El idilio de un enfermo - 06

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había contribuido a sobresaltarlo. No apreciaba como debía su alma
candorosa, ni su innato y vivo sentimiento del pudor, ni su imaginación
pintoresca; pero, en cambio, ningún cuerpo mortal fue admirado y deseado
con tanta intensidad como el de Rosa, a las pocas semanas de
relacionarse con el joven cortesano.
Nada de esto sospechaba ella, porque Andrés tenía buen cuidado de
ocultarlo bajo exterior indiferente y jocoso. Para Rosa no era más que
un señorito llano y amable que gustaba de jugar con ella y embromarla.
Hasta entonces había tenido muy mala idea de los señores. Una vez que
había ido a Lada, varios jóvenes que salían de un café le dijeron
algunas frases obscenas: otra vez, unos señores que habían venido de
caza a Riofrío, hallándola sola en un camino, le dijeron también
palabrotas groseras, y uno de ellos se propasó a vías de hecho. Además,
en su vida existía cierto acontecimiento, del que hablaremos más
adelante, que le daba razón para odiarlos y temerlos. «¡Los señores!
Unos puercos todos, sin vergüenza y sin religión,» decía a sus amigas.
Andrés, con su proceder comedido, le obligó a rectificar un tanto esta
opinión.
Pero aunque se mostrase más delicado que los otros, hay que confesarlo,
era de la misma pasta. No había formado plan para seducirla, pero
aspiraba a hacerse amar de ella, incitado a la vez de su belleza, que
sentía y apreciaba vivamente, ya lo sabemos, y de los obstáculos que su
carácter arisco y desdeñoso le oponía. Alguna vez, retozando, la
admiración y el deseo que rebosaban del alma habían salido a los ojos;
se detenía, quedaba inerte; la contemplaba con mirada húmeda y
anhelante, y estaba a punto de flaquear y rendirse a pedirle
humildemente un beso de su fresca boca; mas al instante, el temor muy
fundado de asustarla y perder su confianza le obligaba a seguir
representando el papel de joven aturdido y bromista. Adivinaba que Rosa,
colocadas las cosas en el terreno serio, no se dejaría tocar la punta de
los dedos.
En una ocasión, sin embargo, no pudo resistir más y se entregó. Fue en
las postrimerías de Julio... Estaba Rosa apacentando el ganado de casa,
cinco o seis vacas y dos o tres becerros, en un prado de las cercanías.
Andrés, que la husmeaba, apareció por allí con la carabina colgada del
hombro (la caza era el pretexto que adoptaba para vagar por los
contornos siempre que le convenía). Rosa, sentada sobre el césped,
miraba con ojos extáticos cómo pastaban las vacas.
--¿A que sé en qué estás pensando, Rosa?
--¡Jesús, qué diablo de hombre, me ha asustado!--exclamó la chica
volviendo la cabeza.
--Dejémonos de sustos... ¿A que sé en qué estabas pensando?
--¿En qué?
--Pensabas en Jacinto, el de la tía Colasa.
--Lo mismo que en usted.
--¡Eso quisiera yo!... Pues mira, me lo he encontrado ayer y le he
sacado del cuerpo que te quería. Aconsejele que te lo dijese cuanto más
antes y, sobre todo, que hablase a tu padre... Ha quedado en ello.
Rosa, al observar el tono serio en que hablaba, le miró sorprendida.
Después, viendo señales de burla en su rostro, hizo una mueca desdeñosa
y guardó silencio. A nuestro joven le pareció tan linda en aquel
momento, sin saber por qué, que, después de contemplarla extasiado un
rato y sentir cierto cosquilleo tentador por el cuerpo, se arrojó a
decir en tono de burla, pero con voz temblorosa:
--Tú no quieres a nadie más que a mí, ¿verdad, Rosa?
--¡Ya lo creo!... Lo mismo que usted a mí.
--¿De veras?
--¡Vaya!
El tono de la joven era irónico. Andrés lo advertía con disgusto, porque
deseaba tomase sus palabras en serio.
--Yo te quiero mucho, Rosa; más de lo que tú piensas...
--Y ¿para qué me quiere usted?--preguntó volviendo hacia él su rostro y
mirándole fijamente.
Andrés quedó un instante suspenso.
--Te quiero... yo no sé por qué te quiero... No lo puedo remediar.
--¡Ya, ya! ¡Buen truchimán va usted saliendo!... ¡Qué condenada vaca,
siempre empeñada en meterse por el prado del tío Fernando!... ¡Garbosa,
eh! ¡Garbosa, fuera! ¡Garbosa, aquí!
Viendo que la vaca no obedecía, se levantó y fue a ella corriendo, y la
obligó a separarse de la linde. Cuando tornaba, Andrés, que había vuelto
un poco en su acuerdo, se levantó y, saliéndola al encuentro y tomándola
por las manos, le dijo en broma:
--¿Conque no me quieres, eh?... Pues ahora vas a quererme a la fuerza.
Y se trabó con ella a brazo partido, queriendo besarla. Rosa se
defendió bizarramente, aunque la risa le impedía a veces desplegar todas
sus fuerzas. Un buen rato lucharon y retozaron como dos cachorros por el
campo. Andrés, no pudiendo de ningún modo acercar los labios al rostro
de la zagala, por primera vez perdió el respeto que la tenía y trató de
hacer uso brutal de las manos. Rosa se formalizó de repente y le rechazó
con violencia. Pero él, sin hacer caso de esta vigorosa advertencia, se
obstinó en el primer intento. Ella entonces, encolerizada, le arrojó al
suelo, y echándole las manos al cuello y apretándoselo más de la cuenta,
le preguntó severamente:
--¿Volverá usted a hacerlo? ¿volverá usted?
Andrés dijo que no, y pudo levantarse. Pero estaba tan irritado, que fue
a buscar en silencio el sombrero que se le había caído, recogió también
la carabina y se marchó sin despedirse.
Ni al día siguiente ni en otros tres pareció por el molino. Su
desabrimiento en parte era verdadero, en parte fingido. Conveníale
saber si Rosa sentía por él algún interés o simpatía, y ningún medio
mejor para averiguarlo. Ocho días determinó pasar sin visitarla; pero al
quinto ya no pudo contener su impaciencia: así que comió, lanzose al
campo con la escopeta al hombro, resuelto a ver a Rosa. Por disimular no
fue directamente al sitio donde aquellos días solía estar apacentando el
ganado. Tomó el camino del monte y ascendió por él buen rato. Cuando
juzgó el momento oportuno, comenzó a descender lentamente hacia el prado
consabido, que estaba en la falda de la montaña. No tardó en columbrarlo
desde lo alto. Era un campo de figura irregular, más verde que los
contiguos por tener riego, todo él circuido por dos filas de avellanos,
cuyas ramas, saliendo de la tierra en apretado haz, tomaban la forma de
enormes ramilletes. La figura de Rosa sentada en medio y la de las vacas
que, diseminadas, mordían tranquilamente la yerba, resaltaban como
puntos negros sobre el verde claro del césped. Buen trecho antes de
llegar disparó un tiro, como si en efecto anduviese de caza, mas en vez
de preparar con esto el encuentro y hacerlo más casual, lo echó a
perder. Rosa, advertida de su presencia, fuese corriendo a ocultar entre
los avellanos de las lindes. Cuando bajó hasta tocar en ellas y echó una
mirada al prado, no vio más que a las vacas. Su dignidad no le permitía
ponerse a buscar a Rosa. Así que, después de descansar breve rato con la
carabina apoyada en la sebe, afectando distracción y fatiga, tuvo mal de
su grado que alejarse, sin conseguir lo que se había propuesto, el paso
tardo, el ánimo caído.
Ya se hallaba a regular distancia, y cerca de perder de vista el
venturoso prado, cuando la voz de Rosa rompió el silencio de la campiña,
entonando una de las melodías largas y melancólicas del país. Detuvo el
paso, y sonrió maliciosamente. Después, poquito a poco, deshizo el
camino andado y se acercó de nuevo a la sebe. Pero en vano se estuvo
allí plantado otro buen rato, apoyándose en la carabina, en actitud
meditabunda. Rosa no tuvo a bien presentarse. Otra vez se vio precisado
a marcharse, ahora más descontento y cabizbajo.
Al llegar al sitio de antes, Rosa volvió a cantar. Entonces el joven
cortesano entendió, con deleite, que se trataba de un juego: la
coquetería no podía adoptar forma más inocente y sencilla. Y sin vacilar
tornó a paso vivo, saltó al prado y comenzó a registrarlo
escrupulosamente.
--Rosa... Rosa... ¿Te escondes de mí, pícara?... Ya parecerás, a no ser
que te hayas metido en un agujero, como los grillos.
Al cabo la halló agazapada al lado de un avellano. Al verse descubierta,
hizo una graciosa mueca de enfado.
--¡Déjeme usted, D. Andrés... déjeme usted!
Y corrió de nuevo a ocultarse en otro sitio. Andrés la siguió.
--Eso no vale... ya estás descubierta.
Tornó a hallarla en la misma posición que antes, metida dentro del
canastillo de ramas de otro avellano. La mueca que entonces hizo fue más
expresiva, ejecutando visibles esfuerzos para enfadarse.
--¡Vamos, D. Andrés, déjeme usted!... ¡déjeme usted!
Y viendo que el joven se acercaba a cogerla:
--¡Déjeme usted, caramba!... ¡Qué pesadez!... ¡No quiero bromas con
usted!
--¿Y por qué no quieres bromas conmigo, Rosa?--repuso él, avanzando en
actitud humilde.
--Porque no... Márchese usted.
--¿Me despides?
--Sí.
--Esa es una falta de cortesía.
--¡Bien... mejor!...
--Y tú, que eres una chica amable y bien educada, no serás capaz de
cometerla; estoy seguro de ello.
--¡Qué pez me ha salido usted!--dijo ella clavándole una mirada entre
respetuosa y burlona.
--No sé por qué dices eso--repuso él con fatuidad.
--Vamos, déjeme en paz y váyase a cazar.
Y al decir esto, fuese a sentar un poco más lejos. Andrés la siguió, y
se sentó silenciosamente a su lado. Los dos se miraron un rato, pugnando
para no reír.
--Las manos quietas, ¿eh?--preguntó ella.
Andrés contestó afirmativamente con la cabeza.
--¡Vaya, vaya con D. Andrés! ¡Tan bueno y encogido como parecía! ¡Pues
no va sacando poco los pies de las alforjas!
--Querrás decir las manos.
--Eso es, las manos... ¡cierto!--repuso soltando a reír.
--Pues bien, las volveré a meter si tú me lo mandas. Yo no puedo hacer
nada que te disguste... Te quiero demasiado para ello...
--Poco se conoce.
--¿Pues?
--Cuando se quiere a las personas, se las viene a ver...
--No ha sido por falta de voluntad... Estos días he tenido muchísimo que
hacer--dijo él, relamiéndose interiormente por el triunfo que empezaba a
vislumbrar.
--No crea usted que a mí se me importaba nada... Solamente que mi padre
me decía: «¿Cómo no viene D. Andrés ahora?» y todos los de casa lo
mismo. ¡Como si yo tuviese obligación de saber porqué viene usted o deja
de venir!
--Pues bien sencillo es saber por qué vengo...
No se dio por entendida, y siguió mirando fijamente al suelo. Después de
esperar en vano la pregunta, Andrés dijo en voz más baja, donde se
traslucía la fuerza del capricho:
--Si vengo es por ti, exclusivamente por ti.
La pastora soltó una carcajada de burla para disimular la emoción
placentera que estas palabras le causaron. El rubor subió a sus
mejillas.
--Y cuando no viene usted, ¿por qué es?
--También por ti.
--¿Sabe usted que tiene gracia eso? Cuando viene es por mí, y cuando no
viene también...
Andrés le explicó, riendo, esta contradicción. El día pasado había
creído que, lejos de serle simpático, ella le odiaba: por eso se había
estado tanto tiempo sin venir a visitarla: no le gustaba relacionarse
sino con las personas que le querían. Después se puso a recordar las
circunstancias con que la había conocido, las misas que había oído sin
atención por mirarla...
--Sí, sí, ya me acuerdo... Yo decía: ¿Pero qué mirará ese señorito?
--Y del desaire que me hiciste en la romería, ¿te acuerdas, pícara?
--¡Vaya si me acuerdo! ¡Me dio una rabia cuando usted vino a sacarme!
--¿Por qué?
--Por las demás, que me llamarían tonta viendo que un señorito me
prefería.
--La verdad es que entonces no me tenías muy buena voluntad, ¿eh, Rosa?
--Verdad que no.
--¿Y ahora?
--Ahora... ahora... ahora... ¿qué sé yo? ¡Qué preguntas tiene usted, D.
Andrés!
La zagala hizo un gesto de impaciencia. No estaba en su naturaleza,
arisca y desdeñosa, el confesar sus sentimientos. Por algo sus hermanos,
cuando reñían con ella, la apellidaban «cardo» y «puerco-espín.» Andrés,
que la iba entendiendo, no insistió, y mudando de conversación, procuró
hacerla reír recordando las simplezas del criado o algún dicho malicioso
de Rafael. La charla entonces se animó. Rosa contaba con gracia mil
pequeños episodios de la vida de la aldea, describiendo con pintoresca,
ya que no correcta, expresión los tipos y las actitudes. Andrés, la
mayor parte del tiempo, no atendía al argumento del discurso por
contemplar más a su placer el juego expresivo y gracioso de su
fisonomía, sus ojos brillantes, su boca virginal, los movimientos vivos,
resueltos, de su cuerpo, mórbido y exuberante de vida.
Pero esta charla interminable de una parte y esta contemplación extática
de la otra, cesaron súbitamente. Detrás de ellos, una voz irritada de
hombre profirió terribles blasfemias, que les hizo volver la cabeza con
espanto. En pie, cerca de ellos, con una hoz en las manos, vieron a un
paisano viejo, la faz demudada, los ojos inyectados en sangre por la
cólera, el cual, encarándose con Rosa, vociferó más que dijo:
--Oye, grandísima pendona, ¿no te he dicho ya que si la vaca volvía a
saltar a la tierra te iba a cortar las orejas?... ¿Sabes que me están
dando intenciones de hacerlo para que aprendas de una vez a tener más
cuidado, mala cabra?
Andrés, repuesto de la sorpresa, se puso en pie vivamente, y con palabra
y actitud enérgicas se dirigió al aldeano:
--Lo primero que usted va a hacer es hablar como se debe, ¿lo oye usted?
El paisano quedó sorprendido a su vez de este exabrupto, se puso más
pálido y, mirándole con extraña fijeza, balbució humildemente:
--Yo... hablo... como debo.
--No habla usted tal.
--Yo no me meto con usted... no se meta usted conmigo... La vaca me está
causando todos los días perjuicios...
--Pues quéjese usted al juez.
--Antes de quejarme al juez, he de arreglar a esa grandísima...
--Ya se librará usted de hacerlo.
--Lo veremos.
Y el aldeano se alejó lentamente, murmurando amenazas salpicadas de
groseras interjecciones. Cuando ya estaba a alguna distancia, se volvió
y dijo en tono más alto:
--Si esa desvergonzada no estuviese haciendo porquerías con los
señoritos, las vacas no saltarían del prado.
Andrés se enfureció al oír esto, y recogiendo velozmente la escopeta del
suelo, hizo ademán de apuntarle. En las aldeas, las armas de fuego
inspiran un terror supersticioso. El aldeano, al ver el cañón frente a
sí, se asustó mucho y comenzó a gritar, extendiendo las manos hacia
Andrés:
--¡No tire usted, señorito! ¡no tire usted, señorito!
El joven bajó el arma y le dejó marcharse.
Cuando se volvió hacia Rosa, la encontró riendo por el terror del
paisano. Sin embargo, no tardó en ponerse seria y en decirle gravemente:
--Ya lo acaba usted de oír, D. Andrés. Lo que ha dicho el tío Fernando
no crea usted que sea cosa de él solamente. En el pueblo lo habrá
oído... Me está usted causando mucho daño... Hágame el favor de
marcharse...
Andrés trató de persuadirla a que despreciase el dicho del aldeano,
inspirado sin duda por la cólera; pero fue en vano. Ella sabía mejor lo
que pasaba en el pueblo; no quería verse en lenguas de la gente. El
joven se vio obligado a despedirse.


X

Algunos días después de este suceso, a la hora de salir Andrés de casa
por la tarde, su tío le retuvo, diciéndole con solemnidad inusitada:
--Andrés, necesito hablar contigo.
El joven dejó otra vez el sombrero encima de la mesa, y mirando con
sorpresa al cura se sentó.
--No, no, mejor es que salgamos de paseo; el asunto es delicado, y por
esos andurriales podremos hablar a nuestras anchas.
--Como usted quiera.
Cogió el párroco su bonete, echose el balandrán sobre la sotana con
peligro inminente de asarse vivo, y sacando de un rincón de la sala el
tremendo cayado en que solía apoyarse, fue a avisar a la señora Rita de
que salía.
--¿Adónde?--preguntó ésta, malhumorada.
--Voy de paseo un rato con Andrés.
--De paseo... de paseo... ¡dichoso paseo!... Y yo aquí espera que te
espera, a que le dé gana de tomar el chocolate.
--No te apures, mujer... Procuraré venir a tiempo.
--No, por mí puede quedarse por allá... Haré el chocolate a la seis, y
lo dejaré quemarse al rescoldo...
El cura de Riofrío quedó anonadado. La perspectiva de un chocolate con
tela por encima y requemado le aterró.
--No hagas tal, mujer, no hagas tal... Vendré a tiempo.
--Ya le digo que a mí no me importa, que se quede por allí si gusta...
--Pero, mujer, no te sulfures por tan poco... Has de ser razonable.
--Yo soy como Dios me crió... y usted también... Pero no he de estar
hecha una esclava todo el santo día al pie del fogón, sin poder
disponer de un minuto...
--Bueno... bueno... bueno: entonces me quedaré en casa... no hay nada
perdido, mujer.
--No, señor, no; váyase con el sobrino de paseo, que aquí queda la
esclava tostándose la piel, hasta que al señor se le antoje sacarla del
fuego.
--Vamos, mujer, no te incomodes... me quedaré...
--¡Si no me incomodo! ¡Incomodarme yo!... ¡Anda, anda, pues buena soy
para incomodarme!... Váyase, váyase cuanto antes con el sobrino...
El párroco, viendo que la tormenta arreciaba y que no había esperanza de
conjurarla de ningún modo, después de vacilar algunos instantes, giró
sobre los talones y salió de la cocina con el semblante encendido.
Andrés le esperaba a la puerta de casa. Cuando estuvieron a algunos
pasos de ella, el cura dijo con terrible entonación «que las mujeres
eran todas unas bestias.» Andrés no se atrevió a preguntar el motivo que
tenía para pronunciar este dictamen tan desfavorable al bello sexo,
aunque lo sospechaba. Algunos pasos más lejos, dijo «que era mejor
tratar con las vacas que con ellas.» El mismo silencio por parte de
Andrés. Por último, el cura declaró «que había hecho muy bien un
filósofo, no sabía cuál, en llamar a la mujer _ánima imperfecta_,
porque, en efecto, ninguna tenía las facultades cabales.» Ya que se hubo
desahogado un poco de esta suerte, quedó más tranquilo. Y el paseo
continuó sin nuevas interrupciones.
Estaba la tarde serena. El sol molestaba todavía bastante, por lo cual,
después de bajar al pueblo, eligieron el camino sombrío que conducía a
la montaña por una cañada paralela a la del Molino. Marchaban pareados,
a no ser cuando el camino era demasiado estrecho, que iban uno en pos de
otro. Andrés, que abrigaba vehementes sospechas, muy próximas a la
certeza, de lo que su tío quería decirle, trataba, por cuantos medios
hallaba, de divertirle de su propósito. Preguntábale a cada paso a quién
pertenecían las fincas que dejaban a los lados; se enteraba menudamente
de la riqueza de cada vecino, de la forma del cultivo, de las
vicisitudes agrícolas de los años anteriores. El cura respondía de buen
grado a la granizada de preguntas que el sobrino le disparaba: hasta
parecía complacido de mostrar sus conocimientos en el cultivo y valor de
las tierras. Cuando la conversación aflojaba, Andrés hacía supremos
esfuerzos para reanimarla.
Mas llegó un momento en que fue preciso hacer alto. La montaña estaba
delante, y el camino comenzaba a ser harto pendiente y agrio para un
paseo higiénico. D. Fermín propuso descansar en un bosquecillo de robles
que señoreaba el camino: subieron a él y se sentaron. «Ya estoy cogido;
preparémonos,» pensó Andrés. El cura se limpió el sudor del rostro y del
cuello con un desmesurado pañuelo de yerbas, se sonó después con
horrísono trompeteo, dijo tres o cuatro frases insignificantes a
propósito del calor y la humedad, y por último, encarándose con su
sobrino y clavándole sus ojos grandes, redondos y saltones como los de
los cíclopes, y tan fogosos, le dijo pausadamente, dejando caer las
palabras graves y solemnes como las campanadas de un reloj de torre:
--Tengo entendido, Andrés, que visitas con harta frecuencia la casa de
Tomás el molinero; que te pasas allí las horas muertas... Me han dicho
además que el motivo de estas visitas es una de las muchachas, la más
joven, a quien al parecer haces cocos... Esto me disgusta, Andrés; mucho
me disgusta. Tú no has venido aquí a hacer cocos a las muchachas, me
entiende usted, sino a robustecerte... Yo no te digo que hagas vida de
fraile; cada edad pide lo suyo. Los jóvenes deben divertirse y gozar y
hasta hacer diabluras... perooo (aquí una pausa) pero con su cuenta y
razón... En esta aldea no tienes, me entiende usted, muchachas que
puedan emparejar contigo... Yo no quisiera por nada en el mundo que
pasases entre mis feligreses plaza de calavera, ni mucho menos que te
metieses en algún belén que acarrease disgustos a todos... El ponerte a
cortejar a una pobre aldeana podrá parecer mal a muchos... Acaso alguno
creerá que llevas intención perversa... En fin, que no está bien. La
muchacha con quien hablas es una criatura inocente, me entiende usted, y
cándida como una paloma... Yo la estimo a ella y a toda la familia... La
he confesado desde chiquita... Sentiría que con tu labia de madrileño
turbases el alma de esa pobre niña...
--¡Pero, tío, si no hay nada de eso que usted piensa!... Son chismes de
lugar... Entro en casa de Tomás como en otras muchas del pueblo... Es
verdad que bromeo algunas veces con Ángela y Rosa, pero sin dirigirme en
particular a ninguna...
--Bien, bien... celebraré que así sea... A mí no me consta; me lo han
dicho... Pero, de todos modos, te aconsejo que obres con prudencia y
procures, me entiende usted, no dar motivo a que la gente murmure...
Habla con todas las muchachas y bromea cuanto quieras, pero no te
particularices... ¡Nada de particularizarse!...
Siguió D. Fermín dándole consejos otro ratico. El joven los escuchó
pacientemente, puesto que una vez que otra le interrumpía para deshacer
algún error o disculpar su proceder. Cuando el tema ya no dio más de
sí, se levantaron, cambió la conversación, y paso tras paso llegaron
hasta la rectoral. El cura subió a tomar el chocolate y Andrés se volvió
al pueblo, por no querer meterse tan temprano en casa.
No dejaron de hacer mella en el joven las palabras de su tío. Allá en el
fondo ya hacía algún tiempo que pensaba lo mismo y se dirigía idénticas
recriminaciones. Los devaneos que traía con Rosa, por más que no fuesen
guiados de una intención malévola, de sobra comprendía que no podían
acarrear a la chica más que disgustos. Cuando menos la colocaban en mal
lugar a los ojos de los vecinos, la estorbaban para hallar otro novio
más adecuado y conforme a su clase. Los mozos en las aldeas se alejan,
con razón, de las muchachas festejadas de los señoritos.
Por otra parte, sentíase cada vez más aprisionado en las redes de aquel
capricho, que podía muy bien transformarse en pasión verdadera.
Las gracias corporales de Rosa le habían dado golpe desde que la vio;
mas ahora, la viveza de su genio, su natural tímido y bondadoso con
apariencias de desenfadado y huraño, la frescura de su misma ignorancia,
le iban cautivando en demasía. Cuanto más tiempo pasase, más dificultoso
le sería romper el encanto. «Nada, nada, es necesario cortar esto de una
vez. Ya me encuentro bastante fuerte: dentro de algunos días tomo el
camino de Madrid,» se dijo mientras bajaba con lento paso, la cabeza
baja, los ojos en el suelo, hacia el lugar. Pero al poco trecho se hizo
otra reflexión, que vino a modificar la primera algún tanto. «En Madrid
aún debe de hacer mucho calor: mejor será que aguarde hasta entrado el
otoño; mientras tanto, haré lo que mi tío me ha dicho; frecuentaré menos
la casa, y procuraré distraerme de otro modo. Por de pronto, hoy no voy
allá.» Caminó con esta resolución en la mente un espacio de cien varas
lo menos. Parecía irrevocable. A las cien varas, no obstante, se dijo,
levantando la cabeza: «Y al cabo, ¿qué importa que vaya o deje de ir
unos cuantos días más? De todos modos, poco después de marcharme, nadie
se acordará de tales tonterías, y Rosa seguirá siendo la misma para
todos. Lo que interesa es tener fuerza de voluntad para no enamorarse
realmente... Y la tendré.»
Bien pertrechado de esta fuerza de voluntad, que procuraba administrarse
a grandes dosis por medio de oportunas reflexiones, caminó con paso
rápido la vuelta del Molino, cruzando el pueblo y entrando en la cañada.
Después de marchar algún trecho por ella, vio a lo lejos, no muy
apartada de la casa de Tomás, a una mujer que iba en la misma dirección
con una herrada sobre la cabeza. Por la figura y el modo de andar, más
que por el traje, pues las aldeanas se visten generalmente de la misma
manera, imaginó que era Rosa. Aceleró el paso y, acercándose más, pudo
cerciorarse de que no se había equivocado. Entonces corrió sobre la
punta de los pies, para no hacer ruido, hasta colocarse detrás de ella,
y la sujetó suavemente por los hombros.
--¡Vamos, vamos, poca broma, D. Andrés!--exclamó ella riendo.
Aquél persistió en sujetarla.
--¡Que voy a tirar la herrada, déjeme usted!
No obedeció.
--¡Que la dejo caer sobre usted!
En los movimientos que hizo para desasirse, la herrada se tambaleó y
soltó buena parte de agua, que vino a dar sobre el rostro y cuello de la
joven. Al sentir la frialdad, dejó escapar un grito.
--¡Pobrecilla! ¿Te has mojado? Perdóname--dijo Andrés realmente
compadecido.
Y sin poder resistir la tentación, sujetola un instante por los brazos y
la dio un fuerte beso en la mejilla húmeda y brillante.
--¡Eso es peor!... Vamos, déjeme usted... ¡Cómo se conoce que traigo la
herrada!... Déjeme usted llevarla a casa, y veremos si después hace
burla de mí.
--¿Prometes volver?
--Tengo que ir a la fuente por el jarro de agua para la cena.
--¿Y ésta que traes?
--Es del río.
--Bien; entonces, ¿para qué he de entrar en casa? Te aguardo; ven
pronto.
Sentose el cortesano sobre una de las paredillas del camino a esperar.
No tardó mucho en aparecer de nuevo Rosa con un jarrito de barro negro
en la mano. Y, sin acordarse del desafío, se emparejaron, enderezando el
paso hacia la fuente.
Por el camino le fue contando Andrés cómo su tío le había impedido venir
primero, aunque sin dar cuenta de la conversación que con él había
tenido. Rosa le explicó lo que había hecho en el día. Por la mañana
había ido con Rafael a un castañar en busca de hoja para lecho del
ganado; después había estado en el molino limpiando centeno; así que
comió tuvo que ir a la Formiga, lugar bastante alto de la misma
parroquia, por un celemín de maíz para molerlo.
--¡Qué lástima que yo no lo hubiese sabido!
--¿Para qué?
--Para acompañarte.
--No me gustan los acompañamientos... y más por esos sitios... ¿No ve
usted que todo el mundo me conoce, y se reirían al verme con un
señorito?
Andrés dijo que al primero que se riese le rompería la cabeza. Rosa
sostuvo que no había motivo, que cada cual podía reírse cuando bien le
antojara.
La fuente estaba un poco apartada del camino, en una hondonada sombreada
de arbustos y zarzas. Bajábase a ella por un sendero empinado y
resbaladizo. Mientras el jarro se atracaba de agua lentamente con el
hilito que caía de la canal, los jóvenes se sentaron en un banco tosco
de piedras, y continuaron su charla, entreverada de risa. Andrés
sostenía con formalidad que iban aumentando mucho sus fuerzas con el
ejercicio, que levantaba ya una porción de libras más a pulso. Rosa se
burlaba de este aumento: cada cual tenía las fuerzas que Dios le había
dado: no quería creer en la eficacia de la gimnasia, que el joven
trataba de explicarle con calor. Quiso que ella le apretase la mano, a
ver quién resistía más. El orgullo le impidió chillar, aunque buenas
ganas se le pasaron de hacerlo. En cambio, ella no aguantó el apretón
sin decir «¡basta!», lo cual llenó de regocijo al joven, a quien hacía
sufrir la superioridad muscular de una mujer, por más que fuese aldeana.
Al tiempo de recoger el jarro, jugaron con el agua. Ella le salpicó la
cara para vengarse de lo que antes le había hecho. Él arrojó desde lejos
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