El idilio de un enfermo - 09

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la subasta de los mansos de la parroquia, que bien valía ella sola los
catorce mil reales.
No se pasaron veinticuatro horas sin que el escribano le requiriese
verbalmente al pago. Tomás quedó sorprendido y aterrado. Nunca había
pensado que su hermano pudiera hacerle tal ruindad. Desde luego contestó
que no disponía de ese dinero, y pidió prórroga. D. Félix, con reparos y
palabras ambiguas, llegó a prometérsela, o tal creyó el desgraciado al
menos. Mas, a los dos días, se vio citado de conciliación ante el juez
municipal. Se le presentó el recibo, reconoció la firma y volvió a
declarar que por el momento no le era posible pagar aquella deuda; que
pagaría los réditos vencidos y firmaría nueva obligación,
comprometiéndose a saldarla en el término de seis meses. Don Félix no
admitió este arreglo, quedó disuelto el acto, y a instancia suya fue
expedido por el juzgado de primera instancia de Lada despacho de
ejecución contra el molinero, por valor de los catorce mil reales.
Y una mañana, cuando la familia se disponía a comer, entró por la puerta
el escribano (D. Félix, no, que era parte; otro) acompañado de dos
alguaciles, para ejecutar el embargo. Detrás de ellos, algunos curiosos
que les habían visto cruzar por el pueblo, los cuales se mantuvieron un
trecho separados de la casa esperando ver en lo que paraba aquello.
Tomás los recibió extrañamente inmutado, como si le viniesen a notificar
su sentencia de muerte.
--¡No hay que apurarse, hombre, no hay que apurarse!--le dijo el
escribano con semblante risueño.--Las cosas hay que tomarlas como
vienen; cachaza y mucho pecho.
Después le preguntaron dónde tenía el ganado. Parte estaba en los prados
y parte en el establo. Era necesario juntarlo todo. El infeliz se vio
obligado a acompañarles hasta el prado, para traer al establo lo que le
faltaba. Iba más muerto que vivo, pálido, silencioso; se le había
concluido la vena jocosa de que tanto abusaba. A la vuelta no pudo
resistir; se metió en la huerta de casa y se arrojó de bruces debajo de
un árbol, mesándose los cabellos sin articular palabra.
Sacaron el ganado del establo y lo juntaron todo delante de casa. Ángela
y Rosa, en el corredor, sollozaban fuertemente. Rafael daba vueltas en
torno de los alguaciles, agitado y tembloroso, con la faz demudada y
reventando por llorar. Cuando aquéllos sacaron las cuerdas que traían
enrolladas y se dispusieron a amarrar las vacas, estalló en gemidos
lastimeros.
--¡Agapito... Agapito... por Dios, no me las lleve!... ¡Agapito!...
¡señor escribano!... por Dios no me las lleve... por su madre... no me
las lleve... ¡por Dios no me las lleve! Y deshecho en llanto, corría de
uno a otro lado con las manos plegadas pidiéndoles misericordia.
Los alguaciles ataban en silencio, con la cabeza baja, sin atreverse a
mirarle. El escribano, con la misma cara de risa, le dijo:
--Eh, tonto, no grites: ya te las volveremos.
Cuando terminaron y se prepararon a marchar, los alaridos del chico
fueron terribles. Los curiosos allí congregados trataban de consolarle
en vano. Según pasaban por delante de sus ojos las vacas, llamábalas a
gritos por sus nombres.
--_¡Parda!... ¡Garbosa!... ¡Salia!..._ ¡No me llevéis la _Salia_!...
Agapito, por tu madre... ¡no me lleves la _Salia_!
Pero cuando vio marchar una hermosa novilla, que era su favorita, no
pudo contenerse. Corrió a ella y se agarró con todas sus fuerzas a los
cuernos.
Los alguaciles quisieron en vano separarle; cuanto más tiraban de él,
con más rabioso esfuerzo asía de los cuernos y del cuello del animal,
que a su vez se arremolinaba y sacudía la cabeza para zafarse de unos y
otros. Algunos de los que presenciaban la escena reían; otros la
contemplaban con lástima.
Al fin consiguieron arrancarle la presa. El chico volvió a gritar:
--_¡Cereza! ¡Cereza!..._ Por Dios, me dejéis la _Cereza_... Señor
escribano, déjeme la _Cereza_...
Pero viendo que se alejaban sin hacer caso, dejó de suplicar. Se puso a
recoger piedras del suelo y a arrojárselas lleno de ira.
--¡Ladrones! ¡ladrones!... ladrones de vacas... ¡Déjame la Cereza,
ladrón!... ¡Deja esa vaca, ladrón!
Y tanto menudeaba las pedradas y con tal furia, que un alguacil se vio
obligado a volverse para castigarle. El muchacho se puso en salvo
corriendo. A los dos minutos ya estaba allí otra vez apedreándoles y
gritando:
--¡Deja esa vaca, ladrón!... ¡deja esa vaca, ladrón!
Y de esta suerte, huyendo cuando venían a cogerle y tornando en seguida
a tirarles piedras, les fue dando por más de media legua una muy pesada
escolta.
Los curiosos se habían diseminado. Reinaba completo silencio en el
Molino. Ángela y Rosa permanecían en el corredor, cada cual en un
rincón, con la cabeza entre las manos.
De pronto oyeron en la escalera los pasos de su padre, torpes y
vacilantes, como los de un beodo. Rosa se estremeció. Quiso ocultarse en
su cuarto; pero antes de que pudiese hacerlo, ya el bárbaro molinero
había caído sobre ella, mudo y rabioso como un tigre. La arrojó al suelo
y empezó a darle tremendos golpes con una gruesa vara de fresno. A los
pocos segundos la desdichada sangraba por todas partes, pero no exhalaba
una queja. En cambio, Ángela gemía pidiendo compasión, sin atreverse a
intervenir para defenderla.
La vara se quebró al medio. Con los cachos aún estuvo aporreándola buen
espacio. Cuando se cansó, asiola por los cabellos y la arrastró hasta el
cuarto, donde la dejó exánime y ensangrentada. Después, volviéndose
hacia Ángela, le dijo con voz temblorosa aún por la cólera:
--Ve a abajo y trae un pedazo de borona y un jarro de agua.
Ángela se apresuró a cumplir la orden. El padre fue otra vez al cuarto y
colocó uno y otro en el suelo, exclamando:
--¡Ahí tienes lo que has de comer y beber mientras seas tan perra!...
¡Yo te bajaré los humos!...
Después cerró la puerta y se guardó la llave, y, encarándose con Ángela,
le dijo con acento amenazador:
--¡Si tratas de darle una migaja más por la rendija, cuenta conmigo!
Bajó de nuevo la escalera. Ángela se fue a un rincón a llorar. El Molino
volvió a quedar en silencio.


XIV

Por la noche supo Andrés en la taberna lo acaecido en el Molino. Celesto
le refirió la escena con pelos y señales. Tan triste y abatido le dejó
el relato, que para confortarse un poco bebió contra su costumbre, y le
hizo daño. Entre el excusador y Celesto le llevaron a casa. Por la
mañana al despertarse no recordaba nada de lo que había pasado en la
taberna. Pero sí recordó con terrible claridad la situación en que sus
imprudentes galanteos habían colocado a la pobre Rosa. Después de
recapacitar un poco entre sábanas acerca del mejor partido que podía
tomar para redimir a la chica de tanto cuidado y dolor, no vio más
adecuada salida que partirse cuanto antes de Riofrío: lo mismo que venía
pensando hacía ya bastante tiempo sin ponerlo por obra. Su partida
restablecería la calma en aquella familia. Tomás y su hermano, no viendo
cerca el obstáculo capital para el logro de sus propósitos, apelarían a
medios más suaves. La misma Rosa, pasado algún tiempo (y esto era lo que
más trabajo costaba imaginar a su amor propio) le iría echando en olvido
y se acomodaría a la postre a ser la esposa rica y sumisa de su tío el
indiano. Y sin poner los pies fuera del lecho quedó resuelto de modo
irrevocable que al día siguiente muy tempranito montaría a caballo para
tomar en Lada el tren de la mañana.
Lo primero que hizo después de levantarse fue buscar a su tío para
comunicarle aquel designio. Hallolo en la huerta totalmente abstraído en
la contemplación melancólica de un pie de berza en que las orugas se
habían ensañado. Andrés no anduvo con rodeos. Se lo anunció de golpe y
porrazo.
--Tío, mañana me voy.
El pie de berza se sintió abandonado súbitamente.
--¿Cómo... cómo... cómo?
--Que mañana me marcho.
--¡Pero así, tan de repente! ¿Qué mosca te ha picado, chico?
--Demasiado sabe usted, tío, cuál es la mosca que me pica--profirió
Andrés con acento triste.--Por mi culpa están padeciendo algunos... No
quiero ser más tiempo causa de disgustos...
El pie de berza volvió a ser instantáneamente objeto de la más profunda
atención. Un buen rato se estuvo el cura devorándole con los ojos en
silencio. Al cabo, sin dejar de examinarle con particular cuidado,
articuló por lo bajo:
--Tienes razón, Andrés... En conciencia no puedo retenerte aquí...
Andrés guardó silencio y concentró también lúgubremente su atención
sobre la maltrecha planta. El cura fue el primero en levantar la cabeza.
--¿Pero cómo diablo te has metido en esos enredijos?... Mucho me
sorprende...
No encontrando explicación que pudiese dejar satisfecho a su tío,
Andrés prefirió no dar ninguna. Ambos, pues, se mantuvieron callados. Al
cabo, nuestro joven se fue otra vez tristemente hacia la casa y se puso
a arreglar el baúl.
Mientras las manos trabajaban poniendo en orden los bártulos, el cerebro
tampoco descansaba, saltando por encima de los sucesos del verano, o lo
que es igual, por los varios y poéticos lances de su amoroso devaneo. Y
observó con cierta sorpresa que su corazón estaba más ligado de lo que
presumía a la hermosa y sencilla aldeana. ¡Cosa más rara! No podía
pensar en que iba a dejar de verla para siempre sin sentir un frío
particular hacia la región izquierda del pecho... ¡Pobre Rosa, tan
sencilla, tan buena! ¡dejarla en poder de aquellos bárbaros! (Al meditar
esto, volvía unos pantalones del revés y los doblaba con cuidado.) La
verdad era que Dios había sido injusto con él: le daba la salud en pago
de haber robado la paz y la dicha a una inocente niña. ¿No se cansaría a
la postre de sus mercedes y le castigaría de algún modo, que le doliese
mucho? (Envolvía unas botas en papeles y las metía en un rincón del
cofre.) El que tenía la culpa de todo era aquel asqueroso indiano que se
había interpuesto tan inoportunamente entre ellos... No, no; quien tenía
la culpa de todo era él; no debía forjarse ilusiones. ¿Quién le había
metido a decir amores a una chica con la que sabía de cierto que no
había de casarse?... ¿Pero en qué había de pasar el tiempo de otra
suerte? La conversación de su tío le cansaba; la de los paisanos más;
Celesto le hacía recalar siempre a la taberna. Luego, ¡Rosa era tan
linda! ¡tenía tantísima gracia! Era digna por todo de ser una
señorita... (Colocaba cuidadosamente una camisa con el cuello hacia
abajo para que no se arrugara.) ¿Qué pensaría de él luego que supiese su
partida? Por todas partes que se mirase era acción innoble el irse sin
decirle siquiera una palabra de consuelo; algo que justificase su
conducta. Le causaba fuerte pesadumbre aparecer a los ojos de Rosa como
un ser odioso, sin entrañas. Si pudiese tener una entrevista con ella
antes de marchar, quizá lograse convencerla de que la separación era el
mejor partido que podían tomar: acaso con algunas vivas protestas de
cariño y ciertas vagas esperanzas de volverse a ver con el tiempo
endulzaría la amarga píldora que le iba a propinar. Pero ¿cómo
arreglarse para ello, estando encerrada por el cafre de su padre?
(Aprensaba la ropa con ambas manos porque el baúl no quería cerrar.) En
vano dio vueltas a la imaginación larguísimo rato para buscar un medio.
No parecía.
Mucho tiempo después de haber arreglado el equipaje, todavía seguía la
pista de alguna traza que le pusiera en comunicación con Rosa, aunque no
fuese más que por breves instantes. Después de comer, saliose a dar un
paseo solitario, a ver si el fresco de los campos despertaba en su
cerebro alguna buena idea. Nada; no veía ningún punto luminoso. Allá,
hacia la tarde, acordose de que comenzaba en la iglesia la novena de San
Rafael, patrono del pueblo. Su tío le había anunciado que predicaría D.
José, el excusador:--«el mejor orador del concejo, un pico de
oro»--tales habían sido las palabras del párroco para encarecer las
dotes de su coadjutor. Paso entre paso, deshizo lo andado y se encaminó
hacia la iglesia, triste siempre y caviloso.
Había comenzado ya la novena. El pico de oro estaba en el púlpito
diciéndola por un libro. El monaguillo le alumbraba con un trozo de
cirio, porque la iglesia empezaba a quedarse oscura. Buen número de
mujerucas repetían, arrodilladas sobre el pavimento de tierra apisonada,
las palabras del exiguo eclesiástico, que salían arrastradas y gangosas
de su boca, como es de rigor en casos tales. Un enjambre de chicos
rodeaba el altar portátil de San Rafael, que parecía un ascua de oro;
otros se mantenían derechos por los contornos del presbiterio, bajo la
vigilancia del cura, que no cesaba de dar vueltas, administrando
equitativas correcciones con su muleta al que no se estaba quieto. A la
puerta de la sacristía tropezó nuestro joven con Celesto, de rodillas,
con las manos plegadas, los ojos en blanco, en éxtasis completo; tan
arrobado que no le vio. Conservaba todavía en la mejilla izquierda
señales de una reyerta que había tenido en la taberna la tarde
anterior.
Arrimose Andrés al arca de la vestimenta, debajo del Cristo
ensangrentado, y sin atender poco ni mucho a lo que se celebraba, siguió
dando rienda a su pensamiento. Según se iba aproximando la hora de
partir, el recuerdo de Rosa le hacía más cosquillas en el alma. Fue a la
puerta otra vez y echó una intensa mirada a la iglesia, a ver si por
casualidad la veía entre las mujeres; pero fue en vano. Ni a Rosa ni a
Ángela logró echar la vista encima. A quien vio únicamente entre la
gente menuda fue a Rafael, el cual, sin saber por qué, le pareció más
simpático que otras veces. La remota semejanza con Rosa quizá fuese
parte a ello.
Después que D. José y todos los fieles a coro dijeron buena porción de
oraciones, que a nuestro joven le parecieron una misma, o por lo
abstraído que estaba, o porque en realidad no discrepasen mucho unas de
otras, rompió el excusador a cantar alto y tendido un villancico a la
Virgen sin acompañamiento de órgano, porque no lo había, ni de
instrumento musical alguno. Así la voz del clérigo, engolada y espesa y
muy celebrada en la comarca, se ostentaba más pura. Casi todas las
mujerucas contestaron entonando un estribillo, que por cantarse en todas
las festividades religiosas de la parroquia sabían de memoria hasta los
más duros de oído. Volvió el excusador a cantar otra letra y tornaron
las mujerucas a responderle con el mismo estribillo: y así por varias
veces. Terminado el canto, bajó D. José del púlpito y se hincó de
rodillas ante el altar de San Rafael para pedirle que le inspirase el
sermón que tenía escrito y aprendido hacía más de quince días.
Reinó grave silencio en la iglesia. Nadie osaba turbar, ni aun los
mismos chicos, la edificante oración del coadjutor. En aquel momento fue
cuando a Andrés le acudió la idea de servirse de Rafael para hablar con
Rosa por última vez. ¡Si el muchacho se aviniese a llevarle un
recado!... Lo intentaría. Y con la esperanza de dar una tierna despedida
a la joven aldeana y justificar su proceder, le bailó el corazón de
alegría. Cuando el excusador subió al púlpito, terminada su plegaria, no
pudo reprimir un gesto de impaciencia.
Mientras D. José, en lo alto de la sagrada cátedra, se sonaba con un
pañuelo de yerbas y se limpiaba las narices repetidas veces de un modo
mesurado e imponente, propio para ejercer saludable fascinación en el
ánimo de aquellos sencillos campesinos, el cura de Riofrío, transformado
en _hostiario_, ordenaba el concurso de suerte que todos pudiesen oír
cómodamente al orador. Y para vigilar toda la iglesia y tener cuenta que
ningún muchacho se excediese, abrió con la muleta un pasillo por el
centro y comenzó a pasear por él gravemente desde la puerta hasta el
altar mayor y viceversa, apercibido a moler los cascos al primero que se
desmandase.
El excusador principió en tono muy bajito, muy bajito, para mayor
solemnidad. Después fue gradualmente levantando el gallo hasta retumbar
en la iglesia como un trueno. Parecía obra de milagro que tal estentórea
voz saliese de aquel corpúsculo liliputiense. Aunque es verdad que el
calor de sus convicciones teológicas debía ser parte muy principal a
fortalecerlo. A Andrés, que se dispuso a escucharle por recurso, le
pareció muy bien el exordio del sermón, elegante, atildado. Los párrafos
que le siguieron desdecían muchísimo de él. Más adelante volvió a soltar
otro período majestuoso y grandilocuente, que a nuestro joven le agradó
sobremanera; pero luego se despeñó en un fárrago de vulgaridades y
chocarrerías, de las que no menos quedó asombrado, «¡Vaya un hombre
original!» dijo para sí. Otro período de superior calidad; otro en
seguida necio y arrastrado. Finalmente, Andrés, por medio de cierta
sentencia original que le pareció haber leído, se puso sobre la pista y
vino a comprender lo que aquel revoltijo de cosas buenas y malas
significaba. D. José estaba triturando un precioso sermón de Bordalue.
El paño era superior, pero el zurcido detestable.
No le parecía así al párroco, que seguía paseando sosegadamente por el
centro de la iglesia, puestos sus ojos terribles en todos los rincones,
dispuesto a reprimir cualquier irreverencia. No pasaba una vez por
delante del púlpito que no asintiese con la cabeza a lo que su coadjutor
estaba pregonando. Alguna vez llegaba hasta decir en voz alta: «Muy
bien, don José, muy bien.» Con esto el excusador se animaba hasta querer
echar las entrañas por la boca a puros gritos. Pero cuando la aprobación
del cura se convirtió en entusiasmo y se manifestó más ostensiblemente
fue cuando D. José comenzó a trazar la pintura de un animal monstruoso y
hediendo: el rostro peludo como el de un mico, el hocico apuntado como
la hiena, los ojos hundidos y atravesados, los labios colgantes, las
garras como los ogros... El cura no comprendió al pronto. En pie,
delante del púlpito, seguía con gran curiosidad las palabras del
excusador, haciendo inútiles esfuerzos por adivinar a quién se refería.
Al cabo vino a averiguarlo, cuando el excusador puso a su monstruo un
gorro frigio sobre la cabeza.
--¡Ah, sí, Garibaldi--exclamó lleno de alegría!...--Muy bien, muy
bien... ¡Duro en él, D. José, duro en él; duro en ese pillo!...
Y emprendió de nuevo su paseo murmurando injurias contra el enemigo del
Papa. D. José siguió también dándole duro, como le aconsejaban, por un
buen rato. Después pasó a otro asunto y por fin terminó deseando la
gloria eterna a todos los presentes.
Cuando la gente salió de la iglesia era ya anochecido. Andrés se emboscó
por las cercanías, y cuando atisbó a Rafael abocole con las debidas
precauciones para no ser notado. El chico se mostró acortado y como
descontento de aquella conferencia. Hacía ya tiempo que no oía a su
padre más que maldecir del señorito madrileño. Además, él había sido la
causa de que le subastasen las vacas. Así que cuando Andrés le propuso
llevar un recado a su hermana, dijo resueltamente que no se encargaba de
nada y trató de apartarse.
--Espera un poco, Rafael... Yo me voy mañana para Madrid y no volveré
más por esta tierra... Pero antes de marcharme quisiera decir adiós a tu
hermana... ¿A tí que te perjudica eso ni a tu padre tampoco?... Yo lo
hago, porque la pobre no crea que la desprecio... En cuanto me vaya
quedaréis en paz. Tu tío se desenfadará y os dará dinero otra vez para
comprar las vacas y se casará con tu hermana...
El chico guardó silencio. Andrés comprendió que dudaba de su partida.
--Si piensas que no me marcho puedes preguntárselo al criado de mi tío,
que bajó hoy el caballo del monte...
Y como viese que vacilaba sacó del bolsillo una moneda de plata y se la
puso en la mano.
--¿Qué quiere que le diga a Rosa?
--Que cuando oiga silbar esta noche en la calle, baje a la cocina y me
abra la puerta.
--¿Pero no ve que duerme Ángela con ella?
--Ya lo sé... puede salir del cuarto cuando todos estén durmiendo, sin
hacer ruido... Ángela tiene el sueño pesado...
--Bien; yo se lo diré... y luego ella que haga lo que le parezca.
--Eso es: muchas gracias, Rafael.
El chico se alejó sin contestar.
Andrés entró en la rectoral, dio la última mano a su equipaje, fue a la
cuadra a ver cómo había bajado el caballo, y cuando llegó la hora se
puso a cenar con su tío. Mientras duró la cena hablaron poco. Andrés
estaba preocupado e impaciente; su tío mostrábase triste, y viendo que
el sobrino lo estaba también, callaba, agradeciéndole esta tristeza, que
creía originada por la marcha. Poco después ambos se retiraron a sus
cuartos. El cura le dijo:
--Puedes dormir a pierna suelta, Andrés. Yo me encargo de llamarte a la
hora.
En vez de hacer lo que su tío le encargaba, salió sigilosamente de casa
cuando presumió que todos estaban dormidos, y enderezó los pasos hacia
el Molino.
La noche estaba fresca, como todas las de otoño en aquel país; el cielo
despejado y cubierto de estrellas; la luna aún no había salido. Al poner
el pie fuera de casa, el sosiego del campo le refrescó como un baño y
calmó su febril impaciencia. Bajó lentamente la calzada de la rectoral,
atravesó el pueblo dormido y entró en la oscura cañada. Allí, a pesar de
lo diáfano del ambiente, caminó casi en tinieblas. El ruido monótono del
arroyo que corría a su lado y la oscuridad le infundieron melancolía. No
pudo menos de pensar que era la última vez que atravesaba aquel camino,
tantas veces trillado y con tal alegría durante algunos meses. Al ver
entre el follaje marchito de los árboles blanquear la casa de Rosa, se
sintió aún peor impresionado. Acercose cautelosamente a ella, se
escondió detrás de un árbol, y metiendo los dedos en la boca lanzó un
silbido agudo y prolongado. A silbar de este modo le había enseñado su
amigo Celesto en las correrías nocturnas que hicieran allá en la
primavera. Esperó buen rato, fija la vista en la puerta y el oído
atento; pero nada vio ni oyó. Lanzó segundo silbido y tornó a esperar.
El alma se le desmayó viendo que la casa guardaba su paz de sepulcro.
Tornó a silbar con más fuerza. Entonces imaginó que oía un leve y vago
rumor dentro del edificio. Todo fue ilusión; la puerta siguió cerrada.
«Vaya, murmuró con ira, abrochándose el gabán, ese granuja no ha dado el
recado;» y luego, con tristeza: «Adiós, Rosita, ya no volveré a verte.»
Y muy a su pesar, después de aguardar todavía un rato, comenzó a
alejarse lentamente de aquellos sitios, caviloso y con el corazón
apretado.
Al dar otra vez sobre el pueblo, fue cuando salió de su meditación. En
vez de continuar hasta la rectoral, se sentó sobre un madero que había
delante de las primeras casas. Sacó el reloj y vio que no eran más de
las diez; y no encontrándose aún con deseos de acostarse, determinó de
gozar un rato de la hermosura y serenidad de la noche. El fresco era
demasiado vivo para estar quieto mucho tiempo. Se puso a dar vueltas por
los contornos del lugar.
No supo cómo fue; pero a las once menos cuarto estaba de nuevo delante
de la casa de Rosa, con los dedos en la boca y lanzando un silbido que
vibró agudo y penetrante en la estrecha cañada. Esperemos. No se oye
nada. Nada. ¡Qué fastidio! Me parece... Sí; un rumor casi
imperceptible. Algo mayor. ¡Oh dicha, abren la puerta!
--¿Eres tú, Rosa?
--Chiiiis, no hable alto, D. Andrés...
--¿Puedo entrar?--dijo de suerte que no lo oyó más que ella y el cuello
de la camisa.
--Sí; muy despacito... ¡cuidado con hacer ruido!... Aguarde; déjeme
cerrar la puerta... Va a tropezar con algo. Deme usted la mano; yo le
llevaré hasta el escaño.
Quedaron efectivamente en completas tinieblas. Rosa hablaba en falsete,
tan bajito que sus palabras salían de la boca como levísimo soplo. Cogió
de la mano a Andrés y le guió suavemente hasta el escaño que había
delante del hogar, donde tantas veces habían formado tertulia en las
tardes de lluvia. Se sentó, y tirando de la mano al joven le obligó a
sentarse también.
--Pensé que Rafael no te había dado mi recado. Hace una hora estuve
silbando ahí delante--dijo él en falsete y sin soltar la mano de su
amiga.
--Bien le oí, bien le oí; pero estaba Ángela despierta y no podía
bajar... Por cierto que me hizo reír cuando me dijo: «¿Oyes, Rosa? Ahí
está Juan el de la tía María silbando. Querrá que le abra... Pues ya
puede aguardar sentado...--Sí, si, dije yo para mí, no está mal Juan de
la tía María el que silba.» Me hacía la dormida sin chistar, a ver si
ella se dormía también; pero nada; ese pecado parecía tener ortigas
debajo hoy. No cesaba de dar vueltas y vueltas...
--Pues por un poco me marcho sin despedirme.
--¿Cómo sin despedirse?--preguntó ella vivamente, dejando el falsete.
--¿Pero no te dijo nada Rafael?
--No me dijo más que usted vendría esta noche a hablar conmigo, y que
silbaría para que yo bajase... Nada más.
--Pues yo le dije bien claro que me iba mañana para Madrid y que...
Advirtió un estremecimiento en la mano que tenía cogida y se detuvo.
Rosa no dijo una palabra. Él guardó silencio también, y se arrepintió de
haberle dado la noticia así tan de repente. El temblor súbito de
aquella mano halagó su amor propio y le enterneció. Después de largo
rato de silencio dijo ella con voz apagada, como si le faltase el
aliento:
--Siento haberle conocido, D. Andrés.
Este, pensando que era una recriminación, se apresuró a contestar:
--Yo no pensé que tu padre llevase las cosas a tal extremo... Me han
dicho que por poco te mata ayer...
--No haga caso: me pegó algo más que otras veces.--Y después de una
pausa añadió con amargura:--¡Ojalá me hubiese matado!
--¿Quisieras morir?--preguntó él conmovido.
--Sí--repuso ella firmemente.
--¡Pobre Rosa!--exclamó acariciando la mano de la aldeana.--Te he
causado mucho daño... perdóname...
--¿Por qué?... Usted no ha tenido ninguna culpa, D. Andrés: he sido yo.
¿Quién me mandaba hacer caso de usted? ¿No sabía demasiado que usted no
podía ser para mí? Yo soy una pobre aldeana y usted un señorito... Bien
sabe que yo no le escuché al principio; pero usted siguió tan humildito
y tan bueno que necesitaba ser de piedra para no quererle... cuanto
más--añadió bajando la voz--que usted siempre me gustó mucho.
--No creas que me voy para siempre: el año que viene, Dios mediante, he
de volver.
Una voz que sonó arriba los dejó helados de espanto. Era la voz de
Ángela que llamaba a Rosa:
--¡Rosa, Rosa, Rosaaa!
Iba gradualmente alzando el tono. Después, como la casa era muy chica y
había gran silencio, la oyeron decir por lo bajo:
--¡Madre mía, si no está en la cama!
Y después gritar con toda la fuerza de sus pulmones:
--¡Padre, padre! Levántese, padre; Rosa no esta aquí, Rosa no está aquí,
padre...
Oyeron en seguida el golpe de los talones del aldeano al echarse fuera
de la cama. Rosa, que apretaba convulsivamente la mano de Andrés
conteniendo el aliento, al sentirlo se estremeció fuertemente y exclamó
con angustiada voz:
--¡Madre del alma, que va a ser de mí!
Y ambos por un movimiento súbito se levantaron del escaño y dieron
algunos pasos hacia la puerta. Al mismo tiempo escucharon arriba rumor
de pasos y una voz áspera que dejaba escapar terribles interjecciones y
amenazas. Cuando los pasos tomaron la dirección de la escalera, Rosa
exclamó acongojada:
--¡Que me mata mi padre, D. Andrés; que me mata mi padre!
Y con rápido movimiento se echó fuera de casa, arrastrando consigo al
joven.
No tuvieron tiempo más que para salvar corriendo la distancia que les
separaba de un recodo que el camino hacía. Tomás apareció en seguida con
el candil en la mano vomitando injurias.
--¡Ah perra, perra! ¿Te has escapado con tu señorito, eh? ¡Ya volverás y
nos veremos las caras!
Y se entró otra vez en la cocina, sin hacer caso de Ángela que le
instaba con muchas lágrimas y gemidos para que fuesen en busca de su
hermana.


XV

Corrieron buen espacio desalados, creyendo que los seguían. El que
primero se cansó fue Andrés.
--Es inútil correr--dijo poniendo una mano en el hombro de Rosa para
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