🕥 38-minute read

Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 15

Total number of words is 4911
Total number of unique words is 1746
33.4 of words are in the 2000 most common words
45.5 of words are in the 5000 most common words
49.9 of words are in the 8000 most common words
Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  de los bergantes y de la zancuda, que también debía de tener alguna
  parte en aquel desaguisado. La osadía del negrito no conocía límites, y
  extendió sus manos pringadas hacia aquella señora tan maja que le miraba
  tanto. «Quita allá, demonio... quita allá esas manos» le gritaron.
  Viendo que no le dejaban tocar a nadie, y que su facha causaba risa, el
  chico daba patadas en medio del corro, sacando la lengua y presentando
  sus diez dedos como garras. De este modo tenía, a su parecer, el aspecto
  de un bicho muy malo que se comía a la gente, o por lo menos que se la
  quería comer.
  Oyose el pie de paliza que Nicarona, hecha una veneno, estaba dando a
  sus hijos, y el gemir de ellos. El _Pituso_ empezó a cansarse pronto de
  su papel de mico, porque eso de no poder pegarse a nadie tenía poca
  gracia. Lo mejor que podía hacer en su situación desairada, era meterse
  los dedos en la boca; pero sabía tan mal aquel endiablo potaje negro,
  que pronto los hubo de retirar.
  «¿Será veneno eso? --observó Jacinta, alarmada--. Que lo laven, ¿por qué
  no lo lavan?».
  --Pues estás bonito, Juanín--díjole Ido--. ¡Y esta señora que te quería
  dar un beso!
  Ávida de tocarle, la Delfina le agarró un mechón de cabello, lo único en
  que no había pintura. «¡Pobrecito, cómo está!...». De repente le
  entraron a Juanín ganas de llorar. Ya no enseñaba la lengua; lo que
  hacía era dar suspiros.
  «¿Pero ese Sr. Izquierdo, no está?--preguntó a Ido Jacinta llevándole
  aparte--. Yo tengo que hablar con él. ¿Dónde vive?».
  --Señora--replicó D. José con finura--, la puerta de su domicilio está
  cerrada... herméticamente, muy herméticamente.
  --Pues quiero verle, quiero hablar con él.
  --Yo lo pondré en su conocimiento--repuso el corredor de obras, que
  gustaba de emplear formas burocráticas cuando la ocasión lo pedía.
  --Ea, vámonos, que es tarde --dijo impaciente Guillermina--. Otro día
  volveremos.
  --Sí, volveremos... Pero que lo laven... ¡pobre niño! Debe de estar en
  un martirio horrible con ese emplasto en la cara. Di, tontín, ¿quieres
  que te laven?
  El _Pituso_ dijo que sí con la cabeza. Su aflicción crecía, y poco le
  faltaba para romper a llorar. Todas las vecinas reconocieron la
  necesidad de lavarle; pero unas no tenían agua y otras no querían
  gastarla en tal objeto. Por fin una mujer agitanada y con faldas de
  percal rameado, el talle muy bajo, un pañuelo caído por los hombros, el
  pelo lacio y la tez crasa y de color de _terra-cotta_, se pareció por
  allí de repente, y quiso dar una lección a las vecinas delante de las
  señoras, diciendo que ella tenía agua de sobra para _despercudir_ y
  _chovelar_ a aquel ángel. Se le llevaron en burlesca procesión, él
  delante, aislado por su propio tizne, y ya con la dignidad tan por los
  suelos, que empezaba a dar _jipíos_; los chicos detrás haciendo una
  bulla infernal, y la tarasca aquella del moño lacio amenazándolos con
  _endiñarles_ si no se quitaban de en medio. Desapareció la comparsa por
  una puerquísima y angosta escalera que del ángulo del corredor partía.
  Jacinta hubiera querido subir también; pero Guillermina la sofocaba con
  sus prisas. «¿Hija, sabes tú la hora que es?».
  «Sí, nos iremos... Lo que es por mí, ya estamos andando» decía la otra
  sin moverse del corredor, mirando a la techumbre, en la cual no veía
  otra cosa que el horrible tinglado donde colgaban los cueros puestos a
  secar. Entre tanto, la fundadora, a pesar de su mucha prisa, entablaba
  una rápida conversación con D. José.
  «¿No tiene usted ya nada que hacer en casa?».
  --Absolutamente nada, señora. Ya están _desmentidas_ las últimas resmas.
  Pensaba yo ahora irme a dar una vuelta y a tomar el aire.
  --Le conviene a usted el ejercicio... perfectamente. Pues oiga usted, al
  mismo tiempo que se orea un poco, me va a hacer un servicio.
  --Estoy a disposición de la señora.
  --Se sale usted a la Ronda... tira usted para abajo, dejando a la
  izquierda la fábrica del gas. ¿Entiende usted?... ¿Sabe usted la
  estación de las Pulgas? Bueno, pues antes de llegar a ella hay una casa
  en construcción... Está concluida la obra de fábrica y ahora están
  armando una chimenea muy larga, porque va a ser _sierra mecánica_... ¿Se
  va usted enterando? No tiene pérdida. Pues entra usted y pregunta por el
  guarda de la obra, que se llama Pacheco... lo mismito que yo. Usted le
  dice: «Vengo por los ladrillos de doña Guillermina». Ido repitió, como
  los chicos que aprenden una lección:
  «Vengo por los ladrillos, etc...».
  --El dueño de esa fábrica me ha dado unos setenta ladrillos, lo único
  que le sobra... poca cosa, pero a mí todo me sirve... Bueno; coge usted
  los ladrillos y me los lleva a la obra... son para mi obra.
  --¿A la obra?... ¿Qué obra?
  --Hombre, en Chamberí... mi asilo... ¿Está usted lelo?
  --¡Ah! perdone la señora... cuando oí la obra, creí al pronto que era
  una obra literaria.
  --Si no puede usted de un viaje, emplee dos.
  --O tres, o cuatro... tantísimo gusto en ello... Si necesario fuese,
  naturalmente, tantos viajes como ladrillos...
  --Y si me hace bien el recado, cuente con un hongo casi nuevo... Me lo
  han dado ayer en una casa, y lo reservo para los amigos que me ayudan...
  ¿Con que lo hará usted? Hoy por ti y mañana por mí. Vaya, abur, abur.
  Ido y su mujer se deshacían en cumplidos y fueron escoltando a las
  señoras hasta la puerta de la calle. En la calle de Toledo tomaron ellas
  un simón para ganar tiempo, y el bendito Ido se fue a cumplir el encargo
  que la fundadora le había hecho. No era una misión _delicada_
  ciertamente, como él deseara; pero el principio de caridad que entrañaba
  aquel acto lo trocaba de vulgar en sublime. Toda la santa tarde estuvo
  mi hombre ocupado en el transporte de los ladrillos, y tuvo la
  satisfacción de que ni uno solo de los setenta se le rompiera por el
  camino. El contento que inundaba su alma le quitaba el cansancio, y
  provenía su gozo casi exclusivamente de que Jacinta, en aquel ratito en
  que le llevó aparte, le había dado un duro. No puso él la moneda en el
  bolsillo de su chaleco, donde la habría descubierto Nicanora, sino en la
  cintura, muy bien escondida en una faja que usaba pegada a la carne para
  abrigarse la boca del estómago. Porque conviene fijar bien las cosas...
  aquel duro, dado aparte, lejos de las miradas famélicas del resto de la
  familia, era exclusivamente para él. Tal había sido la intención de la
  señorita, y D. José habría creído ofender a su bienhechora
  interpretándola de otro modo. Guardaría, pues, su tesoro, y se valdría
  de todas las trazas de su ingenio para defenderlo de las miradas y de
  las uñas de Nicanora... porque si esta lo descubría, ¡Santo Cristo de
  los Guardias...!
  Pasó la noche en grandísima intranquilidad. Temía que su mujer
  descubriese con ojo perspicaz el matute que él encerraba en su cintura.
  La maldita parecía que olía la plata. Por eso estaba tan azorado y no se
  daba por seguro en ninguna posición, creyendo que al través de la ropa
  se le iba a ver la moneda. Durante la cena estuvieron todos muy alegres;
  tiempo hacía que no habían cenado tan bien. Pero al acostarse volvió Ido
  a ser atormentado por sus temores, y no tuvo más remedio que estar toda
  la noche hecho un ovillo, con las manos cruzadas en la cintura, porque
  si en una de las revueltas que ambos daban sobre los accidentados
  jergones la mano de su mujer llegaba a tocar el duro, se lo quitaba, tan
  fijo como tres y dos son cinco. Durmió, pues, tan mal que en realidad
  dormía con un ojo y velaba con el otro, atento siempre a defender su
  contrabando. Lo peor fue que viéndole su mujer tan retortijado y hecho
  todo una _ese_, creyó que tenía el dolor espasmódico que le solía dar; y
  como el mejor remedio para eso eran las friegas, Nicanora le propuso
  dárselas, y al oír tal proposición, tembláronle a Ido las carnes,
  viéndose descubierto y perdido. «Ahora sí que la hemos hecho buena»
  pensó. Pero su talento le sugirió la respuesta, y dijo que no tenía ni
  pizca de dolor, sino frío, y sin más explicaciones se volvió contra la
  pared, pegándose a ella como un engrudo, y haciéndose el dormido. Llegó
  por fin el día y con él la calma al corazón de Ido, quien se acicaló y
  se lavó casi toda la cara, poniéndose la corbata encarnada con cierta
  presunción.
  Eran ya las diez de la mañana, porque con aquello de lavarse _bien_ se
  había ido bastante tiempo. Rosita tardó mucho en traer el agua, y
  Nicanora se había dado la inmensa satisfacción de ir a la compra. Todos
  los individuos de la familia, cuando se encontraban uno frente a otro,
  se echaban a reír, y el más risueño era D. José, porque... ¡si
  supieran!...
  
  
  --iv--
  
  Echose mi hombre a la calle, y tiró por la de Mira el Río baja, cuya
  cuesta es tan empinada que se necesita hacer algo de volatines para no
  ir rodando de cabeza por aquellos pedernales. Ido la bajó, casi como la
  bajan los chiquillos, de un aliento, y una vez en la explanada que
  llaman el _Mundo Nuevo_, su espíritu se espació, como pájaro lanzado a
  los aires. Empezó a dar resoplidos, cual si quisiera meter en sus
  pulmones más aire del que cabía, y sacudió el cuerpo como las gallinas.
  El picorcillo del sol le agradaba, y la contemplación de aquel cielo
  azul, de incomparable limpieza y diafanidad, daba alas a su alma
  voladora. Candoroso e impresionable, D. José era como los niños o los
  poetas de verdad, y las sensaciones eran siempre en él vivísimas, las
  imágenes de un relieve extraordinario. Todo lo veía agrandado
  hiperbólicamente o empequeñecido, según los casos. Cuando estaba alegre,
  los objetos se revestían a sus ojos de maravillosa hermosura; todo le
  _sonreía_, según la expresión común que le gustaba mucho usar. En cambio
  cuando estaba afligido, que era lo más frecuente, las cosas más bellas
  se afeaban volviéndose negras, y se cubrían de un velo... parecíale más
  propio decir _de un sudario_. Aquel día estaba el hombre de buenas, y la
  excitación de la dicha hacíale más niño y más poeta que otras veces. Por
  eso el campo del _Mundo Nuevo_, que es el sitio más desamparado y más
  feo del globo terráqueo, le pareció una bonita plaza. Salió a la Ronda y
  echó miradas de artista a una parte y otra. Allí la puerta de Toledo
  ¡qué soberbia arquitectura! A la otra parte la fábrica del gas... ¡oh
  prodigios de la industria!... Luego el cielo espléndido y aquellos lejos
  de Carabanchel, perdiéndose en la inmensidad, con remedos y aun con
  murmullos de Océano... ¡sublimidades de la Naturaleza!... Andando,
  andando, le entró de improviso un celo tan vehemente por la instrucción
  pública, que le faltó poco para caerse de espaldas ante los estólidos
  letreros que veía por todas partes.
  _No se premite tender rropa, y ni clabar clabos_, decía en una pared, y
  D. José exclamó: «¡Vaya una barbaridad!... ¡Ignorantes!... ¡emplear dos
  conjunciones copulativas! Pero pedazos de animales, ¿no veis que la
  primera, naturalmente, junta las voces o cláusulas en concepto
  afirmativo y la segunda en concepto negativo?... ¡Y que no tenga qué
  comer un hombre que podría enseñar la Gramática a todo Madrid y corregir
  estos delitos del lenguaje!... ¿Por qué no me había de dar el Gobierno,
  vamos a ver, por qué no me había de dar el encargo, mediante
  proporcionales emolumentos, de vigilar los rótulos?... ¡Zoquetes, qué
  multas os pondría!... Pues también tú estás bueno: _Se alquilan
  qartos_... muy bien, señor mío. ¿Le gustan a usted tanto las _úes_ que
  se las come con arroz? ¡Ah!, si el Gobierno me nombrara _ortógrafo de la
  vía pública_, ya veríais... Vamos, otro que tal: _se proive_... Se
  prohíbe rebuznar, digo yo».
  Hallábase en lo más entretenido de aquella crítica literaria, tan propia
  de su oficio, cuando vio que hacia él iban tres individuos de calzón
  ajustado, botas de caña, chaqueta corta, gorra, el pelo echadito
  _palante_, caras de poca vergüenza.
  Eran los tales tipos muy madrileños y pertenecían al gremio de los
  _randas_. El uno era _descuidero_, el otro _tomador_, y el tercero hacía
  a pelo y a pluma. Ido les conocía, porque vivían en su patio, siempre
  que no eran inquilinos de los del Saladero, y no gustaba de tratarse con
  semejante gentuza. De buena gana les habría dado una puntera en salva la
  parte; pero no se atrevía. Una cosa es reformar la ortografía pública, y
  otra aplicar ciertos correctivos a la especie humana. «Allá van los
  buenos días» le dijeron los chulos alegremente, y a Ido se le puso la
  carne como la de las gallinas, porque se acordó del duro y temió que se
  lo _garfiñaran_ si entraba en parola con ellos. Pasando de largo, les
  dijo con mucha cortesía: «Dios les guarde, caballeros... Conservarse» y
  apretó a correr. No le volvió el alma al cuerpo hasta que les hubo
  perdido de vista.
  «Es preciso que me convide a algo» pensaba el pendolista; y hacía la
  crítica mental de los manjares que más le gustaban. Cerca de la puerta
  de Toledo se encontró con un mielero alcarreño que paraba en su misma
  casa. Estaban hablando, cuando pasó un pintor de panderetas, también
  vecino, y ambos le convidaron a unas copas. «Váyanse al rábano,
  ordinariotes...» pensó Ido, y les dio las gracias, separándose al punto
  de ellos. Andando más vio un ventorro en la acera derecha de la
  Ronda...
  «¡Comer de fonda!». Esta idea se le clavó en el cerebro. Un rato estuvo
  Ido del Sagrario ante el establecimiento de _El Tartera_, que así se
  llamaba, mirando los dos tiestos de _bónibus_ llenos de polvo, las
  insignias de los bolos y la rayuela, la mano negra con el dedo tieso
  señalando la puerta, y no se decidía a obedecer la indicación de aquel
  dedo. ¡Le sentaba tan mal la carne...! Desde que la comía le entraba
  aquel mal tan extraño y daba en la gracia estúpida de creer que Nicanora
  era la Venus de Médicis. Acordose, no obstante, de que el médico le
  recetaba siempre comer carne, y cuanto más cruda mejor. De lo más hondo
  de su naturaleza salía un bramido que le pedía ¡carne, carne, carne! Era
  una voz, un prurito irresistible, una imperiosa necesidad orgánica, como
  la que sienten los borrachos cuando están privados del fuego y de la
  picazón del alcohol.
  Por fin no pudo resistir; colose dentro del ventorrillo, y tomando
  asiento junto a una de aquellas despintadas mesas, empezó a palmotear
  para que viniera el mozo, que era el mismo _Tartera_, un hombre
  gordísimo, con chaleco de Bayona y mandil de lanilla verde rayado de
  negro. No lejos de donde estaba Ido había un rescoldo dentro de enorme
  braserón, y encima una parrilla casi tan grande como la reja de una
  ventana. Allí se asaban las chuletas de ternera, que con la chamusquina
  en tan viva lumbre, despedían un olor apetitoso. «Chuletas» dijo D.
  José, y a punto vio entrar a un amigo, el cual le había visto a él y
  por eso sin duda entraba.
  «Hola, amigo Izquierdo... Dios le guarde».
  --Le vi pasar, maestro y dije, digo: A cuenta que voy a echar un
  espotrique con mi tocayo...
  Sentose sin ceremonia el tal, y poniendo los codos sobre la mesa, miró
  fijamente a su tocayo. O las miradas no expresaban nada, o la de aquel
  sujeto era un memorial pidiendo que se le convidara. Ido era tan
  caballero que le faltó tiempo para hacer la invitación, añadiendo una
  frase muy prudente. «Pero, tocayo, sepa que no tengo más que un duro...
  Con que no se corra mucho...». Hizo el otro un gesto tranquilizador y
  cuando el _Tartera_ puso el servicio, si servicio puede llamarse un par
  de cuchillos con mango de cuerno, servilleta sucia y salero, y pidió
  órdenes acerca del vino, le dijo, dice: «¿Pardillo yo?... pa chasco...
  Tráete de la tierra».
  A todo esto asintió Ido del Sagrario, y siguió contemplando a su amigo,
  el cual parecía un grande hombre aburrido, carácter agriado por la
  continuidad de las luchas humanas. José Izquierdo representaba cincuenta
  años, y era de arrogante estatura. Pocas veces se ve una cabeza tan
  hermosa como la suya y una mirada tan noble y varonil. Parecía más bien
  italiano que español, y no es maravilla que haya sido, en época
  posterior al 73, en plena Restauración, el modelo predilecto de nuestros
  pintores más afanados.
  «Me alegro de verle a usted tocayo--le dijo Ido, a punto que las
  chuletas eran puestas sobre la mesa--, porque tenía que comunicarle
  cosas de importancia. Es que ayer estuvo en casa doña Jacinta, la esposa
  del Sr. D. Juanito Santa Cruz, y preguntó por el chico y le vio...
  quiero decir, no le vio porque estaba todito dado de negro... y luego
  dijo que dónde estaba usted, y como usted no estaba, quedó en
  volver...».
  Izquierdo debía de tener hambre atrasada, porque al ver las chuletas,
  les echó una mirada guerrera que quería decir: «¡Santiago y a ellas!» y
  sin responder nada a lo que el otro hablaba, les embistió con furia. Ido
  empezó a engullir comiéndose grandes pedazos sin masticarlos. Durante un
  rato, ambos guardaron silencio. Izquierdo lo rompió dando fuerte golpe
  en la mesa con el mango del cuchillo, y diciendo:
  «¡Re-hostia con la Repóblica!... ¡Vaya una porquería!».
  Ido asintió con una cabezada.
  «¡Repoblicanos de chanfaina... pillos, buleros, piores que serviles,
  moderaos, piores que moderaos!--prosiguió Izquierdo con fiera
  exaltación--.
  No colocarme a mí, a mí, que soy el endivido que más bregó por la
  Repóblica en esta judía tierra... Es la que se dice: cría cuervos...
  ¡Ah! Señor de Martos, señor de Figueras, señor de Pi... a cuenta que
  ahora no conocen a este pobrete de Izquierdo, porque lo ven
  maltrajeao... pero antes, cuando Izquierdo tenía por sí las afloencias
  de la Inclusa y cuando Bicerra le venía a ver pal cuento de echarnos a
  la calle, entonces... ¡Hostia! Hamos venido a menos. Pero si por un es
  caso golviésemos a más, yo les juro a esos figurones que tendremos una
  _yeción_.
  
  
  --v--
  
  Ido seguía corroborando, aunque no había entendido aquello de la
  _yeción_, ni lo entendiera nadie. Con tal palabra Izquierdo expresaba
  una colisión sangrienta, una marimorena o cosa así. Bebía vaso tras vaso
  sin que su cabeza se afectase, por ser muy resistente.
  «Porque mirosté, maestro, lo que les atufa es el aquel de haber estado
  mi endivido en Cartagena... Y yo digo que a mucha honra, ¡re-hostia!
  Allí estábamos los verídicos liberales. Y a cuenta que yo, tocayo, toda
  mi vida no he hecho más que derramar mi sangre por la judía libertad. El
  54, ¿qué hice?, batirme en las barricadas como una presona decente. Que
  se lo pregunten al difunto D. Pascual Muñoz el de la tienda de jierros,
  padre del marqués de Casa-Muñoz, que era el hombre de más afloencias en
  estos arrabales, y me dijo mismamente aquel día: 'Amigo Platón, vengan
  esos cinco'. Y aluego jui con el propio D. Pascual a Palacio, y D.
  Pascual subió a pleticar con la Reina, y pronto bajó con aquel papé
  firmado por la Reina en que les daba la gran patá a los moderaos. D.
  Pascual me dijo que pusiera un pañuelo branco en la punta de un palo y
  que malchara delante diciendo: 'cese er fuego, cese er fuego...'. El 56,
  era yo teniente de melicianos, y O'Donnell me cogió miedo, y cuando
  pleticó a la tropa dijo: 'si no hay quien me coja a Izquierdo, no hamos
  hecho na'. El 66, cuando la de los artilleros, mi compare Socorro y yo
  estuvimos pegando tiros en la esquina de la calle de Laganitos... El 68,
  cuando la santísima, estuve haciendo la guardia en el Banco, pa que no
  robaran, y le digo asté que si por un es caso llega a paicerse por allí
  algún randa, lo suicido... Pues tocan luego a la recompensa, y a Pucheta
  me le hacen guarda de la Casa de Campo, a Mochila del Pardo... y a mí
  una patá. A cuenta que yo no pido más que un triste destino pa portear
  el correo a cualsiquiera parte, y na... Voy a ver a Bicerra, ¿y
  piensasté que me conoce?, ¡pa chasco!... Le digo que soy Izquierdo, por
  mote _Platón_, y menea la cabeza.
  Es la que se dice: 'no se acuerdan del judío escalón dimpués que están
  parriba...'. Dimpués me casé y juimos viviendo tal cual. Pero cuando
  vino la judía Repóblica, se me había muerto mi Dimetria, y yo no tenía
  que comer; me jui a ver al señor de Pi, y le dije, digo: 'Señor de Pi,
  aquí vengo sobre una colocación...'. ¡Pa chasco! A cuenta de que el
  hombre me debía de tener tirria, porque se remontó y dijo que él no
  tenía colocaciones. ¡Y un judío portero me puso en la calle!
  ¡Re-contra-hostia!, ¡si viviera Calvo Asensio!, aquel sí era un endivido
  que sabía las comenencias, y el tratamiento de las personas verídicas.
  ¡Vaya un amigo que me perdí! Toda la Inclusa era nuestra, y en tiempo
  leitoral, ni Dios nos tosía, ni Dios, ¡hostia!... ¡Aquél sí, aquél
  sí!... A cuenta que me cogía del brazo y nos entrábamos en un café, o en
  la taberna a tomar una angelita... porque era muy llano y más liberal
  que la Virgen Santísima. ¿Pero estos de ahora?... es la que dice; ni
  liberales ni repoblicanos, ni na. Mirosté a ese Pi... un mequetrefe. ¿Y
  Castelar?, otro mequetrefe. ¿Y Salmerón?, otro mequetrefe. ¿Roque
  Barcia?, mismamente. Luego, si es caso, vendrán a pedir que les
  ayudemos, ¿pero yo...? No me pienso menear; basta de _yeciones_. Si se
  junde la Repóblica que se junda, y si se junde el judío pueblo, que se
  junda también».
  Apuró de nuevo el vaso, y el otro José admiraba igualmente su facundia y
  su receptividad de bebedor. Izquierdo soltó luego una risa sarcástica,
  prosiguiendo así:
  «Dicen que les van a traer a Alifonso... ¡Pa chasco! Por mí que lo
  traigan. A cuenta que es como si verídicamente trajeran al Terso. Es la
  que se dice: pa mí lo mismo es blanco que negro. Óigame lo bueno: El año
  pasado, estando en Alcoy, los carcas me jonjabaron. Me corrí a la
  partida de Callosa de Ensarriá y tiré montón de tiros a la Guardia
  Cevil. ¡Qué _yeción_! Salta por aquí, salta por allá. Pero pronto me
  llamé andana porque me habían hecho contrata de medio duro diario, y los
  rumbeles solutamente no paicían. Yo dije: 'José mío, güélvete liberal,
  que lo de carca no tercia'. Una nochecita me escurrí, y del tirón me jui
  a Barcelona, donde la carpanta fue tan grande, maestro, que por poco doy
  las boqueás. ¡Ay!, tocayo, si no es porque se me terció encontrarme allí
  con mi sobrina Fortunata, no la cuento. Socorriome... es buena chica, y
  con los cuartos que me dio, trinqué el judío tren, y a Madriz...».
  --Entonces--dijo Ido, fatigado de aquel relato incoherente, y de aquel
  vocabulario grotesco--, recogió usted a ese precioso niño...
  Buscaba Ido la novela dentro de aquella gárrula página contemporánea;
  pero Izquierdo, como hombre de más seso, despreciaba la novela para
  volver a la grave historia.
  «Allego y me aboco con los comiteles y les canto claro: '¿Pero señores,
  nos acantonamos o no nos acantonamos?... porque si no va a haber aquí
  una _yeción_. ¡Se reían de mí!... ¡pillos! ¡Como que estaban vendidos al
  moderaísmo!... Sabusté tocayo, ¿con qué me motejaban aquellos
  mequetrefes? Pues na; con que yo no sé leer ni escribir: No es todo lo
  verídico, ¡hostia!, porque leer ya sé, aunque no del todo lo seguío que
  se debe. Como escribir, no escribo porque se me corre la tinta por el
  dedo... ¡Bah!, es la que se dice: los escribidores, los periodiqueros, y
  los publicantones son los que han perdío con sus tiologías a esta judía
  tierra, maestro».
  Ido tardó mucho tiempo en apoyar esto, por ser quien era; pero Izquierdo
  le apretó el brazo con tanta fuerza, que al fin no tuvo más remedio que
  asentir con una cabezada, haciendo la reserva mental de que sólo por la
  violencia daba su autorizado voto a tal barbaridad.
  «Entonces, tocayo de mi arma, viendo que me querían meter en el
  estaribel y enredarme con los guras, tomé el olivo y no juimos a
  Cartagena. ¡Ay, qué vida aquella! ¡Re-hostia! A mí me querían hacer
  menistro de la Gubernación; pero dije que nones. No me gustan suponeres.
  A cuenta que salimos con las freatas por aquellos mares de mi arma. Y
  entonces, que quieras que no, me ensalzaron a tiniente de navío, y
  estaba mismamente a las órdenes del general Contreras, que me trataba
  de tú. ¡Ay qué hombre y qué buen avío el suyo! Parecía verídicamente el
  gran turco con su gorro colorao. Aquello era una gloria. ¡Alicante,
  Águilas! Pelotazo va, pelotazo viene. Si por un es caso nos dejan,
  tocayo, nos comemos el santísimo mundo y lo acantonamos toíto... ¡Orán!
  ¡Ay qué mala sombra tiene Orán y aquel judío _vu_ de los franceses que
  no hay cristiano que lo pase!... Me najo de allí, güelvo a mi Españita,
  entro en Madriz mu callaíto, tan fresco... ¿a mí qué?... y me presento a
  estos tiólogos, mequetrefes y les digo: 'Aquí me tenéis, aquí tenéis a
  la personalidá del endivido verídico que se pasó la santísima vida
  peleando como un gato tripa arriba por las judías libertades... Matarme,
  hostia, matarme; a cuenta que no me queréis colocar...'. ¿Usté me hizo
  caso? Pues ellos tampoco. Espotrica que te espotricarás en las Cortes, y
  el santísimo pueblo que reviente. Y yo digo que es menester acantonar a
  Madriz, pegarte fuego a las Cortes, al Palacio Real, y a lo judíos
  ministerios, al Monte de Piedad, al cuartel de la Guardia Cevil y al
  Dipósito de las Aguas, y luego hacer un racimo de horca con Castelar,
  Pi, Figueras, Martos, Bicerra y los demás, por moderaos, por
  moderaos...».
  
  
  --vi--
  
  Dijo el _por moderaos_ hasta seis veces, subiendo gradualmente de tono,
  y la última repetición debió de oírse en el puente de Toledo. El otro
  José estaba muy aturdido con la bárbara charla del grande hombre, el más
  desgraciado de los héroes y el más desconocido de los mártires. Su
  máscara de misantropía y aquella displicencia de genio perseguido eran
  natural consecuencia de haber llegado al medio siglo sin encontrar su
  asiento, pues treinta años de tentativas y de fracasos son para abatir
  el ánimo más entero. Izquierdo había sido chalán, tratante en trigos,
  revolucionario, jefe de partidas, industrial, fabricante de velas, punto
  figurado en una casa de juego y dueño de una _chirlata_; había casado
  dos veces con mujeres ricas, y en ninguno de estos diferentes estados y
  ocasiones obtuvo los favores de la voluble suerte. De una manera y otra,
  casado y soltero, trabajando por su cuenta y por la ajena, siempre mal,
  siempre mal, ¡hostia!
  La vida inquieta, las súbitas apariciones y desapariciones que hacía, y
  el haber estado en _gurapas_ algunas temporadillas rodearon de misterio
  su vida, dándole una reputación deplorable. Se contaban de él horrores.
  Decían que había matado a Demetria, su segunda mujer, y cometido otros
  nefandos crímenes, violencias y atropellos. Todo era falso. Hay que
  declarar que parte de su mala reputación la debía a sus fanfarronadas y
  a toda aquella humareda revolucionaria que tenía en la cabeza. La mayor
  parte de sus empresas políticas eran soñadas, y sólo las creían ya
  poquísimos oyentes, entre los cuales Ido del Sagrario era el de mayores
  tragaderas. Para completar su retrato, sépase que no había estado en
  Cartagena. De tanto pensar en el dichoso cantón, llegó sin duda a
  figurarse que había estado en él, hablando por los codos de aquellas
  tremendas _yeciones_ y dando detalles que engañaban a muchos bobos. Lo
  de la partida de Callosa sí parece cierto.
  También se puede asegurar, sin temor de que ningún dato histórico pruebe
  lo contrario, que _Platón_ no era valiente, y que, a pesar de tanta
  baladronada, su reputación de braveza empezaba a decaer como todas las
  glorias de fundamento inseguro. En los tiempos a que me refiero, el
  descrédito era tal que la propia vanidad _platónica_ estaba ya por los
  suelos. Principiaba a creerse una nulidad, y allá en sus soliloquios
  desesperados, cuando le salía mal alguna de las bajezas con que se
  procuraba dinero, se escarnecía sinceramente, diciéndose: «soy pior que
  una caballería; soy más tonto que un cerrojo; no sirvo absolutamente
  para nada». El considerar que había llegado a los cincuenta años sin
  saber _plumear_ y leyendo sólo a trangullones, le hacía formar de su
  _endivido_ la idea más desventajosa. No ocultaba su dolor por esto, y
  aquel día se lo expresó a su tocayo con sentida ingenuidad:
  «Es una gaita esto de no saber escribir... ¡Hostia!, si yo supiera...
  Créalo: ese es el por qué de la tirria que me tiene Pi».
  Don José no le contestó. Estaba doblado por la cintura, porque el
  digerir las dos enormes chuletas que se había atizado, no se presentaba
  como un problema de fácil solución. Izquierdo no reparó que a su amigo
  
You have read 1 text from Spanish literature.
Next - Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 16