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Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 14

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  baratijas, las panderetas, la loza ordinaria, las puntillas, el cobre de
  Alcaraz y los veinte mil cachivaches que aparecían dentro de aquellos
  nichos de mal clavadas tablas y de lienzos peor dispuestos, pasaban ante
  su vista sin determinar una apreciación exacta de lo que eran. Recibía
  tan sólo la imagen borrosa de los objetivos diversos que iban pasando, y
  lo digo así, porque era como si ella estuviese parada y la pintoresca
  vía se corriese delante de ella como un telón. En aquel telón había
  racimos de dátiles colgados de una percha; puntillas blancas que caían
  de un palo largo, en ondas, como los vástagos de una trepadora, pelmazos
  de higos pasados, en bloques, turrón en trozos como sillares que
  parecían acabados de traer de una cantera; aceitunas en barriles
  rezumados; una mujer puesta sobre una silla y delante de una jaula,
  mostrando dos pajarillos amaestrados, y luego montones de oro, naranjas
  en seretas o hacinadas en el arroyo. El suelo intransitable ponía
  obstáculos sin fin, pilas de cántaros y vasijas, ante los pies del
  gentío presuroso, y la vibración de los adoquines al paso de los carros
  parecía hacer bailar a personas y cacharros. Hombres con sartas de
  pañuelos de diferentes colores se ponían delante del transeúnte como si
  fueran a capearlo. Mujeres chillonas taladraban el oído con pregones
  enfáticos, acosando al público y poniéndole en la alternativa de comprar
  o morir. Jacinta veía las piezas de tela desenvueltas en ondas a lo
  largo de todas las paredes, percales azules, rojos y verdes, tendidos de
  puerta en puerta, y su mareada vista le exageraba las curvas de aquellas
  rúbricas de trapo. De ellas colgaban, prendidas con alfileres, toquillas
  de los colores vivos y elementales que agradan a los salvajes. En
  algunos huecos brillaba el naranjado que chilla como los ejes sin grasa;
  el bermellón nativo, que parece rasguñar los ojos; el carmín, que tiene
  la acidez del vinagre; el cobalto, que infunde ideas de envenenamiento;
  el verde de panza de lagarto, y ese amarillo tila, que tiene cierto aire
  de poesía mezclado con la tisis, como en la _Traviatta_. Las bocas de
  las tiendas, abiertas entre tanto colgajo, dejaban ver el interior de
  ellas tan abigarrado como la parte externa, los horteras de bruces en el
  mostrador, o vareando telas, o charlando. Algunos braceaban, como si
  nadasen en un mar de pañuelos. El sentimiento pintoresco de aquellos
  tenderos se revela en todo. Si hay una columna en la tienda la revisten
  de corsés encarnados, negros y blancos, y con los refajos hacen
  graciosas combinaciones decorativas.
  Dio Jacinta de cara a diferentes personas muy ceremoniosas. Eran
  maniquís vestidos de señora con tremendos _polisones_, o de caballero
  con terno completo de lanilla. Después gorras muchas gorras, posadas y
  alineadas en percheros del largo de toda una casa; chaquetas ahuecadas
  con un palo, zamarras y otras prendas que algo, sí, algo tenían de seres
  humanos sin piernas ni cabeza. Jacinta, al fin, no miraba nada;
  únicamente se fijó en unos hombres amarillos, completamente amarillos,
  que colgados de unas horcas se balanceaban a impulsos del aire. Eran
  juegos de calzón y camisa de bayeta, cosidas una pieza a otra, y que
  así, al pronto, parecían personajes de azufre. Los había también
  encarnados. ¡Oh!, el rojo abundaba tanto, que aquello parecía un pueblo
  que tiene la religión de la sangre. Telas rojas, arneses rojos,
  collarines y frontiles rojos con madroñaje arabesco. Las puertas de las
  tabernas también de color de sangre. Y que no son ni tina ni dos.
  Jacinta se asustaba de ver tantas, y Guillermina no pudo menos de
  exclamar: «¡Cuánta perdición!, una puerta sí y otra no, taberna. De aquí
  salen todos los crímenes».
  Cuando se halló cerca del fin de su viaje, la Delfina fijaba
  exclusivamente su atención en los chicos que iba encontrando. Pasmábase
  la señora de Santa Cruz de que hubiera tantísima madre por aquellos
  barrios, pues a cada paso tropezaba con una, con su crío en brazos, muy
  bien agasajado bajo el ala del mantón. A todos estos ciudadanos del
  porvenir no se les veía más que la cabeza por encima del hombro de su
  madre. Algunos iban vueltos hacia atrás, mostrando la carita redonda
  dentro del círculo del gorro y los ojuelos vivos, y se reían con los
  transeúntes. Otros tenían el semblante mal humorado, como personas que
  se llaman a engaño en los comienzos de la vida humana. También vio
  Jacinta no uno, sino dos y hasta tres, camino del cementerio. Suponíales
  muy tranquilos y de color de cera dentro de aquella caja que llevaba un
  tío cualquiera al hombro, como se lleva una escopeta.
  «Aquí es» dijo Guillermina, después de andar un trecho por la calle del
  Bastero y de doblar una esquina. No tardaron en encontrarse dentro de un
  patio cuadrilongo. Jacinta miró hacia arriba y vio dos filas de
  corredores con antepechos de fábrica y pilastrones de madera pintada de
  ocre, mucha ropa tendida, mucho refajo amarillo, mucha zalea puesta a
  secar, y oyó un zumbido como de enjambre. En el patio, que era casi todo
  de tierra, empedrado sólo a trechos, había chiquillos de ambos sexos y
  de diferentes edades. Una zagalona tenía en la cabeza toquilla roja con
  agujeros, o con _orificios_, como diría Aparisi; otra, toquilla blanca,
  y otra estaba con las greñas al aire. Esta llevaba zapatillas de orillo,
  y aquella botitas finas de caña blanca, pero ajadas ya y con el tacón
  torcido. Los chicos eran de diversos tipos. Estaba el que va para la
  escuela con su cartera de estudio, y el pillete descalzo que no hace más
  que vagar. Por el vestido se diferenciaban poco, y menos aún por el
  lenguaje, que era duro y con inflexiones dejosas.
  «Chicooo... mia éste... Que te rompo la cara... ¿sabeees...?».
  --¿Ves esa farolona?--dijo Guillermina a su amiga--, es una de las hijas
  de Ido... Esa, esa que está dando brincos como un saltamontes... ¡Eh!,
  chiquilla... No oyen... venid acá.
  Todos los chicos, varones y hembras, se pusieron a mirar a las dos
  señoras, y callaban entre burlones y respetuosos, sin atreverse a
  acercarse. Las que se acercaban paso a paso eran seis u ocho palomas
  pardas, con reflejos irisados en el cuello; lindísimas, gordas. Venían
  muy confiadas meneando el cuerpo como las chulas, picoteando en el suelo
  lo que encontraban, y eran tan mansas, que llegaron sin asustarse hasta
  muy cerca de las señoras. De pronto levantaron el vuelo y se plantaron
  en el tejado. En algunas puertas había mujeres que sacaban esteras a que
  se orearan, y sillas y mesas. Por otras salía como una humareda: era el
  polvo del barrido. Había vecinas que se estaban peinando las trenzas
  negras y aceitosas, o las guedejas rubias, y tenían todo aquel matorral
  echado sobre la cara como un velo. Otras salían arrastrando zapatos en
  chancleta por aquellos empedrados de Dios, y al ver a las forasteras
  corrían a sus guaridas a llamar a otras vecinas, y la noticia cundía, y
  aparecían por las enrejadas ventanas cabezas peinadas o a medio peinar.
  «¡Eh!, chiquillos, venid acá» repitió Guillermina; y se fueron
  acercando escalonados por secciones, como cuando se va a dar un ataque.
  Algunos, más resueltos, las manos a la espalda, miraron a las dos damas
  del modo más insolente. Pero uno de ellos, que sin duda tenía instintos
  de caballero, se quitó de la cabeza un andrajo que hacía el papel de
  gorra y les preguntó que a quién buscaban. «¿Eres tú del señor de Ido?».
  El rapaz respondió que no, y al punto destacose del grupo la niña de las
  zancas largas, de las greñas sueltas y de los zapatos de orillo,
  apartando a manotadas a todos los demás muchachos que se enracimaban ya
  en derredor de las señoras.
  «¿Está tu padre arriba?». La chica respondió que sí, y desde entonces
  convirtiose en individuo de Orden Público. No dejaba acercar a nadie;
  quería que todos los granujas se retiraran y ser ella sola la que guiase
  a las dos damas hasta arriba. «¡Qué pesados, qué sobones!... En todo
  quieren meter las narices... Atrás, gateras, atrás... Quitarvos de en
  medio; dejar paso».
  Su anhelo era marchar delante. Habría deseado tener una campanilla para
  ir tocando por aquellos corredores a fin de que supieran todos qué gran
  visita venía a la casa.
  «Niña, no es preciso que nos acompañes--dijo Guillermina que no gustaba
  de que nadie se sofocase tanto por ella--. Nos basta con saber que están
  en casa».
  Pero la zancuda no hacía caso. En el primer peldaño de la escalera
  estaba sentada una mujer que vendía higos pasados en una sereta, y por
  poco no la planta el zapato de orillo en mitad de la cara. Y todo porque
  no se apartaba de un salto para dejar el paso libre... «¡Vaya dónde se
  va usted a poner, tía bruja!... Afuera o la reviento de una patada...».
  Subieron, no sin que a Jacinta le quedaran ganas de examinar bien toda
  la pillería que en el patio quedaba. Allá en el fondo había divisado dos
  niños y una niña. Uno de ellos era rubio y como de tres años. Estaban
  jugando con el fango, que es el juguete más barato que se conoce.
  Amasábanlo para hacer tortas del tamaño de _perros grandes_. La niña,
  que era de más edad, había construido un hornito con pedazos de
  ladrillo, y a la derecha de ella había un montón de panes, bollos y
  tortas, todo de la misma masa que tanto abundaba allí. La señora de
  Santa Cruz observó este grupo desde lejos. ¿Sería alguno de aquellos? El
  corazón le saltaba en el pecho y no se atrevía a preguntar a la zancuda.
  En el último peldaño de la escalera encontraron otro obstáculo: dos
  muchachuelas y tres nenes, uno de estos en mantillas, interceptaban el
  paso. Estaban jugando con arena _fina_ de fregar. El mamón estaba fajado
  y en el suelo, con las patas y las manos al aire, berreando, sin que
  nadie le hiciera caso. Las dos niñas habían extendido la arena sobre el
  piso, y de trecho en trecho habían puesto diferentes palitos con
  cuerdas y trapos. Era el secadero de ropa de las Injurias, propiamente
  imitado.
  «¡Qué tropa, Dios! --exclamó la zancuda con indignación de celador de
  ornato público, que no causó efecto--. Cuidado donde se van a poner...
  ¡Fuera, fuera!... y tú, _pitoja_, recoge a tu hermanillo, que le vamos a
  espachurrar». Estas amonestaciones de una autoridad tan celosa fueron
  oídas con el más insolente desdén. Uno de los mocosos arrastraba su
  panza por el suelo, abierto de las cuatro patas; el otro cogía puñados
  de arena y se lavaba la cara con ella, acción muy lógica, puesto que la
  arena representaba el agua. «Vamos, hijos, quitaos de en medio--les dijo
  Guillermina a punto que la zancuda destruía con el pie el lavadero,
  gritando--: Sinvergüenzonas, ¿no tenéis otro sitio donde jugar? ¡Vaya
  con la canalla esta...!». y echó adelante resuelta a destruir cualquier
  obstáculo que se pusiera al paso. Las otras chiquillas cogieron a los
  mocosos, como habrían cogido una muñeca, y poniéndoselos al cuadril,
  volaron por aquellos corredores.
  «Vamos--dijo Guillermina a su guía--, no las riñas tanto, que también tú
  eres buena...».
  
  
  --ii--
  
  Avanzaron por el corredor, y a cada paso un estorbo. Bien era un brasero
  que se estaba encendiendo, con el tubo de hierro sobre las brasas para
  hacer tiro; bien el montón de zaleas o de ruedos, ya una banasta de
  ropa; ya un cántaro de agua. De todas las puertas abiertas y de las
  ventanillas salían voces o de disputa, o de algazara festiva. Veían las
  cocinas con los pucheros armados sobre las ascuas, las artesas de lavar
  junto a la puerta, y allá en el testero de las breves estancias la
  indispensable cómoda con su hule, el velón con pantalla verde y en la
  pared una especie de altarucho formado por diferentes estampas, alguna
  lámina al cromo de prospectos o periódicos satíricos, y muchas
  fotografías. Pasaban por un domicilio que era taller de zapatería, y los
  golpazos que los zapateros daban a la suela, unidos a sus cantorrios,
  hacían una algazara de mil demonios. Más allá sonaba el convulsivo
  tiquitique de una máquina de coser, y acudían a las ventanas bustos y
  caras de mujeres curiosas. Por aquí se veía un enfermo tendido en un
  camastro, más allá un matrimonio que disputaba a gritos. Algunas vecinas
  conocieron a doña Guillermina y la saludaban con respeto. En otros
  círculos causaba admiración el empaque elegante de Jacinta. Poco más
  allá cruzáronse de una puerta a otra observaciones picantes e
  irrespetuosas. «Señá Mariana, ¿ha visto que nos hemos traído el sofá en
  la rabadilla? ¡Ja, ja, ja!».
  Guillermina se paró, mirando a su amiga: «Esas chafalditas no van
  conmigo. No puedes figurarte el odio que esta gente tiene a los
  _polisones_, en lo cual demuestran un sentido... ¿cómo se dice?, un
  sentido _estético_ superior al de esos haraganes franceses que inventan
  tanto pegote estúpido».
  Jacinta estaba algo corrida; pero también se reía, Guillermina dio dos
  pasos atrás, diciendo: «Ea, señoras, cada una a su trabajo, y dejen en
  paz a quien no se mete con ustedes».
  Luego se detuvo junto a una de las puertas y tocó en ella con los
  nudillos.
  «La señá Severiana no está--dijo una de las vecinas--. ¿Quiere la señora
  dejar recado?...».
  --No; la veré otro día.
  Después de recorrer dos lados del corredor principal, penetraron en una
  especie de túnel en que también había puertas numeradas; subieron como
  unos seis peldaños, precedidas siempre de la zancuda, y se encontraron
  en el corredor de otro patio, mucho más feo, sucio y triste que el
  anterior. Comparado con el segundo, el primero tenía algo de
  aristocrático y podría pasar por albergue de familias _distinguidas_.
  Entre uno y otro patio, que pertenecían a un mismo dueño y por eso
  estaban unidos, había un escalón social, la distancia entre eso que se
  llama _capas_. Las viviendas, en aquella segunda _capa_, eran más
  estrechas y miserables que en la primera; el revoco se caía a pedazos, y
  los rasguños trazados con un clavo en las paredes parecían hechos con
  más saña, los versos escritos con lápiz en algunas puertas más necios y
  groseros, las maderas más despintadas y roñosas, el aire más viciado, el
  vaho que salía por puertas y ventanas más espeso y repugnante. Jacinta,
  que había visitado algunas casas de corredor, no había visto ninguna tan
  tétrica y mal oliente. «¿Qué, te asustas, niña bonita?--le dijo
  Guillermina--. ¿Pues qué te creías tú, que esto era el Teatro Real o la
  casa de Fernán-Núñez? Ánimo. Para venir aquí se necesitan dos cosas:
  caridad y estómago».
  Echando una mirada a lo alto del tejado, vio la Delfina que por encima
  de este asomaba un tenderete en que había muchos cueros, tripas u otros
  despojos, puestos a secar. De aquella región venía, arrastrado por las
  ondas del aire, un olor nauseabundo. Por los desiguales tejados
  paseábanse gatos de feroz aspecto, flacos, con las quijadas angulosas,
  los ojos dormilones, el pelo erizado. Otros bajaban a los corredores y
  se tendían al sol; pero los propiamente salvajes, vivían y aun se
  criaban arriba, persiguiendo el sabroso ratón de los secaderos.
  Pasaron junto a las dos damas figuras andrajosas, ciegos que iban dando
  palos en el suelo, lisiados con montera de pelo, pantalón de soldado,
  horribles caras. Jacinta se apretaba contra la pared para dejar paso
  franco. Encontraban mujeres con pañuelo a la cabeza y mantón pardo,
  tapándose la boca con la mano envuelta en un pliegue del mismo mantón.
  Parecían moras; no se les veía más que un ojo y parte de la nariz.
  Algunas eran agraciadas; pero la mayor parte eran flacas, pálidas,
  tripudas y envejecidas antes de tiempo.
  Por los ventanuchos abiertos salía, con el olor a fritangas y el
  ambiente chinchoso, murmullo de conversaciones dejosas, arrastrando
  toscamente las sílabas finales. Este modo de hablar de la tierra ha
  nacido en Madrid de una mixtura entre el deje andaluz, puesto de moda
  por los soldados, y el dejo aragonés, que se asimilan todos los que
  quieren darse aires varoniles.
  Nueva barricada de chiquillos les cortó el paso. Al verles, Jacinta y
  aun Guillermina, a pesar de su costumbre de ver cosas raras, quedáronse
  pasmadas, y hubiérales dado espanto lo que miraban, si las risas de
  ellos no disiparan toda impresión terrorífica. Era una manada de
  salvajes, compuesta de dos tagarotes como de diez y doce años, una niña
  más chica, y otros dos _chavales_, cuya edad y sexo no se podía saber.
  Tenían todos ellos la cara y las manos llenas de chafarrinones negros,
  hechos con algo que debía de ser betún o barniz japonés del más fuerte.
  Uno se había pintado rayas en el rostro, otro anteojos, aquél bigotes,
  cejas y patillas con tan mala maña, que toda la cara parecía revuelta en
  heces de tintero. Los pequeñuelos no parecían pertenecer a la raza
  humana, y con aquel maldito tizne extendido y resobado por la cara y las
  manos semejaban micos, diablillos o engendros infernales.
  «Malditos seáis... --gritó la zancuda, cuando vio aquellas fachas
  horrorosas--. ¡Pero cómo os habéis puesto así, sinvergüenzones,
  indecentes, puercos, marranos...!».
  --En el nombre del Padre... --exclamó Guillermina persignándose--. ¿Pero
  has visto...?
  Contemplaban ellos a las damas, mudos y con grandísima emoción, gozando
  íntimamente en la sorpresa y terror que sus espantables cataduras
  producían en aquellas señoriticas tan requetefinas. Uno de los pequeños
  intentó echar la zarpa al abrigo de Jacinta; pero la zancuda empezó a
  dar chillidos: «Quitarvos allá, desapartaísos, gorrinos asquerosos...
  que mancháis a estas señoras con esas manazas».
  «¡Bendito Dios!... Si parecen caníbales... No nos toquéis... La culpa
  no tenéis vosotros, sino vuestras madres, que tal os consienten...
  Y si no me engaño, estos dos gandulones son tus hermanos, niña».
  Los dos aludidos, mostrando al sonreír sus dientes blancos como la leche
  y sus labios más rojos que cerezas entre el negro que los rodeaba,
  contestaron que sí con sus cabezas de salvaje. Empezaban a sentirse
  avergonzados y no sabían por dónde tirar. En el mismo instante salió una
  mujeraza de la puerta más próxima, y agarrando a una de las niñas
  embadurnadas, le levantó las enaguas y empezó a darle tal solfa en salva
  la parte, que los castañetazos se oían desde el primer patio. No tardó
  en aparecer otra madre furiosa, que más que mujer parecía una loba, y la
  emprendió con otro de los mandingas a bofetada sucia, sin miedo a
  mancharse ella también. «Canallas, cafres, ¡cómo se han puesto!». Y al
  punto fueron saliendo más madres irritadas. ¡La que se armó! Pronto se
  vieron lágrimas resbalando sobre el betún, llanto que al punto se volvía
  negro. «Te voy a matar, grandísimo pillo, ladrón...». Estos son los
  condenados charoles que usa la señá Nicanora. Pero, ¡re--Dios!, señá
  Nicanora, ¿para qué deja usté que las criaturas...?».
  Una de las mujeres que más alborotaban se aplacó al ver a las dos damas.
  Era la señora de Ido del Sagrario, que tenía en la cara sombrajos y
  manchurrones de aquel mismo betún de los caribes, y las manos
  enteramente negras.
  Turbose un poco ante la visita: «Pasen las señoras... Me encuentran
  hecha una compasión».
  Guillermina y Jacinta entraron en la mansión de Ido, que se componía de
  una salita angosta y de dos alcobas interiores más oprimidas y lóbregas
  aún, las cuales daban el _quién vive_ al que a ellas se asomaba. No
  faltaban allí la cómoda y la lámina del Cristo del _Gran Poder_, ni las
  fotografías descoloridas de individuos de la familia y de niños muertos.
  La cocina era un cubil frío donde había mucha ceniza, pucheros volcados,
  tinajas rotas y el artesón de lavar lleno de trapos secos y de polvo. En
  la salita, los ladrillos tecleaban bajo los pies. Las paredes eran como
  de carbonería, y en ciertos puntos habían recibido bofetadas de cal, por
  lo que resultaba un claro-oscuro muy fantástico. Creeríase que andaban
  espectros por allí, o al menos sombras de linterna mágica. El sofá de
  Vitoria era uno de los muebles más alarmantes que se pueden imaginar. No
  había más que verle para comprender que no respondía de la seguridad de
  quien en él se sentase. Las dos o tres sillas eran también muy
  sospechosas. La que parecía mejor, seguramente la pegaba. Vio Jacinta,
  salteados por aquellos fantásticos muros, carteles de publicaciones
  ilustradas, de librillos de papel de fumar y cartones de almanaques
  americanos que ya no tenían hojas. Eran años muertos.
  Pero lo que mayormente excitó la curiosidad de ambas señoras fue un gran
  tablero que en el centro de la estancia había, cogiéndola casi toda; una
  mesa armada sobre bancos como la que usan los papelistas, y encima de
  ella grandes paquetes o manos de pliegos de papel fino de escribir. A un
  extremo los cuadernillos apilados formaban compactas resmas blancas; a
  otro las mismas resmas ya con bordes negros, convertidas en papel de
  luto.
  Ido extendía sobre el tablero los pliegos de papel abiertos. Una
  muchacha, que debía de ser Rosita, contaba los pliegos ya enlutados y
  formaba los cuadernillos. Nicanora pidió permiso a las señoras para
  seguir trabajando. Era una mujer más envejecida que vieja, y bien se
  conocía que nunca había sido hermosa. Debió de tener en otro tiempo
  buenas carnes, pero ya su cuerpo estaba lleno de pliegues y abolladuras
  como un zurrón vacío. Allí, valga la verdad, no se sabía lo que era
  pecho, ni lo que era barriga. La cara era hocicuda y desagradable. Si
  algo expresaba era un genio muy malo y un carácter de vinagre; pero en
  esto engañaba aquel rostro como otros muchos que hacen creer lo que no
  es. Era Nicanora una infeliz mujer, de más bondad que entendimiento,
  probada en las luchas de la vida, que había sido para ella una batalla
  sin victorias ni respiro alguno. Ya no se defendía más que con la
  paciencia, y de tanto mirarle la cara a la adversidad debía de
  provenirle aquel alargamiento de morros que la afeaba
  considerablemente. La _Venus de Médicis_ tenía los párpados enfermos,
  rojos y siempre húmedos, privados de pestañas, por lo cual decían de
  ella que _con un ojo lloraba a su padre y con otro a su madre_.
  Jacinta no sabía a quién compadecer más, si a Nicanora por ser como era,
  o a su marido por creerla Venus cuando se _electrizaba_. Ido estaba muy
  cohibido delante de las dos damas. Como la silla en que doña Guillermina
  se sentó empezase a exhalar ciertos quejidos y a hacer desperezos,
  anunciando quizás que se iba a deshacer, D. José salió corriendo a traer
  una de la vecindad. Rosita era graciosa, pero desmedrada y clorótica, de
  color de marfil. Llamaba la atención su peinado en sortijillas, batido,
  engomado y puesto con muchísimo aquel.
  «¿Pero qué hace usted, mujer, con esa pintura?» preguntó Guillermina a
  Nicanora.
  _--Soy lutera_.
  --Somos _luteranos_--dijo Ido sonriendo, muy satisfecho por tener
  ocasión de soltar aquel chiste que era viejo y había sido soltado sin
  número de veces.
  --¡Qué dice este hombre! --exclamó la fundadora horrorizada.
  --Cállate tú y no disparates--replicó Nicanora--. Yo soy _lutera_, vamos
  al decir, pinto papel de luto. Cuando no tengo otro trabajo, me traigo a
  casa unas cuantas resmas, y las enluto mismamente como las señoras ven.
  El almacenista paga un real por resma. Yo pongo el tinte, y trabajando
  todo el día, me quedan seis o siete reales. Pero los tiempos están
  malos, y hay poco papel que teñir. Todas las luteras están paradas,
  señora... porque, naturalmente, o se muere poca gente, o no les echan
  papeletas... Hombre--dijo a su marido, haciéndole estremecer--, ¿qué
  haces ahí con la boca abierta? _Desmiente_.
  Ido, que estaba oyendo a su mujer, como se oye a un orador brillante,
  despertó de su éxtasis y se puso a _desmentir_. Llaman así al acto de
  colocar los pliegos de papel unos sobre otros, escalonados, dejando
  descubierta en todos una fajita igual, que es lo que se tiñe. Como
  Jacinta observaba atentamente el trabajo de D. José, este se esmeró en
  hacerlo con desusada perfección y ligereza. Daba gusto ver aquellos
  bordes, que por lo iguales parecían hechos a compás. Rosita apilaba
  pliegos y resmas sin decir una palabra. Nicanora hizo a Jacinta, mirando
  a su marido, una seña que quería decir: «Hoy está bueno». Después empezó
  a pasar rápidamente la brocha sobre el papel, como se hace con los
  estarcidos.
  --Y las suscriciones de entregas --preguntó Guillermina--, ¿dan algo que
  comer?
  Ido abrió la boca para emitir pronta y juiciosa respuesta a esta
  pregunta; pero su mujer tomó rápidamente la palabra, quedándose él un
  buen rato con la boca abierta.
  --Las suscripciones--declaró la _Venus de Médicis_--, son una calamidad.
  Aquí José tiene poca suerte... es muy honrado y le engaña
  cualisquiera. El público es cosa mala, señoras, y suscritor hay que no
  paga ni aunque le arrastren. Luego, como el mes pasado perdió _aquí_
  (este aquí era D. José) un billete de cuatrocientos reales, el encargado
  de las obras se lo va cobrando, descontándole de las primas que le
  tocan. Por eso, naturalmente, nos hemos atrasado tanto, y lo poco que se
  apaña se lo birla el casero.
  Ido, desde que se dijo aquello del billete perdido, no volvió a levantar
  los ojos de su trabajo. Aquel descuido que tuvo le avergonzaba como si
  hubiera sido un delito.
  «Pues lo primero que tienen ustedes que hacer--indicó la Pacheco--, es
  poner una escuela a esos dos tagarotes y a la berganta de su niña
  pequeña».
  --No los mando, porque me da vergüenza de que salgan a la calle con
  tanto pingajo.
  --No importa. Además, esta amiguita y yo daremos a ustedes alguna ropa
  para los muchachos. Y el mayor, ¿gana algo?
  --Me gana cinco reales en una imprenta.
  Pero no tiene formalidad. Cuando le parece deja el trabajo, y se va a
  las becerradas de Getafe o de Leganés, y no parece en tres días. Quiere
  ser torero y nos trae crucificados. Se va al matadero por las tardes,
  cuando degüellan, y en casa, dormido, habla de que si puso las
  banderillas a _porta-gayola_...
  --Y usted--preguntó Jacinta a Rosita--, ¿en qué se ocupa?
  Rosita se puso muy encarnada. Iba a contestar; pero su madre, que
  llevaba la palabra por toda la familia, respondió:
  «Es peinadora... Está aprendiendo con una vecina maestra. Ya tiene
  algunas parroquianas. Pero no le pagan, naturalmente... Es una sosona, y
  como no le pongan los cuartos en la mano, no hay de qué. Yo le digo que
  no sea _panoli_ y que tenga genio; pero... ya usted la ve. Como su
  padre, que el día que no le engaña uno le engañan dos».
  Guillermina, después de sacar varios bonos, como billetes de teatro, y
  dar a la infeliz familia los que necesitaba para proveerse de garbanzos,
  pan y carne por media semana, dijo que se marchaba. Pero Jacinta no se
  conformó con salir tan pronto. Había ido allí con determinado fin, y por
  nada del mundo se retiraría sin intentar al menos realizarlo. Varias
  veces tuvo la palabra en la boca para hacer una pregunta a D. José, y
  este la miraba como diciendo: «estoy rabiando porque me pregunte usted
  por el _Pituso_». Por fin, decidiose la dama a romper el silencio sobre
  punto tan capital, y levantándose dio algunos pasos hacia donde Ido
  estaba. Este no necesitó más que verla venir; y saliendo rápidamente del
  cuarto, volvió al poco con una criatura de la mano.
  
  
  --iii--
  
  «¡El Dulce Nombre!...» exclamó la Pacheco viendo entrar aquel adefesio,
  y todos los demás lanzaron una exclamación parecida al mirar al niño,
  con la cara tan completamente pintada de negro que no se veía el color
  de su carne por parte alguna. Sus manos chorreaban betún, y en el traje
  se habían limpiado las suyas asquerosísimas los otros muchachos. El
  _Pitusín_ tenía el cabello negro. Sus labios rojos sobre aquel chapapote
  superaban al coral más puro. Los dientecillos le brillaban cual si
  fueran de cristal. La lengua que sacaba, por tener la creencia de que
  todo negrito, para ser tal negrito, debe estirar la lengua todo lo más
  posible, parecía una hoja de rosa.
  «¡Qué horror!... ¡Ah!, tunantes... ¡Bendito Dios!, ¡cómo le han
  puesto!... Anda, ¡que apañado estás!...». Las vecinas se enracimaban en
  las puertas riendo y alborotando. Jacinta estaba atónita y apenada.
  Pasáronle por la mente ideas extrañas; la mancha del pecado era tal, que
  aun a la misma inocencia extendía su sombra; y el maldito se reía detrás
  de su infernal careta, gozoso de ver que todos se ocupaban de él, aunque
  fuera para escarnecerle. Nicarona dejó sus pinturas para correr detrás
  
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