El idilio de un enfermo - 05

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Desde la puerta de la sacristía se la veía admirablemente. Y como no
hubiese por allí cerca otro objeto más interesante en que fijarse (salvo
la misa), la verdad es que Andrés se fijaba en ella más de la cuenta.
Esto se iba murmurando, por lo menos, en un grupo de mujeres cierto
domingo al salir de la iglesia. Mas no se crea que a nuestro joven se le
daba un ardite de la morenita. La prueba de ello es que en toda la
semana volvía a acordarse de su figura ni del santo de su nombre. Creía
estar a demasiada altura en achaques de amor para ir a enamorarse en un
dos por tres de una muchacha morena que enciende un hacha de cera en
misa. Pero lo que es mirarla, no hay más remedio que confesarlo, la
miraba con profunda y escrupulosa atención. Y ¡quién sabe! si no hubiera
sido por aquella malhadada mueca de desagrado que hizo la chica el
primer día, no hubiera sido imposible que nuestro héroe procurase
ponerse al habla con ella. Pero era tan susceptible como impresionable;
tenía aquella mueca siempre delante de los ojos como barrera
insuperable. Por otra parte, después que salía de la iglesia, ya no
hallaba ocasión de verla en toda la semana. Según le habían dicho, no
habitaba en el mismo pueblo, sino algo más lejos; cosa de un tiro de
bala hacia la montaña. No había, pues, modo de verla sino haciéndole una
visita. Andrés no pensaba en ello.
Cierto suceso, puramente casual, vino, sin embargo, a modificar un tanto
sus planes y sentimientos en este punto. Celebrábase en los términos
del concejo, pero a distancia respetable, la romería de Nuestra Señora
de la Peña, en el corazón mismo de la sierra. Aunque para llegar al
santuario la ascensión fuese penosa, era siempre de las más concurridas.
En las aldeas acaece a menudo que no son las más próximas y asequibles
las romerías animadas; quizá por el deseo que nos arrastra a todos a
vencer dificultades, aunque sea para divertirnos. Celesto vino a
proponerle el sábado por la tarde la excursión a ella; se la pintó con
tan hermosos colores que, aun a riesgo de fatigarse, consintió en ir,
con tal que la vuelta no fuese de noche.
--Vendremos antes de ponerse el sol, D. Andrés... y le aseguro que
vendremos bien acompañados.
Esto dijo el seminarista guiñando un ojo. Y, en efecto, al día siguiente
de madrugada, cuando aún no se veía del todo claro, llamó a grandes
golpes a la puerta de la rectoral. Despertaron a Andrés de su profundo
sueño, y después de mucho sacudirle, consiguieron ponerle en pie y que
se aderezase.
El viaje, aunque largo y difícil, no dejó de ser alegre. El tiempo
estaba sereno; el sol todavía no molestaba gran cosa. Celesto iba armado
de gaita. Andrés llevaba las provisiones. Cuando pasaban por delante de
algún caserío, se detenían a instancia del seminarista; descolgaba éste
la gaita de los hombros y comenzaba a soplar con furia. El toque de
alborada, risueño y bullicioso, estremecía de júbilo la silenciosa
aldea; las gallinas batían las alas despertándose, ladraban los perros,
los puercos gruñían en su pocilga, las vacas sacudían la cadena que las
sujetaba en el establo, dentro de las casas oíase rumor de pasos y
conversaciones. No tardaba en abrirse algún ventanillo y aparecer por él
un rostro fresco y sonrosado que al ver a Celesto sonreía mostrando unos
dientes admirables.
--¿Eres tú, capellán?
--Soy yo, Josefina.
--¿Qué vientos te traen por aquí?... ¡Ah! sí, la romería de la Peña; ya
no me acordaba.
--¿Te vienes con nosotros?
--No; iré hacia la tarde.
--Vente ahora, y te llevaremos en brazos.
--Soy muy pesada.
--¡Aunque fueses de plomo!
--¿De veras? Ya sé que no te falta voluntad; pero esta última vez has
venido muy flojo del seminario.
--Ven a probarlo.
--No tengo gana.
--¿Lo ve usted, D. Andrés? Me tiene miedo. Adiós, Josefina, hasta la
tarde. ¡Cuidado que faltes!
--¡Ya! Porque sin mí no hay romería.
--¡Mucho que sí! Adiós, resalada.
Tornaba Celesto a inflar los carrillos, y tornaba la gaita a exhalar sus
notas penetrantes alegrando la campiña. Cuando salía de la aldea, se
echaba otra vez el instrumento a la espalda.
De caserío en caserío fueron subiendo hasta el paraje donde se celebraba
la romería. Era una pradera en declive, cerca ya de la cima de una de
las más altas montañas. Formaba pequeña hondonada verde entre dos
escuetos picachos blancos: la capilla de la Virgen en el centro
completamente aislada. No había por allí ningún otro edificio. Desde las
primeras horas de la mañana acudió la gente de los contornos y mucha
también de sitios lejanos. Al mediodía estaba la romería en todo su
esplendor. La muchedumbre se derramaba por los alrededores de la capilla
en pintoresca y agradable confusión. Los vivos colores de los pañuelos y
delantales resaltaban prodigiosamente sobre el terciopelo negro de los
dengues y faldas de estameña, lo mismo que las chaquetas verdes y
amarillas de los hombres lucían sobre los calzones negros de pana. El
constante movimiento de aquella multitud abigarrada producía una especie
de titilación que deslumbraba. Todo era ruido y algazara. Aquí en un
grupo bailaban al son de la gaita y el tambor unas cuantas parejas: allá
en otro hacían lo mismo otras al toque destemplado de una zanfonia. Las
mesas de confites, más duros que el pedernal, y las cestas de fruta
estaban rodeadas de mujeres y niños: los puestos de vino y sidra,
atestados de hombres.
Andrés había tropezado a primera hora con Rosa; pero ésta pasó tan
seria a su lado, que no le entraron deseos de requebrarla. Celesto le
llevó de un lado a otro, haciéndole beber contra su voluntad algunos
sorbos de sidra en los corros de los hombres (los que el seminarista se
propinaba eran tragos horrendos) y tomar avellanas de mano de las mozas
que le iba presentando. Las tales mozas, amigas de Celesto, eran
excesivamente amables, enseñaban mucho los dientes al reír y bromeaban
con harta desenvoltura. De uno en otro grupo iban rodando, parándose a
saludar a éste y al otro paisano, casi todos ebrios ya, que les
entretenían larguísimo rato con charla impertinente y grosera. Andrés se
aburría soberanamente. Por el contrario, Celesto parecía cada vez más
alegre, y seguía con marcado interés todas las conversaciones, por
necias y disparatadas que fuesen.
A la tarde dieron con su cuerpo cerca de un grupo de muchachas que
bailaban la giraldilla un poco apartadas del grueso de la gente.
Detuviéronse a contemplarlas. Rosa estaba entre ellas, moviéndose con
más ligereza y garbo que ninguna, luciendo su talle flexible, que
aprisionaba un pañuelo de Manila, regalo de su señor tío el americano D.
Jaime, y adornada la cabeza con otro colorado de seda, por debajo del
cual asomaban los rizos de su negro cabello. Un collar de gruesos
corales le ceñía la garganta, y pendientes largos de perlas colgaban de
sus orejas. Tenía la hija del molinero de Riofrío figura arrogante y
esbelta, y en sus movimientos había gracia inexplicable. Su rostro
trigueño y sonrosado ofrecía ordinariamente expresión dura y hasta
desdeñosa; pero era tan vivo, tan fresco, tan salado, que causaba en los
hombres impresión placentera y picante al mismo tiempo.
En pie, a cierta distancia del corro, Andrés la contempló sin pestañear
buen rato, siguiendo con atención sus movimientos. Celesto se había
colado dentro de la giraldilla, y estaba causando entre las mozas mucha
risa y algazara con sus dicharachos y muecas: las abrazaba, les pasaba
la mano por el rostro cuando bien le venía, les pegaba fuertes
empujones, sin que ninguna se diese por ofendida.
--Vamos, D. Andrés, véngase a menear un poco las piernas, que estas
chicas lo desean.
Las mozas, avergonzadas, protestaron. Andrés sonrió, sin atreverse a
aceptar. Al fin, atraído por el deseo irresistible de aproximarse a Rosa
y por la necesidad de sacudir el aburrimiento, se introdujo también en
el corro.
La primera a quien sacó a bailar fue a Rosa. Creía con esto rendirle un
homenaje; trataba de captarse su simpatía. Mas, contra lo que esperaba,
la joven aldeana, al verle frente a ella en actitud de invitarla al
baile, le volvió rápidamente la espalda y se puso a bailar con la
compañera que tenía al lado. Andrés quedó un instante suspenso y
corrido. Luego, fingiendo indiferencia, sacó a otra muchacha y siguió
bailando. Pero el desaire, siquiera fuese el de una zafia aldeana, le
roía el alma. Por más que aparentase alegría, y brincase y cantase como
un estudiante crapuloso, lo cierto es que tenia los nervios excitados y
prestos a dispararse. Después de bromear largo rato, sin dignarse mirar
a su linda enemiga, pero con el pensamiento fijo en ella, atraído por el
desaire pasado como por un imán, y buscando el desquite como el jugador
que ha perdido, se puso de improviso otra vez frente a ella y la invitó
de nuevo. El mismo resultado. Rosa dio la vuelta y se puso a bailar con
otra amiga. Entonces los nervios de Andrés no pudieron sufrir más.
Soltose bruscamente de la rueda, y murmurando algunas palabras
coléricas, se alejó del corro. Celesto le siguió inmediatamente, muy
apurado.
--¿No se lo decía yo a usted, D. Andrés?--le dijo cuando le hubo
alcanzado.--¿Por qué no ha querido usted hacer caso de mí? ¡Al fin le ha
dado la coz!
En tanto, las mozas rodeaban a Rosa y le afeaban su conducta. A cuantas
advertencias le hacían contestaba con acento irritado y un gesto altivo
de reina salvaje:
--Yo soy una aldeana. No quiero bailar con los señores.
Tal resultado obtuvo el primer paso de Andrés para acercarse a su
morenita de la iglesia. Cuando al meterse en la cama aquella noche
recordaba el lance, se le encendía la sangre y disparaba injurias
mentales contra la rústica chicuela. Por la mañana, al vestirse, todavía
las seguía disparando, porque todavía seguía recordando el desaire. Al
mediodía lo mismo. Allá en el pensamiento, y aun entre dientes, la
apellidaba tonta, soez, presumida y hasta fea. Pero, contra su voluntad
y sus esfuerzos para distraerse, no podía apartarla de la imaginación.
Después del mediodía, en vez de irse a dormir la siesta a la Mata, como
tenía por costumbre, se bajó pian, pianito, al pueblo, sin objeto
determinado. Estaba casi desierto. La gente se había marchado al
trabajo: la mayoría de las casas cerradas. El sol de Junio alumbraba y
quemaba en la plaza a unos cuantos niños medio desnudos que jugaban
arrastrándose por el suelo. Andrés la atravesó lentamente, como quien
marcha a la ventura, y fue a salir por el extremo opuesto de la aldea.
Allí se abría una cañada que iba a la montaña, por donde bajaba un
arroyo tributario del río de las Brañas.
La cañada era frondosa y amena, y tenía el atractivo de lo desconocido
para nuestro joven, quien, al dar los primeros pasos en ella, de ningún
modo se hubiera confesado que le impulsaba otro móvil que el puro amor a
los paisajes. Si se lo hubiera confesado, seguro que hubiese dado la
vuelta.
Para mejor recrearse, no quiso seguir el camino que ceñía la ladera:
prefirió caminar por el álveo mismo del arroyo, que en el verano estaba
casi enjuto. Formaban sobre él los avellanos que salían de las fincas
lindantes una espesísima bóveda, tan baja que a veces no permitía el
paso de un hombre sin doblarse: en ocasiones llegaba hasta interponerse
como una barrera, como una muralla de verdura: entonces nuestro joven se
veía obligado a buscar un agujero por donde colarse, sosteniendo con las
manos el ramaje mientras pasaba. A un lado y a otro veía, por entre las
hojas, la alfombra verde de las praderas que el sol matizaba de oro. En
el cauce del arroyo no penetraban sus rayos. Era un túnel fresco y
oscuro; tan fresco que, a pesar de lo elevado de la temperatura, sentía
de vez en cuando leves escalofríos. Si las ramas de los avellanos no le
permitían caminar derecho, la naturaleza del suelo tampoco le dejaba
afirmar el pie con desembarazo. El lecho del arroyo era pedregoso y
desigual. Además, aunque no trajese mucha agua, todavía era la bastante
para formar menudos charcos, que se veía obligado a salvar saltando de
piedra en piedra. Éstas alguna vez falseaban y se mojaba la punta de las
botas. Entonces soltaba alguna violenta interjección y se detenía a
tomar aliento; porque el tránsito, aunque no vivo, era fatigoso. Paseaba
la vista en torno, y en todas partes tropezaba a corta distancia con una
tupida cortina verde. Estaba como perdido, anegado en un mar de verdura.
La monotonía del color empezaba a marearle. Sólo el hilo de agua que
corría por el suelo despedía hermosa vislumbre de plata, que alegraba la
oscura galería.
A punto estaba ya de suspender la excursión por ella, pues le iba
enfriando y fatigando un poco, y saltar a los prados y luego al camino,
cuando acertó a oír detrás del follaje rumor de voces. El corazón le dio
un salto; él sabría por qué; y sin vacilar, apoyó los pies en la
paredilla de guijarros, cubierta de musgo, que separaba el prado del
arroyo, apartó las ramas, se agarró fuertemente a una más gruesa que las
otras, y dando un brinco, cayó sobre el césped mullido de una muy
hermosa pradera.
El paisano, que encorvándose liaba un hacecillo de varas, levantó la
cabeza sorprendido. La muchacha, que algo más lejos, sentada en el
suelo, miraba pastar a unas vacas, también se volvió instantáneamente.
--¡Diablo de señorito!--exclamó el paisano tranquilizándose
inmediatamente.--Me ha asustado... Salta como un contrabandista.
La muchacha le miró fijamente sin despegar los labios.
--Dispensen ustedes--dijo Andrés un poco acortado.--Venía siguiendo el
cauce del arroyo, y no sabía ya dónde estaba... Oí voces y salté...
--¿Y qué caza venía usted siguiendo, señorito?--preguntó el paisano con
acento socarrón.
--No traigo carabina... ya lo ve usted... Venía tan sólo por conocer
estos lugares, que todavía no he visto.
--Y también por ver a esta reitana, ¿verdad?--dijo el aldeano soltando
una grosera carcajada.
La reitana se puso encendida como una cereza. Andrés también se ruborizó
y no supo qué contestar.
--Vaya, estoy viendo--continuó el paisano--que voy a tener que armar
garduñas alrededor de casa para los señoritos que me quieren comer las
uvas.
--¡Padre!--exclamó la muchacha sofocada.
Andrés sonreía estúpidamente.
--¿Que no se las quieren comer?--repuso el paisano.--¡Anda, anda! ¡Pues
si tú no las guardases bien, ya darían buena cuenta de ellas! ¿verdad,
D. Andrés?
--Tiene usted unas hijas muy guapas--dijo éste, ya sereno.
--Pero la que más le gusta a usted es Rosa.
--¡Padre!--volvió a exclamar la chica con voz angustiada.
--Verdad que sí... Pero como yo no le gusto a ella, no tendrá usted
necesidad de poner garduñas.
--¡Quiá!--exclamó el aldeano, soltando otra vez la carcajada.--No crea
usted eso, D. Andrés... Las muchachas están rabiando porque alguno les
diga algo, y si es un señorito, mejor que mejor... Mire usted, yo tengo
dos hijas; pues no sé cuál de ellas tiene más ganas de salir de casa...
Yo les digo: ¿cuándo diablos me atrapáis un señorón rico que os mantenga
para que me dejéis en paz?... Pero nada... se pasa el tiempo... van al
mercado los jueves, van a las romerías, y nada... no acaban de dejarme
solo a mis anchas.
--Pues yo me atrevo a desembarazarle de una--dijo Andrés adoptando el
mismo tono zumbón del paisano.--De las dos no me comprometo.
--No me lo jure, que lo creo... Pero en estos asuntos me gusta mucho que
intervenga también el cura... Y ustedes no lo pueden ver más que al
demonio, ¿verdad, señorito, verdad?
Y el paisano no cesaba de reír con socarronería.
--Según--repuso Andrés, otra vez acortado.--Algunas veces también nos
gusta...
--Cuando tropiezan una moza guapa y rica. ¡Ya!... Aquí viene usted
equivocado... Ni lo uno ni lo otro... Aquí no podemos ofrecerle más que
miseria y compañía... Vaya--concluyó, echándose a la espalda el haz que
acababa de liar,--hasta luego, que me voy... Rosa, a ver si te das arte
para atrapar a este señorito... Quede con Dios, D. Andrés...
Y se alejó riendo, con paso perezoso, hacia la casa, que estaba situada
en la parte superior de la finca, al borde del camino.
Andrés le estuvo mirando hasta que desapareció, por no atreverse a
convertir los ojos hacia Rosa. Mas al fin tuvo que hacerlo. Entonces vio
que lloraba, ocultando el rostro con las manos. Acercose a ella y se
sentó silenciosamente a su lado.
--¿Por qué llora usted, Rosa?... ¿Tengo yo la culpa?
--No, señor--contestó en tono colérico.
--¿Entonces?
--¡Este padre, que no tiene más gusto que avergonzarme!


IX

Desde aquel día Andrés acudió a casa de Rosa. Iba de ordinario por las
tardes, después de comer, y se volvía a la rectoral al toque de oración.
A veces también por la mañana le guiaban a ella el deseo y los pies. La
casa era como la de todos los paisanos, aun los mejor acomodados, pobre
y fea: en el piso bajo estaba la cocina, con pavimento de piedra y
escaño de madera ahumada: arriba había una salita con dos cuartos: en
uno dormían Rosa y Ángela; en el otro, su padre; abajo, en un cuartucho,
Rafael y el criado. Estaba aislada, cerca del camino, y tenía delante
una corralada; por detrás, miraba a la finca donde Andrés había
penetrado de improviso, y tenía puerta para el servicio de ella.
Llamaban a aquel sitio el Molino, por más que no estuviese allí, sino un
poco más lejos. Tomás y su familia no eran conocidos más que por «los
del Molino:» Tomás el molinero, Rosa del molino, Rafael el del molinero,
etc. En el pueblo, «ir al Molino,» lo mismo significaba ir efectivamente
a tal sitio que a la casa de Tomás. Las tierras que éste cultivaba, el
molino, la casa misma que habitaba, no le pertenecían: todo lo llevaba
en arriendo, como su padre y su abuelo. Su hermano Jaime, al llegar,
haría cosa de un año, de la isla de Cuba, quiso comprar la casería; mas
aunque daba por ella lo que no valía realmente, su propietario, un
marqués residente en Madrid, no se la quiso vender. Tomás vivía con
bastante desahogo, dada su condición, pero sin economizar un ochavo, y a
veces un tantico apurado.
Su hija Ángela era una muchachota fresca y robusta, de diez y ocho años,
uno más que Rosa, que tenía poco de particular, lo mismo en lo físico
que en lo moral. Rafael, un chicuelo de catorce, de pocas carnes y mucha
malicia. A Rosa ya la conocemos. Poco más de dos años hacía que estos
chicos habían quedado huérfanos de madre, muerta, según decían en la
aldea, «de punta de costado y pulmonía.» Desde entonces, Ángela y Rosa
quedaron al frente del manejo interior de la casa, lo cual no les
excusaba de asistir al trabajo en tiempo de labores, para ayudar a su
padre, a Rafael y al criado.
Andrés, con buen acuerdo para sus planes, trató de captarse la amistad
de estas personas, y lo consiguió al cabo de pocos días. Escuchaba
riendo las chanzonetas pesadas y groseras de Tomás; bromeaba con Ángela,
dejando deslizar siempre que podía alguna lisonja, que en el campo, como
en la ciudad, producen admirables efectos; contaba anécdotas picantes a
Rafael, y le proveía de tabaco; hablaba del tiempo y las labores al
criado, una especie de animal tardo y perezoso como el buey y con la
testa casi tan dura. En cuanto a Rosa, su conducta era distinta:
adoptaba la reserva diplomática y fría de que hacen uso los hombres
refinados para vencer a los seres inocentes, y que suele ser de feliz
resultado.
Todos le trataban con familiaridad, y hasta parecían haberse olvidado
del motivo que le había traído a la casa: tanto cuidado ponía en
mostrarse llano y amable. Las tardes lluviosas las pasaba sentado en el
escaño de la cocina charlando con la familia, interesándose por las
intrigas de la aldea, tan complicadas o más que las de la corte, y dando
su parecer acerca de ellas con toda seriedad. D. Félix había prestado
14.000 reales a Juan el tabernero. Todos se mostraban sorprendidos de
esta liberalidad, porque Juan no tenía un palmo de tierra donde caerse
muerto. El tío Tomás, sin embargo, meneando el fuego con un tizón, decía
sentenciosamente: «El hombre que engañe a D. Félix no ha nacido todavía:
de alguna parte saldrá ese dinero, aunque sea de las tiras del pellejo
del pobre Juan.» Algunas veces se vertían consideraciones filosóficas
sobre el mundo y la sociedad: el problema de los intereses materiales
era el único digno de atención. El tío Tomás parecía más escéptico y
pesimista que Schopenhauer: el pobre siempre debajo, el rico siempre
encima; para el pobre los palos, para el rico los gustos: lo único que
debía procurarse en este mundo era el hacerse rico. Burlábase zafiamente
de los curas; contaba acerca de ellos mil chascarrillos obscenos: no
obstante, como todos los aldeanos, era supersticioso, por más que lo
ocultaba. Su donaire burdo y soez hería a veces en lo vivo de las
ridiculeces humanas: tenía un temperamento observador cargado de
malicia: bajo su exterior calmoso y frío se adivinaba un espíritu sagaz
y travieso que había carecido de medios para desenvolverse. A Andrés no
le era nada simpático; pero tenía sus razones para sufrirle y aun para
bailarle el agua.
Cuando estaba bueno el tiempo, solía ir directamente a las fincas donde
trabajaban, sin pasar por casa. Allí se sentaba sobre el césped, a la
sombra de un árbol, dándoles conversación cuando el trabajo era en los
prados, o bien sobre una cesta con la sombrilla abierta, si en los
maizales. A veces ponía empeño en ayudarles, tomando el azadón, la pala
o la guadaña que le prestaba por algunos momentos el criado o Rafael:
acometía con ardor la tarea bajo la mirada burlona de Tomás y sus hijos,
que hacían alto para contemplarle: golpeaba con todas sus fuerzas y sin
compás alguno la tierra, sudaba, se inflamaba y al poco rato soltaba el
instrumento, rendido y jadeante, pálido de fatiga. Hombres y mujeres
reían al verle en aquel estado y le aseguraban, bromeando, que no servía
para aldeano. Él sostenía que esta fatiga le venía bien; y así era, en
efecto; cada vez se encontraba con más fuerza y apetito.
Su reserva y disimulo con Rosa produjeron al fin el resultado propuesto.
Aquella fierecilla, cuando vio que no la hacían caso, empezó a
domesticarse. Ya no huía cuando él llegaba, ni ponía la cara seria, ni
se fingía distraída cuando hablaba. Pasado algún tiempo, concluyó por
acogerle con la sonrisa benévola y respetuosa que los demás, y dirigirle
la palabra, aunque pocas veces. Hasta se le figuró a Andrés que las
preferencias calculadas que otorgaba a Ángela no le hacían mucha gracia.
Observando siempre con el rabillo del ojo, advirtió que, cuando se
acercaba a aquélla y le hablaba en tono confidencial, Rosa se alejaba
con cualquier pretexto. Una vez que llegó hallándose ésta sola en la
cocina, al cabo de un instante le dijo en tono indiferente, pero donde
se adivinaba algo que a nuestro joven le agradó mucho: «Ángela está
arriba.»
Entonces comprendió que era preciso variar de táctica. No le pesó nada,
en verdad: al contrario, se imponía extremada molestia para representar
su papel de displicente. O Rosa se iba haciendo cada día más graciosa, o
a él le iba haciendo cada día más gracia. No podía ver su figura, aunque
fuese de espaldas, sin sentir extraordinario deleite; no podía escuchar
su voz sonora y cristalina sin conmoverse. Si Rosa hubiera tenido
algunas nociones de coquetería, no la hubiera engañado aquel señorito
con su cara seria y sus modales diplomáticos: muy pronto advertiría que
le temblaban las manos cuando iba a entregarle algún objeto, y se le
escapaban de los ojos miradas relampagueantes y codiciosas. La pobre no
entendía jota del «arte amatorio,» ni era capaz de ver el doble fondo de
las acciones humanas. Tenía diez y siete años; el alma, como si no
hubiese cumplido los catorce. La ignorancia, la falta de trato y la vida
constante de trabajo habían cubierto los gérmenes de delicadeza
artística, de admirable penetración que en toda mujer existen, y les
habían impedido brotar. Poseía, sin embargo, una cierta altivez que
podía confundirse con la rusticidad, un orgullo salvaje que a veces
coloca Dios en las almas inocentes como ángel custodio; arma que el
pudor tiene cuando la naturaleza no le ha otorgado el don de la
perspicacia. La aspereza de su carácter le había valido la opinión de
necia y mal criada, pero la había salvado de un gravísimo peligro; y
esto era lo que nadie sabía en la aldea.
Ya que nuestro joven la encontró mejor dispuesta, comenzó a dirigirle a
menudo la palabra, tuteándola, por supuesto, como hacen los señores de
la ciudad con las chicas campesinas, inventando algunas bromas para
hacerla reír, y procurando por todos los medios imaginables captarse su
simpatía, aunque dejando aparecer lo contrario. Nada de requiebros, ni
mucho menos frases amorosas: comprendía que era espantar la caza, que la
fruta estaba muy verde, y que era mejor tener paciencia y sacudir el
árbol cuando sazonase. La embromaba con algún mozo que no le pareciese
rival temible, improvisaba contra ella de vez en cuando algunas
redondillas burlescas, que dejaban sorprendidos y extasiados a todos,
muy particularmente a Rafael, que no se hartaba de reír y repetirlas, y
contemplar con admiración a Andrés, como si el hacer versos fuese cosa
de milagro, y la engañaba siempre que podía contándole alguna estupenda
patraña, en medio de la algazara general. En cambio, Rosa, que poseía
singular aptitud para remedar los gestos y ademanes de cuantas personas
veía, una vez que entró en confianza, se puso a imitar los de Andrés con
tal gracia y perfección, que pudiera competir con el mejor cómico de
Madrid. Se atusaba el bigote y abría los ojos desmesuradamente lo mismo
que él cuando estaba distraído; hacía ademán de meterse las manos en los
bolsillos, y se encogía de hombros para remedarle cuando iba paseando;
contrahacía su risa, su modo de andar y sentarse, la forma de llevarse
el cigarro a la boca. Cuando esto no bastaba para hacerle callar, se
burlaba de su extremada delgadez; ponía un palito derecho sobre el
escaño y lo tiraba de un soplo, parodiando la poca consistencia del
joven; al salir, le abría el ventanillo superior de la puerta,
invitándole a pasar por él. Ángela, a veces, la reprendía por su falta
de respeto.
De broma en broma llegaron a venir a las manos, esto es, a retozar
alegremente donde quiera que se encontraban, generalmente en los prados.
Claro es que Andrés en este juego llevaba la peor parte. Si trataba de
sujetar a Rosa por las muñecas, ésta de una sacudida se zafaba,
dejándole tambaleando; cuando quería pellizcarla, ella a su vez le tenía
tan bien sujeto, que le era imposible moverse. No hallaba modo de
causarla la menor molestia. En cambio ella, cuando se lo proponía,
jugaba con él como el gato con un ratoncillo, le hacía dar vueltas para
marearle, levantábale en peso, sentábale siempre que quería y obligábale
a ponerse de rodillas pidiendo perdón; todo esto con gran risa y
regocijo de los presentes, que animaban a Andrés y le ayudaban de vez en
cuando. Rafael se perecía por ver a D. Andrés jugando con su hermana.
Ésta mostraba también hallarse en sus glorias retozando; gozaba en
correr y brincar como una cervatilla, y en desplegar su prodigiosa
agilidad; la rica sangre que corría por sus venas ansiaba el movimiento,
y así que lo conseguía, salpicaba de vivo carmín las rosas frescas de
sus mejillas. En cuanto se ponía a jugar se embriagaba: más que para
vencer a su contrario, atacaba y se movía con vertiginosa rapidez por el
placer que esto le proporcionaba. En ocasiones, Andrés se estaba quieto,
dejándose atormentar por ella sin compasión por contemplar a su sabor
aquel hermoso modelo de mujer, mórbido, exuberante y vigoroso como una
Venus del Septentrión, ágil y nervioso como las hijas del Mediodía.
Aquella naturaleza virginal como la de un niño, espléndida como una rosa
de Alejandría, tan pródiga de lo que a él hacía falta, le fascinaba y le
atraía. Era la salud y la belleza confundidas. La primera impresión de
agrado que había sentido al verla se dilató con el tiempo, fuese
infiltrando, por decirlo así, en su carne lentamente, y concluyó por
sojuzgar su temperamento. El contacto frecuente de los juegos y bromas
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