, un papelejo que
  apestaba. Este documento no prueba nada. El chico será o no será...
  ¡quién lo sabe! Pero pues tienes este capricho de ricacha mimosa, allá
  con Dios... Todo esto me parece irregular. Lo primero debió ser hablar
  del caso a tu marido. Pero tú buscas la sorpresita y el efecto teatral.
  Allá lo veremos... Ya sabes, hija, el trato es trato. Me ha costado Dios
  y ayuda hacer entrar en razón al Sr. Izquierdo. Por fin se contenta con
  seis mil quinientos reales. Lo que sobra de los diez mil reales es para
  mí, que bien me lo he sabido ganar... Con que mañana, yo iré después de
  medio día; ve tú también con los santos cuartos.
  Púsose Jacinta muy contenga. Había realizado su antojo; ya tenía su
  juguete. Aquello podría ser muy bien una niñería; pero ella tenía sus
  razones para obrar así. El plan que concibió para presentar al _Pituso_
  a la familia e introducirlo en ella, revelaba cierta astucia. Pensó que
  nada debía decir por el pronto al Delfín. Depositaría su hallazgo en
  casa de su hermana Candelaria hasta ponerle presentable. Después diría
  que era un huerfanito abandonado en las calles, recogido por ella... ni
  una palabra referente a quién pudiera ser la mamá ni menos el papá de
  tal muñeco. Todo el toque estaba en observar la cara que pondría Juan al
  verle. ¿Diríale algo la voz misteriosa de la sangre? ¿Reconocería en las
  facciones del pobre niño las de...? Al interés dramático de este lance
  sacrificaba Jacinta la conveniencia de los procedimientos propios de
  tal asunto. Imaginándose lo que iba a pasar, la turbación del infiel, el
  perdón suyo, y mil cosas y pormenores novelescos que barruntaba,
  producíase en su alma un goce semejante al del artista que crea o
  compone, y también un poco de venganza, tal y como en alma tan noble
  podía producirse esta pasión.
  
  
  --ii--
  
  Cuando fue al cuarto del Delfín, Barbarita le hacía tomar a este un
  tazón de té con coñac. En el comedor continuaba la bulla; pero los
  ánimos estaban más serenos. «Ahora--dijo la mamá--, han pegado la hebra
  con la política. Dice Samaniego que hasta que no corten doscientas o
  trescientas cabezas; no habrá paz. El marqués no está por el
  derramamiento de sangre, y Estupiñá le preguntaba por qué no había
  aceptado la diputación que le ofrecieron...
  Se puso lo mismito que un pavo, y dijo que él no quería meterse en...
  --No dijo eso--saltó Juanito, suspendiendo la bebida.
  --Que sí, hijo; dijo que no quería meterse en estos... no sé qué.
  --Que no dijo eso, mamá. No alteres tú también la verdad de los textos.
  --Pero hijo, si lo he oído yo.
  --Aunque lo hayas oído, te sostengo que no pudo decir eso... vaya.
  --¿Pues qué? --El marqués no pudo decir _meterse_... yo pongo mi cabeza
  a que dijo _inmiscuirse_... Si sabré yo cómo hablan las personas finas.
  Barbarita soltó la carcajada.
  --Pues sí... tienes razón, así, así fue... que no quería
  _inmiscuirse_...
  --¿Lo ves?... Jacinta. --¿Qué quieres, niño mimoso?
  --Mándale un recado a Aparisi. Que venga al momento.
  --¿Para qué? ¿Sabes la hora que es?
  --En cuanto sepa el motivo, se planta aquí de un salto.
  --¿Pero a qué? --¡Ahí es nada! ¿Crees que va a dejar pasar eso de
  _inmiscuirse_? Yo quiero saber cómo se sacude esa mosca...
  Las dos damas celebraron aquella broma mientras le arreglaban la cama.
  Guillermina había salido de la casa sin despedirse, y poco a poco se
  fueron marchando los demás. Antes de las doce, todo estaba en silencio,
  y los papás se retiraron a su habitación, después de encargar a Jacinta
  que estuviese muy a la mira para que el Delfín no se desabrigara. Este
  parecía dormido profundamente, y su esposa se acostó sin sueño, con el
  ánimo más dispuesto a la centinela que al descanso. No había
  transcurrido una hora, cuando Juan despertó intranquilo, rompiendo a
  hablar de una manera algo descompuesta. Creyó Jacinta que deliraba, y se
  incorporó en su cama; mas no era delirio, sino inquietud con algo de
  impertinencia. Procuró calmarle con palabras cariñosas; pero él no se
  daba a partido. «¿Quieres que llame?».--«No; es tarde, y no quiero
  alarmar... Es que estoy nervioso. Se me ha espantado el sueño. Ya se ve;
  todo el día en este pozo del aburrimiento. Las sábanas arden y mi cuerpo
  está frío».
  Jacinta se echó la bata, y corrió a sentarse al borde del lecho de su
  marido. Pareciole que tenía algo de calentura. Lo peor era que sacaba
  los brazos y retiraba las mantas. Temerosa de que se enfriara, apuró
  todas las razones para sosegarle, y viendo que no podía ser, quitose la
  bata y se metió con él en la cama, dispuesta a pasar la noche
  abrigándole por fuerza como a los niños, y arrullándole para que se
  durmiera. Y la verdad fue que con esto se sosegó un tanto, porque le
  gustaban los mimos, y que se molestaran por él, y que le dieran tertulia
  cuando estaba desvelado. ¡Y cómo se hacía el nene, cuando su mujer, con
  deliciosa gentileza materna, le cogía entre sus brazos y le apretaba
  contra sí para agasajarle, prestándole su propio calor! No tardó Juan en
  aletargarse con la virtud de estos melindres. Jacinta no quitaba sus
  ojos de los ojos de él, observando con atención sostenida si se dormía,
  si murmuraba alguna queja, si sudaba. En esta situación oyó claramente
  la una, la una y media, las dos, cantadas por la campana de la Puerta
  del Sol con tan claro timbre, que parecían sonar dentro de la casa. En
  la alcoba había una luz dulce, colada por pantalla de porcelana.
  Y cuando pasaba un rato largo sin que él se moviera, Jacinta se
  entregaba a sus reflexiones. Sacaba sus ideas de la mente, como el avaro
  saca las monedas, cuando nadie le ve, y se ponía a contarlas y a
  examinarlas y a mirar si entre ellas había alguna falsa. De repente
  acordábase de la jugarreta que le tenía preparada a su marido, y su alma
  se estremecía con el placer de su pueril venganza. El _Pituso_ se le
  metía al instante entre ceja y ceja. ¡Le estaba viendo! La contemplación
  ideal de lo que aquellas facciones tenían de desconocido, el trasunto de
  las facciones de la madre, era lo que más trastornaba a Jacinta,
  enturbiando su piadosa alegría. Entonces sentía las cosquillas, pues no
  merecen otro nombre, las cosquillas de aquella infantil rabia que solía
  acometerla, sintiendo además en sus brazos cierto prurito de apretar y
  apretar fuerte para hacerle sentir al infiel el furor de la paloma que
  la dominaba. Pero la verdad era que no apretaba ni pizca, por miedo de
  turbarle el sueño. Si creía notar que se estremecía con escalofríos,
  apretaba sí dulcemente, liándose a él para comunicarle todo el calor
  posible. Cuando él gemía o respiraba muy fuerte, le arrullaba dándole
  suaves palmadas en la espalda, y por no apartar sus manos de aquella
  obligación, siempre que quería saber si sudaba o no, acercaba su nariz o
  su mejilla a la frente de él.
  Serían las tres cuando el Delfín abrió los ojos, despabilándose
  completamente, y miró a su mujer, cuya cara no distaba de la suya el
  espacio de dos o tres narices. «¡Qué bien me encuentro ahora!--le dijo
  con dulzura--. Estoy sudando; ya no tengo frío. ¿Y tú no duermes? ¡Ah!
  La gran lotería es la que me ha tocada a mí. Tú eres mi premio gordo.
  ¡Qué buena eres!».
  --¿Te duele la cabeza? --No me duele nada. Estoy bien; pero me he
  desvelado; no tengo sueño. Si no lo tienes tú tampoco, cuéntame algo. A
  ver dime a dónde fuiste esta mañana.
  --A contar los frailes, que se ha perdido uno. Así nos decía mamá cuando
  mis hermanas y yo le preguntábamos dónde había ido.
  --Respóndeme al derecho. ¿A dónde fuiste?
  Jacinta se reía, porque le ocurrió dar a su marido un bromazo muy
  chusco.
  «¡Qué alegre está el tiempo! ¿De qué te ríes?».
  --Me río de ti... ¡Qué curiosos son estos hombres! ¡Virgen María!, todo
  lo quieren saber.
  --Claro, y tenemos derecho a ello. --No puede una salir a compras...
  --Dale con las tiendas. Competencia con mamá y Estupiñá; eso no puede
  ser. Tú no has ido a compras.
  --Que sí. --¿Y qué has comprado?
  --Tela. --¿Para camisas mías? Si tengo... creo que son veintisiete
  docenas.
  --Para camisas tuyas, sí; pero te las hago chiquititas.
  --¡Chiquititas! --Sí, y también te estoy haciendo unos baberos muy
  monos.
  --¡A mí, baberos a mí!
  --Sí, tonto; por si se te cae la baba.
  --¡Jacinta! --Anda... y se ríe el muy simple. ¡Verás qué camisas! Sólo
  que las mangas son así... no te cabe más que un dedo en ellas.
  --¿De veras que tú?... A ver ponte seria... Si te ríes no creo nada.
  --¿Ves que seria me pongo?... Es que me haces reír tú... Vaya, te
  hablaré con formalidad. Estoy haciendo un ajuar.
  --Vamos, no quiero oírte... ¡Qué guasoncita!
  --Que es verdad. --Pero. --¿Te lo digo? Di si te lo digo.
  Pasó un ratito en que se estuvieron mirando. La sonrisa de ambos parecía
  una sola, saltando de boca a boca.
  --¡Qué pesadez!... di pronto...
  --Pues allá va... Voy a tener un niño.
  --¡Jacinta! ¿Qué me cuentas?... Estas cosas no son para bromas--dijo
  Santa Cruz con tal alborozo, que su mujer tuvo que meterle en cintura.
  --Eh, formalidad. Si te destapas me callo.
  --Tú bromeas... Pues si fuera eso verdad, no lo habrías cantado poco...
  ¡con las ganitas que tú tienes! Ya se lo habrías dicho hasta a los
  sordos. Pero di, ¿y mamá lo sabe?
  --No, no lo sabe nadie todavía.
  --Pero mujer... Déjame, voy a tirar de la campanilla.
  --Tonto... loco... estate quieto o te pego.
  --Que se levanten todos en la casa para que sepan... Pero, ¿es farsa
  tuya? Sí, te lo conozco en los ojos.
  --Si no te estás quieto, no te digo más...
  --Bueno, pues me estaré quieto... Pero responde, ¿es presunción tuya
  o...?
  --Es certeza. --¿Estás segura? Tan segura como si le estuviera viendo, y
  le sintiera correr por los pasillos... ¡Es más salado, más pillín...!,
  bonito como un ángel, y tan granuja como su papá.
  --¡Ave María Purísima, qué precocidad! Todavía no ha nacido y ya sabes
  que es varón, y que es tan granuja como yo.
  La Delfina no podía tener la risa. Tan pegados estaban el uno al otro,
  que parecía que Jacinta se reía con los labios de su marido, y que este
  sudaba por los poros de las sienes de su mujer.
  «¡Vaya con mi señora, lo que me tenía guardado!» añadió con
  incredulidad.
  --¿Te alegras? --¿Pues no me he de alegrar? Si fuera cierto, ahora mismo
  ponía en planta a toda la familia para que lo supieran; de fijo que papá
  se encasquetaba el sombrero y se echaba a la calle, disparado, a comprar
  un nacimiento. Pero vamos a ver, explícate, ¿cuándo será eso?
  --Pronto. --¿Dentro de seis meses? ¿Dentro de cinco?
  --Más pronto. --¿Dentro de tres?
  --Más prontísimo... está al caer, al caer.
  --¡Bah!... Mira, esas bromas son impertinentes. ¿Con que fuera de
  cuenta? Pues nada, no se te conoce.
  --Porque lo disimulo. --Sí; para disimular estás tú. Lo que harías tú,
  con las ganas que tienes de chiquillos, sería salir para que todo el
  mundo te viera con tu bombo, y mandar a Rossini con un suelto a _La
  Correspondencia_.
  --Pues te digo que ya no hay día seguro. Nada, hombre, cuando le veas te
  convencerás.
  --¿Pero a quién he de ver?
  --Al... a tu hijito, a tu nenín de tu alma.
  --Te digo formalmente que me llenas de confusión, porque para chanza me
  parece mucha insistencia; y si fuera verdad, no lo habrías tenido tan
  guardado hasta ahora.
  Comprendiendo Jacinta que no podía sostener más tiempo el bromazo, quiso
  recoger vela, y le incitó a que se durmiera, porque la conversación
  acalorada podía hacerle daño.
  «Tiempo hay de que hablemos de esto--le dijo--; y ya... ya te irás
  convenciendo».
  --_Güeno_ --replicó él con puerilidad graciosa tomando el tono de un
  niño a quien arrullan.
  --A ver si te duermes... Cierra esos ojitos. ¿Verdad que me quieres?
  --Más que a mi vida. Pero, hija de mi alma, ¡qué fuerza tienes! ¡Cómo
  aprietas!
  --Si me engañas te cojo y... así, así...
  --¡Ay! --Te deshago como un bizcocho. --¡Qué gusto! --Y ahora, a
  _mimir_...
  Este y otros términos que se dicen a los niños les hacían reír cada vez
  que los pronunciaban; pero la confianza y la soledad daban encanto a
  ciertas expresiones que habrían sido ridículas en pleno día y delante de
  gente. Pasado un ratito, Juan abrió los ojos, diciendo en tono de
  hombre:
  «¿Pero de veras que vas a tener un chico?...».
  --_Chí_... y a _mimir_... _ro_... _ro_...
  Entre dientes le cantaba una canción de adormidera, dándole palmadas en
  la espalda.
  «¡Qué gusto ser _bebé_!--murmuró el Delfín--, ¡sentirse en los brazos de
  la mamá, recibir el calor de su aliento y...!».
  Pasó otro rato, y Juan, despabilándose y fingiendo el lloriqueo de un
  tierno infante en edad de lactancia, chilló así:
  --Mama... mama... --¿Qué? --Teta. Jacinta sofocó una carcajada.
  --_Ahola_ no... teta caca... cosa fea...
  Ambos se divertían con tales simplezas. Era un medio de entretener el
  tiempo y de expresar su cariño.
  --Toma teta--díjole Jacinta metiéndole un dedo en la boca; y él se lo
  chupaba diciendo que estaba muy rica, con otras muchas tontadas,
  justificadas sólo por la ocasión, la noche y la dulce intimidad.
  --¡Si alguien nos oyera, cómo se reiría de nosotros!
  --Pero como no nos oye nadie... Las cuatro: ¡qué tarde!
  --Di qué temprano. Ya pronto se levantará Plácido para ir a despertar al
  sacristán de San Ginés. ¡Qué frío tendrá!...
  --¡Cuánto mejor nosotros aquí, tan abrigaditos!
  --Me parece que de esta me duermo, vida.
  --Y yo también, corazón.
  Se durmieron como dos ángeles, mejilla con mejilla.
  
  
  ---iii--
  
  24 de Diciembre.
  Por la mañana encargó Barbarita a Jacinta ciertos menesteres domésticos
  que la contrariaron; pero la misma retención en la casa ofreció
  coyuntura a la joven para dar un paso que siempre le había inspirado
  inquietud. Díjole Barbarita que no saliera en todo aquel día, y como
  tenía que salir forzosamente, no hubo más remedio que revelar a su
  suegra el lío que entre manos traía. Pidiole perdón por no haberle
  confiado aquel secreto, y advirtió con grandísima pena que su suegra no
  se entusiasmaba con la idea de poseer a Juanín. «¿Pero tú sabes lo grave
  que es eso?... así, sin más ni más... un hijo llovido. ¿Y qué pruebas
  hay de que sea tal hijo?... ¿No será que te han querido estafar? ¿Y
  
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