🕥 38-minute read
Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 15
Total number of words is 4911
Total number of unique words is 1746
33.4 of words are in the 2000 most common words
45.5 of words are in the 5000 most common words
49.9 of words are in the 8000 most common words
de los bergantes y de la zancuda, que también debía de tener alguna
parte en aquel desaguisado. La osadía del negrito no conocía límites, y
extendió sus manos pringadas hacia aquella señora tan maja que le miraba
tanto. «Quita allá, demonio... quita allá esas manos» le gritaron.
Viendo que no le dejaban tocar a nadie, y que su facha causaba risa, el
chico daba patadas en medio del corro, sacando la lengua y presentando
sus diez dedos como garras. De este modo tenía, a su parecer, el aspecto
de un bicho muy malo que se comía a la gente, o por lo menos que se la
quería comer.
Oyose el pie de paliza que Nicarona, hecha una veneno, estaba dando a
sus hijos, y el gemir de ellos. El _Pituso_ empezó a cansarse pronto de
su papel de mico, porque eso de no poder pegarse a nadie tenía poca
gracia. Lo mejor que podía hacer en su situación desairada, era meterse
los dedos en la boca; pero sabía tan mal aquel endiablo potaje negro,
que pronto los hubo de retirar.
«¿Será veneno eso? --observó Jacinta, alarmada--. Que lo laven, ¿por qué
no lo lavan?».
--Pues estás bonito, Juanín--díjole Ido--. ¡Y esta señora que te quería
dar un beso!
Ávida de tocarle, la Delfina le agarró un mechón de cabello, lo único en
que no había pintura. «¡Pobrecito, cómo está!...». De repente le
entraron a Juanín ganas de llorar. Ya no enseñaba la lengua; lo que
hacía era dar suspiros.
«¿Pero ese Sr. Izquierdo, no está?--preguntó a Ido Jacinta llevándole
aparte--. Yo tengo que hablar con él. ¿Dónde vive?».
--Señora--replicó D. José con finura--, la puerta de su domicilio está
cerrada... herméticamente, muy herméticamente.
--Pues quiero verle, quiero hablar con él.
--Yo lo pondré en su conocimiento--repuso el corredor de obras, que
gustaba de emplear formas burocráticas cuando la ocasión lo pedía.
--Ea, vámonos, que es tarde --dijo impaciente Guillermina--. Otro día
volveremos.
--Sí, volveremos... Pero que lo laven... ¡pobre niño! Debe de estar en
un martirio horrible con ese emplasto en la cara. Di, tontín, ¿quieres
que te laven?
El _Pituso_ dijo que sí con la cabeza. Su aflicción crecía, y poco le
faltaba para romper a llorar. Todas las vecinas reconocieron la
necesidad de lavarle; pero unas no tenían agua y otras no querían
gastarla en tal objeto. Por fin una mujer agitanada y con faldas de
percal rameado, el talle muy bajo, un pañuelo caído por los hombros, el
pelo lacio y la tez crasa y de color de _terra-cotta_, se pareció por
allí de repente, y quiso dar una lección a las vecinas delante de las
señoras, diciendo que ella tenía agua de sobra para _despercudir_ y
_chovelar_ a aquel ángel. Se le llevaron en burlesca procesión, él
delante, aislado por su propio tizne, y ya con la dignidad tan por los
suelos, que empezaba a dar _jipíos_; los chicos detrás haciendo una
bulla infernal, y la tarasca aquella del moño lacio amenazándolos con
_endiñarles_ si no se quitaban de en medio. Desapareció la comparsa por
una puerquísima y angosta escalera que del ángulo del corredor partía.
Jacinta hubiera querido subir también; pero Guillermina la sofocaba con
sus prisas. «¿Hija, sabes tú la hora que es?».
«Sí, nos iremos... Lo que es por mí, ya estamos andando» decía la otra
sin moverse del corredor, mirando a la techumbre, en la cual no veía
otra cosa que el horrible tinglado donde colgaban los cueros puestos a
secar. Entre tanto, la fundadora, a pesar de su mucha prisa, entablaba
una rápida conversación con D. José.
«¿No tiene usted ya nada que hacer en casa?».
--Absolutamente nada, señora. Ya están _desmentidas_ las últimas resmas.
Pensaba yo ahora irme a dar una vuelta y a tomar el aire.
--Le conviene a usted el ejercicio... perfectamente. Pues oiga usted, al
mismo tiempo que se orea un poco, me va a hacer un servicio.
--Estoy a disposición de la señora.
--Se sale usted a la Ronda... tira usted para abajo, dejando a la
izquierda la fábrica del gas. ¿Entiende usted?... ¿Sabe usted la
estación de las Pulgas? Bueno, pues antes de llegar a ella hay una casa
en construcción... Está concluida la obra de fábrica y ahora están
armando una chimenea muy larga, porque va a ser _sierra mecánica_... ¿Se
va usted enterando? No tiene pérdida. Pues entra usted y pregunta por el
guarda de la obra, que se llama Pacheco... lo mismito que yo. Usted le
dice: «Vengo por los ladrillos de doña Guillermina». Ido repitió, como
los chicos que aprenden una lección:
«Vengo por los ladrillos, etc...».
--El dueño de esa fábrica me ha dado unos setenta ladrillos, lo único
que le sobra... poca cosa, pero a mí todo me sirve... Bueno; coge usted
los ladrillos y me los lleva a la obra... son para mi obra.
--¿A la obra?... ¿Qué obra?
--Hombre, en Chamberí... mi asilo... ¿Está usted lelo?
--¡Ah! perdone la señora... cuando oí la obra, creí al pronto que era
una obra literaria.
--Si no puede usted de un viaje, emplee dos.
--O tres, o cuatro... tantísimo gusto en ello... Si necesario fuese,
naturalmente, tantos viajes como ladrillos...
--Y si me hace bien el recado, cuente con un hongo casi nuevo... Me lo
han dado ayer en una casa, y lo reservo para los amigos que me ayudan...
¿Con que lo hará usted? Hoy por ti y mañana por mí. Vaya, abur, abur.
Ido y su mujer se deshacían en cumplidos y fueron escoltando a las
señoras hasta la puerta de la calle. En la calle de Toledo tomaron ellas
un simón para ganar tiempo, y el bendito Ido se fue a cumplir el encargo
que la fundadora le había hecho. No era una misión _delicada_
ciertamente, como él deseara; pero el principio de caridad que entrañaba
aquel acto lo trocaba de vulgar en sublime. Toda la santa tarde estuvo
mi hombre ocupado en el transporte de los ladrillos, y tuvo la
satisfacción de que ni uno solo de los setenta se le rompiera por el
camino. El contento que inundaba su alma le quitaba el cansancio, y
provenía su gozo casi exclusivamente de que Jacinta, en aquel ratito en
que le llevó aparte, le había dado un duro. No puso él la moneda en el
bolsillo de su chaleco, donde la habría descubierto Nicanora, sino en la
cintura, muy bien escondida en una faja que usaba pegada a la carne para
abrigarse la boca del estómago. Porque conviene fijar bien las cosas...
aquel duro, dado aparte, lejos de las miradas famélicas del resto de la
familia, era exclusivamente para él. Tal había sido la intención de la
señorita, y D. José habría creído ofender a su bienhechora
interpretándola de otro modo. Guardaría, pues, su tesoro, y se valdría
de todas las trazas de su ingenio para defenderlo de las miradas y de
las uñas de Nicanora... porque si esta lo descubría, ¡Santo Cristo de
los Guardias...!
Pasó la noche en grandísima intranquilidad. Temía que su mujer
descubriese con ojo perspicaz el matute que él encerraba en su cintura.
La maldita parecía que olía la plata. Por eso estaba tan azorado y no se
daba por seguro en ninguna posición, creyendo que al través de la ropa
se le iba a ver la moneda. Durante la cena estuvieron todos muy alegres;
tiempo hacía que no habían cenado tan bien. Pero al acostarse volvió Ido
a ser atormentado por sus temores, y no tuvo más remedio que estar toda
la noche hecho un ovillo, con las manos cruzadas en la cintura, porque
si en una de las revueltas que ambos daban sobre los accidentados
jergones la mano de su mujer llegaba a tocar el duro, se lo quitaba, tan
fijo como tres y dos son cinco. Durmió, pues, tan mal que en realidad
dormía con un ojo y velaba con el otro, atento siempre a defender su
contrabando. Lo peor fue que viéndole su mujer tan retortijado y hecho
todo una _ese_, creyó que tenía el dolor espasmódico que le solía dar; y
como el mejor remedio para eso eran las friegas, Nicanora le propuso
dárselas, y al oír tal proposición, tembláronle a Ido las carnes,
viéndose descubierto y perdido. «Ahora sí que la hemos hecho buena»
pensó. Pero su talento le sugirió la respuesta, y dijo que no tenía ni
pizca de dolor, sino frío, y sin más explicaciones se volvió contra la
pared, pegándose a ella como un engrudo, y haciéndose el dormido. Llegó
por fin el día y con él la calma al corazón de Ido, quien se acicaló y
se lavó casi toda la cara, poniéndose la corbata encarnada con cierta
presunción.
Eran ya las diez de la mañana, porque con aquello de lavarse _bien_ se
había ido bastante tiempo. Rosita tardó mucho en traer el agua, y
Nicanora se había dado la inmensa satisfacción de ir a la compra. Todos
los individuos de la familia, cuando se encontraban uno frente a otro,
se echaban a reír, y el más risueño era D. José, porque... ¡si
supieran!...
--iv--
Echose mi hombre a la calle, y tiró por la de Mira el Río baja, cuya
cuesta es tan empinada que se necesita hacer algo de volatines para no
ir rodando de cabeza por aquellos pedernales. Ido la bajó, casi como la
bajan los chiquillos, de un aliento, y una vez en la explanada que
llaman el _Mundo Nuevo_, su espíritu se espació, como pájaro lanzado a
los aires. Empezó a dar resoplidos, cual si quisiera meter en sus
pulmones más aire del que cabía, y sacudió el cuerpo como las gallinas.
El picorcillo del sol le agradaba, y la contemplación de aquel cielo
azul, de incomparable limpieza y diafanidad, daba alas a su alma
voladora. Candoroso e impresionable, D. José era como los niños o los
poetas de verdad, y las sensaciones eran siempre en él vivísimas, las
imágenes de un relieve extraordinario. Todo lo veía agrandado
hiperbólicamente o empequeñecido, según los casos. Cuando estaba alegre,
los objetos se revestían a sus ojos de maravillosa hermosura; todo le
_sonreía_, según la expresión común que le gustaba mucho usar. En cambio
cuando estaba afligido, que era lo más frecuente, las cosas más bellas
se afeaban volviéndose negras, y se cubrían de un velo... parecíale más
propio decir _de un sudario_. Aquel día estaba el hombre de buenas, y la
excitación de la dicha hacíale más niño y más poeta que otras veces. Por
eso el campo del _Mundo Nuevo_, que es el sitio más desamparado y más
feo del globo terráqueo, le pareció una bonita plaza. Salió a la Ronda y
echó miradas de artista a una parte y otra. Allí la puerta de Toledo
¡qué soberbia arquitectura! A la otra parte la fábrica del gas... ¡oh
prodigios de la industria!... Luego el cielo espléndido y aquellos lejos
de Carabanchel, perdiéndose en la inmensidad, con remedos y aun con
murmullos de Océano... ¡sublimidades de la Naturaleza!... Andando,
andando, le entró de improviso un celo tan vehemente por la instrucción
pública, que le faltó poco para caerse de espaldas ante los estólidos
letreros que veía por todas partes.
_No se premite tender rropa, y ni clabar clabos_, decía en una pared, y
D. José exclamó: «¡Vaya una barbaridad!... ¡Ignorantes!... ¡emplear dos
conjunciones copulativas! Pero pedazos de animales, ¿no veis que la
primera, naturalmente, junta las voces o cláusulas en concepto
afirmativo y la segunda en concepto negativo?... ¡Y que no tenga qué
comer un hombre que podría enseñar la Gramática a todo Madrid y corregir
estos delitos del lenguaje!... ¿Por qué no me había de dar el Gobierno,
vamos a ver, por qué no me había de dar el encargo, mediante
proporcionales emolumentos, de vigilar los rótulos?... ¡Zoquetes, qué
multas os pondría!... Pues también tú estás bueno: _Se alquilan
qartos_... muy bien, señor mío. ¿Le gustan a usted tanto las _úes_ que
se las come con arroz? ¡Ah!, si el Gobierno me nombrara _ortógrafo de la
vía pública_, ya veríais... Vamos, otro que tal: _se proive_... Se
prohíbe rebuznar, digo yo».
Hallábase en lo más entretenido de aquella crítica literaria, tan propia
de su oficio, cuando vio que hacia él iban tres individuos de calzón
ajustado, botas de caña, chaqueta corta, gorra, el pelo echadito
_palante_, caras de poca vergüenza.
Eran los tales tipos muy madrileños y pertenecían al gremio de los
_randas_. El uno era _descuidero_, el otro _tomador_, y el tercero hacía
a pelo y a pluma. Ido les conocía, porque vivían en su patio, siempre
que no eran inquilinos de los del Saladero, y no gustaba de tratarse con
semejante gentuza. De buena gana les habría dado una puntera en salva la
parte; pero no se atrevía. Una cosa es reformar la ortografía pública, y
otra aplicar ciertos correctivos a la especie humana. «Allá van los
buenos días» le dijeron los chulos alegremente, y a Ido se le puso la
carne como la de las gallinas, porque se acordó del duro y temió que se
lo _garfiñaran_ si entraba en parola con ellos. Pasando de largo, les
dijo con mucha cortesía: «Dios les guarde, caballeros... Conservarse» y
apretó a correr. No le volvió el alma al cuerpo hasta que les hubo
perdido de vista.
«Es preciso que me convide a algo» pensaba el pendolista; y hacía la
crítica mental de los manjares que más le gustaban. Cerca de la puerta
de Toledo se encontró con un mielero alcarreño que paraba en su misma
casa. Estaban hablando, cuando pasó un pintor de panderetas, también
vecino, y ambos le convidaron a unas copas. «Váyanse al rábano,
ordinariotes...» pensó Ido, y les dio las gracias, separándose al punto
de ellos. Andando más vio un ventorro en la acera derecha de la
Ronda...
«¡Comer de fonda!». Esta idea se le clavó en el cerebro. Un rato estuvo
Ido del Sagrario ante el establecimiento de _El Tartera_, que así se
llamaba, mirando los dos tiestos de _bónibus_ llenos de polvo, las
insignias de los bolos y la rayuela, la mano negra con el dedo tieso
señalando la puerta, y no se decidía a obedecer la indicación de aquel
dedo. ¡Le sentaba tan mal la carne...! Desde que la comía le entraba
aquel mal tan extraño y daba en la gracia estúpida de creer que Nicanora
era la Venus de Médicis. Acordose, no obstante, de que el médico le
recetaba siempre comer carne, y cuanto más cruda mejor. De lo más hondo
de su naturaleza salía un bramido que le pedía ¡carne, carne, carne! Era
una voz, un prurito irresistible, una imperiosa necesidad orgánica, como
la que sienten los borrachos cuando están privados del fuego y de la
picazón del alcohol.
Por fin no pudo resistir; colose dentro del ventorrillo, y tomando
asiento junto a una de aquellas despintadas mesas, empezó a palmotear
para que viniera el mozo, que era el mismo _Tartera_, un hombre
gordísimo, con chaleco de Bayona y mandil de lanilla verde rayado de
negro. No lejos de donde estaba Ido había un rescoldo dentro de enorme
braserón, y encima una parrilla casi tan grande como la reja de una
ventana. Allí se asaban las chuletas de ternera, que con la chamusquina
en tan viva lumbre, despedían un olor apetitoso. «Chuletas» dijo D.
José, y a punto vio entrar a un amigo, el cual le había visto a él y
por eso sin duda entraba.
«Hola, amigo Izquierdo... Dios le guarde».
--Le vi pasar, maestro y dije, digo: A cuenta que voy a echar un
espotrique con mi tocayo...
Sentose sin ceremonia el tal, y poniendo los codos sobre la mesa, miró
fijamente a su tocayo. O las miradas no expresaban nada, o la de aquel
sujeto era un memorial pidiendo que se le convidara. Ido era tan
caballero que le faltó tiempo para hacer la invitación, añadiendo una
frase muy prudente. «Pero, tocayo, sepa que no tengo más que un duro...
Con que no se corra mucho...». Hizo el otro un gesto tranquilizador y
cuando el _Tartera_ puso el servicio, si servicio puede llamarse un par
de cuchillos con mango de cuerno, servilleta sucia y salero, y pidió
órdenes acerca del vino, le dijo, dice: «¿Pardillo yo?... pa chasco...
Tráete de la tierra».
A todo esto asintió Ido del Sagrario, y siguió contemplando a su amigo,
el cual parecía un grande hombre aburrido, carácter agriado por la
continuidad de las luchas humanas. José Izquierdo representaba cincuenta
años, y era de arrogante estatura. Pocas veces se ve una cabeza tan
hermosa como la suya y una mirada tan noble y varonil. Parecía más bien
italiano que español, y no es maravilla que haya sido, en época
posterior al 73, en plena Restauración, el modelo predilecto de nuestros
pintores más afanados.
«Me alegro de verle a usted tocayo--le dijo Ido, a punto que las
chuletas eran puestas sobre la mesa--, porque tenía que comunicarle
cosas de importancia. Es que ayer estuvo en casa doña Jacinta, la esposa
del Sr. D. Juanito Santa Cruz, y preguntó por el chico y le vio...
quiero decir, no le vio porque estaba todito dado de negro... y luego
dijo que dónde estaba usted, y como usted no estaba, quedó en
volver...».
Izquierdo debía de tener hambre atrasada, porque al ver las chuletas,
les echó una mirada guerrera que quería decir: «¡Santiago y a ellas!» y
sin responder nada a lo que el otro hablaba, les embistió con furia. Ido
empezó a engullir comiéndose grandes pedazos sin masticarlos. Durante un
rato, ambos guardaron silencio. Izquierdo lo rompió dando fuerte golpe
en la mesa con el mango del cuchillo, y diciendo:
«¡Re-hostia con la Repóblica!... ¡Vaya una porquería!».
Ido asintió con una cabezada.
«¡Repoblicanos de chanfaina... pillos, buleros, piores que serviles,
moderaos, piores que moderaos!--prosiguió Izquierdo con fiera
exaltación--.
No colocarme a mí, a mí, que soy el endivido que más bregó por la
Repóblica en esta judía tierra... Es la que se dice: cría cuervos...
¡Ah! Señor de Martos, señor de Figueras, señor de Pi... a cuenta que
ahora no conocen a este pobrete de Izquierdo, porque lo ven
maltrajeao... pero antes, cuando Izquierdo tenía por sí las afloencias
de la Inclusa y cuando Bicerra le venía a ver pal cuento de echarnos a
la calle, entonces... ¡Hostia! Hamos venido a menos. Pero si por un es
caso golviésemos a más, yo les juro a esos figurones que tendremos una
_yeción_.
--v--
Ido seguía corroborando, aunque no había entendido aquello de la
_yeción_, ni lo entendiera nadie. Con tal palabra Izquierdo expresaba
una colisión sangrienta, una marimorena o cosa así. Bebía vaso tras vaso
sin que su cabeza se afectase, por ser muy resistente.
«Porque mirosté, maestro, lo que les atufa es el aquel de haber estado
mi endivido en Cartagena... Y yo digo que a mucha honra, ¡re-hostia!
Allí estábamos los verídicos liberales. Y a cuenta que yo, tocayo, toda
mi vida no he hecho más que derramar mi sangre por la judía libertad. El
54, ¿qué hice?, batirme en las barricadas como una presona decente. Que
se lo pregunten al difunto D. Pascual Muñoz el de la tienda de jierros,
padre del marqués de Casa-Muñoz, que era el hombre de más afloencias en
estos arrabales, y me dijo mismamente aquel día: 'Amigo Platón, vengan
esos cinco'. Y aluego jui con el propio D. Pascual a Palacio, y D.
Pascual subió a pleticar con la Reina, y pronto bajó con aquel papé
firmado por la Reina en que les daba la gran patá a los moderaos. D.
Pascual me dijo que pusiera un pañuelo branco en la punta de un palo y
que malchara delante diciendo: 'cese er fuego, cese er fuego...'. El 56,
era yo teniente de melicianos, y O'Donnell me cogió miedo, y cuando
pleticó a la tropa dijo: 'si no hay quien me coja a Izquierdo, no hamos
hecho na'. El 66, cuando la de los artilleros, mi compare Socorro y yo
estuvimos pegando tiros en la esquina de la calle de Laganitos... El 68,
cuando la santísima, estuve haciendo la guardia en el Banco, pa que no
robaran, y le digo asté que si por un es caso llega a paicerse por allí
algún randa, lo suicido... Pues tocan luego a la recompensa, y a Pucheta
me le hacen guarda de la Casa de Campo, a Mochila del Pardo... y a mí
una patá. A cuenta que yo no pido más que un triste destino pa portear
el correo a cualsiquiera parte, y na... Voy a ver a Bicerra, ¿y
piensasté que me conoce?, ¡pa chasco!... Le digo que soy Izquierdo, por
mote _Platón_, y menea la cabeza.
Es la que se dice: 'no se acuerdan del judío escalón dimpués que están
parriba...'. Dimpués me casé y juimos viviendo tal cual. Pero cuando
vino la judía Repóblica, se me había muerto mi Dimetria, y yo no tenía
que comer; me jui a ver al señor de Pi, y le dije, digo: 'Señor de Pi,
aquí vengo sobre una colocación...'. ¡Pa chasco! A cuenta de que el
hombre me debía de tener tirria, porque se remontó y dijo que él no
tenía colocaciones. ¡Y un judío portero me puso en la calle!
¡Re-contra-hostia!, ¡si viviera Calvo Asensio!, aquel sí era un endivido
que sabía las comenencias, y el tratamiento de las personas verídicas.
¡Vaya un amigo que me perdí! Toda la Inclusa era nuestra, y en tiempo
leitoral, ni Dios nos tosía, ni Dios, ¡hostia!... ¡Aquél sí, aquél
sí!... A cuenta que me cogía del brazo y nos entrábamos en un café, o en
la taberna a tomar una angelita... porque era muy llano y más liberal
que la Virgen Santísima. ¿Pero estos de ahora?... es la que dice; ni
liberales ni repoblicanos, ni na. Mirosté a ese Pi... un mequetrefe. ¿Y
Castelar?, otro mequetrefe. ¿Y Salmerón?, otro mequetrefe. ¿Roque
Barcia?, mismamente. Luego, si es caso, vendrán a pedir que les
ayudemos, ¿pero yo...? No me pienso menear; basta de _yeciones_. Si se
junde la Repóblica que se junda, y si se junde el judío pueblo, que se
junda también».
Apuró de nuevo el vaso, y el otro José admiraba igualmente su facundia y
su receptividad de bebedor. Izquierdo soltó luego una risa sarcástica,
prosiguiendo así:
«Dicen que les van a traer a Alifonso... ¡Pa chasco! Por mí que lo
traigan. A cuenta que es como si verídicamente trajeran al Terso. Es la
que se dice: pa mí lo mismo es blanco que negro. Óigame lo bueno: El año
pasado, estando en Alcoy, los carcas me jonjabaron. Me corrí a la
partida de Callosa de Ensarriá y tiré montón de tiros a la Guardia
Cevil. ¡Qué _yeción_! Salta por aquí, salta por allá. Pero pronto me
llamé andana porque me habían hecho contrata de medio duro diario, y los
rumbeles solutamente no paicían. Yo dije: 'José mío, güélvete liberal,
que lo de carca no tercia'. Una nochecita me escurrí, y del tirón me jui
a Barcelona, donde la carpanta fue tan grande, maestro, que por poco doy
las boqueás. ¡Ay!, tocayo, si no es porque se me terció encontrarme allí
con mi sobrina Fortunata, no la cuento. Socorriome... es buena chica, y
con los cuartos que me dio, trinqué el judío tren, y a Madriz...».
--Entonces--dijo Ido, fatigado de aquel relato incoherente, y de aquel
vocabulario grotesco--, recogió usted a ese precioso niño...
Buscaba Ido la novela dentro de aquella gárrula página contemporánea;
pero Izquierdo, como hombre de más seso, despreciaba la novela para
volver a la grave historia.
«Allego y me aboco con los comiteles y les canto claro: '¿Pero señores,
nos acantonamos o no nos acantonamos?... porque si no va a haber aquí
una _yeción_. ¡Se reían de mí!... ¡pillos! ¡Como que estaban vendidos al
moderaísmo!... Sabusté tocayo, ¿con qué me motejaban aquellos
mequetrefes? Pues na; con que yo no sé leer ni escribir: No es todo lo
verídico, ¡hostia!, porque leer ya sé, aunque no del todo lo seguío que
se debe. Como escribir, no escribo porque se me corre la tinta por el
dedo... ¡Bah!, es la que se dice: los escribidores, los periodiqueros, y
los publicantones son los que han perdío con sus tiologías a esta judía
tierra, maestro».
Ido tardó mucho tiempo en apoyar esto, por ser quien era; pero Izquierdo
le apretó el brazo con tanta fuerza, que al fin no tuvo más remedio que
asentir con una cabezada, haciendo la reserva mental de que sólo por la
violencia daba su autorizado voto a tal barbaridad.
«Entonces, tocayo de mi arma, viendo que me querían meter en el
estaribel y enredarme con los guras, tomé el olivo y no juimos a
Cartagena. ¡Ay, qué vida aquella! ¡Re-hostia! A mí me querían hacer
menistro de la Gubernación; pero dije que nones. No me gustan suponeres.
A cuenta que salimos con las freatas por aquellos mares de mi arma. Y
entonces, que quieras que no, me ensalzaron a tiniente de navío, y
estaba mismamente a las órdenes del general Contreras, que me trataba
de tú. ¡Ay qué hombre y qué buen avío el suyo! Parecía verídicamente el
gran turco con su gorro colorao. Aquello era una gloria. ¡Alicante,
Águilas! Pelotazo va, pelotazo viene. Si por un es caso nos dejan,
tocayo, nos comemos el santísimo mundo y lo acantonamos toíto... ¡Orán!
¡Ay qué mala sombra tiene Orán y aquel judío _vu_ de los franceses que
no hay cristiano que lo pase!... Me najo de allí, güelvo a mi Españita,
entro en Madriz mu callaíto, tan fresco... ¿a mí qué?... y me presento a
estos tiólogos, mequetrefes y les digo: 'Aquí me tenéis, aquí tenéis a
la personalidá del endivido verídico que se pasó la santísima vida
peleando como un gato tripa arriba por las judías libertades... Matarme,
hostia, matarme; a cuenta que no me queréis colocar...'. ¿Usté me hizo
caso? Pues ellos tampoco. Espotrica que te espotricarás en las Cortes, y
el santísimo pueblo que reviente. Y yo digo que es menester acantonar a
Madriz, pegarte fuego a las Cortes, al Palacio Real, y a lo judíos
ministerios, al Monte de Piedad, al cuartel de la Guardia Cevil y al
Dipósito de las Aguas, y luego hacer un racimo de horca con Castelar,
Pi, Figueras, Martos, Bicerra y los demás, por moderaos, por
moderaos...».
--vi--
Dijo el _por moderaos_ hasta seis veces, subiendo gradualmente de tono,
y la última repetición debió de oírse en el puente de Toledo. El otro
José estaba muy aturdido con la bárbara charla del grande hombre, el más
desgraciado de los héroes y el más desconocido de los mártires. Su
máscara de misantropía y aquella displicencia de genio perseguido eran
natural consecuencia de haber llegado al medio siglo sin encontrar su
asiento, pues treinta años de tentativas y de fracasos son para abatir
el ánimo más entero. Izquierdo había sido chalán, tratante en trigos,
revolucionario, jefe de partidas, industrial, fabricante de velas, punto
figurado en una casa de juego y dueño de una _chirlata_; había casado
dos veces con mujeres ricas, y en ninguno de estos diferentes estados y
ocasiones obtuvo los favores de la voluble suerte. De una manera y otra,
casado y soltero, trabajando por su cuenta y por la ajena, siempre mal,
siempre mal, ¡hostia!
La vida inquieta, las súbitas apariciones y desapariciones que hacía, y
el haber estado en _gurapas_ algunas temporadillas rodearon de misterio
su vida, dándole una reputación deplorable. Se contaban de él horrores.
Decían que había matado a Demetria, su segunda mujer, y cometido otros
nefandos crímenes, violencias y atropellos. Todo era falso. Hay que
declarar que parte de su mala reputación la debía a sus fanfarronadas y
a toda aquella humareda revolucionaria que tenía en la cabeza. La mayor
parte de sus empresas políticas eran soñadas, y sólo las creían ya
poquísimos oyentes, entre los cuales Ido del Sagrario era el de mayores
tragaderas. Para completar su retrato, sépase que no había estado en
Cartagena. De tanto pensar en el dichoso cantón, llegó sin duda a
figurarse que había estado en él, hablando por los codos de aquellas
tremendas _yeciones_ y dando detalles que engañaban a muchos bobos. Lo
de la partida de Callosa sí parece cierto.
También se puede asegurar, sin temor de que ningún dato histórico pruebe
lo contrario, que _Platón_ no era valiente, y que, a pesar de tanta
baladronada, su reputación de braveza empezaba a decaer como todas las
glorias de fundamento inseguro. En los tiempos a que me refiero, el
descrédito era tal que la propia vanidad _platónica_ estaba ya por los
suelos. Principiaba a creerse una nulidad, y allá en sus soliloquios
desesperados, cuando le salía mal alguna de las bajezas con que se
procuraba dinero, se escarnecía sinceramente, diciéndose: «soy pior que
una caballería; soy más tonto que un cerrojo; no sirvo absolutamente
para nada». El considerar que había llegado a los cincuenta años sin
saber _plumear_ y leyendo sólo a trangullones, le hacía formar de su
_endivido_ la idea más desventajosa. No ocultaba su dolor por esto, y
aquel día se lo expresó a su tocayo con sentida ingenuidad:
«Es una gaita esto de no saber escribir... ¡Hostia!, si yo supiera...
Créalo: ese es el por qué de la tirria que me tiene Pi».
Don José no le contestó. Estaba doblado por la cintura, porque el
digerir las dos enormes chuletas que se había atizado, no se presentaba
como un problema de fácil solución. Izquierdo no reparó que a su amigo
parte en aquel desaguisado. La osadía del negrito no conocía límites, y
extendió sus manos pringadas hacia aquella señora tan maja que le miraba
tanto. «Quita allá, demonio... quita allá esas manos» le gritaron.
Viendo que no le dejaban tocar a nadie, y que su facha causaba risa, el
chico daba patadas en medio del corro, sacando la lengua y presentando
sus diez dedos como garras. De este modo tenía, a su parecer, el aspecto
de un bicho muy malo que se comía a la gente, o por lo menos que se la
quería comer.
Oyose el pie de paliza que Nicarona, hecha una veneno, estaba dando a
sus hijos, y el gemir de ellos. El _Pituso_ empezó a cansarse pronto de
su papel de mico, porque eso de no poder pegarse a nadie tenía poca
gracia. Lo mejor que podía hacer en su situación desairada, era meterse
los dedos en la boca; pero sabía tan mal aquel endiablo potaje negro,
que pronto los hubo de retirar.
«¿Será veneno eso? --observó Jacinta, alarmada--. Que lo laven, ¿por qué
no lo lavan?».
--Pues estás bonito, Juanín--díjole Ido--. ¡Y esta señora que te quería
dar un beso!
Ávida de tocarle, la Delfina le agarró un mechón de cabello, lo único en
que no había pintura. «¡Pobrecito, cómo está!...». De repente le
entraron a Juanín ganas de llorar. Ya no enseñaba la lengua; lo que
hacía era dar suspiros.
«¿Pero ese Sr. Izquierdo, no está?--preguntó a Ido Jacinta llevándole
aparte--. Yo tengo que hablar con él. ¿Dónde vive?».
--Señora--replicó D. José con finura--, la puerta de su domicilio está
cerrada... herméticamente, muy herméticamente.
--Pues quiero verle, quiero hablar con él.
--Yo lo pondré en su conocimiento--repuso el corredor de obras, que
gustaba de emplear formas burocráticas cuando la ocasión lo pedía.
--Ea, vámonos, que es tarde --dijo impaciente Guillermina--. Otro día
volveremos.
--Sí, volveremos... Pero que lo laven... ¡pobre niño! Debe de estar en
un martirio horrible con ese emplasto en la cara. Di, tontín, ¿quieres
que te laven?
El _Pituso_ dijo que sí con la cabeza. Su aflicción crecía, y poco le
faltaba para romper a llorar. Todas las vecinas reconocieron la
necesidad de lavarle; pero unas no tenían agua y otras no querían
gastarla en tal objeto. Por fin una mujer agitanada y con faldas de
percal rameado, el talle muy bajo, un pañuelo caído por los hombros, el
pelo lacio y la tez crasa y de color de _terra-cotta_, se pareció por
allí de repente, y quiso dar una lección a las vecinas delante de las
señoras, diciendo que ella tenía agua de sobra para _despercudir_ y
_chovelar_ a aquel ángel. Se le llevaron en burlesca procesión, él
delante, aislado por su propio tizne, y ya con la dignidad tan por los
suelos, que empezaba a dar _jipíos_; los chicos detrás haciendo una
bulla infernal, y la tarasca aquella del moño lacio amenazándolos con
_endiñarles_ si no se quitaban de en medio. Desapareció la comparsa por
una puerquísima y angosta escalera que del ángulo del corredor partía.
Jacinta hubiera querido subir también; pero Guillermina la sofocaba con
sus prisas. «¿Hija, sabes tú la hora que es?».
«Sí, nos iremos... Lo que es por mí, ya estamos andando» decía la otra
sin moverse del corredor, mirando a la techumbre, en la cual no veía
otra cosa que el horrible tinglado donde colgaban los cueros puestos a
secar. Entre tanto, la fundadora, a pesar de su mucha prisa, entablaba
una rápida conversación con D. José.
«¿No tiene usted ya nada que hacer en casa?».
--Absolutamente nada, señora. Ya están _desmentidas_ las últimas resmas.
Pensaba yo ahora irme a dar una vuelta y a tomar el aire.
--Le conviene a usted el ejercicio... perfectamente. Pues oiga usted, al
mismo tiempo que se orea un poco, me va a hacer un servicio.
--Estoy a disposición de la señora.
--Se sale usted a la Ronda... tira usted para abajo, dejando a la
izquierda la fábrica del gas. ¿Entiende usted?... ¿Sabe usted la
estación de las Pulgas? Bueno, pues antes de llegar a ella hay una casa
en construcción... Está concluida la obra de fábrica y ahora están
armando una chimenea muy larga, porque va a ser _sierra mecánica_... ¿Se
va usted enterando? No tiene pérdida. Pues entra usted y pregunta por el
guarda de la obra, que se llama Pacheco... lo mismito que yo. Usted le
dice: «Vengo por los ladrillos de doña Guillermina». Ido repitió, como
los chicos que aprenden una lección:
«Vengo por los ladrillos, etc...».
--El dueño de esa fábrica me ha dado unos setenta ladrillos, lo único
que le sobra... poca cosa, pero a mí todo me sirve... Bueno; coge usted
los ladrillos y me los lleva a la obra... son para mi obra.
--¿A la obra?... ¿Qué obra?
--Hombre, en Chamberí... mi asilo... ¿Está usted lelo?
--¡Ah! perdone la señora... cuando oí la obra, creí al pronto que era
una obra literaria.
--Si no puede usted de un viaje, emplee dos.
--O tres, o cuatro... tantísimo gusto en ello... Si necesario fuese,
naturalmente, tantos viajes como ladrillos...
--Y si me hace bien el recado, cuente con un hongo casi nuevo... Me lo
han dado ayer en una casa, y lo reservo para los amigos que me ayudan...
¿Con que lo hará usted? Hoy por ti y mañana por mí. Vaya, abur, abur.
Ido y su mujer se deshacían en cumplidos y fueron escoltando a las
señoras hasta la puerta de la calle. En la calle de Toledo tomaron ellas
un simón para ganar tiempo, y el bendito Ido se fue a cumplir el encargo
que la fundadora le había hecho. No era una misión _delicada_
ciertamente, como él deseara; pero el principio de caridad que entrañaba
aquel acto lo trocaba de vulgar en sublime. Toda la santa tarde estuvo
mi hombre ocupado en el transporte de los ladrillos, y tuvo la
satisfacción de que ni uno solo de los setenta se le rompiera por el
camino. El contento que inundaba su alma le quitaba el cansancio, y
provenía su gozo casi exclusivamente de que Jacinta, en aquel ratito en
que le llevó aparte, le había dado un duro. No puso él la moneda en el
bolsillo de su chaleco, donde la habría descubierto Nicanora, sino en la
cintura, muy bien escondida en una faja que usaba pegada a la carne para
abrigarse la boca del estómago. Porque conviene fijar bien las cosas...
aquel duro, dado aparte, lejos de las miradas famélicas del resto de la
familia, era exclusivamente para él. Tal había sido la intención de la
señorita, y D. José habría creído ofender a su bienhechora
interpretándola de otro modo. Guardaría, pues, su tesoro, y se valdría
de todas las trazas de su ingenio para defenderlo de las miradas y de
las uñas de Nicanora... porque si esta lo descubría, ¡Santo Cristo de
los Guardias...!
Pasó la noche en grandísima intranquilidad. Temía que su mujer
descubriese con ojo perspicaz el matute que él encerraba en su cintura.
La maldita parecía que olía la plata. Por eso estaba tan azorado y no se
daba por seguro en ninguna posición, creyendo que al través de la ropa
se le iba a ver la moneda. Durante la cena estuvieron todos muy alegres;
tiempo hacía que no habían cenado tan bien. Pero al acostarse volvió Ido
a ser atormentado por sus temores, y no tuvo más remedio que estar toda
la noche hecho un ovillo, con las manos cruzadas en la cintura, porque
si en una de las revueltas que ambos daban sobre los accidentados
jergones la mano de su mujer llegaba a tocar el duro, se lo quitaba, tan
fijo como tres y dos son cinco. Durmió, pues, tan mal que en realidad
dormía con un ojo y velaba con el otro, atento siempre a defender su
contrabando. Lo peor fue que viéndole su mujer tan retortijado y hecho
todo una _ese_, creyó que tenía el dolor espasmódico que le solía dar; y
como el mejor remedio para eso eran las friegas, Nicanora le propuso
dárselas, y al oír tal proposición, tembláronle a Ido las carnes,
viéndose descubierto y perdido. «Ahora sí que la hemos hecho buena»
pensó. Pero su talento le sugirió la respuesta, y dijo que no tenía ni
pizca de dolor, sino frío, y sin más explicaciones se volvió contra la
pared, pegándose a ella como un engrudo, y haciéndose el dormido. Llegó
por fin el día y con él la calma al corazón de Ido, quien se acicaló y
se lavó casi toda la cara, poniéndose la corbata encarnada con cierta
presunción.
Eran ya las diez de la mañana, porque con aquello de lavarse _bien_ se
había ido bastante tiempo. Rosita tardó mucho en traer el agua, y
Nicanora se había dado la inmensa satisfacción de ir a la compra. Todos
los individuos de la familia, cuando se encontraban uno frente a otro,
se echaban a reír, y el más risueño era D. José, porque... ¡si
supieran!...
--iv--
Echose mi hombre a la calle, y tiró por la de Mira el Río baja, cuya
cuesta es tan empinada que se necesita hacer algo de volatines para no
ir rodando de cabeza por aquellos pedernales. Ido la bajó, casi como la
bajan los chiquillos, de un aliento, y una vez en la explanada que
llaman el _Mundo Nuevo_, su espíritu se espació, como pájaro lanzado a
los aires. Empezó a dar resoplidos, cual si quisiera meter en sus
pulmones más aire del que cabía, y sacudió el cuerpo como las gallinas.
El picorcillo del sol le agradaba, y la contemplación de aquel cielo
azul, de incomparable limpieza y diafanidad, daba alas a su alma
voladora. Candoroso e impresionable, D. José era como los niños o los
poetas de verdad, y las sensaciones eran siempre en él vivísimas, las
imágenes de un relieve extraordinario. Todo lo veía agrandado
hiperbólicamente o empequeñecido, según los casos. Cuando estaba alegre,
los objetos se revestían a sus ojos de maravillosa hermosura; todo le
_sonreía_, según la expresión común que le gustaba mucho usar. En cambio
cuando estaba afligido, que era lo más frecuente, las cosas más bellas
se afeaban volviéndose negras, y se cubrían de un velo... parecíale más
propio decir _de un sudario_. Aquel día estaba el hombre de buenas, y la
excitación de la dicha hacíale más niño y más poeta que otras veces. Por
eso el campo del _Mundo Nuevo_, que es el sitio más desamparado y más
feo del globo terráqueo, le pareció una bonita plaza. Salió a la Ronda y
echó miradas de artista a una parte y otra. Allí la puerta de Toledo
¡qué soberbia arquitectura! A la otra parte la fábrica del gas... ¡oh
prodigios de la industria!... Luego el cielo espléndido y aquellos lejos
de Carabanchel, perdiéndose en la inmensidad, con remedos y aun con
murmullos de Océano... ¡sublimidades de la Naturaleza!... Andando,
andando, le entró de improviso un celo tan vehemente por la instrucción
pública, que le faltó poco para caerse de espaldas ante los estólidos
letreros que veía por todas partes.
_No se premite tender rropa, y ni clabar clabos_, decía en una pared, y
D. José exclamó: «¡Vaya una barbaridad!... ¡Ignorantes!... ¡emplear dos
conjunciones copulativas! Pero pedazos de animales, ¿no veis que la
primera, naturalmente, junta las voces o cláusulas en concepto
afirmativo y la segunda en concepto negativo?... ¡Y que no tenga qué
comer un hombre que podría enseñar la Gramática a todo Madrid y corregir
estos delitos del lenguaje!... ¿Por qué no me había de dar el Gobierno,
vamos a ver, por qué no me había de dar el encargo, mediante
proporcionales emolumentos, de vigilar los rótulos?... ¡Zoquetes, qué
multas os pondría!... Pues también tú estás bueno: _Se alquilan
qartos_... muy bien, señor mío. ¿Le gustan a usted tanto las _úes_ que
se las come con arroz? ¡Ah!, si el Gobierno me nombrara _ortógrafo de la
vía pública_, ya veríais... Vamos, otro que tal: _se proive_... Se
prohíbe rebuznar, digo yo».
Hallábase en lo más entretenido de aquella crítica literaria, tan propia
de su oficio, cuando vio que hacia él iban tres individuos de calzón
ajustado, botas de caña, chaqueta corta, gorra, el pelo echadito
_palante_, caras de poca vergüenza.
Eran los tales tipos muy madrileños y pertenecían al gremio de los
_randas_. El uno era _descuidero_, el otro _tomador_, y el tercero hacía
a pelo y a pluma. Ido les conocía, porque vivían en su patio, siempre
que no eran inquilinos de los del Saladero, y no gustaba de tratarse con
semejante gentuza. De buena gana les habría dado una puntera en salva la
parte; pero no se atrevía. Una cosa es reformar la ortografía pública, y
otra aplicar ciertos correctivos a la especie humana. «Allá van los
buenos días» le dijeron los chulos alegremente, y a Ido se le puso la
carne como la de las gallinas, porque se acordó del duro y temió que se
lo _garfiñaran_ si entraba en parola con ellos. Pasando de largo, les
dijo con mucha cortesía: «Dios les guarde, caballeros... Conservarse» y
apretó a correr. No le volvió el alma al cuerpo hasta que les hubo
perdido de vista.
«Es preciso que me convide a algo» pensaba el pendolista; y hacía la
crítica mental de los manjares que más le gustaban. Cerca de la puerta
de Toledo se encontró con un mielero alcarreño que paraba en su misma
casa. Estaban hablando, cuando pasó un pintor de panderetas, también
vecino, y ambos le convidaron a unas copas. «Váyanse al rábano,
ordinariotes...» pensó Ido, y les dio las gracias, separándose al punto
de ellos. Andando más vio un ventorro en la acera derecha de la
Ronda...
«¡Comer de fonda!». Esta idea se le clavó en el cerebro. Un rato estuvo
Ido del Sagrario ante el establecimiento de _El Tartera_, que así se
llamaba, mirando los dos tiestos de _bónibus_ llenos de polvo, las
insignias de los bolos y la rayuela, la mano negra con el dedo tieso
señalando la puerta, y no se decidía a obedecer la indicación de aquel
dedo. ¡Le sentaba tan mal la carne...! Desde que la comía le entraba
aquel mal tan extraño y daba en la gracia estúpida de creer que Nicanora
era la Venus de Médicis. Acordose, no obstante, de que el médico le
recetaba siempre comer carne, y cuanto más cruda mejor. De lo más hondo
de su naturaleza salía un bramido que le pedía ¡carne, carne, carne! Era
una voz, un prurito irresistible, una imperiosa necesidad orgánica, como
la que sienten los borrachos cuando están privados del fuego y de la
picazón del alcohol.
Por fin no pudo resistir; colose dentro del ventorrillo, y tomando
asiento junto a una de aquellas despintadas mesas, empezó a palmotear
para que viniera el mozo, que era el mismo _Tartera_, un hombre
gordísimo, con chaleco de Bayona y mandil de lanilla verde rayado de
negro. No lejos de donde estaba Ido había un rescoldo dentro de enorme
braserón, y encima una parrilla casi tan grande como la reja de una
ventana. Allí se asaban las chuletas de ternera, que con la chamusquina
en tan viva lumbre, despedían un olor apetitoso. «Chuletas» dijo D.
José, y a punto vio entrar a un amigo, el cual le había visto a él y
por eso sin duda entraba.
«Hola, amigo Izquierdo... Dios le guarde».
--Le vi pasar, maestro y dije, digo: A cuenta que voy a echar un
espotrique con mi tocayo...
Sentose sin ceremonia el tal, y poniendo los codos sobre la mesa, miró
fijamente a su tocayo. O las miradas no expresaban nada, o la de aquel
sujeto era un memorial pidiendo que se le convidara. Ido era tan
caballero que le faltó tiempo para hacer la invitación, añadiendo una
frase muy prudente. «Pero, tocayo, sepa que no tengo más que un duro...
Con que no se corra mucho...». Hizo el otro un gesto tranquilizador y
cuando el _Tartera_ puso el servicio, si servicio puede llamarse un par
de cuchillos con mango de cuerno, servilleta sucia y salero, y pidió
órdenes acerca del vino, le dijo, dice: «¿Pardillo yo?... pa chasco...
Tráete de la tierra».
A todo esto asintió Ido del Sagrario, y siguió contemplando a su amigo,
el cual parecía un grande hombre aburrido, carácter agriado por la
continuidad de las luchas humanas. José Izquierdo representaba cincuenta
años, y era de arrogante estatura. Pocas veces se ve una cabeza tan
hermosa como la suya y una mirada tan noble y varonil. Parecía más bien
italiano que español, y no es maravilla que haya sido, en época
posterior al 73, en plena Restauración, el modelo predilecto de nuestros
pintores más afanados.
«Me alegro de verle a usted tocayo--le dijo Ido, a punto que las
chuletas eran puestas sobre la mesa--, porque tenía que comunicarle
cosas de importancia. Es que ayer estuvo en casa doña Jacinta, la esposa
del Sr. D. Juanito Santa Cruz, y preguntó por el chico y le vio...
quiero decir, no le vio porque estaba todito dado de negro... y luego
dijo que dónde estaba usted, y como usted no estaba, quedó en
volver...».
Izquierdo debía de tener hambre atrasada, porque al ver las chuletas,
les echó una mirada guerrera que quería decir: «¡Santiago y a ellas!» y
sin responder nada a lo que el otro hablaba, les embistió con furia. Ido
empezó a engullir comiéndose grandes pedazos sin masticarlos. Durante un
rato, ambos guardaron silencio. Izquierdo lo rompió dando fuerte golpe
en la mesa con el mango del cuchillo, y diciendo:
«¡Re-hostia con la Repóblica!... ¡Vaya una porquería!».
Ido asintió con una cabezada.
«¡Repoblicanos de chanfaina... pillos, buleros, piores que serviles,
moderaos, piores que moderaos!--prosiguió Izquierdo con fiera
exaltación--.
No colocarme a mí, a mí, que soy el endivido que más bregó por la
Repóblica en esta judía tierra... Es la que se dice: cría cuervos...
¡Ah! Señor de Martos, señor de Figueras, señor de Pi... a cuenta que
ahora no conocen a este pobrete de Izquierdo, porque lo ven
maltrajeao... pero antes, cuando Izquierdo tenía por sí las afloencias
de la Inclusa y cuando Bicerra le venía a ver pal cuento de echarnos a
la calle, entonces... ¡Hostia! Hamos venido a menos. Pero si por un es
caso golviésemos a más, yo les juro a esos figurones que tendremos una
_yeción_.
--v--
Ido seguía corroborando, aunque no había entendido aquello de la
_yeción_, ni lo entendiera nadie. Con tal palabra Izquierdo expresaba
una colisión sangrienta, una marimorena o cosa así. Bebía vaso tras vaso
sin que su cabeza se afectase, por ser muy resistente.
«Porque mirosté, maestro, lo que les atufa es el aquel de haber estado
mi endivido en Cartagena... Y yo digo que a mucha honra, ¡re-hostia!
Allí estábamos los verídicos liberales. Y a cuenta que yo, tocayo, toda
mi vida no he hecho más que derramar mi sangre por la judía libertad. El
54, ¿qué hice?, batirme en las barricadas como una presona decente. Que
se lo pregunten al difunto D. Pascual Muñoz el de la tienda de jierros,
padre del marqués de Casa-Muñoz, que era el hombre de más afloencias en
estos arrabales, y me dijo mismamente aquel día: 'Amigo Platón, vengan
esos cinco'. Y aluego jui con el propio D. Pascual a Palacio, y D.
Pascual subió a pleticar con la Reina, y pronto bajó con aquel papé
firmado por la Reina en que les daba la gran patá a los moderaos. D.
Pascual me dijo que pusiera un pañuelo branco en la punta de un palo y
que malchara delante diciendo: 'cese er fuego, cese er fuego...'. El 56,
era yo teniente de melicianos, y O'Donnell me cogió miedo, y cuando
pleticó a la tropa dijo: 'si no hay quien me coja a Izquierdo, no hamos
hecho na'. El 66, cuando la de los artilleros, mi compare Socorro y yo
estuvimos pegando tiros en la esquina de la calle de Laganitos... El 68,
cuando la santísima, estuve haciendo la guardia en el Banco, pa que no
robaran, y le digo asté que si por un es caso llega a paicerse por allí
algún randa, lo suicido... Pues tocan luego a la recompensa, y a Pucheta
me le hacen guarda de la Casa de Campo, a Mochila del Pardo... y a mí
una patá. A cuenta que yo no pido más que un triste destino pa portear
el correo a cualsiquiera parte, y na... Voy a ver a Bicerra, ¿y
piensasté que me conoce?, ¡pa chasco!... Le digo que soy Izquierdo, por
mote _Platón_, y menea la cabeza.
Es la que se dice: 'no se acuerdan del judío escalón dimpués que están
parriba...'. Dimpués me casé y juimos viviendo tal cual. Pero cuando
vino la judía Repóblica, se me había muerto mi Dimetria, y yo no tenía
que comer; me jui a ver al señor de Pi, y le dije, digo: 'Señor de Pi,
aquí vengo sobre una colocación...'. ¡Pa chasco! A cuenta de que el
hombre me debía de tener tirria, porque se remontó y dijo que él no
tenía colocaciones. ¡Y un judío portero me puso en la calle!
¡Re-contra-hostia!, ¡si viviera Calvo Asensio!, aquel sí era un endivido
que sabía las comenencias, y el tratamiento de las personas verídicas.
¡Vaya un amigo que me perdí! Toda la Inclusa era nuestra, y en tiempo
leitoral, ni Dios nos tosía, ni Dios, ¡hostia!... ¡Aquél sí, aquél
sí!... A cuenta que me cogía del brazo y nos entrábamos en un café, o en
la taberna a tomar una angelita... porque era muy llano y más liberal
que la Virgen Santísima. ¿Pero estos de ahora?... es la que dice; ni
liberales ni repoblicanos, ni na. Mirosté a ese Pi... un mequetrefe. ¿Y
Castelar?, otro mequetrefe. ¿Y Salmerón?, otro mequetrefe. ¿Roque
Barcia?, mismamente. Luego, si es caso, vendrán a pedir que les
ayudemos, ¿pero yo...? No me pienso menear; basta de _yeciones_. Si se
junde la Repóblica que se junda, y si se junde el judío pueblo, que se
junda también».
Apuró de nuevo el vaso, y el otro José admiraba igualmente su facundia y
su receptividad de bebedor. Izquierdo soltó luego una risa sarcástica,
prosiguiendo así:
«Dicen que les van a traer a Alifonso... ¡Pa chasco! Por mí que lo
traigan. A cuenta que es como si verídicamente trajeran al Terso. Es la
que se dice: pa mí lo mismo es blanco que negro. Óigame lo bueno: El año
pasado, estando en Alcoy, los carcas me jonjabaron. Me corrí a la
partida de Callosa de Ensarriá y tiré montón de tiros a la Guardia
Cevil. ¡Qué _yeción_! Salta por aquí, salta por allá. Pero pronto me
llamé andana porque me habían hecho contrata de medio duro diario, y los
rumbeles solutamente no paicían. Yo dije: 'José mío, güélvete liberal,
que lo de carca no tercia'. Una nochecita me escurrí, y del tirón me jui
a Barcelona, donde la carpanta fue tan grande, maestro, que por poco doy
las boqueás. ¡Ay!, tocayo, si no es porque se me terció encontrarme allí
con mi sobrina Fortunata, no la cuento. Socorriome... es buena chica, y
con los cuartos que me dio, trinqué el judío tren, y a Madriz...».
--Entonces--dijo Ido, fatigado de aquel relato incoherente, y de aquel
vocabulario grotesco--, recogió usted a ese precioso niño...
Buscaba Ido la novela dentro de aquella gárrula página contemporánea;
pero Izquierdo, como hombre de más seso, despreciaba la novela para
volver a la grave historia.
«Allego y me aboco con los comiteles y les canto claro: '¿Pero señores,
nos acantonamos o no nos acantonamos?... porque si no va a haber aquí
una _yeción_. ¡Se reían de mí!... ¡pillos! ¡Como que estaban vendidos al
moderaísmo!... Sabusté tocayo, ¿con qué me motejaban aquellos
mequetrefes? Pues na; con que yo no sé leer ni escribir: No es todo lo
verídico, ¡hostia!, porque leer ya sé, aunque no del todo lo seguío que
se debe. Como escribir, no escribo porque se me corre la tinta por el
dedo... ¡Bah!, es la que se dice: los escribidores, los periodiqueros, y
los publicantones son los que han perdío con sus tiologías a esta judía
tierra, maestro».
Ido tardó mucho tiempo en apoyar esto, por ser quien era; pero Izquierdo
le apretó el brazo con tanta fuerza, que al fin no tuvo más remedio que
asentir con una cabezada, haciendo la reserva mental de que sólo por la
violencia daba su autorizado voto a tal barbaridad.
«Entonces, tocayo de mi arma, viendo que me querían meter en el
estaribel y enredarme con los guras, tomé el olivo y no juimos a
Cartagena. ¡Ay, qué vida aquella! ¡Re-hostia! A mí me querían hacer
menistro de la Gubernación; pero dije que nones. No me gustan suponeres.
A cuenta que salimos con las freatas por aquellos mares de mi arma. Y
entonces, que quieras que no, me ensalzaron a tiniente de navío, y
estaba mismamente a las órdenes del general Contreras, que me trataba
de tú. ¡Ay qué hombre y qué buen avío el suyo! Parecía verídicamente el
gran turco con su gorro colorao. Aquello era una gloria. ¡Alicante,
Águilas! Pelotazo va, pelotazo viene. Si por un es caso nos dejan,
tocayo, nos comemos el santísimo mundo y lo acantonamos toíto... ¡Orán!
¡Ay qué mala sombra tiene Orán y aquel judío _vu_ de los franceses que
no hay cristiano que lo pase!... Me najo de allí, güelvo a mi Españita,
entro en Madriz mu callaíto, tan fresco... ¿a mí qué?... y me presento a
estos tiólogos, mequetrefes y les digo: 'Aquí me tenéis, aquí tenéis a
la personalidá del endivido verídico que se pasó la santísima vida
peleando como un gato tripa arriba por las judías libertades... Matarme,
hostia, matarme; a cuenta que no me queréis colocar...'. ¿Usté me hizo
caso? Pues ellos tampoco. Espotrica que te espotricarás en las Cortes, y
el santísimo pueblo que reviente. Y yo digo que es menester acantonar a
Madriz, pegarte fuego a las Cortes, al Palacio Real, y a lo judíos
ministerios, al Monte de Piedad, al cuartel de la Guardia Cevil y al
Dipósito de las Aguas, y luego hacer un racimo de horca con Castelar,
Pi, Figueras, Martos, Bicerra y los demás, por moderaos, por
moderaos...».
--vi--
Dijo el _por moderaos_ hasta seis veces, subiendo gradualmente de tono,
y la última repetición debió de oírse en el puente de Toledo. El otro
José estaba muy aturdido con la bárbara charla del grande hombre, el más
desgraciado de los héroes y el más desconocido de los mártires. Su
máscara de misantropía y aquella displicencia de genio perseguido eran
natural consecuencia de haber llegado al medio siglo sin encontrar su
asiento, pues treinta años de tentativas y de fracasos son para abatir
el ánimo más entero. Izquierdo había sido chalán, tratante en trigos,
revolucionario, jefe de partidas, industrial, fabricante de velas, punto
figurado en una casa de juego y dueño de una _chirlata_; había casado
dos veces con mujeres ricas, y en ninguno de estos diferentes estados y
ocasiones obtuvo los favores de la voluble suerte. De una manera y otra,
casado y soltero, trabajando por su cuenta y por la ajena, siempre mal,
siempre mal, ¡hostia!
La vida inquieta, las súbitas apariciones y desapariciones que hacía, y
el haber estado en _gurapas_ algunas temporadillas rodearon de misterio
su vida, dándole una reputación deplorable. Se contaban de él horrores.
Decían que había matado a Demetria, su segunda mujer, y cometido otros
nefandos crímenes, violencias y atropellos. Todo era falso. Hay que
declarar que parte de su mala reputación la debía a sus fanfarronadas y
a toda aquella humareda revolucionaria que tenía en la cabeza. La mayor
parte de sus empresas políticas eran soñadas, y sólo las creían ya
poquísimos oyentes, entre los cuales Ido del Sagrario era el de mayores
tragaderas. Para completar su retrato, sépase que no había estado en
Cartagena. De tanto pensar en el dichoso cantón, llegó sin duda a
figurarse que había estado en él, hablando por los codos de aquellas
tremendas _yeciones_ y dando detalles que engañaban a muchos bobos. Lo
de la partida de Callosa sí parece cierto.
También se puede asegurar, sin temor de que ningún dato histórico pruebe
lo contrario, que _Platón_ no era valiente, y que, a pesar de tanta
baladronada, su reputación de braveza empezaba a decaer como todas las
glorias de fundamento inseguro. En los tiempos a que me refiero, el
descrédito era tal que la propia vanidad _platónica_ estaba ya por los
suelos. Principiaba a creerse una nulidad, y allá en sus soliloquios
desesperados, cuando le salía mal alguna de las bajezas con que se
procuraba dinero, se escarnecía sinceramente, diciéndose: «soy pior que
una caballería; soy más tonto que un cerrojo; no sirvo absolutamente
para nada». El considerar que había llegado a los cincuenta años sin
saber _plumear_ y leyendo sólo a trangullones, le hacía formar de su
_endivido_ la idea más desventajosa. No ocultaba su dolor por esto, y
aquel día se lo expresó a su tocayo con sentida ingenuidad:
«Es una gaita esto de no saber escribir... ¡Hostia!, si yo supiera...
Créalo: ese es el por qué de la tirria que me tiene Pi».
Don José no le contestó. Estaba doblado por la cintura, porque el
digerir las dos enormes chuletas que se había atizado, no se presentaba
como un problema de fácil solución. Izquierdo no reparó que a su amigo
You have read 1 text from Spanish literature.
Next - Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 16
- Parts
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 01
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 02
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 03
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 04
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 05
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 06
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 07
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 08
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 09
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 10
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 11
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 12
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 13
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 14
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 15
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 16
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 17
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 18
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 19
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 20
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 21
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 22
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 23
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 24
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 25
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 26
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 27
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 28
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 29
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 30
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 31
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 32
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 33
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 34
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 35
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 36
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 37
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 38
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 39
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 40
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 41
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 42
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 43
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 44
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 45
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 46
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 47
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 48
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 49
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 50
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 51
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 52
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 53
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 54
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 55
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 56
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 57
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 58
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 59
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 60
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 61
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 62
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 63
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 64
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 65
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 66
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 67
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 68
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 69
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 70
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 71
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 72
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 73
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 74
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 75
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 76
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 77
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 78
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 79
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 80
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 81