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Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 14
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baratijas, las panderetas, la loza ordinaria, las puntillas, el cobre de
Alcaraz y los veinte mil cachivaches que aparecían dentro de aquellos
nichos de mal clavadas tablas y de lienzos peor dispuestos, pasaban ante
su vista sin determinar una apreciación exacta de lo que eran. Recibía
tan sólo la imagen borrosa de los objetivos diversos que iban pasando, y
lo digo así, porque era como si ella estuviese parada y la pintoresca
vía se corriese delante de ella como un telón. En aquel telón había
racimos de dátiles colgados de una percha; puntillas blancas que caían
de un palo largo, en ondas, como los vástagos de una trepadora, pelmazos
de higos pasados, en bloques, turrón en trozos como sillares que
parecían acabados de traer de una cantera; aceitunas en barriles
rezumados; una mujer puesta sobre una silla y delante de una jaula,
mostrando dos pajarillos amaestrados, y luego montones de oro, naranjas
en seretas o hacinadas en el arroyo. El suelo intransitable ponía
obstáculos sin fin, pilas de cántaros y vasijas, ante los pies del
gentío presuroso, y la vibración de los adoquines al paso de los carros
parecía hacer bailar a personas y cacharros. Hombres con sartas de
pañuelos de diferentes colores se ponían delante del transeúnte como si
fueran a capearlo. Mujeres chillonas taladraban el oído con pregones
enfáticos, acosando al público y poniéndole en la alternativa de comprar
o morir. Jacinta veía las piezas de tela desenvueltas en ondas a lo
largo de todas las paredes, percales azules, rojos y verdes, tendidos de
puerta en puerta, y su mareada vista le exageraba las curvas de aquellas
rúbricas de trapo. De ellas colgaban, prendidas con alfileres, toquillas
de los colores vivos y elementales que agradan a los salvajes. En
algunos huecos brillaba el naranjado que chilla como los ejes sin grasa;
el bermellón nativo, que parece rasguñar los ojos; el carmín, que tiene
la acidez del vinagre; el cobalto, que infunde ideas de envenenamiento;
el verde de panza de lagarto, y ese amarillo tila, que tiene cierto aire
de poesía mezclado con la tisis, como en la _Traviatta_. Las bocas de
las tiendas, abiertas entre tanto colgajo, dejaban ver el interior de
ellas tan abigarrado como la parte externa, los horteras de bruces en el
mostrador, o vareando telas, o charlando. Algunos braceaban, como si
nadasen en un mar de pañuelos. El sentimiento pintoresco de aquellos
tenderos se revela en todo. Si hay una columna en la tienda la revisten
de corsés encarnados, negros y blancos, y con los refajos hacen
graciosas combinaciones decorativas.
Dio Jacinta de cara a diferentes personas muy ceremoniosas. Eran
maniquís vestidos de señora con tremendos _polisones_, o de caballero
con terno completo de lanilla. Después gorras muchas gorras, posadas y
alineadas en percheros del largo de toda una casa; chaquetas ahuecadas
con un palo, zamarras y otras prendas que algo, sí, algo tenían de seres
humanos sin piernas ni cabeza. Jacinta, al fin, no miraba nada;
únicamente se fijó en unos hombres amarillos, completamente amarillos,
que colgados de unas horcas se balanceaban a impulsos del aire. Eran
juegos de calzón y camisa de bayeta, cosidas una pieza a otra, y que
así, al pronto, parecían personajes de azufre. Los había también
encarnados. ¡Oh!, el rojo abundaba tanto, que aquello parecía un pueblo
que tiene la religión de la sangre. Telas rojas, arneses rojos,
collarines y frontiles rojos con madroñaje arabesco. Las puertas de las
tabernas también de color de sangre. Y que no son ni tina ni dos.
Jacinta se asustaba de ver tantas, y Guillermina no pudo menos de
exclamar: «¡Cuánta perdición!, una puerta sí y otra no, taberna. De aquí
salen todos los crímenes».
Cuando se halló cerca del fin de su viaje, la Delfina fijaba
exclusivamente su atención en los chicos que iba encontrando. Pasmábase
la señora de Santa Cruz de que hubiera tantísima madre por aquellos
barrios, pues a cada paso tropezaba con una, con su crío en brazos, muy
bien agasajado bajo el ala del mantón. A todos estos ciudadanos del
porvenir no se les veía más que la cabeza por encima del hombro de su
madre. Algunos iban vueltos hacia atrás, mostrando la carita redonda
dentro del círculo del gorro y los ojuelos vivos, y se reían con los
transeúntes. Otros tenían el semblante mal humorado, como personas que
se llaman a engaño en los comienzos de la vida humana. También vio
Jacinta no uno, sino dos y hasta tres, camino del cementerio. Suponíales
muy tranquilos y de color de cera dentro de aquella caja que llevaba un
tío cualquiera al hombro, como se lleva una escopeta.
«Aquí es» dijo Guillermina, después de andar un trecho por la calle del
Bastero y de doblar una esquina. No tardaron en encontrarse dentro de un
patio cuadrilongo. Jacinta miró hacia arriba y vio dos filas de
corredores con antepechos de fábrica y pilastrones de madera pintada de
ocre, mucha ropa tendida, mucho refajo amarillo, mucha zalea puesta a
secar, y oyó un zumbido como de enjambre. En el patio, que era casi todo
de tierra, empedrado sólo a trechos, había chiquillos de ambos sexos y
de diferentes edades. Una zagalona tenía en la cabeza toquilla roja con
agujeros, o con _orificios_, como diría Aparisi; otra, toquilla blanca,
y otra estaba con las greñas al aire. Esta llevaba zapatillas de orillo,
y aquella botitas finas de caña blanca, pero ajadas ya y con el tacón
torcido. Los chicos eran de diversos tipos. Estaba el que va para la
escuela con su cartera de estudio, y el pillete descalzo que no hace más
que vagar. Por el vestido se diferenciaban poco, y menos aún por el
lenguaje, que era duro y con inflexiones dejosas.
«Chicooo... mia éste... Que te rompo la cara... ¿sabeees...?».
--¿Ves esa farolona?--dijo Guillermina a su amiga--, es una de las hijas
de Ido... Esa, esa que está dando brincos como un saltamontes... ¡Eh!,
chiquilla... No oyen... venid acá.
Todos los chicos, varones y hembras, se pusieron a mirar a las dos
señoras, y callaban entre burlones y respetuosos, sin atreverse a
acercarse. Las que se acercaban paso a paso eran seis u ocho palomas
pardas, con reflejos irisados en el cuello; lindísimas, gordas. Venían
muy confiadas meneando el cuerpo como las chulas, picoteando en el suelo
lo que encontraban, y eran tan mansas, que llegaron sin asustarse hasta
muy cerca de las señoras. De pronto levantaron el vuelo y se plantaron
en el tejado. En algunas puertas había mujeres que sacaban esteras a que
se orearan, y sillas y mesas. Por otras salía como una humareda: era el
polvo del barrido. Había vecinas que se estaban peinando las trenzas
negras y aceitosas, o las guedejas rubias, y tenían todo aquel matorral
echado sobre la cara como un velo. Otras salían arrastrando zapatos en
chancleta por aquellos empedrados de Dios, y al ver a las forasteras
corrían a sus guaridas a llamar a otras vecinas, y la noticia cundía, y
aparecían por las enrejadas ventanas cabezas peinadas o a medio peinar.
«¡Eh!, chiquillos, venid acá» repitió Guillermina; y se fueron
acercando escalonados por secciones, como cuando se va a dar un ataque.
Algunos, más resueltos, las manos a la espalda, miraron a las dos damas
del modo más insolente. Pero uno de ellos, que sin duda tenía instintos
de caballero, se quitó de la cabeza un andrajo que hacía el papel de
gorra y les preguntó que a quién buscaban. «¿Eres tú del señor de Ido?».
El rapaz respondió que no, y al punto destacose del grupo la niña de las
zancas largas, de las greñas sueltas y de los zapatos de orillo,
apartando a manotadas a todos los demás muchachos que se enracimaban ya
en derredor de las señoras.
«¿Está tu padre arriba?». La chica respondió que sí, y desde entonces
convirtiose en individuo de Orden Público. No dejaba acercar a nadie;
quería que todos los granujas se retiraran y ser ella sola la que guiase
a las dos damas hasta arriba. «¡Qué pesados, qué sobones!... En todo
quieren meter las narices... Atrás, gateras, atrás... Quitarvos de en
medio; dejar paso».
Su anhelo era marchar delante. Habría deseado tener una campanilla para
ir tocando por aquellos corredores a fin de que supieran todos qué gran
visita venía a la casa.
«Niña, no es preciso que nos acompañes--dijo Guillermina que no gustaba
de que nadie se sofocase tanto por ella--. Nos basta con saber que están
en casa».
Pero la zancuda no hacía caso. En el primer peldaño de la escalera
estaba sentada una mujer que vendía higos pasados en una sereta, y por
poco no la planta el zapato de orillo en mitad de la cara. Y todo porque
no se apartaba de un salto para dejar el paso libre... «¡Vaya dónde se
va usted a poner, tía bruja!... Afuera o la reviento de una patada...».
Subieron, no sin que a Jacinta le quedaran ganas de examinar bien toda
la pillería que en el patio quedaba. Allá en el fondo había divisado dos
niños y una niña. Uno de ellos era rubio y como de tres años. Estaban
jugando con el fango, que es el juguete más barato que se conoce.
Amasábanlo para hacer tortas del tamaño de _perros grandes_. La niña,
que era de más edad, había construido un hornito con pedazos de
ladrillo, y a la derecha de ella había un montón de panes, bollos y
tortas, todo de la misma masa que tanto abundaba allí. La señora de
Santa Cruz observó este grupo desde lejos. ¿Sería alguno de aquellos? El
corazón le saltaba en el pecho y no se atrevía a preguntar a la zancuda.
En el último peldaño de la escalera encontraron otro obstáculo: dos
muchachuelas y tres nenes, uno de estos en mantillas, interceptaban el
paso. Estaban jugando con arena _fina_ de fregar. El mamón estaba fajado
y en el suelo, con las patas y las manos al aire, berreando, sin que
nadie le hiciera caso. Las dos niñas habían extendido la arena sobre el
piso, y de trecho en trecho habían puesto diferentes palitos con
cuerdas y trapos. Era el secadero de ropa de las Injurias, propiamente
imitado.
«¡Qué tropa, Dios! --exclamó la zancuda con indignación de celador de
ornato público, que no causó efecto--. Cuidado donde se van a poner...
¡Fuera, fuera!... y tú, _pitoja_, recoge a tu hermanillo, que le vamos a
espachurrar». Estas amonestaciones de una autoridad tan celosa fueron
oídas con el más insolente desdén. Uno de los mocosos arrastraba su
panza por el suelo, abierto de las cuatro patas; el otro cogía puñados
de arena y se lavaba la cara con ella, acción muy lógica, puesto que la
arena representaba el agua. «Vamos, hijos, quitaos de en medio--les dijo
Guillermina a punto que la zancuda destruía con el pie el lavadero,
gritando--: Sinvergüenzonas, ¿no tenéis otro sitio donde jugar? ¡Vaya
con la canalla esta...!». y echó adelante resuelta a destruir cualquier
obstáculo que se pusiera al paso. Las otras chiquillas cogieron a los
mocosos, como habrían cogido una muñeca, y poniéndoselos al cuadril,
volaron por aquellos corredores.
«Vamos--dijo Guillermina a su guía--, no las riñas tanto, que también tú
eres buena...».
--ii--
Avanzaron por el corredor, y a cada paso un estorbo. Bien era un brasero
que se estaba encendiendo, con el tubo de hierro sobre las brasas para
hacer tiro; bien el montón de zaleas o de ruedos, ya una banasta de
ropa; ya un cántaro de agua. De todas las puertas abiertas y de las
ventanillas salían voces o de disputa, o de algazara festiva. Veían las
cocinas con los pucheros armados sobre las ascuas, las artesas de lavar
junto a la puerta, y allá en el testero de las breves estancias la
indispensable cómoda con su hule, el velón con pantalla verde y en la
pared una especie de altarucho formado por diferentes estampas, alguna
lámina al cromo de prospectos o periódicos satíricos, y muchas
fotografías. Pasaban por un domicilio que era taller de zapatería, y los
golpazos que los zapateros daban a la suela, unidos a sus cantorrios,
hacían una algazara de mil demonios. Más allá sonaba el convulsivo
tiquitique de una máquina de coser, y acudían a las ventanas bustos y
caras de mujeres curiosas. Por aquí se veía un enfermo tendido en un
camastro, más allá un matrimonio que disputaba a gritos. Algunas vecinas
conocieron a doña Guillermina y la saludaban con respeto. En otros
círculos causaba admiración el empaque elegante de Jacinta. Poco más
allá cruzáronse de una puerta a otra observaciones picantes e
irrespetuosas. «Señá Mariana, ¿ha visto que nos hemos traído el sofá en
la rabadilla? ¡Ja, ja, ja!».
Guillermina se paró, mirando a su amiga: «Esas chafalditas no van
conmigo. No puedes figurarte el odio que esta gente tiene a los
_polisones_, en lo cual demuestran un sentido... ¿cómo se dice?, un
sentido _estético_ superior al de esos haraganes franceses que inventan
tanto pegote estúpido».
Jacinta estaba algo corrida; pero también se reía, Guillermina dio dos
pasos atrás, diciendo: «Ea, señoras, cada una a su trabajo, y dejen en
paz a quien no se mete con ustedes».
Luego se detuvo junto a una de las puertas y tocó en ella con los
nudillos.
«La señá Severiana no está--dijo una de las vecinas--. ¿Quiere la señora
dejar recado?...».
--No; la veré otro día.
Después de recorrer dos lados del corredor principal, penetraron en una
especie de túnel en que también había puertas numeradas; subieron como
unos seis peldaños, precedidas siempre de la zancuda, y se encontraron
en el corredor de otro patio, mucho más feo, sucio y triste que el
anterior. Comparado con el segundo, el primero tenía algo de
aristocrático y podría pasar por albergue de familias _distinguidas_.
Entre uno y otro patio, que pertenecían a un mismo dueño y por eso
estaban unidos, había un escalón social, la distancia entre eso que se
llama _capas_. Las viviendas, en aquella segunda _capa_, eran más
estrechas y miserables que en la primera; el revoco se caía a pedazos, y
los rasguños trazados con un clavo en las paredes parecían hechos con
más saña, los versos escritos con lápiz en algunas puertas más necios y
groseros, las maderas más despintadas y roñosas, el aire más viciado, el
vaho que salía por puertas y ventanas más espeso y repugnante. Jacinta,
que había visitado algunas casas de corredor, no había visto ninguna tan
tétrica y mal oliente. «¿Qué, te asustas, niña bonita?--le dijo
Guillermina--. ¿Pues qué te creías tú, que esto era el Teatro Real o la
casa de Fernán-Núñez? Ánimo. Para venir aquí se necesitan dos cosas:
caridad y estómago».
Echando una mirada a lo alto del tejado, vio la Delfina que por encima
de este asomaba un tenderete en que había muchos cueros, tripas u otros
despojos, puestos a secar. De aquella región venía, arrastrado por las
ondas del aire, un olor nauseabundo. Por los desiguales tejados
paseábanse gatos de feroz aspecto, flacos, con las quijadas angulosas,
los ojos dormilones, el pelo erizado. Otros bajaban a los corredores y
se tendían al sol; pero los propiamente salvajes, vivían y aun se
criaban arriba, persiguiendo el sabroso ratón de los secaderos.
Pasaron junto a las dos damas figuras andrajosas, ciegos que iban dando
palos en el suelo, lisiados con montera de pelo, pantalón de soldado,
horribles caras. Jacinta se apretaba contra la pared para dejar paso
franco. Encontraban mujeres con pañuelo a la cabeza y mantón pardo,
tapándose la boca con la mano envuelta en un pliegue del mismo mantón.
Parecían moras; no se les veía más que un ojo y parte de la nariz.
Algunas eran agraciadas; pero la mayor parte eran flacas, pálidas,
tripudas y envejecidas antes de tiempo.
Por los ventanuchos abiertos salía, con el olor a fritangas y el
ambiente chinchoso, murmullo de conversaciones dejosas, arrastrando
toscamente las sílabas finales. Este modo de hablar de la tierra ha
nacido en Madrid de una mixtura entre el deje andaluz, puesto de moda
por los soldados, y el dejo aragonés, que se asimilan todos los que
quieren darse aires varoniles.
Nueva barricada de chiquillos les cortó el paso. Al verles, Jacinta y
aun Guillermina, a pesar de su costumbre de ver cosas raras, quedáronse
pasmadas, y hubiérales dado espanto lo que miraban, si las risas de
ellos no disiparan toda impresión terrorífica. Era una manada de
salvajes, compuesta de dos tagarotes como de diez y doce años, una niña
más chica, y otros dos _chavales_, cuya edad y sexo no se podía saber.
Tenían todos ellos la cara y las manos llenas de chafarrinones negros,
hechos con algo que debía de ser betún o barniz japonés del más fuerte.
Uno se había pintado rayas en el rostro, otro anteojos, aquél bigotes,
cejas y patillas con tan mala maña, que toda la cara parecía revuelta en
heces de tintero. Los pequeñuelos no parecían pertenecer a la raza
humana, y con aquel maldito tizne extendido y resobado por la cara y las
manos semejaban micos, diablillos o engendros infernales.
«Malditos seáis... --gritó la zancuda, cuando vio aquellas fachas
horrorosas--. ¡Pero cómo os habéis puesto así, sinvergüenzones,
indecentes, puercos, marranos...!».
--En el nombre del Padre... --exclamó Guillermina persignándose--. ¿Pero
has visto...?
Contemplaban ellos a las damas, mudos y con grandísima emoción, gozando
íntimamente en la sorpresa y terror que sus espantables cataduras
producían en aquellas señoriticas tan requetefinas. Uno de los pequeños
intentó echar la zarpa al abrigo de Jacinta; pero la zancuda empezó a
dar chillidos: «Quitarvos allá, desapartaísos, gorrinos asquerosos...
que mancháis a estas señoras con esas manazas».
«¡Bendito Dios!... Si parecen caníbales... No nos toquéis... La culpa
no tenéis vosotros, sino vuestras madres, que tal os consienten...
Y si no me engaño, estos dos gandulones son tus hermanos, niña».
Los dos aludidos, mostrando al sonreír sus dientes blancos como la leche
y sus labios más rojos que cerezas entre el negro que los rodeaba,
contestaron que sí con sus cabezas de salvaje. Empezaban a sentirse
avergonzados y no sabían por dónde tirar. En el mismo instante salió una
mujeraza de la puerta más próxima, y agarrando a una de las niñas
embadurnadas, le levantó las enaguas y empezó a darle tal solfa en salva
la parte, que los castañetazos se oían desde el primer patio. No tardó
en aparecer otra madre furiosa, que más que mujer parecía una loba, y la
emprendió con otro de los mandingas a bofetada sucia, sin miedo a
mancharse ella también. «Canallas, cafres, ¡cómo se han puesto!». Y al
punto fueron saliendo más madres irritadas. ¡La que se armó! Pronto se
vieron lágrimas resbalando sobre el betún, llanto que al punto se volvía
negro. «Te voy a matar, grandísimo pillo, ladrón...». Estos son los
condenados charoles que usa la señá Nicanora. Pero, ¡re--Dios!, señá
Nicanora, ¿para qué deja usté que las criaturas...?».
Una de las mujeres que más alborotaban se aplacó al ver a las dos damas.
Era la señora de Ido del Sagrario, que tenía en la cara sombrajos y
manchurrones de aquel mismo betún de los caribes, y las manos
enteramente negras.
Turbose un poco ante la visita: «Pasen las señoras... Me encuentran
hecha una compasión».
Guillermina y Jacinta entraron en la mansión de Ido, que se componía de
una salita angosta y de dos alcobas interiores más oprimidas y lóbregas
aún, las cuales daban el _quién vive_ al que a ellas se asomaba. No
faltaban allí la cómoda y la lámina del Cristo del _Gran Poder_, ni las
fotografías descoloridas de individuos de la familia y de niños muertos.
La cocina era un cubil frío donde había mucha ceniza, pucheros volcados,
tinajas rotas y el artesón de lavar lleno de trapos secos y de polvo. En
la salita, los ladrillos tecleaban bajo los pies. Las paredes eran como
de carbonería, y en ciertos puntos habían recibido bofetadas de cal, por
lo que resultaba un claro-oscuro muy fantástico. Creeríase que andaban
espectros por allí, o al menos sombras de linterna mágica. El sofá de
Vitoria era uno de los muebles más alarmantes que se pueden imaginar. No
había más que verle para comprender que no respondía de la seguridad de
quien en él se sentase. Las dos o tres sillas eran también muy
sospechosas. La que parecía mejor, seguramente la pegaba. Vio Jacinta,
salteados por aquellos fantásticos muros, carteles de publicaciones
ilustradas, de librillos de papel de fumar y cartones de almanaques
americanos que ya no tenían hojas. Eran años muertos.
Pero lo que mayormente excitó la curiosidad de ambas señoras fue un gran
tablero que en el centro de la estancia había, cogiéndola casi toda; una
mesa armada sobre bancos como la que usan los papelistas, y encima de
ella grandes paquetes o manos de pliegos de papel fino de escribir. A un
extremo los cuadernillos apilados formaban compactas resmas blancas; a
otro las mismas resmas ya con bordes negros, convertidas en papel de
luto.
Ido extendía sobre el tablero los pliegos de papel abiertos. Una
muchacha, que debía de ser Rosita, contaba los pliegos ya enlutados y
formaba los cuadernillos. Nicanora pidió permiso a las señoras para
seguir trabajando. Era una mujer más envejecida que vieja, y bien se
conocía que nunca había sido hermosa. Debió de tener en otro tiempo
buenas carnes, pero ya su cuerpo estaba lleno de pliegues y abolladuras
como un zurrón vacío. Allí, valga la verdad, no se sabía lo que era
pecho, ni lo que era barriga. La cara era hocicuda y desagradable. Si
algo expresaba era un genio muy malo y un carácter de vinagre; pero en
esto engañaba aquel rostro como otros muchos que hacen creer lo que no
es. Era Nicanora una infeliz mujer, de más bondad que entendimiento,
probada en las luchas de la vida, que había sido para ella una batalla
sin victorias ni respiro alguno. Ya no se defendía más que con la
paciencia, y de tanto mirarle la cara a la adversidad debía de
provenirle aquel alargamiento de morros que la afeaba
considerablemente. La _Venus de Médicis_ tenía los párpados enfermos,
rojos y siempre húmedos, privados de pestañas, por lo cual decían de
ella que _con un ojo lloraba a su padre y con otro a su madre_.
Jacinta no sabía a quién compadecer más, si a Nicanora por ser como era,
o a su marido por creerla Venus cuando se _electrizaba_. Ido estaba muy
cohibido delante de las dos damas. Como la silla en que doña Guillermina
se sentó empezase a exhalar ciertos quejidos y a hacer desperezos,
anunciando quizás que se iba a deshacer, D. José salió corriendo a traer
una de la vecindad. Rosita era graciosa, pero desmedrada y clorótica, de
color de marfil. Llamaba la atención su peinado en sortijillas, batido,
engomado y puesto con muchísimo aquel.
«¿Pero qué hace usted, mujer, con esa pintura?» preguntó Guillermina a
Nicanora.
_--Soy lutera_.
--Somos _luteranos_--dijo Ido sonriendo, muy satisfecho por tener
ocasión de soltar aquel chiste que era viejo y había sido soltado sin
número de veces.
--¡Qué dice este hombre! --exclamó la fundadora horrorizada.
--Cállate tú y no disparates--replicó Nicanora--. Yo soy _lutera_, vamos
al decir, pinto papel de luto. Cuando no tengo otro trabajo, me traigo a
casa unas cuantas resmas, y las enluto mismamente como las señoras ven.
El almacenista paga un real por resma. Yo pongo el tinte, y trabajando
todo el día, me quedan seis o siete reales. Pero los tiempos están
malos, y hay poco papel que teñir. Todas las luteras están paradas,
señora... porque, naturalmente, o se muere poca gente, o no les echan
papeletas... Hombre--dijo a su marido, haciéndole estremecer--, ¿qué
haces ahí con la boca abierta? _Desmiente_.
Ido, que estaba oyendo a su mujer, como se oye a un orador brillante,
despertó de su éxtasis y se puso a _desmentir_. Llaman así al acto de
colocar los pliegos de papel unos sobre otros, escalonados, dejando
descubierta en todos una fajita igual, que es lo que se tiñe. Como
Jacinta observaba atentamente el trabajo de D. José, este se esmeró en
hacerlo con desusada perfección y ligereza. Daba gusto ver aquellos
bordes, que por lo iguales parecían hechos a compás. Rosita apilaba
pliegos y resmas sin decir una palabra. Nicanora hizo a Jacinta, mirando
a su marido, una seña que quería decir: «Hoy está bueno». Después empezó
a pasar rápidamente la brocha sobre el papel, como se hace con los
estarcidos.
--Y las suscriciones de entregas --preguntó Guillermina--, ¿dan algo que
comer?
Ido abrió la boca para emitir pronta y juiciosa respuesta a esta
pregunta; pero su mujer tomó rápidamente la palabra, quedándose él un
buen rato con la boca abierta.
--Las suscripciones--declaró la _Venus de Médicis_--, son una calamidad.
Aquí José tiene poca suerte... es muy honrado y le engaña
cualisquiera. El público es cosa mala, señoras, y suscritor hay que no
paga ni aunque le arrastren. Luego, como el mes pasado perdió _aquí_
(este aquí era D. José) un billete de cuatrocientos reales, el encargado
de las obras se lo va cobrando, descontándole de las primas que le
tocan. Por eso, naturalmente, nos hemos atrasado tanto, y lo poco que se
apaña se lo birla el casero.
Ido, desde que se dijo aquello del billete perdido, no volvió a levantar
los ojos de su trabajo. Aquel descuido que tuvo le avergonzaba como si
hubiera sido un delito.
«Pues lo primero que tienen ustedes que hacer--indicó la Pacheco--, es
poner una escuela a esos dos tagarotes y a la berganta de su niña
pequeña».
--No los mando, porque me da vergüenza de que salgan a la calle con
tanto pingajo.
--No importa. Además, esta amiguita y yo daremos a ustedes alguna ropa
para los muchachos. Y el mayor, ¿gana algo?
--Me gana cinco reales en una imprenta.
Pero no tiene formalidad. Cuando le parece deja el trabajo, y se va a
las becerradas de Getafe o de Leganés, y no parece en tres días. Quiere
ser torero y nos trae crucificados. Se va al matadero por las tardes,
cuando degüellan, y en casa, dormido, habla de que si puso las
banderillas a _porta-gayola_...
--Y usted--preguntó Jacinta a Rosita--, ¿en qué se ocupa?
Rosita se puso muy encarnada. Iba a contestar; pero su madre, que
llevaba la palabra por toda la familia, respondió:
«Es peinadora... Está aprendiendo con una vecina maestra. Ya tiene
algunas parroquianas. Pero no le pagan, naturalmente... Es una sosona, y
como no le pongan los cuartos en la mano, no hay de qué. Yo le digo que
no sea _panoli_ y que tenga genio; pero... ya usted la ve. Como su
padre, que el día que no le engaña uno le engañan dos».
Guillermina, después de sacar varios bonos, como billetes de teatro, y
dar a la infeliz familia los que necesitaba para proveerse de garbanzos,
pan y carne por media semana, dijo que se marchaba. Pero Jacinta no se
conformó con salir tan pronto. Había ido allí con determinado fin, y por
nada del mundo se retiraría sin intentar al menos realizarlo. Varias
veces tuvo la palabra en la boca para hacer una pregunta a D. José, y
este la miraba como diciendo: «estoy rabiando porque me pregunte usted
por el _Pituso_». Por fin, decidiose la dama a romper el silencio sobre
punto tan capital, y levantándose dio algunos pasos hacia donde Ido
estaba. Este no necesitó más que verla venir; y saliendo rápidamente del
cuarto, volvió al poco con una criatura de la mano.
--iii--
«¡El Dulce Nombre!...» exclamó la Pacheco viendo entrar aquel adefesio,
y todos los demás lanzaron una exclamación parecida al mirar al niño,
con la cara tan completamente pintada de negro que no se veía el color
de su carne por parte alguna. Sus manos chorreaban betún, y en el traje
se habían limpiado las suyas asquerosísimas los otros muchachos. El
_Pitusín_ tenía el cabello negro. Sus labios rojos sobre aquel chapapote
superaban al coral más puro. Los dientecillos le brillaban cual si
fueran de cristal. La lengua que sacaba, por tener la creencia de que
todo negrito, para ser tal negrito, debe estirar la lengua todo lo más
posible, parecía una hoja de rosa.
«¡Qué horror!... ¡Ah!, tunantes... ¡Bendito Dios!, ¡cómo le han
puesto!... Anda, ¡que apañado estás!...». Las vecinas se enracimaban en
las puertas riendo y alborotando. Jacinta estaba atónita y apenada.
Pasáronle por la mente ideas extrañas; la mancha del pecado era tal, que
aun a la misma inocencia extendía su sombra; y el maldito se reía detrás
de su infernal careta, gozoso de ver que todos se ocupaban de él, aunque
fuera para escarnecerle. Nicarona dejó sus pinturas para correr detrás
Alcaraz y los veinte mil cachivaches que aparecían dentro de aquellos
nichos de mal clavadas tablas y de lienzos peor dispuestos, pasaban ante
su vista sin determinar una apreciación exacta de lo que eran. Recibía
tan sólo la imagen borrosa de los objetivos diversos que iban pasando, y
lo digo así, porque era como si ella estuviese parada y la pintoresca
vía se corriese delante de ella como un telón. En aquel telón había
racimos de dátiles colgados de una percha; puntillas blancas que caían
de un palo largo, en ondas, como los vástagos de una trepadora, pelmazos
de higos pasados, en bloques, turrón en trozos como sillares que
parecían acabados de traer de una cantera; aceitunas en barriles
rezumados; una mujer puesta sobre una silla y delante de una jaula,
mostrando dos pajarillos amaestrados, y luego montones de oro, naranjas
en seretas o hacinadas en el arroyo. El suelo intransitable ponía
obstáculos sin fin, pilas de cántaros y vasijas, ante los pies del
gentío presuroso, y la vibración de los adoquines al paso de los carros
parecía hacer bailar a personas y cacharros. Hombres con sartas de
pañuelos de diferentes colores se ponían delante del transeúnte como si
fueran a capearlo. Mujeres chillonas taladraban el oído con pregones
enfáticos, acosando al público y poniéndole en la alternativa de comprar
o morir. Jacinta veía las piezas de tela desenvueltas en ondas a lo
largo de todas las paredes, percales azules, rojos y verdes, tendidos de
puerta en puerta, y su mareada vista le exageraba las curvas de aquellas
rúbricas de trapo. De ellas colgaban, prendidas con alfileres, toquillas
de los colores vivos y elementales que agradan a los salvajes. En
algunos huecos brillaba el naranjado que chilla como los ejes sin grasa;
el bermellón nativo, que parece rasguñar los ojos; el carmín, que tiene
la acidez del vinagre; el cobalto, que infunde ideas de envenenamiento;
el verde de panza de lagarto, y ese amarillo tila, que tiene cierto aire
de poesía mezclado con la tisis, como en la _Traviatta_. Las bocas de
las tiendas, abiertas entre tanto colgajo, dejaban ver el interior de
ellas tan abigarrado como la parte externa, los horteras de bruces en el
mostrador, o vareando telas, o charlando. Algunos braceaban, como si
nadasen en un mar de pañuelos. El sentimiento pintoresco de aquellos
tenderos se revela en todo. Si hay una columna en la tienda la revisten
de corsés encarnados, negros y blancos, y con los refajos hacen
graciosas combinaciones decorativas.
Dio Jacinta de cara a diferentes personas muy ceremoniosas. Eran
maniquís vestidos de señora con tremendos _polisones_, o de caballero
con terno completo de lanilla. Después gorras muchas gorras, posadas y
alineadas en percheros del largo de toda una casa; chaquetas ahuecadas
con un palo, zamarras y otras prendas que algo, sí, algo tenían de seres
humanos sin piernas ni cabeza. Jacinta, al fin, no miraba nada;
únicamente se fijó en unos hombres amarillos, completamente amarillos,
que colgados de unas horcas se balanceaban a impulsos del aire. Eran
juegos de calzón y camisa de bayeta, cosidas una pieza a otra, y que
así, al pronto, parecían personajes de azufre. Los había también
encarnados. ¡Oh!, el rojo abundaba tanto, que aquello parecía un pueblo
que tiene la religión de la sangre. Telas rojas, arneses rojos,
collarines y frontiles rojos con madroñaje arabesco. Las puertas de las
tabernas también de color de sangre. Y que no son ni tina ni dos.
Jacinta se asustaba de ver tantas, y Guillermina no pudo menos de
exclamar: «¡Cuánta perdición!, una puerta sí y otra no, taberna. De aquí
salen todos los crímenes».
Cuando se halló cerca del fin de su viaje, la Delfina fijaba
exclusivamente su atención en los chicos que iba encontrando. Pasmábase
la señora de Santa Cruz de que hubiera tantísima madre por aquellos
barrios, pues a cada paso tropezaba con una, con su crío en brazos, muy
bien agasajado bajo el ala del mantón. A todos estos ciudadanos del
porvenir no se les veía más que la cabeza por encima del hombro de su
madre. Algunos iban vueltos hacia atrás, mostrando la carita redonda
dentro del círculo del gorro y los ojuelos vivos, y se reían con los
transeúntes. Otros tenían el semblante mal humorado, como personas que
se llaman a engaño en los comienzos de la vida humana. También vio
Jacinta no uno, sino dos y hasta tres, camino del cementerio. Suponíales
muy tranquilos y de color de cera dentro de aquella caja que llevaba un
tío cualquiera al hombro, como se lleva una escopeta.
«Aquí es» dijo Guillermina, después de andar un trecho por la calle del
Bastero y de doblar una esquina. No tardaron en encontrarse dentro de un
patio cuadrilongo. Jacinta miró hacia arriba y vio dos filas de
corredores con antepechos de fábrica y pilastrones de madera pintada de
ocre, mucha ropa tendida, mucho refajo amarillo, mucha zalea puesta a
secar, y oyó un zumbido como de enjambre. En el patio, que era casi todo
de tierra, empedrado sólo a trechos, había chiquillos de ambos sexos y
de diferentes edades. Una zagalona tenía en la cabeza toquilla roja con
agujeros, o con _orificios_, como diría Aparisi; otra, toquilla blanca,
y otra estaba con las greñas al aire. Esta llevaba zapatillas de orillo,
y aquella botitas finas de caña blanca, pero ajadas ya y con el tacón
torcido. Los chicos eran de diversos tipos. Estaba el que va para la
escuela con su cartera de estudio, y el pillete descalzo que no hace más
que vagar. Por el vestido se diferenciaban poco, y menos aún por el
lenguaje, que era duro y con inflexiones dejosas.
«Chicooo... mia éste... Que te rompo la cara... ¿sabeees...?».
--¿Ves esa farolona?--dijo Guillermina a su amiga--, es una de las hijas
de Ido... Esa, esa que está dando brincos como un saltamontes... ¡Eh!,
chiquilla... No oyen... venid acá.
Todos los chicos, varones y hembras, se pusieron a mirar a las dos
señoras, y callaban entre burlones y respetuosos, sin atreverse a
acercarse. Las que se acercaban paso a paso eran seis u ocho palomas
pardas, con reflejos irisados en el cuello; lindísimas, gordas. Venían
muy confiadas meneando el cuerpo como las chulas, picoteando en el suelo
lo que encontraban, y eran tan mansas, que llegaron sin asustarse hasta
muy cerca de las señoras. De pronto levantaron el vuelo y se plantaron
en el tejado. En algunas puertas había mujeres que sacaban esteras a que
se orearan, y sillas y mesas. Por otras salía como una humareda: era el
polvo del barrido. Había vecinas que se estaban peinando las trenzas
negras y aceitosas, o las guedejas rubias, y tenían todo aquel matorral
echado sobre la cara como un velo. Otras salían arrastrando zapatos en
chancleta por aquellos empedrados de Dios, y al ver a las forasteras
corrían a sus guaridas a llamar a otras vecinas, y la noticia cundía, y
aparecían por las enrejadas ventanas cabezas peinadas o a medio peinar.
«¡Eh!, chiquillos, venid acá» repitió Guillermina; y se fueron
acercando escalonados por secciones, como cuando se va a dar un ataque.
Algunos, más resueltos, las manos a la espalda, miraron a las dos damas
del modo más insolente. Pero uno de ellos, que sin duda tenía instintos
de caballero, se quitó de la cabeza un andrajo que hacía el papel de
gorra y les preguntó que a quién buscaban. «¿Eres tú del señor de Ido?».
El rapaz respondió que no, y al punto destacose del grupo la niña de las
zancas largas, de las greñas sueltas y de los zapatos de orillo,
apartando a manotadas a todos los demás muchachos que se enracimaban ya
en derredor de las señoras.
«¿Está tu padre arriba?». La chica respondió que sí, y desde entonces
convirtiose en individuo de Orden Público. No dejaba acercar a nadie;
quería que todos los granujas se retiraran y ser ella sola la que guiase
a las dos damas hasta arriba. «¡Qué pesados, qué sobones!... En todo
quieren meter las narices... Atrás, gateras, atrás... Quitarvos de en
medio; dejar paso».
Su anhelo era marchar delante. Habría deseado tener una campanilla para
ir tocando por aquellos corredores a fin de que supieran todos qué gran
visita venía a la casa.
«Niña, no es preciso que nos acompañes--dijo Guillermina que no gustaba
de que nadie se sofocase tanto por ella--. Nos basta con saber que están
en casa».
Pero la zancuda no hacía caso. En el primer peldaño de la escalera
estaba sentada una mujer que vendía higos pasados en una sereta, y por
poco no la planta el zapato de orillo en mitad de la cara. Y todo porque
no se apartaba de un salto para dejar el paso libre... «¡Vaya dónde se
va usted a poner, tía bruja!... Afuera o la reviento de una patada...».
Subieron, no sin que a Jacinta le quedaran ganas de examinar bien toda
la pillería que en el patio quedaba. Allá en el fondo había divisado dos
niños y una niña. Uno de ellos era rubio y como de tres años. Estaban
jugando con el fango, que es el juguete más barato que se conoce.
Amasábanlo para hacer tortas del tamaño de _perros grandes_. La niña,
que era de más edad, había construido un hornito con pedazos de
ladrillo, y a la derecha de ella había un montón de panes, bollos y
tortas, todo de la misma masa que tanto abundaba allí. La señora de
Santa Cruz observó este grupo desde lejos. ¿Sería alguno de aquellos? El
corazón le saltaba en el pecho y no se atrevía a preguntar a la zancuda.
En el último peldaño de la escalera encontraron otro obstáculo: dos
muchachuelas y tres nenes, uno de estos en mantillas, interceptaban el
paso. Estaban jugando con arena _fina_ de fregar. El mamón estaba fajado
y en el suelo, con las patas y las manos al aire, berreando, sin que
nadie le hiciera caso. Las dos niñas habían extendido la arena sobre el
piso, y de trecho en trecho habían puesto diferentes palitos con
cuerdas y trapos. Era el secadero de ropa de las Injurias, propiamente
imitado.
«¡Qué tropa, Dios! --exclamó la zancuda con indignación de celador de
ornato público, que no causó efecto--. Cuidado donde se van a poner...
¡Fuera, fuera!... y tú, _pitoja_, recoge a tu hermanillo, que le vamos a
espachurrar». Estas amonestaciones de una autoridad tan celosa fueron
oídas con el más insolente desdén. Uno de los mocosos arrastraba su
panza por el suelo, abierto de las cuatro patas; el otro cogía puñados
de arena y se lavaba la cara con ella, acción muy lógica, puesto que la
arena representaba el agua. «Vamos, hijos, quitaos de en medio--les dijo
Guillermina a punto que la zancuda destruía con el pie el lavadero,
gritando--: Sinvergüenzonas, ¿no tenéis otro sitio donde jugar? ¡Vaya
con la canalla esta...!». y echó adelante resuelta a destruir cualquier
obstáculo que se pusiera al paso. Las otras chiquillas cogieron a los
mocosos, como habrían cogido una muñeca, y poniéndoselos al cuadril,
volaron por aquellos corredores.
«Vamos--dijo Guillermina a su guía--, no las riñas tanto, que también tú
eres buena...».
--ii--
Avanzaron por el corredor, y a cada paso un estorbo. Bien era un brasero
que se estaba encendiendo, con el tubo de hierro sobre las brasas para
hacer tiro; bien el montón de zaleas o de ruedos, ya una banasta de
ropa; ya un cántaro de agua. De todas las puertas abiertas y de las
ventanillas salían voces o de disputa, o de algazara festiva. Veían las
cocinas con los pucheros armados sobre las ascuas, las artesas de lavar
junto a la puerta, y allá en el testero de las breves estancias la
indispensable cómoda con su hule, el velón con pantalla verde y en la
pared una especie de altarucho formado por diferentes estampas, alguna
lámina al cromo de prospectos o periódicos satíricos, y muchas
fotografías. Pasaban por un domicilio que era taller de zapatería, y los
golpazos que los zapateros daban a la suela, unidos a sus cantorrios,
hacían una algazara de mil demonios. Más allá sonaba el convulsivo
tiquitique de una máquina de coser, y acudían a las ventanas bustos y
caras de mujeres curiosas. Por aquí se veía un enfermo tendido en un
camastro, más allá un matrimonio que disputaba a gritos. Algunas vecinas
conocieron a doña Guillermina y la saludaban con respeto. En otros
círculos causaba admiración el empaque elegante de Jacinta. Poco más
allá cruzáronse de una puerta a otra observaciones picantes e
irrespetuosas. «Señá Mariana, ¿ha visto que nos hemos traído el sofá en
la rabadilla? ¡Ja, ja, ja!».
Guillermina se paró, mirando a su amiga: «Esas chafalditas no van
conmigo. No puedes figurarte el odio que esta gente tiene a los
_polisones_, en lo cual demuestran un sentido... ¿cómo se dice?, un
sentido _estético_ superior al de esos haraganes franceses que inventan
tanto pegote estúpido».
Jacinta estaba algo corrida; pero también se reía, Guillermina dio dos
pasos atrás, diciendo: «Ea, señoras, cada una a su trabajo, y dejen en
paz a quien no se mete con ustedes».
Luego se detuvo junto a una de las puertas y tocó en ella con los
nudillos.
«La señá Severiana no está--dijo una de las vecinas--. ¿Quiere la señora
dejar recado?...».
--No; la veré otro día.
Después de recorrer dos lados del corredor principal, penetraron en una
especie de túnel en que también había puertas numeradas; subieron como
unos seis peldaños, precedidas siempre de la zancuda, y se encontraron
en el corredor de otro patio, mucho más feo, sucio y triste que el
anterior. Comparado con el segundo, el primero tenía algo de
aristocrático y podría pasar por albergue de familias _distinguidas_.
Entre uno y otro patio, que pertenecían a un mismo dueño y por eso
estaban unidos, había un escalón social, la distancia entre eso que se
llama _capas_. Las viviendas, en aquella segunda _capa_, eran más
estrechas y miserables que en la primera; el revoco se caía a pedazos, y
los rasguños trazados con un clavo en las paredes parecían hechos con
más saña, los versos escritos con lápiz en algunas puertas más necios y
groseros, las maderas más despintadas y roñosas, el aire más viciado, el
vaho que salía por puertas y ventanas más espeso y repugnante. Jacinta,
que había visitado algunas casas de corredor, no había visto ninguna tan
tétrica y mal oliente. «¿Qué, te asustas, niña bonita?--le dijo
Guillermina--. ¿Pues qué te creías tú, que esto era el Teatro Real o la
casa de Fernán-Núñez? Ánimo. Para venir aquí se necesitan dos cosas:
caridad y estómago».
Echando una mirada a lo alto del tejado, vio la Delfina que por encima
de este asomaba un tenderete en que había muchos cueros, tripas u otros
despojos, puestos a secar. De aquella región venía, arrastrado por las
ondas del aire, un olor nauseabundo. Por los desiguales tejados
paseábanse gatos de feroz aspecto, flacos, con las quijadas angulosas,
los ojos dormilones, el pelo erizado. Otros bajaban a los corredores y
se tendían al sol; pero los propiamente salvajes, vivían y aun se
criaban arriba, persiguiendo el sabroso ratón de los secaderos.
Pasaron junto a las dos damas figuras andrajosas, ciegos que iban dando
palos en el suelo, lisiados con montera de pelo, pantalón de soldado,
horribles caras. Jacinta se apretaba contra la pared para dejar paso
franco. Encontraban mujeres con pañuelo a la cabeza y mantón pardo,
tapándose la boca con la mano envuelta en un pliegue del mismo mantón.
Parecían moras; no se les veía más que un ojo y parte de la nariz.
Algunas eran agraciadas; pero la mayor parte eran flacas, pálidas,
tripudas y envejecidas antes de tiempo.
Por los ventanuchos abiertos salía, con el olor a fritangas y el
ambiente chinchoso, murmullo de conversaciones dejosas, arrastrando
toscamente las sílabas finales. Este modo de hablar de la tierra ha
nacido en Madrid de una mixtura entre el deje andaluz, puesto de moda
por los soldados, y el dejo aragonés, que se asimilan todos los que
quieren darse aires varoniles.
Nueva barricada de chiquillos les cortó el paso. Al verles, Jacinta y
aun Guillermina, a pesar de su costumbre de ver cosas raras, quedáronse
pasmadas, y hubiérales dado espanto lo que miraban, si las risas de
ellos no disiparan toda impresión terrorífica. Era una manada de
salvajes, compuesta de dos tagarotes como de diez y doce años, una niña
más chica, y otros dos _chavales_, cuya edad y sexo no se podía saber.
Tenían todos ellos la cara y las manos llenas de chafarrinones negros,
hechos con algo que debía de ser betún o barniz japonés del más fuerte.
Uno se había pintado rayas en el rostro, otro anteojos, aquél bigotes,
cejas y patillas con tan mala maña, que toda la cara parecía revuelta en
heces de tintero. Los pequeñuelos no parecían pertenecer a la raza
humana, y con aquel maldito tizne extendido y resobado por la cara y las
manos semejaban micos, diablillos o engendros infernales.
«Malditos seáis... --gritó la zancuda, cuando vio aquellas fachas
horrorosas--. ¡Pero cómo os habéis puesto así, sinvergüenzones,
indecentes, puercos, marranos...!».
--En el nombre del Padre... --exclamó Guillermina persignándose--. ¿Pero
has visto...?
Contemplaban ellos a las damas, mudos y con grandísima emoción, gozando
íntimamente en la sorpresa y terror que sus espantables cataduras
producían en aquellas señoriticas tan requetefinas. Uno de los pequeños
intentó echar la zarpa al abrigo de Jacinta; pero la zancuda empezó a
dar chillidos: «Quitarvos allá, desapartaísos, gorrinos asquerosos...
que mancháis a estas señoras con esas manazas».
«¡Bendito Dios!... Si parecen caníbales... No nos toquéis... La culpa
no tenéis vosotros, sino vuestras madres, que tal os consienten...
Y si no me engaño, estos dos gandulones son tus hermanos, niña».
Los dos aludidos, mostrando al sonreír sus dientes blancos como la leche
y sus labios más rojos que cerezas entre el negro que los rodeaba,
contestaron que sí con sus cabezas de salvaje. Empezaban a sentirse
avergonzados y no sabían por dónde tirar. En el mismo instante salió una
mujeraza de la puerta más próxima, y agarrando a una de las niñas
embadurnadas, le levantó las enaguas y empezó a darle tal solfa en salva
la parte, que los castañetazos se oían desde el primer patio. No tardó
en aparecer otra madre furiosa, que más que mujer parecía una loba, y la
emprendió con otro de los mandingas a bofetada sucia, sin miedo a
mancharse ella también. «Canallas, cafres, ¡cómo se han puesto!». Y al
punto fueron saliendo más madres irritadas. ¡La que se armó! Pronto se
vieron lágrimas resbalando sobre el betún, llanto que al punto se volvía
negro. «Te voy a matar, grandísimo pillo, ladrón...». Estos son los
condenados charoles que usa la señá Nicanora. Pero, ¡re--Dios!, señá
Nicanora, ¿para qué deja usté que las criaturas...?».
Una de las mujeres que más alborotaban se aplacó al ver a las dos damas.
Era la señora de Ido del Sagrario, que tenía en la cara sombrajos y
manchurrones de aquel mismo betún de los caribes, y las manos
enteramente negras.
Turbose un poco ante la visita: «Pasen las señoras... Me encuentran
hecha una compasión».
Guillermina y Jacinta entraron en la mansión de Ido, que se componía de
una salita angosta y de dos alcobas interiores más oprimidas y lóbregas
aún, las cuales daban el _quién vive_ al que a ellas se asomaba. No
faltaban allí la cómoda y la lámina del Cristo del _Gran Poder_, ni las
fotografías descoloridas de individuos de la familia y de niños muertos.
La cocina era un cubil frío donde había mucha ceniza, pucheros volcados,
tinajas rotas y el artesón de lavar lleno de trapos secos y de polvo. En
la salita, los ladrillos tecleaban bajo los pies. Las paredes eran como
de carbonería, y en ciertos puntos habían recibido bofetadas de cal, por
lo que resultaba un claro-oscuro muy fantástico. Creeríase que andaban
espectros por allí, o al menos sombras de linterna mágica. El sofá de
Vitoria era uno de los muebles más alarmantes que se pueden imaginar. No
había más que verle para comprender que no respondía de la seguridad de
quien en él se sentase. Las dos o tres sillas eran también muy
sospechosas. La que parecía mejor, seguramente la pegaba. Vio Jacinta,
salteados por aquellos fantásticos muros, carteles de publicaciones
ilustradas, de librillos de papel de fumar y cartones de almanaques
americanos que ya no tenían hojas. Eran años muertos.
Pero lo que mayormente excitó la curiosidad de ambas señoras fue un gran
tablero que en el centro de la estancia había, cogiéndola casi toda; una
mesa armada sobre bancos como la que usan los papelistas, y encima de
ella grandes paquetes o manos de pliegos de papel fino de escribir. A un
extremo los cuadernillos apilados formaban compactas resmas blancas; a
otro las mismas resmas ya con bordes negros, convertidas en papel de
luto.
Ido extendía sobre el tablero los pliegos de papel abiertos. Una
muchacha, que debía de ser Rosita, contaba los pliegos ya enlutados y
formaba los cuadernillos. Nicanora pidió permiso a las señoras para
seguir trabajando. Era una mujer más envejecida que vieja, y bien se
conocía que nunca había sido hermosa. Debió de tener en otro tiempo
buenas carnes, pero ya su cuerpo estaba lleno de pliegues y abolladuras
como un zurrón vacío. Allí, valga la verdad, no se sabía lo que era
pecho, ni lo que era barriga. La cara era hocicuda y desagradable. Si
algo expresaba era un genio muy malo y un carácter de vinagre; pero en
esto engañaba aquel rostro como otros muchos que hacen creer lo que no
es. Era Nicanora una infeliz mujer, de más bondad que entendimiento,
probada en las luchas de la vida, que había sido para ella una batalla
sin victorias ni respiro alguno. Ya no se defendía más que con la
paciencia, y de tanto mirarle la cara a la adversidad debía de
provenirle aquel alargamiento de morros que la afeaba
considerablemente. La _Venus de Médicis_ tenía los párpados enfermos,
rojos y siempre húmedos, privados de pestañas, por lo cual decían de
ella que _con un ojo lloraba a su padre y con otro a su madre_.
Jacinta no sabía a quién compadecer más, si a Nicanora por ser como era,
o a su marido por creerla Venus cuando se _electrizaba_. Ido estaba muy
cohibido delante de las dos damas. Como la silla en que doña Guillermina
se sentó empezase a exhalar ciertos quejidos y a hacer desperezos,
anunciando quizás que se iba a deshacer, D. José salió corriendo a traer
una de la vecindad. Rosita era graciosa, pero desmedrada y clorótica, de
color de marfil. Llamaba la atención su peinado en sortijillas, batido,
engomado y puesto con muchísimo aquel.
«¿Pero qué hace usted, mujer, con esa pintura?» preguntó Guillermina a
Nicanora.
_--Soy lutera_.
--Somos _luteranos_--dijo Ido sonriendo, muy satisfecho por tener
ocasión de soltar aquel chiste que era viejo y había sido soltado sin
número de veces.
--¡Qué dice este hombre! --exclamó la fundadora horrorizada.
--Cállate tú y no disparates--replicó Nicanora--. Yo soy _lutera_, vamos
al decir, pinto papel de luto. Cuando no tengo otro trabajo, me traigo a
casa unas cuantas resmas, y las enluto mismamente como las señoras ven.
El almacenista paga un real por resma. Yo pongo el tinte, y trabajando
todo el día, me quedan seis o siete reales. Pero los tiempos están
malos, y hay poco papel que teñir. Todas las luteras están paradas,
señora... porque, naturalmente, o se muere poca gente, o no les echan
papeletas... Hombre--dijo a su marido, haciéndole estremecer--, ¿qué
haces ahí con la boca abierta? _Desmiente_.
Ido, que estaba oyendo a su mujer, como se oye a un orador brillante,
despertó de su éxtasis y se puso a _desmentir_. Llaman así al acto de
colocar los pliegos de papel unos sobre otros, escalonados, dejando
descubierta en todos una fajita igual, que es lo que se tiñe. Como
Jacinta observaba atentamente el trabajo de D. José, este se esmeró en
hacerlo con desusada perfección y ligereza. Daba gusto ver aquellos
bordes, que por lo iguales parecían hechos a compás. Rosita apilaba
pliegos y resmas sin decir una palabra. Nicanora hizo a Jacinta, mirando
a su marido, una seña que quería decir: «Hoy está bueno». Después empezó
a pasar rápidamente la brocha sobre el papel, como se hace con los
estarcidos.
--Y las suscriciones de entregas --preguntó Guillermina--, ¿dan algo que
comer?
Ido abrió la boca para emitir pronta y juiciosa respuesta a esta
pregunta; pero su mujer tomó rápidamente la palabra, quedándose él un
buen rato con la boca abierta.
--Las suscripciones--declaró la _Venus de Médicis_--, son una calamidad.
Aquí José tiene poca suerte... es muy honrado y le engaña
cualisquiera. El público es cosa mala, señoras, y suscritor hay que no
paga ni aunque le arrastren. Luego, como el mes pasado perdió _aquí_
(este aquí era D. José) un billete de cuatrocientos reales, el encargado
de las obras se lo va cobrando, descontándole de las primas que le
tocan. Por eso, naturalmente, nos hemos atrasado tanto, y lo poco que se
apaña se lo birla el casero.
Ido, desde que se dijo aquello del billete perdido, no volvió a levantar
los ojos de su trabajo. Aquel descuido que tuvo le avergonzaba como si
hubiera sido un delito.
«Pues lo primero que tienen ustedes que hacer--indicó la Pacheco--, es
poner una escuela a esos dos tagarotes y a la berganta de su niña
pequeña».
--No los mando, porque me da vergüenza de que salgan a la calle con
tanto pingajo.
--No importa. Además, esta amiguita y yo daremos a ustedes alguna ropa
para los muchachos. Y el mayor, ¿gana algo?
--Me gana cinco reales en una imprenta.
Pero no tiene formalidad. Cuando le parece deja el trabajo, y se va a
las becerradas de Getafe o de Leganés, y no parece en tres días. Quiere
ser torero y nos trae crucificados. Se va al matadero por las tardes,
cuando degüellan, y en casa, dormido, habla de que si puso las
banderillas a _porta-gayola_...
--Y usted--preguntó Jacinta a Rosita--, ¿en qué se ocupa?
Rosita se puso muy encarnada. Iba a contestar; pero su madre, que
llevaba la palabra por toda la familia, respondió:
«Es peinadora... Está aprendiendo con una vecina maestra. Ya tiene
algunas parroquianas. Pero no le pagan, naturalmente... Es una sosona, y
como no le pongan los cuartos en la mano, no hay de qué. Yo le digo que
no sea _panoli_ y que tenga genio; pero... ya usted la ve. Como su
padre, que el día que no le engaña uno le engañan dos».
Guillermina, después de sacar varios bonos, como billetes de teatro, y
dar a la infeliz familia los que necesitaba para proveerse de garbanzos,
pan y carne por media semana, dijo que se marchaba. Pero Jacinta no se
conformó con salir tan pronto. Había ido allí con determinado fin, y por
nada del mundo se retiraría sin intentar al menos realizarlo. Varias
veces tuvo la palabra en la boca para hacer una pregunta a D. José, y
este la miraba como diciendo: «estoy rabiando porque me pregunte usted
por el _Pituso_». Por fin, decidiose la dama a romper el silencio sobre
punto tan capital, y levantándose dio algunos pasos hacia donde Ido
estaba. Este no necesitó más que verla venir; y saliendo rápidamente del
cuarto, volvió al poco con una criatura de la mano.
--iii--
«¡El Dulce Nombre!...» exclamó la Pacheco viendo entrar aquel adefesio,
y todos los demás lanzaron una exclamación parecida al mirar al niño,
con la cara tan completamente pintada de negro que no se veía el color
de su carne por parte alguna. Sus manos chorreaban betún, y en el traje
se habían limpiado las suyas asquerosísimas los otros muchachos. El
_Pitusín_ tenía el cabello negro. Sus labios rojos sobre aquel chapapote
superaban al coral más puro. Los dientecillos le brillaban cual si
fueran de cristal. La lengua que sacaba, por tener la creencia de que
todo negrito, para ser tal negrito, debe estirar la lengua todo lo más
posible, parecía una hoja de rosa.
«¡Qué horror!... ¡Ah!, tunantes... ¡Bendito Dios!, ¡cómo le han
puesto!... Anda, ¡que apañado estás!...». Las vecinas se enracimaban en
las puertas riendo y alborotando. Jacinta estaba atónita y apenada.
Pasáronle por la mente ideas extrañas; la mancha del pecado era tal, que
aun a la misma inocencia extendía su sombra; y el maldito se reía detrás
de su infernal careta, gozoso de ver que todos se ocupaban de él, aunque
fuera para escarnecerle. Nicarona dejó sus pinturas para correr detrás
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- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 03
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 04
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 05
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 06
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 07
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 08
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 09
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 10
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 11
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 12
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 13
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 14
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 15
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 16
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 17
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 18
- Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 19
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