El idilio de un enfermo - 07

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una piedra al charco, y consiguió mojarla bastante. Entonces ella corrió
a él velozmente, y le paseó repetidas veces las manos mojadas por el
rostro. Andrés luchó débilmente por desasirse. El contacto de aquellas
manos, un poco deformadas por el trabajo, morenitas y regordetas, le
causó exquisito deleite. Cansado de jugar, se sentó y atrajo suavemente
hacia sí a la joven por la punta de los dedos. Rosa tenía arremangada la
camisa y lucía unos brazos redondos y tersos que, si no eran modelo
acabado de perfección escultórica, no dejaban por eso de ser bellos.
Andrés sacó el pañuelo, los secó esmeradamente, y después de
acariciarlos algún tiempo con la vista, se resolvió a besarlos. La
aldeana le dejó hacer, sonriente y sorprendida de que un señorito se
humillase a posar los labios en sus rudos brazos de labradora.
--Vamos--dijo al fin,--voy a recoger el jarro, que ya está oscureciendo.
Subieron de nuevo por el senderito al camino real, y tornaron a
emparejarse. Andrés le propuso que fuesen de bracero, como los señores
en la ciudad, y viéndola suspensa, sin saber en qué consistía, se lo
explicó prácticamente. La zagala lo encontró muy gracioso. Se dejó
conducir de este modo, soltando a cada instante frescas carcajadas, y
haciéndole mil preguntas acerca de las costumbres cortesanas.
El camino estaba solitario. Mas al doblar uno de sus recodos, tropezaron
de frente con un hombre, vestido de modo singular en aquel país, con
levita negra de alpaca, pantalón y chaleco blancos y sombrero de
jipijapa. Era D. Jaime, el tío de Rosa. Ésta, al divisarlo, se apartó
bruscamente de Andrés, con señales de grande turbación. D. Jaime, que
tuvo tiempo para verlos perfectamente, los saludó con voz melosa y dejo
americano.
--Buenas tardes, señores... ¿Vienen de dar un paseíto, verdad? Está
bien... la tarde convida.
--No, señor; no venimos de paseo--dijo Andrés.--Encontré a Rosa en la
fuente, y la venía acompañando hasta su casa.
--Está bien, señor, está bien. Las jóvenes andan mal solas a estas horas
por los caminos... Vengo de tu casa, Rosita: estuve un momentico
charlando con Ángela y con Rafael...
Rosa se contentó con sonreír, toda ruborizada aún.
--Vaya, no les quiero interrumpir... Sigan, sigan adelante... Hasta otro
ratico.
Y D. Jaime se alejó en dirección al pueblo, mientras su sobrina y Andrés
siguieron hacia casa. Después de este encuentro, cesó por completo la
alegría de aquélla: quedó pensativa, inquieta. Fueron vanos todos los
esfuerzos de Andrés por hacerla reír. Hasta se le figuró que estaba un
poco trémula.
--Vamos, chica, no te apures tanto porque tu tío nos haya visto de
bracero... Después de todo, aunque se lo dijese a tu padre, no es ningún
delito.
Rosa negaba estar apurada, pero su silencio obstinado y la prisa por
llegar a casa decían bien claro lo contrario. Al llegar a casa, se
despidieron. Andrés la instó de nuevo para que desechase todo temor.
Ella repitió lo mismo: que no tenía ningún miedo, pero que era ya casi
noche y de seguro la esperaban para cenar. Y después de prometer Andrés
volver al día siguiente, se separaron, dándose un largo y afectuoso
apretón de manos.
Era la hora del crepúsculo, tan suave y melancólica en el campo. Las
montañas que cerraban el valle perdían su relieve, ofreciéndose a la
vista como informes y monstruosos bultos. El pedazo de cielo que dejaban
ver reflejaba débilmente la luz moribunda del sol, puesto ya hacía
bastante tiempo, y rompiendo a duras penas esta cárdena luz, comenzaban
a brillar algunos tímidos luceros. Extinguíanse los rumores que las
faenas agrícolas despiertan en semejante hora. Ya no chillaban los
carros de regreso de las tierras: ya no se oían los gritos de los
paisanos azuzando al ganado al meterlo en el establo: ya no sonaban las
esquilas de las vacas, ni mugían alegremente los becerros al sentir
cerca a sus madres. Sólo las notas prolongadas, tristes, del canto de un
aldeano se dejaban oír suavemente, apagadas por la distancia. El rumor
creciente, avasallador, de los insectos se había apoderado de la
atmósfera enardecida. El grito suave, límpido, aflautado, del sapo
rompía una que otra vez la monotonía de este rumor confuso y mareante.
Andrés caminaba hacia la rectoral, lentamente, con el sombrero en la
mano para mejor refrescarse, gozando una vez más la poesía encerrada en
aquel estrecho valle, el amable sosiego que reinaba en la campiña, la
exquisita dulzura de aquella hora plácida y serena. Al principio, cuando
tornaba de la casa de Rosa, sentía algún miedo y caminaba con más
presteza; mas ahora con la salud le había entrado también confianza en
sí mismo; creíase bastante fuerte para tumbar a cualquiera de un
garrotazo, y de vez en cuando, para cerciorarse de ello, hacía furiosos
molinetes con su bastón de acebo. En los intermedios marchaba
tranquilamente, dejando vagar su mirada por los contornos indecisos de
los montes y los árboles, y el pensamiento correr libremente por los
recuerdos placenteros del día o de otros anteriores. No pocas veces le
tiene arrancado a este dulcísimo embeleso el repique lento, argentino,
melancólico, de las campanas de la iglesia, doblando a la oración. Sus
ecos vibrantes y armoniosos despertaban un instante la campiña dormida y
se perdían después como blando suspiro en los senos oscuros de los
castañares y en las quebraduras de las rocas.
Iba, pues, el joven cortesano emboscado en sus meditaciones, cuando
delante de él, de uno de los lados del camino, se alzó una sombra que al
instante tomó la forma humana. Y de esta forma salió poco después una
voz que dijo prosaicamente:
--Buenas noches.
El joven había echado un paso atrás y apretado con fuerza su bastón. Al
escuchar el saludo se tranquilizó de un modo y se inmutó de otro; porque
al momento logró reconocer el que tan inopinadamente le cortaba el
paso; el cual no era otro que el americano D. Jaime, a quien había
saludado no muchos minutos antes cerca de la casa de Rosa.
D. Jaime se apresuró a explicar el encuentro.
--Me había sentado un momentico a descansar... La tarde está tan grata
que no apetece meterse en casa, ¿verdad, señor?
Andrés, que había vuelto en sí perfectamente, puso en duda esta
explicación en el fuero interno; pero se limitó a contestar:
--Sí que está muy hermosa... la noche, no la tarde. Pero a mí me espera
mi tío para cenar, y no puedo disfrutar de ella... Conque hasta la
vista, don Jaime.
--Aguárdese un instante, señor, que caminaremos juntos... Yo también me
voy hacia la posada, porque al fin la cena es lo primero, ¿verdad?
Andrés contestó no muy satisfecho:
--¡Claro!
Y se emparejaron, marchando por el sombrío y desigual camino de la
cañada en dirección al pueblo.
--Usted, señor, estará encantado de este país, ¿verdad?
--Mucho.
--¡Tan pintoresco, tan verde, tan frondoso!... Y luego con estos aires
tan saludables que aquí se respiran... Usted se ha puesto muy bueno,
señor... parece otro.
--He mejorado bastante; es cierto.
--No hay como la buena vida y no acordarse de los negocios... Los
trabajos de cabeza concluyen con la persona... A mí me han hecho mucho
daño también.
«¿Qué trabajos de cabeza habrá tenido este mercachifle estólido?» dijo
Andrés para sí, y en voz alta:
--Tiene usted razón, los trabajos intelectuales debilitan: en cambio el
ejercicio corporal y la vida del campo obran milagros.
--Así es, señor, así es. Pero a los jóvenes les cuesta trabajo llevar
esta vida sencilla. A mí, que ya soy viejo, no me importa... Pero usted
no sé cómo puede vivir sin sus teatros y sus cafés y sus círculos de
personas instruidas con quien poder hablar de ciencias... y saber lo que
pasa en la política.
--¡Oh, perfectamente! Crea usted que lo paso a maravilla.
--Eso consiste en que sabe buscarse distracciones agradables, aunque sea
entre estas breñas...
Andrés se puso en guardia observando el tonillo zalamero de estas
palabras y la risita falsa que las acompañó.
--Nada de eso. Mis distracciones son idénticas a las de usted y a las de
todo el mundo.
--Vamos, señor, no diga eso por Dios. Ya sabemos que trae a todas las
chicas del lugar revueltas con sus palabritas de miel. En particular mi
sobrinita Rosa no puede ocultar que está chaladita la pobre.
«Este tío me quiere tirar de la lengua; ya comprendo por qué me
esperaba,» pensó Andrés.
--¡Bah! el bromear y reírse con las chicas, lo hago yo y lo hace usted y
lo hacen todos. Es una distracción que en ninguna parte deja de haber.
--Mucho que sí, señor, mucho que sí; pero las bromitas de un joven tan
bien parecido, tan elegante y chistoso como usted suelen traer otro
resultado que las nuestras.
--Mil gracias, D. Jaime, es favor. Yo pienso que cuando las bromas son
inocentes, ni las de unos ni las de otros producen resultado alguno.
--Eso lo dice, pero no lo piensa. Ningún mozo del pueblo ni de los
contornos ha conseguido amansar a mi sobrinita Rosa más que usted... Era
una cabra montés, y usted la ha puesto blanda y amorosa como una
gatita...
--¡Qué tontería! Ni yo hablo con Rosa de otro modo que con las demás
jóvenes del pueblo, ni ella se habrá fijado en mí más que en cualquier
otro hombre.
--La verdad es que ha tenido muy buen gusto, señor... Rosa es un
pimpollito muy fresco y muy apetitoso--dijo don Jaime, como si no
hubiese oído las palabras de Andrés.
--En efecto, es una muchacha muy linda y graciosa... pero yo nunca la he
hablado más que como un buen amigo... lo mismo que a su hermana
Ángela...
--¡Qué raticos tan agradables habrá pasado cerca de ella después que la
ha puesto mansita!
--¿Pero no le digo a usted, hombre de Dios, que no tengo con Rosa más
relaciones que las de pura amistad?--dijo Andrés bastante picado.
--No se incomode, señor, no se incomode... Ustedes los jóvenes de la
corte son aficionados a divertirse cuando se les presenta ocasión. Nada
tiene de particular que juegue y se divierta un poquito con Rosita...
--Yo no me divierto ni juego con Rosa: la trato como a una niña muy
decente, hija de una familia a quien estimo... Para jugar y divertirme
en el sentido que usted parece indicar, busco otra clase de mujeres.
--¡Vamos, señor--replicó el indiano con acento insinuante y meloso,--que
ya se le escapará de vez en cuando un abracico... y algo más!
--Señor D. Jaime, me está usted ofendiendo. Repito a usted que no se me
ha pasado por la imaginación nada semejante a eso... Y me sorprende que
usted haga a su sobrina también la ofensa de creer que pueda
sufrirlo...
--Es una broma, señor, no se ofenda... Como no teníamos de qué platicar,
se me ocurrieron estas niñerías por pasar el rato. Ya sé yo que usted es
incapaz... y que Rosita, aunque un poco viva de genio, está bien educada
por su padre...
--Me alegro de que usted no piense tales disparates... y si los piensa,
peor para usted que se equivoca.
El indiano pidió perdón de nuevo. Andrés disertó otro poco contra la
chismografía del pueblo; y en estos dimes y diretes dieron sobre él, con
lo cual nuestro joven cortó repentinamente y muy a su placer la
conversación.
--Vaya, D. Jaime, yo sigo a la rectoral; hasta la vista.
--Vaya con Dios, señor; páselo bien.
Subió el joven madrileño malhumorado y cabizbajo el repechito que le
quedaba hasta la casa de su tío, y mientras se iba acercando lentamente
a ella, no dejaba de preguntarse con alguna inquietud: «--¿Por qué habrá
querido sonsacarme ese bergante?»


XI

La idea que Andrés había formado, por rumores y conjeturas más que por
experiencia, del meloso D. Jaime, era la adecuada. El entendimiento
escaso, la conciencia turbia, los apetitos despiertos, la condición
mansa y peligrosa como la del agua detenida. Su padre le había embarcado
a los catorce años entre otros cuantos millares de ovejas humanas que la
metrópoli enviaba anualmente a las colonias ultramarinas. A los
cincuenta había vuelto, sin instrucción, sin creencias religiosas y sin
salud, pero con treinta o cuarenta mil duros, ganados en el fondo de
una bodega vendiendo arroz y tasajo para los negros. La vida de bestia
enjaulada que observó por espacio de treinta y seis años no era a
propósito para desenvolver los gérmenes de inteligencia y bondad que la
providencia de Dios no niega a ninguna criatura humana. Sus
pensamientos, sus sentimientos y los actos todos de su voluntad eran
vulgares y sórdidos. En cambio, el encierro enardeció y sobresaltó su
temperamento y lo inclinó a los goces sensuales, buscando en ellos la
compensación de los que la libertad, la instrucción y el trato social
ofrecen. Bien se declaraban las torpes aficiones en el mirar opaco de
sus ojos, hundidos y extraviados, y en la palidez cadavérica de las
mejillas, a la cual también contribuía la dolencia crónica que le
aquejaba hacía algunos años.
Al llegar en el verano anterior a su pueblo natal habíase alojado en
casa de su hermano Tomás, quien pensó que se le entraba con él la
fortuna por la puerta. Pronto vino en cuenta de su error. El indiano,
aunque tuviese dinero, ni lo mostraba. Largos seis meses lo tuvo de
huésped en casa, haciendo por obsequiarle no pocos sacrificios, sin
obtener más recompensa que algunos livianos regalos a las chicas y a
Rafael. Cuando le pidió dinero para comprar más ganado y pagar algunos
picos que debía, D. Jaime puso muy mala cara, pero se lo otorgó en
préstamo al diez por ciento: le hacía gracia especial, porque la mayor
parte lo tenía colocado al doce. Desde entonces, el indiano estuvo en
casa de su hermano como en ascuas: temía a cada instante nuevas demandas
y temía además que le faltase el rédito de lo que le había prestado. Si
no fuese porque las gracias de Rosa obraban ya sobre su ser vivo y
ardoroso influjo, se hubiera ido inmediatamente. Este influjo, de índole
grosera, fue el que le retuvo y fue también el que le obligó más tarde a
separarse. Veamos cómo.
No el carácter alegre y desenvuelto de su sobrina, ni la gracia singular
que imprimía a sus palabras y actitudes, ni la rara altivez que
custodiaba su inocencia, fueron las que cautivaron a D. Jaime. De esta
suerte, su pasión, aunque senil, hallaría disculpa. Lo único que vio y
apreció en Rosa fue la forma, o por aproximarnos más a la verdad, la
carne. No era apto para sentir ni aun comprender otras pasiones más
subidas. Pareciole, así que la vio, un bocado apetitoso. Al cabo de
algunos días de vivir cerca y contemplarla largamente en todas las
posturas, concibió por ella una torpe y desenfrenada afición. Guardose
de mostrarla, porque detrás de sus vicios, y aun sobreponiéndose a
ellos, estaba el hombre práctico, el aldeano egoísta y receloso. Temía
que, conocida su flaqueza, la familia se aprovechase para saquearle.
Además, no quería verse comprometido. A imitación de otros muchos
paisanos que habían llegado con dinero de Cuba antes que él, aspiraba a
ennoblecer su sangre y adquirir mayor prestigio uniéndose a alguna
señorita pobre de la villa, abandonada por esto y por vieja de los
jóvenes. Pero aunque no la mostrase, la procuraba alguna salida. En su
calidad de tío carnal, estaba autorizado para usar con la muchacha
ciertas familiaridades que no les serían permitidas a otros hombres D.
Jaime usaba y abusaba. Como vivía bajo el mismo techo y estaba en
continuo contacto con ella para todos los menesteres de la vida, se
aprovechaba lindamente de sus facultades muy más de lo que haría otro
tío menos sucio. «Rosita, tráeme esto.--Rosita, ve por lo otro.--Rosita,
sube sobre este banco y alcánzame aquellos zapatos.--Rosita, átame esta
cinta.--Rosita, pégame el botón de la camisa.» Y cuando iba y cuando
venía y cuando subía y cuando bajaba, las manos amarillentas y velludas
de D. Jaime la pellizcaban, la sobaban, la mimaban y la estrujaban.
Rosa, aunque avergonzada algunas veces, cuando las caricias subían de
punto, y mostrando también cierta vaga inquietud que ella misma no se
explicaba, las acogía con agradecimiento, creyéndose simplemente la
preferida de su tío, o la que más había simpatizado con él. No observaba
la infeliz que no se las prodigaba tan frecuentes y vivas a la vista de
los demás como al hallarse solos. Y a medida que el tiempo se deslizaba,
el requemado indiano se iba derritiendo más y más en halagos,
entreteniendo su vergonzosa sensualidad.
Pero llegó un instante en que la hoguera creció de tal modo que fue
preciso alimentarla arrojándola combustible o apagarla de pronto, so
pena de abrasarse vivo en ella. Y optó por lo primero. No había que
pensar en matrimonio: esto lo juzgaba solemne dislate, no solamente por
las ventajas que otra unión podía reportarle, sino porque se echaba para
siempre sobre los hombros la carga de toda la familia. Y sin considerar
que era la hija de su hermano, una pobre niña ignorante que le respetaba
en calidad de tío y de caballero, pensó en otra cosa. Y no sólo pensó,
sino que puso en vías de obra su pensamiento. Comenzó por preparar el
terreno. Al efecto fue desnaturalizando poco a poco la índole de sus
caricias paternales; mas la joven, advertida por la voz salvadora del
pudor, sin pensar nada malo de su tío, las evitó instintivamente, no
acercándose a él cuando podía pasar sin hacerlo y escapándosele de las
manos cuando era forzoso colocarse a su alcance. D. Jaime entonces
varió de táctica: ya que no podía seducirla con los halagos, intentó
corromperla con las palabras. Principió con los cuentos verdes, que Rosa
escuchaba sin comprender la mayor parte de las veces, bien que él
entonces cuidaba de explicárselos. Siguió más tarde con los dichos
groseros y de doble sentido, y concluyó por las frases obscenas vertidas
en todos los instantes del día en los oídos de la niña. Tampoco logró el
resultado propuesto. Rosa, al oír aquel cúmulo de asquerosidades, pensó
que su tío se había vuelto loco o que tenía algún diablo metido en el
cuerpo, como había oído muchas veces referir en los ejemplos de las
novenas, y huía de él cuidadosamente, y andaba por la casa sobresaltada,
inquieta, aterrada, aunque sin atreverse a contar lo que sucedía a su
padre ni a Ángela. El americano, desesperado, y desesperando de
conseguir nada por estos medios, se arrojó entonces a una intentona
criminal.
Largo tiempo anduvo acechando el momento oportuno y buscando ocasión de
encontrarse a solas con Rosa y en circunstancias en que pudiera llevar a
cabo su propósito con alguna esperanza de buen éxito. Al fin creyó
hallarla. La hora mejor era la de misa, los domingos, cuando a la chica
le tocase quedar guardando la casa, porque la aldea entonces estaba
solitaria y la mayor parte de las casas cerradas. En la de Tomás, por
hallarse un poco apartada, siempre quedaba alguno teniendo cuidado de
ella, un domingo uno y otro domingo otro. D. Jaime esperó el turno de
Rosa con impaciencia y disimulando sus intenciones. Cuando las campanas
tocaron a misa se fue a la iglesia con la demás familia. Aquel día, en
vez de subir hasta la sacristía, como siempre, se quedó a la puerta, y
al poco rato de ponerse el cura en el altar, se alejó sin ruido de la
iglesia y tomó precipitadamente el camino del Molino.
Cuando llegó, Rosa estaba al lado del fuego arreglando la comida. Al ver
a su tío delante, le dio un vuelco el corazón, se puso pálida, como a la
vista de un grave peligro. Mediaron pocas palabras. Don Jaime se quejó
de un fuerte dolor de estómago y Rosa se dispuso a hacerle una taza de
té. Pero antes de que hubiese terminado, el americano la abrazó de
improviso. Ella, que presentía este ataque repentino, no dio un grito ni
pronunció siquiera una palabra; pero lo rechazó con fuerza y decisión.
Hubo una lucha sorda y rabiosa que duró bastante. La chica se defendía
gallardamente y consiguió por tres o cuatro veces zafarse de las manos
del viejo; pero éste la perseguía por los rincones de la cocina y volvía
a sujetarla. Al principio, ella le guardaba aún cierto respeto y
procuraba desasirse sin hacerle daño. Poco a poco, vista la tenacidad
brutal de su tío, se fue encolerizando, subiósele la sangre toda a la
cara, y al verse nuevamente a punto de ser cogida, alzó la mano, y con
ella cerrada le dio en plena faz un tremendo golpe, que le hizo caer
hacia atrás, sangrando por la nariz. Al caer se lastimó también en la
cabeza con uno de los cortes del escaño. Rosa abrió azorada la puerta y
salió corriendo, sin saber adónde.
Cuando volvió, al cabo de una hora de vagar por los caminos, halló a la
familia ocupada en prodigar cuidados al descalabrado indiano: Tomás
aplicándole paños de vino y romero; Ángela haciendo tila para quitarle
el susto. Contra lo que esperaba, nadie se dio por enterado de lo
acaecido, ni le dijeron una palabra sospechosa. D. Jaime había arreglado
ya el asunto, contando que se había caído por alcanzar un jarro de leche
de lo alto de la alacena, mientras Rosa se había ido a ver una vecina.
Al cabo de algunos días, y después de curarse la herida de la cabeza,
determinó dejar la casa de su hermano y trasladarse al pueblo, donde el
tabernero se acomodó a mantenerle, lo mismo que a su otro huésped, el
excusador de la parroquia, por un módico estipendio. Varias razones
tenía para cambiar de domicilio. La primera y más importante era el
temor de que Rosa descubriese su atentado, pues desde aquel día ni le
dirigió la palabra ni siquiera le miraba, lo cual podía llamar la
atención de su padre, y por ahí venir en conocimiento de lo sucedido.
Otro temor era, como ya hemos dicho, el de perder el dinero prestado o
el de verse obligado a abrir la bolsa de nuevo.
Tomás lo sintió mucho, pues comprendió al fin que poco o nada podía
esperar ya de su hermano. En cambio Rosa tuvo una verdadera alegría. El
indiano continuó visitándolos de vez en cuando, siempre para llorar
alguna pérdida o quiebra de su caudal, con el objeto de que no se les
pasase por la imaginación demandarle auxilios pecuniarios. La pasión
hacia Rosa, aunque mezclada ahora de rencor, no mermaba; antes parecía
crecer con el alejamiento y el recuerdo del vigoroso mojicón recibido.
Particularmente, cuando Andrés llegó en el mes de Abril a Riofrío y
comenzó a requebrar a su sobrina, se encendió de modo notable con el
combustible de los celos. No se le ocultaba al mísero que Rosa le
despreciaba más a medida que iba gustando el trato del jovencito
madrileño. Con esto la figura de la chica fue creciendo en su
recalentado cerebro, y la que antes le parecía una caprichosa rapazuela
buena tan sólo para un fugaz devaneo, al verla ahora festejada y
perseguida por un joven distinguido de la corte, adquirió grandes
proporciones a sus ojos y la juzgó ¡oh poder de la vanidad! digna de
ser amada _por lo fino_. En esta disposición de ánimo, fácil será
comprender cuánto le atormentaría el buen éxito que, al decir de la
gente y a lo que él observaba, obtenía Andrés en sus amores. Aparentando
absoluta indiferencia, no dejaba de espiar sus progresos, inquiriendo
aquí y allá cuando la propia observación no bastaba. Ni perdía uno solo
de los pormenores que denotaban la aparición del amor en el pecho de la
doncella, padeciendo en cada uno de ellos mil torturas y desviviéndose,
no obstante, por averiguarlos.
Al cabo empezó a rondarle un pensamiento que podía concluir de una vez
con sus penas, sacarle triunfante y llevarle de pronto a la dicha: el de
casarse con Rosa. Era muy duro, sin embargo, renunciar a sus ambiciones
señoriales y quedar ligado para siempre a una zafia aldeana y a una
familia que había de pesar eternamente sobre sus espaldas. Así que, tan
pronto como le acudió a la mente, se apresuró a rechazarlo. Pero la
endiablada idea volvió de nuevo a presentársele con más alegres colores.
Tornó a rechazarla por medio de un sin número de juiciosas reflexiones.
A los pocos días volvió a colársele en el magín más risueña y
deslumbradora que antes. Trabose entonces una verdadera batalla en el
ánimo de nuestro indiano, de cuyas resultas andaba inquieto, silencioso
y desvelado, sin ganas de comer, vagando por los caminos hasta bien
entrada la noche. No se cansaba de pesar los inconvenientes de la unión
con su sobrina, que no eran pocos ni leves. Pero como al mismo tiempo la
pasión le espoleaba y los celos tanto le roían, a veces aquéllos le
parecían nada, y decidía en un punto su matrimonio. En una misma hora se
casaba y se descasaba varias veces.
En tan congojoso estado de indecisión se hallaba el americano cuando
sucedió lo que hemos visto en el capítulo anterior: el encuentro con los
amartelados jóvenes y la conversación con Andrés, a quien quiso
sonsacar. Aquella noche le picaron los celos crudelísimamente y el
demonio de la voluptuosidad le presentó a su sobrina más hermosa y
apetecible que nunca. Tanto que, dando al traste con todas sus
ambiciones y temores, se resolvió a salir de aquel miserable estado
haciéndola suya. Tomada esta resolución, descansó como si le quitasen un
gran peso de encima, y logró dormir tranquilamente.
Al otro día, aunque no era domingo, se afeitó como si lo fuese, se puso
otro pantalón, metió en los dedos todas sus sortijas, y después de tomar
el chocolate en compañía del excusador y de ofrecerle un cigarro puro,
generosidad que sorprendió mucho al clérigo, fue a su cuarto a arreglar
un poco el cabello, y al instante salió de casa y tomó el camino del
Molino con los ojuelos chispeando, seco el gaznate y los labios
trémulos. Nunca salvó la distancia que mediaba entre el pueblo y la casa
de su hermano tan rápidamente. Cuando llegó, Tomás estaba partiendo leña
delante de la puerta.
--¿De dónde diablos vienes tan temprano?--le preguntó levantando la
cabeza con sorpresa.
--Oye, Tomás, necesito hablar contigo de un asunto importante... Vámonos
arriba.
El molinero se inmutó visiblemente al escuchar estas palabras. Pensó que
su hermano le iba a reclamar de golpe el préstamo.
--Vamos--contestó en voz baja, dejando caer el hacha de las manos.
Y ambos entraron en la casa y subieron, uno en pos de otro, la escalera
ahumada que conducía a la sala. D. Jaime se sentó: Tomás quedó en pie.
--Pues, Tomás--comenzó aquél echándose hacia atrás en la silla y jugando
con la cadena del reloj, gorda como una maroma,--voy a decirte una cosa
con toda reserva... Siempre he tenido confianza en ti, y ya sabes que te
he dado bastantes pruebas de aprecio... Las circunstancias hacen que
uno... vamos... uno no haga las cosas cuando quiere hacerlas, sino
cuando puede... ya lo sabes... Sabes también que te aprecio, ¿no es
verdad?
Tomás, con la faz despavorida y los ojos en el suelo, hizo señal de
afirmación.
--Ya sabes que te he dado bastantes pruebas de apreciarte, y de apreciar
a tu familia... Creo que tú me aprecias lo mismo que yo a ti, y la
familia lo mismo... Pues, Tomás, tengo que decirte una cosa... A mí me
parece que no estoy bien solo... Un hombre no está bien solo, ¿no te
parece?
Señal afirmativa de Tomás, que empezaba a dudar y confundirse.
--Yo soy, como tú sabes, muy cariñoso... No lo puedo remediar... Cuando
aprecio a una persona, soy capaz de darle la sangre del brazo,
¿estamos?... Pues con la familia siempre he sido muy franco..., ya lo
sabes... Lo que yo tuve, siempre ha sido tuyo... Te he tratado siempre
como lo que eres... porque a mí nunca me ha dolido gastar uno, dos o
tres, estando la familia por medio... Pues, Tomás, yo me voy haciendo ya
viejo... Tengo dos años más que tú... ¿No te parece que debo casarme?
Tomás estaba ya menos asustado, pero al oír estas palabras recibió un
fuerte desengaño: siempre había pensado heredar a su hermano. Procuró,
sin embargo, no dejarlo traslucir, y contestó vagamente, siempre con la
vista fija en el suelo:
--Sí... sí... si te parece...
--Estoy decidido... A mí me encanta la familia... Después de trabajar
tantos años lejos de su pueblo, necesita uno descanso... No se puede
vivir tranquilamente sino casado... rodeado de la familia... cuidando de
sus intereses... Yo los tengo muy descuidados, bien lo sabes... A mí me
roba cualquiera, y es porque no tengo ningún apego al dinero... ¿Para
qué lo he de tener? Si fuese casado, ya sería otra cosa..., miraría más
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