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Flor de mayo - 02

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  Por encima del gentío asomaban los kepis de los municipales, pugnando
  por abrirse paso... La vieja dio órdenes. Todas á sus puestos, y
  _mutis_. No era cosa de dar gusto á aquellos vagos para que las
  fastidiasen con citaciones y juicios. Allí no había pasado nada.
  Dolores vió su cabeza cubierta con un pañuelo de seda que le tapaba la
  ensangrentada oreja; las pescadoras ocuparon sus mesas con cómica
  gravedad, pregonando el pescado á todo pulmón, y los municipales fueron
  de puesto en puesto entre la algarabía infernal sin merecer otra
  respuesta que airadas palabras.
  ¿Qué buscaban allí? En otra parte estaba su ocupación. Allí nada había
  ocurrido. Siempre acudían donde no les llamaban.
  Y tuvieron que salir de la Pescadería con las orejas gachas, perseguidos
  por el vozarrón cascado de la _tía Picores_, indignada ante la
  oficiosidad de tales mequetrefes y por el irónico retintín de las
  balanzas, que parecían darles una cencerrada.
  Se restableció la calma. Las pescaderas sólo pensaron en atraer
  compradores. Rosario quedó erguida en su asiento, con los brazos
  cruzados, la mirada torcida é inmóvil, sin preocuparse de vender, como
  una esfinge irritada, marcándose cada vez más en sus mejillas las
  huellas violáceas de las bofetadas recibidas, mientras Dolores,
  volviéndole la espalda, hacia esfuerzos para contener las lágrimas que
  le arrancaba el dolor.
  La _tía Picores_ mostrábase preocupada; hablaba en voz alta, como si
  sostuviera un diálogo con los yertos pescados que tenía delante... ¿Pero
  iban á estar así las grandísimas arrastradas toda su vida? ¿Siempre
  mátame ó te mataré?... Y todo por cuestión de hombres... ¡Animales! Como
  si no los hubiera de sobra en este mundo. Ella debía evitarlo; vaya si
  lo evitaría. Y si se resistían, las emprendería á bofetadas, pues le
  sobraban agallas para ello.
  A las once se zampó el almuerzo que le trajo la mandadera: un rollo de
  pan moreno con dos chuletas chorreantes, que despachó en unos cuantos
  bocados, y después, limpiándose con el mugriento delantal la profunda
  estrella de arrugas, relucientes de grasa, fué á plantarse ante la mesa
  de su sobrina, sermoneándola agriamente.
  _Aquello_ se había de arreglar. No le gustaba que la familia fuese en
  lenguas, dando que reír á toda la Pescadería. ¡Se había de arreglar!
  ¿Entiendes? Ella tenía empeño, y cuando ella se empeñaba en algo, se
  hacía por encima de la cabeza de Dios, aunque tuviera que ir á bofetadas
  con medio mundo. ¡Bonita era cuando se enfadaba! Lo de antes no valía
  nada comparado con lo que ocurriría si ella se echaba el alma atrás.
  --No, no--gimoteaba Dolores, cerrando los puños y moviendo la cabeza con
  enérgica negativa.
  ¿Cómo que no?... Pues aunque su sobrina no quisiera, había de acabar una
  enemistad tan escandalosa. Eran cuñadas, y lo que había ocurrido no
  resultaba irremediable... ¿Que le había desgarrado la oreja? Anda, hija
  mía, que buenas bofetadas la había largado ella antes. Váyase lo uno por
  lo otro, y haya paz. Lo dicho; mucho _mutis_ y á obedecer á la tía.
  Y de allí pasó á la mesa de Rosario, á la que habló aun más fuerte. Era
  una fiera de mala baba, sí señor; una perra rabiosa. Y que no le
  replicara ni la mirase con tanta cólera, porque le tiraría una libra á
  la cabeza. Ya era sabido cómo las gastaba ella, y además, para haber
  sido amiga de su madre, la tenía muy poco respeto. _Aquello_ había de
  acabar. Lo decía ella, y basta. Allí estaba la pobre Dolores llorando de
  dolor. ¿Era aquella manera de reñir? ¿Le parecía decente estirar así las
  orejas? Eso era propio de un mal bicho. Para reñir se procedía con más
  nobleza; pegar fuerte y donde no salta sangre. Allí estaba ella, que
  había ido á la greña con todas las de su época. La que más podía le
  remangaba los zagalejos á la otra, y allí... en lo blando, zurra que te
  zurra, para que tuviera que sentarse de lado durante una semana; y
  después, tan amigas, á jurar la paz en la chocolatería. Así procedían
  las personas decentes, y así sería ahora, porque ella lo decía... ¿Que
  no? ¿Que Dolores le quitaba el marido?... ¡Cordones con el marido! No
  parecía sino que su sobrina era la que iba á buscarle.
  Los hombres son los que buscan; y si ella quería tener seguro el suyo,
  que no fuese boba y se pusiera bien las enaguas en su casa. Cuando se
  quiere guardar un hombre hay que tener muchas agallas, ¡recordones! y
  sobre todo arreglarlo de tal modo que antes que salga de casa no le
  queden ganas de buscar nada en la del vecino. ¡Ay qué chicas las de
  ahora! ¡Y qué poco saben! En la piel de Rosario debía estar ella, y ya
  vería si su hombre cumplía la obligación... Nada; lo dicho. La cosa se
  arreglaría. Ella y la otra tenían que obedecerla y respetarla, ó de lo
  contrario...
  Y mezclando amenazas con rudas expresiones de cariño, la _tía Picores_
  volvió á su puesto á continuar la venta.
  Aquél día terminó pronto. La gente deseaba pescado, y á mediodía
  comenzaron á vaciarse las mesas. La pesca sobrante fue metida en toneles
  entre capas de nieve y trapos mojados, y comenzaron los tartaneros á
  recoger cuévanos y banastas, apilándolos en las traseras de sus
  desvencijados carromatos.
  La _tía Picores_ se arreglaba el mantón de cuadros en medio de la
  Pescadería, rodeada de algunas amigachas de su época, fieles compañeras
  que le ayudaban á pagar á escote al tartanero.
  Había que arreglar lo de las chicas. Y cuando estuvieron ya en la
  tartana todas las cestas, fué á las mesas de las dos rivales, sacándolas
  á pellizcos y á empujones.
  Dolores y Rosario, vencidas por la tenacidad terrible de la vieja,
  estaban una junto á otra con la cabeza baja, como avergonzadas y
  pesarosas por el contacto, pero sin atreverse á chistar.
  --_Espéramos_ _en la chocolatería_--ordenó la vieja al tartanero.
  Y el respetable grupo de mantones á cuadros y faldas de insufrible tufo
  salió de la Pescadería, conmoviendo las losas con su rudo chancleteo.
  Iban una tras otra á la desfilada por la plaza del Mercado, donde se
  estaban realizando las últimas ventas. La _tía Picores_ al frente,
  abriendo paso á empujones; detrás sus viejas amigas, de hocico arrugado
  y ojos amarillentos; Rosario, que como había venido á pie iba cargada
  con sus cestas vacías, y Dolores, que á pesar de su dolorida oreja
  sonreía por costumbre al oir los chicoleos que provocaba su rostro
  moreno asomando bajo el pañuelo de pita.
  Tomaron posesión de la chocolatería, como antiguas parroquianas, dejando
  sobre las mesitas de mármol las cestas de Rosario, que apestaban,
  mezclando su olor de podredumbre con el perfume de chocolate barato que
  salía de la cocina inmediata.
  La _tía Picores_ bufaba de satisfacción al verse en la fresca sala que
  constituía su mayor lujo, contemplando todos los detalles, que le eran
  tan conocidos: el zócalo de pintarrajeada esterilla; las paredes de
  blancos azulejos; la mampara de cristales helados con cortinillas rojas;
  en la puerta las heladoras, inmóviles, con la panza enfundada en corcho
  y puntiaguda caperuza de metal; más adentro el mostrador, con sus dos
  urnas de cristal para los bizcochos y los azucarillos, y tras él la
  dueña dormitando, moviendo perezosamente la caña con su cabellera de
  rizados papeles para espantar el enjambre de moscas.
  ¿Qué iban á tomar? ¡Lo de siempre!... eso no se pregunta. Jícara de á
  onza por barba y vaso de refresco.
  Con este eran cuatro chocolates los que había engullido la _tía Picores_
  en la mañana; pero su estómago y el de sus amigas estaban á prueba del
  Caracas falsificado, que sorbían con sibarítico placer. ¿Había cosa
  mejor en el mundo? Aquello alargaba la vida. Y las arrugadas narices de
  las viejas contraíanse con expresión ansiosa, aspirando el humillo
  azulado que exhalaban las blancas jícaras.
  Salían los pedazos de ensaimada chorreando obscura pasta para sumirse en
  las bocas desdentadas, mientras que las dos jóvenes apenas si comían,
  permaneciendo con la cabeza baja para no cruzar sus miradas.
  Pero como ya la jícara de la _tía Picores_ estaba casi vacía, intervino
  su vozarrón en el penoso silencio.
  ¡Pero qué tontas eran! ¿Aun les duraba el disgusto? Había que reconocer
  que las pescaderas de ahora eran muy diferentes á las de antes. ¡Qué
  morros se ponían! ¡Qué rencores se guardaban! ¡Ni que fuesen señoritas!
  Antes la gente tenía mejor corazón. Y si no, vamos á ver: ¿no se había
  tirado ella del moño con todas las de su edad que estaban presentes?
  (Aquí un movimiento afirmativo de las seis amigas de la vieja loba.) De
  seguro que si se arremangasen los zagalejos, aun encontrarían tal vez
  más abajo de la espalda la señal de algún taconazo traidor; y sin
  embargo, tan amigas, tan dispuestas á hacerse un favor, á remediarse en
  una desgracia. Y así debe ser la gente, ¡recordones! Todas tenemos un
  pronto, pero después que nos pasa se olvida, como hacen las gentes de
  buen corazón. Las rabietas se dejan á la puerta de la chocolatería, y
  aquí dentro buenas amigas. Lo que decía su madre y se ha dicho siempre
  en la Pescadería. Los pesares no han de pasar de la garganta.
  _Pesar, d' así no has de pasar._ _Chocolate, bollet y gòt de quinset._
  Y aunque el vaso no fuera de _quinset_, por no ser aún época de helados,
  todas las viejas, aprobando la filosofía de su compañera, se sorbieron
  los vasos de tisana dulce, expresando algunas su satisfacción con
  ruidosos eructos.
  Pero la _tía Picores_ iba indignándose ante la silenciosa reserva de las
  dos rivales. ¡Qué! ¿Iban á estarse así toda la vida? ¿Es que sus
  palabras no valían nada? Á ver: Rosario, que era la más culpable.
  Y la mujercita, siempre con la cabeza baja, tirando de los flecos de su
  mantón, masculló algo confusamente sobre su marido, y al fin dijo con
  lentitud:
  Yo... _si esta me promet_... _ferli mala cara_...
  Dolores saltó inmediatamente, irguiendo su soberbia cabeza.
  ¡Hacer mala cara! ¿Era ella acaso algún coco, algún _butòni_ para
  asustar á las personas? Además, Tonet, el dichoso marido de la otra, era
  hermano de su hombre, y á un cuñado no se le puede cerrar la puerta ni
  recibirlo con cara de vinagre. Pero al fin... ella era buena; ella no
  tenía ganas de ruidos; ella quería vivir en santa paz y no le gustaba
  tampoco que la llevaran en lenguas. Todo eran líos, mentiras de la gente
  que no sabe cómo _enguerrar_ á los buenos matrimonios. ¡Que ella había
  sido novia de Tonet antes de casarse con su hermano!... ¿y qué? ¿Era la
  primera vez que ocurría esto? ¿Y qué otro motivo había para que la
  _armasen_ tales calumnias?... Lo volvía á repetir: quería paz y
  tranquilidad. Hacer mala cara, eso no; pero prometía que si alguna
  confianza se tomaba con Tonet, como á cuñado que era, no volvería á
  repetirla para que las malas lenguas no tuviesen donde agarrarse.
  La _tía Picores_ estaba radiante. Así le gustaban á ella las personas.
  Buen corazón ante todo. ¡Qué! ¿estaba contenta Rosario? ¿No era
  bastante? Ahora un abrazo y todo se acabó.
  Y de mala gana, casi empujadas por las viejas, las dos cuñadas se
  abrazaron sin levantarse de las sillas.
  La tía, satisfecha de su triunfo, hablaba por los codos. Era una locura
  que las mujeres riñesen por un hombre. Lo que ella decía. ¿No había de
  sobra hombres en el mundo? Eso es lo que querían los muy granujas; que
  riñesen por ellos, para crecerse y hacer su santa voluntad.
  La mujer debía tener _agallas_, sí señor; muchas _agallas_. Ser como
  ella, que cuando su difunto le hacía una, sabía traerlo al orden, y
  hasta si era preciso, obligarle á que le pidiese perdón.
  Además, buenos eran ellos para tenerles celos. ¿Para qué mayor infierno?
  ¿Sabía una siempre dónde pasaba las horas el marido al salir de casa?
  No; por lo mismo era una tontería enrabietarse por sus pilladas y no
  darse buena vida. Cuanto más fiera es una, más la quieren. Lo que hacía
  ella con el difunto cuando sospechaba algo. ¡Fuera de la cama; y donde
  has pasado el verano pasa el invierno! Siempre la cara de perro; nada de
  mimos ni _cucamonas_; así la respetan á una.
  Dolores, seria y estirada, contraía los labios como si contuviera la
  risa que le escarabajeaba en el paladar.
  Rosario protestaba. No; ella no estaba conforme con la _tía Picores_.
  Vivía honradamente con su marido y tenía derecho á que Tonet la imitara.
  No le gustaban líos ni enredos.
  La vieja la interrumpió. Todo aquello eran músicas, _hipocresías_ que la
  daban asco. Había que tomar á los hombres tal como eran. ¿Verdad,
  chicas?...
  Y todas las amigachas afirmaban moviendo sus cabezas de indio viejo.
  La _tía Picores_ continuó. Todos los hombres eran unos bestias, que
  cuanto más mal los trata una, mejor la siguen como perros. Además, la
  que quisiera tener seguro á su hombre, que lo atase á una pata de la
  cama con las cintas de las enaguas... Y no decía más.
  El tartanero había asomado su cabeza varias veces. Esperaba impaciente y
  manifestaba su prisa con un gran acompañamiento de interjecciones contra
  aquellas viejas que tomaban su tartana como una carroza propia.
  --_¡Aguárdat, cara de palleta!_--gritó la ronca vieja--. _¿Qué no te
  paguem?_...
  Y al ver que sus amigachas rebuscaban en sus bolsas, extendió su brazo
  majestuosamente. Allí no pagaba nadie, ¡recordones! La fiesta era cosa
  suya. Había que celebrar la reconciliación de las chicas.
  Poniéndose en pie, se arremangó falda y zagalejo, buscando sobre las
  enaguas una gran bolsa ceñida á la cintura, de la que fue sacando unas
  tijeras de destripar pescado cubiertas de escamas, una navaja mohosa, y
  por fin un puñado de calderilla, que arrojó sobre la mesa.
  Algunos minutos pasó contando y recontando las piezas pegajosas,
  saturadas de olor de marisco, y por fin dejó el montoncito sobre el
  mármol, saliendo de la chocolatería cuando ya todas las amigachas se
  habían encaramado en la vieja tartana.
  Rosario, con sus cestas vacías, estaba en la acera, frente á Dolores,
  mirándose las dos y sin saber qué decirse.
  La _tía Picores_ la invitó á subir en la tartana. Se apretarían un poco
  y la llevarían hasta casa.... ¿Que no? Bueno, pues ya sabía lo dicho:
  mucha paz y tranquilidad.
  --_Adiós_, _Rosario_--dijo Dolores sonriendo graciosamente--. _Ya saps
  que som amigues_.
  Y saludándola con amistoso ademán, subió seguida de su tía, inclinándose
  quejumbrosamente la tartana bajo el peso de las dos soberbias moles.
  Se alejó el carromato con suspiros de desvencijamiento y chirridos de
  hierro viejo, y la mujercita, con sus cestas al brazo, quedó inmóvil en
  la acera, como si despertase asombrada, no creyendo en la realidad de
  una reconciliación con su rival.
  
  II
  Habían pasado muchos años, y sin embargo, unos por referencia y otros
  como testigos presenciales, todos se acordaban en el Cabañal de lo
  ocurrido un martes de Cuaresma.
  El día fué de los más hermosos. El mar estaba tranquilo, terso como un
  espejo, sin la más ligera ondulación, reflejando el inquieto triángulo
  de oro que formaba el sol sobre las muertas aguas.
  Vendíase el pescado como una bendición de Dios. La demanda era mucha en
  el mercado de Valencia, y las barcas arrastraban sus redes frente al
  cabo de San Antonio sin la menor inquietud, fiadas en la calma y
  deseando sus patrones llenar las cestas cuanto antes para regresar al
  Cabañal, en cuya playa esperaban impacientes las pescaderas.
  Á mediodía cambió el tiempo. Sopló el viento de Levante, tan terrible en
  el golfo de Valencia; el mar se rizó levemente; avanzó el huracán,
  arrugando la tersa superficie, que tomaba un color lívido, y un montón
  de nubes corriéronse desde el horizonte, cubriendo al sol.
  En la playa fué grande la alarma. Aquel viento anunciaba para las
  pobres gentes, duchas en las desgracias del mar, una tempestad de las
  que dejan rastro en los hogares de los pescadores.
  Alborotábanse las pobres mujeres, y con las faldas azotadas por el
  viento corrían por la playa sin saber dónde ir, dando espantosos
  alaridos y encomendándose á todos los santos de su devoción, mientras
  que los hombres, pálidos, ceñudos, chupando sus cigarrillos y poniéndose
  al abrigo de las barcas varadas en la arena, examinaban el horizonte,
  cada vez más obscuro, con la mirada concentrada y poderosa de las gentes
  del mar, y se fijaban con inquietud en la entrada del puerto, en la
  avanzada escollera de Levante, rojos pedruscos sobre los cuales
  comenzaban á romperse las primeras moles de agua, cubriéndolos de
  hirvientes espumarajos.
  La suerte de tantos padres á quienes la tempestad habría sorprendido
  ganándose el pan, hacía temblar á la gente de la playa; y á cada mugido
  del viento, todos, bamboleándose sobre la arena, pensaban en los
  robustos mástiles, en las triangulares velas que tal vez en el mismo
  momento se hacían trizas.
  Á media tarde en el horizonte, cada vez más obscuro, comenzó a marcarse
  una línea de velas, como inquietos copos de espuma, que tan pronto se
  remontaban como desaparecían.
  Llegaban como rebaño asustado y en dispersión, dando tumbos sobre las
  lívidas olas, perseguidas siempre por el mugido feroz, que parecía
  divertirse arrancándolas en cada papirotazo una vela, un trozo de
  mástil ó el timón, hasta que levantando una montaña de agua verdosa,
  cogía de través á la desmantelada barca y se la sorbía.
  La última y más terrible lucha fué á la entrada del puerto. En las
  barcas que consiguieron entrar, los tripulantes, mojados de pies á
  cabeza, recibían los abrazos de sus familias con ojos de idiota, como
  resucitados que se asombran al verse de pronto en plena vida. Aquella
  noche dejó memoria en el Cabañal.
  Grupos de mujeres desmelenadas, frenéticas de dolor, roncas de gritar
  sus aclamaciones al cielo, corrían por el muelle de Levante, expuestas á
  ser devoradas por las olas que escalaban los peñascos, mojadas por el
  polvo de amarga agua que escupía la furiosa marea, y miraban ansiosas el
  horizonte, como si en la sombra pudieran distinguir la lenta y horrible
  agonía de las últimas barcas.
  Faltaban muchas á llegar. ¿Dónde estarían? ¡Ay Dios!... ¡qué felices
  eran las mujeres que estaban en el puerto abrazando á sus maridos é
  hijos, mientras los otros, más infortunados, corrían dentro de un ataúd
  al través de la noche, saltando de ola en ola, rodando á lo más hondo de
  hirvientes simas, sintiendo bajo los pies el crujir de las quebrantadas
  tablas y sobre la cabeza la lívida montaña de agua próxima á
  desplomarse!
  Llovió durante toda la noche, y muchas mujeres esperaron el amanecer en
  el muelle, combatido por el oleaje, envueltas en el calado mantón, en
  cuclillas sobre el barro negruzco del carbón de piedra, rezando á gritos
  para ser oídas mejor por los sordos de arriba, é interrumpiendo algunas
  veces su oración para tirarse de los revueltos pelos, lanzando á lo
  alto, en un arranque de odio y resentimiento, las terribles blasfemias
  de la Pescadería.
  ¡Hermoso amanecer! El sol asomó su hipócrita cara tras la tranquila
  línea del mar, matizada á trechos por las espumas de la noche anterior;
  extendió sobre las aguas su ancha faja de reflejos dorados é inquietos,
  embelleciéndolo todo; allí no había pasado nada; y lo primero que
  doraron sus rayos en la playa de Nazaret, fué el casco destrozado de un
  bergantín noruego encallado la noche anterior, hundido en la arena,
  mostrando á flor de agua sus costados despanzurrados, hechos astillas, y
  los palos rotos tremolando todavía jirones de velas.
  Su cargamento era madera del Norte; y mansamente empujados por los
  suaves estremecimientos del mar, iban hacia la playa las enormes vigas,
  los aserrados tablones que, pescados por el revuelto enjambre de puntos
  negros que pululaba en la playa, desaparecían como tragados por la
  arena.
  Bien trabajaban aquellas hormigas. Para ellas era la tempestad. Y por
  los caminos de la huerta de Ruzafa deslizábanse arrastradas las hermosas
  maderas del Norte, que habían de convertirse en techumbres de nuevas
  barracas.
  Los piratas de la playa arreaban alegremente sus caballerías como
  legítimos poseedores del botín, sin pensar que tal vez estaba salpicado
  con la sangre de los infelices extranjeros que dejaban á sus espaldas
  tendidos sobre la arena.
  En la playa, los carabineros y la muchedumbre inactiva formaban corros
  más curiosos que aterrados en torno de unos cuantos cadáveres tendidos
  entre el agua y la arena, hermosos mocetones rubios y fornidos,
  mostrando por entre los jirones de sus ropas la carne dura, de blancura
  femenil, mientras sus ojos azules, turbios é inmóviles, miraban al cielo
  con misteriosa expresión.
  El naufragio del bergantín noruego fué lo más notable de la tempestad.
  Los periódicos hablaron de la catástrofe. Acudió la gente de Valencia
  como en romería para ver de lejos el buque náufrago hundido hasta la
  borda en la movediza arena, y todos olvidaron las barcas pescadoras,
  acogiendo con gestos de extrañeza las lamentaciones de aquellas mujeres
  que no veían volver á los suyos.
  La desgracia no era tan grande como en un principio se creyó. Al
  serenarse el mar fueron volviendo al puerto muchas barcas, á las que se
  tenía por perdidas.
  Habíanse refugiado huyendo de la tempestad en Denia, en Gandía ó en
  Cullera, y cada una de ellas, al llegar al puerto, provocaba alaridos de
  alegría, exclamaciones de gozo, votos de gracias á todos los santos
  encargados de cuidar los hombres que se ganan en el mar la
  subsistencia.
  Una sóla no volvió: la barca del tío Pascualo, un vividor de los más
  tenaces que se conocían en el Cabañal, siempre rabiando por conquistar
  la peseta, pescador en invierno y contrabandista en verano, gran
  marinero y constante visitador de las playas de Argel y Orán, á las que
  llamaba con familiaridad la _còsta d'afòra_, como si se tratase de la
  acera de enfrente.
  Su mujer, Tona, pasó más de una semana esperándole en el puerto, siempre
  con un arrapiezo al pecho y otro más talludo y gordinflón agarrado a sus
  faldas. Esperaba á su Pascual, y á cada nuevo informe que la daban,
  prorrumpía en lamentaciones y se mesaba los pelos, llamando á gritos á
  María Santísima.
  Los pescadores no se expresaban con claridad, pero al hablarla ponían el
  gesto fosco. Habían visto la barca corriendo el temporal frente al cabo
  de San Antonio; le faltaban las velas; no pudo ganar tierra, y hasta
  alguno creía haberla visto al pie de una ola enorme, hinchada, verdosa,
  que la cogió de lado, no pudiendo asegurar si reapareció ó fué engullida
  por el agua.
  Y la infeliz mujer, siempre esperando en el puerto con sus dos hijos,
  tan pronto desesperada como animándose con extraña esperanza, hasta que
  por fin, á los doce días, una escampavía que costeaba persiguiendo el
  contrabando, condujo á la playa la barca del tío Pascualo con la quilla
  al aire, negra, lustrosa con la viscosidad del mar, flotando
  lúgu-bremente como gigantesco ataúd y rodeada de un enjambre de
  extraños peces, pequeños monstruos que parecían atraídos por un cebo que
  husmeaban á través de las quebrantadas tablas.
  Sacaron la barca á la orilla. El mástil estaba roto á ras de la
  cubierta, la cala llena de agua; y cuando los pescadores pudieron bajar
  á ella para acabar de vaciarla á fuerza de cubos, sus pies hundidos
  entre las cuerdas y cestones que aun estaban allí revueltos, tropezaron
  con algo blando y viscoso que les hizo gritar con instintivo horror. Era
  un muerto. Y hundiendo sus brazos en el agua que quedaba en el fondo de
  la bodega, sacaron un cuerpo hinchado, verdoso, con el vientre enorme
  próximo á estallar, la cabeza destrozada como repugnante masa, y en todo
  el cuerpo mordeduras de voraces pececillos que, no soltando su presa,
  erizábanse sobre el cadáver, comunicándole espeluznantes
  estremecimientos.
  Era el tío Pascualo; pero tan horrible, que la viuda prorrumpió en
  lamentos, sin atreverse á tocar la masa repugnante. Algún golpe de mar
  le había arrojado al fondo de la cala antes que la barca se perdiese, y
  allí se quedó con la cabeza destrozada, sirviéndole de tumba el armazón
  de tablas, ilusión de toda su vida, que representaba treinta años de
  economías amasadas ochavo sobre ochavo.
  Las comadres del Cabañal prorrumpían en lamentos al ver cómo dejaba el
  mar á los hombres que tenían el valor de explotarlo, y con sus alaridos
  de plañidera acompañaron al cementerio la caja que contenía el cadáver
  roído y aplastado.
  Durante una semana se habló mucho del tío Pascualo; después la gente
  sólo se acordó de él al ver á su viuda, siempre suspirando, con un
  arrapiezo de la mano y otro al pecho.
  Algo más que la pérdida del marido lloraba la pobre Tona. Veía acercarse
  la miseria; pero no una miseria tolerable, sino la que espanta á la
  misma pobreza acostumbrada á privaciones; la carencia de hogar, la
  necesidad de tender la mano en las calles para conseguir el ochavo ó el
  mohoso mendrugo.
  Cuando aun estaba reciente su desgracia encontró protección; y las
  limosnas, las suscripciones entre el vecindario, pudieron sostenerla
  durante tres ó cuatro meses; pero la gente es olvidadiza. Tona ya no fué
  la viuda del náufrago, sino una pobre más que importunaba á todos con
  lamentaciones pedigüeñas, y al fin vió cerrarse muchas puertas y
  volverse con desvío caras amigas que siempre habían tenido para ella
  cariñosas sonrisas.
  Pero no era mujer para amilanarse ante el desvío general. ¡Ea! ya había
  llorado bastante. Llegaba el momento de ganarse la vida como una buena
  madre que tiene magníficos puños y dos bocas que la piden pan.
  No la quedaba en el mundo otra fortuna que la barca rota donde murió su
  marido, y que puesta en seco se pudría sobre la arena, unas veces
  inundada su cala por las lluvias y otras resquebrajándose su madera con
  los ardores del sol, anidando en sus grietas voraces enjambres de
  mosquitos.
  Tona tenía un plan. Donde estaba la barca podía plantear su industria.
  La tumba del padre serviría de sustento para ella y los hijos.
  Un primo hermano del difunto Pascual, el tío Mariano, solterón que iba
  para rico y parecía tener algún cariño á los dos sobrinos, fue, a pesar
  de su avaricia, el que ayudó á la viuda en los primeros gastos.
  Un costado de la barca fué aserrado hasta el suelo, formando una puerta
  con pequeño mostrador. En el fondo de la barca colocáronse algunos
  tonelillos de aguardiente, ginebra y vino; la cubierta fué sustituida
  por un tejado de tablones embreados que dejaba mayor espacio en el
  lóbrego tabuco; á proa y popa, con los tablones sobrantes, formáronse
  dos agujeros á modo de camarotes; el uno para la viuda y el otro para
  los niños, y sobre la puerta extendióse un tinglado de cañas, bajo el
  cual mostrábanse con cierta prosopopeya dos mesillas cojas y hasta media
  docena de taburetes de esparto.
  La fúnebre barca convirtióse en cafetín de la playa, cerca de la casa
  donde están los toros para el arrastre de las embarcaciones, en el punto
  en que se descarga el pescado y es mayor la afluencia de gente.
  Las comadres del Cabañal estaban asombradas. Tona era el mismo demonio.
  ¡Miren qué bien sabía ganarse la vida! Toneles y botellas se vaciaban
  que era una bendición de Dios; los pescadores sorbían allí sus copas sin
  necesidad de atravesar toda la playa para ir á las tabernas del Cabañal,
  y bajo el tinglado, en las cojas mesillas, echaban sus partidas de
  _truque y flor_, esperando la hora de hacerse à la mar y amenizando el
  juego con sendos tragos de caña que Tona recibía directamente de la
  misma Cuba, según su formal juramento.
  La barca en seco navegaba viento en popa. Cuando saltando de ola en ola
  arrastraba las redes, jamás había producido tanto al tío Pascual como
  ahora, que vieja y con el costillaje quebrantado, la explotaba la viuda.
  Pruebas eran de esto las sucesivas transformaciones que iba
  experimentando la original instalación. Los agujeros de los dos
  camarotes cubríanse con vistosas cortinas de sarga; y cuando éstas se
  levantaban, veíanse colchones nuevos y almohadas de blanca funda; sobre
  el mostrador brillaba como un bloque de oro la reluciente cafetera; la
  barca, pintada de blanco, había perdido el fúnebre aspecto de tumba que
  recordaba la catástrofe, y junto á sus costados iban extendiéndose
  cercas de cañas, conforme aumentaba la prosperidad del establecimiento.
  
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