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Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - 08
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chapurraba el castellano con la boca fruncida y los dientes apretados,
como si quisiera mordiscar las palabras, se empeñó en que habían de
tomar unas cañas. «De ninguna manera... muchas gracias». --«¡Ooooh!,
sí»... El comedor era un hervidero de alegría y de chistes, entre los
cuales empezaban a sonar algunos de gusto dudoso. No tuvo Santa Cruz más
remedio que ceder a la exigencia de aquel maldito inglés, y tomando de
sus manos la copa, decía a media voz: «Valiente _curdela_ tienes tú».
Pero el inglés no entendía... Jacinta vio que aquello se iba poniendo
malo. El inglés llamaba al orden, diciendo a los más jóvenes con su
boquita cerrada que tuvieran _fundamenta_. Nadie necesitaba tanto como
él que se le llamase al orden, y sobre todo, lo que más falta le hacía
era que le recortaran la bebida, porque aquello no era ya boca, era un
embudo. Jacinta presintió la jarana, y tomando una resolución súbita,
tiró del brazo a su marido y se lo llevó, a punto que este empezaba a
tomarle el pelo al inglés.
«Me alegro--dijo el Delfín, cuando su mujer le conducía por las
escaleras arriba--; me alegro de que me hubieras sacado de allí, porque
no puedes figurarte lo que me iba cargando el tal inglés, con sus
dientes blancos y apretados, con su amabilidad y su zapatito bajo... Si
sigo un minuto más, le pego un par de trompadas... Ya se me subía la
sangre a la cabeza...».
Entraron en su cuarto, y sentados uno frente a otro, pasaron un rato
recordando los graciosos tipos que en el comedor estaban y los equívocos
que allí se decían. Juan hablaba poco y parecía algo inquieto. De
repente le entraron ganas de volver abajo. Su mujer se oponía.
Disputaron. Por fin Jacinta tuvo que echar la llave a la puerta.
«Tienes razón--dijo Santa Cruz dejándose caer a plomo sobre la
silla.--Más vale que me quede aquí... porque si bajo, y vuelve el
_mister_ con sus finuras, le pego... Yo también sé _boxear_».
Hizo el ademán del _box_, y ya entonces su mujer le miró muy seria.
--Debes acostarte--le dijo. --Es temprano... Nos estaremos aquí de
tertulia... sí... ¿tú no tienes sueño? Yo tampoco. Acompañaré a mi cara
mitad. Ese es mi deber, y sabré cumplirlo, sí señora. Porque yo soy
esclavo del deber...
Jacinta se había quitado el sombrero y el abrigo. Juanito la sentó sobre
sus rodillas y empezó a saltarla como a los niños cuando se les hace el
caballo. Y dale con la tarabilla de que él era esclavo de su deber, y de
que lo primero de todo es la familia. El trote largo en que la llevaba
su marido empezó a molestar a Jacinta, que se desmontó y se fue a la
silla en que antes estaba. Él entonces se puso a dar paseos rápidos por
la habitación.
--Mi mayor gusto es estar al lado de mi adorada _nena_--decía sin
mirarla--. _Te amo con delirio_ como se dice en los dramas. Bendita sea
mi madrecita... que me casó contigo...
Hincósele delante y le besó las manos. Jacinta le observaba con atención
recelosa, sin pestañear, queriendo reírse y sin poderlo conseguir. Santa
Cruz tomó un tono muy plañidero para decirle:
«¡Y yo tan estúpido que no conocí tu mérito!, ¡yo que te estaba mirando
todos los días, como mira el burro la flor sin atreverse a comérsela! ¡Y
me comí el cardo!... ¡Oh!, perdón, perdón... Estaba ciego, encanallado;
era yo muy _cañí_... esto quiere decir _gitano_, vida mía. El vicio y la
grosería habían puesto una costra en mi corazón... llamémosle
_garlochín_... Jacintilla, no me mires así. Esto que te digo es la pura
verdad. Si te miento, que me quede muerto ahora mismo. Todas mis faltas
las veo claras esta noche. No sé lo que me pasa; estoy como inspirado...
tengo más espíritu, créetelo... te quiero más, cielito, paloma, y te voy
a hacer un altar de oro para adorarte».
«¡Jesús, qué fino está el tiempo!--exclamó la esposa que ya no podía
ocultar su disgusto--. ¿Por qué no te acuestas?».
--Acostarme yo, yo... cuando tengo que contarte tantas cosas,
_chavala_!--añadió Santa Cruz, que cansado ya de estar de rodillas,
había cogido una banqueta para sentarse a los pies de su mujer--.
Perdona que no haya sido franco contigo. Me daba vergüenza de revelarte
ciertas cosas. Pero ya no puedo más: mi conciencia se vuelca como una
urna llena que se cae... así, así; y afuera todo... Tú me absolverás
cuando me oigas, ¿verdad? Di que sí... Hay momentos en la vida de los
pueblos, quiero decir, en la vida del hombre, momentos terribles, alma
mía. Tú lo comprendes... Yo no te conocía entonces. Estaba como la
humanidad antes de la venida del Mesías, a oscuras, apagado el gas...
sí. No me condenes, no, no, no me condenes sin oírme...
Jacinta no sabía qué hacer. Uno y otro se estuvieron mirando breve rato,
los ojos clavados en los ojos, hasta que Juan dijo en voz queda:
«¡Si la hubieras visto...! Fortunata tenía los ojos como dos estrellas,
muy semejantes a los de la Virgen del Carmen que antes estaba en Santo
Tomás y ahora en San Ginés. Pregúntaselo a Estupiñá, pregúntaselo si lo
dudas... a ver... Fortunata tenía las manos bastas de tanto trabajar, el
corazón lleno de inocencia...
Fortunata no tenía educación; aquella boca tan linda se comía muchas
letras y otras las equivocaba. Decía _indilugencias, golver, asín._ Pasó
su niñez cuidando el _ganado_. ¿Sabes lo que es el ganado? Las gallinas.
Después criaba los palomos a sus pechos. Como los palomos no comen sino
del pico de la madre, Fortunata se los metía en el seno, ¡y si vieras tú
qué seno tan bonito!, sólo que tenía muchos rasguños que le hacían los
palomos con los garfios de sus patas. Después cogía en la boca un buche
de agua y algunos granos de algarroba, y metiéndose el pico en la
boca... les daba de comer... Era la paloma madre de los tiernos
pichoncitos... Luego les daba su calor natural... les arrullaba, les
hacía _rorrooó_... les cantaba canciones de nodriza... ¡Pobre
Fortunata, pobre _Pitusa_!... ¿Te he dicho que la llamaban la _Pitusa_?
¿No?... pues te lo digo ahora. Que conste... Yo la perdí... sí... que
conste también; es preciso que cada cual cargue con su
responsabilidad... Yo la perdí, la engañé, le dije mil mentiras, le hice
creer que me iba a casar con ella. ¿Has visto?... ¡Si seré pillín!...
Déjame que me ría un poco... Sí, todas las papas que yo le decía, se las
tragaba... El pueblo es muy inocente, es tonto de remate, todo se lo
cree con tal que se lo digan con palabras finas... La engañé, le
_garfiñé_ su honor, y tan tranquilo. Los hombres, digo, los señoritos,
somos unos miserables; creemos que el honor de las hijas del pueblo es
cosa de juego... No me pongas esa cara, vida mía. Comprendo que tienes
razón; soy un infame, merezco tu desprecio; porque... lo que tú dirás,
una mujer es siempre una criatura de Dios, ¿verdad?... y yo, después que
me divertí con ella, la dejé abandonada en medio de las calles...
justo... su destino es el destino de las perras... Di que sí».
--vi--
Jacinta estaba alarmadísima, medio muerta de miedo y de dolor. No sabía
qué hacer ni qué decir. «Hijo mío--exclamó limpiando el sudor de la
frente de su marido--, ¡cómo estás...! Cálmate, por María Santísima.
Estás delirando».
--No, no; esto no es delirio, es arrepentimiento--añadió Santa Cruz,
quien, al moverse, por poco se cae, y tuvo que apoyar las manos en el
suelo--. ¿Crees acaso que el vino...? ¡Oh! no, hija mía, no me hagas ese
disfavor. Es que la conciencia se me ha subido aquí al cuello, a la
cabeza, y me pesa tanto, que no puedo guardar bien el equilibrio...
Déjame que me prosterne ante ti y ponga a tus pies todas mis culpas para
que las perdones... No te muevas, no me dejes solo, por Dios... ¿A dónde
vas? ¿No ves mi aflicción?
--Lo que veo... ¡Oh! Dios mío. Juan, por amor de Dios, sosiégate; no
digas más disparates. Acuéstate. Yo te haré una taza de té.
--¡Y para qué quiero yo té, desventurada!...--dijo el otro en un tono
tan descompuesto, que a Jacinta se le saltaron las lágrimas--. ¡Té...!,
lo que quiero es tu perdón, el perdón de la humanidad, a quien he
ofendido, a quien he ultrajado y pisoteado. Di que sí... Hay momentos en
la vida de los pueblos, digo, en la vida de los hombres, en que uno
debiera tener mil bocas para con todas ellas a la vez... expresar la,
la, la... Sería uno un coro... eso, eso... Porque yo he sido malo, no me
digas que no, no me lo digas...
Jacinta advirtió que su marido sollozaba. ¿Pero de veras sollozaba o
era broma?
«Juan, ¡por Dios!, me estás atormentando».
--No, niña de mi alma --replicó él sentado en el suelo sin descubrir el
rostro, que tenía entre las manos--. ¿No ves que lloro? Compadécete de
este infeliz... He sido un perverso... Porque la _Pitusa_ me
idolatraba... Seamos francos.
Alzó entonces la cabeza, y tomó un aire más tranquilo.
--Seamos francos; la verdad ante todo... me idolatraba. Creía que yo no
era como los demás, que era la caballerosidad, la hidalguía, la
decencia, la nobleza en persona, el acabose de los hombres... ¡Nobleza,
qué sarcasmo! Nobleza en la mentira; digo que no puede ser... y que no,
y que no. ¡Decencia porque se lleva una ropa que llaman levita!... ¡Qué
humanidad tan farsante! El pobre siempre debajo; el rico hace lo que le
da la gana. Yo soy rico... di que soy inconstante... La ilusión de lo
pintoresco se iba pasando. La grosería con gracia seduce algún tiempo,
después marca... Cada día me pesaba más la carga que me había echado
encima. El picor del ajo me repugnaba. Deseé, puedes creerlo, que la
_Pitusa_ fuera mala para darle una puntera... Pero, quia... ni por
esas... ¿Mala ella? a buena parte... Si le mando echarse al fuego por
mí, ¡al fuego de cabeza! Todos los días jarana en la casa. Hoy acababa
en bien, mañana no... Cantos, guitarreo... José Izquierdo, a quien
llaman _Platón_ porque comía en un plato como un barreño, arrojaba
chinitas al picador... Villalonga y yo les echábamos a pelear o les
reconciliábamos cuando nos convenía... La _Pitusa_ temblaba de verlos
alegres y de verlos enfurruñados... ¿Sabes lo que se me ocurría? No
volver a aportar más por aquella maldita casa... Por fin resolvimos
Villalonga y yo largamos con viento fresco y no volver más. Una noche se
armó tal gresca, que hasta las navajas salieron, y por poco nadamos
todos en un lago de sangre... Me parece que oigo aquellas finuras:
«¡indecente, cabrón, _najabao, randa, murcia_...! No era posible
semejante vida. Di que no. El hastío era ya irresistible. La misma
_Pitusa_ me era odiosa, como las palabras inmundas... Un día dije
_vuelvo_, y no volví más... Lo que decía Villalonga: cortar por lo
sano... Yo tenía algo en mi conciencia, un hilito que me tiraba hacia
allá... Lo corté... Fortunata me persiguió; tuve que jugar al escondite.
Ella por aquí, yo por allá... Yo me escurría como una anguila. No me
cogía, no. El último a quien vi fue Izquierdo; le encontré un día
subiendo la escalera de mi casa. Me amenazó; díjome que la _Pitusa_
estaba _cambrí_ de cinco meses... _¡Cambrí de cinco meses...!_ Alcé los
hombros... Dos palabras él, dos palabras yo... alargué este brazo, y
plaf... Izquierdo bajó de golpe un tramo entero... Otro estirón, y
plaf... de un brinco el segundo tramo... y con la cabeza para abajo...
Esto último lo dijo enteramente descompuesto. Continuaba sentado en el
suelo, las piernas extendidas, apoyado un brazo en el asiento de la
silla. Jacinta temblaba. Le había entrado mortal frío, y daba diente con
diente. Permanecía en pie en medio de la habitación, como una estatua,
contemplando la figura lastimosísima de su marido, sin atreverse a
preguntarle nada ni a pedirle una aclaración sobre las extrañas cosas
que revelaba.
«¡Por Dios y por tu madre! --dijo al fin movida del cariño y del
miedo--, no me cuentes más. Es preciso que te acuestes y procures
dormirte. Cállate ya».
--¡Que me calle!... ¡que me calle! ¡Ah!, esposa mía, esposa adorada,
ángel de mi salvación... Mesías mío... ¿Verdad que me perdonas?... di
que sí.
Se levantó de un salto y trató de andar... No podía. Dando una rápida
vuelta fue a desplomarse sobre el sofá, poniéndose la mano sobre los
ojos y diciendo con voz cavernosa: «¡Qué horrible pesadilla!». Jacinta
fue hacia él, le echó los brazos al cuello y le arrulló como se arrulla
a los niños cuando se les quiere dormir.
Vencido al cabo de su propia excitación, el cerebro del Delfín caía en
estúpido embrutecimiento. Y sus nervios, que habían empezado a calmarse,
luchaban con la sedación. De repente se movía, como si saltara algo en
él y pronunciaba algunas sílabas. Pero la sedación vencía, y al fin se
quedó profundamente dormido. A media noche pudo Jacinta con no poco
trabajo llevarle hasta la cama y acostarle. Cayó en el sueño como en un
pozo, y su mujer pasó muy mala noche, atormentada por el desagradable
recuerdo de lo que había visto y oído.
Al día siguiente Santa Cruz estaba como avergonzado. Tenía conciencia
vaga de los disparates que había hecho la noche anterior, y su amor
propio padecía horriblemente con la idea de haber estado ridículo. No se
atrevía a hablar a su mujer de lo ocurrido, y esta, que era la misma
prudencia, además de no decir una palabra, mostrábase tan afable y
cariñosa como de costumbre. Por último, no pudo mi hombre resistir el
afán de explicarse, y preparando el terreno con un sin fin de
zalamerías, le dijo:
«Chiquilla, es preciso que me perdones el mal rato que te di anoche...
Debí ponerme muy pesadito... ¡Qué malo estaba! En mi vida me ha pasado
otra igual. Cuéntame los disparates que te dije, porque yo no me
acuerdo».
--¡Ay! fueron muchos; pero muchos... Gracias que no había más público
que yo.
--Vamos, con franqueza... estuve inaguantable.
--Tú lo has dicho... --Es que no sé... En mi vida, puedes creerlo, he
cogido una turca como la que cogí anoche. El maldito inglés tuvo la
culpa y me la ha de pagar. ¡Dios mío, cómo me puse!... ¿Y qué dije, qué
dije?... No hagas caso, vida mía, porque seguramente dije mil cosas que
no son verdad. ¡Qué bochorno! ¿Estás enfadada? No, si no hay para qué...
--Cierto. Como estabas... Jacinta no se atrevió a decir «borracho». La
palabra horrible negábase a salir de su boca.
--Dilo, hija. Di _ajumao_, que es más bonito y atenúa un poco la
gravedad de la falta.
--Pues como estabas _ajumaíto_, no eras responsable de lo que decías.
--Pero qué, ¿se me escapó alguna palabra que te pudiera ofender?
--No; sólo una media docena de voces elegantes, de las que usa la alta
sociedad. No las entendí bien. Lo demás bien clarito estaba, demasiado
clarito. Lloraste por tu _Pitusa_ de tu alma, y te llamabas miserable
por haberla abandonado. Créelo, te pusiste que no había por dónde
cogerte.
--Vaya, hija, pues ahora con la cabeza despejada, voy a decirte dos
palabritas para que no me juzgues por peor de lo que soy.
Se fueron de paseo por las Delicias abajo, y sentados en solitario
banco, vueltos de cara al río, charlaron un rato. Jacinta se quería
comer con los ojos a su marido, adivinándole las palabras antes de que
las dijera, y confrontándolas con la expresión de los ojos a ver si eran
sinceras. ¿Habló Juan con verdad? De todo hubo. Sus declaraciones eran
una verdad refundida como las comedias antiguas. El amor propio no le
permitía la reproducción fiel de los hechos. Pues señor... al volver de
Plencia ya comprometido a casarse y enamorado de su novia, quiso saber
qué vuelta llevó Fortunata, de quien no había tenido noticias en tanto
tiempo. No le movía ningún sentimiento de ternura, sino la compasión y
el deseo de socorrerla si se veía en un mal paso. _Platón_ estaba fuera
de Madrid y su mujer en el otro mundo. No se sabía tampoco a dónde
diantres había ido a parar el picador; pero Segunda había traspasado la
huevería y tenía en la misma Cava un poco más abajo, cerca ya de la
escalerilla, una covacha a que daba el nombre de _establecimiento_. En
aquella caverna habitaba y hacía el café que vendía por la mañana a la
gente del mercado. Cuatro cacharros, dos sillas y una mesa componían el
ajuar. En el resto del día prestaba servicios en la taberna del
_pulpitillo_. Había venido tan a menos en lo físico y en lo económico,
que a su antiguo tertulio le costó trabajo reconocerla.
«¿Y la otra?...». porque esto era lo que importaba.
--vii--
Santa Cruz tardó algún tiempo en dar la debida respuesta. Hacía rayas en
el suelo con el bastón. Por fin se expresó así:
«Supe que en efecto había...».
Jacinta tuvo la piedad de evitarle las últimas palabras de la oración,
diciéndolas ella. Al Delfín se le quitó un peso de encima.
«Traté de verla..., la busqué por aquí y por allá... y nada... Pero qué,
¿no lo crees? Después no pude ocuparme de nada. Sobrevino la muerte de
tu mamá. Transcurrió algún tiempo sin que yo pensara en semejante cosa,
y no debo ocultarte que sentía cierto escozorcillo aquí, en la
conciencia... Por Enero de este año, cuando me preparaba a hacer
diligencias, una amiga de Segunda me dijo que la _Pitusa_ se había
marchado de Madrid. ¿A dónde? ¿Con quién? Ni entonces lo supe ni lo he
sabido después. Y ahora te juro que no la he vuelto a ver más ni he
tenido noticias de ella».
La esposa dio un gran suspiro. No sabía por qué; pero tenía sobre su
alma cierta pesadumbre, y en su rectitud tomaba para sí parte de la
responsabilidad de su marido en aquella falta; porque falta había sin
duda. Jacinta no podía considerar de otro modo el hecho del abandono,
aunque este significara el triunfo del amor legítimo sobre el criminal,
y del matrimonio sobre el amancebamiento... No podían entretenerse más
en ociosas habladurías, porque pensaban irse a Cádiz aquella tarde y era
preciso disponer el equipaje y comprar algunas chucherías. De cada
población se habían de llevar a Madrid regalitos para todos. Con la
actividad propia de un día de viaje, las compras y algunas despedidas,
se distrajeron tan bien ambos de aquellos desagradables pensamientos,
que por la tarde ya estos se habían desvanecido.
Hasta tres días después no volvió a rebullir en la mente de Jacinta el
gusanillo aquel. Fue cosa repentina, provocada por no sé qué, por esas
misteriosas iniciativas de la memoria que no sabemos de dónde salen. Se
acuerda uno de las cosas contra toda lógica, y a veces el encadenamiento
de las ideas es una extravagancia y hasta una ridiculez. ¿Quién creería
que Jacinta se acordó de Fortunata al oír pregonar las _bocas de la
Isla_? Porque dirá el curioso, y con razón, que qué tienen que ver las
bocas con aquella mujer. Nada, absolutamente nada.
Volvían los esposos de Cádiz en el tren correo. No pensaban detenerse ya
en ninguna parte, y llegarían a Madrid de un tirón. Iban muy gozosos,
deseando ver a la familia, y darle a cada uno su regalo. Jacinta, aunque
picada del gusanillo aquel, había resuelto no volver a hablar de tal
asunto, dejándolo sepultado en la memoria, hasta que el tiempo lo
borrara para siempre. Pero al llegar a la estación de Jerez, ocurrió
algo que hizo revivir inesperadamente lo que ambos querían olvidar. Pues
señor... de la cantina de la estación vieron salir al condenado inglés
de la noche de marras, el cual les conoció al punto y fue a saludarles
muy fino y galante, y a ofrecerles unas cañas. Cuando se vieron libres
de él, Santa Cruz le echó mil pestes, y dijo que algún día había de
tener ocasión de darle el _par de galletas_ que se tenía ganadas. «Este
danzante tuvo la culpa de que yo me pusiera aquella noche como me puse y
de que te contara aquellos horrores...».
Por aquí empezó a enredarse la conversación hasta recaer otra vez en el
_punto negro_. Jacinta no quería que se le quedara en el alma una idea
que tenía, y a la primera ocasión la echó fuera de sí.
«¡Pobres mujeres! --exclamó--. Siempre la peor parte para ellas».
--Hija mía, hay que juzgar las cosas con detenimiento, examinar las
circunstancias... ver el medio ambiente... --dijo Santa Cruz preparando
todos los chirimbolos de esa dialéctica convencional con la cual se
prueba todo lo que se quiere.
Jacinta se dejó hacer caricias. No estaba enfadada. Pero en su espíritu
ocurría un fenómeno muy nuevo para ella. Dos sentimientos diversos se
barajaban en su alma, sobreponiéndose el uno al otro alternativamente.
Como adoraba a su marido, sentíase orgullosa de que este hubiese
despreciado a otra para tomarla a ella. Este orgullo es primordial, y
existirá siempre aun en los seres más perfectos. El otro sentimiento
procedía del fondo de rectitud que lastraba aquella noble alma y le
inspiraba una protesta contra el ultraje y despiadado abandono de la
desconocida. Por más que el Delfín lo atenuase, había ultrajado a la
humanidad. Jacinta no podía ocultárselo a sí misma. Los triunfos de su
amor propio no le impedían ver que debajo del trofeo de su victoria
había una víctima aplastada. Quizás la víctima merecía serlo; pero la
vencedora no tenía nada que ver con que lo mereciera o no, y en el
altar de su alma le ponía a la tal víctima una lucecita de compasión.
Santa Cruz, en su perspicacia, lo comprendió, y trataba de librar a su
esposa de la molestia de complacer a quien sin duda no lo merecía. Para
esto ponía en funciones toda la maquinaria más brillante que sólida de
su raciocinio, aprendido en el comercio de las liviandades humanas y en
someras lecturas. «Hija de mi alma, hay que ponerse en la realidad. Hay
dos mundos, el que se ve y el que no se ve. La sociedad no se gobierna
con las ideas puras. Buenos andaríamos... No soy tan culpable como
parece a primera vista; fíjate bien. Las diferencias de educación y de
clase establecen siempre una gran diferencia de procederes en las
relaciones humanas. Esto no lo dice el Decálogo; lo dice la realidad. La
conducta social tiene sus leyes que en ninguna parte están escritas;
pero que se sienten y no se pueden conculcar. Faltas cometí, ¿quién lo
duda?, pero imagínate que hubiera seguido entre aquella gente, que
_hubiera cumplido mis compromisos_ con la _Pitusa_... No te quiero decir
más. Veo que te ríes. Eso me prueba que hubiera sido un absurdo, una
locura recorrer lo que, visto de allá, parecía el camino derecho. Visto
de acá, ya es otro distinto. En cosas de moral, lo recto y lo torcido
son según de donde se mire. No había, pues, más remedio que hacer lo que
hice, y salvarme... Caiga el que caiga. El mundo es así. Debía yo
salvarme, ¿sí o no? Pues debiendo salvarme, no había más remedio que
lanzarme fuera del barco que se sumergía. En los naufragios siempre hay
alguien que se ahoga... Y en el caso concreto del abandono, hay también
mucho que hablar. Ciertas palabras no significan nada por sí. Hay que
ver los hechos... Yo la busqué para socorrerla; ella no quiso parecer.
Cada cual tiene su destino. El de ella era ese: no parecer cuando yo la
buscaba».
Nadie diría que el hombre que de este modo razonaba, con arte tan sutil
y paradójico, era el mismo que noches antes, bajo la influencia de una
bebida espirituosa, había vaciado toda su alma con esa sinceridad brutal
y disparada que sólo puede compararse al vómito físico, producido por un
emético muy fuerte. Y después, cuando el despejo de su cerebro le hacía
dueño de todas sus triquiñuelas de hombre leído y mundano, no volvió a
salir de sus labios ni un solo vocablo soez, ni una sola espontaneidad
de aquellas que existían dentro de él, como existen los trapos de
colorines en algún rincón de la casa del que ha sido cómico, aunque sólo
lo haya sido de afición. Todo era convencionalismo y frase ingeniosa en
aquel hombre que se había emperejilado intelectualmente, cortándose una
levita para las ideas y planchándole los cuellos al lenguaje.
Jacinta, que aún tenía poco mundo, se dejaba alucinar por las dotes
seductoras de su marido. Y le quería tanto, quizás por aquellas mismas
dotes y por otras, que no necesitaba hacer ningún esfuerzo para creer
cuanto le decía, si bien creía por fe, que es sentimiento, más que por
convicción. Largo rato charlaron, mezclando las discusiones con los
cariños discretos (por que en Sevilla entró gente en el coche y no había
que pensar en la _besadera_), y cuando vino la noche sobre España, cuyo
radio iban recorriendo, se durmieron allá por Despeñaperros, soñaron con
lo mucho que se querían, y despertaron al fin en Alcázar con la idea
placentera de llegar pronto a Madrid, de ver a la familia, de contar
todas las peripecias del viaje (menos la escenita de la noche aquella) y
de repartir los regalos.
A Estupiñá le llevaban un bastón que tenía por puño la cabeza de una
cotorra.
-VI-
Más y más pormenores referentes a esta ilustre familia
--i--
Pasaban meses, pasaban años, y en aquella dichosa casa todo era paz y
armonía. No se ha conocido en Madrid familia mejor avenida que la de
Santa Cruz, compuesta de dos parejas; ni es posible imaginar una
compatibilidad de caracteres como la que existía entre Barbarita y
Jacinta. He visto juntas muchas veces a la suegra y a la nuera, y por
Dios que se manifestaba muy poco en ellas la diferencia de edades.
Barbarita conservaba a los cincuenta y tres años una frescura
maravillosa, el talle perfecto y la dentadura sorprendente. Verdad que
tenía el cabello casi enteramente blanco; el cual más parecía empolvado
conforme al estilo Pompadour, que encanecido por la edad. Pero lo que la
hacía más joven era su afabilidad constante, aquel sonreír gracioso y
benévolo con que iluminaba su rostro.
De veras que no tenían por qué quejarse de su destino aquellas cuatro
personas. Se dan casos de individuos y familias a quienes Dios no les
debe nada; y sin embargo, piden y piden.
Es que hay en la naturaleza humana un vicio de mendicidad; eso no tiene
duda. Ejemplo los de Santa Cruz, que gozaban de salud cabal, eran ricos,
estimados de todo el mundo y se querían entrañablemente. ¿Qué les hacía
falta? Parece que nada. Pues alguno de los cuatro pordioseaba. Es que
cuando un conjunto de circunstancias favorables pone en las manos del
hombre gran cantidad de bienes, privándole de uno solo, la fatalidad de
nuestra naturaleza o el principio de descontento que existe en nuestro
barro constitutivo le impulsan a desear precisamente lo poquito que no
se le ha otorgado. Salud, amor, riqueza, paz y otras ventajas no
satisfacían el alma de Jacinta; y al año de casada, más aún a los dos
años, deseaba ardientemente lo que no tenía. ¡Pobre joven! Lo tenía
todo, menos chiquillos.
Esta pena, que al principio fue desazón insignificante, impaciencia tan
sólo convirtiose pronto en dolorosa idea de vacío. Era poco cristiano,
al decir de Barbarita, desesperarse por la falta de sucesión. Dios, que
les diera tantos bienes, habíales privado de aquel. No había más remedio
que resignarse, alabando la mano del que lo mismo muestra su
omnipotencia dando que quitando.
De este modo consolaba a su nuera, que más le parecía hija; pero allá en
sus adentros deseaba tanto como Jacinta la aparición de un muchacho que
perpetuase la casta y les alegrase a todos. Se callaba este ardiente
deseo por no aumentar la pena de la otra; mas atendía con ansia a todo
lo que pudiera ser síntoma de esperanzas de sucesión. ¡Pero quia! Pasaba
un año, dos, y nada; ni aun siquiera esas presunciones vagas que hacen
palpitar el corazón de las que sueñan con la maternidad, y a veces les
hacen decir y hacer muchas tonterías.
«No tengas prisa, hija --decía Barbarita a su sobrina--. Eres muy joven.
No te apures por los chiquillos, que ya los tendrás, te cargarás de
familia, y te aburrirás como se aburrió tu madre, y pedirás a Dios que
no te dé más. ¿Sabes una cosa? Mejor estamos así. Los muchachos lo
revuelven todo y no dan más que disgustos. El sarampión, el
garrotillo... ¡Pues nada te quiero decir de las amas!... ¡qué
calamidad!... Luego estás hecha una esclava... Que si comen, que si se
indigestan, que si se caen y se abren la cabeza. Vienen después las
inclinaciones que sacan. Si salen de mala índole... si no estudian...
¡qué sé yo!...».
Jacinta no se convencía. Quería canarios de alcoba a todo trance, aunque
salieran raquíticos y feos; aunque luego fueran traviesos, enfermos y
calaveras; aunque de hombres la mataran a disgustos. Sus dos hermanas
mayores parían todos los años, como su madre. Y ella nada, ni
como si quisiera mordiscar las palabras, se empeñó en que habían de
tomar unas cañas. «De ninguna manera... muchas gracias». --«¡Ooooh!,
sí»... El comedor era un hervidero de alegría y de chistes, entre los
cuales empezaban a sonar algunos de gusto dudoso. No tuvo Santa Cruz más
remedio que ceder a la exigencia de aquel maldito inglés, y tomando de
sus manos la copa, decía a media voz: «Valiente _curdela_ tienes tú».
Pero el inglés no entendía... Jacinta vio que aquello se iba poniendo
malo. El inglés llamaba al orden, diciendo a los más jóvenes con su
boquita cerrada que tuvieran _fundamenta_. Nadie necesitaba tanto como
él que se le llamase al orden, y sobre todo, lo que más falta le hacía
era que le recortaran la bebida, porque aquello no era ya boca, era un
embudo. Jacinta presintió la jarana, y tomando una resolución súbita,
tiró del brazo a su marido y se lo llevó, a punto que este empezaba a
tomarle el pelo al inglés.
«Me alegro--dijo el Delfín, cuando su mujer le conducía por las
escaleras arriba--; me alegro de que me hubieras sacado de allí, porque
no puedes figurarte lo que me iba cargando el tal inglés, con sus
dientes blancos y apretados, con su amabilidad y su zapatito bajo... Si
sigo un minuto más, le pego un par de trompadas... Ya se me subía la
sangre a la cabeza...».
Entraron en su cuarto, y sentados uno frente a otro, pasaron un rato
recordando los graciosos tipos que en el comedor estaban y los equívocos
que allí se decían. Juan hablaba poco y parecía algo inquieto. De
repente le entraron ganas de volver abajo. Su mujer se oponía.
Disputaron. Por fin Jacinta tuvo que echar la llave a la puerta.
«Tienes razón--dijo Santa Cruz dejándose caer a plomo sobre la
silla.--Más vale que me quede aquí... porque si bajo, y vuelve el
_mister_ con sus finuras, le pego... Yo también sé _boxear_».
Hizo el ademán del _box_, y ya entonces su mujer le miró muy seria.
--Debes acostarte--le dijo. --Es temprano... Nos estaremos aquí de
tertulia... sí... ¿tú no tienes sueño? Yo tampoco. Acompañaré a mi cara
mitad. Ese es mi deber, y sabré cumplirlo, sí señora. Porque yo soy
esclavo del deber...
Jacinta se había quitado el sombrero y el abrigo. Juanito la sentó sobre
sus rodillas y empezó a saltarla como a los niños cuando se les hace el
caballo. Y dale con la tarabilla de que él era esclavo de su deber, y de
que lo primero de todo es la familia. El trote largo en que la llevaba
su marido empezó a molestar a Jacinta, que se desmontó y se fue a la
silla en que antes estaba. Él entonces se puso a dar paseos rápidos por
la habitación.
--Mi mayor gusto es estar al lado de mi adorada _nena_--decía sin
mirarla--. _Te amo con delirio_ como se dice en los dramas. Bendita sea
mi madrecita... que me casó contigo...
Hincósele delante y le besó las manos. Jacinta le observaba con atención
recelosa, sin pestañear, queriendo reírse y sin poderlo conseguir. Santa
Cruz tomó un tono muy plañidero para decirle:
«¡Y yo tan estúpido que no conocí tu mérito!, ¡yo que te estaba mirando
todos los días, como mira el burro la flor sin atreverse a comérsela! ¡Y
me comí el cardo!... ¡Oh!, perdón, perdón... Estaba ciego, encanallado;
era yo muy _cañí_... esto quiere decir _gitano_, vida mía. El vicio y la
grosería habían puesto una costra en mi corazón... llamémosle
_garlochín_... Jacintilla, no me mires así. Esto que te digo es la pura
verdad. Si te miento, que me quede muerto ahora mismo. Todas mis faltas
las veo claras esta noche. No sé lo que me pasa; estoy como inspirado...
tengo más espíritu, créetelo... te quiero más, cielito, paloma, y te voy
a hacer un altar de oro para adorarte».
«¡Jesús, qué fino está el tiempo!--exclamó la esposa que ya no podía
ocultar su disgusto--. ¿Por qué no te acuestas?».
--Acostarme yo, yo... cuando tengo que contarte tantas cosas,
_chavala_!--añadió Santa Cruz, que cansado ya de estar de rodillas,
había cogido una banqueta para sentarse a los pies de su mujer--.
Perdona que no haya sido franco contigo. Me daba vergüenza de revelarte
ciertas cosas. Pero ya no puedo más: mi conciencia se vuelca como una
urna llena que se cae... así, así; y afuera todo... Tú me absolverás
cuando me oigas, ¿verdad? Di que sí... Hay momentos en la vida de los
pueblos, quiero decir, en la vida del hombre, momentos terribles, alma
mía. Tú lo comprendes... Yo no te conocía entonces. Estaba como la
humanidad antes de la venida del Mesías, a oscuras, apagado el gas...
sí. No me condenes, no, no, no me condenes sin oírme...
Jacinta no sabía qué hacer. Uno y otro se estuvieron mirando breve rato,
los ojos clavados en los ojos, hasta que Juan dijo en voz queda:
«¡Si la hubieras visto...! Fortunata tenía los ojos como dos estrellas,
muy semejantes a los de la Virgen del Carmen que antes estaba en Santo
Tomás y ahora en San Ginés. Pregúntaselo a Estupiñá, pregúntaselo si lo
dudas... a ver... Fortunata tenía las manos bastas de tanto trabajar, el
corazón lleno de inocencia...
Fortunata no tenía educación; aquella boca tan linda se comía muchas
letras y otras las equivocaba. Decía _indilugencias, golver, asín._ Pasó
su niñez cuidando el _ganado_. ¿Sabes lo que es el ganado? Las gallinas.
Después criaba los palomos a sus pechos. Como los palomos no comen sino
del pico de la madre, Fortunata se los metía en el seno, ¡y si vieras tú
qué seno tan bonito!, sólo que tenía muchos rasguños que le hacían los
palomos con los garfios de sus patas. Después cogía en la boca un buche
de agua y algunos granos de algarroba, y metiéndose el pico en la
boca... les daba de comer... Era la paloma madre de los tiernos
pichoncitos... Luego les daba su calor natural... les arrullaba, les
hacía _rorrooó_... les cantaba canciones de nodriza... ¡Pobre
Fortunata, pobre _Pitusa_!... ¿Te he dicho que la llamaban la _Pitusa_?
¿No?... pues te lo digo ahora. Que conste... Yo la perdí... sí... que
conste también; es preciso que cada cual cargue con su
responsabilidad... Yo la perdí, la engañé, le dije mil mentiras, le hice
creer que me iba a casar con ella. ¿Has visto?... ¡Si seré pillín!...
Déjame que me ría un poco... Sí, todas las papas que yo le decía, se las
tragaba... El pueblo es muy inocente, es tonto de remate, todo se lo
cree con tal que se lo digan con palabras finas... La engañé, le
_garfiñé_ su honor, y tan tranquilo. Los hombres, digo, los señoritos,
somos unos miserables; creemos que el honor de las hijas del pueblo es
cosa de juego... No me pongas esa cara, vida mía. Comprendo que tienes
razón; soy un infame, merezco tu desprecio; porque... lo que tú dirás,
una mujer es siempre una criatura de Dios, ¿verdad?... y yo, después que
me divertí con ella, la dejé abandonada en medio de las calles...
justo... su destino es el destino de las perras... Di que sí».
--vi--
Jacinta estaba alarmadísima, medio muerta de miedo y de dolor. No sabía
qué hacer ni qué decir. «Hijo mío--exclamó limpiando el sudor de la
frente de su marido--, ¡cómo estás...! Cálmate, por María Santísima.
Estás delirando».
--No, no; esto no es delirio, es arrepentimiento--añadió Santa Cruz,
quien, al moverse, por poco se cae, y tuvo que apoyar las manos en el
suelo--. ¿Crees acaso que el vino...? ¡Oh! no, hija mía, no me hagas ese
disfavor. Es que la conciencia se me ha subido aquí al cuello, a la
cabeza, y me pesa tanto, que no puedo guardar bien el equilibrio...
Déjame que me prosterne ante ti y ponga a tus pies todas mis culpas para
que las perdones... No te muevas, no me dejes solo, por Dios... ¿A dónde
vas? ¿No ves mi aflicción?
--Lo que veo... ¡Oh! Dios mío. Juan, por amor de Dios, sosiégate; no
digas más disparates. Acuéstate. Yo te haré una taza de té.
--¡Y para qué quiero yo té, desventurada!...--dijo el otro en un tono
tan descompuesto, que a Jacinta se le saltaron las lágrimas--. ¡Té...!,
lo que quiero es tu perdón, el perdón de la humanidad, a quien he
ofendido, a quien he ultrajado y pisoteado. Di que sí... Hay momentos en
la vida de los pueblos, digo, en la vida de los hombres, en que uno
debiera tener mil bocas para con todas ellas a la vez... expresar la,
la, la... Sería uno un coro... eso, eso... Porque yo he sido malo, no me
digas que no, no me lo digas...
Jacinta advirtió que su marido sollozaba. ¿Pero de veras sollozaba o
era broma?
«Juan, ¡por Dios!, me estás atormentando».
--No, niña de mi alma --replicó él sentado en el suelo sin descubrir el
rostro, que tenía entre las manos--. ¿No ves que lloro? Compadécete de
este infeliz... He sido un perverso... Porque la _Pitusa_ me
idolatraba... Seamos francos.
Alzó entonces la cabeza, y tomó un aire más tranquilo.
--Seamos francos; la verdad ante todo... me idolatraba. Creía que yo no
era como los demás, que era la caballerosidad, la hidalguía, la
decencia, la nobleza en persona, el acabose de los hombres... ¡Nobleza,
qué sarcasmo! Nobleza en la mentira; digo que no puede ser... y que no,
y que no. ¡Decencia porque se lleva una ropa que llaman levita!... ¡Qué
humanidad tan farsante! El pobre siempre debajo; el rico hace lo que le
da la gana. Yo soy rico... di que soy inconstante... La ilusión de lo
pintoresco se iba pasando. La grosería con gracia seduce algún tiempo,
después marca... Cada día me pesaba más la carga que me había echado
encima. El picor del ajo me repugnaba. Deseé, puedes creerlo, que la
_Pitusa_ fuera mala para darle una puntera... Pero, quia... ni por
esas... ¿Mala ella? a buena parte... Si le mando echarse al fuego por
mí, ¡al fuego de cabeza! Todos los días jarana en la casa. Hoy acababa
en bien, mañana no... Cantos, guitarreo... José Izquierdo, a quien
llaman _Platón_ porque comía en un plato como un barreño, arrojaba
chinitas al picador... Villalonga y yo les echábamos a pelear o les
reconciliábamos cuando nos convenía... La _Pitusa_ temblaba de verlos
alegres y de verlos enfurruñados... ¿Sabes lo que se me ocurría? No
volver a aportar más por aquella maldita casa... Por fin resolvimos
Villalonga y yo largamos con viento fresco y no volver más. Una noche se
armó tal gresca, que hasta las navajas salieron, y por poco nadamos
todos en un lago de sangre... Me parece que oigo aquellas finuras:
«¡indecente, cabrón, _najabao, randa, murcia_...! No era posible
semejante vida. Di que no. El hastío era ya irresistible. La misma
_Pitusa_ me era odiosa, como las palabras inmundas... Un día dije
_vuelvo_, y no volví más... Lo que decía Villalonga: cortar por lo
sano... Yo tenía algo en mi conciencia, un hilito que me tiraba hacia
allá... Lo corté... Fortunata me persiguió; tuve que jugar al escondite.
Ella por aquí, yo por allá... Yo me escurría como una anguila. No me
cogía, no. El último a quien vi fue Izquierdo; le encontré un día
subiendo la escalera de mi casa. Me amenazó; díjome que la _Pitusa_
estaba _cambrí_ de cinco meses... _¡Cambrí de cinco meses...!_ Alcé los
hombros... Dos palabras él, dos palabras yo... alargué este brazo, y
plaf... Izquierdo bajó de golpe un tramo entero... Otro estirón, y
plaf... de un brinco el segundo tramo... y con la cabeza para abajo...
Esto último lo dijo enteramente descompuesto. Continuaba sentado en el
suelo, las piernas extendidas, apoyado un brazo en el asiento de la
silla. Jacinta temblaba. Le había entrado mortal frío, y daba diente con
diente. Permanecía en pie en medio de la habitación, como una estatua,
contemplando la figura lastimosísima de su marido, sin atreverse a
preguntarle nada ni a pedirle una aclaración sobre las extrañas cosas
que revelaba.
«¡Por Dios y por tu madre! --dijo al fin movida del cariño y del
miedo--, no me cuentes más. Es preciso que te acuestes y procures
dormirte. Cállate ya».
--¡Que me calle!... ¡que me calle! ¡Ah!, esposa mía, esposa adorada,
ángel de mi salvación... Mesías mío... ¿Verdad que me perdonas?... di
que sí.
Se levantó de un salto y trató de andar... No podía. Dando una rápida
vuelta fue a desplomarse sobre el sofá, poniéndose la mano sobre los
ojos y diciendo con voz cavernosa: «¡Qué horrible pesadilla!». Jacinta
fue hacia él, le echó los brazos al cuello y le arrulló como se arrulla
a los niños cuando se les quiere dormir.
Vencido al cabo de su propia excitación, el cerebro del Delfín caía en
estúpido embrutecimiento. Y sus nervios, que habían empezado a calmarse,
luchaban con la sedación. De repente se movía, como si saltara algo en
él y pronunciaba algunas sílabas. Pero la sedación vencía, y al fin se
quedó profundamente dormido. A media noche pudo Jacinta con no poco
trabajo llevarle hasta la cama y acostarle. Cayó en el sueño como en un
pozo, y su mujer pasó muy mala noche, atormentada por el desagradable
recuerdo de lo que había visto y oído.
Al día siguiente Santa Cruz estaba como avergonzado. Tenía conciencia
vaga de los disparates que había hecho la noche anterior, y su amor
propio padecía horriblemente con la idea de haber estado ridículo. No se
atrevía a hablar a su mujer de lo ocurrido, y esta, que era la misma
prudencia, además de no decir una palabra, mostrábase tan afable y
cariñosa como de costumbre. Por último, no pudo mi hombre resistir el
afán de explicarse, y preparando el terreno con un sin fin de
zalamerías, le dijo:
«Chiquilla, es preciso que me perdones el mal rato que te di anoche...
Debí ponerme muy pesadito... ¡Qué malo estaba! En mi vida me ha pasado
otra igual. Cuéntame los disparates que te dije, porque yo no me
acuerdo».
--¡Ay! fueron muchos; pero muchos... Gracias que no había más público
que yo.
--Vamos, con franqueza... estuve inaguantable.
--Tú lo has dicho... --Es que no sé... En mi vida, puedes creerlo, he
cogido una turca como la que cogí anoche. El maldito inglés tuvo la
culpa y me la ha de pagar. ¡Dios mío, cómo me puse!... ¿Y qué dije, qué
dije?... No hagas caso, vida mía, porque seguramente dije mil cosas que
no son verdad. ¡Qué bochorno! ¿Estás enfadada? No, si no hay para qué...
--Cierto. Como estabas... Jacinta no se atrevió a decir «borracho». La
palabra horrible negábase a salir de su boca.
--Dilo, hija. Di _ajumao_, que es más bonito y atenúa un poco la
gravedad de la falta.
--Pues como estabas _ajumaíto_, no eras responsable de lo que decías.
--Pero qué, ¿se me escapó alguna palabra que te pudiera ofender?
--No; sólo una media docena de voces elegantes, de las que usa la alta
sociedad. No las entendí bien. Lo demás bien clarito estaba, demasiado
clarito. Lloraste por tu _Pitusa_ de tu alma, y te llamabas miserable
por haberla abandonado. Créelo, te pusiste que no había por dónde
cogerte.
--Vaya, hija, pues ahora con la cabeza despejada, voy a decirte dos
palabritas para que no me juzgues por peor de lo que soy.
Se fueron de paseo por las Delicias abajo, y sentados en solitario
banco, vueltos de cara al río, charlaron un rato. Jacinta se quería
comer con los ojos a su marido, adivinándole las palabras antes de que
las dijera, y confrontándolas con la expresión de los ojos a ver si eran
sinceras. ¿Habló Juan con verdad? De todo hubo. Sus declaraciones eran
una verdad refundida como las comedias antiguas. El amor propio no le
permitía la reproducción fiel de los hechos. Pues señor... al volver de
Plencia ya comprometido a casarse y enamorado de su novia, quiso saber
qué vuelta llevó Fortunata, de quien no había tenido noticias en tanto
tiempo. No le movía ningún sentimiento de ternura, sino la compasión y
el deseo de socorrerla si se veía en un mal paso. _Platón_ estaba fuera
de Madrid y su mujer en el otro mundo. No se sabía tampoco a dónde
diantres había ido a parar el picador; pero Segunda había traspasado la
huevería y tenía en la misma Cava un poco más abajo, cerca ya de la
escalerilla, una covacha a que daba el nombre de _establecimiento_. En
aquella caverna habitaba y hacía el café que vendía por la mañana a la
gente del mercado. Cuatro cacharros, dos sillas y una mesa componían el
ajuar. En el resto del día prestaba servicios en la taberna del
_pulpitillo_. Había venido tan a menos en lo físico y en lo económico,
que a su antiguo tertulio le costó trabajo reconocerla.
«¿Y la otra?...». porque esto era lo que importaba.
--vii--
Santa Cruz tardó algún tiempo en dar la debida respuesta. Hacía rayas en
el suelo con el bastón. Por fin se expresó así:
«Supe que en efecto había...».
Jacinta tuvo la piedad de evitarle las últimas palabras de la oración,
diciéndolas ella. Al Delfín se le quitó un peso de encima.
«Traté de verla..., la busqué por aquí y por allá... y nada... Pero qué,
¿no lo crees? Después no pude ocuparme de nada. Sobrevino la muerte de
tu mamá. Transcurrió algún tiempo sin que yo pensara en semejante cosa,
y no debo ocultarte que sentía cierto escozorcillo aquí, en la
conciencia... Por Enero de este año, cuando me preparaba a hacer
diligencias, una amiga de Segunda me dijo que la _Pitusa_ se había
marchado de Madrid. ¿A dónde? ¿Con quién? Ni entonces lo supe ni lo he
sabido después. Y ahora te juro que no la he vuelto a ver más ni he
tenido noticias de ella».
La esposa dio un gran suspiro. No sabía por qué; pero tenía sobre su
alma cierta pesadumbre, y en su rectitud tomaba para sí parte de la
responsabilidad de su marido en aquella falta; porque falta había sin
duda. Jacinta no podía considerar de otro modo el hecho del abandono,
aunque este significara el triunfo del amor legítimo sobre el criminal,
y del matrimonio sobre el amancebamiento... No podían entretenerse más
en ociosas habladurías, porque pensaban irse a Cádiz aquella tarde y era
preciso disponer el equipaje y comprar algunas chucherías. De cada
población se habían de llevar a Madrid regalitos para todos. Con la
actividad propia de un día de viaje, las compras y algunas despedidas,
se distrajeron tan bien ambos de aquellos desagradables pensamientos,
que por la tarde ya estos se habían desvanecido.
Hasta tres días después no volvió a rebullir en la mente de Jacinta el
gusanillo aquel. Fue cosa repentina, provocada por no sé qué, por esas
misteriosas iniciativas de la memoria que no sabemos de dónde salen. Se
acuerda uno de las cosas contra toda lógica, y a veces el encadenamiento
de las ideas es una extravagancia y hasta una ridiculez. ¿Quién creería
que Jacinta se acordó de Fortunata al oír pregonar las _bocas de la
Isla_? Porque dirá el curioso, y con razón, que qué tienen que ver las
bocas con aquella mujer. Nada, absolutamente nada.
Volvían los esposos de Cádiz en el tren correo. No pensaban detenerse ya
en ninguna parte, y llegarían a Madrid de un tirón. Iban muy gozosos,
deseando ver a la familia, y darle a cada uno su regalo. Jacinta, aunque
picada del gusanillo aquel, había resuelto no volver a hablar de tal
asunto, dejándolo sepultado en la memoria, hasta que el tiempo lo
borrara para siempre. Pero al llegar a la estación de Jerez, ocurrió
algo que hizo revivir inesperadamente lo que ambos querían olvidar. Pues
señor... de la cantina de la estación vieron salir al condenado inglés
de la noche de marras, el cual les conoció al punto y fue a saludarles
muy fino y galante, y a ofrecerles unas cañas. Cuando se vieron libres
de él, Santa Cruz le echó mil pestes, y dijo que algún día había de
tener ocasión de darle el _par de galletas_ que se tenía ganadas. «Este
danzante tuvo la culpa de que yo me pusiera aquella noche como me puse y
de que te contara aquellos horrores...».
Por aquí empezó a enredarse la conversación hasta recaer otra vez en el
_punto negro_. Jacinta no quería que se le quedara en el alma una idea
que tenía, y a la primera ocasión la echó fuera de sí.
«¡Pobres mujeres! --exclamó--. Siempre la peor parte para ellas».
--Hija mía, hay que juzgar las cosas con detenimiento, examinar las
circunstancias... ver el medio ambiente... --dijo Santa Cruz preparando
todos los chirimbolos de esa dialéctica convencional con la cual se
prueba todo lo que se quiere.
Jacinta se dejó hacer caricias. No estaba enfadada. Pero en su espíritu
ocurría un fenómeno muy nuevo para ella. Dos sentimientos diversos se
barajaban en su alma, sobreponiéndose el uno al otro alternativamente.
Como adoraba a su marido, sentíase orgullosa de que este hubiese
despreciado a otra para tomarla a ella. Este orgullo es primordial, y
existirá siempre aun en los seres más perfectos. El otro sentimiento
procedía del fondo de rectitud que lastraba aquella noble alma y le
inspiraba una protesta contra el ultraje y despiadado abandono de la
desconocida. Por más que el Delfín lo atenuase, había ultrajado a la
humanidad. Jacinta no podía ocultárselo a sí misma. Los triunfos de su
amor propio no le impedían ver que debajo del trofeo de su victoria
había una víctima aplastada. Quizás la víctima merecía serlo; pero la
vencedora no tenía nada que ver con que lo mereciera o no, y en el
altar de su alma le ponía a la tal víctima una lucecita de compasión.
Santa Cruz, en su perspicacia, lo comprendió, y trataba de librar a su
esposa de la molestia de complacer a quien sin duda no lo merecía. Para
esto ponía en funciones toda la maquinaria más brillante que sólida de
su raciocinio, aprendido en el comercio de las liviandades humanas y en
someras lecturas. «Hija de mi alma, hay que ponerse en la realidad. Hay
dos mundos, el que se ve y el que no se ve. La sociedad no se gobierna
con las ideas puras. Buenos andaríamos... No soy tan culpable como
parece a primera vista; fíjate bien. Las diferencias de educación y de
clase establecen siempre una gran diferencia de procederes en las
relaciones humanas. Esto no lo dice el Decálogo; lo dice la realidad. La
conducta social tiene sus leyes que en ninguna parte están escritas;
pero que se sienten y no se pueden conculcar. Faltas cometí, ¿quién lo
duda?, pero imagínate que hubiera seguido entre aquella gente, que
_hubiera cumplido mis compromisos_ con la _Pitusa_... No te quiero decir
más. Veo que te ríes. Eso me prueba que hubiera sido un absurdo, una
locura recorrer lo que, visto de allá, parecía el camino derecho. Visto
de acá, ya es otro distinto. En cosas de moral, lo recto y lo torcido
son según de donde se mire. No había, pues, más remedio que hacer lo que
hice, y salvarme... Caiga el que caiga. El mundo es así. Debía yo
salvarme, ¿sí o no? Pues debiendo salvarme, no había más remedio que
lanzarme fuera del barco que se sumergía. En los naufragios siempre hay
alguien que se ahoga... Y en el caso concreto del abandono, hay también
mucho que hablar. Ciertas palabras no significan nada por sí. Hay que
ver los hechos... Yo la busqué para socorrerla; ella no quiso parecer.
Cada cual tiene su destino. El de ella era ese: no parecer cuando yo la
buscaba».
Nadie diría que el hombre que de este modo razonaba, con arte tan sutil
y paradójico, era el mismo que noches antes, bajo la influencia de una
bebida espirituosa, había vaciado toda su alma con esa sinceridad brutal
y disparada que sólo puede compararse al vómito físico, producido por un
emético muy fuerte. Y después, cuando el despejo de su cerebro le hacía
dueño de todas sus triquiñuelas de hombre leído y mundano, no volvió a
salir de sus labios ni un solo vocablo soez, ni una sola espontaneidad
de aquellas que existían dentro de él, como existen los trapos de
colorines en algún rincón de la casa del que ha sido cómico, aunque sólo
lo haya sido de afición. Todo era convencionalismo y frase ingeniosa en
aquel hombre que se había emperejilado intelectualmente, cortándose una
levita para las ideas y planchándole los cuellos al lenguaje.
Jacinta, que aún tenía poco mundo, se dejaba alucinar por las dotes
seductoras de su marido. Y le quería tanto, quizás por aquellas mismas
dotes y por otras, que no necesitaba hacer ningún esfuerzo para creer
cuanto le decía, si bien creía por fe, que es sentimiento, más que por
convicción. Largo rato charlaron, mezclando las discusiones con los
cariños discretos (por que en Sevilla entró gente en el coche y no había
que pensar en la _besadera_), y cuando vino la noche sobre España, cuyo
radio iban recorriendo, se durmieron allá por Despeñaperros, soñaron con
lo mucho que se querían, y despertaron al fin en Alcázar con la idea
placentera de llegar pronto a Madrid, de ver a la familia, de contar
todas las peripecias del viaje (menos la escenita de la noche aquella) y
de repartir los regalos.
A Estupiñá le llevaban un bastón que tenía por puño la cabeza de una
cotorra.
-VI-
Más y más pormenores referentes a esta ilustre familia
--i--
Pasaban meses, pasaban años, y en aquella dichosa casa todo era paz y
armonía. No se ha conocido en Madrid familia mejor avenida que la de
Santa Cruz, compuesta de dos parejas; ni es posible imaginar una
compatibilidad de caracteres como la que existía entre Barbarita y
Jacinta. He visto juntas muchas veces a la suegra y a la nuera, y por
Dios que se manifestaba muy poco en ellas la diferencia de edades.
Barbarita conservaba a los cincuenta y tres años una frescura
maravillosa, el talle perfecto y la dentadura sorprendente. Verdad que
tenía el cabello casi enteramente blanco; el cual más parecía empolvado
conforme al estilo Pompadour, que encanecido por la edad. Pero lo que la
hacía más joven era su afabilidad constante, aquel sonreír gracioso y
benévolo con que iluminaba su rostro.
De veras que no tenían por qué quejarse de su destino aquellas cuatro
personas. Se dan casos de individuos y familias a quienes Dios no les
debe nada; y sin embargo, piden y piden.
Es que hay en la naturaleza humana un vicio de mendicidad; eso no tiene
duda. Ejemplo los de Santa Cruz, que gozaban de salud cabal, eran ricos,
estimados de todo el mundo y se querían entrañablemente. ¿Qué les hacía
falta? Parece que nada. Pues alguno de los cuatro pordioseaba. Es que
cuando un conjunto de circunstancias favorables pone en las manos del
hombre gran cantidad de bienes, privándole de uno solo, la fatalidad de
nuestra naturaleza o el principio de descontento que existe en nuestro
barro constitutivo le impulsan a desear precisamente lo poquito que no
se le ha otorgado. Salud, amor, riqueza, paz y otras ventajas no
satisfacían el alma de Jacinta; y al año de casada, más aún a los dos
años, deseaba ardientemente lo que no tenía. ¡Pobre joven! Lo tenía
todo, menos chiquillos.
Esta pena, que al principio fue desazón insignificante, impaciencia tan
sólo convirtiose pronto en dolorosa idea de vacío. Era poco cristiano,
al decir de Barbarita, desesperarse por la falta de sucesión. Dios, que
les diera tantos bienes, habíales privado de aquel. No había más remedio
que resignarse, alabando la mano del que lo mismo muestra su
omnipotencia dando que quitando.
De este modo consolaba a su nuera, que más le parecía hija; pero allá en
sus adentros deseaba tanto como Jacinta la aparición de un muchacho que
perpetuase la casta y les alegrase a todos. Se callaba este ardiente
deseo por no aumentar la pena de la otra; mas atendía con ansia a todo
lo que pudiera ser síntoma de esperanzas de sucesión. ¡Pero quia! Pasaba
un año, dos, y nada; ni aun siquiera esas presunciones vagas que hacen
palpitar el corazón de las que sueñan con la maternidad, y a veces les
hacen decir y hacer muchas tonterías.
«No tengas prisa, hija --decía Barbarita a su sobrina--. Eres muy joven.
No te apures por los chiquillos, que ya los tendrás, te cargarás de
familia, y te aburrirás como se aburrió tu madre, y pedirás a Dios que
no te dé más. ¿Sabes una cosa? Mejor estamos así. Los muchachos lo
revuelven todo y no dan más que disgustos. El sarampión, el
garrotillo... ¡Pues nada te quiero decir de las amas!... ¡qué
calamidad!... Luego estás hecha una esclava... Que si comen, que si se
indigestan, que si se caen y se abren la cabeza. Vienen después las
inclinaciones que sacan. Si salen de mala índole... si no estudian...
¡qué sé yo!...».
Jacinta no se convencía. Quería canarios de alcoba a todo trance, aunque
salieran raquíticos y feos; aunque luego fueran traviesos, enfermos y
calaveras; aunque de hombres la mataran a disgustos. Sus dos hermanas
mayores parían todos los años, como su madre. Y ella nada, ni
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