El idilio de un enfermo - 08

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por él y cuidaría de no soltarlo como lo suelto... Tomás, tú bien sabes
que puedo casarme con una señorita... Aunque no soy un jovencito, a
ninguna de la villa le diría _envido_ que no me dijese _quiero_... Hoy,
entre las muchachas, oros son triunfos... Pero yo soy muy considerado...
A mí me tira mucho la familia... y eso de que mañana, u otro día, si el
marqués os echa de la casería, tengan tus hijas que ir a servir a un
amo, me duele mucho... Puedes creerlo.
Hubo una pausa larga, durante la cual Tomás ardía en curiosidad de saber
en qué pararía aquello, aunque lo disimulaba perfectamente. El
americano siguió:
--Tú tienes unas hijas trabajadoras y hacendosas... muy bien educadas...
Sería lástima que se viesen obligadas a servir las pobrecillas, o que se
casaran con un paisano sin recursos que las matase de hambre... En el
tiempo que aquí estuve me he encariñado mucho con ellas... Y,
francamente... vamos... entre una... que al fin y al cabo es mi
sobrina... y otra cualquiera, prefiero que sea una de ellas la que me
lleve...
Los ojos de Tomás brillaron de alegría; pero con el dominio que ejercen
los paisanos sobre sus emociones, comenzó a santiguarse con cierta
sorpresa burlona.
--¡Mal año para tí, demonio!... ¡mal año para tí!... ¡Nunca pensara!...
¿Qué diablo de mosca te ha picado?
--Pues me ha picado tu hija Rosa.
--¡Ya me lo olía yo! Es el mismo diablo esa chica... Más artera que ella
no la hay en toda la ría... ¡Mira tú que para atrapar a un pez tan largo
como tú, que ha corrido las siete partidas, ya se habrá dado maña la
indina!
Tomás halagaba de este modo la vanidad de su hermano, quien reía
beatíficamente, a pesar de saber a qué atenerse en cuanto a sus dotes de
seductor.
--En fin, Jaime--siguió el aldeano encogiéndose de hombros,--si me la
había de llevar otro bribón, más vale que seas tú.
D. Jaime rió también la gracia: estaba para reírlo todo.
--Ella es lista como una anguila y saltarina como una cabra... pero
tiene el corazón igual que una manteca fresca... Es muy noble... muy
noble... y al mismo tiempo muy amorosa... Teniendo cuidado de sujetarla
un poco por la pierna será como una cordera... Después, nada melindrosa
para comer... lo mismo se pasa con carne que con unas pocas de judías...
En habiendo pan en la masera, ya está satisfecha... No te malgastará un
cuarto, Jaime...
Esto llegó al corazón del indiano, que expresó su contento con un
silbido especial, dándose al mismo tiempo fuertes palmadas en las
rodillas.
--Voy a llamarla para darle la noticia... No andará muy lejos la muy
pícara... De seguro que ya sabe lo que estamos hablando... ¡Las coge al
vuelo!
El aldeano se asomó a la caja de la escalera y gritó:
--Ángela, di a Rosa que venga en seguida... Está en la huerta escogiendo
avellana...
La fisonomía del indiano se nubló al pensar que iba a encontrarse frente
a la joven. Por primera vez se le ocurrió que podía ser desairado. No
tardó en presentarse Rosa.
--¿Qué me quería, padre?
--Saluda a tu tío, mujer... no te hagas la disimulada--profirió Tomás en
tono de zumba, que rebosaba de alegría.
La joven quedó inmóvil y sorprendida.
--¡Vamos, picarona--dijo el padre sacudiéndola rudamente por el
hombro,--que buen pájaro has atrapado!
-¡Yo!
--¡Sí, tú!... Ahí tienes a tu tío, que ya se entregó como un borrego...
¿Qué mil diablos le has dado a comer para sujetarle así por las orejas?
Y viendo que la chica le miraba cada vez con más sorpresa:
--¡Abre los ojos, tunanta... abre los ojos!... Acaba de decirme que
quiere ser tu marido.
Rosa frunció repentinamente el entrecejo, y después de un instante de
vacilación, en que temblaron sus labios, como para decir muchas cosas a
la vez, dejó escapar estas palabras secamente:
--Falta que yo quiera ser su mujer.
Tomás soltó una carcajada estrepitosa. Acostumbrado a la salidas
originales de su hija, pensó que ésta era una de ellas y la encontró muy
chistosa.
--No se ría, padre, no se ría, que lo digo como hay Dios en los cielos;
que no quiero.
El aldeano cortó repentinamente el hilo de su risa y se quedó extático
mirándola.
--Vaya, vaya, chica... ¡qué me estás ahí cantando!
--Que no quiero.
--¿Que no quieres casarte con tu tío?--dijo clavándola una mirada aguda.
--No, señor, no quiero--dijo Rosa con firmeza.
Padre e hija se miraron un instante a los ojos. Tomás se puso
extremadamente pálido. Un relámpago siniestro cruzó por su fisonomía.
Después avanzó lentamente y, sacudiéndola por el brazo, le preguntó con
ira mal reprimida:
--¿Por qué no quieres, di, por qué no quieres?
Rosa, atemorizada, bajó la cabeza; pero aún dijo con firmeza:
--Porque no me gusta para marido.
Apenas había pronunciado la última palabra, cuando su padre cayó sobre
ella como una fiera; la volcó en tierra y se puso a darle coces con
increíble ferocidad. Parecía golpear sobre una vaca.
--¡Ah, maldita! ¿Conque no te gusta?... ¿Y esto, di, te gusta?... ¿eh,
te gusta?... ¿eh, te gusta?... ¡Toma, toma, recondenada, maldita sea tu
estampa!
No se sabe cómo la hubiera dejado a no mediar D. Jaime y no subir Ángela
de la cocina. Entre ambos le apartaron. Desde lejos, sujeto por los
brazos, le preguntaba con rabiosa sorna:
--¿Conque no quieres, eh?
Rosa, hecha un ovillo en el suelo, sangrando por el rostro, contestaba
con el valor pasivo y salvaje de las aldeanas avezadas a los golpes:
--No, no quiero; ¡no quiero!
--¡Ya querrás, remaldita!... ¡yo te haré querer!... ¿Estás orgullosa
porque te canta al oído el sobrino del señor cura, verdad?... ¿No sabes
para qué te quiere a ti el sobrino del señor cura, verdad? Yo te lo
enseñaré, grandísima yegua... yo te lo enseñaré.
D. Jaime, viéndole algo más sosegado, fue a coger el sombrero que tenía
sobre una silla, y se dispuso a irse. Tomás, mirándole con inquietud, le
dijo:
--Pierde cuidado, Jaime... A ésta ya la curaré yo de su enfermedad...
¡Mira, tengo allí las medicinas!
Y apuntaba a un rincón de la sala, donde estaban arrimados unos cuantos
garrotes.
D. Jaime, sin responder palabra, bajó la escalera y salió de casa con
traza de ir muy desabrido.


XII

Aquella tarde, reparando Andrés en una herida reciente que Rosa tenía en
la mejilla, le preguntó con interés:
--¿Qué es eso, Rosita?
--Que me he lastimado con una rama al coger manzanas.
--¿Por qué te subes a los pomares?... Un día vas a matarte.
--Porque me gustan las manzanas verdes--repuso encogiéndose de hombros.
A los tres días se le presentó con una nueva herida en la frente.
--Pero, chica, ¿te has lastimado otra vez?
--Sí.
--¿Cómo ha sido eso?
--Pues estaba mi padre partiendo leña, saltó una astilla y me dio en la
frente.
--¡Qué atrocidad! ¡A riesgo de saltarte un ojo!... Ten cuidado, chica,
con tus ojos, que me gustan mucho.
Rosa sonrió tristemente.
Por último, otro día la halló con un brazo en cabestrillo sobre un
pañuelo anudado a la garganta. Aquella vez se había caído viniendo de la
fuente con una herrada en la cabeza. Andrés quedó preocupado. No
acertaba a explicarse tantas coincidencias; pero como no tenía dato
alguno que pudiese suministrarle explicación más verosímil, pronto se
disiparon sus cavilaciones. Rosa estaba risueña y jovial, tan viva de
lengua y de ademanes como siempre. Tomás, cuando le veía, que eran pocas
veces, le acogía con el mismo tono entre respetuoso y zumbón que tan mal
le sabía en el fondo.
Al cabo supo lo que pasaba, de un modo casual. Se hallaba cierta tarde,
contra su costumbre, leyendo en el corredor de casa, resguardado de los
rayos del sol por la parra, cuyos sarmientos pendían del alero, formando
fresca y tupida cortina. La luz se quebraba entre sus pámpanos, los
doraba, los hacía transparentes, y llegaba hasta él suave y dormida.
Aunque abstraído en la lectura, percibió claramente los pasos del ama,
que entraba en la sala y daba vueltas poniendo en orden los muebles. El
cura, que había ido a la iglesia, llegó poco después, y entró en la casa
sin ver a su sobrino, y subió a la sala quejándose del calor. Entablose
un diálogo, y al instante comprendió que ignoraban su presencia en el
corredor.
--¿No le han dicho nada de lo que pasa en el Molino, señor
cura?--preguntaba D.ª Rita con su voz nasal, quejumbrosa.
--¿Qué me habían de decir, mujer?... ¿Que Andrés bromea un poco más de
la cuenta con Rosa?... Ya estoy cansado de saberlo... Por cierto que
hace algunos días le he hablado de ello, aconsejándole que dejase esas
tonterías...
--¡Buen caso hace él de sus consejos!... Vamos, veo que usted no está
enterado... ¿No sabe que D. Jaime quiere casarse ahora con ella?
--¿Qué dices, mujer?...
--Lo que oye. Hace ya más de ocho días que la pidió a su hermano, que,
por supuesto, ¡abrió un ojo!... Pero la chica, pásmese usted, se niega a
casarse con su tío, y todos dicen que tiene la culpa el sobrino del
cura, que la ha levantado de cascos... El padre, con esto, dicen que la
pega cada pie de paliza que la pone como una breva. Pero ella se empeña
en que no, y que no, y no hay quien la saque de ahí...
--¡Me dejas tonto!... No sabía una palabra de todo eso...
--¡Claro! usted nunca quiere saber nada de lo que perjudica a su
sobrino.
--¿Y qué barajas tiene que ver mi sobrino con que D. Jaime quiera
casarse con Rosa, y con que ésta no le quiera a él?
--Porque si su sobrinito no anduviese haciéndole la rosca, la chica se
daría con un canto en los pechos por atrapar a su tío... Pero ya se ve,
a usted no hay que tocarle el sobrinito, porque en seguida se pone hecho
una víbora... Pues sépalo usted, que todo el mundo lo dice, que ha sido
y es un calavera perdido... y que si vino tan malo a este pueblo, no ha
sido por enfermedad que Dios le haya dado, sino por los excesos de comer
y beber, y de otras cosas...
--Vamos, Rita, déjame en paz y no digas simplezas... Demasiado sé lo que
es mi sobrino.
--¡No, si yo no digo nada! ¡Ya me libraría yo de decirle nada!... ¡Pues
bueno es usted para que le diga nada malo de su familia!... Y eso que
bien poco se han acordado de usted siempre, y con bastante despego le
han tratado... No parece más que tenían a mengua alternar con usted...
--¡Vaya, la canción de siempre!... O te callas, o me voy...
--Váyase, váyase... Yo no puedo menos de decir la verdad, porque si no,
reviento... Y la verdad es que, cuanto mejor es uno en este mundo, peor
le pagan. Desvívase usted por dar gusto en todo a una persona, por
tenerle las cosas a punto, por cuidarla cuando está enferma... Tuéstese
usted la cara al lado del fuego todo el día... Métase en el río hasta
media pierna para lavar la ropa, y coja un reumatismo... Pase las noches
en claro, cuidando de la lejía... Y mañana u otro día, si falta esa
persona, irá una, si a mano viene, a pedir una limosna... mientras la
familia, que en la vida se ha acordado del santo de su nombre, se
divertirá y triunfará en grande con el dinero que le quede...
Se oyó el ruido de la silla del cura al levantarse con violencia.
--No; no se vaya... yo me iré... ¡si yo soy el último mono! ¡si ya sé
que quien priva aquí es el sobrinito!... Pero algún día le abrirá Dios
los ojos... Al fin se ha de saber quiénes son los que sirven
desinteresadamente, y quiénes los que vienen solamente a pescar una
herencia.
Doña Rita salió de la sala disparando este último y envenenado flechazo,
y dio un fuerte golpe a la puerta para hacerlo aún más profundo. El cura
se quedó solo, desahogando su enojo con un sin fin de ¡porras! y
¡barajas! proferidas en el tono más cavernoso que halló en las
concavidades de sus registros vocales.
Fácil es de presumir, conociendo el temperamento vivo y exaltado de
Andrés, la triste impresión que esta plática, escuchada por fuerza, le
causaría. De las dos noticias desagradables que por ella averiguó, las
zurras que su padre daba a Rosa y la hostilidad de D.ª Rita, la que más
le disgustó, como era natural, fue la primera. En cuanto a la segunda,
tenía demasiado orgullo para no despreciar el odio de una sirviente
envidiosa, por más que no lo sospechase.
Pero su situación en aquel instante era crítica. No podía entrar en la
sala sin dar a conocer a su tío que había oído la conversación: esto le
avergonzaba y avergonzaría aún más al cura. Por otra parte, éste podía
salir de un momento a otro al corredor y encontrarse con él, lo cual era
peor. ¿Qué hacer? No vio medio más adecuado de salir del apuro que,
montar cautelosamente sobre la baranda y descender al suelo por la
parra, agarrándose con pies y manos, como había hecho otras veces para
probar el progreso de sus fuerzas y agilidad.
Una vez en la calle, corrió a casa de Rosa. Al verse junto a la puerta,
vaciló un instante por el temor de hallarse con el molinero, a quien no
hubiera podido ocultar en aquella sazón la cólera de que estaba poseído.
Por fortuna había salido: sólo Rosa se hallaba en la cocina.
--Oyes... ¿conque tu padre te pega de palos para que te cases con tu
tío?--le preguntó con voz alterada, sin darle siquiera las buenas
tardes.
La chica quedó sorprendida al verle tan agitado y descompuesto.
--¿Es verdad que te mata a golpes, di?--profirió de nuevo, viendo que no
le contestaba.
--Algunos me da... ¿Pero por qué se apura tanto D. Andrés?
--Porque es una infamia que te pegue por ese gaznápiro asqueroso...
Aquí, se desató en improperios contra D. Jaime. Dijo que le iba a romper
la cabeza: que él era quien inducía a su hermano para que la maltratara;
que buena boda iba a hacer si se casaba con aquel avaro que la mataría
de hambre: que más le valía casarse con un aldeano y cuidar cabras en el
monte, etc., etc.; un montón de razones proferidas con extraordinaria
violencia. Contra Tomás no se atrevió a revolverse por no herir los
sentimientos de Rosa, aunque buenas ganas se le pasaron de hacerlo.
Ésta le escuchaba con el asombro pintado en los ojos. Allá, a lo último,
soltó la carcajada.
--¿Qué mala yerba pisó hoy D. Andrés, que tan furioso viene?
--Ninguna; lo que hay es que me irrita que te hagan daño... ¡y más por
ese tío viejo!
--Pues no se apure tanto... A mí no se me hacen novedad los golpes...
Además, es mi padre y puede pegarme cuanto quiera.
Andrés calló un instante; después apuntó tímidamente:
--Tanto te puede maltratar, que al fin no tengas más remedio que hacer
lo que él te manda.
--¿Casarme con mi tío? ¡Eso sí que no!... ¡Que pegue, que pegue lo que
quiera, ya verá lo que saca en limpio!
Al joven se le ensanchó el corazón al observar el tono resuelto de estas
palabras y dirigió a la aldeana una mirada cariñosa.
Desde aquel día no puso más los pies en su casa por no tropezar con
Tomás, cuya enemistad ya no ignoraba; pero la vio todas las tardes en el
molino. Pasaba tres o cuatro horas y a veces más cerca de ella en aquel
rincón, donde únicamente les turbaba de vez en cuando la visita de algún
paisano que traía a moler su fuelle de maíz. El molino estaba adosado a
la peña, medio oculto entre el follaje. Tan sólo se vislumbraba el color
rojo del techo. Las paredes, vencidas, resquebrajadas en muchas partes,
vestidas todas de musgo, se confundían con el césped y los árboles. La
acequia que le daba movimiento caía partida en tres, de ocho a diez pies
de altura, por unas canales de madera toscamente labradas, negras por la
humedad y apuntando a las aspas, que al girar levantaban remolinos de
espuma y tapaban casi por entero las aberturas en medio punto por donde
el agua penetraba. Dentro todo era tosco también como fuera. Una sola
estancia rectangular con piso de madera, manchado de harina, lleno de
agujeros y rendijas, por las cuales se veía a las ruedas revolver
furiosamente con sus brazos de roble el haz del agua. A un lado, y
metidas en sendos cajones bruñidos por el uso, estaban las tres piedras
moledoras que daban vueltas triturando el maíz o el centeno y arrojando
por intervalos iguales un copo de harina en el cajón.
Andrés pasaba dulcemente las horas en aquel recinto. Sentado sobre una
medida al lado de Rosa se placía refiriéndole cuentos y aventuras
maravillosas entresacadas de las muchas novelas que había leído. Ella
escuchaba atenta y ansiosa, interesándose por los personajes lo mismo
que si los tuviera a la vista, sonriendo cuando eran felices y
derramando alguna lágrima cuando les soplaba demasiado la desgracia.
Andrés era implacable al narrar las penalidades de sus héroes.
Describíalas con todos los pormenores de que era capaz y no se cansaba
nunca de amontonar sobre ellos desdichas. Quizá le estimulase el gusto
de ver a Rosa enternecida.
Cuando se cansaba de estar sentado, solía levantarse y trajinar por el
molino arreglando lo que le parecía estar desarreglado, estudiando con
atención su rudimentario mecanismo, entreteniéndose en pararlo y en
echarlo a andar de nuevo. Rosa solía alzar la cabeza y gritarle:
--No enrede, D. Andrés... ¡Madre mía, qué revoltoso es!
El joven volvía a su sitio.
--Bien, pues ahora cuéntame tú un cuento, si deseas que me esté quieto.
--Ya le he contado todos los que sé.
--Rebusca en la memoria.
--¿Quiere que le cuente el cuento de _La buena pipa_?
--No; ése no--contestaba riendo.
--¿Entonces quiere que le cuente el de aquel pastor que tenía la pierna
hinchada, tan pronto se le hinchaba como se le deshinchaba?
--Tampoco.
--Pues no sé otro... Aguárdese un poquito... voy a contarle el de _La
peña encantada_... Vamos, no se acerque tanto a mí, que no puedo coser.
«Una vez era un rey y tenía tres hijas muy hermosas, muy hermosas, muy
hermosas. La primera se llamaba Clara, la segunda Ana, la tercera María.
Este rey se fue a la guerra, y dejó el reino encargado a un hermano que
era muy malo, muy malo, muy malo...»
Andrés parecía escuchar atentamente, pegado a las faldas de la zagala.
Lo que hacía en realidad era contemplar con deleite sus labios, que
semejaban hechos de carne de cereza, sus mejillas, que tenían el lustre
de la manzana, sus ojos negros, donde brillaba el sol de la primavera.
Sentía, al cabo de un rato, el mismo adormecimiento suave y feliz que le
embargaba, cuando niño, escuchando los cuentos que le refería la
costurera de su casa. Ahora se mezclaba con una embriaguez voluptuosa,
que suspendía su pensamiento, le columpiaba en los espacios y le
disponía a las efusiones tiernas, a los goces inefables, a los sueños de
color de rosa. El monótono rumor de la acequia y el traqueteo suave y
constante del piso trabajaban también por arrobarle. Rosa concluía su
cuento. Él despertaba con pena y, embelesado aún, preguntaba:
--¿No sabes otro?
No, Rosa no sabía otro, o no quería contarlo: gustaba más de oír los
suyos, llenos de enredo y movimiento.
Como la alegría de la joven era constante, y ninguna sombra alteraba la
serenidad de su rostro ni la paz de aquellos largos y sabrosos
coloquios, Andrés había llegado casi a olvidar, en su egoísmo, la triste
situación en que se hallaba la pobre niña dentro de casa. Una vez, sin
embargo, vino con señales en la cara de los malos tratos de su padre. La
fisonomía de Andrés se nubló repentinamente, y con voz conmovida le
preguntó:
--¿Te sigue pegando tu padre?
La chica se encogió de hombros y sonrió de modo expresivo.
Él bajó la cabeza y se mantuvo callado unos minutos. De pronto rompió a
hablar con violencia.
--Pero ¿no hay un tiro que mate al pillo de tu tío?... ¡Ese bribón cree
que te va a entrar el amor con los palos!... Estoy viéndole azuzar a tu
padre... «Pégale, pégale, que ya cederá»... Si no fuese por ti, ya le
hubiera roto el bautismo... y aun si le tropiezo, no sé si podré
contenerme.
--¡Madre mía, cómo se apura D. Andrés!--exclamó riendo la
aldeana.--Cualquiera pensaría, al verle tan enfadado, que me quería de
veras.
Andrés sonrió también enternecido.
--¡Vaya si te quiero, Rosita!--contestó acariciándole la mejilla.
Pero aquellas palabras le hicieron considerar más tarde, cuando se
retiró a su casa, que estaba causando mucho mal a Rosa: se echó
justamente la culpa de lo que la pasaba: convino consigo mismo en que su
comportamiento dejaba mucho que desear en la ocasión presente: consideró
que sería más noble apartarse de ella pronto, antes que sintiese un
verdadero y fuerte interés por él; y, por último, falló que a los quince
días justos, a contar del de la fecha, se despediría de aquellas altas
montañas, verdes praderas y río cristalino, para la villa y corte de
Madrid. Mientras llegaba la hora de partir seguiría visitando a Rosa,
haciendo lo posible por ser cauto en las palabras y reprimir los ímpetus
de su corazón.
Mas al día siguiente de tomada esta resolución, sobrevino un
acontecimiento que la modificó bastante. Se hallaba por la tarde, como
de costumbre, en el molino sentado al par de Rosa en grata y amorosa
plática, cuando repentinamente se apareció por allí Tomás. Como nunca se
le había ocurrido ir a aquella hora desde que Andrés frecuentaba el
sitio, Rosa se inmutó muchísimo y el mismo joven se sintió también no
poco turbado, aunque procuró disimularlo, acogiendo con sonrisa amistosa
al molinero.
--Hola, D. Andrés, ¿también viene usted al molino a comerme la harina,
como los ratones?--dijo el paisano riendo campechanamente.
--¿No ve usted qué gordo me voy poniendo con ella?--repuso Andrés
aceptando la broma.
--Pues tenga cuidado, que he echado por los rincones bolitas de
fósforos.
--Soy un ratón muy fino y los huelo de lejos.
--¡Ya! Usted es un ratón madrileño, más tuno que los ratones de la
aldea, ¿verdad?
Y al decir esto, sin cesar de reír con malicia burda, entró en el
molino, dejó en el suelo un gran cesto que traía sobre los hombros, y se
puso a trastear por la estancia. Sacó maíz de un fuelle, lo midió, lo
vertió en el cesto, anduvo con el mecanismo de las ruedas y ejecutó
otras maniobras. Mientras tanto, Andrés y él seguían tiroteándose como
dos grandes amigos. Rosa, que conocía bien a su padre, guardaba silencio
obstinado, aplicándose a coser.
Al cabo de un rato Tomás la llamó.
--Rosa.
--¿Qué quería?
--Ven acá.
La chica se levantó y fue hacia su padre. Éste se plantó frente a ella,
mirándola severamente.
--Oyes, ¿por qué no has puesto a moler el maíz del tío Ángel, como te
mandé?
--Porque vino Telva, la de la Cuesta, con un celemín, diciendo que no
tenían qué comer en casa hoy... Tanto me rogó que se lo eché... Esta
noche se puede moler el del tío Ángel.
--¿Y a ti quién te mete a hacer favores a Telva sin permiso mío?
--Como otras veces lo hice y no me dijo nada, yo pensé...
--¡Pensaste! ¡pensaste!... Pues para que no pienses otra vez, toma...
Y sin más aviso, le descargó un tremendo bofetón. Tan tremendo, que la
chica cayó al suelo como privada de sentido.
Al ver aquel acto de barbarie Andrés, se puso en pie vivamente. La
sangre le subió al rostro y no pudo menos de exclamar:
--¡Qué brutalidad!... ¿Por qué le pega usted de ese modo tan bárbaro?
--Porque quiero enseñarla a obedecer.
--Ahora no había motivo.
--¡Ta, ta, ta!... ¿Y a usted quién le mete en esto, D. Andrés?... Soy su
padre y hago lo que quiero.
--¡Vergüenza debía darle ensañarse así con una pobre chica!
--Pues si no le gusta, D. Andrés, tómelo en dos veces. En mi casa mando
yo. Váyase a la suya si no quiere verlo.
--Ahora mismo--dijo; y echándole una mirada iracunda y despreciativa,
salió furioso del molino.
No otra cosa se había propuesto el astuto aldeano. Quedaron las cosas a
medida de su deseo. Andrés no fue más al molino por las tardes ni menos
visitó la casa. Con esto parecían desatadas aquellas relaciones que
juzgaba, no sin razón, como un obstáculo para el logro de sus fines.
Pero como es la contrariedad en los amores cebo apetitoso y señuelo el
más eficaz, el amor de Rosa hacia Andrés vago hasta entonces, lleno de
vacilaciones y dudas, tomó cuerpo de pronto y se transformó en verdadera
pasión. El del joven subió también algunos palmos. Y como natural
consecuencia de esto, aunque no se hablaron con la libertad de antes, no
por eso dejaron de verse y hablarse con frecuencia, ora en la fuente,
ora en los prados, ora en algún camino donde se tropezaban adrede.
Andrés espiaba con afán las salidas de Rosa, se emboscaba detrás de los
árboles, y en cuanto la veía sola, ¡allá voy! corría a emparejarse con
ella. Y estas entrevistas al aire libre, que el temor de ser observados
hacía breves y melancólicas, eran, sin embargo, para ambos más gratas
todavía que las tardes serenas del molino. Nunca se cruzaron entre ellos
palabras tan cariñosas ni miradas tan suaves y tiernas como entonces.
Rosa, que acogía siempre los requiebros del joven cortesano con risa y
desconfianza, poco a poco se fue haciendo más grave y sosegada; se ponía
encendida al verle; le miraba fijamente mientras él tenía los ojos en
otra parte, y cuando llegaba el momento de separarse, en la inflexión
temblorosa y enternecida de la voz se adivinaba la emoción que embargaba
su alma.


XIII

Transcurrieron algunos días. El enojo de D. Jaime por el desaire
recibido fue creciendo. En su interior no daba toda la culpa a Rosa;
hacia partícipe a su hermano por haber tolerado el galanteo de Andrés
una porción de meses con señales de no disgustarle. Después, pensaba que
Tomás no había hecho lo bastante por complacerle, no había obrado con
suficiente energía para rendir a Rosa a recibirle por esposo. Porque si
bien era verdad que la castigaba, y a veces cruelmente, estos castigos
quedaban desvirtuados por el efecto de consentirla pasar tardes enteras
con su amante en el molino; y aunque últimamente habían cesado estas
visitas, todavía no usaba con ella de la debida vigilancia, porque en
todas partes y a todas horas se veían y se hablaban, de lo cual era
testigo el pueblo. Él mismo los sorprendió más de una vez en las
encrucijadas de los caminos o a la orilla del río, y se había vuelto por
no tropezar con ellos.
De todo esto formaba el indiano un capítulo de agravios contra su
hermano. Empezó a mirarle de mal ojo, y a bullir en su cabeza la idea de
que aquél, so capa de protegerle, tenía la mira puesta en el señorito de
Madrid, trabajaba astutamente por encenderle con la contrariedad y
hacerle caer en una trampa de donde saliese comprometido y obligado por
las leyes divinas y humanas a casarse con su hija.
Con esto dejó de ir al Molino, se mostró seco con Tomás cuando le
hablaba; por último, un día le negó el saludo. Al mismo tiempo no se
ocultó para decir en confianza por el pueblo lo que en el Molino
ocurría: las entrevistas de Andrés con su sobrina, de las cuales sacaba
partido para calificar a aquel de disoluto y a su hermano de necio; la
presunción de la chica desde que un señorito la requebraba; la fingida
oposición del padre, etc., todo adobado con la baba del odio y el
despecho.
No pararon aquí las cosas. Resolvió vengarse de las supuestas
ingratitudes y ofensas de su hermano. El mejor medio era reclamarle al
punto los catorce mil reales que le debía y sacarle a subasta pública
los bienes, en el caso seguro de que no pudiese devolverlos. Esta idea
le produjo vivo deleite. Mas, después de meditar un poco sobre ella,
comprendió que había de causar malísimo efecto en el pueblo, porque al
cabo era su familia. Arrojarse él en persona a perseguirla judicialmente
y arruinarla iba a parecer un acto de crueldad inusitado, y le haría
desmerecer en el concepto de los vecinos.
Entonces imaginó una gran bellaquería. Fue cierta tarde a ver a D. Félix
el escribano, y pretextando que necesitaba fondos con urgencia para
remitir a América, le propuso el traspaso de la deuda, mediante un
razonable descuento. Aceptó D. Félix el negocio, porque era bueno: Tomás
poseía bastante ganado, y además una finquita adquirida tiempo atrás de
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